martes, 14 de junio de 2016

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Incendiemos la ciudad, dice el hombre alto e invisible de la droga (W.B.), y no se mueve un centímetro: a la espera del botín, aguardando la presa, reptil frío, sin duda cruel, mientras disfruta de los placeres químicos que le proporciona el dinero que le envía su adinerada familia. Se evade, pues tiene una conciencia expansiva. “Mi objetivo principal es el universo, amigo. Las naderías de la época, de la tierra, me importan muy poco.” Aspira una profunda bocanada de humo del opio en la pipa. Le mira con la máquina de escribir de juguete en una mano y una pistola calibre 9 milímetros de verdad en la otra. “Eres un pobre diablo que no sabe nada de nada”, le dice. Él le cree, es muy capaz de dispararle un tiro certero a la cabeza, y sin jugar esta vez a lo Guillermo Tell: “Aunque no sé, me da un asco irreprimible el olor a medicamentos que desprende su cuerpo, a gasas desechables manchadas de fluidos y apósitos enmierdados, su aliento pestilente a farmacias prohibidas atesoradas quién sabe en qué tugurio fantasmal.”
 Al oeste del Bowery: arroz congee con rana. Es cuestión de no apesadumbrarse, me dije.
(Continúo haciendo listas… interminables listas de todo.)
Accretion es la nueva escultura en la que trabajo. Mi idea había nacido del serialismo, pero con un fuerte deseo de contradecir esa frialdad del orden que emana de lo seriado. Y supe cómo debía hacerlo.”
Haber llegado hasta, hasta tan lejos, y ahora, esto…
Hasta…
A pesar de todo (¿a pesar de qué?), admira a Johnson (como admiró al pequeño Truman El Bombardero, al bueno del general Dwight David Einsenhower al que le colgaban monigotes de papel en la espalda, al inescrutable y sátiro John Kennedy), su figura tejana y gallarda de político honesto con los bolsillos “llenos”. Su padre, ahora recién enterrado, lo repetía obstinado: “Es un buen hombre”. The Good Father. Luego, Dick, the liar.
Toneladas de bombas caen sobre arrozales y poblados de cañas y barro mientras las faldas se acortan cada vez más en esta Era Falsa de los dos sexos.
Colores psicodélicos: estimulan creatividades, complicidades.
Y TODO POR EL GRAN COÑO ESCONDIDO: ahora, sí; ahora, no: enseñar, mostrar, provocar, veo, veo, ¿qué ves?
Ella misma: recoge dobladillos. Bonitas piernas.
Nixon: un hombre noble, lleva la verdad en los ojos. Dios está con él.
Nosotros Confiamos en Dios.
Lincoln: 5 pavos; Jefferson: 50 pavos: Franklin: 100 pavos.
Hoy, Nuestro Presidente, Dick the Liar, a las puertas de América, con la sola ayuda de Dios y un colt 45 impide a Vietnam y sus hordas armadas hasta los dientes llegar a la isla de Ellis, avanzar hacia las costas de Manhattan, asaltar Brooklyn, apoderarse de Wall Street, conquistar la Quinta Avenida, acampar en Central Park, allanar nuestras propiedades, violar a nuestras mujeres, raptar nuestros niños, asesinar a nuestros ancianos venerables…
God save America y a Israel.
En el valle de Elah las cosas ya no son como eran, y la realidad ha terminado por imponerse: ahora Alí es David, que con una piedra o sin ella en la mano o en la honda cae al suelo con una bala en la cabeza disparada por el fusil semiautomático de Goliat, gigante en las filas de los buenos, el pueblo elegido. 
Las fronteras se trazan con sangre: mapa: la piel  de los muertos. 
O: mete ratas envenenadas con arsénico (tóxico barato) en las vaginas de las mujeres de los otros…
¡Que no procreen enemigos!
Por entonces no había un solo apartamento  (el 451 de la 119 W., el 87 E. de la Segunda Avenida, el 45 de Bedfor Street) que no tuviera las cuatro paredes llenas de carteles: un tic cultural, una estridencia juvenil que pendulaba ingenuamente entre Che Guevara, Mao-Tse-Tung o alusiones a una psicodelia pronto periclitada por su misma desmesura estética. Aquel mundo de colorines nos queda hoy muy lejano. Rechinaba por aparatoso. Peor todavía: es fácil pensar que fue un caleidoscopio plástico y meramente formal capaz de atenuar otros comportamientos que pudieran haber devenido mucho más agresivos, hasta peligrosos, revolucionarios. Esa fue toda su maldad y todas las flores y babas de una estética sin discurso.
En todo caso, la circunstancia vital e intelectual de Hesse orilla sin cortapisas devaneos mareadores: está el arte. Que todo lo puede. ¡Ja!
En cualquier caso, resiste las tentaciones del demonio en los cuarenta días de su retiro hasta que le retuerce el pescuezo a la fibra de vidrio.
O.W.: el arte no sirve para nada.
En otras palabras, ¨el arte por el arte”.
Mientras tanto, hojea las críticas teatrales del New York Times.
En efecto, 1968: la idea es un combustible.
Verano sangriento, racial: el crimen de Memphis. Cerca de la frontera con el Bronx, entre las calles 129 y 135, han encendido hogueras y levantado algunas barricadas. El alcalde Lindsay no  tarda en reaccionar. “Es todo por el momento”, sentencia el locutor mirando (casi) risueño desde la pantalla.
Han quedado a cenar con un grupo de artistas y escritores de lo más variopinto (pero todos son pobres aún) en el apartamento de un arquitecto famoso, ya portada en varias revistas de las llamadas de sala de espera. El anfitrión se oculta tras una humildad exasperante y harto evidente, sospechosa. Se adivina con facilidad al examinarle de un solo vistazo que su envanecido ego, que con tanta habilidad oculta, no encontraría acomodo ni en el vasto espacio de una catedral. En la mesa central del salón se elevan altas pirámides de sándwiches de queso, jamón cocido y vegetales: alimentemos a la turba, artistas, escritores en ciernes (todos zarrapastrosos).
En Chicago la orden (y hacia quienes se ordena hacerlo) no admite ninguna duda: “Disparen a matar”. Al fin y al cabo, son morralla urbana los que van a caer con sus ropas sucias y pobres sobre el asfalto de la negra noche para no levantarse más.
A las dos horas quedan sobre las fuentes vacías de la mesa central tres o cuatro empanadas y un sándwich que nadie se atreve a coger. El apartamento se encuentra en el piso vigésimo octavo. Por los grandes ventanales se divisa un cielo violeta, cárdeno, destilando rojeces que se abaten sobre los rascacielos del sur.
A esa hora, en Chicago los muertos, negros y algunos blancos negros (trash white), se cuentan por decenas.
Alguien propone asistir a una sesión de jazz.
La noche es espléndida, mediterránea, de cálida brisa (hasta perfumada), lo que produce una curiosa percepción de la arquitectura poderosa y atemorizante que nos rodea en la nocturnidad neoyorquina.
Bajan más de un kilómetro hacia el sur, hasta el Village Gate, entre Bleecker y Thompson. Tres dólares el agua mineral y el monólogo de un chistoso con cierta gracia.
Luego, el jazz.
Eran malos músicos, sólo instrumentistas, ni por un momento encendían una emoción debajo de la piel, salvo que formaras parte de unos squares algo revoltosos por el alcohol, el tabaco y alguna que otra frustración en “salvaje” salida nocturna. No acabarían cruzando la puerta luminosa del Metropole Café. Ni uno solo de ellos alcanzaba la categoría de los auténticos jazzmen. Aunque el local brindaba un excelente decorado: ladrillo, maderas, anchas barras de hierro colado, asientos mullidos y bajos y una luz muy tenue y, sobre todo, una satisfacción alcohólica muy solidaria. Se diría que flotaba un aura escondido entre las densas volutas y nubes del humo de cien cigarrillos encendidos a la vez. Pero nada del be-bop de un Parker muerto entre las flores, nada del inconformismo inherente de Dzzie Gillespie o el jazz inteligente de Coleman y Archie Shepp.
Mayo del 68: hay una pequeña historia. ¿Qué hay de tu actitud social? ¿Qué piensas de todo lo que está pasando? Ella se ha adelantado a su tiempo, simula una apolítica indiferencia. Le mira con hastío gatuno: “Soy artista, no hablo idiomas.”
Sol LeWitt en Paula Cooper Gallery. No ha intervenido ni un solo minuto en el proceso de la obra expuesta. Siguiendo sus instrucciones, unos ayudantes se encargan de la realización de los dibujos pintados. Su genialidad es su distanciamiento. Hesse lo entiende perfectamente. Jamás ha deseado inmiscuirse demasiado en el proceso, pero ella se resiste todavía a ser, en el arte, únicamente un ente pensante, una mente sin manos.
5 de junio 1968.
Andy Warhol aún se debate entre la vida y la muerte dos días después de que una actriz frustrada y escritora mediocre (bonita combinación) le descerrajara tres tiros –sólo acertó uno- con una pistola automática del 32 (de reserva, escondía en el bolso otro revólver del calibre 22). El tipo que conducía la ambulancia no se anduvo con rodeos cuando metían en el interior del vehículo al artista tumbado en la camilla cubierto a rebosar de sangre: “Por quince dólares más conecto la sirena, tío”.
Hesse tiene una teoría, puesto que cuenta un par de amigos en el grupo de la Factory. Sin despegar los labios él le dirige una mirada impaciente. Ella empieza a explicarse cuando suena el teléfono. Luego de unos segundo empalidece, contesta con monosílabos y cuelga el auricular. Le mira con una expresión de incredulidad absoluta.
Robert Kennedy ha sido tiroteado en Los Ángeles cuando disputaba (y ganaba) unas primarias en su camino a la Casa Blanca.
Medianoche. En un pasillo cerca de la cocina del hotel Ambassador, por donde el senador se escabullía de la aglomeración entusiasta de sus seguidores, alguien le dispara a quemarropa. Casi parecía un arma de juguete, un calibre ridículo, del 22. Tres tiros, tres balas, una vida, y quien sabe el mundo de después. Y, no obstante, el destino (¡puesto que no existe!), una de las infinitas probabilidades del suceso, provoca que uno de los disparos penetre en la nuca y mate al candidato que se desploma como una marioneta a la que hubiesen cortado los hilos. Tumbado en un suelo lleno de pringues agoniza con los brazos extendidos en cruz, incrédulo pero ya resignado.
El pintor Frank Stella, que nunca accedió a ver significados ocultos en nada, y menos en el arte, dijo esa noche, al ver las imágenes por televisión del atentado de California: “Warhol se salvará; Kennedy morirá. Así es el mundo.” (Dixit la Rose.)
La bala que atravesó de parte a parte el cuerpo de Warhol entró por el costado derecho. Le había perforado un pulmón y afectó gravemente el esófago, la vesícula, el hígado, los intestinos y le destrozó el bazo…
A los dos meses, Warhol pintaba el retrato múltiple de Happy Rockefeller. Y cobró.
Cuatro meses más tarde el artista pensó que ya era hora de ganar dinero de verdad. Aún debía la factura del hospital, que ascendía a  unos 11.000 dólares.
Cinco meses después, cuadros de Warhol que hasta ese momento se vendían por 200 dólares comenzaron a valer 15.000. Y subiendo. La gente se los quitaba de las manos a los marchantes.
En 1969, al cumplirse un año de la agresión, Warhol alquiló una sala en la segunda planta de un edificio de la calle 4 Este. Durante más de dos meses proyectó películas pornográficas homosexuales. Se hacían taquillas por noche de unos 1.500 dólares.
El arte.
¿Actitud social? Acaba de descubrir la escultura. Antes de que se dé cuenta un tumor va a acabar con ella. ¿Y tú hablas de actitud social? ¿Cuál de ellas? Todo se desvanece en el tiempo, se disuelve en una papilla hirviente, maléfica, se hace polvo… Nos queda su recuerdo. ¿El recuerdo? A ella no le queda nada. Su recuerdo sólo nos incumbe a nosotros.
Mayo del 68. De acuerdo. Hablemos sobre ello. Me observa extrañada. ¿Qué diablos tiene que ver eso en el arte? La conciencia, el alimento de lo moral, de la ética. Una buena salud y las ideas claras, amigo, es suficiente con eso cuando un tumor va a reventarte el cerebro. La réplica me deja en silencio, y un aire frío me recorre de pronto el espinazo.
Primavera de Praga. Verano. Unos jóvenes titanes se acercan al sol. Dédalos vivientes con la lengua de fuego pendiendo sobre sus cabezas. Sus hijos, cuarenta años más tarde, tienen idénticos motivos para acabar mano sobre mano con la mirada perdida en el vacío.
Nixon: como más tarde en el 72, victorioso, alza los brazos en el 68 exactamente igual que lo hará en la escalerilla del avión que lo llevará lejos de la cárcel en el 73. 2003: las guerras se crean con mentiras, sólo los muertos son de verdad, y los inocentes muertos todavía son más de verdad.
Warhol nunca quiso meter la política en sus cuadros: “Me basta con la orina de mis amigos.”
“Somos artistas, ¿qué otra cosa podemos hacer?”
“Sacarles la pasta a los ricos. Esa será nuestra revolución.”
Julio, 1969.
Domingo, 20.
El hombre en la luna.
El observatorio es un inmenso ático con vistas al East River.
Acude con ella, como una sombra, con lealtad perruna, dependiente de la caricia de esa mano.
Se han reunido cerca de una veintena de personas. Demasiada gente, y las presentaciones, con la copa en la mano, son realmente absurdas; al cabo de unos pocos segundos él no sólo olvida el nombre de quienes les presenta la anfitriona, sino que incluso sus caras, ya borrosas desde un principio, se desvanecen en el aire cargado de humo de un  vasto salón de dos niveles, con librerías por todas partes, juegos de sofás de cuero teñido de azul, mesas auxiliares, un mini bar en un ángulo con barra forrada de negro y taburetes de piel roja… Olor especial, los ricos especiales: que diría Fitzgerald (Pobre hijoputa, dixit la Parker con la cabeza inclinada sobre la tumba de tierra negra y mojada, pero conmovida el alma).
Ella ha desaparecido. Está solo, no encajable.
-Tú, ¿de dónde has salido? –le pregunta un auto nominado poeta que escribe los poemas a máquina. Se enorgullecía de ello hace escasos minutos, conversando con alguien junto a la mesa de las bandejas y las bebidas. “Máquina eléctrica”, una Corona último modelo, había señalado muy serio. Subrayaba que “el medio es importante”. Parecía jactarse de ello, nada memorable por otra parte. A punto está de contestarle que de la luna, pero el tipo está bebido, el chiste es malo y teme una réplica intempestiva. Busca a Hesse con la mirada.
-Es una gran mujer –dice el poeta, sin esperar contestación a la pregunta inicial “tú, ¿de dónde has salido?”. Tarda en comprender que el tipo ese de mierda no se refiere a Hesse, habla de la acaudalada anfitriona. –Una excelente editora y una gran dama. –Le mira de arriba abajo-: ¿Tienes editor? –No lo necesito, al menos por el momento-, le contesta.
-¡Qué dices! ¡Todo el mundo necesita un editor!
-Soy… una especie de periodista. Escribo crónicas.
-¿Crónicas? ¿De qué tipo? ¿Sociales?
-De la clase que sea. Soy un tipo versátil, nada exigente, me acomodo a cualquier cosa.
-¿Y dónde las publicas? –su tono de voz parece guardar interés ahora. “Mira que si éste escribe para…” Las apariencias engañan.
-Donde me las paguen. (No engañaban en este caso, rostro macilento, mirada pobre, expresión recogida, la ropa comprada en grandes almacenes).
-¡Un freelance! –acierta a decir el poeta, con la voz pastosa, hasta con un poco de asco. Apura de un trago el contenido del vaso corto. Le dirige una última mirada en silencio, reprobatoria y taxativa, se aleja de la mugre de su escritura inútil (pero productiva).
Una mujer escotada, vieja, teñida de rojo, con papada de pavo y un vaso medio lleno de whisky en la mano se está acercando peligrosamente hacia él. Huye en diagonal hacia el ángulo opuesto sin darle tiempo a abrir la boca gallinácea. 
Se respira una euforia mal disimulada, un nerviosismo colectivo ante la perspectiva, esta vez sí, de saber que va a vivirse un hecho histórico, esa especie de acontecimiento que instaura un mojón en la cronología del mundo. Alguien enciende un aparato de televisión. La pantalla se enciende de claros y oscuros. Unas sombras, apenas perceptibles, descienden de lo que parece una araña gigantesca, se mueven, mancillan la noble luna.


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