martes, 23 de noviembre de 2010

Ensayos para un estilo (26)

El gran Jack el Vagabundo era uno de estos”, prosigue Raymond Th. Yeats inclemente, “pensativo y con un oscuro sentimiento de culpa. Aún lo recuerdo el día de la lectura de Howl echado en el suelo, con una jarra de vino matarratas al alcance de la mano. Náufrago entre lo católico y lo búdico, en esta temible encrucijada regaba diariamente su indecisión con litros de Tokay, la bebida de los zarrapastrosos, o Jack Daniel’s, cuando lo único que sabía hacer bien en realidad era escribir. Ese es el único puente al karma en todo inocente periplo, que sepas qué es lo que haces bien, y sólo eso es lo que al final te libra en el último eslabón de la cadena, y te aseguro que lo hay, de acabar con un taparrabos, sin lavarte durante semanas y comiendo un cuenco de arroz hervido con la Biblia budista de Goddard abierta a un lado o leyendo pasmado a cualquier otro santón. No basta la inteligencia para salvarte de las patrañas, la fe la tienes que tener en ti mismo. ¿Pero qué diablos les ocurre a todos estos jóvenes desocupados tras el misticismo y la iluminación bastarda…?”
Bien, yo te lo diré: apuran el cáliz rebosante de alcohol y drogas baratas o simplemente mortales (benzedrina, heroína, yagé, nembutal, peyote mexicano, morfina, marihuana, anfetaminas, Seconal, dexedrina, incluso se tragan los algodones empapados de porquería química de los inhaladores: yonquis del alma). Cuando despiertan aterrorizados al cabo de veinte horas creen que se han convertido en un gusano o en el tío de las barbas.
En ocasiones, para escribir sin gastar poco más que unos cuartos: vino dulce, la marea de los vagabundos.
¿Qué hay de Jay DeFeo? Cuando vuelvas de la nave-nodriza de Ketturg-Am-Ruhr, “The rose” pesará alrededor de una tonelada. ¿Y tú? Bien. (2010: las dos habéis acabado en el almacén para gatos del Whitney Museum.)
“Ahora ya sé mi camino” (Febrero de 1969), dice, y aún no ha reventado Kerouac, que lo hará siete meses más tarde en el sótano de su casa sentado sobre una caja de botellas de Johnny Walker. En realidad, se estaba suicidando desde hacía dos años oculto entre cuatro paredes, ajeno, y acaso con hostil animosidad hacia todos aquellos falsos clónicos adornados con flores que, llegados de universidades y falsos paraísos, se reunían en el parque Golden Gate de Frisco, hippies ángeles de escayola y de trapo atiborrados de zen y LSD, para conmemorar el Great Human Be-in, un mandala psicodélico y multitudinario que condujera a la gran meditación colectiva. Hijos sofisticados de aquel beat destrozado y fuera de lugar agarrado a una botella, lejos del anarquismo intrínseco de tipos como Cassady o del corrosivo desapego de Burroughs, disfrazaban las buenas intenciones, una revolución de cánticos, acuarelas y rosas, con los vistosos atuendos característicos de los conversos, todo apariencias, rompiéndose la cabeza traduciendo media docena de sutras. El vagabundo tenía que haber hecho caso al chino sabio, sentado en las sombras:
-Conviértase en un monje zen, coja las cosas imprescindibles, vaya a las montañas, escriba poesía y beba todo lo quiera. Está condenado, se va a morir en unos pocos meses, así que es preferible que muera de ese modo. A conciencia.
No lo hizo. Se dejó morir lentamente, inflado y borracho en la terrible domesticidad de una casa vulgar, mimética, en el último octubre purificador: vomitaba sangre a raudales hasta que perdió el sentido (Florida, 21-10-1969).
Mala firma. Y, sin embargo, antes, un ser excepcional, graduado en carreteras, tan lejos de las rancias mediocridades bien vestidas y cebadas del ámbito académico: un tipo capaz de escribir 36 metros de rollo de papel de teletipo de la United Press, un solo párrafo a un espacio, sin interrupción, sentado durante días ante la vetusta máquina de escribir, una Underwood negra con el rodillo más duro que una piedra, espantando a patadas a un perro que se empeñaba en comerse parte del papel ya mecanografiado y caído en el suelo.
Debería ser al contrario; mariposa, crisálida, larva, gusano. Uno de los posibles caminos inversos. A veces, sobran los años. Ciertos karmas. Por así decirlo.
“Ha conseguido la celebridad, y dinero”, dijo.
Era esa clase de tipos que bebe, escribe sin cesar y vende su sangre para conseguir algún dinero. Una biografía perfecta.
Sí, decenas de miles de personas leen su libro, en sus páginas se admiran del tipo duro con la mochila andrajosa a la espalda, cruzando varias veces a dedo el país enorme y hostil: al final de su vida, cuando vuelve a la carretera y se convierte de nuevo en autostopista, ni uno solo de los coches que pasan raudos a su lado se detiene a recogerlo, ignorando que ese pobre tipo que anda por el arcén con los pies llenos de ampollas sangrantes es precisamente el mismo autor que envidian leyendo sentados en el sofá y emulan en sus sueños de burgueses medrosos, a refugio en sus cálidos hogares. A partir de entonces, el autostopista abandonó definitivamente la carretera. Et tout le reste est littérature.
El recuento: lo materiales, una enumeración fatigosa, como busca palabras, sólo que en lugar de arrancarlas del cerebro te salen al paso: madera, cuerda, hierro, piedra, polvo…
¿Crees realmente que hubiera sido todo igual?
El orden. El caos.
Tiempo de profetas.
Yeats: “Ese maldito New Yorker en el que tanto te deleitas es la biblia de los tipos bien peinaditos a raya.”
“Tu inefable y reciclada Partisan Review, en la primavera del 63, empalideció de miedo y angustia cuando Grove Press publicó el (sic) Naked Lunch (11-1962).”
-Yo, antes, era comunista; ahora, soy budista. Entendámonos.
-Por supuesto.
“Más que al proletariado”, dijo uno de los conversos en el hediondo apartamento de la 48 con la Segunda Avenida,”lo que hay que ayudar es a la gente, ¿entiendes? Esa es la lucha. Eso es lo realmente importante. Los auténticos problemas de la gente, el día a día y todo eso (sic). ¿Comprendes? He dejado Berkeley y me hecho carpintero, pues este trabajo me permite meditar, aprendo lo verdaderamente esencial: zen, bengalí, sánscrito, pastún, hiduismo… Estudio mucho el I Ching.” Bueno, otros andan estableciendo las diferencias (¡cómo no!) entre el Hinayana y el Mahayana. Todo esto ocurre en Nueva York, en los pétreos desfiladeros de la urbe-símbolo, calles grises y oscuras flanquedas a ambos lados de altos edificios de apartamentos sórdidos y angostos, sin agua caliente, sin apenas calefacción, con cucarachas deslizándose por el minúsculo fregadero, resbalando por los sucios cristales de las ventanas, encima de la pequeña mesa adosada a la pared de la cocina, debajo de las camas…: excitante Nueva York años cincuenta.
Ella huyó de todo eso. Era una artista moderna.
Yeats: “Nadie podía salvarla.”
“Me perturbaba su vigor, su fe en sí misma, su arrojo”, dije. “Aunque, tal vez, no fuese ese sentimiento de falsa piedad lo que me embargaba, y lo piense ahora que ha pasado todo. Es probable que en realidad, debido a mi absoluta pereza e inanidad, lo que me hacía sufrir era su actividad constante, sus ganas de seguir adelante costase lo que costase. Era como una hormiga ciega, siempre mirando hacia delante.”
“Ese pathos hacia todo, pues todo lo transformaba en objeto artístico, en piezas del engranaje final de la obra que exponía en la galería... Eso era lo primero que percibías. Luego analizabas. Ese era el error. Sólo tenías que aceptar, a ciegas, como ella hacía las cosas. No querer comprenderlo todo, sólo lo necesario.”
La chica de la fibra de vidrio: vertederos, un alfabeto genial.
Al final, lo que te interesa de alguien es su acento, sea artista o lo que fuere. ¿Qué es capaz de reflejar desde el espejo de sí mismo?
Una noche, de regreso al apartamento bastante irritados (nos habíamos quedado sin entradas para la obra de teatro primeriza de un tal Manet -¿cómo el pintor?- o Mamet, Lady Variations, en el Village), estuvimos horas ante el silencio acusador de Yeats (cuya perplejidad no dejaba de ir en aumento) debatiendo, en ocasiones no sin crispación, los correctos significados o las posibles definiciones de: metáfora, alegoría, símil, analogía, símbolo… Terminamos abocados a un positivismo semántico que ineludiblemente nos llevaba a Wittgenstein (estrictamente: un abuso del lenguaje). Bien entrada la noche: no sabemos lo que es un símbolo, una clase de signo, su improbable inmanencia al significado de lo que representa: concepto frente objeto, el símbolo es el significado y no el significante. ¿Y la cosa…? ¿La cosa de E., sus cosas? “Hablemos de las metáforas, del correlato, de las suplantaciones…” “Es demasiado”, se lamenta Yeats levantándose del maltrecho sillón a punto de desvencijarse. (E.: “Tengo que restaurar ese maldito sillón… Etcétera. Era de su padre, el hogar perdido, el viejo sillón de papá etcétera.)
¿Cómo relacionarse con la realidad? ¿Cómo suplantar la palabra, la imagen vicaria para describir el mundo, la emoción o el dolor, el absurdo, la nada, el silencio? En especial cuando no deseas de ningún modo ser un maldito bhikku, un desertor vagando entre alcoholes o mano sobre mano no haciendo absolutamente nada.
Sin ella. Yo, huiré pronto; en cuanto a Yeats… ¡ha asistido a tantos descalabros!
Y, ahora, ¿qué? Libros, escondámonos en los libros. Cierra esa puerta de la vida, no dejes entrar el aire, apaga el sol, corre cortinas, junta postigos, calla.
Renglones rectilíneos. Se precisan para la catarsis, como el desorden precisa de su bullicio para fulminarse en la corrección.
Pollock y Kerouac son los basurales. El referente.
Una borrachera de misticismo.
De ellos (y la caterva de los sucedáneos) nace el geometrismo de después. La línea recta.
La bestia vuelve a comerse la cola.
El caos, de nuevo, estaba a la vuelta de la esquina. Pavor y diagonal.
Sólo hay tres formas de acabar, década de los sesenta: muerto y silenciado, como una bola de sebo brillante de alcohol o con la chequera de la cuenta corriente a cubierto en el bolsillo trasero del pantalón.
¿Qué tal esas tres formas en una (una y trina): muerto como una bola de sebo y alcohol y con billetes de banco en la faltriquera?
Vuelta a empezar. Toda mitología es un andar y desandar: dioses, hombres, dioses, hombres, dioses… ¿Quién crea a quién?
El arte, que es el mismo siempre, necesita de los antojos: eso le hace caminar inherente a la evolución del ser humano.
E.: ¿qué clase de religión has puesto en todo ello? El miedo y el absurdo. La armonía, lo rectilíneo, es para los débiles, la falsilla de la existencia. “No juego a ser Dios”, me confiesa. Ninguno de ellos (Rothko y compañía) jugaba a serlo, estaban demasiados ocupados en procurarse alimentos. Todos, hasta el más reacio, atrabiliario e intransigente de los irascibles, trabajaban para una agencia federal en el proyecto TRAP, una idea caritativa de la época de la depresión para no dejar morir de hambre a decenas de pintamonas sin un centavo. ¿Qué religión hay aquí? ¿acaso pintar se ha convertido en una liturgia, en una necesidad, en un trapicheo? ¿En una maldita limosna…?
Atento al buzón de los miércoles.
Curso por correspondencia.
Religión por correspondencia: conviértase en fraile, hable con Dios de tú a tú (de hombre a hombre, como quien dice).
Sea usted Van Gogh.
Un caballete, un maletín con los trebejos (acepción añadida: juguetes, vid. Diccionario de la Lengua Española, RAE, vigésima primera edición). Ya está usted en Arlés.
Sólo tiene que creérselo, amigo. La vida es demasiado corta para que le desenmascaren antes de tiempo, y, créame, después de muerto la cebada al rabo.
Dígase a los ojos delante del espejo: “Soy un genio.” Puede escenificar incluso. Agarre unos pinceles de pelo de marta, meta el dedo gordo de la mano en el agujero de la paleta churreteada, sostenga con los labios la fina espátula para los celajes sutiles y cosas semejantes, vuelva a mirarse en el espejo...
Mejor, mucho mejor. “Soy un genio”, dirá en voz alta.
Y, ahora, con su maravillosa estilográfica Montblanc (125 dólares de 1969), escriba muy reflexivamente esa frase 666 veces en su cuaderno de tapas de hule negro y páginas cuadriculadas amarillas. Y…
A rodar.
Hay orden y forma o no-orden y no-forma, pero lo ceremonial como norma, lo ritual solemne, es lo más ridículo que pueda pensarse del acto creativo, siempre una fiesta improvisada aunque a veces las cosa no funcionen como es debido y sobrevengan las dudas como un vendaval.
Te diré algo: cuando quise darme cuenta donde estaba, ya me hallaba muy lejos de lo que preví en un principio. Entonces analicé lo que estaba haciendo. Era bueno, eran unas buenas obras las que conseguía realizar, y me sentí bien. Trabajaba realmente bien en esa época. Me sentía a gusto con los materiales, y los procedimientos, los títulos me salían solos. Todo funcionaba. Así eran entonces las cosas. Sería a principios del 67, a poco de regresar de Europa.
E.: 1970. Reina de las teorías: “Preveo un futuro lleno de malentendidos.”
Sin embargo, hay que hablar... de arte. Pero ese parloteo es un monólogo en una larga noche. Me dispongo a escuchar. Etcétera. Ahora, antes de que amanezcan las jarcias de la nave de Delos, la conciencia escindida de ella, entre el deseo de salvación y la clausura de la muerte, entre dos sueños: el arte.

Los hechos…
La obra…
En el escenario de la gran ciudad. Ventanas como ojos, aceras como arterias, tubos como venas, puertas como los agujeros del cuerpo, pasarelas, túneles, espejos, estructuras-óseas, el pulso y la pulsión, he aquí el escaparate del hombre de las multitudes. Transmuta las formas, los rancios o vivos colores naturales del propio material, la transparencia del vidrio, la solidez del acero, la barra de hierro y el alambre, la súbita vulnerabilidad de la soga que cae, se tambalea, en nada se afirma hasta que no cae al suelo, colgada la soga es algo, una forma. La artista cuelga las cosas, la soga: sin ahorcamiento, es el vacío. Ciudad: miles de seres desconocidos: todos son el mismo, la misma, son como sombras, tan mecánicos como los automóviles a un metro de tu piel sucia del polvo y el vaho urbanos, tan ingratos y odiosos en su anonimato hostil, son sólo cuerpos. Si andas por las calles de Nueva York será difícil que tus ojos se crucen con otros ojos. Y si ello sucede, no te verán. Están como muertos, papila cancerosa. Eres lo contrario de lo que aparece en las pantallas de los televisores. Eres irreal, inexistente por desconocido, un muñeco andante, no eres ese personaje en plano americano de 625 líneas. Al final, sientes más ternura por un semáforo que por el tipo-nadie que a dos centímetros de tu lado aguarda para cruzar la calzada. En la ciudad de las muchedumbres, de los milagros y de la fortuna hay tiendas y teatros, bibliotecas donde leer, sitios donde comer y tomar una copa, luces donde deslumbrarte, música para embelesarte, parques donde morir despacio en el atardecer, hoteles donde esconderse, sueños donde inventarse de nuevo, y dormir, dormir aun en el fragor que nunca cesa en la ciudad de veinte millones de seres, y hay una carretera delante de ti por donde puedes huir siempre en círculo y hay también un aeropuerto no demasiado lejos donde te espera, si hay suerte, el viaje a ti mismo… Adiós, adiós.

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