sábado, 26 de marzo de 2011

Una academia (44)

Iba a ella alborozado por la proeza de saberse vivo, de comprender esa verdad definitiva. Se notaba poseído de un ingenio extraño, bienhechor o nuevo. Consciente de su fugacidad, se fortalecía más pensando en ella, en Silvia Jara. (Una forma de pintar. Ha de saber lo que no tiene que hacer... Lo demás, lo sabe de sobra.) Trasunto... ¿él o ella?
Silvia Jara es, y vale exactamente eso, lo que es: no como el otro, el otro pobre otro, que valía mucho más de lo que debería valer un ser humano.
En adelante... Que sea lo que fuere. Será el futuro. Nada quiere saber él que no sea eso: el pasado ha sido un conjunto de aventuras fingidas y falsas responsabilidades, de ese fardo de luces muertas sólo guarda recuerdos inútiles. No se recupera la memoria ni se examina la conciencia sólo para evitar los pecados de después.
Volcaba la vista en todos los paisajes devueltos a la luz, enriquecidos por una aureola de secretismo que los hacía misteriosos. El trasunto era él. Se aturrullaba en ese proceso de contemplador. A veces adivinaba el pincel tocado por la gracia; a veces, renegaba de los lienzos, se contentaba con mirar realmente la naturaleza. “Si basta con eso...” decía suspirando.
Y alguna mañana acababa sin saber cómo en cualquier lugar del monte amarillo o verde, en la umbría o en la cañada, en el trigal mustio. ¡Qué ocupación de Pan aburrido y correcto! Si el mundo se descuidara...
Pero la buscaba a ella por encima de todo. Para eso había llegado allí. Lo sabía desde el principio, o desde mucho antes del principio.
Y se negaba verla. “Tiempo habrá...”
Maldecía su pusilanimidad: “¡Que sea ahora!”
Ya andaba próximo a penetrar en el sexo rotundo y primigenio, feraz y bultoso, como del alma de la tierra, resbalando por las pendientes suavidades del muslo indescifrable, enredándose en la mínima pelambrera del pubis.
En días así olía de veras el cuerpo de ella. Le parecía oler la melena de su pelo, la piel tibia, la boca jugosa, el aire de su cintura, su carne de tierra y matorral, de agua y de luz. Hasta verla sin verla le parecía. “¿Estás ahí?”, preguntaba. Y la voz embrujada de ella le llegaba del monte, de los arbustos, del peñasco gris, como un rumor de arroyo o de hojas de planta o de árbol. Una presencia sencillamente natural, de consecuencia feliz o de resolución escueta, llana, incontestable. Ansiaba tocarla. Ya está bien de juego. Cogerla de las muñecas con fuerza, mirarla de frente (mirar sus ojos verdes y lacustres, la textura rosada de su piel de veladuras y esfumado puro) y atraerla hacia él, hundirse en su seno y en los cálidos replieges de su carne pagana y en el calor de sus recodos. Emana un efluvio como de aliento nuevo en el mundo, un perfil como de frescura y nervio impensables antes. La quiere para él. Pero, no. Recula, teme, se echa para atrás. ¿Qué espera ver? No están en uno las sorpresas, están ahí afuera. Tiene un cuerpo grosero, informe, una mirada insulsa, unos gestos desmañados y una boca torcida. No, no puede ser, no es de ese modo como se crea el espejismo, y piensa que es esbelta y el cabello negro y brillante se le derrama por la espalda embolicándose por la brisa, que su ademán es inteligente, y sus labios suaves y rojos, que sus ojos son la pura expresión de la tierra, el foco de todos los paisajes luminosos y claros bajo el sol. Ella tuvo que crearse a sí misma de la mejor manera. Tenía tiempo y sabiduría. Tuvo que tener arte para eso: no ha alcanzado nunca a disputar con su alma. Ahí arriba... lleva la gresca de fácil imaginar, tolerable y sin excesivos perjuicios: sus hermanos, el padre un día, el ganado otro, ella misma, el desvelo, o la ilusión frustrada una vez sí y otra vez no, un dolor físico, una inquietud en el corazón, una noche eterna, un día oscuro y maldito, una canción en la radio, una lluvia helada y bruta, un pensamiento perdido, una hora en suspenso, el miedo a los soles y las lunas que pasan como un soplo...

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