martes, 27 de noviembre de 2012

HESSE 92


Vuelves a Manhattan.
Vuelves a caminar sin rumbo por la ciudad.
Tienes dinero en el bolsillo. El otoño está a punto de terminar en este fin de fiesta de amarillos, ocres y rojos y los miles y miles de hojas doradas que alfombran las calles. Pero no temes el invierno. Te hallas protegido. Tienes planes entre manos y no demasiado fantasiosos para que estén destinados al fracaso, un sitio donde cobijarte, el estómago lleno y buenos libros que leer sobre el escritorio. Andas sin prisas, el calzado es cómodo y ligero. Estás bien abrigado. Nadie te espera, a nadie esperas. Es media mañana. Vuelves a comprar el Times. Vuelve a llover. Vuelves a tener ganas de meterte en una librería de ocasión y comprar buenos libros, de tapa dura y sin anotaciones, libros de segunda mano sólidamente encuadernados, y entre los que siempre sueles hallar una joya oculta escondida esperándote a ti en los rimeros de volúmenes sin el menor interés.
(1. Round Up. The Stories of Ring Lardner. Charles Scribner’s Sons. Nueva York, 1929.
2. Spoon River Anthology of Edgar Lee Masters. New Edition with New Poems. The Macmillan Company, Nueva York, 1941.)
Finalmente, con el par de libros y el periódico que a duras penas has protegido de la lluvia en la bolsa de papel, vuelves a tener ganas de entrar en un cafetería y hojear tranquilamente las páginas de los ejemplares recién adquiridos, leer las noticias del día mientras sorbes una taza de café muy caliente y afuera, en la calle bajo la lluvia donde circulan los taxis amarillos y andan apresurados los transeúntes por las aceras mojadas, sucede la misma escena habitual de la mañana laborable neoyorquina de la que tú, a salvo de todos los rituales, te hallas lejos de sus peligros e inmune a sus decepciones.
La lluvia ha escampado. Se han abierto algunos claros que descubren grandes retazos azules en el cielo. Sales del café. Vuelves a andar.
Cada una de esas minúsculas ventanas encendidas de Manhattan pertenece a uno de los miles de apartamentos que se alzan uno encima de otro sin alcanzar el cielo jamás. Es de noche, alguien vive en ellos, un hombre o una mujer, como escondiéndose, reparando cada uno como puede en la soledad de sus manías o sus pecados las grandes o pequeñas averías de la máquina en la que se han convertido durante el día.
A la mañana siguiente: a rodar.
Ese Nuevo Diablo Cojuelo,  El Gran Enano Chismoso Capote, te lleva de la mano:
El señor T. sigue sin arreglar la cadena del retrete y el agua sigue manando. Continúa durmiendo en una cama con las sábanas manchadas de mayonesa y chocolate. Lee porquerías como la revista True Detective y Penthouse. Hay decenas de pequeñas botellas de vodka diseminadas por todas partes y sigue guardando la ropa sin lavar y con olor a sudor en el armario.
La señorita E.S. tiene ínfulas literarias, escribe poemas cortos de gran diversidad (igual se inspira en Zsa Zsa Gabor que en Sylvia Plath) y guarda (ni siquiera lo esconde) en el pequeño armario del baño un consolador de plástico rosa moldeado en forma de pene de un tamaño… digamos normal. En los estantes de los libros se encuentran obras de Karen Horney, e.e. cummings y Robert Frost.
El señor y la señora B. viven en la zona acaudalada de Park Avenue. Son unos judíos ricos, severos y bastante pomposos. Viven solos con un loro viejo y sucio. Probablemente el único amigo (amiga, porque es hembra y se llama Polly) que tienen. Por la noche suelen atracarse como cerdos de pasteles de coco, tarta de moka y helado de pistacho.
La señora M.S., asistenta de hogar que trabaja por horas (cinco dólares la hora), suele llegar a su piso de renta limitada en el Bronx, cerca del Yankee Stadium, a la caída de la tarde, después de haber limpiado una media de cinco apartamentos por día. Vive sola, es católica, acostumbra a llevar dos rosarios en el bolso y se halla aterrorizada por el temor que siente a que le asalten. Tiene tres cerrojos en la puerta y todas las ventanas clavadas: “Me compraría un perro. Pero tendría que dejarlo demasiado tiempo solo en casa. Y yo sé lo que es estar sola, no se lo desearía ni a un perro.”
Con los ojos abiertos nadie parece fijarse en ti. ¿Pero cuántos millones de ojos cerrados te ven?
Después de todo: no eres invisible.
Después de todo: eres entendible.
Apuesta doble contra sencillo que eres un libro abierto: la expresión de tu cara, las ropas que vistes, los lugares que frecuentas, las personas con las que te relacionas, el paso lento o ágil por las aceras, la caída de los brazos junto a los costados… Todo el mundo ha conocido más tarde o más temprano un tipo como tú, exactamente un individuo. Se te puede pesar a ojo. Se te puede vender como si nada. Resulta que la muchedumbre no te disfraza, te visibiliza, te hace notorio y a la vez te diferencia: ese otro.
También tú creas la ciudad.
Vas y vienes, enredas y desenredas.
Ahora, casi sin darte cuenta, te dices sin sorpresa que puedes inventar una y mil veces esta ciudad, desafiarla, combatirla hasta dominarla con la sola imaginación.
Ligerito hasta la 77.
En el Museo de Historia Natural.
En el centro del corte de la secuoya de 1.300 anillos colocas la Estrella de la India, un faro azulísimo que evocara todos los mares que navegaste en tu vida de paria. Traza con el polvo de los huesos de los Grandes Dinosaurios la Senda de los Elefantes. Luego, vete a soñar despierto al planetario Hayden.
Has viajado al sur del planeta americano.
En el Federal Reserve Bank.
Te cambio tus miles de millones de billetes y monedas de mierda por mi valiosísima colección de 125 cromos Prodigios de la Naturaleza.
Eres un virus.
Así de mínimo, así de letal. Si se descuidaran…

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