miércoles, 2 de marzo de 2011

Una academia (40)

(Lucha contra el tiempo. Va de mentiras. Y tiene tanto miedo a encontrarse otra vez con él mismo...)
Pronto llegará el invierno. El ganado permanecerá en los establos durante mucho tiempo, abotargado y obediente como en todos sus ciclos de docilidad e inconsciencia animal. No habrá mucha ocasión de verse en El Siglo. Además, está el frío y la nieve, el viento y el clima bronco de allá arriba en la sierra, que obliga a guarecerse continuamente. Brell desea apresurar una enseñanza que es de una finalidad todavía enigmática para él.
Conoce que ella tiene varios años de escuela, y hasta de bachiller. Estudió durante una época en la llanura cerca del mar. Esa instrucción no bastaría para que se quedase sabiendo poco de casi nada. Luego, volvió al monte. Lo lógico sería que se casara dentro de un tiempo razonable. Que tuviera unos hijos. Que siguiera sin saber nada. Que fuera muriéndose poco a poco mientras los años la hacían más vieja y más otra, más quieta y anodina, desentrañable al fin. Y luego, nada.
Pero ahora Brell alumbra esa propedéutica de ilimitada faltriquera: una intuición, una belleza (o no belleza) nueva, el color del talento:
“Vas progresando”, decía al examinar los apuntes y las pinturas llenas de colorido y de luz que le dejaba a un lado, en el suelo (todos sus cuadros y dibujos terminaban oliendo a yerba, al aire del monte, a tierra). Brell: siempre sin volverse, pues no iba...
¿El arte de Silvia Jara empezaría a ser de verdad algún día? La labor de mayéutica de Brell rozaba los moldes del sueño: su ilusión de mucho después edificada ahora en los momentos duros de soledad, de miedo al vacío. La crea a ella y: “he enriquecido al mundo”.
Sin embargo más se revela él de sí mismo, daímon pánico y a contraluz, que le regala a la aprendiza saberes y certidumbres. Sólo la completa: “Ya era de esa manera mucho antes de mi aparición, cuando vine a la naturaleza buscando significados.” Era de ese modo, sólo que no se había evidenciado así hasta ahora. “A mí me lo debe”, se vanagloria Brell noche tras noche, tumbado en la cama, entre las rancias paredes.
Le enseña a medir el espacio, a meter el tiempo en el cuadro, a ver y buscar las líneas principales. Todo se vuelve posible poco a poco. Se dibuja el mundo... Recordaba Brell del pobre del otro que la naturaleza y un observador sincero están en todo momento de acuerdo, de modo que, al principio, siempre señala la premisa fundamental, le advierte a Silvia Jara con indudable firmeza: “Pinta los árboles, y el cielo y las cosas de la tierra como si fuesen seres vivos.” En realidad quiere decirle: “Le has dado vida a la naturaleza. La tuya. Muéstrala.”
Ya es capaz de hacerle comprender que, puesto que así lo quiere, en arte es necesario jugarse hasta la piel durante toda la vida, jugarse hasta el alma:
“Deberías dibujar con el lápiz de un carpintero. Como si el duro trazo del rayón fuese tu respiración y la fatiga del brazo, incluso el dolor, apretaran en los ojos que escudriñan.”

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