jueves, 31 de marzo de 2011

Una academia (46)

El invierno 89/90 sería [??] especialmente benigno. Pero inducía al desaliento. Era como el vacío deprimente que acaece luego de una culminación. Ambos mudaban en personajes que deseaban apartarse de los asuntos complejos, allegar a lo simple por su efecto benefactor. Les postraba el hastío que infunde un tiempo acabado, los días y las horas de sobra. El ánimo se deshilachaba en la luz lánguida de ocaso o en la nocturna y espesa del moribundo plenilunio. Las mañanas grises sin el sol eran un crimen, despaciosas. Una angustiosa lentitud lo presidía todo.
Brell adivinaba que a Silvia Jara la pintura ya le cansaba. Ya no sabía cómo librarse de ella, y a veces hasta de él, pues de ese hombre escondido y difícil sólo le interesaba su cuerpo de amante y que empezara a adorarla. Sus palabras ya estaban desprovistas de la sorpresa y la novedad de la primera vez. La seducción que anticipaba era ya más burda. Quería revelarlo débil, acobardado, pensaba Brell que pretendía ella. Quería tocarlo, y que él la tocara con sus manos, que sintiera el calor de su piel y mirara la cara desnuda de voces. Quería ella que él dejase la sinrazón. Quería que comprobara que ella era de carne y hueso, no como la piedra o el aire; ella no tenía el color del cielo ni la textura de la tierra ni era inasible y escurridiza como el agua.
Un día de sol apoteósico, con los matojos del monte cubiertos de salpicones de nieve, con el aire clarísimo y frío, desmintió ella su materia de niebla y burló todo el miramiento que la ficción más enconada precipitaba en él. Se había empecinado de tal modo que el otro, desprevenido, no atinó a conjeturar nada. Sólo pensaba ya hurtarse del momento y dejar pasar el tiempo otra vez.
Aturdido, se puso de pie. Permitió que ella se acercara y que diera rienda suelta a su capricho.
Pronto la notó tan cerca que se diría que salía de él mismo, que prolongaba su repentina locura, o que era su propia turbación la que adensaba el vacío de aliento y calor humanos. “Esto es un error”, pensó. “Toda esta invención insensata me ha conducido al desbarajuste.” Se quedó inerte bajo el sol, definitivamente quieto en la tierra. Al cabo de unos instantes le zarandeaba Silvia Jara de un hombro. Una voz ronca de emoción le exhortaba que se diera la vuelta. “No abrir los ojos nunca”, se decía él. Se volvió lentamente hacia ella con el cuidado de un ciego, sin despegar los párpados, a ella se encaraba como al otro lado del mundo.

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