viernes, 11 de febrero de 2011

Una academia (33)

El recuerdo le va configurando el futuro, de él ve lo que ha pasado, no lo que ha de pasar.
Ya está ahí, ya es feliz por saber eso.
La había creado a ella de una manera misteriosa [Un estilo.] y a lo mejor miserable, en una acción irreflexiva, sin comprender nada. Silvia Jara: todos los colores del mundo (incluso los del sueño), todos aquellos que pueden ser imaginados: la gama del verde, 70.000, 120.000 tonos (G.C.: muchos más allá de lo racional). También poseía el desafío de conciliar contrarios, calmarle a él. Complementaba opuestos, le iluminaba con sencilleces, con rarezas naturales, a él, que ya de antiguo era muy raro.
El diálogo en El Siglo podía a veces rozar la hostilidad. Pero Brell pensaba que no querían hacerse daño todavía. Sólo era una dialéctica muy medida, entre ellos no había reto posible; la ruptura, improbable. Se censuraban recíprocamente ignorancias y desconocimientos, se aireaban particulares saberes ajenos al otro.
¿Eso qué es?, podía preguntar ella.
O:
¿Qué significa éso? ¿Para qué sirve? ¿Es preciso que sea así? ¿Qué es?
"Una forma inteligente", podía contestar él.
Ella no sabía de perspectivas, acababa confesando. Pero quería decir en realidad: Soy yo quien se acerca al alma de las cosas.
Brell lo adivinaba sin admiración. Después de todo, más tarde o más temprano, siempre sucede algo imprevisible, no demasiado calculado.
¿Qué significa un ritmo sabio, qué significa que un tono verde haga pensar en el rumor de las espigas...? ¿A qué viene eso del símbolo? ¿”Expresarme” yo...? ¿Para qué? Sólo es una enredadera que trepa entre peñascos grises y troncos marrones al cielo soleado y azul.
"¿Qué es eso?", preguntaba él a su vez, ignorando en ella su falta de premeditación artística.
¡Qué iba a ser! ¿No era capaz de verlo? ¿No veía que rondaba entre los pinos? Un carbonero garrapinos.
"¿Y eso otro?", volvía él a preguntar.
Aletea sobre matorrales. Una curruca cabecinegra.
Callaba Brell: "Es altanera cuando sabe", se decía en su interior imaginando sus mil rostros, la carne que arropaba su voz, el color infinito de los ojos, el sexo de tierra imposible y oculto.
Un sol de cobre rompía el aire de la tarde, muriendo ya. En esos momentos Brell olía el monte en su plenitud fundamental, toda la densidad de la piedra, la tierra y la madera. Y le llegaba el olor de ella envuelto de una fragancia sencilla y neta, como de planta, de raíz y de agua. Le llegaba el olor de su cuerpo de veras, y se estremecía de temor, de desorden. Tenía que ser ella quien decidiera a la despedida urgente.
Agazapada en la noche, le conminaba a irse: él es el esclavo de sus invenciones, y aún tardará en revocarlas... Brell abandonaba entonces el asiento de tierra. Se marchaba sin volverse. Bajaba la montaña, alcanzaba el llano donde estaban el movimiento, el trabajo y las voces de gentes quizás no como él.
En la negrura azul del cielo nocturno un aire suave arrastra grandes y rasgadas nubes pálidas de un insólito resplandor. Ahora le extraña el dorado de antes, los ocres y amarillos de fuego que se alzaban a lo alto como las plantas, rodeándolos a ellos dos de misterio y callada emoción.
Desciende del aire del monte. Tiene la boca como llena de llagas, y hubiera querido besos.
¿Mañana se encontrarán de nuevo?
Nadie se desembaraza a sabiendas del simulacro que anima su vida, de una ocurrencia aunque insensata que alienta el ánimo de fe o lo ilumina de dicha. Trotar la vida subido a lomos de un potro desbocado y benéfico que recorriese los trechos de la realidad tiñendo de magia la parva cotidiana de los días pobres, la tristeza de unas jornadas humillantes.

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