Ve artista pobre pero decentemente vestida a calentarte a
alguna de las chimenas “con biblioteca” del Uptown y duerme luego sobre las
cálidas alfombras persas del salón de quince metros de longitud y doce de ancho donde el bronce de Matisse se
alía con el jarrón chino, el enmarcado
ostentosamente pastel de Renoir con el dibujo mitológico encristalado de
Picasso. Después les regalas a tus dorados anfitriones una obra “en pequeño
formato”. Firmada, por supuesto. Puede que hasta te obsequien con una sonrisa,
te entreguen un par de cientos de dólares con gesto cortesano y te inviten a
desayunar en la amplia cocina una taza de café aguado, un vaso de zumo agrio y
una galleta de avellanas rancia antes de tomar el ascensor de servicio, dar los
buenos días al doorman uniformado del
vestíbulo, ya alerta con ojos de lagarto predador a esas primeras horas de la
mañana, y largarte por donde has venido con el viento gélido y gris de la tarde
de ayer (que no se ha despedido y esperaba tu vuelta a la calle) entumeciéndote
de nuevo la nuca, resecando tus labios, agrietando la piel. Pero silba, chica.
Y con las manos en los bolsillos mientras desandas el camino hacia el Bowery y
sus portales de sangre invisible: eres una artista. Eres.
¡Ah, Pandora malograda!
Otra tarde menos infeliz, sorpresiva, frente a la ventana
sin cortinas mientras contemplas las variaciones tonales en el aire otoñal un
hueco se abre en tu mente, y por ese desgarrón inopinado se escurren como el
agua los malos pensamientos, el dolor de antaño, los errores, las pasadas
humillaciones… Y de pronto el ruido de una puerta al cerrarse, tu nombre en voz
alta pronunciado por una amiga que te llama desde el umbral, un objeto que cae
al suelo, una melodía conocida, sella de nuevo el agujero prodigioso y, aún
aferrados a su borde pero sin terminar de hundirse en lo más hondo de las
tinieblas y desaparecer del todo, quedan gran parte del dolor, los pensamientos
hostiles, las humillaciones del futuro, el suceso funesto…¡Que cerca estuvo de la redención!
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