TUMOR.
En los
últimos estadios de la enfermedad:
trastornos
psíquicos y sueño patológico…
He aquí la
fantasía, humores a ciegas, la loca de la casa delira. Es la fiebre. Animales y viajes. A saber.
“Se ha
recalentado”, le dijo el tipo oscuro y bajo, sin afeitar, con el cigarrillo
entre los labios, limpiándose las manos de grasa y petróleo con el trapo, el
mono azul hecho un asco, lleno de costurones. “Estos coches… Muy imperfectos,
sabe. Antiguallas. Un modelo fallido.” Un aprendiz con cara de chimpancé y la
llave inglesa en la mano sonreía detrás del mecánico, asintiendo con la cabeza.
El aire espeso olía a aceite pesado, a hierro sucio, a roña mecánica
estratificada, las paredes mugrientas, resbaloso el suelo, la visión del
terrible foso y la luz de la bombilla en el extremo del cordón flexible…
La joven
mujer calva yacente (sedente a veces) habla. Desea explicarse. A toda hora. Ya
no puede hacer otra cosa. Lo peor para un artista: explicarse. Qué desastre:
una pintura palabrera.
Como los
perros, sueña. Los párpados eléctricos se estremecen de fugaces sacudidas,
lamentan las imágenes: ¿qué concepto…? Ay, si los árboles hablaran entre ellos…
El cerebro
indisoluble de tu cuerpo, su magia, sus traiciones.
No es el
motor, ni todo aquello que recubre el poder y temor de su nombre: es la velocidad del coche, el
movimiento, las imágenes que vuelan, se precipitan, los pensamientos que
también vuelan, lo inefable… Y los materiales, por así decirlo, el metal, los
plásticos, toda esa cacharrería de molde pintada y formateada, repetida hasta
la saciedad, fabricada sin esfuerzo, rutinaria, monótono vaivén de la cadena de
montaje (el fluido de la sangre, el hierro de los huesos, la carne y sus
colores, el músculo fibroso, los nervios, la ventilación y el hígado depurador,
la gasolina del estómago, los faros-ojos, los conductos-vertedero, la
membrana-cristal, los sedimentos…)
El camino…
-Doctor…
El doctor
(barba puntiaguda de diablillo) toma su mano, le sonríe sin decir palabra (de
momento).
-… hay un
pájaro en mi frente… azul…
-Cálmese,
querida, cálmese –dice el doctor-mecánico con fastidio.
Recuerda
los óxidos del hierro, el olor de la herrumbre marina, la chaqueta de cuero del
escritor. Luego, en el bar de aspecto cutre bajo la luz blanca, nada fiable la
cerveza tibia sin burbujas, seguía sometiéndola al interrogatorio el tipo de
ultramar. Se ha presentado como periodista, de Transgresionn. La revista
existe; pero él no forma parte de la plantilla de redactores, sólo publica
raras veces, y como free lance,
aunque le pagan.
-La
elección de un material es fortuita, como azarosos son los resultados. En
realidad, me importa muy poco la apariencia final de la escultura, si es que
puedo llamarla de ese modo. Aunque supongo que sí, apariencia ha de haber, es la coartada,
por así decirlo. ¿Por qué no había que hacerlo? Hoy la escultura nada tiene que
ver con el pasado…, bueno, un poco, sí. Puedes hacer lo que quieras. De todas
formas, todo tiene que ver con el arte del pasado, incluso si una hace lo más
opuesto a lo que se ha hecho antes no deja de estar vinculada… ¡a él!
-Son
alucinaciones. Podríamos decir que un patinazo, pero un desperfecto a fin de
cuentas, querida.
TUMOR.
Con una
firmeza inesperada brotan las palabras ahora; incluso se incorpora algo al
hablar, como subrayando la afirmación:
-El tiempo
obra el arte, lo purifica y le otorga sentido. Así lo descubren las épocas.
El
escritor se hace un lío con sus notas de garabatos. Las ha diseminado por la
superficie de la mesa, algunas son simplemente pedazos de papel, otras son
páginas arrancadas de una libreta rayada; también hay un bloc. “No entiendo
nada.” (Alza la vista y descubre el
disgusto y la irritación en los ojos de la otra. Rectifica inmediatamente.)
-Hablo de
mis apuntes… Me estoy haciendo un pequeño lío.
-Pero lo que
se muestra es lo residual, la morralla de aquel pensamiento creador que tanto
nos hizo disfrutar en el momento de la creación, durante el proceso intelectual
–divaga la enferma, casi delirante.
-¿Qué
sucede si la misma precariedad de los materiales provocan el lento deterioro de
la obra, hasta su misma desaparición?
-Nada, no
pasa nada. Fue una escultura… y luego, ha dejado de serlo. Hay testimonio de
ello. El arte es un acto de fe, de misticismo en el fondo, y su práctica es el
rito, el verdadero oficio. Queda la apariencia, pero en fin…
-Supongamos
que un artista oculta sus verdaderas intenciones… Vamos, que décadas después de
su muerte promueve confusión y engaños. La hermenéutica se estrella contra un
malentendido y nunca se allega al esclarecimiento absoluto de su propuesta.
-Un artista es un
prestidigitador. No hay nada malo en que oculte sus propósitos, si es que los
tiene. Qué más da el verdadero sentido de la obra, sólo es un pretexto. Yo, por
ejemplo, no albergo intención alguna cuando organizo los materiales, o los
manipulo, o los enmascaro. Voy a lo que salga. Como un paseo, ¿entiendes? Lo
interesante no es la esquina, es lo que puede aparecer detrás. Y el goce de ese
momento único de la creación, algo vedado para el espectador posterior.
(El escritor le ha pedido al doctor el
bolígrafo plateado que sobresale del bolsillo superior de la bata. Este deniega
con la cabeza y dice):
-Imposible
del todo. Es el bolígrafo con el que escribo las sentencias… ¡los informes
diagnósticos de los enfermos, quiero decir! Antes me dejaría cortar un brazo-.
(Hace una pausa mientras se rasca la
barbilla de modo teatral, y luego, no sin asombro, exclama): Oiga, esta joven dice cosas interesantes. ¿De qué
trabajaba en la otra vida…? –Una pausa
embarazosa-. Vamos, qué hacía antes de llegar al hospital. A eso me
refiero. En fin (dirigiéndose a la
enferma en el lecho), aún está usted en ésta… vida. (En un aparte, susurrando, con ojos entrecerrados): Por poco tiempo…
-Deshollinaba.
-¡No me
diga!
-Pues sí,
era La pequeña deshollinadora.
-Bonito
oficio. Dickens puro.
-Ya ve.
-¿Ha leído
Hard Times? ¿Y qué me dice de Nicholas Nickleby?
-Naturalmente.
¿Qué se ha creído usted? Soy de buena familia. Mi madre nos leía miles de
páginas del gran Dickens a mis dos hermanos y a mí antes de dormir, y las
admoniciones del Leviatán, ese manual de supervivencia. Cada uno en su lecho,
limpitos y somnolientos, cebados por la abundante cena, bien arropados, con el
embozo cerca de la nariz, a la luz de una vela, casi en penumbras, y el viento
que ululaba más allá de la ventana, y la lluvia azotando los cristales, y la
nieve, y…
-¡Muy bien hecho! Cuánto antes aprendan los niños a
defenderse de las dentelladas de ahí afuera… ¡tanto mejor! ¡ah qué tiempos
donde imperaba el viejo Hobbes!
- … a la luz
de una vela.
-Oiga,
parece el título de una canción…
-Pura
melodía.
-¡Ah, el
viejo Dickens!
…………………………………………………………………………………………….
La artista
encamada mira al techo. “No me sirve un ardite hacerme la víctima. Lo saben de
sobra…”
Pide agua.
Le llena un vaso con el agua fresca de la jarra centelleante a esa hora de la
mañana temprana, sobre la mesilla de las medicinas. Los ventanales, libres de
la cortina, dejan entrar la luz clara y límpida de la primavera majestuosa,
azul, neoyorquina. Se incorpora con dificultad. Toma el vaso y bebe un sorbo.
Hace una mueca de repugnancia. “Sabe a plástico quemado”, dice, y se deja caer
sobre la almohada.
El doctor
le había dicho antes de la segunda operación: “Mire, querida, déjese de
cuentos. ¿Qué clase de verdad busca? Nos ha salido usted una mística de mucho
cuidado. Toda la tosquedad de su obra es un disfraz para esconder su misticismo
judío. Complica las cosas innecesariamente. Y no me replique. Sé de sobra de lo
que estoy hablando. Soy el doctor Dolor y Muerte. Así que relájese, pequeña
artista judía moribunda.”
Un mal día
para Raymond Yeats: “¡Ya me cansa tu cantinela sobre el New Yorker! ¡Sólo es un… reflejo mortecino de la auténtica realidad
social! ¡Y sólo les falta oler a colonia!” De hecho, este librero hoy malhumorado
y puntilloso, llevaba semanas intentando colarle una colección de ejemplares de
los años cincuenta de Partisan Review.
Eso sí, a un increíble buen precio para él, unos pocos centavos por número.
“Mira”, dice, y abre ante sus narices las sobadas y tristes páginas de una de
las revistas de años atrás: un artículo de Trilling, una entrevista con
Lessing, crónicas de Sontag. “Ahí tienes materia suficiente durante días…” Se
da media vuelta y desaparece por la puerta de atrás de la librería, donde está el lavabo. Él se
siente culpable, y abandona por un momento el lado de las revistas y lleva su
atención a un rimero de libros viejos pegados a la pared. Ediciones de tapa
blanda, como dicen los libreros americanos, paperbacks.
Escarba con absoluta codicia. Raymond vuelve del lavabo, le mira ceñudo.
Farrell. Lewis. Sinclair. Todo ese tipo de literatura social que, en el fondo,
tanto ama Yeats. Son libros muy usados, pequeños, con portadas antiguas, sucias
y dobladas en los cantos, de hojas ya enmarronadas por el tiempo, a punto de
descabalarse. Treinta centavos el volumen, sea de quien fuere,
independientemente de su grosor y sin contemplar ni poco ni mucho su noble
antigüedad. Caldwell. Dreisser. Wright. Pensamientos, conjeturas. En todo caso,
alardes contra lo insolidario, una rebelión contra la fatalidad, el falso
determinismo. Se desliza de sus manos otro libro, Robert Penn Warren. Caen
Wolfe, Dos Passos. Cae Steinbeck. Caen
Steffens, Algren, Halper…, la columna de libros viejos que se viene al suelo.
Sale de la librería, ante la sonrisa complaciente de Ray, en busca de Hesse, a
media tarde. En la bolsa de papel verde: la saga de Lonigan, un libro de James
Agee y tres ejemplares del Partisan
de los años treinta, uno de ellos con un artículo de Greenberg. ¿Por qué esta
tropa de pensadores y escribidores necesita transmitir a los demás el estilo de
sus divagaciones? Cambia el mundo, el entorno etc. Fueron muriendo ellos: el
mundo seguía en su pertinaz traslación. “Ahí tienes a Wilson”. “Ya veo.”
“En
realidad, me gusta leer a los franceses, Sartre, Camus, quizás algún alemán.
Tengo mucho de europea.”
“Eres
europea.”
“Soy
americana... Soy una europea de América.”
No ha
leído mucho, se dice él, sabelotodo impune.
“He leído
montones de libros, ¿sabes?”, replica ella.
Claro.
Simone de Beauvoir, En attendant Godot,
Joyce. La Recherche. Quién no. Reúnen
todas las monedas sueltas en el cuenco que forma con sus manos de artista
obrera. Compran unos emparedados en un puesto callejero, refrescos de cola.
Diablos, cualquiera sabe la clase de porquería que se mete uno en el estómago,
lo que se pudre ahí adentro entre los jugos y las vísceras, en la oficina del estómago, amigo Sancho.
Entran en Central Park por Columbus Circle sin dejar de hincar el diente. Se
adentran un poco hasta la extensión del césped, casi cegador por el relumbre
del sol. “Hay muchas cosas de que hablar”, asegura, y siempre que lo dice
permanece en silencio durante horas, algo que a él le irrita considerablemente.
“Entropía”, dice. La palabra suena fatal en este oasis vegetal aunque falso, en
esta zona pacífica y verde, de simétricos setos y caminitos de tierra
aplastada, con la misteriosa crestería de los rascacielos grises y oscuros de
la parte del Hudson sobresaliendo por encima de los árboles recortados sobre un
cielo azul purísimo, de fines de invierno. Se hallan sentados sobre el césped,
comiendo un salchicha grasienta embutida en un panecillo que sabe a madera,
pero una madera limpia, digamos, y que despide cierto aroma a leña quemada,
algo muy raro, creo; tal vez sólo sea el bocadillo de él pues Hesse lo come
despacio, masticando sin prisas, sin advertir nada extraño a juzgar por su
semblante reflexivo. “¿Hablar?” Le mira y asiente con la cabeza, pero permanece
en un absoluto silencio. Un golpe de brisa se ha movido de repente, y más allá,
sobresaliendo por encima de los setos geométricos, oscilan las copas de los
arboles esbeltos, hasta aquí alcanza el susurro del aire entre las hojas verdes
y brillantes, y más allá todavía la muralla de los rascacielos de piedra
solemne. Ahora comprende: sí que habla. A su manera.
G. Corso. “Me gusta ese tipo”, dice Raymond Theodore
Yeats. El poeta del silencio (ni una sola línea como legado –puesto que todo lo
quemó-, buen librero, gran lector, oyente cortés y aburrido) habla del poeta
delincuente y heroinómano, finalmente académico.
“Somos
inmortales.” (Raymond Th. Yeats, arruinado, apareció muerto en The Green Train, donde solía dormir
tumbado sobre montones de revistas viejas y de la que apenas salía desde hacía
meses, la mañana lluviosa, fría y oscura del 21 de diciembre de 1994; la
librería, que había cerrado sus puertas tres años antes, estaba prácticamente
vacía de libros y habían cortado el suministro eléctrico y el agua corriente;
unos baldes llenos del agua de la fuente cercana facilitaban una mínima
higiene. Ginsberg le sobrevivió tres años. Los mismos que el arquero Burroughs.
Kerouac emprendió el camino treinta años antes que los tres. Gregory Corso,
donjuán y ex-atracador de bancos, poeta, huroneó hasta el 2001, en feliz
santidad literaria hacia la eternidad. Ferlinghetti sigue con los ojos abiertos
en el siglo XXI –y bien abiertos-).
-Corso…
-sacudió la cabeza sonriendo con la vista baja- Un amigo del alma. Un poeta. Un
poco menos podrido que los demás porque él era un auténtico hijo de puta por
naturaleza. Había intentado atracar un banco (no llegó ni a poner el pie en el
marmóreo y brillante vestíbulo). Así que, a la cárcel. Y de allí, lógicamente (sic), a Shelley y Keats, a Proust y
Cèline. Impulsos naturales, digámoslo con estilo.
El tipo
–continúa Yeats- ama los libros con desesperación, como sólo pueden hacerlo
aquellos a los que se les ha puesto en las manos Rojo y negro antes de leer a Julio Verne, antes incluso de leer en
los diarios la página de deportes y la cartelera de los cines. A partir de
entonces, si logran acabar el maldito libro del maldito Stendhal, ya no tienen
salvación.
Corso se
dejó ver un millón de veces por la librería de Raymond. Robó todos los libros
que el librero quiso que robara haciendo la vista gorda. En cierto modo, lo
apadrinó. “El hecho de que le birlara (genética tenaz) la novia a Kerouac”,
afirmaba Yeats con media sonrisa, “le agregaba todavía más encanto a su
picardía italiana. Además, ¿qué hacía Kerouak con esa vagina medio india y
medio mulata entre las manos, él, ambiguo y cobarde, temeroso de ese
receptáculo al que siempre temió y definía como un instrumento de tortura? A diferencia de Corso y pocos más, la
mayoría de la gente que he conocido se mueve entre supercherías. El gran Jack
el Vagabundo era uno de estos”, prosigue Raymond Th. Yeats inclemente,
“pensativo y con un oscuro sentimiento de culpa. Aún lo recuerdo el día de la
lectura de Howl echado en el suelo,
con una jarra de vino matarratas al alcance de la mano. Náufrago entre lo
católico y lo búdico, en esta temible encrucijada regaba diariamente su
indecisión con litros de Tokay, la bebida de los zarrapastrosos, o Jack
Daniel’s (si es que le invitaban), cuando lo único que sabía hacer bien en realidad
era escribir. Ese es el único puente al karma en todo inocente periplo, que
sepas qué es lo que haces bien, y sólo eso es lo que al final te libra en el
último eslabón de la cadena, y te aseguro que lo hay, de acabar con un
taparrabos, sin lavarte durante semanas y comiendo un cuenco de arroz hervido
con la Biblia budista de Goddard abierta a un lado o leyendo pasmado a
cualquier otro santón. No basta la inteligencia para salvarte de las patrañas,
la fe la tienes que tener en ti mismo.
¿Pero qué diablos les ocurre a todos estos jóvenes desocupados tras el
misticismo y la iluminación bastarda…?”
Bien, yo
te lo diré: apuran el cáliz rebosante de alcohol y drogas baratas o simplemente
mortales (benzedrina, heroína, yagé,
nembutal, peyote mexicano, morfina, marihuana, anfetaminas, Seconal, dexedrina, incluso se tragan los
algodones empapados de porquería química de los inhaladores: yonquis del alma). Cuando despiertan
aterrorizados al cabo de veinte horas creen que se han convertido en un gusano
o en el tío de las barbas. (1969.)
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