martes, 5 de febrero de 2019

39


TUMOR.
En los últimos estadios de la enfermedad:
trastornos psíquicos y sueño patológico…
He aquí la fantasía, humores a ciegas, la loca de la casa delira. Es la fiebre.  Animales y viajes. A saber.
“Se ha recalentado”, le dijo el tipo oscuro y bajo, sin afeitar, con el cigarrillo entre los labios, limpiándose las manos de grasa y petróleo con el trapo, el mono azul hecho un asco, lleno de costurones. “Estos coches… Muy imperfectos, sabe. Antiguallas. Un modelo fallido.” Un aprendiz con cara de chimpancé y la llave inglesa en la mano sonreía detrás del mecánico, asintiendo con la cabeza. El aire espeso olía a aceite pesado, a hierro sucio, a roña mecánica estratificada, las paredes mugrientas, resbaloso el suelo, la visión del terrible foso y la luz de la bombilla en el extremo del cordón flexible…
La joven mujer calva yacente (sedente a veces) habla. Desea explicarse. A toda hora. Ya no puede hacer otra cosa. Lo peor para un artista: explicarse. Qué desastre: una pintura palabrera.
Como los perros, sueña. Los párpados eléctricos se estremecen de fugaces sacudidas, lamentan las imágenes: ¿qué concepto…? Ay, si los árboles hablaran entre ellos…
El cerebro indisoluble de tu cuerpo, su magia, sus traiciones.
No es el motor, ni todo aquello que recubre el poder y temor  de su nombre: es la velocidad del coche, el movimiento, las imágenes que vuelan, se precipitan, los pensamientos que también vuelan, lo inefable… Y los materiales, por así decirlo, el metal, los plásticos, toda esa cacharrería de molde pintada y formateada, repetida hasta la saciedad, fabricada sin esfuerzo, rutinaria, monótono vaivén de la cadena de montaje (el fluido de la sangre, el hierro de los huesos, la carne y sus colores, el músculo fibroso, los nervios, la ventilación y el hígado depurador, la gasolina del estómago, los faros-ojos, los conductos-vertedero, la membrana-cristal, los sedimentos…)
El camino…
-Doctor…
El doctor (barba puntiaguda de diablillo) toma su mano, le sonríe sin decir palabra (de momento).
-… hay un pájaro en mi frente… azul…
-Cálmese, querida, cálmese –dice el doctor-mecánico con fastidio.
Recuerda los óxidos del hierro, el olor de la herrumbre marina, la chaqueta de cuero del escritor. Luego, en el bar de aspecto cutre bajo la luz blanca, nada fiable la cerveza tibia sin burbujas, seguía sometiéndola al interrogatorio el tipo de ultramar. Se ha presentado como periodista, de Transgresionn. La revista existe; pero él no forma parte de la plantilla de redactores, sólo publica raras veces, y como free lance, aunque le pagan.
-La elección de un material es fortuita, como azarosos son los resultados. En realidad, me importa muy poco la apariencia final de la escultura, si es que puedo llamarla de ese modo. Aunque supongo que sí, apariencia ha de haber, es la coartada, por así decirlo. ¿Por qué no había que hacerlo? Hoy la escultura nada tiene que ver con el pasado…, bueno, un poco, sí. Puedes hacer lo que quieras. De todas formas, todo tiene que ver con el arte del pasado, incluso si una hace lo más opuesto a lo que se ha hecho antes no deja de estar vinculada… ¡a él!
-Son alucinaciones. Podríamos decir que un patinazo, pero un desperfecto a fin de cuentas, querida.
TUMOR.
Con una firmeza inesperada brotan las palabras ahora; incluso se incorpora algo al hablar, como subrayando la afirmación:
-El tiempo obra el arte, lo purifica y le otorga sentido. Así lo descubren las épocas.
El escritor se hace un lío con sus notas de garabatos. Las ha diseminado por la superficie de la mesa, algunas son simplemente pedazos de papel, otras son páginas arrancadas de una libreta rayada; también hay un bloc. “No entiendo nada.” (Alza la vista y descubre el disgusto y la irritación en los ojos de la otra. Rectifica inmediatamente.)
-Hablo de mis apuntes… Me estoy haciendo un pequeño lío.
-Pero lo que se muestra es lo residual, la morralla de aquel pensamiento creador que tanto nos hizo disfrutar en el momento de la creación, durante el proceso intelectual –divaga la enferma, casi delirante.
-¿Qué sucede si la misma precariedad de los materiales provocan el lento deterioro de la obra, hasta su misma desaparición?
-Nada, no pasa nada. Fue una escultura… y luego, ha dejado de serlo. Hay testimonio de ello. El arte es un acto de fe, de misticismo en el fondo, y su práctica es el rito, el verdadero oficio. Queda la apariencia, pero en fin…
-Supongamos que un artista oculta sus verdaderas intenciones… Vamos, que décadas después de su muerte promueve confusión y engaños. La hermenéutica se estrella contra un malentendido y nunca se allega al esclarecimiento absoluto de su propuesta.
-Un artista es un prestidigitador. No hay nada malo en que oculte sus propósitos, si es que los tiene. Qué más da el verdadero sentido de la obra, sólo es un pretexto. Yo, por ejemplo, no albergo intención alguna cuando organizo los materiales, o los manipulo, o los enmascaro. Voy a lo que salga. Como un paseo, ¿entiendes? Lo interesante no es la esquina, es lo que puede aparecer detrás. Y el goce de ese momento único de la creación, algo vedado para el espectador posterior.
(El escritor le ha pedido al doctor el bolígrafo plateado que sobresale del bolsillo superior de la bata. Este deniega con la cabeza y dice):
-Imposible del todo. Es el bolígrafo con el que escribo las sentencias… ¡los informes diagnósticos de los enfermos, quiero decir! Antes me dejaría cortar un brazo-. (Hace una pausa mientras se rasca la barbilla de modo teatral, y luego, no sin asombro, exclama): Oiga, esta joven dice cosas interesantes. ¿De qué trabajaba en la otra vida…? –Una pausa embarazosa-. Vamos, qué hacía antes de llegar al hospital. A eso me refiero. En fin (dirigiéndose a la enferma en el lecho), aún está usted en ésta… vida. (En un aparte, susurrando, con ojos entrecerrados): Por poco tiempo…
-Deshollinaba.
-¡No me diga!
-Pues sí, era La pequeña deshollinadora.
-Bonito oficio. Dickens puro.
-Ya ve.
-¿Ha leído Hard Times? ¿Y qué me dice de Nicholas Nickleby?
-Naturalmente. ¿Qué se ha creído usted? Soy de buena familia. Mi madre nos leía miles de páginas del gran Dickens a mis dos hermanos y a mí antes de dormir, y las admoniciones del  Leviatán, ese manual de supervivencia. Cada uno en su lecho, limpitos y somnolientos, cebados por la abundante cena, bien arropados, con el embozo cerca de la nariz, a la luz de una vela, casi en penumbras, y el viento que ululaba más allá de la ventana, y la lluvia azotando los cristales, y la nieve, y…
-¡Muy bien hecho! Cuánto antes aprendan los niños a defenderse de las dentelladas de ahí afuera… ¡tanto mejor! ¡ah qué tiempos donde imperaba el viejo Hobbes!
- … a la luz de una vela.
-Oiga, parece el título de una canción…
-Pura melodía.
-¡Ah, el viejo Dickens!
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La artista encamada mira al techo. “No me sirve un ardite hacerme la víctima. Lo saben de sobra…”
Pide agua. Le llena un vaso con el agua fresca de la jarra centelleante a esa hora de la mañana temprana, sobre la mesilla de las medicinas. Los ventanales, libres de la cortina, dejan entrar la luz clara y límpida de la primavera majestuosa, azul, neoyorquina. Se incorpora con dificultad. Toma el vaso y bebe un sorbo. Hace una mueca de repugnancia. “Sabe a plástico quemado”, dice, y se deja caer sobre la almohada.
El doctor le había dicho antes de la segunda operación: “Mire, querida, déjese de cuentos. ¿Qué clase de verdad busca? Nos ha salido usted una mística de mucho cuidado. Toda la tosquedad de su obra es un disfraz para esconder su misticismo judío. Complica las cosas innecesariamente. Y no me replique. Sé de sobra de lo que estoy hablando. Soy el doctor Dolor y Muerte. Así que relájese, pequeña artista judía moribunda.”
Un mal día para Raymond Yeats: “¡Ya me cansa tu cantinela sobre el New Yorker! ¡Sólo es un… reflejo mortecino de la auténtica realidad social! ¡Y sólo les falta oler a colonia!” De hecho, este librero hoy malhumorado y puntilloso, llevaba semanas intentando colarle una colección de ejemplares de los años cincuenta de Partisan Review. Eso sí, a un increíble buen precio para él, unos pocos centavos por número. “Mira”, dice, y abre ante sus narices las sobadas y tristes páginas de una de las revistas de años atrás: un artículo de Trilling, una entrevista con Lessing, crónicas de Sontag. “Ahí tienes materia suficiente durante días…” Se da media vuelta y desaparece por la puerta de atrás  de la librería, donde está el lavabo. Él se siente culpable, y abandona por un momento el lado de las revistas y lleva su atención a un rimero de libros viejos pegados a la pared. Ediciones de tapa blanda, como dicen los libreros americanos, paperbacks. Escarba con absoluta codicia. Raymond vuelve del lavabo, le mira ceñudo. Farrell. Lewis. Sinclair. Todo ese tipo de literatura social que, en el fondo, tanto ama Yeats. Son libros muy usados, pequeños, con portadas antiguas, sucias y dobladas en los cantos, de hojas ya enmarronadas por el tiempo, a punto de descabalarse. Treinta centavos el volumen, sea de quien fuere, independientemente de su grosor y sin contemplar ni poco ni mucho su noble antigüedad. Caldwell. Dreisser. Wright. Pensamientos, conjeturas. En todo caso, alardes contra lo insolidario, una rebelión contra la fatalidad, el falso determinismo. Se desliza de sus manos otro libro, Robert Penn Warren. Caen Wolfe, Dos  Passos. Cae Steinbeck. Caen Steffens, Algren, Halper…, la columna de libros viejos que se viene al suelo. Sale de la librería, ante la sonrisa complaciente de Ray, en busca de Hesse, a media tarde. En la bolsa de papel verde: la saga de Lonigan, un libro de James Agee y tres ejemplares del Partisan de los años treinta, uno de ellos con un artículo de Greenberg. ¿Por qué esta tropa de pensadores y escribidores necesita transmitir a los demás el estilo de sus divagaciones? Cambia el mundo, el entorno etc. Fueron muriendo ellos: el mundo seguía en su pertinaz traslación. “Ahí tienes a Wilson”. “Ya veo.”
“En realidad, me gusta leer a los franceses, Sartre, Camus, quizás algún alemán. Tengo mucho de europea.”
“Eres europea.”
“Soy americana... Soy una europea de América.”
No ha leído mucho, se dice él, sabelotodo impune.
“He leído montones de libros, ¿sabes?”, replica ella.
Claro. Simone de Beauvoir, En attendant Godot, Joyce. La Recherche. Quién no. Reúnen todas las monedas sueltas en el cuenco que forma con sus manos de artista obrera. Compran unos emparedados en un puesto callejero, refrescos de cola. Diablos, cualquiera sabe la clase de porquería que se mete uno en el estómago, lo que se pudre ahí adentro entre los jugos y las vísceras, en la oficina del estómago, amigo Sancho. Entran en Central Park por Columbus Circle sin dejar de hincar el diente. Se adentran un poco hasta la extensión del césped, casi cegador por el relumbre del sol. “Hay muchas cosas de que hablar”, asegura, y siempre que lo dice permanece en silencio durante horas, algo que a él le irrita considerablemente. “Entropía”, dice. La palabra suena fatal en este oasis vegetal aunque falso, en esta zona pacífica y verde, de simétricos setos y caminitos de tierra aplastada, con la misteriosa crestería de los rascacielos grises y oscuros de la parte del Hudson sobresaliendo por encima de los árboles recortados sobre un cielo azul purísimo, de fines de invierno. Se hallan sentados sobre el césped, comiendo un salchicha grasienta embutida en un panecillo que sabe a madera, pero una madera limpia, digamos, y que despide cierto aroma a leña quemada, algo muy raro, creo; tal vez sólo sea el bocadillo de él pues Hesse lo come despacio, masticando sin prisas, sin advertir nada extraño a juzgar por su semblante reflexivo. “¿Hablar?” Le mira y asiente con la cabeza, pero permanece en un absoluto silencio. Un golpe de brisa se ha movido de repente, y más allá, sobresaliendo por encima de los setos geométricos, oscilan las copas de los arboles esbeltos, hasta aquí alcanza el susurro del aire entre las hojas verdes y brillantes, y más allá todavía la muralla de los rascacielos de piedra solemne. Ahora comprende: sí que habla. A su manera.
G. Corso. “Me gusta ese tipo”, dice Raymond Theodore Yeats. El poeta del silencio (ni una sola línea como legado –puesto que todo lo quemó-, buen librero, gran lector, oyente cortés y aburrido) habla del poeta delincuente y heroinómano, finalmente académico.
“Somos inmortales.” (Raymond Th. Yeats, arruinado, apareció muerto en The Green Train, donde solía dormir tumbado sobre montones de revistas viejas y de la que apenas salía desde hacía meses, la mañana lluviosa, fría y oscura del 21 de diciembre de 1994; la librería, que había cerrado sus puertas tres años antes, estaba prácticamente vacía de libros y habían cortado el suministro eléctrico y el agua corriente; unos baldes llenos del agua de la fuente cercana facilitaban una mínima higiene. Ginsberg le sobrevivió tres años. Los mismos que el arquero Burroughs. Kerouac emprendió el camino treinta años antes que los tres. Gregory Corso, donjuán y ex-atracador de bancos, poeta, huroneó hasta el 2001, en feliz santidad literaria hacia la eternidad. Ferlinghetti sigue con los ojos abiertos en el siglo XXI –y bien abiertos-).
-Corso… -sacudió la cabeza sonriendo con la vista baja- Un amigo del alma. Un poeta. Un poco menos podrido que los demás porque él era un auténtico hijo de puta por naturaleza. Había intentado atracar un banco (no llegó ni a poner el pie en el marmóreo y brillante vestíbulo). Así que, a la cárcel. Y de allí, lógicamente (sic), a Shelley y Keats, a Proust y Cèline. Impulsos naturales, digámoslo con estilo.
El tipo –continúa Yeats- ama los libros con desesperación, como sólo pueden hacerlo aquellos a los que se les ha puesto en las manos Rojo y negro antes de leer a Julio Verne, antes incluso de leer en los diarios la página de deportes y la cartelera de los cines. A partir de entonces, si logran acabar el maldito libro del maldito Stendhal, ya no tienen salvación.
Corso se dejó ver un millón de veces por la librería de Raymond. Robó todos los libros que el librero quiso que robara haciendo la vista gorda. En cierto modo, lo apadrinó. “El hecho de que le birlara (genética tenaz) la novia a Kerouac”, afirmaba Yeats con media sonrisa, “le agregaba todavía más encanto a su picardía italiana. Además, ¿qué hacía Kerouak con esa vagina medio india y medio mulata entre las manos, él, ambiguo y cobarde, temeroso de ese receptáculo al que siempre temió y definía como un instrumento de tortura? A diferencia de Corso y pocos más, la mayoría de la gente que he conocido se mueve entre supercherías. El gran Jack el Vagabundo era uno de estos”, prosigue Raymond Th. Yeats inclemente, “pensativo y con un oscuro sentimiento de culpa. Aún lo recuerdo el día de la lectura de Howl echado en el suelo, con una jarra de vino matarratas al alcance de la mano. Náufrago entre lo católico y lo búdico, en esta temible encrucijada regaba diariamente su indecisión con litros de Tokay, la bebida de los zarrapastrosos, o Jack Daniel’s (si es que le invitaban), cuando lo único que sabía hacer bien en realidad era escribir. Ese es el único puente al karma en todo inocente periplo, que sepas qué es lo que haces bien, y sólo eso es lo que al final te libra en el último eslabón de la cadena, y te aseguro que lo hay, de acabar con un taparrabos, sin lavarte durante semanas y comiendo un cuenco de arroz hervido con la Biblia budista de Goddard abierta a un lado o leyendo pasmado a cualquier otro santón. No basta la inteligencia para salvarte de las patrañas, la fe la tienes que tener en ti mismo.  ¿Pero qué diablos les ocurre a todos estos jóvenes desocupados tras el misticismo y la iluminación bastarda…?”
Bien, yo te lo diré: apuran el cáliz rebosante de alcohol y drogas baratas o simplemente mortales (benzedrina, heroína, yagé, nembutal, peyote mexicano, morfina, marihuana, anfetaminas,  Seconal, dexedrina, incluso se tragan los algodones empapados de porquería química de los inhaladores: yonquis del alma). Cuando despiertan aterrorizados al cabo de veinte horas creen que se han convertido en un gusano o en el tío de las barbas. (1969.)

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