viernes, 12 de noviembre de 2010

Ensayos para un estilo (24)

Un mal día para Raymond Yeats: “¡Ya me cansa tu cantinela sobre el New Yorker! Sólo es un… reflejo mortecino de la auténtica realidad social! ¡Y sólo les falta oler a colonia!” De hecho, este librero hoy malhumorado y puntilloso, llevaba semanas intentando colarme una colección de ejemplares de los años cincuenta de Partisan Review. Eso sí, a un increíble buen precio para mí, unos pocos centavos por número. “Mira”, dice, y abre ante mí las sobadas y tristes páginas de una de las revistas de años atrás: un artículo de Trilling, una entrevista con Lessing, crónicas de Sontag. “Ahí tienes materia suficiente durante días…” Se da media vuelta y desaparece por la puerta del fondo de la librería, donde está el lavabo. Culpable, abandono por un momento el lado de las revistas y llevo mi atención a un rimero de libros viejos pegados a la pared. Ediciones de tapa blanda, como dicen los libreros americanos, paperbacks. Escarbo con absoluta codicia. Raymond vuelve del lavabo, me mira ceñudo. Farrell. Lewis. Sinclair. Todo ese tipo de literatura social que, en el fondo, tanto ama Yeats. Son libros muy usados, pequeños, con portadas antiguas, sucias y dobladas en los cantos, de hojas ya enmarronadas por el tiempo, a punto de descabalarse. Cincuenta centavos el volumen, sea de quien fuere, independientemente de su grosor y sin contemplar ni poco ni mucho su noble antigüedad. Caldwell. Dreisser. Wright. Pensamientos, conjeturas. En todo caso, alardes contra lo insolidario, una rebelión contra la fatalidad, el falso determinismo. Se desliza de mis manos otro libro, Robert Penn Warren. Caen Wolfe, Dos Passos. Cae Steinbeck. Caen Steffens, Algren, Halper…, la columna de libros viejos que se viene al suelo. Salgo de la librería, ante la sonrisa complaciente de Ray, en busca de E., en las primeras horas de la tarde. En la bolsa de papel verde: la saga de Lonigan, un libro de James Agee y tres ejemplares del Partisan de los años treinta. ¿Por qué esta tropa de pensadores y escribidores necesita transmitir a los demás el estilo de sus divagaciones. Cambia el mundo, el entorno etc.” Fueron muriendo ellos: el mundo seguía en su pertinaz traslación. “Ahí tienes a Wilson”. Ya veo. En realidad, dijo E., me gusta leer a los franceses, Sartre, Camus. Ya. Tengo mucho de europea. “Eres europea.” “Soy americana... Soy europea de América.” No ha leído mucho, me digo. “He leído montones de libros, ¿sabes?” Claro. Simone de Beauvoir, En attendant Godot, Joyce. Quien no. Reunimos todas las monedas sueltas en el cuenco que forma con sus manos de artista obrera. Compramos unos emparedados en un puesto callejero, refrescos de cola. Diablos, cualquiera sabe la clase de porquería que se mete uno en el estómago, lo que se pudre ahí adentro entre los jugos y las vísceras, en la llena oficina del estómago, amigo Sancho. Entramos en Central Park por Columbus Circle sin dejar de hincar el diente. Nos adentramos un poco hasta la extensión del césped. “Hay muchas cosas de que hablar”, asegura, y siempre que lo dice permanece en silencio durante horas, algo que me irrita considerablemente. “Entropía”, digo. La palabra suena fatal en esta zona tranquila y verde, de simétricos setos y caminitos de tierra aplastada, con la crestería de los rascacielos grises y oscuros de la parte del Hudson sobresaliendo por encima de los árboles, recortados sobre un cielo azul purísimo, de fines de invierno. Estamos sentados sobre el césped, comiendo un salchicha grasienta embutida en un panecillo que sabe a madera, pero una madera limpia, digamos, y que despide cierto aroma a leña quemada, algo muy raro, creo; tal vez sólo sea mi bocadillo, pues E. lo come despacio, masticando sin prisas, sin advertir nada extraño a juzgar por su semblante reflexivo. “¿Sabes?”, dice, y me dispongo a escuchar.

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