martes, 9 de noviembre de 2010

Una academia (9)

"Presentí que empezaba a creerla, o no, [surge de la niebla, o del sueño...] pero que terminaría huyendo a su lugar limitado y recogido. Deseaba fundirme en ese fuego pequeño de tristezas de después, de cotidianas tragantonas y domésticas criaturas tan naturales como la vida primaria y germinal de la semilla en la tierra. Buscaba ese amparo, ese ser elemental entretenido de holganzas sin desatada ambición, esa tregua abatida y quieta en un tiempo que fuese de una vez la eternidad o parte de ella, pero de su misma materia. Ansiaba como carcome un cáncer lento el artefacto de la carne recorrer despaciosamente el corredor tibio de su piel recién hecha, mirarme en sus ojos recién abiertos, sentir su palpitar de mujer naciente. Deseaba, puesto que hasta ahí había llegado a la postre, la destrucción incondicional del tiempo: ir delante y atrás escogiendo lo mejor que había sido o fuera a ser y era, plasmarlo en ese presente de mañanas limpias, anocheceres mansos, el aire puro, la buena tierra...
"No debía con mala inteligencia desbaratar a manotazos en la aborrecible vigilia o en el primer sueño o en la duermevela de la aurora la silueta que emana del dulce costado del dormir, no podía deshacer tal claroscuro, borrar el dibujo de ese mujer. No desdeñaría el goce secreto que resulta de vivir una figuración, alentarla con suspiros o blasfemias, precipitarse hasta la extenuación en el seno más esencial de lo imaginario, allí donde el consuelo y la fe que se halla no se debe a nadie sino a uno mismo..."
No, no debía verle, o verla él a ella. La realidad era quebradiza y mentirosa (un engaño tonto: no creer más allá de los hechos escuetos). Hacer otra realidad ahora, cuando todo estaba perdido... Ese era el verdadero reto. Ella salida de la niebla, brotada de la misma naturaleza, como si nada, entre el aire y la luz, era creada con ese objeto, un carrusel de emociones, ficciones, finales...
No, no iba a dejarla perder. Y no quería verla, ni que le viese. Después ya daría vuelta a la trama, a la urdimbre de la sustancia del sueño o a la cosa de la que está hecho el arte, su construcción y su magia...
Tuvo que creer en ella. Tuvo que crearla. Concretarla y defenderse de la abstracción y el ideal ornato de sus expresiones. Porque sólo eso se merecía ya, ni recompensa ni castigo. Soñar, sólo.
[Aquel hombre del norte en el sur, de talentos medianos, se juramentaba para la nada en noches de reflexiones sombrías, enteramente solo: soñaba cielos azules, un sol grande y amarillo entre paredes.] Mira el paisaje: no le basta.
Ahora tiene la figura.
(Algo repudia de sí mismo).
Sin cesar, reinventa.
¿Cómo es ella?
¿Cómo no es?
Ella tendría una sumisión vegetal, o una fiereza inesperada, esa quieta (o agitada) tozudez montaraz, ni pura ni bestia, una hembra sin miedos, de sexo de plenitud abierto y quemante, de pensamiento claro y escueto de nombres y definiciones, ojalá que ignorante del sinsabor del anonimato en la ciudad y el vértigo del medro colectivo, muy lejos del fracaso puesto que no sabría del éxito. Sería, o no sería, de mirar nítido y de piel morena, de una tristeza y alegría naturales, de palabra directa y curiosa. Pero sobre todo era lo que él podía inventar ahora. La reconstruía con pedazos de la realidad de ese modo, se expresaba él en ella, una representación final del más puro ensimismamiento. ¿De dónde la rescata, de qué memoria extravagante...? Silvia Jara era el corolario más preciso de sus raros entresueños. Entre el cielo y la tierra, sólo un ser entre la vida y la muerte... Le dio por pensar que ella concretaba la clave axial de su siglo abrumado de teorías y aporías, de tanto postulado. Ella sería de aire y sería de luz. Más sencillo que eso... Sus raíces lo harían a él más terrenal y creíble, menos culpable de haber nacido y no saber para qué. Va a convertirse en el rehén más consentido de las razones primitivas. Va a brotar un diálogo de esa ocurrencia. Un nuevo discurso de un Brell mono gramático, simio copión, mandarín, tutor de aprendizajes.
"Ahora ya sabe que ando tras ella", dice Brell, y Panes, renegando del terrible calor de julio que reabre los surcos sangrientos de su piel, que sume la pudridera de su cuerpo condenado en un dolor vivo, le mira, le cree, porque ya, al cabo, está por creerlo todo.
El otro moribundo, ("Es que yo sólo he conocido un hombre."), Beyle, insiste en preguntarle como es ella, si ha salido al padre matador de bestias que no cree en las guerras civiles de los hombres. Y Brell le asegura que es un diálogo de ciegos: "Nos basta con hablar."
[Y anochece: un cielo rojo y azul.]
¿Cómo es ella? El sabrá.

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