miércoles, 9 de febrero de 2011

Una academia (32)

Embebido en el fuego, pero se ilusiona, habita lejos de ese rincón de viejos. Más lejos todavía: del pasado vencido. Ha llevado hasta ahí, como una estela tras él, las risas de ella, la voz del escondite de ella, su rima feliz con el monte. Ya es demasiado real esa mujer, y ya es demasiado tarde para todo lo que le aparte de ella y del paisaje que la exalta. Sólo eso ha de dejarle entretenido hasta la muerte: piensa angustiado una tarde aburrida de invierno, sumido en la penumbra, hambriento y helado de frío, que habría adorado a Silvia Jara, o amado de verdad al menos a ella o a quien fuese, piensa una mañana cristalina y fresca de mayo, una mañana de mil colores, que, efectivamente, que ésa es la verdad más triste, que un corazón solitario no es un corazón, piensa en la noche de verano fragante de jazmín que nunca como desamor, nunca como el afán, jamás sólo como el deseo, que amargos son los días de la vida viviendo sólo una larga espera a fuerza de recuerdos, piensa que el cielo no era el nombre, sino el cielo.
El fuego se ha avivado solo, y oscilan las llamas fulgurantes calentando la piel de su rostro enrojecido. El viejo Beyle ha prorrumpido en una agónica ronquera, y una de las viejas tiene los ojos abiertos, pero no le mira a él, no mira a nada, tiene los ojos ciegos, en blanco, está dormida o muerta junto a la lumbre, inmersa en un silencio que sólo turba de cuando en cuando el aire silbante y frío que acecha más allá de los postigos.
El Brell bueno y malévolo a medias, como todo el mundo, se ríe por dentro al ver la ristra de sartenes con el culo renegrido colgadas por el agujero del asa en la pared encalada, sobre las pilas del fregadero. Están dispuestas en una patética delicadeza: las cuatro de mayor a menor.
¿Y si se levanta, se acerca al balcón, abre las ventanas y deja irrumpir en la estancia el viento helado y furioso de afuera, que pugna por entrar golpeando los batientes del marco? Se apagaría el fuego, "ruge el monte", diría ante el unánime espanto de todas las caras arrugadas vueltas a él. Mira a la vieja Beyle, el perfil diagonal y mínimo caído en la inopia, y le enternece también la pobre coquetería del moño bien recogido detrás de la nuca limpia y escuálida. Los otros viejos y viejas están como acuchillados en el fondo, inmóviles, delineados a brochazos difusos. También hay alguno con los ojos abiertos, pero no habla, y si escucha algo es la quietud de las cosas, el aire de la tierra, el leve rumor del fuego.
En un silencio conmovido de falsas piedades o en una incuria de espíritu que le viene de muy lejos se halla Brell: ahora se da cuenta que uno de los grifos gotea monótono. La gota, gruesa y sonora, cae sobre el agua turbia de gorgoritas apilada en un balde, y parece medir los siglos, definir no sólo el tiempo y su brevedad o su largura, sino su misma esencia sólida de cosa veraz, la entidad material de su cósmica e inconcebible cronología. Un diapasón regular y como de otro espacio y de otro orden que registra un destino extraño del futuro y del presente y de otros pasados que en ese lugar para nada sirven, como lapsus amarillo... como... (las espigas muertas en el jarrón, las vigas amarillas, el amarillo de la carne, la pared amarilla, la cama del sueño amarillo, el sudario amarillo, la tierra amarilla, el cielo amarillo, la cara amarilla del muerto, la gota amarilla y podrida del ojo del muerto), o una pausa eterna esa gota.

No hay comentarios:

Publicar un comentario