viernes, 9 de noviembre de 2012

HESSE 88


El Gran Maestro no luce plumas sujetas a la nuca. Tampoco rodean abalorios ni collares hialinos su cuello ni vistosas pulseras coloreadas por la clorofila y los soles de la selva se ciñen a sus muñecas. Un tipo muy aseado El Gran Calvo. Hasta distinguido, a despecho de su misión de barrendero de las hojas de otoño y los cadáveres de invierno. Se sienta a la mesa ovalada que preside una ancha habitación revestida de maderas y estanterías con libros de llamativos tejuelos grabados en oro. La luz, indirecta pero generosa, proviene de varias lámparas de mesa y una banker de blanco traslúcido que se alza en la parte superior de la brillante superficie de gruesa madera oscura. A ambos lados de la estancia se hallan dos espaciosos sofás de cuero color tabaco. Dos pequeñas mesas auxiliares de marquetería y cristales biselados se hallan situadas adecuadamente entre ellos. Sobre una de ellas se sostiene una escultura de mármol verde de reducido tamaño, un estilizado volumen muy pulido que a nada representa en su forma: sólo a ella misma, como símbolo de un gracioso bucle de origen y destino; sobre la otra descansan tres o cuatro lujosos libros de arte. No hay ventanas en la habitación, también desnuda de cuadros o pequeños grabados que atenuaran la desnudez de los paneles de madera libres de estantes. Frente a la mesa donde se cuecen las ilusiones descansan dos sillas tapizadas de piel verde y sobre ella se alinean en conjunción perfecta una plegadera dorada, un cálamo de metal de antigua apariencia junto a un juego de escritorio de bronce y un pisapapeles de cristal transparente en forma de pirámide encima de unas hojas de papel vitela de color amarillo. Un reloj de arena de ampollas cristalinas y extremos de nogal alzado sobre un ángulo ultima la sobria decoración de la pulida superficie. La atmósfera emana un olor muy especial (se dice ella), un olor noble a madera, a cuero y papel, y quizás a agua, un agua de rocas y cueva marina, algo muy agradable que le hace albergar grandes esperanzas. Momentos antes de tomar asiento delante del Moderno Sacerdote y Oráculo Infalible, sus ojos de artista tratan de descifrarlo a través del Uniforme Perfecto, pues ahora ya es una Enferma Sabia y no una Atolondrada y Sudorosa Jovencita que vendiera por unas pocas monedas afecto y acuarelas sin enmarcar: el tipo, de traje azul oscuro y raya diplomática, luce una camisa azul pálido y paleta pequeña, a la moda de entonces, de cómoda abertura en torno al cuello; la corbata de seda, estrecha y gruesa y nudo sencillo, es de un largo convencional; la chaqueta es de corte clásico con hilera de tres botones y caída de mangas perfectamente ajustadas; el pantalón, de corte inglés, tiene una anchura discreta, en torno a los veinte centímetros, y un largo de pernera por encima del zapato negro, de brillo inmaculado y suela mediana.
“Maestro, ¿qué va a ocurrir?”
“Los tiempos están cambiando en Nueva York”.
“Entonces…”
“Entonces la audacia ha de ser superlativa. La brutalidad neoyorquina aplasta a la cortesana y negligente pandilla parisiense derrotada en una guerra más. Les hemos robado la cartera a los gabachos. Reflexiona. Ahora es el momento de hacerlo. De crear la industria de la fama. Sé ambiciosa. Sé una diosa de la Modernidad. Sé crítica”. 
“Lo soy. Ahora más que nunca”.
Nueva York es la cumbre. Todo queda… tan abajo. Es el momento adecuado, y tú estás en el sitio justo. Lanza el grito más deseado, ¡brama!: ¡Madre, he llegado a la cima del mundo!”
Mi obra no es una revancha”.
“Es una solución”.
“¿A qué?”
“Has purgado delitos. Has sido una buena kantiana; has sido una buena wittgensteiniana. Puedes poner a prueba todos los valores y fundamentos de tu disciplina. Dale una buena patada en el culo a ese vejete polvoriento de Freud y sus esbirros franceses”.
“Todo lo cuestiono. Pero eso me lleva al silencio”.
“Peor para ti”.
“Sólo veo objetos. El cuadro ya no me interesa. Tampoco el mármol”.
“Vas por el camino recto. No rectifiques. No existen los atajos. Lo ilusorio no justifica a los genios. Nunca hacen trampas. Precisamente, es todo lo contrario lo que les distingue: se imponen con rotundidad ellos mismos cueste lo que cueste y aun escribiendo con faltas de ortografía”.
“Maestro, yo soy impura”.
No hace falta que crees obras maestras. Eso ya lo dirimirán otros. Tú limítate a ser una buena artista y aléjate de la imagen, de cualquiera de ellas, hasta del reflejo más vago. El color no tiene forma. La estatua es una piedra”.
[Las obras maestras ya las venderemos nosotros en Sothebys o Christie’s, pero esto ya no incumbe al arte, sino a los dividendos merecidos de quien “expuso su dinero”.]
“Maestro, mi página donde escribir es el espacio”.
“Magnífico. Te lo digo yo, y mi palabra, como es sabido, vale su peso en oro”.
“Maestro, usted no era artista. No pudo serlo, pero se ha enriquecido en nombre del arte”.
“En efecto, querida. ¡Es algo desconcertante!
Entonces, ¿cómo se lo explica?”
No me lo explico, puesto que yo sólo soy un vendedor de informes. A mí me basta con eso… y asimismo a los inversores. Pero, también soy dueño de la mejores frases del arte americano: un artista tiene que ser un país. Con esa frase fabriqué a uno de los grandes genios del futuro. Lo moldearon mis manos, lo nutrió mi cerebro, lo creó mi paranoia. Sin mí no hubiera llegado a nada. Habría naufragado en el fondo de una botella. ¿Y qué será en el siglo XXI? Cien millones de dólares. Soy El Oráculo, todo esto ya lo dejé grabado a fuego en las páginas de Nation. Sois ahora lo que valdréis en el futuro. Y empezamos con buen pie. El Mundo ya os mira con asco en lo de Parsons, Sam Kootz o en French and Co”.

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