domingo, 10 de abril de 2011

Una academia (47)

Tenía los ojos cerrados (ni la fuerza más extraordinaria hubiera podido...), un telón rojo manchado de sombras negras era el velo más trabado para el menos traicionero de los sentidos. Estaba como en suspenso, pero estaba gusto así. Descubrió con alivio que no ver bajo el sol tremendo de la mañana invernal y limpia no era un reto tan poderoso. La oscuridad ahora era un velo engañoso, un ardid sutil que le sumía en un mundo perfecto: veía las cosas desde la memoria libre de apariencias y mudas. Las veía tan limpias y nítidas como surgidas de la primera tierra, las veía sin necesidad de la mirada. Pensaba que ante la naturaleza puede adoptarse la elección más majestuosa sin pretextos ni cuidados ridículos. Se decía: “Una disposición santa y clamorosa para la escucha. La naturaleza es un habla.” Enseguida le alcanzó el olor de ella, la tibieza que desprendía su piel tan próxima. La supuso mala en ese instante, deseosa de su cuerpo, y del suyo propio de mujer, y le gustó saber eso: ya preveía todo el goce enredoso y la agonía de los cuerpos envejeciendo tan sabios hasta la muerte en la fatiga del sexo y el trabajo, el día a día sin dios y sin diablo. Sintió como las plumas de un ave amarilla y graciosa posándose en la tez arrebolada del rostro, o como gotas de agua cayendo de una hoja de planta que le refrescaban la frente y los pómulos que le ardían, y, luego, como si un aire cálido y dulce le acariciase los labios y penetrara por su boca entreabierta hasta llegar al secreto de los dientes y el tesoro de la lengua, era como si un gemido de muy adentro fuese agrietando sus facciones hasta dejar al descubierto la carne viva y la trabazón de los huesos, la faz como una máscara suficiente, una mínima estructura de ser ideal o artefacto vivo misterioso y lógico entre troncos y rocas de aleatoria imprecisión, pues la cara era un latido irrepetible que se acomodaba feliz al mundo de las formas y a través de ella se figuraba el mundo y le figuraban a él, un artificio curioso ciertamente, una conformación singular en el universo que tal vez no escondiera ni más allá de sus límites rareza semejante. Sentía con los ojos cerrados cómo se agolpaban en su rostro en aquella mañana de invierno todos los cuadros que recordaba, todos los colores que había sido capaz de registrar hasta ese momento de su vida: era ella que pasaba lentamente las yemas de sus dedos por la piel encendida de las mejillas como si tantease los contornos y el cáncer de su alma profunda. Un santo temor de acólito, de turbado bobo, le asaltó al pensar que ella podía penetrar a la oquedad de las heridas del pasado corrupto y apercibirse de la sucia llama que todavía, aunque muy poco, alumbraba rincones de su memoria. Pero, no. Podía traspasar hasta la corteza misteriosa de su espíritu, encarnarlo en quien sabe qué, pero él ya estaba libre de la miserable antigüedad de las sombras de antaño, de los colgajos y pingajos mortecinos que como ruinas habían acompañado hasta ese día su derrotero. El pasado era una fragua muerta, apenas nada, indecorosas y frágiles telarañas prontas a sucumbir por la ventolera del futuro, unas palabras rotas, y acaso necias, que iban y venían perdiéndose en el olvido más bienhechor.
Estaba de pie y temblando, y a veces el cuerpo de ella rozaba el suyo. Nunca abrió los ojos.
No era temible ella, ni tampoco todo lo que él había dejado atrás; al cabo, conducía a esto: fluía un río de aguas turbulentas desde lejos y ahora, con simplicidad, atravesaba estos parajes de un futuro no tan raro. Era limpia el agua, salvo algún pecio inofensivo de la vida pasada que arrastraba la corriente como si cualquier cosa. A fin de cuentas, ahí estaba. Salvado: [”Para nada”, diría...]
Podemos empezar. [J.L.L.: “Ritmo hesicástico...”] El sólo posó su mano, sus dedos temblorosos, sobre la frente de ella con suavidad, temiendo que en un instante se desvaneciese Silvia Jara como el polvo dorado en el aire, o como se extingue la huella del pájaro en el cielo alto y azul. El sol estaba en ella. Era tan real como la vida y la muerte. No supo cuándo se alejó de él para desaparecer de nuevo entre los árboles, y tardaría muchos años en descubrir la sustancia del silencio que siguió después.

No hay comentarios:

Publicar un comentario