Incendiemos
la ciudad, dice el hombre alto e invisible de la droga (W.B.), y no se mueve un
centímetro: a la espera del botín, aguardando la presa, reptil frío, sin duda
cruel, mientras disfruta de los placeres químicos que le proporciona el dinero
que le envía su adinerada familia. Se evade, pues tiene una conciencia
expansiva. “Mi objetivo principal es el universo, amigo. Las naderías de la
época, de la tierra, me importan muy poco.” Aspira una profunda bocanada de
humo del opio en la pipa. Le mira con la máquina de escribir de juguete en una
mano y una pistola calibre 9 milímetros de verdad en la otra. “Eres un pobre
diablo que no sabe nada de nada”, le dice. Él le cree, es muy capaz de
dispararle un tiro certero a la cabeza, y sin jugar esta vez a lo Guillermo
Tell: “Aunque no sé, me da un asco irreprimible el olor a medicamentos que
desprende su cuerpo, a gasas desechables manchadas de fluidos y apósitos
enmierdados, su aliento pestilente a farmacias prohibidas atesoradas quién sabe
en qué tugurio fantasmal.”
Al oeste del Bowery: arroz congee con rana. Es cuestión de no apesadumbrarse, me dije.
(Continúo
haciendo listas… interminables listas de todo.)
“Accretion es la nueva escultura en la que
trabajo. Mi idea había nacido del serialismo, pero con un fuerte deseo de
contradecir esa frialdad del orden que emana de lo seriado. Y supe cómo debía
hacerlo.”
Haber
llegado hasta, hasta tan lejos, y ahora, esto…
Hasta…
A pesar de
todo (¿a pesar de qué?), admira a Johnson (como admiró al pequeño Truman El
Bombardero, al bueno del general Dwight David Einsenhower al que le colgaban
monigotes de papel en la espalda, al inescrutable y sátiro John Kennedy), su
figura tejana y gallarda de político honesto con los bolsillos “llenos”. Su
padre, ahora recién enterrado, lo repetía obstinado: “Es un buen hombre”. The
Good Father. Luego, Dick, the liar.
Toneladas
de bombas caen sobre arrozales y poblados de cañas y barro mientras las faldas
se acortan cada vez más en esta Era Falsa de los dos sexos.
Colores
psicodélicos: estimulan creatividades, complicidades.
Y TODO POR
EL GRAN COÑO ESCONDIDO: ahora, sí; ahora, no: enseñar, mostrar, provocar, veo,
veo, ¿qué ves?
Ella
misma: recoge dobladillos. Bonitas piernas.
Nixon: un
hombre noble, lleva la verdad en los ojos. Dios está con él.
Nosotros
Confiamos en Dios.
Lincoln: 5
pavos; Jefferson: 50 pavos: Franklin: 100 pavos.
Hoy,
Nuestro Presidente, Dick the Liar, a las puertas de América, con la sola ayuda
de Dios y un colt 45 impide a Vietnam y sus hordas armadas hasta los dientes
llegar a la isla de Ellis, avanzar hacia las costas de Manhattan, asaltar
Brooklyn, apoderarse de Wall Street, conquistar la Quinta Avenida, acampar en
Central Park, allanar nuestras propiedades, violar a nuestras mujeres, raptar
nuestros niños, asesinar a nuestros ancianos venerables…
God save
America y a Israel.
En el
valle de Elah las cosas ya no son como eran, y la realidad ha terminado por
imponerse: ahora Alí es David, que con una piedra o sin ella en la mano o en la
honda cae al suelo con una bala en la cabeza disparada por el fusil
semiautomático de Goliat, gigante en las filas de los buenos, el pueblo
elegido.
Las
fronteras se trazan con sangre: mapa: la piel
de los muertos.
O: mete
ratas envenenadas con arsénico (tóxico barato) en las vaginas de las mujeres de
los otros…
¡Que no
procreen enemigos!
Por
entonces no había un solo apartamento
(el 451 de la 119 W., el 87 E. de la Segunda Avenida, el 45 de Bedfor
Street) que no tuviera las cuatro paredes llenas de carteles: un tic cultural,
una estridencia juvenil que pendulaba ingenuamente entre Che Guevara,
Mao-Tse-Tung o alusiones a una psicodelia pronto periclitada por su misma
desmesura estética. Aquel mundo de colorines nos queda hoy muy lejano.
Rechinaba por aparatoso. Peor todavía: es fácil pensar que fue un caleidoscopio
plástico y meramente formal capaz de atenuar otros comportamientos que pudieran
haber devenido mucho más agresivos, hasta peligrosos, revolucionarios. Esa fue
toda su maldad y todas las flores y babas de una estética sin discurso.
En todo
caso, la circunstancia vital e intelectual de Hesse orilla sin cortapisas
devaneos mareadores: está el arte. Que todo lo puede. ¡Ja!
En
cualquier caso, resiste las tentaciones del demonio en los cuarenta días de su
retiro hasta que le retuerce el pescuezo a la fibra de vidrio.
O.W.: el
arte no sirve para nada.
En otras
palabras, ¨el arte por el arte”.
Mientras
tanto, hojea las críticas teatrales del New
York Times.
En efecto,
1968: la idea es un combustible.
Verano
sangriento, racial: el crimen de Memphis. Cerca de la frontera con el Bronx,
entre las calles 129 y 135, han encendido hogueras y levantado algunas
barricadas. El alcalde Lindsay no tarda
en reaccionar. “Es todo por el momento”, sentencia el locutor mirando (casi)
risueño desde la pantalla.
Han
quedado a cenar con un grupo de artistas y escritores de lo más variopinto
(pero todos son pobres aún) en el apartamento de un arquitecto famoso, ya
portada en varias revistas de las llamadas de sala de espera. El anfitrión se
oculta tras una humildad exasperante y harto evidente, sospechosa. Se adivina
con facilidad al examinarle de un solo vistazo que su envanecido ego, que con
tanta habilidad oculta, no encontraría acomodo ni en el vasto espacio de una
catedral. En la mesa central del salón se elevan altas pirámides de sándwiches
de queso, jamón cocido y vegetales: alimentemos a la turba, artistas,
escritores en ciernes (todos zarrapastrosos).
En Chicago
la orden (y hacia quienes se ordena hacerlo) no admite ninguna duda: “Disparen
a matar”. Al fin y al cabo, son morralla urbana los que van a caer con sus
ropas sucias y pobres sobre el asfalto de la negra noche para no levantarse
más.
A las dos horas
quedan sobre las fuentes vacías de la mesa central tres o cuatro empanadas y un
sándwich que nadie se atreve a coger. El apartamento se encuentra en el piso
vigésimo octavo. Por los grandes ventanales se divisa un cielo violeta,
cárdeno, destilando rojeces que se abaten sobre los rascacielos del sur.
A esa
hora, en Chicago los muertos, negros y algunos blancos negros (trash white), se cuentan por decenas.
Alguien
propone asistir a una sesión de jazz.
La noche es espléndida, mediterránea, de cálida brisa
(hasta perfumada), lo que produce una curiosa percepción de la arquitectura
poderosa y atemorizante que nos rodea en la nocturnidad neoyorquina.
Bajan más de un kilómetro hacia el sur, hasta el Village
Gate, entre Bleecker y Thompson. Tres dólares el agua mineral y el monólogo de
un chistoso con cierta gracia.
Luego, el jazz.
Eran malos
músicos, sólo instrumentistas, ni por un momento encendían una emoción debajo
de la piel, salvo que formaras parte de unos squares algo revoltosos por el alcohol, el tabaco y alguna que otra
frustración en “salvaje” salida nocturna. No acabarían cruzando la puerta
luminosa del Metropole Café. Ni uno solo de ellos alcanzaba la categoría de los
auténticos jazzmen. Aunque el local
brindaba un excelente decorado: ladrillo, maderas, anchas barras de hierro
colado, asientos mullidos y bajos y una luz muy tenue y, sobre todo, una
satisfacción alcohólica muy solidaria. Se diría que flotaba un aura escondido
entre las densas volutas y nubes del humo de cien cigarrillos encendidos a la
vez. Pero nada del be-bop de un
Parker muerto entre las flores, nada del inconformismo inherente de Dzzie
Gillespie o el jazz inteligente de Coleman y Archie Shepp.
Mayo del
68: hay una pequeña historia. ¿Qué hay de tu actitud social? ¿Qué piensas de todo
lo que está pasando? Ella se ha adelantado a su tiempo, simula una apolítica
indiferencia. Le mira con hastío gatuno: “Soy artista, no hablo idiomas.”
Sol LeWitt
en Paula Cooper Gallery. No ha intervenido ni un solo minuto en el proceso de
la obra expuesta. Siguiendo sus instrucciones, unos ayudantes se encargan de la
realización de los dibujos pintados. Su genialidad es su distanciamiento. Hesse
lo entiende perfectamente. Jamás ha deseado inmiscuirse demasiado en el
proceso, pero ella se resiste todavía a ser, en el arte, únicamente un ente
pensante, una mente sin manos.
5 de junio
1968.
Andy
Warhol aún se debate entre la vida y la muerte dos días después de que una
actriz frustrada y escritora mediocre (bonita combinación) le descerrajara tres
tiros –sólo acertó uno- con una pistola automática del 32 (de reserva, escondía
en el bolso otro revólver del calibre 22). El tipo que conducía la ambulancia
no se anduvo con rodeos cuando metían en el interior del vehículo al artista
tumbado en la camilla cubierto a rebosar de sangre: “Por quince dólares más
conecto la sirena, tío”.
Hesse
tiene una teoría, puesto que cuenta un par de amigos en el grupo de la Factory.
Sin despegar los labios él le dirige una mirada impaciente. Ella empieza a
explicarse cuando suena el teléfono. Luego de unos segundo empalidece, contesta
con monosílabos y cuelga el auricular. Le mira con una expresión de
incredulidad absoluta.
Robert
Kennedy ha sido tiroteado en Los Ángeles cuando disputaba (y ganaba) unas
primarias en su camino a la Casa Blanca.
Medianoche.
En un pasillo cerca de la cocina del hotel Ambassador, por donde el senador se
escabullía de la aglomeración entusiasta de sus seguidores, alguien le dispara
a quemarropa. Casi parecía un arma de juguete, un calibre ridículo, del 22.
Tres tiros, tres balas, una vida, y quien sabe el mundo de después. Y, no
obstante, el destino (¡puesto que no existe!), una de las infinitas
probabilidades del suceso, provoca que uno de los disparos penetre en la nuca y
mate al candidato que se desploma como una marioneta a la que hubiesen cortado
los hilos. Tumbado en un suelo lleno de pringues agoniza con los brazos
extendidos en cruz, incrédulo pero ya resignado.
El pintor
Frank Stella, que nunca accedió a ver significados ocultos en nada, y menos en
el arte, dijo esa noche, al ver las imágenes por televisión del atentado de
California: “Warhol se salvará; Kennedy morirá. Así es el mundo.” (Dixit la Rose.)
La bala
que atravesó de parte a parte el cuerpo de Warhol entró por el costado derecho.
Le había perforado un pulmón y afectó gravemente el esófago, la vesícula, el
hígado, los intestinos y le destrozó el bazo…
A los dos
meses, Warhol pintaba el retrato múltiple de Happy Rockefeller. Y cobró.
Cuatro
meses más tarde el artista pensó que ya era hora de ganar dinero de verdad. Aún
debía la factura del hospital, que ascendía a
unos 11.000 dólares.
Cinco
meses después, cuadros de Warhol que hasta ese momento se vendían por 200
dólares comenzaron a valer 15.000. Y subiendo. La gente se los quitaba de las
manos a los marchantes.
En 1969,
al cumplirse un año de la agresión, Warhol alquiló una sala en la segunda
planta de un edificio de la calle 4 Este. Durante más de dos meses proyectó
películas pornográficas homosexuales. Se hacían taquillas por noche de unos
1.500 dólares.
El arte.
¿Actitud
social? Acaba de descubrir la escultura. Antes de que se dé cuenta un tumor va
a acabar con ella. ¿Y tú hablas de actitud social? ¿Cuál de ellas? Todo se
desvanece en el tiempo, se disuelve en una papilla hirviente, maléfica, se hace
polvo… Nos queda su recuerdo. ¿El recuerdo? A ella no le queda nada. Su
recuerdo sólo nos incumbe a nosotros.
Mayo del
68. De acuerdo. Hablemos sobre ello. Me observa extrañada. ¿Qué diablos tiene
que ver eso en el arte? La conciencia, el alimento de lo moral, de la ética.
Una buena salud y las ideas claras, amigo, es suficiente con eso cuando un
tumor va a reventarte el cerebro. La réplica me deja en silencio, y un aire
frío me recorre de pronto el espinazo.
Primavera
de Praga. Verano. Unos jóvenes titanes se acercan al sol. Dédalos vivientes con
la lengua de fuego pendiendo sobre sus cabezas. Sus hijos, cuarenta años más
tarde, tienen idénticos motivos para acabar mano sobre mano con la mirada
perdida en el vacío.
Nixon:
como más tarde en el 72, victorioso, alza los brazos en el 68 exactamente igual
que lo hará en la escalerilla del avión que lo llevará lejos de la cárcel en el
73. 2003: las guerras se crean con mentiras, sólo los muertos son de verdad, y
los inocentes muertos todavía son más de verdad.
Warhol
nunca quiso meter la política en sus cuadros: “Me basta con la orina de mis
amigos.”
“Somos
artistas, ¿qué otra cosa podemos hacer?”
“Sacarles
la pasta a los ricos. Esa será nuestra revolución.”
Julio,
1969.
Domingo,
20.
El hombre en
la luna.
El
observatorio es un inmenso ático con vistas al East River.
Acude con ella, como una sombra, con lealtad
perruna, dependiente de la caricia de esa mano.
Se han
reunido cerca de una veintena de personas. Demasiada gente, y las
presentaciones, con la copa en la mano, son realmente absurdas; al cabo de unos
pocos segundos él no sólo olvida el nombre de quienes les presenta la
anfitriona, sino que incluso sus caras, ya borrosas desde un principio, se
desvanecen en el aire cargado de humo de un
vasto salón de dos niveles, con librerías por todas partes, juegos de
sofás de cuero teñido de azul, mesas auxiliares, un mini bar en un ángulo con
barra forrada de negro y taburetes de piel roja… Olor especial, los ricos especiales: que diría
Fitzgerald (Pobre hijoputa, dixit la
Parker con la cabeza inclinada sobre la tumba de tierra negra y mojada, pero
conmovida el alma).
Ella ha
desaparecido. Está solo, no encajable.
-Tú, ¿de
dónde has salido? –le pregunta un auto nominado poeta que escribe los poemas a máquina.
Se enorgullecía de ello hace escasos minutos, conversando con alguien junto a
la mesa de las bandejas y las bebidas. “Máquina eléctrica”, una Corona último
modelo, había señalado muy serio. Subrayaba que “el medio es importante”.
Parecía jactarse de ello, nada memorable por otra parte. A punto está de
contestarle que de la luna, pero el tipo está bebido, el chiste es malo y teme
una réplica intempestiva. Busca a Hesse con la mirada.
-Es una
gran mujer –dice el poeta, sin esperar contestación a la pregunta inicial “tú,
¿de dónde has salido?”. Tarda en comprender que el tipo ese de mierda no se
refiere a Hesse, habla de la acaudalada anfitriona. –Una excelente editora y
una gran dama. –Le mira de arriba abajo-: ¿Tienes editor? –No lo necesito, al
menos por el momento-, le contesta.
-¡Qué
dices! ¡Todo el mundo necesita un editor!
-Soy… una
especie de periodista. Escribo crónicas.
-¿Crónicas?
¿De qué tipo? ¿Sociales?
-De la
clase que sea. Soy un tipo versátil, nada exigente, me acomodo a cualquier
cosa.
-¿Y dónde
las publicas? –su tono de voz parece guardar interés ahora. “Mira que si éste
escribe para…” Las apariencias engañan.
-Donde me
las paguen. (No engañaban en este caso, rostro macilento, mirada pobre,
expresión recogida, la ropa comprada en grandes almacenes).
-¡Un freelance! –acierta a decir el poeta,
con la voz pastosa, hasta con un poco de asco. Apura de un trago el contenido
del vaso corto. Le dirige una última mirada en silencio, reprobatoria y
taxativa, se aleja de la mugre de su escritura inútil (pero productiva).
Una mujer
escotada, vieja, teñida de rojo, con papada de pavo y un vaso medio lleno de
whisky en la mano se está acercando peligrosamente hacia él. Huye en diagonal
hacia el ángulo opuesto sin darle tiempo a abrir la boca gallinácea.
Se respira
una euforia mal disimulada, un nerviosismo colectivo ante la perspectiva, esta
vez sí, de saber que va a vivirse un hecho histórico, esa especie de
acontecimiento que instaura un mojón en la cronología del mundo. Alguien
enciende un aparato de televisión. La pantalla se enciende de claros y oscuros.
Unas sombras, apenas perceptibles, descienden de lo que parece una araña
gigantesca, se mueven, mancillan la noble luna.
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