miércoles, 3 de noviembre de 2010

Una academia (7)

En la naturaleza, desafiando la pulcritud de las leyes más originarias, él es un pegote, un referente caprichoso o insulso, sorprendente, inacabado. De donde viene [Quédate adiós, mundo, pues en tu palacio prometen para no dar, sirven a no pagar, convidan para engañar...] hay urbes que causan estruendo a toda hora, desórdenes sin venir a cuento, respetos fingidos, la ambición es incomprensible y contumaz, pues la muerte y la angustia (que en ese lugar y en esas montañas acaecen igual pero tan sencillas como los ciclos más principales y de forma tan natural como la lluvia o la noche) acechan mil veces entre la mañana y la tarde, y todo parece una simulación, la copia técnica de una vida verdadera: ésa que ya empieza en él a germinar [Quédate adiós, mundo, pues en tu compañía el que acierta va más perdido, el que te halla es peor librado...], recobrándolo sin estilo falsificado.
Ahí en la montaña lo postizo que hay en Brell termina enmarañado en el pedazo de papel, como una nube, o un matojo, o una piedra de extraña largura. Es posible que ni tan siquiera se pregunten de dónde viene [Quédate adiós, mundo, pues en tu palacio ni se parescen en la condición ni menos en la conversación...], a qué, ni tampoco pretendan saber quién es, qué es. Ha llegado y, así de brusco, es parte del paisaje. Es grotesco o no, es estrafalario, risible, o es grave y pacato, un enunciado de líneas, un puñado exiguo de colores que se pasea sin expresión por el corral inmenso de la naturaleza.
¿Qué aporta con su trazo descolorido a la incesante geometría de la luz y la sombra? ¿Era algo preciso, inevitable, concluía un paisaje...? ¿Lo realza o describe? ¿Era necesario en el siglo?
¿Qué miran cuando lo miran? He aquí que va configurando escenas, cuadros temporales: su mancha entre encinas pequeñas y retorcidas, la figura oscura contra el trigal amarillo, el rostro ceñudo ladeado sobre la verde hierba, un recorte sobre el cielo azul, otro sobre la tierra gris. Instauraba una breve nota de color, inauguraba una nueva traza contra el paisaje del fondo. La artista laboriosa y muda así debió entenderlo. Luego, tuvo que consentir al anónimo entremetido, vigilarlo, huir de él, evitar su realidad.
Un día de aire plateado, fino de llovizna, casi frío para ser ya un amanecer de junio, Brell restituyó lo robado. Salió muy pronto de casa, con la teñidura gris del alba, cruzó el pueblo y subió a la sierra. Llegó mucho antes de que la muchacha sacara el ganado y anduviera ya paseándolo por los declives y las vertientes tapizadas de vegetación.
Alcanzó la loma, y allí no había nadie más que la grey encerrada en los corrales. Al otro lado, por donde el camino ancho venía bajando o subiendo de más allá de la serranía, la niebla comenzaba a desvanecerse. Brell sentía los pinchazos fríos de las menudas gotitas sobre el rostro, y se notaba absurdamente sobrecogido por una emoción inédita. Algún balido sobresaltaba el silencio y advertía de la hora inminente de la salida de los establos. Entonces se apresuró. Extrajo de la pequeña mochila la hoja doblada del retrato... Agrega además, sin conocer todavía ni él mismo el propósito, un puñado de reproducciones, seis, tal vez siete, de la obra de Vincent van Gogh, hojas arrancadas sin misericordia de un libro, pero que ahora, al verlas sobre la hierba, se le antojan a Brell sin gracia, lejos del verdadero espíritu del artista.
Dejó el dibujo y las copias bajo el alero roto sepulto de jaramagos, junto a la rústica portezuela de sólidas tablas de pino casi invadida de malvas y cardos. La escueta provisión, el peregrino ejemplo, censuraba su ingenuidad de iluso moderno.
[Es privilegio de aldea que no tengan allí los hombres mucha soledad ni enojosa importunidad...] Ya descendía cuando le asaltó el temor de una lluvia recrecida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario