domingo, 14 de noviembre de 2010

Una academia (10)

No saber qué es ella. Si forma o mujer, si una música del monte y del árbol, si un musitar de palabras que apenas oye al principio, cuando ya el temor se ha disipado y a la primera inquietud sucede la manía felina de seguir agazapada.
¿Qué sabe ella de él? Su titubeo fisgón por el monte, su peregrinaje sin rigor ni de claro cometido por sendas inútiles entre los campos y los barbechos resecos y amarillos y los bancales yermos y también amarillos. Un excursionista del tiempo venido de la indolencia y los males imaginarios. Su rostro puede ser el de la multitud, un hombre de esos eternamente atosigado. No tiene identidad, es una pacífica rareza que habla con voz grave de cosas simples, como ella. "Pues esa mujer", se decía a sí mismo convencido, "es simple."
(El quería saber lo que nunca había sabido: de qué manera se vive natural, se es así, se culmina uno así. Pero sin la esperanza todavía de su conquista y mucho menos de la ganancia de un sitio en ese lugar, vivir ahí para siempre. Quiere lo simple. Se conforma con eso. De modo que...)
Nada hay de simple en ella ni en ese lugar. Ella se ha librado de la simpleza y la incuria, ontogenia meritoria al paso de los años si consideramos los caminos tan fáciles para un embrutecimiento. Por eso Brell teme los ojos, levantar los párpados ante leyendas difíciles, abrirlos a la luz y encontrarse con un paisaje de acentos y mayúsculas sin lindes bajo un sol que nunca engaña al aire ni a las formas: ver su complicación, ver que él se equivoca en lo más sencillo.
Los ojos que no quieren mirarla temen encarar el pasado otra vez, malograr el futuro reduciéndolo al presente, desvelar de palabras y conciencia un ensueño aún prodigioso por ser sin nombre y ser demasiado bello para pintarlo.
Los ojos son lanzas de un saber artificioso que proyecta un pasado malo, compuesto de deserciones y cansancio, son como heridas abiertas a la belleza natural de las cosas: lo vería todo inconcluso y falso, sesgado por la frustración de atrás. Mejor lo entrevisto y soñado, el anticipo nebuloso de toda novedad en aquella figura que sale de la bruma: la vida celebrada, la paz de la tierra, el fruto y la salud, lo que será la muerte en la negrura terrible de la eternidad: no saber la verdad nunca.
[Mejor la mentira: el cielo, azul; el sol, amarillo.]
No quiere mirar. A él ya le han visto, lo han cercado en líneas, limitado de lejos como un horizonte marino, pero mirarla a ella sería como enquistarse en un espejo bruñido y límpido y habitarlo de malicias, de resabios y ascos, llevar la ciénaga a esa luz de brisa y de agua, y apercibirse en su reflejo de lo que más desprecia...
No mirarla, ése es el sentido de la época hermosa de ahora, el juego en el que tan fácilmente se distrae. Acallar los ojos, tenerlos así, pues hablan demasiado. Enturbian sin pudor las imágenes inocentes con toda clase de presunciones. Los ojos están llenos de referencias y colores malgastados por el abuso, faltos de realidad por ser simple copia de la realidad. Por los ojos abiertos, y por eso los sella bajo maldición de eterno aburrimiento, le penetra el insolente vaivén de las cosas y su verdad mezquina, alterada de roma exactitud y grosera evidencia.
Al otro lado del espejo el lugar se puebla de mágicas carrollianas: el diálogo feliz, el encuentro sorprendente de lo fantástico al son de un arte invisible, una sonata que encanta la jornada con la clarividencia de la belleza original. (La música, sí, es más allá de todo, es como el aire, a él le debe, fugitiva, el existir, y nada hay que recuerde a ella en la naturaleza.)
Ver desde adentro, desde la imaginación blanca, que es la suprema negación del color, es el más alto desafío.
Los ojos le niegan la realidad, construyen falsas apariencias: ¿Ve él acaso con sólo los ojos la imagen y los colores puros? Los mantendrá cerrados. Como si escuchara música. Y, así, sabe que el amarillo es la mancha de la luz, y que el negro acrecienta el azul de un misterioso hechizo, que es sutil el verde.
¿Cómo es ella? ¿Del color del alba, o dura y morena de piel, de cabello negro y la carne como costra de tierra, estragada, o trigueña o grácil y de mirar de agua?

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