jueves, 17 de febrero de 2011

Una academia (35)

...Desciende de la montaña de ella.
Baja de la cumbre y penetra en una hondura negra como la ceguera o el color de la muerte, lo engullen los cientos de repliegues de la tierra, agujeros y madrigueras, huecos y simas, se introduce en una oquedad olorosa, en una caverna estrecha que parece sin fin, inagotable. Su ferocidad de macho apenas le ayuda a entenderse con las piedras de extrañas formas y los trazos quebrados de los troncos, todo le parece una mujer desierta y gimiente que hay que poblar, qué pueriles aturdimientos...
Al cabo, rendido, se precipita en pendientes que se inclinan al mar oscuro del fondo de una cañada o de un barranco, avanza y recula en la gruta que le sale al paso, y rueda y rueda cada vez más hacia los lindes del agotamiento. Sueña esa noche una página en blanco, un agua viscosa se vierte sobre ella, la inunda de sombras... "Me voy perdiendo en las mejores intenciones para nada", cavila al despertar. Se perpetúa en los peores ocios: Qué una mujer vaya a él, y no en sueños...
La adoctrina, puesto que ninguna otra cosa puede ejecutar. Ese pretexto le ampara.
Pero teme ser con ella un tahúr. Un desterrado de otra parte que induce a engaños trayendo a esa región pacífica la voz y la música de países inexistentes. Ya se vale de yerros deliberados, anda desfigurando realidades, torciendo líneas, transformando colores, simulando verdades que son mentiras. Es un seductor medroso... pero, sí, taimado, calcula los beneficios.
(Bajaba de la montaña con el sudor frío de noviembre. Alcanzaba el poblado sin nadie y sin voces ni ruidos en la noche otoñal. Llegaba a la casa y se derrumbaba en la cama grande hundida en las sombras. El pensamiento, lúcido por el temor ineluctable, dictamina lo peor, lo más horrible: no tiene más que la invención de ella y eso que le va quedando de él. Muy asustado de la pavorosa desnudez cierra los ojos, va desdibujándose hasta que le vence el sueño.)

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