“Imposible”, calcula.
Finalmente,
otro de los cómplices del arte-joven-de-entonces adquiere una furgoneta de
segunda mano (revisada) por 125 dólares a un tal El Gran John (bigotito de
galán, amplia sonrisa y una corbata chillona debajo de una americana a cuadros)
en un descampado de Brooklyn engalanado de banderitas americanas y amenizado
por una música estridente que escupen unos altavoces amarillos encaramados en
lo alto de un poste.
Las Obras
del Futuro ya circulan por las calles de Nueva York.
Sueña poca
cosa, es de buen conformar. 1954: “Hola, Hesse. Sube, puedo llevarte a
cualquier parte del mundo.” Sonriente, abre la portezuela del chevrolet marrón
invitándola a un viaje universal.
Aún no ha
escrito nada pasable y ya bebe demasiado. Mal asunto: se le secará el hígado
antes que la sesera.
Suerte de
penitencia: agosto, calor asfixiante, en Market Street, tocando el río:
“¿Qué va a
ser, hombretón?”, interpela la zurda del bloc de notas mirándose una uña de la
mano izquierda, la que sostiene el bolígrafo.
“Una sopa
fría de frutas.”
“¿Y qué
escanciamos para beber?”
“Té
helado.”
“¿Qué pasa
con el postre?”
“También
té helado.”
“¿Tomaremos
café o bailaremos un vals?”
“Otro té
helado.”
“Cuando
salgas de aquí vas a parecer el Hombre Masa Verde, encanto.”
“Eso espero,
madame.”
La duda es
corrosiva, paralizante. Mejor no pensar si
no quieres crear copiando sus fachas (¡hasta sus muecas!), la presunta realidad
de sus cosas y edificios, y cielos y paisajes, traducirlos tan reconocibles que
harían inútil e innecesaria la obra…: “Las cosas, los espacios, los
lugares, el objeto (ya sagrado por su
manipulación) del arte… ¿se parecen a mí? ¿O soy una farsante…?
ROTHKO: le
gustaban los cuadros de la “época oscura”. Esa forma de hablar, la época oscura, ¿sabes? Respecto a Pollock:
la época amarillaenexceso etcétera.
Qué manera
de hablar. Idiolectos. Se reconocen entre ellos. Se saben de la tribu, los
colores distintivos de sus plumas, su debida disposición: ¡ah, la jerga, la
asilvestrada jerga del que sabe!
La
disolución de las formas ha propiciado plurales vocabularios plásticos y sus
anexos: todos jerigonza.
Cuadros.
Edificio.
De la
arquitectura no le gustaban las formas concebidas de sus contenedores:
disfrutaba recorriendo la geometría de los suelos acotados, midiendo los
espacios creados, ordenados, sugeridos. Pero afuera, todo eran contenedores, bellos o admirables
rascacielos de mínimos y simples espacios interiores (que era lo que
importaba).
Rastreaba
aquella época de Nueva York donde imperaba el hierro colado, el ladrillo rojo,
los muros exteriores también de ladrillo… (“Saber de dónde evoluciona uno,
ciudad…”) La brisa de los dos ríos llegaba al mismo centro de Manhattan, y los
cielos al alcance de la mano.
Haz las
presentaciones:
Donald
Judd, Sol LeWit, Morris, Andre El Sumo
Sacerdote.
¿Quiénes
son éstos? Los nuevos pontífices de la palabra evangélica-artística: puro
misticismo, psique, magia, sueños: la novicia debe entender, saber, callar.
¿Y él?
Señores: the goshtwriter, old chap.
Dijo de
él: tiene un carácter iterativo.
¿Y eso…?
Probablemente
se refería a la rutina de sus gestos, sus costumbres tan arraigadas, su mirada
muerta de repetición, todo un hombre de serie.
El
Visitante se reconoce de tal guisa. Sólo una leve addenda (et corrigenda): tiene problemas con la vista hasta un
nivel peligroso. Dejemos en paz la mirada, ese roto en la oscuridad.
En todo
caso, siendo consecuentes: la serialidad no es la mayor afrenta de la
fabricación minimalista ni la menor de sus virtudes. El reproche está fuera de
lugar y le amparan los circunspectos serialistas que hacen del vulgar objeto de
consumo su morfema: Warhol, Jim Dine, Jasper Johns, Rauschenberg…
El form follows function de Sullivan no es
aplicable a los asuntos artísticos y humanos, replica.
La otra le
mira extrañada con la copia de una fotografía (o una litografía, o grabado o
pirograbado o serigrafía…) en la mano.
Ray: “Los
mejores tiempos no eran aquellos en que sentías la necesidad de ser
protagonista, y tampoco fueron los más generosos y honorables, pero sí fueron
los más cabales a pesar de todo. Vendías The
Daily Worker por las esquinas de la ciudad zarandeado por temporales de
nieve o bajo el temible sol del mediodía de agosto simplemente porque, por más
que lo evitaras, también podías
descubrir a tu alrededor la desdicha.”
La luz de
los tubos fluorescentes impregna las figuras de los mirones que recorren
divertidos el espacio de la Green Gallery: los atrapa en una escultura que no es una escultura.
Palabra a
palabra, ella lee minuciosamente Specific
Objects. Fortalece su ánimo, y le hará falta adiestrar su insolencia para
más adelante, cuando llegue el gran
momento de Eva Hesse.
Empecemos
por el principio: no manchemos nuestras manos. Yo dejo mis diseños en manos de
los Bernstein, confiesa D..
Pero ella
se cree algo artesana: en cierto modo, ella
sí es capaz de mancharse las manos, y se pasará horas y horas metiendo
centenares de tubitos de plástico en parte de los 8.000 agujeros de Accession III
La
prehistoria de Carl Andre: “Es un tipo pobre vestido de negro y con la barba y
el pelo muy largos y desastrados. ¿Y qué nos ofrece? Unos trozos de papel
cuadriculado donde aboceta sus imaginaciones. No tiene dinero para llevar a
cabo esas obras de caros materiales, así que toda su biografía de artista la
guarda en un bolsillo del pantalón junto con el llavero y la agenda de los teléfonos importantes.”
En el
taller de J.: el teléfono negro de baquelita de aspecto sumamente comercial encima de un maravilloso buró de los
años veinte repleto de notas y folios a medio escribir. Al otro lado, junto a
la vieja banker de pantalla verde, la Corona Smith (modelo la más vetusta).
Entre
muchos de estos argonautas que navegaron por las aguas de Corea destaca el hecho de empezar a hacer arte desde las
tripas de un museo. Una innata sabiduría les hizo empezar desde lo alto.
La obra de
arte, afirmaba sin ambages, puede ser las mismas palabras pronunciadas antes de
su creación física.
Paragraphs on Conceptual Art: el aspecto de una obra de arte es lo de menos.
En Bond Street vio avanzar hacia
ella un tipo de mediana estatura con un martillo en la mano. Vestía una
camiseta de manga corta ceñida a los brazos musculosos y que marcaba asimismo
unos bíceps y pectorales no desdeñables.
Ultimaba su aspecto unos vaqueros manchados de grasa y negros goterones y unas
sucias botas de obrero. Era Robert Morris. “Ante todo”, aseguraba con la mano
metida en la entrepierna, acomodando los testículos en los calzoncillos, “soy
un intelectual.”
“Toda obra
indica un camino. Sólo es un principio. Nada empieza y acaba en sí mismo”,
dijo. Y eso, en verdad, era del todo alentador.
En 1961
había menos de cien galerías de arte en Nueva York. Tan sólo veinte de ellas
exponían arte verdaderamente contemporáneo.
La
cartelería estridente del pop art
había encendido, por fin, los rincones más oscuros del callejón de los gatos y
del arte.
La
contradicción es la gasolina de la innovación o su hermana más precaria la
novedad.
Una golosina: no importa que no sea arte, es.
Las
imágenes y los iconos de una cultura de lo trivial parecían hermanarse con los
materiales y los procesos en serie de las factorías de montaje y la producción
prefabricada.
(Pero he
ahí la niña traviesa: con los calcetines bien altos y la sonrisa inocente sale
de la esquina en penumbras y de un suave manotazo desmorona las piezas del
mecano: vuelve a entronizar al artista solitario, oculto e individualista,
trágico y penoso como lo fueron el loco holandés y El Chico Malo de las
Praderas.)
Mayo de
1970. El aura, ha vuelto.
Ella ha
puesto sus manos ahí: ¡la hostia consagrada!
En 1966 el
Jewish Museum, con buen ojo, organiza la exposición Primary Strctures, que supone el lanzamiento del llamado arte
minimalismo. Una patente economía de medios y el uso de materiales industriales
definía en un primer momento el análisis de su morfología chocante: la
ordenación seriada y las llamativas estructuras de repetición avalaban su
carácter prácticamente conceptual. Lo objetual incidía fríamente en el discurso
de lo técnico y lo prefabricado. Los materiales electos implicaban a su vez una
intencionalidad formal: plexiglás, acero inoxidable, planchas de hierro,
superficies laminadas, aluminios, hierro galvanizado… ¿Y detrás de todo ello?
Un misticismo nada religioso en el fondo y proclive a una esencialidad pagana
de la artesanía y oficio artísticos.
Se trata
de un acontecimiento que nada tiene de político. Se trata, señores accionistas,
de dinero... Y todos ustedes saben perfectamente a que me estoy refiriendo.
Una
inversión a medio-largo plazo. Una alza sostenida, sin que ningún mercado
bajista haga zarandear su valor.
Y está,
luego, la entropía de Hesse, el irresistible encanto de una juventud tronchada
(los besos robados, las mañanas burladas, las desnudas noches vacías de
recompensas) que recupera el misterio, la oscuridad.
Estados
mínimos de orden y complejidad, tanto desde la forma como desde la misma
percepción.
Y hoy,
igual que ayer, haremos que los precios suban como la espuma. A fin de cuentas,
no existen tantos valores convertibles, y el arte puede ser uno de los más
señalados: los artistas mueren; algunos, hasta agonizan de muy mala manera (y
ésta debería ser la cosa: literatura añadida).
¿Qué
novelas lee?
¿Quién se
acuerda de las novelas que ha leído…? Los autores, acaso.
(Ella)
Menciona tímidamente a Simone de Beauvoir, aunque ningún título de sus novelas.
Le gustan
los saltos narrativos.
Nadie lo
hubiera dicho.
¿Días felices, de Samuel Beckett? ¡Vamos,
qué manera de fantasear a base de seres indefensos…! ¡No son de papel,
estúpido!
En el 67,
en Londres, compra montones de novelas en edición de bolsillo (de tercera
mano): Penguin, Pelican. Vuelve a España con el saco. Se aburre. A principios
de 1968 viaja a Nueva York. Tiene algún dinero de reserva y un encargo entre
manos. Y la conexión Lisboa-New York (Jennie).
Ella ha
llegado tarde del estudio. Se ha duchado, se ha puesto ropa cómoda, bebe
despacio una Coca-Cola. Enciende la radio y selecciona un canal de música. Deja
el volumen muy bajo, casi inaudible. Coge una carpeta repleta de fotografías
familiares y se sienta en su mecedora española.
-¿Quieres
que salgamos? -pregunta él.
-Es tarde.
-Comemos
algo por ahí, y luego vamos al cine.
Alza la
cabeza y le mira muy seria.
-No tengo
ganas de ir a ninguna parte. ¿Por qué no te preparas cualquier cosa para cenar?
Yo no tengo hambre.
-Hablemos
de novelas entonces (pero no de esas donde se frunce mucho el entrecejo y los
personajes inquieren, dibujan una sonrisa en los labios y miran a hurtadillas).
Frunce el
entrecejo cavilosa, como si estuviera pensando las palabras precisas para
responderle. Ha vuelto de nuevo los ojos a la carpeta. Su expresión ahora es de
una perplejidad absoluta.
-¿De
novelas? –inquiere suavemente-, prefiero escuchar música.
El
Huésped, entonces, se calla y mira afuera a través del cristal mientras una
sonrisa se dibuja en sus labios:
Las
ventanas encendidas de la noche envueltas en un extraño silencio que ni
siquiera lo perturba la lejana sirena de la ambulancia o el coche de la
policía, los aullidos inacabables del estridente nocturno neoyorquino, ciudad
sin sueño.
(Cien años
más tarde, él coge el pesado volumen: 800 páginas hincando el diente en la vida
del muy honorable vagabundo hermético y menesteroso mister Beckett.)
Abre por
una página, dice, y le tiende Esperando a
Godot.
Pero ella
ya le mira con cierto hastío. Baja la cabeza y torna a contemplar las viejas
fotografías:
Evchen sonriente, escondida en una gruesa prenda de abrigo exactamente igual que la de su hermana mayor, media cabeza más alta, y el gorro de lana coronado por un pompón que cubre la cabeza, las manos enguantadas, la nieve alrededor, tan cerca la casa confortable y cálida, los aromas que allí dentro emanarán endulzando las paredes, el techo: chocolate caliente, tarta de manzana, compotas, mermeladas, vainillas…
Evchen sonriente, escondida en una gruesa prenda de abrigo exactamente igual que la de su hermana mayor, media cabeza más alta, y el gorro de lana coronado por un pompón que cubre la cabeza, las manos enguantadas, la nieve alrededor, tan cerca la casa confortable y cálida, los aromas que allí dentro emanarán endulzando las paredes, el techo: chocolate caliente, tarta de manzana, compotas, mermeladas, vainillas…
Transcurre
tranquilamente la velada, con el asesino dentro.
De cuando
en cuando, él la mira hurtadillas.
Nadie sabe
realmente de qué materia está hecho el tiempo…
El mira en
derredor del interior del melocotón de luz donde ambos se hallan metidos ahora…
“Esto es
el tiempo.”
No puede
haber nada después de esto: veo caparazones, corfas. Disfraces carnales, sanguíneos, huesudos pudriéndose
segundo a segundo, enfermando, muriendo, desapareciendo de la tierra, planeta
pequeño de un sol mediano de un sistema mediocre en un universo aún naciente
(¿se expande o no se expande?).
A ver si
nos entendemos o no nos entendemos.
De nuevo
un español desarraigado, españoles serios que jamás ocultan las cicatrices,
paseando entristecidos con las manos cogidas detrás de la espalda por los
muelles de South Street, antiguos conquistadores de tierras, indios y buenos
acólitos del dios (el de ellos).
SIEMPRE SACA DOS COPIAS AL CARBÓN DE LOS TEXTOS, PUES NUNCA LE DEVUELVEN LOS ORIGINALES
MECANOGRAFIADOS.
Se ha
perdido otra vez en alguna de la 400 estaciones del metro de la ciudad.
Finalmente,
Jennie acude en su auxilio a un millón de millas del apartamento.
¿Qué
buscas en realidad tan lejos de todo?
En fin…
Él vuelve
a las medias verdades, trata de confundir a la mujer de los tres ojos.
En la 46, entre
Madison y la Quinta.
Gotham Book Mart.
Una de 1927 que vale
su peso en oro.
Ya en el agujero: pasa
las páginas amarillas con olor a polvo. Se olvida de cenar, no olvida (nunca) quien es.
Ese veneno.
Se
encuentra en una zona de la ciudad que “ni siquiera era de las que salen
en las películas ni en las series de televisión” (?).
La
tristeza de los parques, ya en los días grises, las tardes silenciosas y
ociosas. Hay una náusea (tal vez no lo sea), una sensación imprecisa de ahogo y
miedo al vacío, como si una película traslúcida te envolviera a ti y tu ínfimo
territorio, aislado de tus semejantes (que no lo son tanto), de sus costumbres
y rarezas (puesto que no te dirigen una palabra, puesto que al cruzarte con
ellos sus miradas traspasan como si nada tu presencia anodina y desdeñable por
anónima, inapreciable, puesto que no sabes adónde van, ni de dónde vienen, ni
por qué están hechos de la forma que lo
están…, puesto que todo es inútil).
Llegas al
parque como al hogar (y quizá lo sea para el andariego solitario).
Llega al
único sitio que de verdad lo oculta sin cansarlo a él.
Pero el
refugio del parque, cansado y con el alma desalentada, es simplemente la
derrota, y su calculado paisaje y sus gracias, sus grandes o pequeños árboles,
el seto y el caminillo admonitorios, el diseño efectivo de sus lagunas de aguas
quietas y los brillantes o apagados verdes del césped y la hojarasca
indescifrable abocan al encierro del pensamiento inane donde la idea o las
ocurrencias se aquilatan densas e impenetrables, impracticables, de una
devastadora esterilidad.
Y, sin embargo, el
aire fresco y embriagador, el olor de la tierra, y la corteza del árbol…
Octubre.
De
pronto, la hoja cobre.
El aire azul fragua en el estanque.
He aquí (después de todo) coronaciones, otoño de
vuelta.
Enferma,
aún sin temor, sin imaginar (toda previsión en el arte arredra) la fatalidad a
la vuelta de la esquina, acude debilitada al acto inaugural de la exposición en
el Finch College, en diciembre de 1969. Lee una declaración. La teoría de la
perfecta nada hecha objeto, el gesto hecho concreción, una cristalización
finalmente.
Antes,
1968:
Le había
invitado a tomar asiento. Había previsto tomar notas, pues siente un extremado
cansancio al utilizar la pesada grabadora de cinta, activar su susurrante
mecanismo, un trasto de los primeros años sesenta que adquirió de saldo en una
tienda de cachivaches y electrodomésticos usados en la calle Catorce. El simple
hecho de enganchar las cintas magnéticas ya resultaba técnicamente demasiado
para él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario