jueves, 25 de agosto de 2016

25

Esos buzos siniestros hollan lo virgen.
Dan escalofrío.  
Mírala bien, examina su deliberada incongruencia sometida en el desorden: inspira el Zeitgeist de la manada. Se mueven a golpes de ladrido entre el bosque helado y el cristal de la nieve sobre la tierra.
Una mano anónima y grande de mujer del grupo intelectual de Hesse me tiene agarrado por el maldito brazo. Medio borracho me dejo llevar por ella. Acabamos en un teatro de cinco dólares la entrada, uno de los treinta y siete que se diseminan por las calles adyacentes de Broadway que, dicho sea de paso, por estas fechas no tiene a lo largo de sus decenas de kilómetros de avenida ni un solo teatro en sus putas aceras. Tardé tres minutos en derrumbarme en la butaca completamente dormido. A media mañana, todavía en la cama, la mujer anónima (que ya ha soltado mi brazo) me informa de la representación: Futz! Un tipo, un tal O’Hagan, es el autor de la obra: un granjero se ha enamorado locamente de uno de sus cerdos. No sabe explicarme nada más.
Noviembre de 1969: Nobel a Beckett
“¿Por qué te interesa Beckett?”
“Uno habla y habla… y no deja de hacerlo. Nadie le escucha. O le escuchan y no le entienden. Pero sigue haciéndolo. Sigue hablando. Necesita hacerlo, ¿comprendes? Es la única forma que tiene de saberse vivo. Y ese absurdo, esa campana de irrealidad en la que todos estamos inmersos, cada uno encerrado en la suya, es lo que me atrae de su literatura. La vida es absurda también desde un plano de vista racional, solamente algo natural y cerril, aunque pretendamos creer lo contrario.”
“Existe la comunicación…”, se defiende.
“Básicamente, se asienta sobre mentiras o autoengaños. Nadie puede comunicarse realmente con los demás… Tal vez la única forma sería desde una constante invención del lenguaje, sólo desde la sorpresa continua, un estallido fónico recién inventado, un idiolecto intrigante siempre inesperado, siempre llamando la atención.”
-¿No estamos atados?
-No entiendo nada.
-Pregunto si estamos atados.
-¿Atados?
-Atados.
-¿Cómo atados?
-De pies y manos.
-Pero, ¿a quién? ¿Por quién?
-A ese tipo.
-¿A ese tipo?
-¿A Godot? ¿Atados a Godot? ¡Qué idea! ¡Nunca en la vida! Todavía… no.
Queda el estilo. ¿De quién?
“El estilo es el proceso.”
“El estilo es el montaje.”
La invita al cine.
La semilla del diablo.
El director convierte en uno de sus protagonistas al vetusto edificio Dakota, frente a Central Park. Poco más de diez años después, a las puertas de ese viejo caserón neoyorquino, moría asesinado… (etcétera). A ella le ha gustado la crítica del New Yorker firmada por la Kael, así que está dispuesta a verla, aunque no siente especial predilección por el cine comercial. Viene acompañada de un tipo al que no le presenta (¿?). Una vez sentados, descubre que  no queda una sola butaca libre a su alrededor. Se apagan las luces, el telón rojo se parte en dos,  comienza a deslizarse despacio a los extremos.
Qué extraño acento el de Cassavetes, un nasal machacado con trozos de ladrillo y polvo de arenisca. Hasta en la mirada es un auténtico neoyorquino, los gestos de Manhattan a toda hora. Un estereotipo.
Al salir de la sala, el hombre se marcha sin despedirse. El Testigo no hace preguntas, y ella ha aceptado su invitación de tomar una copa en Minnie’s, cerca de la 72 con Broadway.  
A la artista le gusta la película, aunque prefiere otro tipo de filmes pertenecientes al exiguo y elitista cine independiente americano. Él inquiere noticias de ellos, con cierta timidez. Esta chica de vanguardia en minifalda le propina (todavía él con el pelo de la dehesa) un varapalo que no olvidará. Las películas de Warhol en toda la frente, para empezar, y las de Frank Perry, Fred Wiseman y Shirley Clarke como sucesivas pedradas a su ignorancia. Le habla de un Cassavetes director de los propios filmes que escribe e interpreta. Le habla de Shadows, la primera versión en 16 mm, que, a su juicio “supera con creces una posterior reedición en 35 mm”. Hace escasas semanas ha visionado Faces en unos de los antros del Village, “una locura de 16 horas finalmente reducida a poco más de 2 en tan sólo cuatro interminables escenas”…
La escucha embelesado. Sorbe un poco de whisky. Sonríe complaciente. Pero muy pronto comienza a sentirse mal. Un repentino escalofrío le envara la espalda. Quizás se haya dejado influir por el terror sutil de las imágenes de Polanski, el negro pavoroso de la cuna envuelta en telas también negras, su invisible habitante, su monstruo naciente y todavía inocente ahí adentro, respirando, con el negro corazón latiendo, o que presienta algo desconocido y terrible, pero en seguida le invade un temor que no logra dominar, como si algo fatal e inevitable les acechara de cerca. Es una sensación de inseguridad, de indefensión absoluta, de que el mal, lo absurdo y perverso de la existencia, empezara a tomar cuerpo, a cristalizar en algún sitio todavía ignoto y lejano y se aprestase a viajar hasta allí mismo sin importarle el tiempo que tardara en hacerlo, hasta esa mesa redonda y pulida, hasta ellos cándidos y desarmados, y se abatiese sobre sus cabezas a pesar de lo recogido, confortable y seguro del recoleto local donde se encuentran. Reprime un escalofrío repentino. Apura la copa y llama la atención de la camarera solicitando otra ronda. También ella repite la bebida.
Esa noche, la fiebre no le abandona. Al final, baja ella, Jennie (¡?!), al drugstore de dos calles más allá del apartamento y compra analgésicos y un antipirético que él toma con aprensión. Cuando al amanecer puede dormirse, ya no despierta hasta media tarde. Y no tiene ni una décima de fiebre.
“Dios, te has pasado el día delirando”.
“¿Y qué decía?”
“Mascullabas, más bien. Algo referente a viejas locomotoras de vapor, vagones cargados de animales, leones en la noche, y sus ojos brillantes por el pálido fuego de la luna…”
Raras poesías inconscientes, surreales.
Acólito fiel, muerta ella, a una semana de regresar a España, fue a uno de los mugrientos cines del Lower East Side donde tenían en cartel Husbands.
Tal vez, debido a que la película se articulaba por entero de diálogos, había sido como hablar con ella.
“Oye, Hesse…”, delira muy sano.
Una voz le responde.
Y de camino a casa intentó contársela. Hesse ya se había instalado en U2, uno de sus universos de reserva (pues en U1 ya estaba muerta y no había nada que hacer), y podía oírle con absoluta normalidad, pero fue inútil. Le prestaba atención pero… prueba a contar un color, una música, un poema. Pero no los describas ni los desestructures. Hay cosas que (sin peros), sencillamente, es imposible contar, no son de esa clase de fábulas, como las mejores novelas modernas o… antiguas, que en realidad son fábricas de palabrería muy especial (intenta contar Ulysses –un tipo, convencido de que su mujer se la pega, pasea y divaga durante todo un día por las calles de Dublín- o Don Quijote –de tanto leer relatos romanceros un hijodalgo del siglo XVII pierde la chaveta, se disfraza de caballero medieval, se camela a un rústico de escudero y perpetra disparates sin fin hasta que recobra la razón y se muere- o Hamlet –el hijo de una madre adúltera que ha matado a su padre maquina un plan para acabar con ella y su amante).
En Nueva York puedes tener todas las vidas que quieras si tienes dinero para comprarlas.
(The Destruction of Gotham).
De nuevo Sol LeWitt, y de nuevo en Paula Cooper, en Prince Street: dibuja en la pared.
¿Por dónde queda ella?
Lejos de los tipos de la AWC y de los guerrilleros de la GAAG: su mente no admite contaminaciones políticas: cada final de mes tiene que pagar el alquiler de Bowery Street.
La descubre de lejos, saliendo del estudio. Va escoltada por el tipo que hace semanas les acompañó al cine sin despegar los labios y, al salir de la sala, desapareció de improviso sin decir palabra. Los distingue mal en la distancia, pero comprueba que sostienen una conversación animada. El tipo gesticula de cuando en cuando, a la manera del teórico.
El pensante.
El cineasta.
Utiliza elementos preexistentes. Un “assemblage”. Relaciona escenas diversas ya filmadas, planos sacados de aquí y acullá.
Explicaba el asunto.
Acción:
“Catherine sonreía, pero su aspecto era el de los días en que preparaba alguna jugarreta.”
Un amor fou cuya frivolidad parecía anticipar la locura… aunque no la muerte de los amantes.
Sin embargo, hablemos en serio…
No dejo de hacerlo en ningún momento. Truffaut lo es.
 [¡Qué diabólica analogía del destino, Hesse!]
… ¿Qué puedes decirme de Godard?
¿Otra vez?
Uno siempre vuelve a los viejos lugares.
En Vivre sa vie: el aire desolado, el clima de almacén y la luz encapotada de las imágenes, la amenaza y la ruina, confluyen ya al final, a la entrada del averno: Infierno&Hijos.
Antes de los disparos de los macrós:
Siempre mancillada, prostituida y muerta, el desdén de su hermosa boca y sus inmensos ojos proclaman la tortura sufrida en el vertiginoso sinsentido por haber comprado una nueva sintaxis vital, una vida encerrada al final en un marco oval magníficamente dorado al estilo morisco, abducida de lo real: la existencia la vacía.
¿Hacía falta obrar?
La teoría es el lenguaje del cerebro, su más digno contrincante: aspira al silencio.
¿Qué ganas con traducirla a otro lenguaje?
El desconcierto.
Nana que bosteza su lujuria abogando por el silencio con el filósofo Parain (¿qué sabes tú de Los tres mosqueteros?), pensador de cafés y mañanas parisinas entre los ruidos cotidianos (que a muchos escribidores de bar les sirve como estímulo, indiferentes al pequeño caos de las voces y el movimiento incesante).
Sólo el vivir, sentirse ligada a las múltiples y demadejadas imágenes del día, ya le proporciona a la chica valiente la condición de rata orgásmica: incansable, todo lo disfruta, lo desea con fuerza, es inagotable. No nace de dentro de ella el envilecimiento, tan común en los seres que a uno terminan rodeándole, porque, efectivamente, los culpables son los otros. Ansía de la vida no lo maravilloso y excepcional: le basta el solo milagro y la peripecia discreta del encantamiento de saberse viva en los sucesos diarios, naturales.
Y todo empieza por pagar el alquiler: 2.000 francos.
La luz de agua en la mañana gris y gélida, pero tuya, sin dependencias ni raras devociones de pequeñoburguesa.
Y, ahora, ¿qué hacer?
Pueden los hacedores, los contadores de historias, simplemente matarte. Aunque el cuento no vaya contigo.
Te siguen como un travelling a fin de que no salgas del corsé de lo moral ejemplarizante. Si pecadora, insolente y libérrima: muerta... con el crucifijo del aseado formalismo sobre el pecho. Clavado en el pecho.
Escribe con faltas de ortografía, y su expresión adolece una urgencia y descuido equiparables a su letra casi incomprensible.
No necesita el racord, ni la goma de borrar. Y esta chica no repite nunca una disposición objetual: basta el concepto.
Dijo él: “También escribir es una plástica.”
Pero ella, Hesse, Catherine, no le entendió.
¿Una ordenación estética, palpable?
Era como si él lo explicara todo fuera de cuadro, una voz en off  que se manifestara en una lengua desconocida.
Pero, ¿existen la reglas de un juego aún por inventar?
Hesse siempre sería inmune (y ella lo sabía) al análisis con muletas, al recorrido con andadores sobre los escombros y polímeros de su alma creadora y sacrílega.
Hela aquí, su retrato en negro y oval.
Me invitan a acompañarles.
Adelante, respira…
(La química del arte.)
Entramos en el Allied Chemical Tower: otro happening.
Dos figuras oscuras danzan en torno el fuego. Pero ese sofisticado primitivismo lejos quedaba de una asunción a los mundos remotos del alma cuando era sólo una multitud.
1969: se acaba.
“La Era de Acuario está a punto de comenzar”, dijo ella, y los ojos le resplandecían, todavía con esperanza.
Quién iba a saber…, se decía él con los ojos apagados.
Podrías cambiar los irlandeses de Queens por los judíos de Brooklyn, se dice.
A los tres días amanece en una pensión bastante limpia en las inmediaciones de la avenida Manhattan, una calle tranquila de edificios bajos de colores grises y ocres. Se cansa pronto. No parece que esté en Nueva York, y él necesita sentir precisamente que está allí.
Al mes exacto cruza de nuevo el puente y duerme en el estudio que tiene en Greenwich un artista español especializado en tallar con absoluto esmero pequeñas esculturas pornográficas de marfil y ébano. El resto de día, del alba hasta la noche, que es todo, anda de un lado para otro aturdido por el cansancio
A los dos meses se hospeda en el apartamento de otro amigo español, en Beekman Place, un periodista que plagia las crónicas y los reportajes que escriben sus colegas extranjeros y los envía sin inmutarse lo más mínimo a la publicación que se los paga. Los niños del apartamento contiguo no le dejan concentrarse. Se irrita con frecuencia. Una mujer de unos cuarenta años, neurótica y de gesto amenazador, que babea y viste como una pin-up de los años cincuenta, escupe a su paso siempre que se cruzan en la escalera. Al cabo de unas semanas huye del lugar: “En vez de entretenerme en lo pintoresco, me aniquilo en lo infernal.”
Vuelve a Queens. Pero allí sólo duerme o simula que trabaja aporreando unas pobres teclas blancas. Pasa el día en Manhattan, visitando librerías de segunda mano y leyendo los periódicos de la mañana en cafeterías desiertas y bien iluminadas por la luz exterior limpia y matinal.
¿Lee? ¿Cafetería? ¿Periódico?
No sabe qué le pasa. Ni lo que sucede en el mundo. Y eso que está al tanto.

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