lunes, 28 de febrero de 2011

Una academia (39)

"Y yo quiero ver uno de tus cuadros, una tarde o una mañana, o recordarlo en la oscuridad de la noche antes de dormir, y pensar: me alegro que lo haya pintado, ahora ya existe esa mirada."
Quiere que la pintura atrape la realidad, pero que sea a la vez el propio testimonio de ella, una confesión, hasta candor. Que al mismo tiempo que registra las cosas estampe en el lienzo un temor hondo, o sólo una alegría, o el tiempo de un día febril o lleno de sosería, inacabable o vertiginoso, la llama o la nube, un día donde únicamente estaba ella sin dios, ni diablo, ni cosa, ni nada. Obrados el cuadro y ella de un diálogo entre la tierra y el alma.
“Has estado hablando con el mundo, y ahora nos hablas a nosotros”, le dice. O: “Has estado callada, reflexiva y como delante de una visión que no es del mundo de ahora ni de antes, una mirada sin referencia, como brotada del ojo, una impresión en la retina dolorosa y pugnaz... Conjuras la imagen, la enmascaras, sabes que tu pincel penetra, por fin, en la realidad... alumbra tu conciencia...”
Brell deja de hablar. Mientras, la noche fría va cegando todos los pliegues silenciosos de la montaña, que ya se muda en una mancha inextricable bajo el cielo azul, negro.
Ha estado separada de todos los libros antiguos, ha sido ignorante de todos los nuevos, vivía ajena al uso y a la norma, académica o no, era libre. Si libre ha de ser, pues... Pinta tranquila, con la mesura de un saber oriental, pacífica y entretenida. A esto la ha juramentado el otro, y a lo que venga después. Más adelante, sirve casi todo: un mar amarillo cruza el lienzo, y la tenue, delgada línea azul, es el cielo. Ahora, una oriental: calma, orden, sol, celebra sólo un universo meramente físico, sensorial. (¿El discurso? Que sea propio, reconocible: justifica la tierra, la ensalza. La sencillez de lo cotidiano sustenta del todo ese arte bueno y salvaje. Ese optimismo esencial... Jara es emoción.) Desde luego, no es él.
Inspira, a trancas y barrancas, una pintura que tiene más de creencia que de arte. Repugna la definición. Se obliga a ello, a inmiscuirse, y para nada. De nada ha de servir. Teme ser él como el manchón de broza que arrastra el río de aguas limpias de Silvia Jara, las enturbia un rato, pero al final termina expulsado a la ribera.
La ha uncido a un carro de luz. La hosquedad cromática sentencia el estilo, mata lo superfluo. Una forma salvaje, el color; el trazo, una blasfemia, (o un canto, es lo mismo). Se lo propone a Silvia Jara con sus palabras de sabelotodo impune, de racional metomentodo (¿Quién lo va a corregir? Es él quien dispone la superchería). La ha obligado a olvidarse de tormentas, de días ásperos y nubes mentirosas; del tiempo desmayado cuando el color y el sol estallan por doquier y desmienten cualquier tibieza. El arte es cosa seria, un chasco sensacional, así que despoja el cuadro de más engañifas: que no lleve el simulacro demasiado lejos... ¿A qué doras lo que no ha de ser oro? [Pinta azul la planta, cuadrado el ojo...]
Ahora da rienda suelta a su imaginación corregida: el paisaje es infinito, ahora se puede ver hasta con los ojos cerrados: es el sitio de donde uno es.

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