miércoles, 27 de febrero de 2019

40


En ocasiones, para escribir sin gastar poco más que unos cuartos: vino dulce, la marea de los vagabundos.
Del beat tosco vividor trashumante sin un centavo al hipster autoexiliado en el mismo borde del abismo y, dando término a secuencia tan estrafalaria, al beatnik pertrechado de recursos intelectualoides y pacífica holganza. Bien, ese proceso de larva finalmente ha conducido a la desafección por los desheredados de la tierra, por lo menos a un nivel social. Al tomar Hesse conciencia de ella misma, de su propia condición de artista, todo ha sido neutralizado. Bloqueado. La libertad, entonces, se halla en el lenguaje literario o artístico, dos armas, francamente, poco letales ante la contundencia del llamado “enemigo”. Y más si ese lenguaje de la droga y la lucidez perversa persisten en escribir con una caligrafía enrevesada nada legible y faltas de ortografía. Sólo durante el 68 y 69 volverá la revuelta a iluminar como un vendaval de sol la palidez lunar de la conciencia dormida.
¿Qué hay de Jay DeFeo? Cuando vuelvas de la nave-nodriza de Kettwig-Am-Ruhr, “The rose” pesará alrededor de una tonelada. ¿Y tú? Bien. (2010: las dos habéis acabado en el almacén para gatos del Whitney Museum. Las dos muertas, interesantes cadáveres naturalmente.)
“Ahora ya sé mi camino” (Febrero de 1969), dice, y aún no ha reventado Kerouac, que lo hará siete meses más tarde en el sótano de su casa sentado sobre una caja de botellas de Johnny Walker. En realidad, se estaba suicidando desde hacía dos años oculto entre cuatro paredes, ajeno, y acaso con hostil animosidad hacia todos aquellos falsos clónicos adornados con flores que, llegados de universidades y falsos paraísos, se reunían en el parque Golden Gate de Frisco, hippies ángeles de escayola y de trapo atiborrados de zen y LSD, para conmemorar el Great Human Be-in, un mandala psicodélico y multitudinario que condujera a la gran meditación colectiva. Hijos sofisticados de aquel beat destrozado y fuera de lugar agarrado a una botella, lejos del anarquismo intrínseco de tipos como Cassady o del corrosivo desapego de Burroughs, disfrazaban las buenas intenciones, una revolución de cánticos, acuarelas y rosas, con los vistosos atuendos característicos de los conversos, todo apariencias, rompiéndose la cabeza traduciendo media docena de sutras. El vagabundo, con el cráneo característico del borracho, tallado concienzudamente por el alcohol, tenía que haber hecho caso al chino sabio, sentado en las sombras:
-Conviértase en un monje zen, coja las cosas imprescindibles, vaya a las montañas, escriba poesía y beba todo lo quiera. Está condenado, se va a morir en unos pocos meses, así que es preferible que muera de ese modo. A conciencia.
No lo hizo. Se dejó morir lentamente, inflado y borracho en la terrible domesticidad de una casa vulgar, mimética de otras mil, en el último octubre purificador: vomitaba sangre a raudales hasta perder el sentido (Florida, 21-10-1969).
Mala firma. Y, sin embargo, antes, un ser excepcional (como todos nosotros, pero éste efectivo además), educado en el camino, tan lejos de las rancias mediocridades bien vestidas y cebadas del ámbito académico: un tipo capaz de escribir 36 metros de rollo de papel de teletipo de la United Press, un solo párrafo a un espacio, sin interrupción, durante días sentado ante la vetusta máquina de escribir, una Underwood negra con la goma del rodillo dura como una piedra, a la vez que espantaba a patadas a un perro que se empeñaba en comerse parte del papel ya mecanografiado y caído en el suelo.
Debería ser al contrario; mariposa, crisálida, larva, gusano. Uno de los posibles caminos inversos. A veces, sobran los años. Ciertos karmas. Por así decirlo.
“Ha conseguido la celebridad, y dinero”, dijo.
Y qué…:
Vaga por el sendero óctuple: inerte, el deseo (¿hacia qué?) ha muerto. Vegetal, se rancia por momentos. Y muere.
Años atrás era de esa clase de tipos que bebe, escribe sin cesar y vende su sangre para conseguir algún dinero. Una biografía perfecta. (Pero ha de morir para su revelación posterior.)
Sí, decenas de miles de personas leen su libro, en sus páginas se admiran del tipo duro con la mochila andrajosa a la espalda, cruzando a dedo varias veces el país enorme y hostil por la ruta 66 o la infinita: al final de su vida, cuando vuelve a la carretera y se convierte de nuevo en autoestopista, ni uno solo de los coches que pasan raudos a su lado se detiene a recogerlo, ignorando que ese pobre tipo que anda por el arcén con los pies llenos de ampollas sangrantes es precisamente el mismo autor de On the road que envidian leyendo sentados en el sofá y emulan en sus sueños de burgueses medrosos, a refugio en sus cálidos hogares. A partir de entonces, el autoestopista abandonó definitivamente la carretera. Et tout le reste est littérature.
El escrutinio: los materiales, una enumeración fatigosa, cómo busca palabras, sólo que en lugar de arrancarlas del cerebro le salen al paso: madera, cuerda, hierro, piedra, polvo, acero, plástico…
En efecto, Jack no volverá a aparecer por Penn Station maquinando secretas actividades, no comerá un sándwich de ternera y beberá cerveza muy fría cerca del hotel New Yorker, no andará bajo la sombra del Empire State, y nunca más verá ponerse carmesí el sol sobre el horizonte del Hudson, muchacho de las copas, ¿dónde está el vino?
Cuestiones del cerebro, visiones que nacen ahí adentro, lejos de lo representativo de un mundo en dolo creciente, de aterradores disfraces.
¿Crees realmente que hubiera sido todo igual?
No importa que antecediera, el orden, el caos.
Tiempo de profetas.
Pues otro había. Había muchos, en efecto.
Este otro, por ejemplo, el guillermo tell aficionado.
¿Qué puedes decirme de él?
Ray calla las complicidades. Se entretiene en irritar: “Era casi tan alto como Ferlenghetti…”
Un tipo complicado de larga vida. “Semejante a uno de esos relojes caros que, además de las funciones básicas, añaden “las complicaciones” (el suizo Calibre 89 sumaba 33), una exhaustiva y retorcida maquinaria capaz hasta de contrarrestar los efectos de la gravedad terrestre en sus metálicas entrañas.
Lo cierto es que el librero lo conoció bien. Hesse llegó a verlo una vez. Sabía que iba a acudir a la librería, así que se presentó en el lugar de forma “casual”. Pero el hombre invisible, de la maldita estirpe de Baudelaire, un Nerval listo y casi indestructible agazapado en un alma de Lautréamont que nunca fuese Ducasse, demoró la cita con Yeats más de dos horas, y cuando apareció, a la diez de la noche, éste, agachado en la acera, estaba a punto de echar el cierre en compañía de la artista, huraña e inmóvil, invadida de profunda decepción en la calle oscura.
Entonces se oyeron unos pasos lentos, como fatigados.
“Era noche cerrada, de principios de diciembre. Apareció a nuestras espaldas, silencioso y serio y, de pronto, se oscureció todo aún más.”
Llevaba gafas negras (¡en plena noche!) y se cubría la cabeza con un sombrero de fieltro. Vestía un traje oscuro que parecía venirle ancho por todas partes. Era alto, delgado, extraño y lacónico.
Yeats le presentó como pintora. “Tenía una terrible voz nasal, como surgida de una lata de conservas vacía.” Yo también pinto algunas veces, le dijo, mirando más allá de ella, a las esquinas en tinieblas. “Intercambió unas palabras con Ray en un aparte”. Hesse fue incapaz de proferir una sola palabra. Los vio cuchichear como cómplices en algún turbio asunto. Luego, la figura alta y sigilosa se alejó de ellos en busca de alguno de sus tugurios escondidos en el Nueva York negro. Eso fue todo.
B.: crear los artefactos únicos, plásticos o literarios, inteligibles o no, necesarios, sin embargo, como para desvelar nuevas perspectivas de existencia creativa.
¿Qué has querido significar con ese mamotreto, ese desguace de páginas cada una por su lado?
Un viaje.
Al infierno.
La gran metáfora.
¡Acabáramos!
“Eso”, razona Hesse, “significa huir de un estenolenguaje comprensible en el que hasta la connotación pierde su eficacia sutil, huir del estereotipo en suma.”
(¿Lo dijo de ese modo?)
Existen otros lenguajes cuya construcción y morfología repugna cualquier orden y morfemas asumidos universalmente: eso lo sabía ella mucho antes de que la realidad la empujara a coleccionar palabras.
¿Hablas del álgebra de la necesidad? ¿Cuál es, en definitiva, la incógnita aquí? Simplemente, los factores de la ecuación. Una forma de saber vivir entre problemas. Y no existe la solución. Esa es exactamente la respuesta.
Seamos sinceros: la importancia de este arte (arts, artis) radica en la habilidad… ¡para engañar!
Artero, artería: fraude.
Artificio, artimaña, artefacto.
(¿Conoce usted un sistema mejor para suministrar información radiante y precisa, aunque sólo fuese precaria, pero información al cabo, al cerebro, ahí donde al paso de los años se sedimentan las ideas, las ocurrencias, las pasadas imágenes, los sueños, las pesadillas, los delirios, las fantasías, se imagina un lugar mejor donde enviar emociones, acontecimientos, temores, duelos? Entonces surge incontenible la absoluta necesidad de materializar lo abstracto, lo invisible, lo inexistente, lo atesorado a lo largo de los años, de dar forma concreta al revoltijo espectral que pugna por hacerse real, único, tangible, palpable. Datos, exactamente eso, un enjambre de experiencias sensoriales y mentales que traducir tridimensionalmente. El discurso: soy yo.)
¿Qué técnica precisas? Habrás de inventarla. Manéjate en sucedáneos semánticos de la realidad, como si condujeras el maldito coche del maldito Cassady a través de sus entrañas, un azogue deformante, confuso o complaciente, pero espejo al fin.
TECNICA.
Otro mundo se alinea en conjunciones tan mortales como aquélla, con el aseo correcto, lejos de los cuts ups facinerosos y del arbitrario fold-in del hombre invisible salido de las tinieblas William Burroughs: “La mejor literatura del futuro se hallará en los prospectos farmacéuticos y los informes científicos de las revistas.” Si lo hubiera previsto habría añadido asimismo los libros de instrucciones de los aparatos digitales traducidos directamente del chino por un diabólico software cuya semántica de sierpe allega a unos idiolectos insospechables.
El hombre del sombrero de ala ancha, oscuro, nos ha llenado el cesto de ectoplasmas. ¡Menuda revolución de fantasmas!
-Bendito sea -dijo uno de los desahuciados con la jeringuilla colgando del pecho, antes de caer definitivamente al suelo.
Yeats: “Ese maldito New Yorker en el que tanto te deleitas es la biblia de los tipos bien peinaditos a raya tan contenidos… ¡Qué lejos de El Viejo!”
“Tu inefable y reciclada Partisan Review, en la primavera del 63, empalideció de miedo y angustia cuando Grove Press publicó el  (sic) Naked Lunch (11-1962), del que tanto pareces saber.”
Los tiempos.
-Yo, antes, era comunista; ahora, soy budista. Entendámonos.
-Por supuesto.
“Más que al proletariado”, dijo uno de los conversos en el hediondo apartamento de la 48 con la Segunda Avenida, ”lo que hay que ayudar es a la gente, ¿entiendes? Esa es la lucha. Eso es lo realmente importante. Los auténticos problemas de la gente, el día a día y todo eso (sic). ¿Comprendes? He dejado Berkeley y me hecho carpintero, pues este trabajo me permite meditar, aprendo lo verdaderamente esencial: zen, bengalí, sánscrito, pastún, hinduismo… Estudio mucho el I Ching.” Bueno, otros andan estableciendo las diferencias (¡cómo no!) entre el Hinayana y el Mahayana. Todo esto ocurre en Nueva York, en los pétreos desfiladeros de la urbe-símbolo, calles grises y oscuras flanqueadas a ambos lados de altos edificios de apartamentos sórdidos y angostos, sin agua caliente, sin apenas calefacción, con cucarachas deslizándose por el minúsculo fregadero, resbalando por los sucios cristales de las ventanas, encima de la pequeña mesa adosada a la pared de la cocina, debajo de las camas…: excitante Nueva York años cincuenta.
(Y tipos había con el gaznate bien abierto y la botella de vino barato en la mano que tiraban para adelante a base de parentrovite (el suplemento ideal, ¡no deje de comprarlo!)
Ella huyó de todo eso. Era una artista moderna.
Buscaba otro tipo de salvación.
Yeats: “Nadie podía salvarla.”
“Me perturbaba su vigor, su fe en sí  misma, su arrojo”, dijo. Aunque, tal vez, no fuese ese sentimiento de falsa piedad lo que le embargaba, y lo piense ahora que ha pasado todo. Es probable que en realidad, debido a su absoluta pereza e inanidad, lo que le hacía sufrir a él era la actividad constante de ella, sus ganas de seguir adelante costase lo que costase. Era como una hormiga ciega, siempre yendo hacia delante.”
“Ese pathos hacia todo, pues todo lo transformaba en objeto artístico, en piezas del engranaje final de la obra que exponía en la galería... Eso era lo primero que percibías. Luego analizabas. Ese era el error. Sólo tenías que aceptar, a ciegas, como ella hacía las cosas. No querer comprenderlo todo, sólo lo necesario.”  
La chica de la fibra de vidrio: vertederos, un alfabeto genial para su uso propio.
Al final, lo que te interesa de alguien es su acento, sea artista o lo que fuere. ¿Qué es capaz de reflejar desde el espejo de sí mismo?
Una noche, de regreso al apartamento bastante irritados (se habían quedado sin entradas para la obra de teatro primeriza de un tal Manet -¿cómo el pintor?- o Mamet, Lady Variations, en el Village), estuvieron horas ante el silencio acusador de Yeats (cuya perplejidad no dejaba de ir en aumento) debatiendo, en ocasiones no sin crispación, los correctos significados o las posibles definiciones de: metáfora, alegoría, símil, analogía, símbolo… Terminaron abocados a un positivismo semántico que ineludiblemente les llevaba a Wittgenstein una y otra vez (estrictamente: un abuso del lenguaje). Bien entrada la noche: no sabemos lo que es un símbolo, una clase de signo, su improbable inmanencia al significado de lo que representa: concepto frente objeto, el símbolo es el significado y no el significante. ¿Y la cosa…? ¿La cosa de Hesse, sus cosas? “Hablemos de metáforas, del correlato, de las suplantaciones…” Algo, imagen, objeto, sonido (y, finalmente, el sentimiento, la sensación) se transforma en otra cosa, en un sistema lingüístico, y pensamos a través de él, y ejecutamos nuestras obras por ese nuevo medio hasta ahora desconocido. “¡Esto es demasiado!”, exclama Yeats levantándose del maltrecho sillón a punto de desvencijarse, con intención inequívoca de largarse de allí inmediatamente. (Hesse: “Tengo que restaurar ese maldito sillón… Etcétera. Era de su padre, el hogar perdido, el viejo sillón de papá etcétera.) 
La puerta se ha cerrado de golpe. El librero se ha largado a dormir. Hesse y él continúan en la porfía dialéctica. Ninguno de los dos se doblega ante los razonamientos del otro.
“La estoy haciendo enfadar... a propósito”, se dice. “Se está enardeciendo. La veo perfectamente capaz de coger uno de los volúmenes que colecciona de la Modern Library y arrojármelo a la cabeza.”
¿Cómo relacionarse con la realidad? ¿Cómo suplantar la palabra, la imagen vicaria para describir el mundo, la emoción o el dolor, el absurdo, la nada, el silencio? En especial cuando no deseas de ningún modo ser un maldito bhikku, un desertor vagando entre alcoholes o mano sobre mano beatífico haciendo absolutamente nada.
1966.
(Anotaciones de EH:
METAFORA, OBRA, ARTE.
EXPRESION CONNOTATIVA,
DENOTATIVA,
WITTGENSTEIN-NO DECIR. DESARROLLAR.)
Sin ella. Él: huirá pronto; en cuanto a Yeats… ¡ha asistido a tantos descalabros!
El gran Yeats defendiendo a capa y espada lo indefendible, a los perdedores, los inocentes. Mira el new yorker en mi mano. Me lo arrebata, abre sus páginas: Cheever, pronuncia en voz alta: sólo era un buen sujeto que quería escribir buenos relatos y acabar el día bebiendo más copas de ginebra de las necesarias.
Cheever: un magnífico tipo, el mejor camarada que uno podía haber deseado tener al lado mientras emborronaba los primeros mil folios de encargos pretenciosos, un viajero despreocupado y bromista que a punto de poner el pie en Roma se debate entre seducir a una duquesa guarra o a un mozo de colmado.

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