martes, 8 de marzo de 2011

Una academia (42)

¿No sentía curiosidad por ver como era?
Otras curiosidades le atosigaban a él. Aunque también aquella.
“¿Tienes cara de avispa?”.
¿Y si se quebrantaba la disciplina despótica que imponía sobre ella...?
Lo piensa Brell ya casi somnoliento, mientras una indolencia irresistible le transporta lánguidamente a los tibios ocasos del verano, allá en la sierra, tan intensos y vigorosos en su memoria. “Dentro de unos instantes, se apagará el fuego”, se dice en su interior, malhumorado y sin ánimo, y el súbito helor despertará a esos carcamales, los devolverá de la placidez del letargo al trastorno del cuerpo insano, y Beyle mirará de nuevo con asombro y repugnancia al mundo, se sabrá todavía en la condena, en la vejez dilatada sin ton ni son. Brell evitará su mirada, el desperezo nimbado de terror y de un poco de egoísmo de los demás viejos (comer y no morirse, o no morirse todavía, al calor de la lumbre, con el recuerdo lleno de mentiras naufragando en la papilla borrosa y enferma del cerebro). ¿Qué hace él ahí? Nada, está con el miedo, sin pompa...
El rojo del fuego y los viejos de negro. Ella, Silvia Jara, siempre era azul, el aire amarillo y la tierra verde. Todo sobre un lienzo blanco, genésico.
Sin embargo la velada, larga y asfixiante, le emboca por pasadizos impensados: a una escenografía maligna donde impera la zozobra aunque no la desesperación. Busca el descanso de la mente. Mira el entorno sucinto de la estancia, esa cocina de viejos donde arde un fuego de otoño, pronto de invierno: todo es pobre ahí, escaso, útil, no hay nada innecesario o superfluo. Es la economía de la tierra. Ni una pincelada de más entre esos muros gruesos de piedra que protegen el invierno y atenúan los calores del estío.
Tiñe el resplandor de la hoguera las cosas de un tono muy vivo. Están no del todo quietas. Ondula sobre el espíritu alelado y sin ganas un círculo irisado donde termina prevaleciendo el rojo (es la sombra del rojo que tremola sobre las paredes desiertas y desvaídas de antiguos colores celestes de pastel, sobre el terso alicatado granate encima de la negra plancha metálica del hogar, sobre el verde de las patas de las sillas de paja, sobre las caras macilentas y la piel de quebraduras, sobre todo y sobre todas las cosas, sobre los recuerdos teñidos de rojo borrón, sobre todas las historias y todas las palabras).
¿El futuro? Sé cuidadoso: ni una palabra gazmoña a esos desengañados del dolor (sufrir... ¿para qué?), anónimos, inútiles y ocultos. ¿El futuro...?No hay certidumbre de un porvenir ahí, en esa espesa angostura de recogimiento forzado (el suyo). Es el presente hundiéndose en el pasado. (Divaga: “¿Ella...? Tenía el cabello... ¿rubio? No. Pan de oro, el oro gótico, yuxtapuesto al azul, al rojo. Puestos a pintar...”) Presente no lo hay porque no existen el orden y el ritmo sencillos de la vida en su reclusión que tiene algo de mascarada, de la mayor impropiedad. Ansiar el futuro tiene poco de razonable, el solo hecho de pensarlo malgasta los días que uno posee realmente.
Tener un hogar en el aire, sustentado por la montaña. (¿Ver cómo es...? Un Brueghel y Van Gogh a la vez. No Millet... no.) Librarse ahora del humo sofocante de la casa vieja de otros, de esos que cabecean medio muertos, salir de esa sepultura de piedras torcidas y techos combados, de vigas de madera podrida y ventanas y puertas desvencijadas sin remedio, de rancios aposentos, de polvorientas colodras y tinajas, de cantareras de gruesa madera y vaseras adornadas con papel ondulado de ribetes azules, el cobre abollado, la espuerta de esparto, la navaja cabritera... Sentir cerca a esos viejos de caprichosas agonías, ineluctables, demoradas, pero a la vez librarse de ellos, vivirlos de lejos. Mirar sus calaveras todavía con la monda y olvidarlos ahora para recordarlos después, encallarse en el gran espacio del sol y su paisaje con la potencia que procura la libertad más tosca, qué locura de pasajero inmóvil, aferrado a la quietud, en el lugar de la tierra quizá cruel e inagotable, imprevisible, de donde nacen ésos. Fue antiguo sitio de comilonas y fiestas groseras, rudos campesinos, vida olorosa, animal y en paz. Venía el cazador de la nieve a la risa alegre y roja de la tertulia pagana animada por el vino espeso y caliente. No despojarse nunca más del hedor de las raíces putrefactas y muertas de los árboles, de las propias raíces de uno que le atan al suelo y que intrincadas se pierden en lo más hondo de la tierra con raigambre tenaz y dolorosa. Pero renegar de eso de una vez por todas. Moverse. Extinguir la apatía en la acción. Volar en el cielo con toda la tierra a cuestas, el grumo minúsculo y la tierra compacta, envuelto por su capa feraz de color. ¿El futuro lejos de esa ristra de agonías y muertes, del olor y el calor de esos huesos astillados y esos pellejos descarnados? Ah, huir sin remordimientos, internarse en la aventura, pero saberlos a esos viejos impresos en la corteza del seso y atrapados en el fondo del ojo. Para siempre. Que sean pasto de la crónica de después. (Estar ahí, con ellos, verdaderos y terrenales, y saberse en otra parte, imaginarse en el final de todo y estar de una vez por todas en el principio. En el mejor lugar de todos. Hasta, de haberlo sabido antes, sentarse como uno más entre los comedores de patatas, taciturno y mudo, cabizbajo y bruto, con la mirada apagada, el cerebro lelo.)
¿No era Silvia Jara de la tierra en el lugar del agua y el fuego? existencia que cifra su saber en desligarse de lo innecesario...
Una sencillez ¡como si nada!
Se puede aprender a vivir así.
Surge la idea del contacto directo con las cosas, de ver antes el color, antes de ponerse a trabajar para lograrlo, como ya se siente con los ojos cerrados. Plasmarlo ya es el simple corolario de una mágica y eficaz disciplina de dios divertido y creador, es estar a toda hora en los límites de la conquista, retornar a una infancia alegre o pesarosa pero virgen, una infancia sin turbiedad aún dominada de alegres desconciertos y libando de descubrimiento en descubrimiento.
“¡Cómo progresa!”, se asustará B... en la soledad fría de la noche cerrada, aún iluminados los ojos por los cuadros recién hechos. Luego, verdaderamente, era demasiado fácil. Ser dios es lo más fácil del mundo: crear por aburrirse. Sé más todavía: agrega la desfachatez sacrílega. Demasiado natural. ¿Remedo de un genio sin que ella lo sepa?
Dispone ante su mirada todas las referencias. Selecciona él, abruma de consejos una básica intuición. ¿Dónde está la tortura...? ¿Un genio... ella? ¡Ataviada de apostillas! Hace algo (algo ha de ser ésta, al fin y al cabo) que no servirá para nada. La guía desde el otro, que estuvo solo, magnífico y fracasado.
El invierno, sí, y otra vez aparece una calma sin apenas sobresalto en la naturaleza dormida. El cielo bajo, poca la luz, la noche pronta, escaso el ruido y el movimiento. El aire gris y perezoso, como de agua. Le parece estar en el limbo. Desazonado, chapotea en las charcas sucias del recuerdo.

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