sábado, 5 de marzo de 2011

Una academia (41)

(Sentir que el cuadro nace de la energía de un cuerpo que vive y se cansa, como si brotase verdaderamente de ese esfuerzo sólo físico.)
Brell había adivinado que la fortuna de Silvia Jara se encontraba en que nunca había aprendido a pintar. Ella observa lo que tiene delante, y el lienzo, aún, está blanco, el cuadro debe volverse algo, y, entonces, la naturaleza la abruma, se da cuenta que pintar significa mucho más de lo que pensaba, pero logra llevar a la tela el color, la línea y la forma, el tono y la luz de lo que contempla, aunque su preocupación de ahora ya es radicalmente distinta: existe una adición de verdad y belleza que escapa a lo captado a la imagen natural. Lo que expresan los colores de su pintura no nace solamente de aquella naturaleza que tanto la había turbado antes por su solemnidad, sino que se gesta de una especial manera de analizar el sentimiento que le causa su contemplación. Ella es más poderosa que la tierra misma (que no tiene conciencia de ser tierra). Ha descubierto la magia más sabia para expresar y achicar el mundo o engrandecerlo desde su alma.“El otoño deja en la montaña nuevos olores a agua y tierra...”
Sí, hay otra luz, neblinas azules y rosas al atardecer, un aire verde o blanco al alba...
Brell temía el invierno, maldecía las mudanzas que se avecinaban. Acecha la nieve. De golpe se precipita la oscuridad, el tiempo se detiene tan en silencio como siempre. Todas las noches eran iguales, solo o sentado junto a los viejos en torno al fuego, asustado de que la mañana siguiente fuese fría y el cielo plomizo, sombría la tierra, sin ruido y sin aire ni color, y las tardes silenciosas grises, amarillas o negras sin expectativa, postergadas las citas con Silvia Jara: hay forraje para el ganado. Muchos días de invierno no sale del corral. Mañana ha de llover, habrá ventolera y helor...
Entonces, Silvia Jara no acudiría a El Siglo. Lo dejaba bien claro: que no la espere.
A veces, le preguntaba ella si no pensaba marcharse nunca de allí. Se extrañaba que no sintiera un aburrimiento atroz de estar siempre entre viejos. No comprendía la razón de su interés hacia ella. Le preguntaba qué hacía: “Nada”, respondía él invariablemente.
Miraba consumirse los rescoldos sintiendo el calor en las mejillas, en el dorso de las manos y en la frente brillante y tibia. Le atemorizaba abandonar el hogar callado de los Beyle y refugiarse en la casa desierta y gélida, tan llena de pensamientos equivocados y presagios excesivamente veleidosos (hoy, buenos; mañana, malos; ayer, regulares), de esperas que ya devenían una remisión cobarde y resignada. Permanecía sentado en la silla baja de enea, tumbado contra el respaldo, con las piernas extendidas en dirección a las llamas y los brazos cruzados, sin mirar ni hablar con los viejos mudos e inextricables. Con los ojos cerrados la convocaba a ella que ni tenía rostro, poblaba la pobre estancia de bombilla desnuda, fregaderos de piedra, ladrillos rojos y un suelo de mezcla de pórtland y de yeso de las voces escondidas de ella, de su timbre modulado y grave de cadencias tan imprevistas... Y, ahora, también de su sexo, que dibujaba en su mente ataviado de matas de hierba y de plantas, de tierra fértil, y se enardecía de ese querer malo, o sólo rabioso e inocente.

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