martes, 22 de marzo de 2011

Una academia (43)

En El Siglo comienza a hacer un frío que entumece el alma y apaga cualquier deseo.
Ahora muchas veces fracasa la cita, la reunión se disuelve entre palabras de compromiso y paréntesis de silencio inexplicables, sin ganas de nada. Mañana no irá, dice Silvia Jara. Se calla él. Tal vez llueva, insiste la otra. Brell mira al cielo de hoy: “No sé”, dice tontamente. Dentro de los establos hace un calor animal, una tibieza envolvente y poderosa que casi marea. Allí guarda los cuadros y los dibujos de ella, todas las pinturas que van amontonándose entre el vaho desmayante del corral y la penumbra espesa y gris.
Bien abrigado Brell en el tabardo azulón desciende la montaña sin volver la cabeza, como si un ahogo de pesar o de repentina tristeza condujese sus pasos entre los árboles de troncos escarchados a la casa tan lejos, que estará inhóspita, casi sin nada, con sólo algo de comida pobre y barata en algún rincón de la alacena. O quizás sólo hay un pedazo de pan en un cajón de la despensa. Y piensa en los cuadros envueltos en mantas raídas apoyados en los muros viejos e inciertos de los corrales de El Siglo. B. sólo beberá agua esa noche. O puede que un tazón de leche de cabra que le ofrezca la mujer de Beyle. Prácticamente, ya no tiene dinero, aunque... Aun en el desastre guarda su calma.
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Se notan apáticos y extraños en los ya frecuentes momentos de transición, desangelados y como ausentes de las cosas, morosos en esas pausas largas, vacíos de ganas, y experimentan toda la amargura que en el fondo del ser humano se posa lentamente desde el principio del existir al comprender que todo es finito y todo es para nada. Embargados de una melancolía que les hace sentir contriciones raras en la tarde invernal, blanca y fría mantienen silencios de sutiles fatigas y livianas desesperanzas.
Un día no acude ella a El Siglo. Al otro día no sube él a la montaña.
Una tarde le pregunta a ella: “¿Cómo te sientes?”, y pensaba (y ardía de avidez para que así fuese) que iba a decir: a tu lado, muy bien. Pero dijo, no sé...
Parecían obligados a acompasarse a un ritmo nuevo del tiempo y de las cosas cambiadas de luz y hasta de sitio, y eso les costaba mucho y les mortificaba también, pues no terminaban de descubrir la causa que les oprimía los sentimientos desnudándoles de todos los deseos. El dejaba de lado las persuasiones de antes, que ahora cobraban gran descrédito ante su desgana. Tal vez fuese él y su frecuente manía de abatirse lo que impregnaba los diálogos de aburrimiento conduciéndolos al mutismo. El pesimismo anegaba su ánimo. Poco a poco se sentía presa de un invencible desaliento, de la mayor zozobra.
Andaban y desandaban como a capricho. Parecía que algo grande y misterioso, ajeno a ellos, gobernaba sus emociones. Ninguno de los dos era capaz de restaurar la antigua aquiescencia, sutilísima y hasta inextricable a veces, en el juego de la seducción.
“Tengo metido dentro el diablo del desapego, ese veneno pegajoso de la fatiga moral”, murmuraba sin que ella alcanzara apenas a oírle.
Luego, un día, de repente, así, por las buenas, bastaba un sol glorioso para exaltarlo. ¡Está en la tierra!
Entonces le dominaban sentimientos plurales, una dulce aproximación hacia todo. Le venía en tropel un ejército de ideas y proyectos nuevos. Ellos dos eran un plan... Todo podía ser alcanzable. Se entusiasmaba. Se uncía a cualquier novedad en la naturaleza (la nieve de la mañana; la tormenta de la noche; el aire levísimo; ese mismo sol enorme que bañaba el día) por el mero hecho de serlo: algo bueno o distinto anunciaba el suceso dichoso.

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