viernes, 5 de enero de 2024

68

Una colegiala de trece años aferrada a la sonrisa (el arma preferida de la ninfa seductora).

Nada más abrir la puerta de la casa arroja la cartera con los libros escolares a un lado sin disimular el asco:

Homage to Balthus:

Evchen, recién llegada del colegio, aún sin lavarse la cara y las manos, sube hasta su pecho y acaricia con la mano al cachorro de gato negro y blanco de grandes ojos inocentes que maúlla dulcemente, como dolido por haberla esperado desde hacía horas. Luego, la colegiala sin soltar al gato se repantinga en el sillón de orejas junto a la ventana que deja entrar la luz decadente. Palpa al animalillo. Nota feliz a través del brillante pelaje la tibieza interior, el latido de lo vivo. Aprieta suavemente con la yema de los dedos las blanduras del peludo cuerpecillo, las leves oquedades y la frágil osamenta del cachorro. Desliza los dedos sobre el suave y elástico lomo, adivina que por debajo de la piel de la mano está esa vida indefensa, tan real, tan milagrosa, tan frágil en el fondo… Ahora tiene el gato sobre el regazo. El animal rebulle, quiere escapar de la prisión de sus manos, del hueco de la falda de la niña que de modo paulatino e inconsciente ha empezado a hacerlo sufrir. La apretura que ejerce sobre su presa se torna más severa, le invade un deseo irresistible de poder sobre ese ser viviente que ha caído en sus manos. Ella es su ama, y el gato ha de obedecer, someterse a sus caprichos. Es un maravilloso muñeco esa cálida masa pilosa. Experimenta bajo el tejido de la falda el creciente desasosiego del cachorro que se revuelve una y otra vez, sus ansias de liberarse de la cárcel de sus manos, y maúlla lastimosamente, y ella siente la rigidez de los movimientos del pequeño felino enrabiado pero vulnerable e inofensivo: hace tiempo que el apenas audible y epicúreo ronroneo ha dado lugar al gruñido y el gemido quejumbroso, tiene las pupilas dilatadas, muestra los dientecillos y ha echado las diminutas orejas hacia atrás. Forman un verdadero revoltijo la falda y el ovillo del gato y las manos dulces y torturadoras que lo zarandean, y esa madeja de pelo, animal y tejido deja al descubierto los muslos y las piernas de seda de la niña, ya con el cabello deshecho y un gesto cruel en los labios, con los blancos calcetines bajados hasta los finos tobillos, y tiene la mirada ardiente, sofocadas las mejillas de calor, descompuesta y enardecida. ¿De qué te quejas, gatito? No eres uno de los herederos de Richelieu, pero tampoco eres el gato expiatorio que durante los Taighern se asan a la parrilla día y noche para comérselos bien calentitos y bien regados con espesa y tibia cerveza.

Gran banquete nutricio de misteriosos poderes.

Más allá de los sentidos está la sabiduría.

Extrasensorial y talismán: el gato es la llave maestra.

Si le pisas el rabo a un gato demora un año tu casamiento.

Pon un gato blanco a la puerta de tu casa y entrará la felicidad.

Entierra un gato vivo debajo tu casa y ahuyentarás la desgracia.

Un gato emparedado aumenta el grosor de tu faltriquera.

Arroja un gato al mar y la tempestad no amenazará tu barca.

Ha de llover si el gato se rasca con una pata la oreja derecha.

La cosecha será copiosa si el gato merodea tus campos de trigo.

Si en sueños te aparece un gato cojo, la muerte tardará en llegar.

La mierda del gato mezclada con mostaza cura las úlceras.

El ojo extraído y triturado de un gato vivo removido en la pócima sana la ceguera.

Ningún gato es igual a otro gato.

Es un gato Capricornio: crédulo y snob, al igual que esa niña Capricornio, lista y decidida.

¿Su libro favorito, señorita amante de los gatos?

Vida y opiniones filosóficas de los gatos, de Taine.

Aunque por el título…

El libro de los gatos no especializados, de T.S. Eliot.

(“Todo gato es meditabundo, reflexivo: piensa su nombre, su único nombre, el Nombre, pues desdeña el que le han endosado estúpidamente los que más estúpidamente aún se creen sus dueños.” )

La imagen balthusiana baña de sensualidad y torpeza la imagen de la niña entrevista en la penumbra o mostrando su desnudez esplendente a la rabiosa claridad de la mañana, durante cualquiera de las monótonas pausas de ociosidad que ofrenda el día.

Niña y gato. Helos ahí en su porfía voluptuosa. Un bodegón sensual sugerente de tumultuosas ocurrencias espirituosas. A esta hora de la tarde otoñal la niña maltrata la dignidad gatuna y se deja acuciar por un instinto de calculada crueldad que nace de lo más oscuro de su condición humana y depredadora. No le hará daño, pero lo somete a  exigencias innecesarias a esa hora del escondite con las formas, ambos habitantes de ese menudo orbe de la insignificancia y lo prontamente olvidable de un atardecer cualquiera y sus rincones teñidos por la luz cálida y surreal. Qué decepción la del cuadro donde el deseo está por acontecer y al cabo nada sucede: es la visión de la antesala, de lo previo, la parálisis antes del crimen, el instante primero de crucial violencia cuando absolutamente todo parece suspendido en el aire y nada es posible oír, como en un cuadro, donde nada es ya fugitivo.

El tiempo se ha detenido, como en un cuadro. La luz ambarina todo lo impregna, se adhiere a la piel entre rosa y cerúlea del cuerpo desnudo de la niña, se posa sobre el bulto encogido y humillado del gato, dota a la atmósfera envolvente de la habitación silenciosa de una pátina densa, de una extraña  e incitante obscenidad cromática mientras un polvo de oro se cierne en el aire.

Como en un cuadro, como en un libro, tan silencioso a su vez, tan eficaz ambos para hurtarnos del dardo envenenado del tiempo y lo ficticio humano de su realidad.

Es esta imagen áurea una ventana indiscreta que escudriña los juegos de la niña, sus sueños y perversiones, y al abrir el cofre de sus ritos perfumes embriagadores emanan del espejo de su figura para anegar la mirada de estremecimientos. Emboscado Tiresias que atisba los secretos de la infancia, degusta toilettes prohibidas, juegos solitarios y mensura los sexos incipientes. El espía silencioso con el pincel o la pluma en la mano desdeña misericordias, profana chocantes intimidades tan próximas al misterio como al placer más expuesto por vacilante. ¿Será su destino terminar inerte sobre la hierba del amanecer con el frasco de láudano aún en la mano?

La poética del gato y la niña convoca el desfile del deseo, que es como posar los dedos sobre la nada. Lo grotesco, lo abyecto y lo sublime se engarzan en una obra intocable, impenetrable, un trenzado de sensaciones que han de conformar el tapiz del laberinto donde nunca podrás entrar, sólo accesible a su física realidad a través de los ojos bien alerta (las manos, los pies, la lengua, el sexo amputados), una partitura al solo oído de fantasmas: he ahí el gato con la servilleta anudada al cuelo, cuchillo y tenedor en ristre, feliz y soez marinero al que los peces vienen a su plato desde un arco iris marino: la carnalidad de una Alicia que frente al espejo se atusa la melena; la corta camisa deja ver un seno poderoso, la vulva oscura en relieve que asoma entre las piernas abiertas, y sus ojos en blanco y los labios rojos y carnosos anuncian la obcecación en el sexo y la lujuria de un pensamiento que han de naufragar en la lámina tersa del azogue engañador: donde apurar con éxtasis hasta la hez en el fondo de la copa dorada ante la avalancha de ideas encontradas que suscita el empeño de la mujer que despierta con mano pecadora, al igual que surgirían los acordes al tañer las cuerdas de un guitarra, el placer escondido en el pubis lampiño de la niña a la que tiene cogida por el pelo, tumbada sobre sus piernas con la falda subida más arriba de la cintura, mirando con lascivia la cabeza inclinada al suelo: lo sublime del crimen es su ausencia, y ella, desnuda sobre la sábana, puede que durmiente saciada de sexo o violada y muerta, pues nada atestigua el cuchillo caído al pie de la cama, ni los ojos cerrados de la mujer, ni el reposo del cuerpo desarticulado: ¿a qué juega la joven con el naipe en la mano?, el bruto que esconde tras su espalda la carta triunfante conseguirá el botín que deja adivinar el cuerpo desnudo bajo la bata, el que promete la lúbrica mirada de la nínfula en esa apuesta del amor: ¿qué hará ella en la “fiesta del jueves”?, ¿qué no habrá hecho ella indolente y festiva con la muñeca animada de su cuerpo en la penumbra lánguida de ese jueves eterno?, ¿qué juegos han sido los suyos?: la rígida geometría balthusiana donde el ser vivo y el objeto se instalan como si levitaran en su atmósfera de frialdad y perfección no disminuye la perturbación y el caos de los sentidos puestos a la prueba más excitante contemplando a la adolescente aún sobrecogida por la postración del orgasmo o víctima de la furiosa violencia del centauro que exhausto ha abandonado ese lugar donde el objeto de su pasión ya es sólo el hastío: estamos en el extremo del castigo o lo excelso, del delito o la feliz recompensa; en la calle, a plena luz del día, la niña vestida y bien peinada de calcetines muy blancos es violada a través de la ropa por uno de los diabólicos gemelos, no la soltará de la cintura por donde la tiene atrapada, no aflojará la fuerza que la retiene por el brazo hasta haber descargado su fiera incontinencia: ¿qué numen ha inspirado esa pequeña vagina abierta a la luz del sol de la mañana?, la esperanza de habitar la eternidad después de muerto: ahora, en las vastas e iluminadas estancias del castillo de Chassy donde la imaginación no halla tregua tiene prisionera a la nínfula de la primavera, que princesa y desnuda desafía lo temporal, es el éxtasis perfecto la comunión del cuerpo, el deseo y la luz, lo inalcanzable perpetuo, allá donde sacias y engendras otras mil veces el anhelo, una apetencia mil veces derrotada: al ser el único dios de su propia religión perpetra todas las infamias sin el temor de la hoguera, él ha creado sus leyes y sus preceptos; grabados en el Libro de Katia la niña Alicia, absorta, con los muslos al aire, lee los edictos que muy pocas noches de después ha de ejercitar entre los brazos del hombre hasta alcanzar la breve y culminante agonía: el espejo muestra lo que no te pertenece, la mirada del otro, la dulce agresión del otro que tan sólo consigue en la súbita y paralizante fuga su propio desfallecimiento: un dios que confunde la blasfemia con el rezo: no dios, sí dionisios, dios del delirio, que muere y resucita; pecador, pues, mil veces; insaciable, inagotable, deleite de Sísifo y no su cruel martirio: lo efímero de su destrucción como objeto de deseo de ella misma y de muchas a la vez obliga al Rey de los gatos a inmolarse incansable sin importarle que siempre es vencido, cada derrota alimenta sus ganas, y el ímpetu renace: el repertorio de poses está lejos de ser apabullante, la desnudez, las piernas abiertas, el descaro de las muchachas en flor, el pubis, la hendidura incipiente, el gesto del desdén, la luz dorada de la tarde o la marina y azul de la mañana, la languidez en todo, la butaca rosa, el diván verde, el sillón azul, la simetría alevosa: la adolescente, la niña, la bruma que envuelve nuestra visión imantan un deseo incierto y dejan las manos quietas ante la figuración de una carnalidad ficticia, inaprensible, el fruto prohibido de los falsos paraísos, y nos ahuyenta de ello al parecernos irreal por tan pecaminoso: aman su propio cuerpo que les anuncia una sorpresa cada amanecer aún delicuescente, lechal, son su propia caricia, acarician y son acariciadas y en ese acto de doble aprehensión experimentan lo que jamás nadie podría regalarles en forma de exquisito placer: en estas viñetas que en tantas ocasiones se roza el suplicio el cuerpo es el alma sin tapujos ni miramientos, y el ser imaginario que las puebla se inviste de la autoridad que otorga el misterio y la atracción que emanan de unas hechuras sólo creadas para el deleite o la posesión allí donde no existen las reglas porque nada está mal: pequeños personajes de frontera inmersos en la niebla de la suposición, donde el espacio se ilumina por la materia de lo realmente transgresor, donde los límites los fija una estética que no conoce la traba, que aspira a lo desconocido, al tema sin figuras, a la entraña de todo aquello que desprecia las palabras que han de enmascarar su definición precisamente porque es indefinible: Venus ya ha nacido, ha crecido en las manos de otros Botticellis y ahora la vemos impúdica y doméstica entre las tres paredes exhibiendo una desnudez adánica, pero esa dimensión más prosaica teñida por las servidumbres del cuerpo, el olor y el sabor de sus recodos y pliegues, la tibieza de la piel y su cálido aliento supuestos, es capaz de transportarnos a otra ensoñación absolutamente desconocida, próxima al ultraje y lo aberrante: concebida esa criatura no del punto de partida de lo estético, sino de su misterio o… su trivialidad, su vulgar cotidianidad sólo magnificada por la sórdida atracción que suscita y el hecho comprobable de su condición de bestia placentera: en este mundo al revés no hay tablas de la ley ni mandamientos sujetos a la contención de los sentidos, y tan excitante museo arroja al lodazal el espíritu, la materia se libra de la cárcel de la razón y las cosas son porque sí, porque en esta fiesta del sexo felino el alma es la carne pura o impura y el ser es un aparato que, desprovisto de encarnadura, muestra su mecánica de vísceras, tubos, sangre y osamenta: la hemorragia es continua, a intervalos, inconstante, pero no cesa su flujo breve, y así día tras día: mira su vientre plano y púber mancillado, su palidez descubierta por una sesión de humillación de la que ni siquiera ha sido consciente: la hace posar con el sexo al aire y vestidos los pies de calcetines blancos, la desparrama sobre el lecho como una fierecilla, una gatita dominada y poseída, la traiciona pintando su desmadejamiento infantil, su inocencia incitante, desvela con su paleta de colores decadentes el ensimismamiento de una corporeidad robada con engaño y desplazada a una región donde los tabúes devienen natural quebradura: y, en el fondo, no se trata sino de alcanzar “el placer del arte” mediante lo gráfico de la elusión y la fractura, la elipsis de la consumación, una jugarreta estética que se relame imaginando los otros placeres ocultos, cuasi entrevistos en el cuadro que elude los pormenores de lo activo, la cruda colección de los movimientos de la muñeca autómata para no incurrir en lo criminal, la teología o lo pornográfico: lo criminal es el abuso de la inocencia aún sabiéndola estratagema; la teología, la búsqueda de lo teológico, en realidad, es el deseo imperecedero de encontrar sentido a la vida; la pornografía es la obscenidad maquinal y reiterada, una obcecación de la mirada que aleja del verdadero placer al suprimir de cuajo lo imaginativo como instrumento del verdadero éxtasis: pero la belleza ya no existe, y el arte ha muerto, pues desde hace una centuria que desoye cualquier norma, sus criterios han sido borrados, sus pautas son el azar, el juego, la burla o la conquista del sinsentido: la ninfa (¿a imagen y semejanza de qué, de quién?) se nos antoja aquí la respuesta al simulacro de los placeres intelectuales, en su mismo plano se halla, siempre inaccesible, insuficiente, castrante: indiferente, narcotizada por el ensueño o derrotada, mas su desnudez tan fácil presagia su condición irreal a despecho de su realismo tan inteligible, sólo colma tu mirada y te invita a la suposición que, equivocada o no, carece de verdadera importancia: el contenido se oculta, he ahí la forma: ¿sólo un placer visual?, ¿una respuesta física?; ningún dios, por invisible que sea, merece su estatua; ningún hombre, su retrato: el deseo estético que despierta este muestrario de adolescentes invita a lo especulativo, al diálogo consigo mismo, a una suplantación abstracta, aunque no sean ellas ángeles, como ladinamente afirmaba su artista creador: no es seráfica esa piel y esa carne rosada o macilenta por donde la mano sacrílega ha recorrido la geografía más íntima y hollado sus escondrijos, nada de ternura despierta el hueco de la falda negra y los muslos separados, la desidia de la soñadora que con los ojos cerrados se deja bañar por la luz amarilla del sol de la tarde y muestra la braga en blancuras arrugadas que se ajustan a las ingles e insinúan la parte más secreta del sexo, mientras su falsa gemela, en idéntica postura, entre azules, verdes y negros tenebristas, también con la falda remangada, sucumbe a la tentación y enseña la palidez marmórea de los muslos adolescentes, mantiene los ojos abiertos como aguardando la caricia en su entrepierna libre de obstáculos: este figurativo de lo invisible (¡oh, Carroll, aquel abstracto de lo visible!), amante de Alicia, señor de gatos, coleccionista oriental, autodidacta del placer y genio del disimulo, pintor concienzudo, renacentista depravado, mago del erotismo (esto ves, esto no ves), tahúr de la mirada, fusilero de cerebros,  se escuda con arte aristocrático tras el biombo de su corte de adolescentes que le siguen allá donde va, ante él se arrodillan provocando el estupor de músicos y poetas, y como pago bien cotizado él las inmortaliza desnudándolas en el lienzo: es una desnudez que ya es, un punto intermedio donde el cuerpo ya alcanza a ser pagano, emerge una vestal propicia para el juego del voyeur y que es una mezcla afortunada de mujer y doncella a punto de la picardía o el llanto, de la degradación o el vasallaje: tal exhibicionismo atenta a lo intelectivo y muy poco a la mirada en realidad, llega uno a recrearse en lo que piensa no en lo que ve: las pequeñas piernas de la despreocupada Ecuyère no montan el caballo blanco, se abren a la inspección del espectador a quien invitan a la cábala de una escondida alegoría o… a la  complicidad sicalíptica: pues es todo fijado en tal transitoriedad en estas equívocas visiones que cuesta imaginar si, determinada la acción, se obtiene el placer, se incurre en el pecado o se perpetra la fechoría: el espejo, la niña, el gato, he aquí la trinidad de lo obsceno o lo sublime, del arte más refinado y cautivador o de una sensualidad exagerada: tal vez  los días más felices fueron aquellos cuando el cuerpo retrataba a la niña aunque la impresión mayor fuera la que prefiguraba una mujer núbil de vuelta al candor infantil, de ahí la alegría de sus piernas siempre al aire, desinhibidas: el leve pezón contrasta con el calcetín rojo, Georgette, arreglando su pelo (¿por qué lo hace?, ¿quién jugó con su cabello?, ¿quién deslizó las medias sobre los muslos?, a su derecha, feliz y ajeno, con aire de gatuna inocencia, se halla el artista en sombra), alza una pierna con la media por debajo de la rodilla y muestra su vulva de la que tan orgullosa se siente, pues tanto la exhibe: se miran en el espejo estas narcisistas y, alicias sabihondas, descubren que más allá de la imagen está la piel suave y la lumbre que dotará de calidez los abrazos y los besos: es el espejo el que les alecciona en el arte de la seducción, el que les revela los goces de la posesión y la pasión del disimulo, en la turbiedad de su azogue el espejo les enseña adivinar la forma y sencillez de su sexo y su feliz estructura, les aficiona a sus propias caricias o a la entrega en la penumbra enervante o bajo el sol que baña de claridades los cuerpos desnudos en la ociosidad de la mañana festiva: los espejos las delatan rameras en su fuero interno, las sacian de egotismo y las hacen admirarse a ellas mismas en un incipiente onanismo que nunca dejarán de cultivar: el espejo las introduce en el sueño de los dorados frutos donde todo es permitido porque todo es inconsciente y donde el deseo, la culpa, el castigo, la víctima y el victimario acaban disolviéndose en una imagen de la que nunca nadie podrá descifrar sus apariencias ni su sentido:

desde la rareza, el mutismo y el secreto, el gato en su ronda sigilosa y misteriosa vigila a las ninfas, es el compañero ideal, y su sola contemplación basta para que aceptemos la sumisión testifical que nos propone y el concilio de muda discreción a la que nos somete: el gato es el juego, y es la crueldad, el deseo constante de infligirle la tortura de la caricia.

Ha dejado escapar al gato, que se aleja de ella con esa falsa dignidad del rabo levantado que provoca no poca hilaridad. Debajo del algún mueble, escondido en un rincón oscuro el gato zaherido repasa la ambigüedad del trato humano, las sevicias que emanan de su impostado poder, y mientras se lame los costados maltratados admite la realidad de su triste condición de dios doméstico e indefenso y demasiado terrenal a pesar de su impenetrabilidad y el fardo de enigmas que se le atribuyen desde tiempos remotos acaso demasiado fácilmente.

Sólo eres un pobre animal, un peluche viviente encarcelado entre cuatro paredes pintadas.

“Tienes la clarividencia de los gatos”, dijo una que pretendía halagarlo.

¿Clarividencia?

Puede comprender las cosas, e incluso analizarlas con cierta virtud, pero no preverlas, algo que puede conducir a la parálisis mental. 

Animales que no pueden comerse, que se tienen por gusto por el simple hecho de poseerlos…

Gato: gris y meditabundo, avanza solemne con su larga cola que, abatida, se arrastra por el suelo, felino humillado sin fin por los depravados humanos: Priapibichito, Edipichibichito, Xicotengatito

El gato movía las orejas, pensaba que él era un árbol con un pájaro encaramado en las breves ramas de su cabeza.

Ya en la profunda noche, sueña entre el pasado y la angustia del presente, aquellas las dulces gatitas, meras referencias pictóricas de una sensualidad tan sólo plástica:

el dios, un dios, ha bajado a su habitación esta noche, cien años después. Lo tiene ahí, a su lado, al pie del lecho donde yace moribundo, prácticamente momificado, sin el pincel en la mano, y a pesar de la oscuridad distingue perfectamente en el visitante sus ojos luminosos y verdes de gato-dios disfrazado: sostiene la mirada de jungla de tan tremendo personaje sin pestañear, retador, sin que el velo del reproche o del desprecio apague sus pupilas encendidas por la fiebre terminal: sólo lo desafía hasta el fin de la eternidad, hasta el fin de esa noche, a descubrir quien de los dos es más justo, el dios en forma ridícula de gato o él:

“Las niñas no mueren, estúpido. ¡A quién se le ocurre!”

“¿Qué esperabas?” es una pregunta irritante: en algunas ocasiones una especie de censura para aquél a quien va dirigida; en otras, la confirmación de un fracaso o una decepción.

Pero los hubo que siempre estuvieron a salvo de las asechanzas de la ilusión o la expectativa engañosa hasta el final de todo: Yo ya sabía que esto sería así, y lo sabía porque yo ya era así entonces, desde el principio, sin necesidad de ser clarividente.

Esa magnífica certidumbre que había guiado sus pasos y sus trabajos la alejó de la frustración del aficionado al arte o a la vida (que también requiere una técnica) y del despecho del vanidoso hacia todo.

Nunca se llamó a engaño.

Ha pasado lo que era ella.

Y ese final era lo que ella era.

Nada que objetar. Jamás se había imaginado a lo largo de los años triunfante o abatida: ni la dádiva ni el látigo. En el futuro no le aguardaba nadie (y mucho menos un sosias) contradictorio al que ya era. Nunca había esperado nada distinto a sí misma. Ni el triunfo ni el fracaso: se tenía a ella en ambos sucesos, incorruptible a sus efectos en uno u otro caso. Los decorados, las consecuencias, serían pues consustanciales a ello. No habría sorpresa ni asombro ni en el capítulo final ni en el epílogo. Una mera capitulación doméstica y tranquila. Una aceptación plácida en la que estaría del todo ausente la incredulidad o el resentimiento. Y, luego, adiós. Sin rencores. Quédate atrás, mundo (inmundo).

-Es muy bonita Nueva York en primavera.

-Todas las ciudades son bonitas en primavera.

-Lo que quiero decir…

-Sé lo que quieres decir.

(Pasear sin prisas, pero también sin ningún interés especial, detener la vista en los hierros forjados y en las browstones sólo porque te salen al paso y hacen evocar instantáneamente unos cimientos sentimentales difíciles de negar a pesar de la desmesura arquitectónica posterior… Pasear de afuera a adentro.)

-Lo que quieres decir es que en cualquier ciudad, en cualquier momento, la fatalidad puede abalanzarse sobre ti como la sombra pegajosa e indeseable de lo inesperado. Entonces, apabullado e inútil, te invade la añoranza de los buenos tiempos pasados creyendo que de ese modo, al menos, disfrazas la maldad de lo cotidiano de hoy.

-Es difícil esperar sólo el final, nada más que eso. Mano sobre mano. Sin fuerzas para otra cosa. Tal vez nos mitigue algo la pena retocar el pasado con el sentimiento de lo placentero que pudo haber sido en comparación con la crueldad del presente, todavía imposible de manipular en el recuerdo.

Mayo 1970.

-¿Cómo estás, primavera?

Nada se explica. Ni la razón de haber nacido, ni de crecer para la muerte. Ni ser algo que no es al paso del tiempo y la putrefacción o en los segundos inmediatamente posteriores a la aséptica incineración: una muerta.

La primavera a los diez años: el fin del mundo.

Antes y después de ese antes (nada del futuro).

¿Qué espera de ese océano invisible de años que se extiende ante ella? Todo es un misterio hasta que se hace presente.

Nada debería intentar explicarse. No se explica el agua, ni ese transeúnte del que ignoras todo que camina unos pasos delante de ti con cierta premura, y al que no tardas en acompañar en línea, detenidos ambos  frente a un semáforo en rojo viendo deslizarse al frente automóviles sobre la calzada conducidos por enhiestos pescuezos. No se explica el aire de este día. Ni sus colores. No se explica el origen de tus ocurrencias.

¿Dónde va ése con esa bolsa en la mano?

¿Y aquel con la cabeza baja?

¿Adónde vas tú con las manos desnudas?

No le sirve en esta primera edad los hechos de los adultos ni la presencia terminal de los viejos ni las alas protectoras de la madre o la madrastra. La experiencia tiene poco de transitivo.

Es un animalito con el que juegan: uno nace quizás por descuido o para distracción de otros. ¿Lo hace todo el mundo, no? Es el instinto animal de la especie atemorizada por los cielos negros de la noche, los terrores de la caverna, el miedo a la nada que sigue a la muerte. Póngame uno. A mí, dos. ¿Y qué me dices de los que amontonan media docena de hijos? No deben quererse mucho a sí mismos… ¡o tal vez criminalmente demasiado!

Daddy.

Qué devoción. Qué manía clasificatoria.

¿Cuánto vale un día en la vida de un ser humano? Contra lo que pueda parecer, en la vida de un viejo no vale nada, a menos que haya de purgar una culpa aún sin castigo. ¡Qué más da morir hoy o pasado mañana! ¿Coleccionamos babas y ataques artrícos?

Un día en la vida de un niño es un misterio absoluto. Ni siquiera él sabe lo que piensa. Sólo habla. Mentalmente se embarulla en un torbellino de sensaciones plurales y fogonazos emocionales, se inmiscuye y se atolondra en las miles de imágenes que abastecen su cerebro sin ton ni son; se enreda en el sueño, se pierde en las imaginaciones.

¿Qué diría aquella niña de las trenzas que ponía a los gatos en su sitio al contemplar aterrorizada las visiones de esta mujer condenada que ha ido creciendo de ella misma a través de los años?

Su obra es un desafío a la inteligencia.

¿Es o no es?

Es evidente que es, está.

Pero ¿qué es, y por qué es?, se pregunta el glosador. Y he aquí que este tipo ha construido un mundo de palabras, y cuando éstas dejan de gustarle, las cambia por otras, lo que explica el millón de mundos donde es capaz de habitar como si nada. Es inmune a las mudanzas (pero se hiere miles de veces con el puñal reconvertido de la pluma).

Daddy.

Father, bridegroom, in this Easter egg/

Under the coronal of sugar roses/

The queen bee marries the winter of your year.

Papaíto.

El Coloso.

Mi preciosa Evchen

¿Por qué no dibujaste muñecotes? Todo lo que hacías te alejaba de las niñas de tu edad. También, todo lo que pensabas. Tenías que complicarlo todo desde muy pequeña.

Papá pretendía moldearte y abrió la puerta del museo: lacitos y pompones, diplomas y premios escolares, becas, postales, las inútiles hojas disecadas, acartonadas, rígidas, amarronadas u oscurecidas de las plantas y los árboles entre las páginas del libro infantil… el objeto y el juguete olvidados, fotografías y papeles manuscritos llenan la caja de cartón de la infancia, convocarían en la edad adulta el escenario de una epopeya mínima, grandiosa y frágil, inexplicable e inocente.

Papaíto te quería una adulta practicable, una mujercita amita de su casa.

Pero aquella niña te urgía a los asuntos importantes. Crecías del mejor material.

Ella tenía un pensamiento divergente.

Ella contra el mundo:

La única manera de que valga la pena luchar. Esa es la guerra de la vida y la batalla del día. Nunca pierdes. Si ganas, lo has conseguido todo; si pierdes, tu derrota es grandiosa (bueno, es uno más de los caminos para llegar a lo inolvidable).

En el arte, en cualquiera de ellos, incluso el gastronómico (éste más que ningún otro) podríamos hablar de un feed-back no del todo ortodoxo pero de indudable presencia en este acto de comunicación plástica.

Mira, esto te propongo, plantea la artista, y tu reacción a su “mensaje” termina influyéndola. Tú, espectador, en cierto modo, participas de su trabajo directamente puesto que, aun en lo más mínimo, modificas algo de su obra futura al ejercer censura o complacencia en la ya expuesta a los ojos de todo el mundo. Inconscientemente esto debería ser así: ella no desdeña la glosa.

Aunque quizá no lo sea y lo que ocurre de verdad es la sensación de una suerte de aprensión, de repugnancia al mostrar un trabajo que la artista ha realizado a solas y del que, por tanto, ha sido completamente ajeno a cualquier dirigismo del tipo que fuese, incluso sin ninguna referencia a la que pudo asirse.

Lo que ves es.

No significa.

¿Qué requería en ese caso de los demás?

El acatamiento. (Un placentero feed-back, entonces.)

Una obra… ideográfica.

Una obra mentale.

¿Adónde apuntamos?, debió preguntarse desde muy pronto la cazadora de leones.

No había mucho donde elegir:

Highbrow

Midcult

Masscult.

La niña, sin un fusil en las manos, ya afina la puntería. ¿A cuál de los tres patos dispara?

Elige un blanco. Apunta. Aprieta el gatillo.

Buenas notas en todo. Predomina el “suficiente”.

¿Para qué más? Hay muchas cosas que hacer en casa cuando una está a solas como para desperdiciar las horas tras el “excelente” del colegio, algo que no le interesa a nadie realmente.

La fantasía inicial del niño da paso con el tiempo a la barraca de feria.

Una vez adulto, ¿cómo puedes ocultarte de aquellos ojos de la infancia?

Con los ojos del blasfemo, del sacrílego, del apóstata: haz trizas el caballete, prende una hoguera y reflexiona sabiamente ante las pacíficas llamas (sin soltar el fusil de las manos).

¿A cuál de los patos derriba de un perdigonazo? Alguno de ellos tiene que ser bueno… No pueden ser malos los tres. Quizás lo sea el señor Midcult. Resulta bastante repelente esa determinación que suele poner en todo, esa maldita confianza con que se equivoca y esa estúpida pretensión de pensar que lo que él cree es lo correcto puesto que ÉL lo hace. Se hace odioso, el tipo. Un medianías al que le parece execrable el bibelot dorado junto el televisor y desconfía de la comida basura pero al que se le antoja sublime entretenimiento y juiciosa lectura el besteseller de Navidad y algo muy próximo a lo trascendental de la metafísica cualquiera de los idiotas libros de autoayuda comprado en el quiosco cercano a su casa.  

La niña ha cambiado el fusil por una bomba anarquista de los pasados siglos, cuando la revolución se encierra en esa redondez perfecta y negra donde chisporrotea una mecha justiciera. Entonces el estallido es general, arrasa con todo, como la furia del niño cuando deshace a manotazos el puzzle y saltan por los aires las piezas de cartón.

Los grandes ojazos negros de la niña judía lo han visto todo, y a ti, el tipo entrometido del futuro, mejor que a nadie; los tiene desmesuradamente abiertos mientras mete la cuchara en un tazón de leche donde flotan los copos de maíz. Mira al frente desde la foto. A ti, que contemplas la fotografía. (La instantánea sugiere que la pequeña heroína de nuestra historia, Dickens dixit, come de una manera maquinal, como todo lo que suele hacerse a primeras horas de la mañana colegial.)

De momento, es una clandestina sacada de una fotografía. Como todos los niños lo son (a saber lo que se esconde debajo). Va de uniforme, arrastra los pies con la cartera a cuestas. Una entre millones directa al matadero, a la escuela. Así que es una más, una evchen como multitudes de ellas que a esa hora gris avanzan por las aceras, una soldado más de un ejército ya derrotado antes de emprender la batalla. Lo cual es algo bastante difícil de creer, sobre todo si sabes (y ella lo sabe con certeza) que el universo, los planetas, las estrellas, el cielo azul, la playa, las tiras cómicas, las luces nocturnas de Times Square, el cine de los sábados, el East Green de Central Park, la televisión y muchas cosas más existen exclusivamente para tus ojos.

Todavía no es capaz de leer los periódicos, a descubrir en el papel impreso los sucesos, disparates y maldades de los otros, y ya se sabe única, eterna, imprescindible.

Ya ha aprendido a erguirse frente la luna de los escaparates, a inspeccionar su cara en los espejos, a estirar hacia arriba el borde de la falda de cuadros y bajar los calcetines hasta los finos tobillos. Nadie ha tenido que enseñarle toda esa artillería de los buenos modales de la perfecta niña presumida. Su suficiencia le permite soñar; lo excelente la esclavizaría. La dulzura del carácter y la sabia sonrisa infantil ocultan sin embargo la tosquedad incipiente de su alma: el mundo se cae por todos los lados, su imperfección es notoria, su gracia arbitraria, la desgracia aleatoria… La Tierra, así con mayúsculas, un pedazo de roca cubierto de agua por aquí y por allá de muy mal genio, capaz de los mayores desmanes, un organismo vivo, palpitante y antojadizo. No hay arreglo. ¿Qué arte se puede hace con eso? El inclasificable, el más inesperado: el mundo es un galimatías.

Vive encerrada en un globo. Del color que más te guste. Papá lo ha dispuesto de ese modo. ¿Hacia dónde nos elevamos? A lo más terrenal.

En casa huele a caramelo, a ropa limpia, a fragancia de colonia a granel, al aire fresco de la mañana de los sábados. El paraíso son las ventanas abiertas a la calle fragante bañada de sol en la primavera del 45. Todo lo de la vida es una impronta en la memoria que permanece y que la revela, la atestigua. Nada se desvanece, piensa la niña sabia, porque si tal cosa ocurriese en este mundo imperfecto pero único es que todo era de mentira y también ella se disiparía en la nada, y eso no puede ser, porque ella es inmortal, ella no morirá nunca.

El elenco de naderías (pero de tan irrenunciable subjetividad emocional por parte del clan que enfatiza los documentos y los objetos) alcanza tamaño de rimero de gran altura. La selección obedece a lo sagrado, al diario testimonial de unas identidades propias, unas vidas preciosas por su diferencia medular con sus semejantes. Ellos son. Se certifican con el tiempo porque están hechos de él, pues el tiempo es como una sustancia más al igual que la sangre que recorre las arterias y los resquicios más recónditos del cuerpo.  Fotografías, cartas, testimonios, cientos de documentos, pruebas de vida.

Somos nosotros.

Nosotros, los Hesse.

Más que rocoso, el tiempo es aire, una levedad.

La sonrisa de la niña pronto se hilvana con el llanto de la púber.

Los engaños de la infancia pesan como una losa sobre la razón adolescente, todavía reblandecida, maleable, caprichosa y porfiando por ajustarse a un patrón de placentera conveniencia.

¿O no era engaño el endiosamiento pueril al que te sometía el Daddy fisgón con sus celos, prisas documentales y maniobras memorialísticas? Poco después, ¿qué hacer a los doce años judíos con los juguetes rotos, una madre suicida, una madrastra expoliadora, los terrores nocturnos y el temible y hosco (y a la vez fascinante) laberinto urbano donde la bestia acecha?

Asoma entre las piernas la primera regla. Rojo sobre blanco, el mundo se resquebraja, y tú te conviertes en un almacén.

¿Qué hacemos con los “juguetes”?

El mechón de cabellos del pasado es de una sordidez y patetismo abrumadores. Semeja una reliquia de jíbaro.

El raído peluche hasta huele mal.

El diario infantil es para vomitar; el del adolescente, un fraude.

Pétalos minúsculos de jazmín yacen oxidados entre las páginas de una antología de poetas olvidables que selecciona a Anne Bradstreet y desdeña a Jones Very.

Ya le enseñarán a ella… Raymond Theodore Yeats, por ejemplo, con las mangas de la afelpada camisa de cuadros remangadas por encima del codo…, este Paul Bunyan de la literatura con el hacha en la mano que despieza los libros en busca de los trozos más sabrosos y hasta sangrantes y que no duda en compartirlos contigo a la hora del almuerzo: a la literatura, dale dentelladas.  

En el callejón oscuro, los ojos vigilantes de tu padre El Gran Notario de las Extravagancias Infantiles mide tus pasos y tus maquinaciones: no eres tan libre como piensas mientras te invisibilizas cerrando los ojos ante los extraños e injustos infortunios que pueden acaecer (una forma educada y sin estridencias de esconderse debajo de la cama).

A plena luz del día, la figura paterna se aposenta en todos tus pensamientos: es El Gran Corrector, y telepáticamente te guía por el buen camino.

El Mejor Padre del Mundo, incansable agente de seguros varios, trabajador laboral sin desmayo entre pólizas contratadas, primas devengadas, comisiones y el siniestro perturbador, vigilante del buen orden del santuario de su hogar, disciplinado y eficiente…  De todos es… el mejor (a pesar de que no les lleve a su hermana y a ella montadas en un refulgente caddy de color rosa a merodear por Central Park alguna que otra mañana de domingo).

Si abres la caja de Pandora se escapa todo lo malo que ha de asolar tu vida… pero también todo lo bueno que has de celebrar.

Tú eres Pandora, la que reúne todos los dones, la primera mujer sobre la tierra infestada de hombres y de dioses, tú tienes la gracia, la virtud, el arte, la persuasión… Al abrir el cofre de los engaños buenos y malos completas el mundo de los humanos y los confrontas con todo aquello susceptible de germinar en su pensamiento: descubiertos en el espejo ahora sí saben su medida.

El destino del cuerpo es el dolor: “Tenedlo bien presente, hijas.”

El alma es la salvación y el reino.

De niña: el alma crece en tanto tú creces. El alma se hace mayor, envejece, enferma, duele: “Pero es eterna”, dice el padre. Aún enferma, doliente, es eterna… No es un consuelo.

Arrastra la joroba del alma por toda la eternidad, como la bola negra encadenada al pie que remolcan los presidiarios de viñeta en viñeta en los tebeos infantiles.

De muy pequeña (“Como así…”, dijo a los once años, y sostenía la palma de la mano derecha 50 centímetros por encima del suelo) se imaginaba que podía vestir a aquella cosa, aquella alma a conveniencia y a discreción. Hoy le pondremos un vestido de color rosa; mañana, irá de gala con un maravilloso traje de satén “palabra de honor”. ¿Qué tal en bañador el sábado?

Dad, el patriarca, es la palabra de un vicario… encerrada en el cofre de los tesoros. Escarbad en la infancia (donde ya larvaba (sic) la amenaza).

Cada uno de los pequeños trastos, documentos y la gavilla de las fotografías certifican los hechos. Ahora bien, ¿los explican? Y si los explican, ¿qué se saca en claro de todo ello?

¿Cómo acercarse a un Dios de seis años? ¿de cinco? ¿de doce?

La vida ante sí, aquello que puedes hacer a tu antojo, ensancharla o limitarla, dotarla de un cielo azul o verde, hacerla llana o rocosa, crearla de mares o de ríos, poblarla de seres humanos o monstruos,  hombres y mujeres anónimos o felices tras el nombre otorgado graciosamente… Erigir una historia, o una leyenda, o sólo los mitos.

Hacer la vida inmortal o inacabable o nada más que un sueño (humano, ni ángel ni bestia) en la muerte eterna.

Abierto el cofre: todo el material a la vista fabricará las hechuras de ese planeta infantil azul y verde  ahora en manos de una Diosa y sus caprichos. Hace el mundo, hace su espacio y hace la estrella que le proporciona luz y calor. Desdeña completar el cosmos, un universo de rarezas: esa oscuridad innombrable.

Y en ese mundo inocente no hubiera querido el dolor, pero entonces no hubiera querido la vida, que es penuria y felicidad, tristeza y dicha, resignación y esperanza, fatalidad, albur.

Hola, dolor.

He ahí el pasacalle de los objetos, de los materiales universales con que se hace a una Diosa.

La Gran Sonrisa… ¿a qué?

Ha eclosionado al mundo donde todo parece complicado y mágico, indescifrable y arbitrario, una realidad que ella remeda un siglo o mil años después en los suntuosos trastos de sus obras, un arte objetual que repudia los significados simples pero, asimismo, los acertijos y las falsas suposiciones.

La niña.

Capítulo CCCLXXXIX.

No era un cuento de hadas…

La idea de la muerte la ha tenido siempre presente, lo que no la ha tenido nunca es tan cerca. Pegajosa, asquerosa, adherida a su pensamiento en todo instante, disuelve la realidad exterior en una bruma amarilla de irrealidad pero paradójicamente también la dota de sentido, de interés, aunque finalmente la anegue de hostilidad y de un resentimiento y asco inevitables, pues comprende que ella no es necesaria en la comedia de la vida.

June L… La amiga del alma eterna (de los 10 a los 15 años): adicta primero a las Tootsie Roll y en la época Klee-Senecio a ejecutar dibujos herméticos, desnudarse a las primeras de cambio, andar descalza y fumar sin cesar cigarrillos mentolados. Tenía una cara atractiva de madona renacentista, pálida y enfermiza pero de pícara mirada y una inteligencia crítica casi ofensiva, y el cabello de melena limpia y sedosa. Hubo un mal matrimonio después, un divorcio sangriento… En esta mañana fría y desapacible, se cruzan fugazmente en el paso de peatones de la Séptima con la calle 18. Ambas desvían la vista en un parpadeo súbito y desaparecen como si tal cosa en la ciudad de los ocho millones de habitantes. Nunca más volverían a encontrarse. Ya nunca existirían una para la otra salvo el nombre lejano grabado en la brumosa, caprichosa, evanescente y descascarillada piel de la memoria.

“¿Por qué habré hecho una cosa así?”, se preguntan ambas esa noche cada una en su cama, con la vista clavada en el cielo raso envuelto en oscuridades, chapoteando la mente en la ciénaga del pasado colegial. (Jamás en tu vida de adulto, acierta esta vez a decir el señor Stephen King, tendrás los amigos que tenías a los 12 años.)

Respecto a Debra Z.: en los sesenta ya debía haber calzado zapatos bañados en oro puro, pasear el ocio en cruceros de fortuna, desplegar la sonrisa feliz en la fiesta constante de la opulencia y el lujo. Sin embargo, en el party de T… aparece, aunque joven y bella, como resucitada de una película de serie B: del brazo de un hortera que no elige bien sus corbatas, mal peinada, embutida en un traje de color violeta demasiado ceñido y ataviada con joyas de brillante falsedad. (Y la sonrisa asimétrica y estúpida de tres gin-tonic engullidos con el estómago vacío antes de cruzar la puerta del baile perpetuo.)

¿Y tu marido?

Visto a un kilómetro de distancia parece un buen tipo. (Quería decir inofensivo.)

Pensamientos tales: “El mal y el bien desconocidos pero que más tarde o más temprano han de sobrevenirte son igual de interesantes, algo nuevo en definitiva. Sólo los efectos de uno y otro los diferencia más allá de la expectación inicial.”

¿Y si me alimentara siempre de sopa de langosta y pescado asado?, se dice a la vez que intenta arrancarse el cáncer del pecho y echárselo a los perros.

Chocolate los sábados.

Abstinencia los domingos.

“¿Sabes lo que significa Häagen-Dazs?”

La pequeña, allá en Alemania. Una minúscula crisálida… Una degenerada crecía invisible, en silencio. Una proscrita que en su seno infantil ya llevaba el entartung. La adolescente, ya en América, se nutría a partes iguales de romanticismo y cabezonería, acaparaba el material sacrílego de después (neurosis, fobias, obsesiones, histerias, angustias, miedos…) No podía acabar de otra manera: una artista enfermiza de cabeza al entarteten kunst: dos veces culpable, judía y artista, ¡dos veces al fuego!, brama con su bocaza hedionda el nazi del 37 sepultado en las tinieblas más tarde por la derrota justiciera del 45, enterrado con todo su correaje y su ideología criminal en la mierda y el barro de un Berlín en ruinas, con el morro de cerdo abierto, los ojos reventados y los brazos descoyuntados en cruz. 

La noche gritona y sucia, de colores y ruidos descabellados, no lejos ya del amanecer, cuando todo huele a gastado y podrido, pero cuando todo relumbra aún bajo las luces eléctricas: deja pasar junto a él sin llamar su atención, acobardado, el yellowcab: velocidad lenta, casi depredadora, las manos de largos y finos dedos sobre el volante negro, el rostro pálido y enjuto del cabby, la mirada congelada hacia delante, un Travis Wickle en estado larvario a cuestas con su atroz insomnio, sedimentando en su paranoica galopada a la nada el odio global a través del asco diario.

Paseos ya a ninguna parte: la niebla gris, de ceniciento olor, apenas deja entrever el puente de Brooklyn, oculta ambos extremos sumidos en la nada, casi invisible la sólida ojiva colgada en el vacío.

Ha dejado de ser niña. Ha dejado de ser judía: retorna a los días azules y eternos de Coney Island sin que el temor o la prohibición (ningún artista se prohíbe nada a sí mismo: ¡hasta ahí podíamos llegar!) le impidan acercarse a Nathan, el corruptor: “Un hot-dog de ternera con chucrut y mostaza picante, por favor.”

Es una niña.

Dijo hace cien años: “Me gustaría vivir (si ella no fuese ella) en la casa de muñecas de las Stettheimer: autosuficiente, minúscula, invisible, rodeada de maravillosas obras de arte.”

Esa tarde lánguida regresa al estudio pensativa: la muerte no existe todavía, por eso puede pensar mil cosas a la vez…:

Bowery, antaño (muy antaño) propiedad del señor gobernador Stuyvesant “Pata de Palo”, puritano selectivo a tiempo parcial: “Prohibido emborracharse los domingos – Prohibido pelearse con navaja en público.”

Lo ha visto con sus propios ojos: un tipo –no parecía gran cosa, lo cual resultaba más irritante- ha puesto el billete de cien dólares sobre el mostrador, ha cogido el Atlantic Monthly de noviembre de 1939 con el artículo de Conrad Aiken sobre el estilo de escritura de William Faulkner y ha abandonado la librería Paradis como si tal cosa.

Debería hacérselo todo él: puro anonimato.

La nada absoluta:

comprar el papel

escribir

supervisar

elegir los tipos de plomo de las cajas del chibalete

disponer la hoja

entintar los rodillos

comenzar la impresión en una minerva tipo Boston… ¡todo manual!

De colofón: matarse por su propia mano.

Se mató por su propia mano.

FIN

Un bar escondido. Un bar con todas las de la ley: techo bajo cruzado de vigas negras, tarima gruesa y silenciosa en el suelo, barra de madera pulida con reborde curvo, lámparas de metal en las paredes, luz cálida de amarillos y ocres acogedores, oscuras mesas de pino, asientos cómodos tapizados de cuero verde, silencio, anonimato absoluto. Nada. O todo.

Ni pensar un gimlet con vodka: falla más que una escopeta de feria.

-¿Qué le sirvo, amigo?

-El mejor licor, el más lento y benéfico.

-¿Y eso como se llama?

-Olvido.

Liba el bendito elixir dorado y antiguo, lo paladea lentamente, con sosegada fruición, en paz, sin esperar nada, sin esperar a nadie. Acaricia la garganta un pálido fuego, y tras los párpados cerrados un fulgor de dicha se extiende brevemente y se torna rojo puro, se imprime en el fondo del ojo, en la cueva del seso.

Los días ya no se llaman. Las horas ya no se cuentan.

Vamos por la segunda copa. Escancia, cobarde.

Horas más tarde…

(Nada de escribir algo semejante a uno de esos diarios de adolescentes que parecen escritos por escarabajos con forma humana: el mundo está contra mí, y yo lloro, lloro mucho todas las noches, todas, sufro, sólo sé sufrir, nadie me ama, y amo yo, amo a él/ella, que ni me mira, que nunca sabrá que existo porque, oh, dios, porque él/ella tampoco existe todavía, pero alguna vez ha de bajar a la tierra como un dios de oro, desde las estrellas azules ha de bajar y ambos nos encontraremos en este estéril desierto de barro quemado donde la angustia y la desesperanza hallan su acomodo, mientras tanto sólo la idea de la muerte ronda por mi cabeza, y envejezco en vano, y pierdo el tiempo, y todo es triste y confusión, nadie puede entenderme, ¿quién podría hacerlo?, todo es nada, nada siento, nada espero salvo el milagro de él/ella en la fría soledad de este cuarto oscuro y silencioso que me abruma, que me arroja a la idea de la muerte, a ese final liberador donde nadie me seca las lágrimas, acaricia mi piel…  nada tiene sentido bajo este sol que es una herida que sangra…, que…, que…, ¡oh, dios, yo lloro, lloro!)

Oh, Dios de Las Grandes Letras: que no se seque hoy, precisamente hoy, la Kores Dactylo (¡mójala con mis lágrimas!).

Su itinerario más reconocible (o menos noble) es la línea que conecta en la máquina de escribir las teclas de la A con la Z sin detenerse en las intermediarias.

(Afuera, a un millón de millas, la calle y su tejemaneje, sus increíbles pasatiempos.)

¿Oyes sus ruidos?

Es el hermano gemelo del Hombre del subsuelo.

“Siguió escribiendo, pero nosotros debemos poner punto final aquí.”

Y lo dejaron en la oscuridad.

Un tipo desmenuzándose a sí mismo que acaba germinando en el rico caldo de cultivo de un espeso salivazo de Beckett caído en el suelo. Cualquiera sabe dónde. Y donde fue, fue casualidad.

Para empezar la mañana laboral come con deleite los órganos interiores de aves y bestias varias: sopa de menudillos, mollejas con sabor a nuez, filetes de hígado chorreante, riñones de cordero a la parrilla que daban a su paladar un sutil olor de orina levemente perceptible.

Las teclas se van a enterar.

Se trata de una colección de biografías. Biografías someras. Todas de 87 páginas. Diez ilustraciones. 33 líneas por página. 11 palabras por línea. Primera y única regla: sujeto, verbo y predicado, ni un adjetivo de más ni un punto de menos y frases de dos, tres, cuatro o cinco palabras, a lo  sumo seis:

George Washington, Benjamin Franklin, Marilyn Monroe, Abraham Lincoln, Charles Lindbergh, Clark Gable, Franklin Delano Roosevelt, Al Capone, John Fitgerald Kennedy, Búfalo Bill…

150 dólares por cabeza.

¿Qué haces?

Colecciono cabelleras. (Y en ese estilo.)

Y a otra cosa.

Ahora puede hasta pedir de postre una ración doble de tarta de queso con base de galleta al estilo de Nueva York.

A rodar.

 

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