viernes, 21 de abril de 2017

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 “Imposible”, calcula.
Finalmente, otro de los cómplices del arte-joven-de-entonces adquiere una furgoneta de segunda mano (revisada) por 125 dólares a un tal El Gran John (bigotito de galán, amplia sonrisa y una corbata chillona debajo de una americana a cuadros) en un descampado de Brooklyn engalanado de banderitas americanas y amenizado por una música estridente que escupen unos altavoces amarillos encaramados en lo alto de un poste.
Las Obras del Futuro ya circulan por las calles de Nueva York.
Sueña poca cosa, es de buen conformar. 1954: “Hola, Hesse. Sube, puedo llevarte a cualquier parte del mundo.” Sonriente, abre la portezuela del chevrolet marrón invitándola a un viaje universal.
Aún no ha escrito nada pasable y ya bebe demasiado. Mal asunto: se le secará el hígado antes que la sesera.
Suerte de penitencia: agosto, calor asfixiante, en Market Street, tocando el río:
“¿Qué va a ser, hombretón?”, interpela la zurda del bloc de notas mirándose una uña de la mano izquierda, la que sostiene el bolígrafo.
“Una sopa fría de frutas.”
“¿Y qué escanciamos para beber?”
“Té helado.”
“¿Qué pasa con el postre?”
“También té helado.”
“¿Tomaremos café o bailaremos un vals?”
“Otro té helado.”
“Cuando salgas de aquí vas a parecer el Hombre Masa Verde, encanto.”
“Eso espero, madame.”
La duda es corrosiva, paralizante. Mejor no pensar si no quieres crear copiando sus fachas (¡hasta sus muecas!), la presunta realidad de sus cosas y edificios, y cielos y paisajes, traducirlos tan reconocibles que harían inútil e innecesaria la obra…: “Las cosas, los espacios, los lugares, el objeto (ya sagrado por su manipulación) del arte… ¿se parecen a mí? ¿O soy una farsante…?
ROTHKO: le gustaban los cuadros de la “época oscura”. Esa forma de hablar, la época oscura, ¿sabes? Respecto a Pollock: la época amarillaenexceso etcétera.
Qué manera de hablar. Idiolectos. Se reconocen entre ellos. Se saben de la tribu, los colores distintivos de sus plumas, su debida disposición: ¡ah, la jerga, la asilvestrada jerga del que sabe!
La disolución de las formas ha propiciado plurales vocabularios plásticos y sus anexos: todos jerigonza.
Cuadros. Edificio.
De la arquitectura no le gustaban las formas concebidas de sus contenedores: disfrutaba recorriendo la geometría de los suelos acotados, midiendo los espacios creados, ordenados, sugeridos. Pero afuera, todo eran contenedores, bellos o admirables rascacielos de mínimos y simples espacios interiores (que era lo que importaba).
Rastreaba aquella época de Nueva York donde imperaba el hierro colado, el ladrillo rojo, los muros exteriores también de ladrillo… (“Saber de dónde evoluciona uno, ciudad…”) La brisa de los dos ríos llegaba al mismo centro de Manhattan, y los cielos al alcance de la mano.
Haz las presentaciones:
Donald Judd,  Sol LeWit, Morris, Andre El Sumo Sacerdote.
¿Quiénes son éstos? Los nuevos pontífices de la palabra evangélica-artística: puro misticismo, psique, magia, sueños: la novicia debe entender, saber, callar.
¿Y él?
Señores: the goshtwriter, old chap.
Dijo de él: tiene un carácter iterativo.
¿Y eso…?
Probablemente se refería a la rutina de sus gestos, sus costumbres tan arraigadas, su mirada muerta de repetición, todo un hombre de serie.
El Visitante se reconoce de tal guisa. Sólo una leve addenda (et corrigenda): tiene problemas con la vista hasta un nivel peligroso. Dejemos en paz la mirada, ese roto en la oscuridad.
En todo caso, siendo consecuentes: la serialidad no es la mayor afrenta de la fabricación minimalista ni la menor de sus virtudes. El reproche está fuera de lugar y le amparan los circunspectos serialistas que hacen del vulgar objeto de consumo su morfema: Warhol, Jim Dine, Jasper Johns, Rauschenberg…
El form follows function de Sullivan no es aplicable a los asuntos artísticos y humanos, replica.
La otra le mira extrañada con la copia de una fotografía (o una litografía, o grabado o pirograbado o serigrafía…) en la mano.
Ray: “Los mejores tiempos no eran aquellos en que sentías la necesidad de ser protagonista, y tampoco fueron los más generosos y honorables, pero sí fueron los más cabales a pesar de todo. Vendías The Daily Worker por las esquinas de la ciudad zarandeado por temporales de nieve o bajo el temible sol del mediodía de agosto simplemente porque, por más que lo evitaras, también podías descubrir a tu alrededor la desdicha.”
La luz de los tubos fluorescentes impregna las figuras de los mirones que recorren divertidos el espacio de la Green Gallery: los atrapa en una escultura que no es una escultura.
Palabra a palabra, ella lee minuciosamente Specific Objects. Fortalece su ánimo, y le hará falta adiestrar su insolencia para más adelante, cuando llegue el gran momento de Eva Hesse.
Empecemos por el principio: no manchemos nuestras manos. Yo dejo mis diseños en manos de los Bernstein, confiesa D..
Pero ella se cree algo artesana: en cierto modo, ella sí es capaz de mancharse las manos, y se pasará horas y horas metiendo centenares de tubitos de plástico en parte de los 8.000 agujeros de Accession III
La prehistoria de Carl Andre: “Es un tipo pobre vestido de negro y con la barba y el pelo muy largos y desastrados. ¿Y qué nos ofrece? Unos trozos de papel cuadriculado donde aboceta sus imaginaciones. No tiene dinero para llevar a cabo esas obras de caros materiales, así que toda su biografía de artista la guarda en un bolsillo del pantalón junto con el llavero y la agenda de los teléfonos importantes.”
En el taller de J.: el teléfono negro de baquelita de aspecto sumamente comercial encima de un maravilloso buró de los años veinte repleto de notas y folios a medio escribir. Al otro lado, junto a la vieja banker de pantalla verde, la Corona Smith (modelo la más vetusta).
Entre muchos de estos argonautas que navegaron por las aguas de Corea destaca el hecho de empezar a hacer arte desde las tripas de un museo. Una innata sabiduría les hizo empezar desde lo alto.
La obra de arte, afirmaba sin ambages, puede ser las mismas palabras pronunciadas antes de su creación física.
Paragraphs on Conceptual Art: el aspecto de una obra de arte es lo de menos.
En Bond Street vio avanzar hacia ella un tipo de mediana estatura con un martillo en la mano. Vestía una camiseta de manga corta ceñida a los brazos musculosos y que marcaba asimismo unos  bíceps y pectorales no desdeñables. Ultimaba su aspecto unos vaqueros manchados de grasa y negros goterones y unas sucias botas de obrero. Era Robert Morris. “Ante todo”, aseguraba con la mano metida en la entrepierna, acomodando los testículos en los calzoncillos, “soy un intelectual.”
“Toda obra indica un camino. Sólo es un principio. Nada empieza y acaba en sí mismo”, dijo. Y eso, en verdad, era del todo alentador.
En 1961 había menos de cien galerías de arte en Nueva York. Tan sólo veinte de ellas exponían arte verdaderamente contemporáneo.
La cartelería estridente del pop art había encendido, por fin, los rincones más oscuros del callejón de los gatos y del arte.
La contradicción es la gasolina de la innovación o su hermana más precaria la novedad.
Una golosina: no importa que no sea arte, es.
Las imágenes y los iconos de una cultura de lo trivial parecían hermanarse con los materiales y los procesos en serie de las factorías de montaje y la producción prefabricada.
(Pero he ahí la niña traviesa: con los calcetines bien altos y la sonrisa inocente sale de la esquina en penumbras y de un suave manotazo desmorona las piezas del mecano: vuelve a entronizar al artista solitario, oculto e individualista, trágico y penoso como lo fueron el loco holandés y El Chico Malo de las Praderas.)
Mayo de 1970. El aura, ha vuelto.
Ella ha puesto sus manos ahí: ¡la hostia consagrada!
En 1966 el Jewish Museum, con buen ojo, organiza la exposición Primary Strctures, que supone el lanzamiento del llamado arte minimalismo. Una patente economía de medios y el uso de materiales industriales definía en un primer momento el análisis de su morfología chocante: la ordenación seriada y las llamativas estructuras de repetición avalaban su carácter prácticamente conceptual. Lo objetual incidía fríamente en el discurso de lo técnico y lo prefabricado. Los materiales electos implicaban a su vez una intencionalidad formal: plexiglás, acero inoxidable, planchas de hierro, superficies laminadas, aluminios, hierro galvanizado… ¿Y detrás de todo ello? Un misticismo nada religioso en el fondo y proclive a una esencialidad pagana de la artesanía y oficio artísticos.
Se trata de un acontecimiento que nada tiene de político. Se trata, señores accionistas, de dinero... Y todos ustedes saben perfectamente a que me estoy refiriendo.
Una inversión a medio-largo plazo. Una alza sostenida, sin que ningún mercado bajista haga zarandear su valor.
Y está, luego, la entropía de Hesse, el irresistible encanto de una juventud tronchada (los besos robados, las mañanas burladas, las desnudas noches vacías de recompensas) que recupera el misterio, la oscuridad.
Estados mínimos de orden y complejidad, tanto desde la forma como desde la misma percepción.
Y hoy, igual que ayer, haremos que los precios suban como la espuma. A fin de cuentas, no existen tantos valores convertibles, y el arte puede ser uno de los más señalados: los artistas mueren; algunos, hasta agonizan de muy mala manera (y ésta debería ser la cosa: literatura añadida).
¿Qué novelas lee?
¿Quién se acuerda de las novelas que ha leído…? Los autores, acaso.
(Ella) Menciona tímidamente a Simone de Beauvoir, aunque ningún título de sus novelas.  
Le gustan los saltos narrativos.
Nadie lo hubiera dicho.
¿Días felices, de Samuel Beckett? ¡Vamos, qué manera de fantasear a base de seres indefensos…! ¡No son de papel, estúpido!
En el 67, en Londres, compra montones de novelas en edición de bolsillo (de tercera mano): Penguin, Pelican. Vuelve a España con el saco. Se aburre. A principios de 1968 viaja a Nueva York. Tiene algún dinero de reserva y un encargo entre manos. Y la conexión Lisboa-New York (Jennie).
Ella ha llegado tarde del estudio. Se ha duchado, se ha puesto ropa cómoda, bebe despacio una Coca-Cola. Enciende la radio y selecciona un canal de música. Deja el volumen muy bajo, casi inaudible. Coge una carpeta repleta de fotografías familiares y se sienta en su mecedora española.
-¿Quieres que salgamos? -pregunta él.
-Es tarde.
-Comemos algo por ahí, y luego vamos al cine.
Alza la cabeza y le mira muy seria.
-No tengo ganas de ir a ninguna parte. ¿Por qué no te preparas cualquier cosa para cenar? Yo no tengo hambre.
-Hablemos de novelas entonces (pero no de esas donde se frunce mucho el entrecejo y los personajes inquieren, dibujan una sonrisa en los labios y miran a hurtadillas).
Frunce el entrecejo cavilosa, como si estuviera pensando las palabras precisas para responderle. Ha vuelto de nuevo los ojos a la carpeta. Su expresión ahora es de una perplejidad absoluta.
-¿De novelas? –inquiere suavemente-, prefiero escuchar música.
El Huésped, entonces, se calla y mira afuera a través del cristal mientras una sonrisa se dibuja en sus labios:
Las ventanas encendidas de la noche envueltas en un extraño silencio que ni siquiera lo perturba la lejana sirena de la ambulancia o el coche de la policía, los aullidos inacabables del estridente nocturno neoyorquino, ciudad sin sueño.
(Cien años más tarde, él coge el pesado volumen: 800 páginas hincando el diente en la vida del muy honorable vagabundo hermético y menesteroso mister Beckett.)
Abre por una página, dice, y le tiende Esperando a Godot.
Pero ella ya le mira con cierto hastío. Baja la cabeza y torna a contemplar las viejas fotografías:
Evchen sonriente, escondida en una gruesa prenda de abrigo exactamente igual que la de su hermana mayor, media cabeza más alta, y el gorro de lana coronado por un pompón que cubre la cabeza, las manos enguantadas, la nieve alrededor, tan cerca la casa confortable y cálida, los aromas que allí dentro emanarán endulzando las paredes, el techo: chocolate caliente, tarta de manzana, compotas, mermeladas, vainillas…
Transcurre tranquilamente la velada, con el asesino dentro.
De cuando en cuando, él la mira hurtadillas.
Nadie sabe realmente de qué materia está hecho el tiempo…
El mira en derredor del interior del melocotón de luz donde ambos se hallan metidos ahora…
“Esto es el tiempo.”
No puede haber nada después de esto: veo caparazones, corfas. Disfraces carnales, sanguíneos, huesudos pudriéndose segundo a segundo, enfermando, muriendo, desapareciendo de la tierra, planeta pequeño de un sol mediano de un sistema mediocre en un universo aún naciente (¿se expande o no se expande?).
A ver si nos entendemos o no nos entendemos.
De nuevo un español desarraigado, españoles serios que jamás ocultan las cicatrices, paseando entristecidos con las manos cogidas detrás de la espalda por los muelles de South Street, antiguos conquistadores de tierras, indios y buenos acólitos del dios (el de ellos).
SIEMPRE SACA DOS COPIAS AL CARBÓN DE LOS TEXTOS, PUES NUNCA LE DEVUELVEN LOS ORIGINALES MECANOGRAFIADOS.
Se ha perdido otra vez en alguna de la 400 estaciones del metro de la ciudad.
Finalmente, Jennie acude en su auxilio a un millón de millas del apartamento.
¿Qué buscas en realidad tan lejos de todo?
En fin…
Él vuelve a las medias verdades, trata de confundir a la mujer de los tres ojos.
En la 46, entre Madison y la Quinta.
Gotham Book Mart.
Una de 1927 que vale su peso en oro.
Ya en el agujero: pasa las páginas amarillas con olor a polvo. Se olvida de cenar, no olvida (nunca) quien es.
Ese veneno.
Se encuentra en una zona de la ciudad que “ni siquiera era de las que salen en las películas ni en las series de televisión” (?).
La tristeza de los parques, ya en los días grises, las tardes silenciosas y ociosas. Hay una náusea (tal vez no lo sea), una sensación imprecisa de ahogo y miedo al vacío, como si una película traslúcida te envolviera a ti y tu ínfimo territorio, aislado de tus semejantes (que no lo son tanto), de sus costumbres y rarezas (puesto que no te dirigen una palabra, puesto que al cruzarte con ellos sus miradas traspasan como si nada tu presencia anodina y desdeñable por anónima, inapreciable, puesto que no sabes adónde van, ni de dónde vienen, ni por qué están hechos de la forma que lo están…, puesto que todo es inútil).
Llegas al parque como al hogar (y quizá lo sea para el andariego solitario).
Llega al único sitio que de verdad lo oculta sin cansarlo a él.
Pero el refugio del parque, cansado y con el alma desalentada, es simplemente la derrota, y su calculado paisaje y sus gracias, sus grandes o pequeños árboles, el seto y el caminillo admonitorios, el diseño efectivo de sus lagunas de aguas quietas y los brillantes o apagados verdes del césped y la hojarasca indescifrable abocan al encierro del pensamiento inane donde la idea o las ocurrencias se aquilatan densas e impenetrables, impracticables, de una devastadora esterilidad.
Y, sin embargo, el aire fresco y embriagador, el olor de la tierra, y la corteza del árbol…
Octubre.
De pronto, la hoja cobre.
El aire azul fragua en el  estanque.
He aquí (después de todo) coronaciones, otoño de vuelta.
Enferma, aún sin temor, sin imaginar (toda previsión en el arte arredra) la fatalidad a la vuelta de la esquina, acude debilitada al acto inaugural de la exposición en el Finch College, en diciembre de 1969. Lee una declaración. La teoría de la perfecta nada hecha objeto, el gesto hecho concreción, una cristalización finalmente.
Antes, 1968:
Le había invitado a tomar asiento. Había previsto tomar notas, pues siente un extremado cansancio al utilizar la pesada grabadora de cinta, activar su susurrante mecanismo, un trasto de los primeros años sesenta que adquirió de saldo en una tienda de cachivaches y electrodomésticos usados en la calle Catorce. El simple hecho de enganchar las cintas magnéticas ya resultaba técnicamente demasiado para él.

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