miércoles, 20 de abril de 2011

Una academia (49)

El instigador no sale de su asombro: “Es sorprendente... Trabaja tan aislada, y como de milagro va concibiendo sus fáciles maneras...”
Inútilmente creyó encontrar la causa en él mismo. No podía convencerse.
[¿Qué prueba esa convergencia...? ¿Puede admitirse por las buenas un antojo tan grotesco? Pinta más amarillo (o más gris) y le sale un amarillo Van Gogh, un gris Van Gogh, sin saber siquiera que éste ya ha pagado el precio de los dos... La fantasía es arbitraria, qué mala la soledad. Qué más da que S.J. pintara como Vincent van Gogh... Eso lo único que demostraba era el genio... ¡de aquél!]“Es demasiado inocente para discernir una falsificación intelectual...”, decide.
Pero que en ella aflore una genial perspicacia: su don natural niega la simpleza de la copia, selecciona bien el ojo: en lontananza la línea adusta de la montaña vieja, sepultada por su peso, oscura... El, antes, medita minuciosamente la instrucción que imparte: entre la sugerencia y la censura va copiando ella el estilo y la obra del pintor Vincent van Gogh. ¿No parecía sencillo su genio? “Mira el azul que escapa del amarillo de la espiga... Mira cómo cae del cielo el sol en círculos, se abate sobre el suelo rojo, mira el árbol prisionero feliz de la tierra...”
¿La ha puesto en el camino? Rinden culto, sabiendo uno y sin saber la otra, a un modelo de vida y de arte a la vez.
No. Ella era Vincent van Gogh..., allí, escondida para siempre: se dice B. antes de cerrar los ojos, dormir, desnudo en el frío, en el calor.
“Mi estilo está destinado a hacer muchos imbéciles”, dijo en una ocasión el holandés, citando a otro de su misma talla, pero él presentía, quizá con mayor certidumbre, la dolorosa influencia de su legado en los tiempos venideros. Nunca artista alguno ha podido llevar a engaño a tantos inocentes y ridículos simuladores, a enfrascarlos en espejismos.
Silvia Jara había estado libre de Vincent van Gogh, e incluso de su maldición durante toda su vida. Por ese tiempo, la época (digamos) brell rosa y azul, ni se acordaría de haberlo oído nombrar alguna vez. Lo había tildado de pintor chillón meses atrás. Ella pintaba... y nada más. Además de embadurnar los lienzos, ¿conducía eso a alguna parte?
Empezaría a mostrarse elusiva, aburrida. No le importaba nada dejar de pintar. [¿Pintar?] Se mostraba desdeñosa. Sólo por inercia, un poco sorprendida por el otro, se dejaba convencer.
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Obvia el grado de su pericia y examina los atisbos geniales y felices atrevimientos de una pintura inventada. En los cuadros las líneas trazan surcos y modelan troncos, tallan montañas. Ese relieve de grueso empaste emerge y fluye como lava. En el tumulto de la textura rugosa se estremecen y quedan pervertidas las ideas. Qué espejo brutal (nunca se había visto hasta ahora, y otro paisaje también es la faz del autorretrato, pero... no le servía), esparce el sol la luz, por fin había encontrado aquello que le devolvía su reflejo: la tierra. Le guía la naturaleza... sus líneas y formas, la estructura misteriosa de las cosas, la apariencia recreada de añadidos, de cortes, de recortes, de apósitos y compuestos, qué de paperoles en el variadísimo registro... (cada mota de polvo es una versión diferente; cada gota de agua, una luz distinta y engañadora), y, al fin, el seso es la causa de la emoción... Han de resquebrajarse los óleos, agrietarse y volverse sombríos, mira por la grieta el pesar más hondo y oscuro, el fracaso y la muerte... Ahí detrás está la auténtica realidad de la obra imperecedera... ¡y ruinosa! Respecto a esa Silvia Jara: ésta se aleja de la peor mimesis, evoluciona hacia el sitio justo, pero... El cansancio la vence, su desgana no es la propia del artista, ha descubierto lo que es abrir una ventana al mundo desde ella, ya le conmociona el proceso... Pero ella ni había sido, ni era, ni sería lo que aquel otro fue hasta su muerte calculada y esencial (rojo-azul-amarillo-naranja-lila-verde...)
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[Le hirió en la noche un golpe de luz amarilla, se incorporó en el lecho: esa tierra maldita, tosca y desnuda, quemada por el verano... Tiembla y se pierde el horizonte cerúleo más allá, debajo de un cielo blanco... (¿Qué demonios hace en ese pueblo viejo, sin gente y a punto de hundirse en el agua? Bien, ahí llega un día ése, o ha llegado... sin nada. Francamente, por entonces B. jamás se había sentido más solo, más triste y más inútil.) Si alzara la cabeza podría ver a lo lejos las casas blancas del pueblo asomando tras los cerros polvorientos y desarbolados que parecen crepitar en el calor de fuego... Ha encendido una fogata, la mira este solitario, resume: llega a esa aldea, alquila una casa, desempolva la máquina de escribir, escribe sobre Vincent van Gogh, más tarde le pagarán... O no. Pero pronto abandona el trabajo. Un día habla con gente del lugar, cuentan cosas, y uno empieza a saber. Y otro día cuentan más cosas... Imaginemos que.]

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