Lo que le ocurre es que es incapaz de escribir una línea
que continúe el sentido de la anterior. El solo ruido de las teclas al golpear
el inocente papel sobre el rodillo le saca de quicio, lo llena de vergüenza y
le conduce a la desesperación total (¡Mira que si te oyen los vecinos fingiendo!). Paralizado, respira a medio
gas (intoxicado). Aburrido, es capaz de dormirse en la silla frente a la
máquina con la cabeza inclinada contra el teclado y los brazos a los costados.
Otras veces, cuando no cierra la puerta tras de sí de un portazo y escapa hasta
la estación más próxima del metro que le lleve lejos de allí, pasea desganado y
sin afeitar fumando sin parar, encendiendo un Pall Mall con la colilla del
otro, la mirada drogada a través de la ventana: “Un habitante de la luna le
dijo a otro…”.
Un día se
sorprendió leyendo revistas del tipo Hustler
sentado en el retrete. Y también descubrió que las sábanas de la cama llevaban
un par de semanas sin visitar la lavandería.
La Caída
del Caballo Camino de Damasco.
Y hasta
vio un piojo.
That’s all, folks.
Se dio una
ducha de agua fría (febrero), se afeitó y hasta se frotó las mejillas
perfectamente rasuradas con el after-save
de fragancia limonada que le había birlado a uno de sus anfitriones de antaño.
Al día
siguiente empezó a escribir de nuevo. No fue gran cosa lo que salía de la
máquina, pero... Esto, o te mueres.
Afuera
nevaba.
El primer
golpe a la tecla “e” (la más castigada) derribó el mundo.
A rodar.
A
recomponerlo.
2 de mayo:
santa Wiborada, virgen y mártir… ¡Oh, tú, mi dueña, líbrame de los inútiles,
ábreme el camino y dame paso a los sapientísimos!
Lunes, 3
de junio, al atardecer: disparos contra Warhol. (1968). (Por ejemplo).
¿Aún
estamos con eso?
Cronología
1969:
Nixon
presidente.
6 de
abril: marcha pacifista.
Julio: la luna.
Agosto:
asesinato de Sharon Tate en Bel Air, Los Ángeles.
“¡Tenemos
a Vietnam a las puertas de la patria!”, vocifera el congresista republicano (los ojos inyectados en sangre, echando
espumarajos de rabia por la boca, con
los puños prietos, las venas del cuello a punto de reventar… Todo un
maldito predicador del demonio).
Panteras
negras en Chicago. (La pantera, dijo asintiendo con la cabeza y la voz muy
seria, es un animal que sólo ataca para defenderse).
El campus de la universidad de Los Ángeles cercado por la
policía (requisa flores, levanta faldas, golpea con furia a los cráneos
peludos, dispara y mata a algún forajido: estamos en el Oeste, forastero: todos
lo habéis visto: iba a dispararme primero.).
Incendios
urbanos en Detroit, en Atlanta.
¿Qué está
pasando?
¿Dónde?
En Estados
Unidos.
En Estados
Unidos pasa lo que en todo el mundo: nacen, viven, se reproducen y mueren (de
un disparo o de un alto índice de colesterol o de una locura celular).
1965: USA,
abrigada entre dos océanos, es parte del mundo más allá de sus tranquilas
playas donde no le alcanza el crimen: en otros países, pequeños y pobres,
cientos de niños son muertos a diario por las bombas anónimas, se perpetran
aviesamente decenas asesinatos de personas comprometidas en lo político y lo
social, son varias las democracias sudamericanas instauradas legalmente
saboteadas por las multinacionales yanquis de la época que imponen salarios,
gustos y servicios, dictaduras protegidas por el stablishment: los marines de Wall Street disparando a ciegas en las
calles, entre los coches…
A despecho
de sus mixturas, USA es muchos significados (y significantes, unasbarrasyestrellas inconmensurable).
Cronología
Arte 1970: ¿y para qué?
Acudo con
ella a JL.
Puedo
acompañarla a cualquier sitio. Siempre que quiera: soy El Invisible.
Finales de
julio de 1969.
En todo
momento la tengo a mi disposición.
Cena con
la artista en R. (vino blanco y pescado, pero un pescado…). Hablamos de...
Paseo por
Central Park por la tarde, bajo los árboles. En seguida el crepúsculo.
Languidece el día.
Finales de
Julio de 1969.
Hesse
marchará a Woodstock, a unos 170 kilómetros de Manhattan.
La
acompaño a casa la noche previa. Es como andar entre tinieblas, enhebrados en
una textura como la que informa los sueños, o los tiempos pasados recordados,
imaginados, creídos.
Hesse, ya
en la cabaña de madera, lee a Keats, a Dickinson. Cartas desde otro país.
Maravilloso
el peinado pixie.
“Pero es
que…”
Le tapo la
boca con la mano, no quiero que siga hablando, no quiero saber…, bastan los
labios tibios y carnosos, los apetitosos labios cerrados.
Suelo
despertar en la mitad de la noche: y todo sigue vivo en la ciudad que nunca
duerme, siempre hay una luz en algún rincón de la oscuridad. Y pienso. ¿Lo que
soy? No… ¡Lo que son los demás en esas jaulas oblongas al cielo, negras,
macilentas al amanecer, encendidas, silenciosas…! Respiran el mismo aire, caen
bajo el mismo inquietante interrogante:
no pueden ser tan distintos, sufren la misma carne y sus… ¡derivados!
Comprado
un Collier’s del 40 en The Green Train: un viejo relato de C.
Alguien lo ha calificado de “pestiño”. ¿El mismo Ray?
1970.
25 de
febrero: suicidio de Rothko en su estudio, ¿cómo era su estudio? La nota la ha
descubierto en una carpeta negra cerrada con gomas elásticas. La abre: cae
lentamente al suelo el pedazo de papel manuscrito. Lo lee. Su estudio era
grande, blanco, frío. Un aire glacial recorre de parte a parte un espacio lejos
de lo emocionante, desangelado como el amanecer hiriente y temible. Sin embargo,
las manchas de pintura, los goterones, los botes de acrílico abiertos, los
pinceles sobre la madera pintarrajeada de la mesa…: lo peor, la cuchillas más
afiladas de la duda y el descreimiento.
Lo
trágico: Esquilo.
Curiosamente
silencia a Eurípides, tan próximo a la tierra y los problemas de los hombres,
tan poco “aristocrático” comparado con los otros dos hacedores de tragedias.
Lejos del cielo, el hombre y la mujer de Eurípides despide el aliento fétido
del drama humano: eres un trasto del destino, de acá para allá ha de llevarte y
tu final será inesperado. Sin dioses, eres diana de la contingencia y el
absurdo.
Si no
acabas gaseada en un campo de concentración el destino te finiquita con un
tumor en la cabeza a la edad del Cristo (mes arriba, mes abajo), se dijo,
mirando a hurtadillas a E., a su lado,
chiquita seria: estudia el cuadro del ruso, negro sobre gris. Qué
mirada. Hale, a desentrañar lo incomprensible.
Amaba a
Esquilo. Una religión.
¿Se creerá
Orestes?
Lee a
Esquilo. Escucha a Mozart con arrobo. Escudriña los textos más esquivos de
Nietzsche.
¿Por qué
Orestes?
Estudiaba
a Esquilo.
Estira la
cabeza:
se eleva
sobre los coturnos. Al otro lado del muro nunca hay nada, nadie.
Mozart: la
sonata 25, el Réquiem y sus muletas litúrgicas, el concierto para flauta K-626
de la gran tristeza.
Pero
Esquilo, su misticismo tan presente, la religiosidad de sus artimañas, atrae al
artista miope. Quiere algo de más allá, unas gotitas de esencia, un condimento
para el alma. ¿Esquilo? ¡No les debes nada a los dioses! No concilies tu
espíritu con las tinieblas de un cosmos vacío de sentimientos.
Esquilo,
el oscuro, la magnitud de lo invisible y el hijo del boticario eslavo plasma
secretamente en las superposiciones de los cuadros todas las religiones, pues
una es en el fondo de ese cromatismo trabajoso. Sólo la luz tenue es capaz de
invocar el acento de unos cánticos que a través del tiempo nos llegan de la
antigüedad piadosa temerosa sólo de los dioses pero de ninguna iglesia y sus
rituales de singular invención.
El hombre
callado se comunica mediante el lenguaje más silencioso. Las tonalidades
vertebran un discurso tan etéreo a despecho del resplandor cromático que
convierte sus cuadros en versículos de un rezo ajeno y extraño que, en
realidad, deberían bastarle a él sólo. Una muda sonata que a duras penas se
alza de la vibración de los pigmentos mezclados. Hay una levedad en esas
pinturas, una transparencia tal, que deja adivinar una primigenia capa de color
secreto que llega a desdecir la imprimación final. Lo que de veras se ve parece
venir de adentro del cuadro, de muy adentro.
Ditirambo,
composición visual u oratorio del hombre abocado al sentido apolíneo de la
existencia, pero que en sus manos se alza lo místico, tan sólo una búsqueda
infructuosa de la catarsis reveladora y, así, allega a una criptografía
personal resultante de un cara a cara con los misterios del ser, con el terror
de la nada.
Pudo
aferrarse a lo trascendente, como el náufrago a un madero chapoteando en el
agua…
Pintar,
otra religión mentirosa.
La cuarta
de Brahms; la séptima de Brückner, la décima de Mahler… Mozart, de nuevo, el
concierto para flauta, la sonata 21 (y no hay otra)…
Prefirió,
otro más, el abismo de la locura o la muerte.
Se
enardecía, el pobre, con oberturas de Gluck, de Purcell…
Paseo
crepuscular por descampados y edificios ruinosos. Flojera espiritual: tres
siluetas abultadas por ropas pestilentes y harapientas en torno a un bidón
metálico arrojan montones de biblias de la Gideon Society a su interior que
avivan sin cesar las lenguas de fuego que les calienta.
Exposición
de Carl Andre en el Guggenheim. Es el hombre al que más admira.
Entendámonos,
es un poeta, declara.
Una
autoridad en la vida y en el arte. Una eminencia de los profundo ininteligible:
deja las cosas como están de tu mirada a tu espíritu. Eso facilita el trabajo
del artista: escribe en mayúsculas incluso las cartas más íntimas.
Vamos a
aclarar las cosas.
Hablemos
de Ana Mendieta (otra que voló), la mártir de Andre. (Bueno, más adelante,
mucho más adelante de EH, por entonces en alguno de sus universos de por ahí, en El Gran Cosmos.)
Andre
simplifica las torturas, el futuro, lo enredos de una metafísica doméstica y
prescindible: basta la mostración, y lo que detrás actúa pero no se ve.
Tú nunca
sabrás lo que hay detrás de C.A.
1970: nada
del mundo de afuera tiene importancia. Todo se ha inmovilizado, detenido el
tiempo. Una luz de un amarillo débil, agrisado se cierne sobre las cosas y los
seres, sobre el inmenso e increíble silencio de un ciudad estrepitosa y en
constante movimiento las veinticuatro horas del día.
Una deriva
sentimental hacia la apatía la llevaba a confundir cualquier tipo de amistad
con un potencial peligro de naturaleza sexual. (Anot. 9/1969.)
La luna:
la película, el episodio de Pasolini: La
tierra vista desde la luna. ¿AÑO? Cualquiera sabe: en los sesenta, seguro.
Le pregunta de nuevo. No sé, me daban pena sus personajes, de miradas tiernas,
tan dignos como grotescos, como pobres son sus ropas estrafalarias, de
chamarilería, tan inofensivos, miraban otra Tierra…
Viaje a un
pueblo rural, a dos horas de Nueva York en dirección norte. Hotel. Bar.
Restaurante. Noche. Diálogo.
¿Qué es el
arte? ¿Qué nos impulsa…?
Le ha
presentado a un artista canadiense que vive en México. Ahora expone en X. De
Nueva York.
¿Y tú?
Apostado
en una esquina (W 8 Th St. con la Sexta). Tendida la mano, los ojos bajos.
Amontono dinero limosnero para el viaje a la Universidad de Texas y escudriñar
los Grandes Manuscritos: “Brother, can spare a dime?”
[¿Dime novel?]
Mueres, y
mueres para siempre. El mundo de los vivos se desploma en el mismo aire como
una pompa de jabón.
Aire.
¿Cómo te
sientes?
Como ese
pobre tipo de Chandler al doblar la última esquina: “No oía mis propios pasos:
era un hombre muerto.”
Pero el
cielo en Nueva York, parece
sorprendentemente bajo.
Se ha
cambiado de domicilio. Ahora, en la calle Perry, tocando la Séptima Avenida.
Hasta la máquina de escribir suena mejor. Todo parece muy fácil. Deja la
ventana abierta. Bien entrada la primavera, el piar de los pájaros escondidos
en las copas de los árboles llega a sus oídos como un canto evocador. Me gusta
este lugar, se dice mirando a la calle, antes del anochecer. Si pudiera lograr
dos centavos por palabra, se lamenta. Envía la nueva dirección a Jennie
Queiroz, que fotografía la costa de Maine para una revista de São Paulo.
Lee
algo sobre los “Bowery Boys”: Sol LeWitt, Mel Bochner, Lucy Lippard.
Así que, cowboys.
Después
de pagar con mano temblorosa 10 centavos a un moderadamente sorprendido Raymond
Th. Yeats que sondea su rostro sofocado, huye a toda velocidad agarrando
firmemente el tesoro rapiñado del fondo submarino que sedimenta el contenedor
de revistas usadas: un Harper’s de
finales de 1949 con un cuento del todavía principiante John Cheever ilustrado
por un tal Andy Warhol.
Cuarenta
años más tarde. Ahora, Hesse, sería irreconocible: le busca en Internet.
Aparece. Fotografías. Un millón de glosas. Un millón de ocurrencias. Un millón
de comentarios. Sucintas biografías y análisis de su obra que bordea lo
ininteligible. Creabas. Eso parecía ser todo. Cliquea (sic): resucita, se ríe, mira a la cámara, ajusta unas piezas en el
suelo, tiende unos cables del techo, y en el estudio cochambroso se alza su
figura desaliñada hacia la fama impensable. Antes: en la gloria paseando con el
héroe del brazo, en la patria de origen. ¿Chat? ¿Foro? Te diré: otro universo.
Pero algo tendrá que ver con el tuyo de ahora. “Qué quieres que te diga”,
exclama, y se detiene a reflexionar un instante: “Todo es igual… pero distinto,
como muy pálido, en sombras. Más Platón… Una web…
“¿Una
qué?”
“No sé… Me
ha venido a la cabeza, así, de repente.”
Pues a
veces se resquebraja el muro del futuro, agrieta una piedra, procura rendijas,
y deja ver fragmentos de lo porvenir, alguna mínima construcción (o su ruina)
de lo que aguarda más allá de la noche del tiempo, la arenilla que, cual poso,
dejan los sucesos, el hecho ineluctable.
Salen de
la 75 camino del Whitney, en Madison. De nuevo insiste en visionar algunos de
sus secretos. La mole de granito y hormigón de Breuer, escalonada y de ventanas
inconcebibles crea una panorámica en esta parte de Madison Avenue que desdice
las fachadas aburridas, monótonas y opulentas que le secundan calle arriba y
calle abajo.
Cruzan el vestíbulo. (En ese momento se da perfecta
cuenta de que es un acompañante falso. “Desaparece”, ordena. Ya es invisible.
Sólo Hesse.)
La artista
suspicaz se detiene ante Los esponsales. De Gorky.
¿Qué sabes de Gorky?
“Gorky… soy yo.”
Deglutía
los patterns freudianos, lo
esquizoide asomaba por el rabillo de sus ojos, el cielo áspero y la tierra
quebrada del armenio, y, sin embargo, resolvía silencioso una obra luminosa en
crueles o plácidos amarillos Vermeer,
alejado ya del pastiche de aficionado
receloso.
Un tipo
torvo, bien preparado para el golpe, como todos aquellos que saben que la
muerte no jugará con ellos al maldito escondite, que saben desde antiguo que
más tarde o más temprano ellos mismos acabarán con su vida. La prueba final de
un desafío a una vida siempre a rebosar de quebraduras y absurdas
mortificaciones.
¿Cuándo se
mata?
Poco
después de saberse un trasto irrecuperable (cáncer, accidente de automóvil, el
cuello roto).
¿Qué queda
por delante? ¿El espectáculo de la piedad?
¿No es eso
jugar con ventaja? Lanza al mundo sólo jirones, unos retales de la existencia
maltrecha y pendular entre la sobriedad y la fanfarronada.
Pero ese
exterior plácido, bonancible, la mirada del niño sin tierra que contempla la
línea del horizonte… Inventa los cromáticos subterfugios.
Esa
amalgama antropomórfica que subyace tras las líneas del dibujo uniforma un
discurso plástico cercano al drama existencial, tan alejado de la tragedia del Guernica. “Han sido mis acuarelas”, dice
Hesse condescendiente. Pero también con un poco de excentricidad: prefiguran a
Basquiat, a tantos otros. Todo lo suyo
ha sido transversal, señora.
Ha visto a
Hesse: pues, obediente, él había desaparecido y la había dejado sola: cruza a
buen ritmo una de las salas, pasa de largo, como el que no quiera la cosa. La
sigue a distancia. Va apresurada. Frente “a las estatuas”, acaso con miedo:
huye de las pavorosas carnosidades de bronce de Lachaise, de Lipchitz y
Archipenko, de la “madre y el hijo” de Zorach que han de constituir tu
pesadilla de esta noche, una parada de monstruos que poblaran tus sueños de
seres deformes e irreales, una carnaza para el deseo extravagante y medieval de
los goliardos.
Hesse: la
representación mata, el bulto aterrador de la masa destruye la veracidad del
discurso de la forma. La sugerencia por muy brutal, hermética y extraña materialmente que fuere
ha de salvar tus ilusiones.
Aunque
acaso otros sean los monstruos, como bien supo retratar ya antes la chica seria
de los Nemerov con la Leica colgada del alma, una Arbus todavía inocente que
fotografiara a niñas como Penelope Tree, de su propia vida y la de los otros
trastos andantes, sonrientes, indefensos…
Rebelde,
ya.
Por
entonces leía montones de textos clarificadores.
Buscaba
una Teoría del Feísmo.
Todo lo
que el mundo ha construido, fabricado o
creado hasta ahora se está deteriorando, se rompe, parece cada vez más viejo, y
a pesar de los miles de millones de toneladas de materia desechable del pasado,
los cientos de objetos nuevos de química taumatúrgica que surgen por doquier,
la sensación de vacío y putrefacción es mayor cada vez, hasta se diría que al
paso del tiempo el olor del mundo es más fétido en su crecimiento y en el
desorden de su enumeración. La metástasis de la abundancia y lo inútil se
propagan en dirección al horror, una excentricidad de lo vivo que sólo ha de
acabar en el abismo de su finitud absoluta.
1958:
“Necesito
un coche”, se dice.
¿Eres
americano y no tienes coche?
Uno de sus
compañeros de la Escuela le propone una compra a medias.
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