domingo, 21 de enero de 2024

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Descubre un nuevo amante oculto de Proust además del sufrido Agostinelli o investiga cuánto hay de invención, añadido o confusión de la fiel Céleste en el inmenso collage de los paperoles.

Revela los mil quinientos acrósticos que se entrecruzan en las líneas de El Quijote y que denigran a sus plumíferos coetáneos (a despecho de su inocente Viaje al Parnaso.

Propaga el nombre del negro de James Joyce y descubre que en las comidas –que siempre pagaba otro- el insigne autor de Pomes Penyeach se echaba al coleto un par de litros de vino tinto “porque dicen que el blanco ataca la vista…”.

Afirma contra viento y marea que Brod fue el autor de los textos más kafkianos (primero los tradujo al checo; luego, al yidish y más tarde volvió a traducirlos al alemán; finalmente, corrigió el estilo.

Declara tranquilamente que, en efecto, Shakespeare fue la absoluta invención literaria de un tipejo empresario teatral: en el mejor de los casos los dramas y las comedias serían obra de un “colectivo de actores” que pulían los diálogos a conveniencia del público que se congregara en el The Globe. Y ése era el estilo de la época, amigo. Así se actuaba y así se declamaba sobre las tablas, así eran las épocas.

Abunda en la idea de que Hemingway fue asesinado por el FBI como él sospechaba que ocurriría meses antes de su muerte en la casa de Ketchum, Idaho, aterrorizado, deambulando extraviado en la nieve, buscando por los armarios cerrados una escopeta con la que matarse. Que Jerome David Salinger era adicto a pasar las mañanas en los centros comerciales arrastrando el carro de la compra (cosa que harto le complacía, sobre todo si lo deslizaba con una mano mientras enarbolaba colérico en el aire primaveral u otoñal el puño de la otra).

Registra los mil trescientos insultos, ofensas y críticas cobardes (nocturnidad y alevosía mientras comía o cenaba a costa ajena) proferidos por Jorge Luis Borges contra sus compadres de letras allende (o no) los mares, las lenguas, las circunstancias.

Informa que Samuel Beckett fue el imbatible campeón mundial de billar a tres bandas.

Qué Dalí (mejor escritor que pintor) soslayó dos veces que Lorca le diera por el culo cuando jóvenes, allá en la costa catalana. (“Fue una pena, pero yo no era maricón.”)

Que Walter Benjamin, ya a salvo de la Gestapo, en la misma España solar de escombros, rota y ajena, confundió una píldora blanca contra la tos con otra blanca de cianuro (¡!).

Sentencia que Under the Volcano es una obra religiosa que imbrica a la vez la cruda confesión y el más profundo misticismo en la búsqueda de un dios (cualquiera de ellos).

Escribe que… a Esenin le mató una de sus amantes neoyorquinas de un disparo en la frente (“¡Pero eso es mentira!”. “¡Pero es la mentira lo que les atrae!” “No quiero escribir una mentira.” “Entonces mátalo abriéndole las venas y ahorcándolo al mismo tiempo.” “¿Y podría revelar que el poeta escribió su último poema mojando la pluma en su sangre?” “Bonito colofón.”); sugiere que Rulfo redujo toda la literatura de Laxness a una “nouvelle” (“¿Qué estupidez!”. “Exacto, exacto… Eso es lo que promociona la duda interna.”); afirma que The Making of Americans saca a la luz el verdadero carácter de… ¡los franceses!; que Norman Mailer se batió a florete con una de sus esposas y que corrió la sangre; que cuando Walt Withman leyó de un plumífero a sueldo de The London Critic que “Withman conoce tanto el arte como el cerdo las matemáticas”, se limitó a sonreír dejando vagar la mirada sobre las aguas del East River y admitió que “en efecto, ese buen hombre tiene toda la razón: apenas sé sumar y los misterios de la división decimal todavía no me han sido aclarados”; que el bueno de Hemingway –aún no boxeador que se entrenaba atizando puñetazos en las “cabezas de chorlito de los críticos”- nos advirtió que para escribir como Faulkner sólo hacía falta la suciedad de un granero, beberse media botella de whisky (ni siquiera una entera) y despreciar sin escrúpulo ninguno la sintaxis; que a la vez que se publicó Abasalom, Absalom apareció Lo que el viento se llevó, que se hizo con el premio Pulitzer de ese mismo año; que el sudamericano Borges permaneció virgen (de ahí su literatura sabihonda) hasta que murió cirrótico con la sonrisa de lelo y la mirada fija en las grises aguas del lago Lemán recordando aquellos días felices en que todo parecía girar en torno a un libro y la comida diaria siempre igual: arroz hervido, bife, queso y leche frita; que como dijo Toller pocos días antes de anudar el cordón de su bata en torno al cuello y atar el otro extremo en la barra de la ducha (“Después de haber gastado 50 dólares en una cena, cualquier hotel de dos dólares la noche es bueno para ahorcarse.”); que la picha de Hemingway a despecho de las baladronadas con que le intimidaba era mucho más pequeña que la de Scott Fitzgerald; que el pensador Ortega y Gasset concebía sus ideas y ordenaba sus escritos recorriendo sin pausa, una y otra vez, los pasillos de las casas de Madrid donde vivió hasta el comienzo de la guerra civil española y nueve años después al término de ésta, cuando de nuevo volvió a residir en la misma ciudad (calle Zurbano, 22; calle Serrano, 47; calle Velázquez, 120; calle Serrano, 161; calle Monte Esquinza, 28), y que él mismo calculó haber sumado en tan singular laboratorio intelectual unos 30.000 kilómetros (baldosa más, baldosa menos); que Emily Bronté padeció insoportables dolores antes de consentir por simple pudibundez que un médico la examinara, que cuando en plena tortura ya se rindió y se vistió con sus mejores galas (pobres y sobrias después de todo) ya era tarde, que el doctor nada pudo hacer, que todo era inútil, que la escritora murió dos días después a los 37 años; otrosí (paréntesis personal), que la maravillosa actriz y oculta poeta Gloria Graham murió prematuramente a causa de la misma razón de un pudor mal entendido; que eran las vísceras y el instrumental quirúrgico la auténtica inspiración de Gottfried Benn; que Immanuel Kant, que como todos los filósofos también fue en sus textos canónicos un estupendo autor de ciencia-ficción entre líneas, necesitaba autosatisfacerse sexualmente antes de ponerse a escribir “para que el pensamiento estuviera libre de tensiones ajenas a él”; que en la noche del 21 al 22 de noviembre de 1916 Jack London, destrozado por la insoportable agonía con que le torturaba uno más de los cólicos renales que padecía, no cejó ni un segundo en la tarea de efectuar complicados cálculos para averiguar cuánto sería una dosis mortal de sulfato de morfina: en una hoja garrapateada caída junto a la cama halló la fórmula adecuada para matarse: ¼ de grano de sulfato de morfina y 150 partes de grano de sulfato de atropina: 24 pastillas; que Rex Stout no bebió en su vida una sola cerveza; que toda la poesía del negrero y traficante de armas Rimbaud (merde pour la poésie) fue escrita por Verlaine; que más filósofo que poeta fue Lorca; que Yukio Mishima probó más de una vez la carne humana; que Marcel Proust y Raymond Roussel intercambiaban escritos de sus obras mientras paseaban por el bulevar Malesherbes; que Rilke, dotado de una rara belleza oculta (pues era hombre de escasa estatura, enclenque, feo y con ojos de sapo), enamoraba a las damas, se beneficiaba de sus peculios y huía del compromiso carnal como de la peste; que Julio Cortázar, (a) Uno noventa y tres, se colocaba alzas en los zapatos; que Maxwell Perkins escribió dos docenas de novelas y permitió ladinamente (muy divertido para sus adentros) que otros las firmaran por él; que al futuro novelista Alejandro Dumas cuando le dijeron a los cinco años de edad que su padre había muerto, que Dios se lo había llevado al cielo,  cogió un fusil y empezó a subir escaleras arriba hasta lo más alto de la casa, y cuando le preguntaron que adónde iba, respondió con absoluta seriedad: “al cielo, a matar a Dios”; que don Francisco de Quevedo y Villegas, ya a las puertas de la muerte en la celda del convento de los Dominicos, en Villanueva de los Infantes, tuvo la ocasión de leer en griego La Risa, de Aristóteles, obra que se apresuró a lanzar a las llamas inquisitivas por entender que la literatura es cosa seria y muy lejana de la chanza y el ingenio festivo; que en sus años postreros Thomas Mann se dejaba seducir por camareros; que el metódico y racional Henry James (amante sin embargo de los fenómenos de la parasicología) se entrevistó dos veces, ya en el siglo XX, con el fantasma de Napoleón Bonaparte; que Yeats, por el contrario, hablaba con las pacíficas hadas al atardecer en algún sitio secreto de la verde Eire; que en diciembre de 1983 Julio Cortázar engañó a todo el mundo que le preguntaba a qué había viajado a Buenos Aires en plena dictadura militar desde París, ciudad a la que pensaba regresar en una semana: “He venido a despedirme de mi madre, que ya tiene más de noventa años y yo no creo que vuelva otra vez a Argentina”, declaraba, de tal modo que sus interlocutores le mostraban sus condolencias: “Sí”, respondía con enigmática sonrisa el escritor (pues sabía que su madre iba a sobrevivirle), “es ley de vida”, y dos meses después moría en París de resultas de la leucemia que arrastraba desde años atrás; que el hermano lego Max Jacob, preso de los nazis, poco antes de ser asesinado, se declaraba (además de inocente) mundial, ovíparo, jirafa, sediento, chinófobo y atmosférico; que a Balzac escribir una página le suponía una taza de café: cincuenta páginas diarias (¡el acreedor o el mandato judicial de embargo acechaban!), cincuenta tazas de café al día; que en sus frecuentes períodos de enfermedad imaginaria Franz Kafka, oculto bajo un sombrero de ala ancha y con la cabeza gacha, se escabullía de sus obligaciones metiéndose en un cine lindante con el edificio del Instituto de Seguros de Accidentes del Trabajo donde prestaba servicios de leguleyo; que al decir de Allen Ginsberg, el arte es una estupidez sin sentido al nivel del juego de canicas de los niños; que Trakl, poeta de lo hermético (¡Oh, los hombres de cráteres vacíos…!), comienza a hacerse famoso después de su suicidio al hallarse en Heidegger, filósofo del galimatías léxico, su turiferario y exegeta más encarnizado; que a este Trakl le mató la bala hueca con que su hermana pequeña jugaba en la cama; que unos instantes antes de morir Chéjov bebió una copa de champagne hasta apurarla del todo, esbozó una débil sonrisa y murió plácidamente; que Lytton Strachey, historiador y homosexual confeso, juzgado a causa de su pacifismo a ultranza durante la Gran Guerra, ante la pregunta del irritado fiscal que le acusaba (“¿Qué haría usted si un soldado alemán intentara violar a su hermana?”) contestó sin inmutarse que “ponerse en el medio”; que el caso de mayor generosidad literaria que se recuerda lo protagonizó Stendhal al plagiar línea a línea su primer libro, Vidas de Haydn, Mozart y Metastasio, de las biografías escritas por un tal Carpini, un tal Schichtegroll, un tal Winckler y un tal Baretti (todos ellos han pasado a la historia de la literatura merced al afortunado saqueo en sus textos por parte de este bon vivant de las letras universales); que Juan Ramón Jiménez ya advirtió a todos los poetastros del futuro “que no la toques más, que así es la rosa”; que el joven Frederick Prokosch, ante la pregunta de Thomas Mann acerca de su vocación, respondió con toda seriedad que “cazador de mariposas”; que Sartre escribió Critique de la raison dialectique electrizado por la ingesta masiva de anfetaminas; que Orwell cuando pinche de cocina en París (y sin blanca) escupía en el plato de los desgraciados, confiados y ruidosos comensales de los bistrós donde trabajaba o en las cocinas del “Hotel X”, lugar en el que la mugre de las paredes crecía un centímetro cada año y las cucarachas correteaban entre los desperdicios del suelo, y donde los platos, de impecable y magnífica loza, llegaban a las mesas desbordantes de gotas de sudor y escupitajos; que Burroughs era un excelente tirador de flecha con arco; que la auténtica vocación de Faulkner era la de ser un jockey de leyenda y que en la carrera del siglo celebrada en Jefferson, capital del estado de Yoknapatawpha, el domingo 17 de junio de 1962, el caballo que montaba le derribó y el escritor murió semanas más tarde a causa de las heridas que le produjo la caída; que este mismo, al enterarse de la muerte por suicidio de Hemingway, dijo después de pensar un segundo: “no me gustan los tipos que escogen el camino corto para volver a casa”, lo cual no dejaba de ser la devolución de un cumplido proferido por aquél años atrás; que en un breve poema de Valente se esconde la clave para comprender el más allá de la muerte; que Jean Rhys, que amaba por encima de todo ser dependiente, se las ingenió de tal modo que a lo largo de su vida de escritora (lógicamente, salvo en sus últimos años de anciana) fue mantenida por tres hombres: “lo aprendí todo demasiado tarde”, se excusaba al ser interpelada acerca de ese llamativo detalle biográfico; que Wittgenstein, maestro de escuela pegón, gustaba de preparar cacao con avena para sus pequeños alumnos de Trattenbach, pero jamás lavaba la olla donde cocinaba; que san Juan de la Cruz padecía de priapismo; que un tal David Grau, oscuro escritor al fondo y fin de la más negra noche, escribió durante su vida de negro literario (y de ahí no pasó), al margen de otros miles de folios, un total de 47 tesis doctorales (treinta y tres de ellas cum laude) sin tener siquiera un título universitario; que en 1964 la joven novelista Pamela Moore, en pleno triunfo literario, pensaba que a los veintiséis años su insatisfacción sexual iba a ser crónica, de manera que cerró con doble llave la puerta de su apartamento en Nueva York, se introdujo el cañón de una pistola en la boca y apretó el gatillo; que el mejor elogio, según él mismo confesaría, que jamás recibiera Burroughs fue perpetrado por Borges una tarde que sentados en un parque codo con codo permanecieron durante cuatro horas sin abrir la boca, hasta que, ya anocheciendo, el argentino se levantó de su asiento, fijó la mirada de ciego en su rostro y le espetó: “Usted es un escritor”; que Conrad escribió largos y apasionados ensayos biográficos sobre Dostoyevski que nunca se dignó publicar; que Shakespeare, ante la acusación de sus reiterados plagios no dudó en confesar “que  robaba los versos a los poetas oscuros como quien aparta a una joven de las malas compañías”; que Joyce afirmaba que el estreñimiento que padecen todos los ingleses se debe “a los millones de tazas de insidioso té que toman estúpidamente”; que por una confusión no exenta de disculpa Isak Dinesen se casó con el gemelo equivocado y fue tremendamente infeliz hasta que se deshizo el equívoco; que la venerada escritora de Mujercitas, Louise May Alcott, bajo su aspecto de inocente damisela escondía una tortuosa autora de relatos siniestros que firmaba con seudónimo y que, ya de edad avanzada, declaró que en su vida sólo había sido capaz de enamorarse hasta la desesperación de jovencitas preciosas pero nunca de un hombre; que gran parte de los escritores surrealistas se inspiraban en las cabriolas del mítico gato Jông-dêk-lén; que la mejor poesía de Eliot fue la selección de notas que reunió para escribir un ensayo acerca de la literatura griega popular como comparanza y reactivo a la cultura de la clase media británica del primer tercio del siglo XX; que Lope de Vega profetizaba que, debido a su inoperancia y estupidez, Don Quijote andaría de culo en culo y acabaría en un muladar; que la mejor definición de la literatura la proclamó Monsieur Cocteau: “una mentira que dice la verdad”; que el susodicho mulato (recalquemos lo de “mulato”) Alejandro Dumas tuvo a su servicio 18 negros encargados especialmente de las descripciones y los diálogos de las peripecias que tramaba, y uno más, bien aguerrido de lentes gruesos, un tal Auguste Maquet, sólo para la documentación histórica requerida por sus novelas, algo que tampoco le preocupaba en exceso: “A la historia se la puede violar cuantas veces quiera uno… siempre que se le haga un hermoso hijo”; que Virginia Woolf, dos semanas antes de dejarse engullir por las guas del río Ouse y morir ahogada, escribió en su diario el 8 de marzo de 1941 después de haber trabajado en su última novela durante diez horas seguidas: “Hale, ahora a preparar el bacalao para la cena”; que todas las amantes que compartían lecho con Sartre pasaban antes por la cama y la lengua viscosa y serpentina de Simone de Beauvoir; que Bartleby era un hijo natural autista de Melville; que el poeta Eugenio Montale escribió un poema al modo de los futuristas, no del todo olvidable, loando la maravilla que constituía el hecho de volar de Roma a Nueva York en 40 horas a bordo de “ese milagro insuperable de la ingeniería que es el Douglas DC 6”; que el poeta chino Hsin-Ch’i-Chi que vio la luz en 1140 en Shantug y murió en 1207 en lugar desconocido, de devota lectura por los miembros de la llamada beat generation, refuta que la vida del hombre la dignifique el trabajo o la prole, y que lo único que justifica su existencia son las tres actitudes más nobles que en el mundo hay: beber hasta la embriaguez, viajar y dormir; que Pessoa tuvo que escribir más de 4.509 cartas comerciales para poder dedicarse en sus ratos libres a la poesía y a una introspección alcohólica que evocaba la materia del averno; que cuando Max Perkins suplicaba “más delicadeza, Tom, más disciplina, más contención…”, el rebelde Tom Wolfe se limitaba a responderle soltando un respingo que los únicos modelos de su literatura eran las cataratas Niágara y el río Mississippi (“¡Qué discurra, que discurra el caudal!”); que Maynard Keynes, contradiciendo la proverbial incapacidad de los economistas para la profecía, dejó escrito en agosto de 1934 que “si los alemanes no tienen dinero para pagar las deudas contraídas con la industria textil de Lancashire y sin embargo están comprando cobre constantemente…, eso significa que en unos años habrá guerra”; que el antojo, la chulería y estupidez surrealistas permitían leer a Heráclito, Swift, Diderot, Nerval, Marx…, y por el contrario abominaban, ridículos ellos, de Platón, Virgilio, Quevedo, Montaigne, Proust…, vaya uno a saber por qué; que don Félix Lope de Vega y Carpio compuso 1.500 comedias y acompañó en el lecho a un número de mujeres no menor que esa cifra; que al igual que acostumbraba a hacerlo Bertold Brecht y Navokov, Philip Roth escribe de pie, Gabriel D’Annunzio lo hacía acostado y Julio César dictaba sus crónicas a caballo; que el Premio Nobel de Literatura de 1989, don Camilo José Cela Trulock, se enorgullecía en un programa de televisión de índole cultural que era capaz en no más de un minuto y medio de aspirar por el ano la cantidad de agua que contuviera una palangana de tamaño digamos mediano, unos cinco litros aproximadamente; que Rudyard Kipling, premio Nobel de literatura en 1907, embargado por la emoción del sacrificio más que por la inspiración poética, declaró que “la misión de los hombres blancos es vigilar y corregir a los hombres negros y salvajes, mitad niños mitad diablos, que ni siquiera son capaces de reconocer los bienes que les proporciona la protección y dominio de aquéllos”; que Gertrud Stein ignoró en su testamento, condenándola a la pobreza casi absoluta, a Alice Toklas, que fue su única pareja a lo largo de décadas (aunque era la Stein la que producía los orgasmos de ambas), y legó su magnífico patrimonio (que incluía cuadros de Picasso, Braque, Juan Gris y Matisse) a unos sobrinos casi desconocidos, lejanos y desdeñosos; que Adamov pronto descubrió que “la fuente de todas mis desgracias es mi actividad literaria”; que este mismo gustaba de cortarse con la navaja de afeitar frente al espejo y en un acto de orgiástico masoquismo disfrutaba viendo brotar la sangre; item más, que este mismo obtenía placer sexual obligando a las meretrices que le pisotearan la cara con los tacones de sus zapatos; que la ira de Raymond Carver fue descomunal cuando, encarriladas ya las cosas literarias y financieras y dejado atrás el veneno del alcohol, descubrió que el flamante Mercedes 300D plateado que se había comprado con el importe de su última colección de cuentos tenía asientos Naugahyde y no de cuero; que monsieur Louis Althuser alrededor de las nueve de la mañana de luz lánguida y gris del domingo 16 de noviembre de 1980 comenzó a aplicar un tierno masaje en la parte delantera del cuello a su esposa Hélène hasta que, al cabo de unos minutos, descubrió con estupor que los ojos de la mujer, inmóvil y serena, miraban al techo con extraña fijeza, que entre los dientes asomaba la punta de la lengua, que la mujer estaba muerta, que en realidad él acaba de estrangularla (consciente o inconsciente, nunca lo supo); que Robert Musil, en pleno proceso de escritura de Der Mann ohne Eigenschaften, y comenzada ya la guerra que destruiría la vida de decenas de millones de seres humanos, escribió en su diario el 14 de julio de 1940, domingo, que “Hoy ha tenido lugar una conversación a pesar de mis deseos que me permiten conocer el verdadero carácter de las personas que me rodean: Marian niega de pronto haber hablado mal alguna vez de la señorita von Borsinger. Ayer hablaban tranquilamente y con buen ánimo. Fritz aporta a este respecto un comentario adicional: que al principio, cuando conoce a alguien, es él quien se comporta de ese modo y que la señorita von Borsinger no le había caído nada bien en cuanto la vio. Le creo capaz de afirmar que hemos sido nosotros quienes le habíamos predispuesto en su contra. Por otra parte, Marian es muy apasionada en sus inclinaciones, y cuando se siente engañada, también reacciona con violencia. Sin embargo, olvida ladinamente que acaba de decir que jamás había hablado mal de Barbara, cosa que había confesado al principio…”; que Robert Frost abominaba de T. S. Eliot, de quien afirmaba que además de ser un pedante baboso “sólo hace literatura, es decir, todo lo que escribe es pura falsedad”; que el insobornable y solitario escritor Pío Baroja afirmaba que le hubiera alegrado ser impotente: “¡Qué quiere usted! Para mí, como para la mayoría de los que viven y han vivido sin medios económicos dentro de nuestra civilización, el sexo no es más que una fuente de miserias, de vergüenzas y de pequeñas canalladas.”; que en la tarde del 22 de febrero de 1955, martes, después de pasar la mañana fumando cigarrillos “Craven A” a la vez que miraba el océano a través de la gran ventana de su casa en La Jolla, cerca de San Diego, Raymond Chandler, capaz de haber escrito siete novelas policíacas (entre ellas dos de las mejores de la especie) y dos docenas de relatos (poco memorables), descubrió que no tenía la menor idea de cómo manejar el revólver del 38 con el que intentó matarse y casi se vuela un pie en la ducha: tendrían que pasar cinco años aún para que el sarcástico escritor muriera pacíficamente de una pulmonía en la cama de una clínica; que a punto de dar a luz la mujer de Thomas Mann, el escritor dejó bien claras sus preferencias en lo tocante al sexo de su primer hijo: “espero que sea varón, una niña no es una cosa nada seria; que Colette pasó los últimos años de su vida inmovilizada en la cama rodeada de pisapapeles (uno de ellos se lo regaló al taimado Truman Capote, tal vez un rosa blanca) y almohadones bordados por ella misma en una habitación donde las paredes estaban forradas de seda teñida de rojo fuego, el techo también era rojo, así como la cama de madera pintada de rojo y las sábanas rojas; que Charles Dickens mató a la pequeña Nell porque “el ruego unánime de la gente a ambos lados del océano para que no lo hiciera estaba pidiendo a gritos que la matara”; que, cuando niño, a Yukio Mishima sólo le permitían jugar con niñas “vestido como ellas”; que Herman Broch afirmó de su obra La muerte de Virgilio que la había escrito “exclusivamente para mí, para nadie más”, y que cinco años después de su muerte sería traicionado con vileza y la novela fue publicada; que Jules Renard murió prematuramente de melancolía y tristeza porque su diario ya le aburría; que éste mismo dijo de un tipo que “aunque no habla, sé que piensa tonterías”, y aun de sí mismo que ”el mono es el pariente pobre que tiene uno”; que D. H. Lawrence llegó a la conclusión que “la Escultura (sic) es la más baja de las artes”; que Simenon, en el instante de morir, no sabía con certeza si había escrito 10.000 novelas o se había acostado con 10.000 mujeres: “Sea lo que fuere”, admitió, “he pecado en exceso”; que el día 14 de julio de 1953 Sylvia Plath, angustiada por la ejecución de Ethel y Julius Rosenberg un mes atrás y las tremendas dificultades que le suponía comprender el Finnegans Wake de mister Joyce, imploró a su madre desesperada: “¡Oh, madre, el mundo es demasiado corrupto! ¡Deseo morir! ¡Hagámoslo juntas!” (su madre se negó de plano y se la quitó de encima poniéndola en manos de un psiquiatra que la asó varias veces mediante la socorrida técnica de la electroterapia); que Jean Genet admitía con pesar años antes de morir que “él no había tenido lectores en el sentido convencional del término, sino que la gente que leía sus novelas y sus piezas de teatro eran mirones que se regodeaban atisbando en el lado escandaloso de su biografía”; que cuando Sherwood Anderson, que afirmaba que la única madre que había tenido en la vida era el whisky, vio por vez primera a William Faulkner pensó que era un hombre contrahecho, aunque en realidad la menuda pero abultada y forzada figura de Faulkner se debía a que escondía debajo del gabán cinco botellas de bourbon que acababa de comprar de contrabando en plena era de la prohibición; que Wordsworth, poeta e inglés, afirmaba que el sol era una inmensa bola ardiente de carbón; que el reflexivo, angustiado y temeroso Unamuno, de prosa airada y reinvindicativa, siempre estuvo resentido con Cervantes, con su genio calmado y sencillo, sin trampas ni elucubraciones teológicas estériles; que cuando George Bernard Shaw recibía la visita de algún admirador entusiasta sólo le franqueaba el paso si respondía afirmativamente a la siguiente pregunta: “¿Posee usted algún secreto para no morir?”, y si el otro denegaba con la cabeza mudo por la sorpresa, el caustico irlandés le invitaba a marcharse por donde había venido, ya que “nada de lo que dijera podía interesarle”; que el marqués de Sade, que preconizaba la nueva moral en cada uno de sus textos, comprendió al final de su vida carcelaria que todo en el universo “ha sido creado para el mal” y de ahí la contumaz procreación entre los humanos y los animales; que Carl Gustav Jung agigantó de tal modo el diván de su gabinete donde se tumbaban sus pacientes que, trascendiendo lo individual, allegó a la sorprendente revelación de lo “inconsciente colectivo” que se agazapaba en la mente humana desde tiempos inmemoriales; que mister Joyce el 8 de diciembre de 1909 escribió una carta a su mujer Nora Barnacle, en Dublín a la sazón, a la que definía como “mil dulce putita Nora” y que en esa misma carta afirma que ella, su querida mujercita, en cierta ocasión  (y ese recuerdo le ayudaba a soportar la soledad de esa noche) “tenía el culo lleno de pedos”, pero que a él le resulta en extremo delicioso yacer cuantas veces sea posible con una “mujer pedorra”; que como poeta humilde y ruin don Miguel de Cervantes Saavedra en su Viaje al Parnaso habla de todos los poetas de su tiempo, “todos buenos y ninguno malo”; que el joven Weininger en 1903 escribió en su libro Sexo y carácter, publicado ese mismo año, que “aun el más inferior de los hombres está muy por encima de la mujer más elevada, que la genialidad está ligada a la mascunilidad, que la mujer carece de lógica, que la mujer no es profunda ni sublime, no es sagaz ni sincera, pero no por ello es una imbécil, que sólo la castidad nos libra de la mujer”, que tal filosofía llevó finalmente a Weininger a la catástrofe, por lo que en octubre de ese mismo año de 1903 el homosexual confeso y veintiañero Weininger se mató pegándose un tiro (por azar inexplicable e injusto en la misma casa de Viena donde murió Beethoven); que Stevenson, el hombre que imaginó el diabólico Hyde apoderándose de la bondad natural del ser humano, derribado por un ataque cerebral que lo mataría dos horas después, exclamó aterrorizado que algo horrible cambiaba su cara: creyó que Hyde se encarnaba en él en el mismo instante de morir; que el prolífico, incansable y contumaz Isaac Asimov escribía todos los días de su vida de adulto doce horas ininterrumpidas sin que le importara lo más mínimo la posibilidad de hacer otra cosa además de aquella, hasta tal punto que cuando uno de sus editores le preguntó que haría si le confirmaran que le quedaban seis meses de vida, el imbatible escritor contestó tranquilamente que “teclear más aprisa”; que el impulso definitivo que decidió a Cesare Pavese a suicidarse en el Albergo Roma de Turín la noche del sábado 26 de agosto de 1950 ingiriendo 16 pastillas de veronal no fue ni más ni menos que el pensar que “hasta las jovencitas son capaces de hacerlo”; que don Julio Casares, filólogo, dómine entre los dómines, había descubierto que don Vicente Blasco Ibáñez escribió el bestseller mundial Los cuatro jinetes del Apocalipsis con la pluma de firmar cheques y no con la noble péndola de la poesía; que la poetisa argentina de origen ruso-judío Alejandra Pizarnik se suicidó la madrugada del 25 de septiembre de 1972 ingiriendo 50 pastillas de seconal sódico, ni una más, ni una menos; que la susodicha Pizarnik el crucial sábado 24 de agosto de 1964 dejó escrito en su diario que “no me suicidaré hoy”, y se debatía dolorosamente entre “quedarme aquí (Buenos Aires) o vivir en París”, para finalmente confesar aquello que realmente anhelaba: “…lo que yo quiero es enamorarme”; que Kierkegaard siempre dudó a lo largo de su histriónica existencia entre ser un actor trágico, jugador de naipes o dedicarse a la filosofía; que el escritor humorista Kingsley Amis solía tildar de “mierdecilla” a su hijo el también escritor (nada humorista) Martin Amis con el fin de acrecentarle su ego; que durante algunos años el poeta de Chicago Carl Sandburg tuvo que aguantar los antojos de Marilyn Monroy que lo confundía con su padre; que Alfred Döblin, al decir de sus amigos, cambiaba de estilo y aun de ideología cada quince días “y eso está completamente demostrado”, afirmaban sin titubear; que cuando murió Maurice Girodias, propietario de la Olympia Press y antes de ésta de Les Editions du Chêne (que publicó uno de los trópicos de Miller), nadie pudo encontrar en parte alguna las decenas de originales que había custodiado en sus oficinas de obras de Bataille, Nabokov, Burroughs o Samuel Beckett; que Heinrich von Kleist, Zweig, Osamu Dazai y Koestler creían en el más allá y por tal razón ambos agarraron de la mano a sus esposas para que murieran el mismo día, la misma hora y en el mismo minuto que ellos; que Cèline tuvo tres amantes judías alemanas (a las tres les salvó la vida) y a punto estuvo por complacer a una de ellas de practicarse la circuncisión poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial; que Blaise Cendrars, cuando trabajaba de equilibrista en un “music-hall” de Londres, compartía la cama de la pensión donde se hospedaba con el cómico Charlie Chaplin; que la novela Le voleur de Bernard Garu, premio Nobel de literatura de 1942, se basa en ciertos aspectos biográficos y criminales de su amigo de juventud André Malraux; que el poeta turco Nazim Hikmet, que pasó las dos terceras partes de su vida de adulto en una cárcel, permaneció durante cuatro días de pie, hambriento y sin poder rendirse al sueño en una mazmorra donde los excrementos y las aguas pestilentes le llegaban a la altura de la rodilla; que cercano el final de su vida Walter de la Mare pensó que ya era demasiado viejo para vivir en el mundo de los dogmas y prefirió instalarse en el mundo de los fantasmas, “algo extremadamente difícil de conseguir puesto que son muy susceptibles, evasivos y reacios a la camaradería”; que el sábado 26 de junio de 1943 Knut Hamsum se reunió en Berghof con Adolf Hitler, y contra lo que podría pensarse el viejo escritor de 83 años, admirador confeso de la ideología nacionalsocialista y ferviente partidario del pangermanismo, exigió reiteradamente al todopoderoso pero ya maltrecho Führer que restableciese el tráfico marítimo noruego y aliviara las penalidades de la ocupación de su país, y que tantas veces persistió en esta petición en el transcurso de la entrevista que llegó a desatar la furia incontenible del dictador hasta que éste, fuera de sí, puso punto final a la reunión; que el silencioso escritor mexicano Juan Rulfo (ya susodicho) escribió su obra maestra Pedro Páramo en un cuaderno escolar a mano con una pluma Sheaffers y en tinta verde, “por mera superstición, pues uno cuando escribe es como si enredara con la nigromancia, sin dejar de invocar a los muertos”; que Susan Sontag, judía y lesbiana (pero sin sentido de culpa), elitista animosa, llegó a la conclusión que “judíos y homosexuales eran, sin discusión, las minorías creativas más sobresalientes de la cultura urbana contemporánea”; que a pesar de su vastísima y celebrada producción de novelas de aventuras y entretenimiento (lo cual no es óbice para acabar en la pobreza), Emilio Salgari, escritor de temperamento nervioso y fumador de cien cigarrillos diarios, no vio otra salida al infortunio que poner fin a su vida abriéndose el vientre con un cuchillo de cocina: “Abatido por la desdicha, casi en la miseria a despecho del enorme volumen de mi trabajo, con mi mujer loca y enferma y sin poder pagar las facturas del hospital, me liquido”; que Anaïs Nin, después de haberse acostado con su padre, jamás volvió a sentir satisfacción sexual alguna, bien yaciera con hombre o lo hiciese con mujer; que el día 19 de julio de 1936 García Lorca selló su destino fatal al viajar de Madrid a Granada en lugar de acudir, como había acordado previamente, con su amigo Pablo Neruda a una velada nocturna de catch-as-can donde pelearían el Troglodita Enmascarado, el Estrangulador Abisinio y el Orangután Siniestro; que Ezra Pound fue el único escritor, que se sepa, que acabó encerrado en una jaula; que al levantarse la mañana del día en que murió, Dylan Thomas había decidido dejar de beber: para celebrarlo se tomó dieciocho whiskys seguidos que le condujeron a un coma etílico inapelable e insuperable; que, ¿es preciso creer a Strajov, biógrafo menor, escritor de cuarta fila, vanidoso, embustero, intrigante, envidioso, mezquino, interesado y por encima de todo desleal?, ¿hemos de admitir como afirma en sus viperinas cartas que Dostoievski se jactaba de haber copulado con una niña de diez años en una bañera?, ¿explicaría esto las patéticas violaciones que tanto Svidrigailov en Crimen y castigo y Stavroguin en Los endemoniados perpetran en dos niñas débiles e indefensas que, finalmente, terminan colgándose de una cuerda hasta morir?, ¿disponemos de pruebas en uno u otro sentido? ¿han de considerarse fehacientes los testimonios respecto a la supuesta culpabilidad del escritor como se recoge en las memorias y escritos de Turgueniev, Bulgakov, Viskovatov y Venguerov que acabaron aceptando la veracidad de la terrible acusación?, ¡quién sabe!; que durante la noche del viernes 12 de mayo de 1961 la casa de Aldous Huxley, en el 3276 de Deronda Drive, en Los Angeles, fue totalmente destruida por un voraz incendio alimentado por un vendaval inclemente que no dio lugar a tregua alguna, y con la casa desaparecieron su biblioteca al completo, posesiones, recuerdos, cartas, diarios, manuscritos y toda la documentación que había acumulado durante décadas, y que el escritor tan sólo pudo decir al día siguiente que le resultaba extraño partir literalmente de cero a su edad pero que, por lo menos, había  aprendido a la debida hora, ya al final de su vida, que uno no puede llevar nada consigo en el instante de su muerte: poco después, y ante la generosa disposición de sus amigos sólo les pidió un Shakespeare y un Chaucer completos, algo de Keats, Browning y los poetas metafísicos ingleses, algún libro de filosofía y religión orientales “y si alguien los tiene de sobra un Dostoievsky, el que sea, Guerra y Paz y la Karenina (sic)… ¡y la History of Western Philosophy de Bertrand Rusell!”; que en los miles de novelas de quiosco que el escritor español José Mallorquí había escrito “fulminó” a 14.567 forajidos, cowboys, cuatreros, pistoleros, indios y algunos otros de similar ralea que infestaban el paisaje del “western” americano imaginado por él con extrema fidelidad sin salir de su casa de Madrid, y que al final el mismo sucumbió a esos mezquinos detalles-fetiche de todo novelista honrado y se pegó un tiro en la cabeza con un colt 45 Special; que el apátrida Vladimir Nabokov aprendió español en tres semanas sólo para leer en su lengua original El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha sobre el que, años más tarde, escribió un más ingenioso todavía libro a través de cuyas páginas (como fácilmente hubiera descubierto Sigmund Freud) se trasluce la inmensa admiración, cuando no envidia cochina, que le suscitaba (a su pesar) la obra cervantina; que el lúcido y desolado (al decir de Borges) Carlyle despreciaba el sistema parlamentario, le asqueaba la democracia, ponderaba el odio y la pena de muerte, celebraba la esclavitud de las “razas inferiores” y se anticipó clamorosamente a los nazis al proclamar que “un judío torturado era preferible a un judío millonario”; que el arrogante Henry James en una de sus descontroladas excursiones montado en bicicleta atropelló en un camino rural de la campiña inglesa a una niña que, andando el tiempo, se convertiría en una afamada novelista de misterio: Aghata Christie; que según el susodicho Nabokov, el susodicho Proust se deleitaba en decapitar ratas cuando no conseguía dormir; que en uno de sus viajes a Oriente, Gérald de Nerval compró en El Cairo una esclava javanesa; que Voltaire calificó al autor que había perpetrado Hamlet y Otelo de “salvaje borracho”; que Heidegger, el filósofo más ateo, era hijo de un sacristán, lo que conmueve especialmente al comprender que todo su sistema es, en realidad, la búsqueda de una deidad; que el día 28 de octubre de 1910 Tolstói abandonó sobre la mesa del escritorio el libro  que estaba leyendo en ese momento, Crimen y castigo (abierto por las páginas 116-117), de Dostoievski, y atravesó el bosque de fresnos que rodeaba Iasnaya Poliana huyendo de su familia para morir como un pobre mujik después de una angustiosa agonía de días en la casa del jefe de estación de Astapovo; que don Félix Lope de Vega y Carpio (ya reincidente en tales imbecilidades) advirtió con severidad que ninguno de los poetas peor que Cervantes y nadie tan necio que alabe Don Quijote; que el verdadero strong silent man de las novelas de Dashiell Hammett era el propio Dashiell Hammett, y el precio que tuvo que pagar a causa de ese decoro personal fue la infamia y la cárcel en un país dominado por el miedo; que este mismo declaró que sus ingresos relativos a 1956 ascendían a 30 dólares, y no porque hubiera escrito algo, sino que esa cantidad correspondía a una inversión que hizo en la obra de teatro Death of a Salesman, ya que profesaba gran admiración por su autor, Arthur Miller, y que en la actualidad vivía de los préstamos que a fondo perdido le entregaban un grupo de amigos; que también este mismo tuvo que indemnizar con 2.500 dólares, en virtud de un auto del juez de un tribunal superior, a una señorita a la que molió a palos por negarse a sus intentos de seducción, mientras su esposa, por esas fechas (mayo de 1932), escribía a Alfred A. Knopf, editor del novelista, solicitándole unos dólares, ya que ella y sus hijas hacía tiempo que no se alimentaban debidamente; que el gordo inmenso David Hume, justo el día que dio término a la sección II (De la Probabilidad. De la Idea de Causa y Efecto) de la III Parte del Libro I de A Treatise of Human Nature, y durante uno de sus paseos reponedores, se hundió en un cenagal del que por más que lo intentaba no lograba salir, hasta que una vieja, al verlo preso en él, prometió sacarle de allí a condición de que rezase un Padrenuestro; que en uno de los libros que mayor hilaridad producen al leerlo, Examen de ingenios para las ciencias, tildado de libro científico y literario, su autor, Huarte de san Juan, se pregunta “¿cuál es la causa que los más de los hombres necios engendran hijos sapientísimos?”, y a renglón seguido el médico y escritor navarro se contesta que “los hombres necios se aplican muy de veras al acto carnal y no se distraen en ninguna otra contemplación, al contrario de lo que hacen los hombre muy sabios, que aun en el acto carnal se ponen a imaginar cosas ajenas a lo que están haciendo…”; que la escritora antiesclavista Harriet Beecher Stowe, autora del bestseller de la época, La cabaña del tío Tom, recibió en su casa de Brunswick, en Maine, un paquete que contenía una oreja arrancada a mordiscos de un esclavo negro; que un día, sin que jamás lograra explicárselo a sí mismo, el presunto aristócrata y auténtico escritor polaco Witold Gombrowicz decidió quedarse en Argentina durante décadas, y que de la misma forma, un día decidió marcharse para no volver nunca, harto ya de alimentarse con pedazos de pan duro y miel y que le confundieran con un anarquista de segunda mano; que éste mismo se ganaba la vida durante los años cincuenta en Buenos Aires disertando sobre filósofos a un grupo de damas aburridas: al cabo de una hora exacta, indefectiblemente, pasaba el sombrero y contaba con cuidado las monedas que le permitirían comer el resto de la semana hasta la próxima charla; que existe gran controversia entre los eruditos consagrados a esclarecer detalles biográficos de la existencia de Emmanuel Kant, así, mientras unos establecen con autoridad que el filósofo sólo se permitía una comida al día, y frugal, otros sentencian que el profesor de Könisberg llegaba a realizar cinco colaciones diarias sin perdonar ni una sola de ellas (en fin…): en cuanto a su viejo criado Lampe… éste prefirió mantenerse en silencio y no inclinar la balanza hacia uno u otro lado; que el 2 de septiembre de 1893, en el momento justo que el escritor español José María de Pereda finalizaba la cuartilla 247 de Peñas arriba, su hijo, a unos metros de su gabinete, se mató de un tiro en la cabeza, y en la hoja blanca, aún aturdida la pluma por el disparo, como un goterón de sangre negra quedó plasmado en forma de cruz el instante fatal cuando una vez más la realidad con su desorden sepultaba con estrépito la ficción; que Mark Twain contabilizó en uno de los libros de su compatriota James Fenimore Cooper “114 catorce errores literarios de los 115 posibles”, pero calló el que no ajustaba la suma: el de falto de entretenimiento; que Sinclar Lewis, después de haber recibido el Premio Nobel, no pudo sino sentirse compungido al caer en la cuenta que “ni Cervantes, Dante, Shakespeare, Flaubert o Tolstói obtuvieron jamás un premio de mierda que meterse en el culo”; que el susodicho también llegó a pensar que “el mariconazo de Shakespeare se había casado a propósito con Anne Hathaway utilizándola como pantalla, ya que esa mujer estaba probado que era una tortillera de la clase macho furiosa; que Curcio Malaparte comprendió un fresco atardecer de verano de 1941 en Ucrania que Alemania perdería finalmente la guerra al contemplar extasiado a una joven campesina de perfil quemado por el sol y de tirabuzones dorados como el oro leer a Pushkin debajo de un manzano una vez acabadas las pesadas tareas del campo: “Sólo tenía que recordar esa escena mientras se dibujaba ante mis ojos de forma grotesca la máscara aberrante en que se convertía en las altas horas de la noche el rostro hinchado y abatido por el alcohol del generalgouverneur alemán Frank para despejar cualquier tipo de duda”; que el día que se suicidó en un hotel de Palermo, Raymond Roussel intentó materializar consigo mismo la idea general que sobrevolaba sus escritos, por lo que segundos antes de que los barbitúricos le sumieran en la inconsciencia se tendió en un colchón sobre la alfombra de la habitación intentando simular con tan mínima escenografía que navegaba en una barca y que ésta terminaba naufragando en el charco de la muerte; que el único placer que experimentaba de verdad Somerset Maugham era “el corromper inocentes, especialmente varones”, además de comportarse con auténtica tacañería con sus invitados, “esos gorrones que lo único que merecen para comer es lo que les pongo en la mesa durante la comida (huevos y patatas hervidas) y para la cena (ese insípido y barato pescado llamado limandes)”; que Goethe, en los postreros años de su vida, se dedicó a insertar deliberadamente escritos enigmáticos e incomprensibles en sus obras a fin de oscurecer su significado, promover una hermenéutica enriquecedora y convocar en un futuro la controversia universal y la discusión entre sus críticos; que el también susodicho Scott Fitzgerald, pieza ejemplar de “escritor-americano-destruido-a-sí-mismo”, le recomendó a su hija Scottie en su última carta de diciembre de 1940 que se limitara “a hacer todo lo que no hicimos tu madre y yo y estarás perfectamente a salvo”; que fue un accidente de automóvil lo que, al mantenerle retenida en casa, provocaría que Margaret Mittchel dedicara nueve años a la redacción ininterrumpida de Lo que el viento se llevó, y que a partir del año de su publicación en 1936 dejara de escribir amedrantada por el éxito literario hasta que murió el 16 agosto de 1949, de nuevo atropellada en Atlanta por un automóvil, esta vez un taxi; que Bertrand Russell, entre otras muchas cosas que dijo acerca de él, convenía sonriente que “el amigo Wittgenstein era gracioso, pero que era homosexual”; que Roman Gary, al poner punto final al último libro que había escrito, decidió que “ya me he explicado a mí mismo lo suficiente, no tiene sentido seguir vivo”, y ese mismo año, 1971, se mató; que Montaigne dejó escrito que “si yo estuviese seguro, no ensayaría”; que el ácido y misántropo escritor Chuck Palahniuk, autor de las historias más repelentes que uno pueda recordar, podría justificar sus sórdidas motivaciones literarias apelando a unos incidentes familiares no menos extravagantes (por monstruosos): “cuando su padre tenía cuatro años, el padre de éste (abuelo del escritor) mató a su madre y le persiguió con la escopeta aún humeante por toda la casa para pegarle un tiro hasta que finalmente se cansó y se disparó en la cabeza muriendo en el acto, que pasado el tiempo su padre superviviente, divorciado de la madre del escritor, entabló relaciones con una mujer separada, y que el marido de ésta, enterado de ello, les sorprendió una noche al volver a casa y los mató a tiros a los dos”; que Neruda era incapaz de explicar su poesía, porque confesaba que era “ella” la que en realidad le explicaba a él; que el futuro hispanista Gerald Brenan, enclaustrado por decisión propia en una aldea al sur de Granada, tuvo que leer 2.500 libros, incluida la Geografía de Reclus, a fin de completar su educación empezada años atrás pegando tiros en las trincheras de la Gran Guerra; que en 1926 cuando Hemingway se enteró que un crítico de The Dial calificaba su novela Fiesta de “simple copia al papel carbón de la vida parisina que no le importaba a nadie”, estuvo varias semanas intentando descubrir su identidad para “propinarle un par de puñetazos en su insignificante cabeza de chorlito”; que recalcitrante cual sus escritos, Angel Ganivet se arrojó desde un vapor al Dvina el día 29 de noviembre de 1898, poco antes de las tres de la tarde, y que salvado de las heladas aguas por varios pasajeros, en un descuido de éstos, pocos minutos después volvió a tirarse por la borda y fue engullido definitivamente por el río, adiós, hasta nunca; que Jonathan Swift nunca pudo transigir con la idea de que su dulce amada defecara (¡Pero ella caga, caga!, consignó inconsolable en su diario); que el poeta catalán Gabriel Ferrater, dandy y alcohólico, amante de la paradoja, esnob y elitista intelectual, escritor de inmejorables poemas amorosos y de gustos personales sofisticados cuando no excéntricos (“me gustan la ginebra con hielo, la pintura de Rembrandt, los tobillos jóvenes y el silencio; detesto las casas en que hace frío y las ideologías”), a los cincuenta años justos eligió para acabar con su vida el pedestre sistema de asfixiarse encerrando la cabeza en una bolsa de plástico de lo más vulgar de El Corte Inglés; que Hannah Arendt dejó escrito que el arte terminaba su historia con Picasso, al menos aquel que nacía con las venus primitivas, consolidaban los griegos y reformaban las vanguardias de principios del siglo XX: “lo que venga después del español ya será otra cosa, otra manera de hacer arte… aunque tardarán en encontrar un nombre adecuado para definirlo”; que cuando a Juan Rulfo se le preguntó por qué después de la publicación de Pedro Páramo había dejado de escribir durante treinta años, el escritor mexicano contestó que al poner término a aquella novela de apenas cien páginas (de un decir tan denso como la piedra, de trama evanescente como el polvo) se había ganado el derecho a dejar de sufrir y al silencio eterno; que en la historia de la literatura universal no se conoce poda similar a la que perpetró Maxwell Perkins en el manuscrito de Tom Wolfe Look homeward, Angel, cuyo original sumaba más de tres mil páginas; que el susodicho escribía sin pausa decenas de páginas al día hasta que, al cabo de las horas, el cansancio le postraba en el suelo desmayado: Wolfe moriría tempranamente a la edad de 38 años, a causa de una neumonía complicada con fiebre cerebral y agotamiento físico; que el susodicho más arriba Tolstói llegó a preferir La cabaña del tío Tom a cualquier otro libro de su tiempo; que Elías Canetti antes de ponerse a trabajar debía disponer sobre la mesa impoluta veinticinco lápices perfectamente afilados, de la misma longitud y alineados escrupulosamente a un lado de las cuartillas; que Juan Carlos Onetti pasó los últimos años de su vida encerrado en su casa por propia voluntad, sin que nada ni nadie pudiera obligarle a salir, que leía novelas policíacas, bebía whisky con agua y pasaba la mayor parte del día en la cama escribiendo de costado; que el varias veces susodicho Wittgenstein acudía de tapadillo a los cines de barrio londinenses para ver a Betty Grable; que en 1857 se creó una sociedad secreta en la ciudad de Nueva York con el único propósito de secuestrar al idiota de Henry David Thoreau, conducirlo hasta una aldea en el centro de África y retenerlo allí, entre los salvajes, durante veinte años, aunque lamentablemente la operación no se llevaría a cabo por falta de financiación; que Homero no era un solo hombre y un solo poeta, sino que era muchos hombres y muchos poetas, a pesar de que Simónides, Heráclito y Píndaro atestigüen una sola existencia y hayan llegado hasta nosotros siete relatos de su vida, tres de ellos atribuidos a Herodoto, Proclo y Plutarco, pero ninguno de ellos digno de crédito; que el mentado Wittgenstein solía defender sus teorías con el auxilio de una mueca feroz y un atizador en la mano; que Malraux siempre encontró en la mirada de Gide un reproche callado a los hombres heterosexuales, en tanto que el brillo irónico que veía en los ojos de Cocteau parecía poner en duda la firmeza de esa heterosexualidad en todos ellos; que una de las mujeres más innecesarias para las artes pero más afortunada para entenderlas sería la escritora aficionada Alma Mahler, cuyos maridajes con la música (Mahler), la pintura (Kokoschka), la arquitectura (Gropius), y la literatura (Werfel) hicieron de ella un corpus perfecto hasta que, octogenaria y habiendo sobrevivido a todas sus parejas-preceptores, el 11 de diciembre de 1964 murió frívola y aún bella contando mentiras en su apartamento del 120 de la 73 Este, en Manhattan; que la credulidad de uno en los escritos de los antiguos, incluso en sus teorías, comienza a resquebrajarse cuando lee que Pitágoras, conforme escribió él mismo, después de 217 años en el infierno decidió que ya estaba bien la cosa y volvió al mundo de los vivos; que en el último año de su vida Oscar Wilde, en París, tembloroso e hinchado, taciturno, iba solo a Le Rugby para contemplar con ojos saltones y la boca abierta a los gigolós y a los chaperos, el único vicio de los otros muchos que podía imaginar que le estaba permitido; que el arbitrario señor Edmund Wilson observó en uno de sus ensayos que el poeta señor W.H. Auden tenía un lenguaje poético propio pero que tras él se ocultaba una mentalidad de adolescente; que el mentado Nabokov declaró sin rubor que en lo único que tenía tendencias homosexuales era en la literatura; que James George Frazer dejó establecido racional y científicamente que todas las advertencias y preceptos morales del hombre moderno proceden del tabú: “la magia es nuestra verdadera madre”; que Chesterton profesó el catolicismo sólo por la curiosidad que sentía acerca de la materia del Cielo y la manera en que se comportarían en él sus felices habitantes inmateriales; que Dante Gabriel Rossetti desenterró el cadáver de su mujer Eleonor Siddall para recuperar unos poemas escritos tiempo atrás que había escondido entre los pliegues de la mortaja; que un cruel remordimiento envenenó los últimos años de la vida de Flaubert cuando descubrió desolado que en una página de Madame Bovary había escrito dos genitivos uno tras otro; que el susodicho pretendía en un comienzo emplear en este libro insignia de su obra un estilo sencillo pero equidistante tanto de Paul de Kock como de Balzac; que este mismo susodicho el 27 de diciembre de 1852 se pregunta abatido si “¿es posible todavía decir algo nuevo en literatura?”; que Schopenhauer aconsejaba no leer ningún libro que no hubiese cumplido cincuenta años, puesto que si pasado ese tiempo todavía era posible encontrarlos es que tenían algún mérito; que días antes de morir el ya mencionado Tolstoi pudo oír de labios de un grupo de mujiks una pregunta feroz que no obtuvo respuesta de su parte: “¿Todavía estás vivo, perro?”; que Maynard Keynes y Llytton Strachey solían intercambiar postales pornográficas homosexuales en The Lamb, taberna especializada en marcas de cerveza y arenques, a la que también acudía la gente que merodeaba en torno a la Hogarth Press, no lejos de allí, en el 37 de Tavistock Square; que el susodicho Thomas Mann el día 21 de mayo de 1949, estando de conferenciante en Estocolmo, al recibir la noticia del suicidio de su primogénito Klaus Mann, dudó “largas horas” entre cancelar la gira o acudir a Cannes al entierro de su hijo: finalmente, “con gran amargura”, decidió proseguir sus charlas en la capital sueca; que a Wallace Stevens le entusiasmaba el té de Pekín que le traía uno de sus amigos en valija diplomática, y del que, a manera de droga, entre expedientes y memorandums, resúmenes de los actuarios y la correspondencia oficinesca del día, tomaba varias tazas durante el tiempo que permanecía encerrado en las oficinas de la Hartford Accident and Indemnity Company; que el varias veces susodicho William Faulkner confesó que para escribir sólo necesitaba lápiz, papel, tabaco y whisky (aunque fuera escocés); que E. M. Forster sólo le pedía consejo literario a la cocinera del Copper Kettle de Cambridge, la señora Marsh, quien “era especialmente ducha en la platija frita, las chuletas de cordero, el lenguado de Dover, el estofado irlandés y el pastel con melaza”; que durante la primera estancia en Cambridge del ya susodicho Ludwing Wittgenstein (que a pesar de alimentarse de leche y vegetales hacía gala de una  fuerza extraordinaria y llevaba una vida turbulenta y tumultuosa), cundía el temor entre sus allegados y preceptores de que cambiase de régimen alimenticio: “Que Dios nos ampare si alguna vez se come un bistec”; que recién llegada Simone Weil a Barcelona con el buen ánimo de incorporarse a las milicias republicanas y “luchar por el pueblo español y sus libertades”, al observarse su aspecto enclenque e indefenso le endilgaron como primer destino las cocinas de un cuartel donde la pusieron a mondar patatas; que después de tres días sin probar bocado el poeta inglés Chatterton, tildado a la vez de estafador literario por el eminente e innecesario escritor Horatio Walpole, se envenenó con arsénico en una buhardilla de Londres; que Thomas Bernhard ideó en su juventud una novela de 10.000 páginas: un tipo llega a la estación de Salzburgo y desea llegar al centro de la ciudad pero 1.000 páginas después aún no ha subido al tranvía que ha de llevarle allí, que este mismo escritor antes de los diez años ya había intentado suicidarse dos veces, que el tipo de marras, escritor huraño que parece salido de una novela del a su vez huraño, solitario y andariego Robert Walser, almorzaba habitualmente sopa de hígado con arroz y que Katherine Mansfield comía mariposas y que Bukowski cada mañana se bebía cuatro botellas de clarete español y las tardes las dedicaba a los destilados y que Graham Green escribía por la mañana trescientas palabras –ni una más ni una menos- y el resto de las horas hasta la noche las empleaba en vaciar por completo una botella de Johnny Walker etiqueta negra y que Eliot solía cenar riñones al jerez 6 veces a la semana mientras que Paul Claudel se limitaba a tomar un vaso de leche y a comulgar antes de meterse en la cama rezando en voz alta para que no le asaltasen los malos pensamientos y que el susodicho Jerome David Salinger al decir de su hija bebía su propia orina en tanto que Virginia Woolf ayunaba de modo concienzudo hasta rebajar su peso al grado conveniente que permitiera que una piedra de regular tamaño en el fondo del bolsillo del abrigo fuera capaz de hundirla en las aguas del río Ouse hasta ahogarla, que ningún escritor sabe realmente por qué escribe y que es muy posible que la verdadera razón de que lo haga es porque dispone de tiempo para hacerlo y carece de imaginación para dedicarse a otros entretenimientos más llevaderos, menos culpables, más…

Insista sin escrúpulos de ninguna clase que el mejor personaje literario de todos los tiempos es Rocinante, jamelgo hambriento y metafísico…

Que es del lenguaje de donde nacen los dioses…

Que es el silencio el lenguaje de los dioses…

Que la palabra, cualquiera de ellas, es como la sangre exprimida del silencio ahora profanado, como se exprime una naranja, o se apretuja el amargo limón…

Que Buda no escribió una sola palabra.

Que Sócrates no escribió una sola palabra.

Que Jesús de Nazaret no escribió una sola palabra.

-Sea listo. Contrate los servicios de algún novelista en candelero. Dígale que sólo tiene que firmar para cobrar y que usted se encargará de escribir el texto. Recuerde lo que ya dejó advertido un escritor español de cierta fama que nació en un hospicio (así conste, pues fabuló embusteramente con su origen engañando a sus biógrafos), se quitaba tres años de encima y ocultaba sus dos apellidos (Pérez Martínez): “Lo que uno firma se vende. ¿Por qué además habría de escribirlo?”

-¿Supervisará usted los contenidos antes de su publicación?

-De ninguna manera. ¿Para qué debería hacerlo? ¿Qué necesidad hay de ello? Confío en usted. Por otra parte, no me gusta perder el tiempo.

-No le importa la literatura…

-Me importa como cualquier otra cosa que me divierta, hacerme sentir bien o producir una buena cantidad de dinero con la mínima inversión posible.

-Entonces, ¿tiene usted interés en esta empresa?

-Me importa esta revista de literatura…, así que tengo el suficiente interés.

-Se trata de un negocio, claro…

-No solamente, créame. Es algo más difícil de explicar que todo eso. Digamos que afecta en cierto modo a mi posición social o a la de mi esposa, que tanto da.. Pero, de momento, dejemos las cosas así. ¿Trato hecho?

¿Truco o trato?

Nadie busca la perfección, al menos conscientemente, porque nadie sabe lo que es… fuera de lo imitativo, en cuyo caso podríamos hablar de denodado esfuerzo por recrear lo ya existente  y plasmarlo artesanamente en otra dimensión mucho más mezquina, una laboriosidad no carente de mérito en lo que a un aprendizaje y ejercicio técnico se refiere. La perfección… Tal vez sólo sea una conformidad posterior a todo acto creativo, un acuerdo entre dos partes.

Las ramas verdes de los árboles de Bryant Park se mecen al aire tibio y fáustico de la mañana.

El tipo me mandó un cheque, y ese mismo día me desembaracé, al menos por unas horas, de la negra y siniestra joroba y su traqueteo que sobresalía de mi espalda de nueve a cinco (horas solares). Escapé de la celda del sucio, miserable y opresivo apartamento de Queens y me precipité a la calle esperanzado, aún con la neblina de las primeras horas del día, en busca de una comida decente después de varias semanas de hincharme a base de legumbres y verduras cocidas, quintales de manzanas y zanahorias y tragar el agua espesa y maloliente del grifo roto y de color amarillo oxidado.

-Tú dirás, encanto.

-Huevos con jamón, tocino con patatas, bacon crujiente, chuletas de cerdo, kétchup, mostaza, tostadas de pan de centeno untadas con mantequilla holandesa, tarta de manzana y café (aguado).

Y doble ración de helado de vainilla con fresa.

Y tres Pall Mall seguidos.

Luego cogí el metro en Court Square decidido a pasar el día en Manhattan huroneando por Central Park, leyendo periódicos y revistas y metiéndome en un par de museos para acabar la jornada gastando unos dólares en el Strand de la calle 12 antes de coger el metro otra vez y desembarcar en la cama.

Muy ufano, a media mañana, repetí la jugada en otro bar de Gramercy, en la 19 con la Tercera, aún con el diafragma encogido y la lengua algo pastosa.

(Un local oscuro –lo que era raro, siendo un bar-, húmedo, desierto, con el aire viciado por el olor a humo rancio de mil cigarrillos y las apestosas fritangas a base de mantequilla.)

-Ya veo que tiene usted un hambre de lobo –dijo la camarera al terminar de anotar la comanda. La mujer, que ya parecía cansada a esa hora aún marina de la mañana, tenía una mirada legañosa y escéptica y el cabello corto mal peinado.

-Hace siglos que no me echo un triste pedazo de pan a la boca.

-Nadie lo diría viendo los restos de yema de huevo que le cuelgan del bigote.

Al terminar no pude ni hojear las grandes fotos del Life, ni siquiera columbrar la obscenidad en sepia de un retrato en el interior de Truman Capote disfrazado del fantasma de Dickens (como pude averiguar dos días después repasando las páginas de la revista).

Me quedé sentado durante una hora con la vista fija en un punto de la pared, sin moverme un ápice, con el cigarrillo apagado entre los dedos, recordando la estúpida muerte de Anna Grigorievna Dostoievski a causa de un cándido pero indetenible impulso de mezquina glotonería.

-Escuche –le dije con un hilo de voz a la camarera que ya se encontraba a un metro de distancia de mi mesa, probablemente con la impertinencia a punto de salir de su boquita pintada mientras se dirigía hacia mí-, como levante el culo del asiento va a estar usted limpiando la vomitera hasta la hora del cierre, y créame que gran parte de ella no les pertenece a los de este local.

Todo es una cosa mental. Hasta el arte lo es. Y en la mitad de un repentino escalofrío, de una incipiente arcada, me decía que iba a controlarme, que en mi mano se hallaba el dominar los aspectos físicos más repugnantes del cuerpo y sus servidumbres. Ve a la contraria, me repetía, has engullido un delicioso almuerzo, verdadera ambrosía, boccato di cardinale… En cierta ocasión, al haberlo leído en una novela de Céline, quise probar ese inocente brebaje, cerveza con azúcar. Lo hice, me bebí un vaso entero en un par de sorbos. El sabor no era repulsivo, ni mucho menos, una mezcla peculiar en todo caso, hasta chistosa, una estupidez, pero el mero hecho de pensar que era cerveza con azúcar hizo que soltara la papilla. Si me hallara en las debidas condiciones podría extenderme acerca de la sugestión, lo empático de ciertas maniobras plásticas, tal vez hasta de la misma hipnosis de determinadas prácticas artísticas arteras…, lo chistoso (o vomitivo). (Un tipo enlata su propia mierda y la vende: objeto artístico; otro tipo defeca a la vista de los espectadores, y acto seguido empuña una cuchara y empieza a comer del cagallón: hecho artístico). Ahora me encontraba en una situación parecida. Pero a la contra. “Qué almuerzo tan frugal el tuyo… Dentro de un par de minutos estarás hambriento, casi desmayado, tendrás que zamparte un par de perritos calientes… Perros salchichas, orejudos, de pelo liso y duro y ojos cobardes y pedigüeños… Calientes… Ahogados en agua hirviendo y servidos en un entrepán, con la sangre-kétchup escurriéndose por las aberturas, la mostaza de los sesos, el líquido de las vísceras reventadas mojando la miga… “ Puuuuafff.

Una conciencia abstracta, así la memoria, los materiales de todo lo comprendido reducido ahora a lo más asignificativo, innombrable, inexpresable, sólo evocar el sentimiento, la impresión en el ojo, impreso en el alma… No tiene el olor de la buena pintura esta obra, ni la prestancia estática del mármol, qué extraña componenda, qué mezcla… Qué sabia combinatoria de lo ilusorio.

(Mezcle el Ylang-ylang, la vainilla, la madera de sándalo, los aldehídos, la rosa y el jazmín. Combínelos exactamente. Y esa la suma perfecta.

Acaricia su cuello de cisne con la líquida fragancia.

Ámala, rubia o morena, con tan sólo ese evanescente atavío cubriendo su cuerpo de diosa.

¿Tiene el arte una fórmula? ¿Qué mecánica oculta su fascinante composición?

Muerde su alma perfumada, su materia de hada bañada por las esencias.

¡Quelle parfume légendaire!)

La página en blanco de Beckett, el cuadro-nada de Malevich, el silencio de Cage, el discurso feriante de Ionesco, la borrachera de Adamov, Sein und Zeit, (riverrum, past Eve and Adam’s, from swerse of shore to bend of bay/Till thousendsthee. Lps. The keys to. Given! A way a lone a last a loved a long the),  La habitación de Arles, Senecio, Number 1, Seven Poles… Asuntos harto difíciles de entender…

De arte moderno… yo no entiendo.

“Mire, usted, yo soy un poeta, no un gramático.”

Lejos de hacerme soñar, “tales músicas” me desasosiegan.

Llevo leyendo 120 páginas y aún no me he enterado de sus verdaderas intenciones o al puto sitio donde quiere llegar (de qué va)…

No “va” de nada.

¿Entonces?

Tampoco hay entonces.

(Él y Ella necesitan “ver”.)

Me gusta la música clásica.

Me gusta el arte figurativo.

Me gusta la novela de siempre, el clásico novelar ¿entiende?

¡Ajá, esto lo entiendo! ¡Puedo reconocerlo…, sé lo que es!

¿Entienden lo que ven…? Pero ¿lo descifran?

(“Entiendo esta pintura”, dijo con la vista fija en el rostro de La Gioconda, tal técnica minuciosa que le costó al artista más de 10.000 horas de ejecución.)

(“Entiendo esta música”, se atrevió a decir al término de uno de los cuartetos en mi bemol de Beethoven, compuesto 150 años atrás, invención musical de una abstracción casi impenetrable.)

(“Lo comprendo muy bien”, declara con una sonrisa y la vista puesta en una de las vedutisti de hace cuatrocientos años que pintaba Canaletto.”)

Lo entiendo todo.

Él y Ella lo entienden.

 “¿Podría distinguir en un busto de la Grecia clásica el uso del puntero y del cincel plano? ¿Y qué me dice de la estratagema de emplear el trépano por parte de Miguel Ángel? ¿Conoce usted el proceso escultórico mediante el cual la forma se interpreta  a base de un remodelado continuo y no valiéndose de procedimientos pictóricos como la luz y la sombra?”.

“¿Tiene algo que decirme respecto al non finito de Miguel Ángel”?

“¿Sabía que Rodin prácticamente no tocaba el mármol? Amante del barro, despreciaba cualquier otro método escultórico al tildarlo de simple técnica propio de forzudos y aplicados artesanos. El gigante cuasi analfabeto pensaba en barro, vivía en barro.”

“¿Hasta qué grado una obra en piedra italiana de Canova responde a la plena autoría de éste que dedicaba su tiempo al modelado de pequeñas figuras de cera mientras canturreaba y se hacía leer la obra de los clásicos latinos en tanto los discípulos en su taller trajinaban sudorosos con el cincel?”

“¿Es capaz de comprender la unción que alienta en las tallas de un imaginero del barroco español?”

“¿Qué intención es la de El Greco al poblar sus pinturas de rostros cerúleos y chocante largura?”

“¿Entiende usted, buen hombre, las bromas y chocarrerías de El Bosco, Arcimboldo y Pieter I Brueghel o el triste sarcasmo de Goya?”

(“Soñó que leía libros.

Soñó ser lo que leía.

Soñaba el sueño de otro.

Fue nada más que un sueño

el sueño, el libro, él mismo:

¿En qué quedamos: ¿sueña Alonso Quijano?, ¿sueña Cervantes?, ¿sueña Don Quijote? ¿Quién es y quién no es?”)

La literatura, como el arte, si son verdaderos son galimatías.

“¿Entiende usted a Massacio? No lo crea. Mucho se engaña, amigo mío.”

“¿Y qué me dice de Vermeer, la luz presencial…, agónica, de júbilo, la morosidad del tiempo…? ¡Usted no entiende nada!”

“¿De verdad supone que la mal llamada Ronda nocturna de Rembrandt, que ni siquiera se desplaza en la noche y cuya flagrante oscuridad tan sólo es debida a consecuencia del oscurecimiento de las diversas capas de barniz sobre el lienzo, es un cuadro realista, fidedigno a las reglas del realismo más representativo? Pues no lo crea, tal cuadro es la obra de un visionario antes que de un retratista, la sonrisa de un embaucador que ata un gallo a la cintura de una niña entre burgueses armados y disfrazados de valientes mientras un perro, indiferente a la prosopopeya de los pomposos caballeros, lanza ladridos ante los redobles del enorme tambor como si fuera algo si no principal sí temáticamente adicional en la pintura cuando tan sólo revela la argucia de que se vale el pintor para colmar un hueco indeseable del lienzo.”

“¿Quién se ha creído que es para solazarse con la perspectiva y los fondos velazqueños, la desesperada mudez de Goya, el inextricable laberinto cromático de Van Gogh?”… ¿Sólo porque es capaz de identificar sus imágenes piensa usted que entiende lo que ve?”

“¿Entiende la escueta geometría de Cézanne aliviada por el color de los pigmentos?”

“¿Entiende usted la cartelera de putas y rufianes de Toulouse-Lautrec”?

“¿Entiende de veras el falso y comestible cubismo de Las señoritas de Avignon?”

“¿Considera digno de mención que el simbolismo de Gauguin provenía de su incapacidad para pensar lo que veía?”

“¿Distingue usted a simple vista un grabado al buril de uno de punta seca?”

“¿Sabía usted acaso que una capa transparente de pintura al óleo sobre otra opaca modifica profundamente la primera? ¿Podía imaginarse que una capa transparente de color carmesí sobre un azul opaco produce efectos que van desde tonos purpúreos hasta el color morado oscuro, y todo ello de acuerdo con el espesor del barniz o según la intensidad del pigmento utilizado? ¿Sabía usted que este proceso se llama veladura y que casi es materialmente imposible qué uso de esta técnica hizo cada uno de los celebrados maestros de la pintura debido al paso del tiempo, la mala pigmentación o la limpieza criminal que se perpetra de cuando en cuando en los grandes lienzos de los siglos pasados?”

“¿Sabría decirme por qué el amarillo de cadmio es superior al amarillo de cromo? ¿y por qué el bermellón dejó de utilizarse?, ¿sabe que el color negro ha de usarse con discreción y en caso de hacerlo elegir el negro marfil, que el lienzo mejor es el de bramante crudo para los cuadros grandes y el de cáñamo para los pequeños, que son preferibles los pinceles de pelo algo duro a los de pelo de marta o de meloncillo, muy blandos, válidos sin embargo para conseguir determinados efectos…? ¿Había reparado, señor observador, que la espátula más utilizada es la que tiene forma de triángulo isósceles?

“En confianza, mi crédulo amigo, le confesaré que la mayoría de los cuadros de los artistas de siglos pasados al correr del tiempo han de ser retocados, recompuestos y restaurados a causa de la desecación de los aceites y la degradación indetenible de sus elementos matéricos, por lo que pronto, todos, acaban siendo manoseados por un artífice aplicado de bata blanca y horario estipulado en el Departamento de Restauración y dejan de ser sin excepción ninguna LA HOSTIA CONSAGRADA en las sucias manos de ese funcionario disciplinado y temeroso de su nómina mensual.”:

-En asuntos de arte -(y miró la puerta, la salida a la calle poblada a esa hora de la tarde amarilla y cálida o gris y lluviosa por las gentes liberadas de sus ocupaciones laborales, andando a mil sitios)-, nada es lo que parece. Hay obras difíciles que se nos muestran claras y otras tan fáciles que nos parecen confusas.

“Un juego de espejos,  pensó El Amanuense, ya sólo con ganas de escapar de tales celadas epistemológicas.”

La cita más inolvidable la leyó El Negro Antaño Amanuense (que ya sólo leía y pasaba entre los dedos las páginas del pasaporte español, huyendo, claro está, de fijar la vista en la fotografía de ese desconocido) en un libro de Šklovski, Tetivá: “Hubo poca gente en el cementerio bajo la lluvia y el frío, pero estuvieron aquellos que sintieron en lo más hondo de sí  mismos la tristeza y el pesar por el que se iba para siempre, aquellos que escriben y que saben lo difícil que es escribir bien.”

(Algo retocado… En fin.)

Una educación literaria.

(¿Además de las otras?)

Sí, existe el libro que el último punto final es como una daga que traspasa el corazón de quien lo escribe.

-¿Qué va a ser? –preguntó el mexicano en español.

Llevaba la luz de Cervantes en los ojos.

Todo ese país antiguo era luz.

Contestó:

-Sopa de almejas, huevos revueltos, pollo espectral con fríjoles y cerveza de la marca “Carta blanca”.

Directo a la barranca después, pero siempre antes que los perros.

Yvonne: te ha descubierto perdido bajo el volcán, cerca del abismo, desahuciado, no ella, ella no (que víctima del corcel va directo a la “gloria literaria”).

-Hasta donde termina el arco iris.

Le rodeaban los lebreles de la muerte, el silente séquito de unos hombres-y-mujeres-máquina vestidos de blanco, de verde, de azul, serios e inútiles sabelotodos…

Y ella, que levitaba entre las cuerdas empapadas de jugos y excrecencias, la baba apestosa y química, sin rozarse con ninguna de ellas.

¿Qué clase de artista? Al que no le importa ser ciego: yo… toco, dijo Eva Hesse a la posteridad.

¿La posteridad? La posteridad son los gusanos que horadan por dentro tu cadáver podrido y maloliente.

Adiós, miss Hesse.

Y después de la cena, a por otro cadáver certificado.

Tu muerte joven: he ahí tu redención, el perdón universal por la inmensidad de tu culpa, la tamaña ofensa de tu obra inhumana… ¿incomprensible?

Deja a Dios en la inmensidad de su vacío, pues a la artista nada le interesa su silencio persistente y egoísta. Lo que le aterroriza es el cruel silencio de su madre y el intolerable silencio de su padre muertos:

Ese pavoroso doble silencio es el que te condena a la nada cuando dejes de existir en la tierra.

Algo reverbera en tu cerebro herido de muerte, una voz del pasado, una imagen hasta ahora oculta… ¡una imagen del futuro! “Oh, si la mente ojos tuviera…”

Un instante previo a la muerte: ha llegado al punto más alto de la escala, al kether… La luz que le ciega… ¿para qué?

Y piensa, la vida es el viaje a la maravillosa muerte… ¡cuántas cosas tras ella espero!

Y muere.

¿Y si lo real es el alma?

El trasto del cuerpo era el lastre, la prisión.

Ve, ahora, y vuela imaginación.

¡Qué de visiones! ¡Qué de entretenimiento insensato!

Cruza por delante del St. Vincent Hospital. Allí agonizó y murió el niño grande de Dylan Thomas. En pleno Greenwich Village.

¿Cómo se llama este lugar?

Amigo, he vivido demasiados años en él para creer que eso tenga importancia.

Cuaderno rojo: “La idea de la muerte mientras estás lejos de los caminos que conducen a ella (el cáncer, las secuelas de un accidente de tráfico, una afección cardíaca…) se halla muy atenuada por los afanes y costumbres que suponen el hecho de estar vivo. Sólo cuando te informan debidamente que debes afrontarla en breve tiempo es cuando te percatas de que la oscura eternidad se encuentra muy distante de lo que significa la vida. La muerte es algo tan definitivo, tan irrevocable, que resulta incomprensible.”

Todo cambia… (porque) fragilidad.

Morir no duele. Había dicho. Y antes lo habían dicho otros muchos.

Se lo repetía una y mil veces.

Morir no duele. Muchos niños lo hacen. Y quedan en paz.

Y, sin embargo, ¿cómo no pensar que tanto da carne que metal? Sujetos al albur del desperfecto la máquina se detiene finalmente inmersa en una naturaleza que no da signos de asombro por tan curioso armazón de alma y cuerpo danzando por su corteza.

 

 

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