Descubre un nuevo amante oculto de Proust además del sufrido Agostinelli o investiga cuánto hay de invención, añadido o confusión de la fiel Céleste en el inmenso collage de los paperoles.
Revela los mil quinientos acrósticos que se
entrecruzan en las líneas de El Quijote y que denigran a sus plumíferos
coetáneos (a despecho de su inocente Viaje
al Parnaso.
Propaga el nombre del negro de James Joyce y
descubre que en las comidas –que siempre pagaba otro- el insigne autor de Pomes Penyeach se echaba al coleto un
par de litros de vino tinto “porque dicen que el blanco ataca la vista…”.
Afirma contra viento y marea que Brod fue el
autor de los textos más kafkianos (primero los tradujo al checo; luego, al yidish y más tarde volvió a traducirlos
al alemán; finalmente, corrigió el estilo.
Declara tranquilamente que, en efecto,
Shakespeare fue la absoluta invención literaria de un tipejo empresario
teatral: en el mejor de los casos los dramas y las comedias serían obra de un
“colectivo de actores” que pulían los diálogos a conveniencia del público que
se congregara en el The Globe. Y ése era el estilo de la época, amigo. Así se actuaba y así se declamaba
sobre las tablas, así eran las épocas.
Abunda en la idea de que Hemingway fue asesinado
por el FBI como él sospechaba que ocurriría meses antes de su muerte en la casa
de Ketchum, Idaho, aterrorizado, deambulando extraviado en la nieve, buscando
por los armarios cerrados una escopeta con la que matarse. Que Jerome David
Salinger era adicto a pasar las mañanas en los centros comerciales arrastrando
el carro de la compra (cosa que harto le complacía, sobre todo si lo deslizaba
con una mano mientras enarbolaba colérico en el aire primaveral u otoñal el
puño de la otra).
Registra los mil trescientos insultos, ofensas y
críticas cobardes (nocturnidad y alevosía mientras comía o cenaba a costa
ajena) proferidos por Jorge Luis Borges contra sus compadres de letras allende
(o no) los mares, las lenguas, las circunstancias.
Informa que Samuel Beckett fue el imbatible
campeón mundial de billar a tres bandas.
Qué Dalí (mejor escritor que pintor) soslayó dos
veces que Lorca le diera por el culo cuando jóvenes, allá en la costa catalana.
(“Fue una pena, pero yo no era maricón.”)
Que Walter Benjamin, ya a salvo de la Gestapo,
en la misma España solar de escombros, rota y ajena, confundió una píldora
blanca contra la tos con otra blanca de cianuro (¡!).
Sentencia que Under the Volcano es una obra religiosa que imbrica a la vez la
cruda confesión y el más profundo misticismo en la búsqueda de un dios
(cualquiera de ellos).
Escribe que… a Esenin le mató una de sus amantes
neoyorquinas de un disparo en la frente (“¡Pero eso es mentira!”. “¡Pero es la mentira lo que les atrae!” “No quiero escribir una mentira.”
“Entonces mátalo abriéndole las venas y ahorcándolo al mismo tiempo.” “¿Y
podría revelar que el poeta escribió su último poema mojando la pluma en su
sangre?” “Bonito colofón.”); sugiere que Rulfo redujo toda la literatura de
Laxness a una “nouvelle” (“¿Qué estupidez!”. “Exacto, exacto… Eso es lo que
promociona la duda interna.”); afirma que The
Making of Americans saca a la luz el verdadero carácter de… ¡los
franceses!; que Norman Mailer se batió a florete con una de sus esposas y que
corrió la sangre; que cuando Walt Withman leyó de un plumífero a sueldo de The London Critic que “Withman conoce
tanto el arte como el cerdo las matemáticas”, se limitó a sonreír dejando vagar
la mirada sobre las aguas del East River y admitió que “en efecto, ese buen
hombre tiene toda la razón: apenas sé sumar y los misterios de la división
decimal todavía no me han sido aclarados”; que el bueno de Hemingway –aún no
boxeador que se entrenaba atizando puñetazos en las “cabezas de chorlito de los
críticos”- nos advirtió que para escribir como Faulkner sólo hacía falta la
suciedad de un granero, beberse media botella de whisky (ni siquiera una
entera) y despreciar sin escrúpulo ninguno la sintaxis; que a la vez que se
publicó Abasalom, Absalom apareció Lo que el viento se llevó, que se hizo
con el premio Pulitzer de ese mismo año; que el sudamericano Borges permaneció virgen (de ahí su literatura
sabihonda) hasta que murió cirrótico con la sonrisa de lelo y la mirada fija en
las grises aguas del lago Lemán recordando aquellos días felices en que todo
parecía girar en torno a un libro y la comida diaria siempre igual: arroz
hervido, bife, queso y leche frita;
que como dijo Toller pocos días antes de anudar el cordón de su bata en torno
al cuello y atar el otro extremo en la barra de la ducha (“Después de haber
gastado 50 dólares en una cena, cualquier hotel de dos dólares la noche es
bueno para ahorcarse.”); que la picha de Hemingway a despecho de las
baladronadas con que le intimidaba era mucho más pequeña que la de Scott
Fitzgerald; que el pensador Ortega y Gasset concebía sus ideas y ordenaba sus
escritos recorriendo sin pausa, una y otra vez, los pasillos de las casas de
Madrid donde vivió hasta el comienzo de la guerra civil española y nueve años
después al término de ésta, cuando de nuevo volvió a residir en la misma ciudad
(calle Zurbano, 22; calle Serrano, 47; calle Velázquez, 120; calle Serrano,
161; calle Monte Esquinza, 28), y que él mismo calculó haber sumado en tan
singular laboratorio intelectual unos 30.000 kilómetros (baldosa más, baldosa
menos); que Emily Bronté padeció insoportables dolores antes de consentir por
simple pudibundez que un médico la examinara, que cuando en plena tortura ya se
rindió y se vistió con sus mejores galas (pobres y sobrias después de todo) ya
era tarde, que el doctor nada pudo hacer, que todo era inútil, que la escritora
murió dos días después a los 37 años; otrosí (paréntesis personal), que la
maravillosa actriz y oculta poeta Gloria Graham murió prematuramente a causa de
la misma razón de un pudor mal entendido; que eran las vísceras y el
instrumental quirúrgico la auténtica inspiración de Gottfried Benn; que
Immanuel Kant, que como todos los filósofos también fue en sus textos canónicos
un estupendo autor de ciencia-ficción entre líneas, necesitaba autosatisfacerse
sexualmente antes de ponerse a escribir “para que el pensamiento estuviera
libre de tensiones ajenas a él”; que en la noche del 21 al 22 de noviembre de
1916 Jack London, destrozado por la insoportable agonía con que le torturaba
uno más de los cólicos renales que padecía, no cejó ni un segundo en la tarea
de efectuar complicados cálculos para averiguar cuánto sería una dosis mortal
de sulfato de morfina: en una hoja garrapateada caída junto a la cama halló la
fórmula adecuada para matarse: ¼ de grano de sulfato de morfina y 150 partes de
grano de sulfato de atropina: 24 pastillas; que Rex Stout no bebió en su vida
una sola cerveza; que toda la poesía del negrero y traficante de armas Rimbaud
(merde pour la poésie) fue escrita
por Verlaine; que más filósofo que poeta fue Lorca; que Yukio Mishima probó más
de una vez la carne humana; que Marcel Proust y Raymond Roussel intercambiaban
escritos de sus obras mientras paseaban por el bulevar Malesherbes; que Rilke,
dotado de una rara belleza oculta
(pues era hombre de escasa estatura, enclenque, feo y con ojos de sapo),
enamoraba a las damas, se beneficiaba de sus peculios y huía del compromiso
carnal como de la peste; que Julio Cortázar, (a) Uno noventa y tres, se colocaba alzas en los zapatos; que Maxwell
Perkins escribió dos docenas de novelas y permitió ladinamente (muy divertido
para sus adentros) que otros las firmaran por él; que al futuro novelista
Alejandro Dumas cuando le dijeron a los cinco años de edad que su padre había
muerto, que Dios se lo había llevado al cielo,
cogió un fusil y empezó a subir escaleras arriba hasta lo más alto de la
casa, y cuando le preguntaron que adónde iba, respondió con absoluta seriedad:
“al cielo, a matar a Dios”; que don Francisco de Quevedo y Villegas, ya a las
puertas de la muerte en la celda del convento de los Dominicos, en Villanueva
de los Infantes, tuvo la ocasión de leer en griego La Risa, de Aristóteles,
obra que se apresuró a lanzar a las llamas inquisitivas por entender que la
literatura es cosa seria y muy lejana de la chanza y el ingenio festivo; que en
sus años postreros Thomas Mann se dejaba seducir por camareros; que el metódico
y racional Henry James (amante sin embargo de los fenómenos de la
parasicología) se entrevistó dos veces, ya en el siglo XX, con el fantasma de
Napoleón Bonaparte; que Yeats, por el contrario, hablaba con las pacíficas
hadas al atardecer en algún sitio secreto de la verde Eire; que en diciembre de
1983 Julio Cortázar engañó a todo el mundo que le preguntaba a qué había
viajado a Buenos Aires en plena dictadura militar desde París, ciudad a la que
pensaba regresar en una semana: “He venido a despedirme de mi madre, que ya
tiene más de noventa años y yo no creo que vuelva otra vez a Argentina”,
declaraba, de tal modo que sus interlocutores le mostraban sus condolencias:
“Sí”, respondía con enigmática sonrisa el escritor (pues sabía que su madre iba
a sobrevivirle), “es ley de vida”, y dos meses después moría en París de
resultas de la leucemia que arrastraba desde años atrás; que el hermano lego
Max Jacob, preso de los nazis, poco antes de ser asesinado, se declaraba
(además de inocente) mundial, ovíparo, jirafa, sediento, chinófobo y
atmosférico; que a Balzac escribir una página le suponía una taza de café:
cincuenta páginas diarias (¡el acreedor o el mandato judicial de embargo
acechaban!), cincuenta tazas de café al día; que en sus frecuentes períodos de
enfermedad imaginaria Franz Kafka,
oculto bajo un sombrero de ala ancha y con la cabeza gacha, se escabullía de
sus obligaciones metiéndose en un cine lindante con el edificio del Instituto
de Seguros de Accidentes del Trabajo donde prestaba servicios de leguleyo; que
al decir de Allen Ginsberg, el arte es una estupidez sin sentido al nivel del
juego de canicas de los niños; que Trakl, poeta de lo hermético (¡Oh, los hombres de cráteres vacíos…!),
comienza a hacerse famoso después de su suicidio al hallarse en Heidegger,
filósofo del galimatías léxico, su turiferario y exegeta más encarnizado; que a
este Trakl le mató la bala hueca con que su hermana pequeña jugaba en la cama;
que unos instantes antes de morir Chéjov bebió una copa de champagne hasta
apurarla del todo, esbozó una débil sonrisa y murió plácidamente; que Lytton
Strachey, historiador y homosexual confeso, juzgado a causa de su pacifismo a
ultranza durante la Gran Guerra, ante la pregunta del irritado fiscal que le
acusaba (“¿Qué haría usted si un soldado alemán intentara violar a su
hermana?”) contestó sin inmutarse que “ponerse en el medio”; que el caso de
mayor generosidad literaria que se recuerda lo protagonizó Stendhal al plagiar
línea a línea su primer libro, Vidas de
Haydn, Mozart y Metastasio, de las biografías escritas por un tal Carpini,
un tal Schichtegroll, un tal Winckler y un tal Baretti (todos ellos han pasado
a la historia de la literatura merced al afortunado saqueo en sus textos por
parte de este bon vivant de las
letras universales); que Juan Ramón Jiménez ya advirtió a todos los poetastros
del futuro “que no la toques más, que así es la rosa”; que el joven Frederick
Prokosch, ante la pregunta de Thomas Mann acerca de su vocación, respondió con
toda seriedad que “cazador de mariposas”; que Sartre escribió Critique de la raison dialectique
electrizado por la ingesta masiva de anfetaminas; que Orwell cuando pinche de cocina
en París (y sin blanca) escupía en el plato de los desgraciados, confiados y
ruidosos comensales de los bistrós donde trabajaba o en las cocinas del “Hotel
X”, lugar en el que la mugre de las paredes crecía un centímetro cada año y las
cucarachas correteaban entre los desperdicios del suelo, y donde los platos, de
impecable y magnífica loza, llegaban a las mesas desbordantes de gotas de sudor
y escupitajos; que Burroughs era un excelente tirador de flecha con arco; que
la auténtica vocación de Faulkner era la de ser un jockey de leyenda y que en la carrera del siglo celebrada en
Jefferson, capital del estado de Yoknapatawpha, el domingo 17 de junio de 1962,
el caballo que montaba le derribó y el escritor murió semanas más tarde a causa
de las heridas que le produjo la caída; que este mismo, al enterarse de la
muerte por suicidio de Hemingway, dijo después de pensar un segundo: “no me
gustan los tipos que escogen el camino corto para volver a casa”, lo cual no
dejaba de ser la devolución de un cumplido proferido por aquél años atrás; que
en un breve poema de Valente se esconde la clave para comprender el más allá de
la muerte; que Jean Rhys, que amaba por encima de todo ser dependiente, se las ingenió de tal modo que a lo largo de su vida
de escritora (lógicamente, salvo en sus últimos años de anciana) fue mantenida
por tres hombres: “lo aprendí todo demasiado tarde”, se excusaba al ser
interpelada acerca de ese llamativo detalle biográfico; que Wittgenstein,
maestro de escuela pegón, gustaba de preparar cacao con avena para sus pequeños
alumnos de Trattenbach, pero jamás lavaba la olla donde cocinaba; que san Juan
de la Cruz padecía de priapismo; que un tal David Grau, oscuro escritor al
fondo y fin de la más negra noche, escribió durante su vida de negro literario
(y de ahí no pasó), al margen de otros miles de folios, un total de 47 tesis
doctorales (treinta y tres de ellas cum
laude) sin tener siquiera un título universitario; que en 1964 la joven
novelista Pamela Moore, en pleno triunfo literario, pensaba que a los
veintiséis años su insatisfacción sexual iba a ser crónica, de manera que cerró
con doble llave la puerta de su apartamento en Nueva York, se introdujo el
cañón de una pistola en la boca y apretó el gatillo; que el mejor elogio, según
él mismo confesaría, que jamás recibiera Burroughs fue perpetrado por Borges
una tarde que sentados en un parque codo con codo permanecieron durante cuatro
horas sin abrir la boca, hasta que, ya anocheciendo, el argentino se levantó de
su asiento, fijó la mirada de ciego en su rostro y le espetó: “Usted es un
escritor”; que Conrad escribió largos y apasionados ensayos biográficos sobre
Dostoyevski que nunca se dignó publicar; que Shakespeare,
ante la acusación de sus reiterados plagios no dudó en confesar “que robaba los versos a los poetas oscuros como
quien aparta a una joven de las malas compañías”; que Joyce afirmaba que
el estreñimiento que padecen todos los ingleses se debe “a los millones de
tazas de insidioso té que toman estúpidamente”; que por una confusión no exenta
de disculpa Isak Dinesen se casó con el gemelo equivocado y fue tremendamente
infeliz hasta que se deshizo el equívoco; que la venerada escritora de Mujercitas, Louise May Alcott, bajo su
aspecto de inocente damisela escondía una tortuosa autora de relatos siniestros
que firmaba con seudónimo y que, ya de edad avanzada, declaró que en su vida
sólo había sido capaz de enamorarse hasta la desesperación de jovencitas
preciosas pero nunca de un hombre; que gran parte de los escritores surrealistas
se inspiraban en las cabriolas del mítico gato Jông-dêk-lén; que la mejor
poesía de Eliot fue la selección de notas que reunió para escribir un ensayo
acerca de la literatura griega popular como comparanza y reactivo a la cultura
de la clase media británica del primer tercio del siglo XX; que Lope de Vega
profetizaba que, debido a su inoperancia y estupidez, Don Quijote andaría de culo en
culo y acabaría en un muladar; que la mejor definición de la literatura la
proclamó Monsieur Cocteau: “una mentira que dice la verdad”; que el susodicho
mulato (recalquemos lo de “mulato”) Alejandro Dumas tuvo a su servicio 18
negros encargados especialmente de las descripciones y los diálogos de las
peripecias que tramaba, y uno más, bien aguerrido de lentes gruesos, un tal
Auguste Maquet, sólo para la documentación histórica requerida por sus novelas,
algo que tampoco le preocupaba en exceso: “A la historia se la puede violar
cuantas veces quiera uno… siempre que se le haga un hermoso hijo”; que Virginia
Woolf, dos semanas antes de dejarse engullir por las guas del río Ouse y morir
ahogada, escribió en su diario el 8 de marzo de 1941 después de haber trabajado
en su última novela durante diez horas seguidas: “Hale, ahora a preparar el
bacalao para la cena”; que todas las amantes que compartían lecho con Sartre
pasaban antes por la cama y la lengua viscosa y serpentina de Simone de
Beauvoir; que Bartleby era un hijo natural autista de Melville; que el poeta
Eugenio Montale escribió un poema al modo de los futuristas, no del todo
olvidable, loando la maravilla que constituía el hecho de volar de Roma a Nueva
York en 40 horas a bordo de “ese milagro insuperable de la ingeniería que es el
Douglas DC 6”; que el poeta chino Hsin-Ch’i-Chi que vio la luz en 1140 en
Shantug y murió en 1207 en lugar desconocido, de devota lectura por los
miembros de la llamada beat generation,
refuta que la vida del hombre la dignifique el trabajo o la prole, y que lo
único que justifica su existencia son las tres actitudes más nobles que en el
mundo hay: beber hasta la embriaguez, viajar y dormir; que Pessoa tuvo que
escribir más de 4.509 cartas comerciales para poder dedicarse en sus ratos
libres a la poesía y a una introspección alcohólica que evocaba la materia del
averno; que cuando Max Perkins suplicaba “más delicadeza, Tom, más disciplina,
más contención…”, el rebelde Tom Wolfe se limitaba a responderle soltando un
respingo que los únicos modelos de su literatura eran las cataratas Niágara y
el río Mississippi (“¡Qué discurra, que discurra el caudal!”); que Maynard
Keynes, contradiciendo la proverbial incapacidad de los economistas para la
profecía, dejó escrito en agosto de 1934 que “si los alemanes no tienen dinero
para pagar las deudas contraídas con la industria textil de Lancashire y sin
embargo están comprando cobre constantemente…, eso significa que en unos años
habrá guerra”; que el antojo, la chulería y estupidez surrealistas permitían
leer a Heráclito, Swift, Diderot, Nerval, Marx…, y por el contrario abominaban,
ridículos ellos, de Platón, Virgilio, Quevedo, Montaigne, Proust…, vaya uno a
saber por qué; que don Félix Lope de Vega y Carpio compuso 1.500 comedias y
acompañó en el lecho a un número de mujeres no menor que esa cifra; que al
igual que acostumbraba a hacerlo Bertold Brecht y Navokov, Philip Roth escribe
de pie, Gabriel D’Annunzio lo hacía acostado y Julio César dictaba sus crónicas
a caballo; que el Premio Nobel de Literatura de 1989, don Camilo José Cela
Trulock, se enorgullecía en un programa de televisión de índole cultural que
era capaz en no más de un minuto y medio de aspirar por el ano la cantidad de
agua que contuviera una palangana de tamaño digamos mediano, unos cinco litros
aproximadamente; que Rudyard Kipling, premio Nobel de literatura en 1907,
embargado por la emoción del sacrificio más que por la inspiración poética,
declaró que “la misión de los hombres blancos es vigilar y corregir a los
hombres negros y salvajes, mitad niños mitad diablos, que ni siquiera son
capaces de reconocer los bienes que les proporciona la protección y dominio de
aquéllos”; que Gertrud Stein ignoró en su testamento, condenándola a la pobreza
casi absoluta, a Alice Toklas, que fue su única pareja a lo largo de décadas
(aunque era la Stein la que producía los orgasmos de ambas), y legó su magnífico
patrimonio (que incluía cuadros de Picasso, Braque, Juan Gris y Matisse) a unos
sobrinos casi desconocidos, lejanos y desdeñosos; que Adamov pronto descubrió
que “la fuente de todas mis desgracias es mi actividad literaria”; que este
mismo gustaba de cortarse con la navaja de afeitar frente al espejo y en un
acto de orgiástico masoquismo disfrutaba viendo brotar la sangre; item más, que este mismo obtenía placer
sexual obligando a las meretrices que le pisotearan la cara con los tacones de
sus zapatos; que la ira de Raymond Carver fue descomunal cuando, encarriladas
ya las cosas literarias y financieras y dejado atrás el veneno del alcohol,
descubrió que el flamante Mercedes 300D plateado que se había comprado con el
importe de su última colección de cuentos tenía asientos Naugahyde y no de
cuero; que monsieur Louis Althuser alrededor de las nueve de la mañana de luz
lánguida y gris del domingo 16 de noviembre de 1980 comenzó a aplicar un tierno
masaje en la parte delantera del cuello a su esposa Hélène hasta que, al cabo
de unos minutos, descubrió con estupor que los ojos de la mujer, inmóvil y
serena, miraban al techo con extraña fijeza, que entre los dientes asomaba la
punta de la lengua, que la mujer estaba muerta, que en realidad él acaba de
estrangularla (consciente o inconsciente, nunca lo supo); que Robert Musil, en
pleno proceso de escritura de Der Mann
ohne Eigenschaften, y comenzada ya la guerra que destruiría la vida de
decenas de millones de seres humanos, escribió en su diario el 14 de julio de
1940, domingo, que “Hoy ha tenido lugar una conversación a pesar de mis deseos
que me permiten conocer el verdadero carácter de las personas que me rodean:
Marian niega de pronto haber hablado mal alguna vez de la señorita von
Borsinger. Ayer hablaban tranquilamente y con buen ánimo. Fritz aporta a este
respecto un comentario adicional: que al principio, cuando conoce a alguien, es
él quien se comporta de ese modo y que la señorita von Borsinger no le había
caído nada bien en cuanto la vio. Le creo capaz de afirmar que hemos sido
nosotros quienes le habíamos predispuesto en su contra. Por otra parte, Marian
es muy apasionada en sus inclinaciones, y cuando se siente engañada, también
reacciona con violencia. Sin embargo, olvida ladinamente que acaba de decir que
jamás había hablado mal de Barbara, cosa que había confesado al principio…”;
que Robert Frost abominaba de T. S. Eliot, de quien afirmaba que además de ser
un pedante baboso “sólo hace literatura, es decir, todo lo que escribe es pura
falsedad”; que el insobornable y solitario escritor Pío Baroja afirmaba que le
hubiera alegrado ser impotente: “¡Qué quiere usted! Para mí, como para la
mayoría de los que viven y han vivido sin medios económicos dentro de nuestra
civilización, el sexo no es más que una fuente de miserias, de vergüenzas y de
pequeñas canalladas.”; que en la tarde del 22 de febrero de 1955, martes,
después de pasar la mañana fumando cigarrillos “Craven A” a la vez que miraba
el océano a través de la gran ventana de su casa en La Jolla, cerca de San
Diego, Raymond Chandler, capaz de haber escrito siete novelas policíacas (entre
ellas dos de las mejores de la especie) y dos docenas de relatos (poco
memorables), descubrió que no tenía la menor idea de cómo manejar el revólver
del 38 con el que intentó matarse y casi se vuela un pie en la ducha: tendrían
que pasar cinco años aún para que el sarcástico escritor muriera pacíficamente
de una pulmonía en la cama de una clínica; que a punto de dar a luz la mujer de
Thomas Mann, el escritor dejó bien claras sus preferencias en lo tocante al
sexo de su primer hijo: “espero que sea varón, una niña no es una cosa nada
seria; que Colette pasó los últimos años de su vida inmovilizada en la cama
rodeada de pisapapeles (uno de ellos se lo regaló al taimado Truman Capote, tal
vez un rosa blanca) y almohadones
bordados por ella misma en una habitación donde las paredes estaban forradas de
seda teñida de rojo fuego, el techo también era rojo, así como la cama de
madera pintada de rojo y las sábanas rojas; que Charles Dickens mató a la
pequeña Nell porque “el ruego unánime de la gente a ambos lados del océano para
que no lo hiciera estaba pidiendo a gritos que la matara”; que, cuando niño, a
Yukio Mishima sólo le permitían jugar con niñas “vestido como ellas”; que
Herman Broch afirmó de su obra La muerte
de Virgilio que la había escrito “exclusivamente para mí, para nadie más”,
y que cinco años después de su muerte sería traicionado con vileza y la novela
fue publicada; que Jules Renard murió prematuramente de melancolía y tristeza
porque su diario ya le aburría; que éste mismo dijo de un tipo que “aunque no
habla, sé que piensa tonterías”, y aun de sí mismo que ”el mono es el pariente
pobre que tiene uno”; que D. H. Lawrence llegó a la conclusión que “la Escultura (sic) es la más baja de las artes”; que Simenon, en el instante de
morir, no sabía con certeza si había escrito 10.000 novelas o se había acostado
con 10.000 mujeres: “Sea lo que fuere”, admitió, “he pecado en exceso”; que el
día 14 de julio de 1953 Sylvia Plath, angustiada por la ejecución de Ethel y
Julius Rosenberg un mes atrás y las tremendas dificultades que le suponía
comprender el Finnegans Wake de mister Joyce, imploró a su madre
desesperada: “¡Oh, madre, el mundo es demasiado corrupto! ¡Deseo morir!
¡Hagámoslo juntas!” (su madre se negó de plano y se la quitó de encima
poniéndola en manos de un psiquiatra que la asó varias veces mediante la
socorrida técnica de la electroterapia); que Jean Genet admitía con pesar años
antes de morir que “él no había tenido lectores en el sentido convencional del
término, sino que la gente que leía sus novelas y sus piezas de teatro eran mirones que se regodeaban atisbando en
el lado escandaloso de su biografía”; que cuando Sherwood Anderson, que
afirmaba que la única madre que había tenido en la vida era el whisky, vio por
vez primera a William Faulkner pensó que era un hombre contrahecho, aunque en
realidad la menuda pero abultada y forzada figura de Faulkner se debía a que
escondía debajo del gabán cinco botellas de bourbon que acababa de comprar de
contrabando en plena era de la prohibición; que Wordsworth, poeta e inglés,
afirmaba que el sol era una inmensa bola ardiente de carbón; que el reflexivo,
angustiado y temeroso Unamuno, de prosa airada y reinvindicativa, siempre
estuvo resentido con Cervantes, con su genio calmado y sencillo, sin trampas ni
elucubraciones teológicas estériles; que cuando George Bernard Shaw recibía la
visita de algún admirador entusiasta sólo le franqueaba el paso si respondía
afirmativamente a la siguiente pregunta: “¿Posee usted algún secreto para no
morir?”, y si el otro denegaba con la cabeza mudo por la sorpresa, el caustico
irlandés le invitaba a marcharse por donde había venido, ya que “nada de lo que
dijera podía interesarle”; que el marqués de Sade, que preconizaba la nueva
moral en cada uno de sus textos, comprendió al final de su vida carcelaria que
todo en el universo “ha sido creado para el mal” y de ahí la contumaz
procreación entre los humanos y los animales; que Carl Gustav Jung agigantó de
tal modo el diván de su gabinete donde se tumbaban sus pacientes que,
trascendiendo lo individual, allegó a la sorprendente revelación de lo
“inconsciente colectivo” que se agazapaba en la mente humana desde tiempos
inmemoriales; que mister Joyce el 8 de diciembre de 1909 escribió una carta a
su mujer Nora Barnacle, en Dublín a la
sazón, a la que definía como “mil dulce putita Nora” y que en esa misma
carta afirma que ella, su querida mujercita, en cierta ocasión (y ese recuerdo le ayudaba a soportar la
soledad de esa noche) “tenía el culo lleno de pedos”, pero que a él le resulta
en extremo delicioso yacer cuantas veces sea posible con una “mujer pedorra”;
que como poeta humilde y ruin don Miguel de Cervantes Saavedra en su Viaje al Parnaso habla de todos los
poetas de su tiempo, “todos buenos y ninguno malo”; que el joven Weininger en
1903 escribió en su libro Sexo y carácter,
publicado ese mismo año, que “aun el más inferior de los hombres está muy por
encima de la mujer más elevada, que la genialidad está ligada a la
mascunilidad, que la mujer carece de lógica, que la mujer no es profunda ni
sublime, no es sagaz ni sincera, pero no por ello es una imbécil, que sólo la
castidad nos libra de la mujer”, que tal filosofía llevó finalmente a Weininger
a la catástrofe, por lo que en octubre de ese mismo año de 1903 el homosexual
confeso y veintiañero Weininger se mató pegándose un tiro (por azar
inexplicable e injusto en la misma casa de Viena donde murió Beethoven); que
Stevenson, el hombre que imaginó el diabólico Hyde apoderándose de la bondad
natural del ser humano, derribado por un ataque cerebral que lo mataría dos
horas después, exclamó aterrorizado que algo horrible cambiaba su cara: creyó que Hyde se encarnaba en él en el mismo
instante de morir; que el prolífico, incansable y contumaz Isaac Asimov
escribía todos los días de su vida de adulto doce horas ininterrumpidas sin que
le importara lo más mínimo la posibilidad de hacer otra cosa además de aquella,
hasta tal punto que cuando uno de sus editores le preguntó que haría si le
confirmaran que le quedaban seis meses de vida, el imbatible escritor contestó
tranquilamente que “teclear más aprisa”; que el impulso definitivo que decidió
a Cesare Pavese a suicidarse en el Albergo Roma de Turín la noche del sábado 26
de agosto de 1950 ingiriendo 16 pastillas de veronal no fue ni más ni menos que
el pensar que “hasta las jovencitas son capaces de hacerlo”; que don Julio
Casares, filólogo, dómine entre los dómines, había descubierto que don Vicente
Blasco Ibáñez escribió el bestseller mundial Los cuatro jinetes del Apocalipsis con la pluma de firmar cheques y
no con la noble péndola de la poesía;
que la poetisa argentina de origen ruso-judío Alejandra Pizarnik se suicidó la
madrugada del 25 de septiembre de 1972 ingiriendo 50 pastillas de seconal
sódico, ni una más, ni una menos; que la susodicha Pizarnik el crucial sábado
24 de agosto de 1964 dejó escrito en su diario que “no me suicidaré hoy”, y se
debatía dolorosamente entre “quedarme aquí (Buenos Aires) o vivir en París”,
para finalmente confesar aquello que realmente anhelaba: “…lo que yo quiero es
enamorarme”; que Kierkegaard siempre dudó a lo largo de su histriónica
existencia entre ser un actor trágico, jugador de naipes o dedicarse a la filosofía;
que el escritor humorista Kingsley Amis solía tildar de “mierdecilla” a su hijo
el también escritor (nada humorista) Martin Amis con el fin de acrecentarle su
ego; que durante algunos años el poeta de Chicago Carl Sandburg tuvo que
aguantar los antojos de Marilyn Monroy que lo confundía con su padre; que
Alfred Döblin, al decir de sus amigos, cambiaba de estilo y aun de ideología
cada quince días “y eso está completamente demostrado”, afirmaban sin titubear;
que cuando murió Maurice Girodias, propietario de la Olympia Press y antes de
ésta de Les Editions du Chêne (que publicó uno de los trópicos de Miller), nadie pudo encontrar en parte alguna las
decenas de originales que había custodiado en sus oficinas de obras de
Bataille, Nabokov, Burroughs o Samuel Beckett; que Heinrich von Kleist, Zweig,
Osamu Dazai y Koestler creían en el más allá y por tal razón ambos agarraron de
la mano a sus esposas para que murieran el mismo día, la misma hora y en el
mismo minuto que ellos; que Cèline tuvo tres amantes judías alemanas (a las
tres les salvó la vida) y a punto estuvo por complacer a una de ellas de
practicarse la circuncisión poco antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial;
que Blaise Cendrars, cuando trabajaba de equilibrista en un “music-hall” de
Londres, compartía la cama de la pensión donde se hospedaba con el cómico
Charlie Chaplin; que la novela Le voleur
de Bernard Garu, premio Nobel de literatura de 1942, se basa en ciertos
aspectos biográficos y criminales de su amigo de juventud André Malraux; que el
poeta turco Nazim Hikmet, que pasó las dos terceras partes de su vida de adulto
en una cárcel, permaneció durante cuatro días de pie, hambriento y sin poder
rendirse al sueño en una mazmorra donde los excrementos y las aguas pestilentes
le llegaban a la altura de la rodilla; que cercano el final de su vida Walter
de la Mare pensó que ya era demasiado viejo para vivir en el mundo de los
dogmas y prefirió instalarse en el mundo de los fantasmas, “algo extremadamente
difícil de conseguir puesto que son muy susceptibles, evasivos y reacios a la
camaradería”; que el sábado 26 de junio de 1943 Knut Hamsum se reunió en
Berghof con Adolf Hitler, y contra lo que podría pensarse el viejo escritor de
83 años, admirador confeso de la ideología nacionalsocialista y ferviente
partidario del pangermanismo, exigió reiteradamente al todopoderoso pero ya
maltrecho Führer que restableciese el tráfico marítimo noruego y aliviara las
penalidades de la ocupación de su país, y que tantas veces persistió en esta
petición en el transcurso de la entrevista que llegó a desatar la furia
incontenible del dictador hasta que éste, fuera de sí, puso punto final a la
reunión; que el silencioso escritor mexicano Juan Rulfo (ya susodicho) escribió
su obra maestra Pedro Páramo en un
cuaderno escolar a mano con una pluma Sheaffers y en tinta verde, “por mera
superstición, pues uno cuando escribe es como si enredara con la nigromancia,
sin dejar de invocar a los muertos”; que Susan Sontag, judía y lesbiana (pero
sin sentido de culpa), elitista animosa, llegó a la conclusión que “judíos y
homosexuales eran, sin discusión, las minorías creativas más sobresalientes de
la cultura urbana contemporánea”; que a pesar de su vastísima y celebrada
producción de novelas de aventuras y entretenimiento (lo cual no es óbice para
acabar en la pobreza), Emilio Salgari, escritor de temperamento nervioso y
fumador de cien cigarrillos diarios, no vio otra salida al infortunio que poner
fin a su vida abriéndose el vientre con un cuchillo de cocina: “Abatido por la desdicha,
casi en la miseria a despecho del enorme volumen de mi trabajo, con mi mujer
loca y enferma y sin poder pagar las facturas del hospital, me liquido”; que
Anaïs Nin, después de haberse acostado con su padre, jamás volvió a sentir
satisfacción sexual alguna, bien yaciera con hombre o lo hiciese con mujer; que
el día 19 de julio de 1936 García Lorca selló su destino fatal al viajar de
Madrid a Granada en lugar de acudir, como había acordado previamente, con su
amigo Pablo Neruda a una velada nocturna de catch-as-can
donde pelearían el Troglodita Enmascarado, el Estrangulador Abisinio y el
Orangután Siniestro; que Ezra Pound fue el único escritor, que se sepa, que
acabó encerrado en una jaula; que al levantarse la mañana del día en que murió,
Dylan Thomas había decidido dejar de beber: para celebrarlo se tomó dieciocho
whiskys seguidos que le condujeron a un coma etílico inapelable e insuperable;
que, ¿es preciso creer a Strajov, biógrafo menor, escritor de cuarta fila,
vanidoso, embustero, intrigante, envidioso, mezquino, interesado y por encima
de todo desleal?, ¿hemos de admitir como afirma en sus viperinas cartas que
Dostoievski se jactaba de haber copulado con una niña de diez años en una
bañera?, ¿explicaría esto las patéticas violaciones que tanto Svidrigailov en Crimen y castigo y Stavroguin en Los endemoniados perpetran en dos niñas
débiles e indefensas que, finalmente, terminan colgándose de una cuerda hasta
morir?, ¿disponemos de pruebas en uno u otro sentido? ¿han de considerarse
fehacientes los testimonios respecto a la supuesta culpabilidad del escritor
como se recoge en las memorias y escritos de Turgueniev, Bulgakov, Viskovatov y
Venguerov que acabaron aceptando la veracidad de la terrible acusación?, ¡quién
sabe!; que durante la noche del viernes 12 de mayo de 1961 la casa de Aldous
Huxley, en el 3276 de Deronda Drive, en Los Angeles, fue totalmente destruida
por un voraz incendio alimentado por un vendaval inclemente que no dio lugar a
tregua alguna, y con la casa desaparecieron su biblioteca al completo,
posesiones, recuerdos, cartas, diarios, manuscritos y toda la documentación que
había acumulado durante décadas, y que el escritor tan sólo pudo decir al día
siguiente que le resultaba extraño partir literalmente de cero a su edad pero que,
por lo menos, había aprendido a la
debida hora, ya al final de su vida, que uno no puede llevar nada consigo en el
instante de su muerte: poco después, y ante la generosa disposición de sus
amigos sólo les pidió un Shakespeare y un Chaucer completos, algo de Keats,
Browning y los poetas metafísicos ingleses, algún libro de filosofía y religión
orientales “y si alguien los tiene de sobra un Dostoievsky, el que sea, Guerra y Paz y la Karenina (sic)… ¡y la History of Western Philosophy de
Bertrand Rusell!”; que en los miles de novelas de quiosco que el escritor
español José Mallorquí había escrito “fulminó” a 14.567 forajidos, cowboys,
cuatreros, pistoleros, indios y algunos otros de similar ralea que infestaban
el paisaje del “western” americano imaginado por él con extrema fidelidad sin
salir de su casa de Madrid, y que al final el mismo sucumbió a esos mezquinos
detalles-fetiche de todo novelista honrado y se pegó un tiro en la cabeza con
un colt 45 Special; que el apátrida Vladimir Nabokov aprendió español en tres
semanas sólo para leer en su lengua original El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha sobre el que, años más tarde, escribió un más ingenioso
todavía libro a través de cuyas páginas (como fácilmente hubiera descubierto
Sigmund Freud) se trasluce la inmensa admiración, cuando no envidia cochina,
que le suscitaba (a su pesar) la obra cervantina; que el lúcido y desolado (al
decir de Borges) Carlyle despreciaba el sistema parlamentario, le asqueaba la
democracia, ponderaba el odio y la pena de muerte, celebraba la esclavitud de
las “razas inferiores” y se anticipó clamorosamente a los nazis al proclamar
que “un judío torturado era preferible a un judío millonario”; que el arrogante
Henry James en una de sus descontroladas excursiones montado en bicicleta
atropelló en un camino rural de la campiña inglesa a una niña que, andando el
tiempo, se convertiría en una afamada novelista de misterio: Aghata Christie;
que según el susodicho Nabokov, el susodicho Proust se deleitaba en decapitar
ratas cuando no conseguía dormir; que en uno de sus viajes a Oriente, Gérald de
Nerval compró en El Cairo una esclava javanesa; que Voltaire calificó al autor
que había perpetrado Hamlet y Otelo de “salvaje borracho”; que
Heidegger, el filósofo más ateo, era hijo de un sacristán, lo que conmueve
especialmente al comprender que todo su sistema es, en realidad, la búsqueda de
una deidad; que el día 28 de octubre de 1910 Tolstói abandonó sobre la mesa del
escritorio el libro que estaba leyendo
en ese momento, Crimen y castigo
(abierto por las páginas 116-117), de Dostoievski, y atravesó el bosque de
fresnos que rodeaba Iasnaya Poliana huyendo de su familia para morir como un
pobre mujik después de una angustiosa
agonía de días en la casa del jefe de estación de Astapovo; que don Félix Lope
de Vega y Carpio (ya reincidente en tales imbecilidades) advirtió con severidad
que ninguno de los poetas peor que Cervantes y nadie tan necio que alabe Don
Quijote; que el verdadero strong silent
man de las novelas de Dashiell Hammett era el propio Dashiell Hammett, y el
precio que tuvo que pagar a causa de ese decoro personal fue la infamia y la
cárcel en un país dominado por el miedo; que este mismo declaró que sus
ingresos relativos a 1956 ascendían a 30 dólares, y no porque hubiera escrito
algo, sino que esa cantidad correspondía a una inversión que hizo en la obra de
teatro Death of a Salesman, ya que
profesaba gran admiración por su autor, Arthur Miller, y que en la actualidad
vivía de los préstamos que a fondo perdido le entregaban un grupo de amigos;
que también este mismo tuvo que indemnizar con 2.500 dólares, en virtud de un
auto del juez de un tribunal superior, a una señorita a la que molió a palos
por negarse a sus intentos de seducción, mientras su esposa, por esas fechas (mayo
de 1932), escribía a Alfred A. Knopf, editor del novelista, solicitándole unos
dólares, ya que ella y sus hijas hacía tiempo que no se alimentaban
debidamente; que el gordo inmenso David Hume, justo el día que dio término a la
sección II (De la Probabilidad. De la
Idea de Causa y Efecto) de la III Parte del Libro I de A Treatise of Human Nature, y durante uno de sus paseos
reponedores, se hundió en un cenagal del que por más que lo intentaba no
lograba salir, hasta que una vieja, al verlo preso en él, prometió sacarle de
allí a condición de que rezase un Padrenuestro; que en uno de los libros que
mayor hilaridad producen al leerlo, Examen
de ingenios para las ciencias, tildado de libro científico y literario, su autor, Huarte de san Juan, se pregunta
“¿cuál es la causa que los más de los hombres necios engendran hijos
sapientísimos?”, y a renglón seguido el médico y escritor navarro se contesta
que “los hombres necios se aplican muy de veras al acto carnal y no se distraen
en ninguna otra contemplación, al contrario de lo que hacen los hombre muy
sabios, que aun en el acto carnal se ponen a imaginar cosas ajenas a lo que
están haciendo…”; que la escritora antiesclavista Harriet Beecher Stowe, autora
del bestseller de la época, La cabaña del tío Tom, recibió en su
casa de Brunswick, en Maine, un paquete que contenía una oreja arrancada a
mordiscos de un esclavo negro; que un día, sin que jamás lograra explicárselo a
sí mismo, el presunto aristócrata y auténtico escritor polaco Witold Gombrowicz
decidió quedarse en Argentina durante décadas, y que de la misma forma, un día
decidió marcharse para no volver nunca, harto ya de alimentarse con pedazos de
pan duro y miel y que le confundieran con un anarquista de segunda mano; que
éste mismo se ganaba la vida durante los años cincuenta en Buenos Aires
disertando sobre filósofos a un grupo de damas aburridas: al cabo de una hora
exacta, indefectiblemente, pasaba el sombrero y contaba con cuidado las monedas
que le permitirían comer el resto de la semana hasta la próxima charla; que
existe gran controversia entre los eruditos consagrados a esclarecer detalles
biográficos de la existencia de Emmanuel Kant, así, mientras unos establecen
con autoridad que el filósofo sólo se permitía una comida al día, y frugal,
otros sentencian que el profesor de Könisberg llegaba a realizar cinco
colaciones diarias sin perdonar ni una sola de ellas (en fin…): en cuanto a su
viejo criado Lampe… éste prefirió mantenerse en silencio y no inclinar la
balanza hacia uno u otro lado; que el 2 de septiembre de 1893, en el momento
justo que el escritor español José María de Pereda finalizaba la cuartilla 247
de Peñas arriba, su hijo, a unos
metros de su gabinete, se mató de un tiro en la cabeza, y en la hoja blanca,
aún aturdida la pluma por el disparo, como un goterón de sangre negra quedó
plasmado en forma de cruz el instante fatal cuando una vez más la realidad con
su desorden sepultaba con estrépito la ficción; que Mark Twain contabilizó en
uno de los libros de su compatriota James Fenimore Cooper “114 catorce errores
literarios de los 115 posibles”, pero calló el que no ajustaba la suma: el de
falto de entretenimiento; que Sinclar Lewis, después de haber recibido el
Premio Nobel, no pudo sino sentirse compungido al caer en la cuenta que “ni Cervantes,
Dante, Shakespeare, Flaubert o Tolstói obtuvieron jamás un premio de mierda que
meterse en el culo”; que el susodicho también llegó a pensar que “el mariconazo
de Shakespeare se había casado a propósito con Anne Hathaway utilizándola como pantalla, ya que esa mujer estaba
probado que era una tortillera de la clase macho
furiosa; que Curcio Malaparte comprendió un fresco atardecer de verano de
1941 en Ucrania que Alemania perdería finalmente la guerra al contemplar
extasiado a una joven campesina de perfil quemado por el sol y de tirabuzones
dorados como el oro leer a Pushkin debajo de un manzano una vez acabadas las
pesadas tareas del campo: “Sólo tenía que recordar esa escena mientras se
dibujaba ante mis ojos de forma grotesca la máscara aberrante en que se
convertía en las altas horas de la noche el rostro hinchado y abatido por el
alcohol del generalgouverneur alemán
Frank para despejar cualquier tipo de duda”; que el día que se suicidó en un
hotel de Palermo, Raymond Roussel intentó materializar consigo mismo la idea
general que sobrevolaba sus escritos, por lo que segundos antes de que los
barbitúricos le sumieran en la inconsciencia se tendió en un colchón sobre la
alfombra de la habitación intentando simular con tan mínima escenografía que
navegaba en una barca y que ésta terminaba naufragando en el charco de la
muerte; que el único placer que experimentaba de verdad Somerset Maugham era
“el corromper inocentes, especialmente varones”, además de comportarse con
auténtica tacañería con sus invitados, “esos gorrones que lo único que merecen
para comer es lo que les pongo en la mesa durante la comida (huevos y patatas
hervidas) y para la cena (ese insípido y barato pescado llamado limandes)”; que Goethe, en los postreros
años de su vida, se dedicó a insertar deliberadamente escritos enigmáticos e
incomprensibles en sus obras a fin de oscurecer su significado, promover una
hermenéutica enriquecedora y convocar en un futuro la controversia universal y
la discusión entre sus críticos; que el también susodicho Scott Fitzgerald,
pieza ejemplar de “escritor-americano-destruido-a-sí-mismo”, le recomendó a su
hija Scottie en su última carta de diciembre de 1940 que se limitara “a hacer
todo lo que no hicimos tu madre y yo y estarás perfectamente a salvo”; que fue
un accidente de automóvil lo que, al mantenerle retenida en casa, provocaría
que Margaret Mittchel dedicara nueve años a la redacción ininterrumpida de Lo que el viento se llevó, y que a
partir del año de su publicación en 1936 dejara de escribir amedrantada por el
éxito literario hasta que murió el 16 agosto de 1949, de nuevo atropellada en
Atlanta por un automóvil, esta vez un taxi; que Bertrand Russell, entre otras
muchas cosas que dijo acerca de él, convenía sonriente que “el amigo
Wittgenstein era gracioso, pero que era homosexual”; que Roman Gary, al poner
punto final al último libro que había escrito, decidió que “ya me he explicado
a mí mismo lo suficiente, no tiene sentido seguir vivo”, y ese mismo año, 1971,
se mató; que Montaigne dejó escrito que “si yo estuviese seguro, no ensayaría”;
que el ácido y misántropo escritor Chuck Palahniuk, autor de las historias más
repelentes que uno pueda recordar, podría justificar sus sórdidas motivaciones
literarias apelando a unos incidentes familiares no menos extravagantes (por
monstruosos): “cuando su padre tenía cuatro años, el padre de éste (abuelo del
escritor) mató a su madre y le persiguió con la escopeta aún humeante por toda
la casa para pegarle un tiro hasta que finalmente se cansó y se disparó en la
cabeza muriendo en el acto, que pasado el tiempo su padre superviviente,
divorciado de la madre del escritor, entabló relaciones con una mujer separada,
y que el marido de ésta, enterado de ello, les sorprendió una noche al volver a
casa y los mató a tiros a los dos”; que Neruda era incapaz de explicar su
poesía, porque confesaba que era “ella” la que en realidad le explicaba a él;
que el futuro hispanista Gerald Brenan, enclaustrado por decisión propia en una
aldea al sur de Granada, tuvo que leer 2.500 libros, incluida la Geografía de
Reclus, a fin de completar su educación empezada años atrás pegando tiros en
las trincheras de la Gran Guerra; que en 1926 cuando Hemingway se enteró que un
crítico de The Dial calificaba su novela Fiesta
de “simple copia al papel carbón de la vida parisina que no le importaba a
nadie”, estuvo varias semanas intentando descubrir su identidad para
“propinarle un par de puñetazos en su insignificante cabeza de chorlito”; que
recalcitrante cual sus escritos, Angel Ganivet se arrojó desde un vapor al
Dvina el día 29 de noviembre de 1898, poco antes de las tres de la tarde, y que
salvado de las heladas aguas por varios pasajeros, en un descuido de éstos,
pocos minutos después volvió a tirarse por la borda y fue engullido definitivamente
por el río, adiós, hasta nunca; que Jonathan Swift nunca pudo transigir con la
idea de que su dulce amada defecara (¡Pero
ella caga, caga!, consignó inconsolable en su diario); que el poeta catalán
Gabriel Ferrater, dandy y alcohólico, amante de la paradoja, esnob y elitista
intelectual, escritor de inmejorables poemas amorosos y de gustos personales
sofisticados cuando no excéntricos (“me gustan la ginebra con hielo, la pintura
de Rembrandt, los tobillos jóvenes y el silencio; detesto las casas en que hace
frío y las ideologías”), a los cincuenta años justos eligió para acabar con su
vida el pedestre sistema de asfixiarse encerrando la cabeza en una bolsa de
plástico de lo más vulgar de El Corte Inglés; que Hannah Arendt dejó escrito
que el arte terminaba su historia con Picasso, al menos aquel que nacía con las
venus primitivas, consolidaban los griegos y reformaban las vanguardias de
principios del siglo XX: “lo que venga después del español ya será otra cosa,
otra manera de hacer arte… aunque tardarán en encontrar un nombre adecuado para
definirlo”; que cuando a Juan Rulfo se le preguntó por qué después de la
publicación de Pedro Páramo había
dejado de escribir durante treinta años, el escritor mexicano contestó que al
poner término a aquella novela de apenas cien páginas (de un decir tan denso
como la piedra, de trama evanescente como el polvo) se había ganado el derecho
a dejar de sufrir y al silencio eterno; que en la historia de la literatura
universal no se conoce poda similar a la que perpetró Maxwell Perkins en el
manuscrito de Tom Wolfe Look homeward,
Angel, cuyo original sumaba más de tres mil páginas; que el susodicho
escribía sin pausa decenas de páginas al día hasta que, al cabo de las horas,
el cansancio le postraba en el suelo desmayado: Wolfe moriría tempranamente a
la edad de 38 años, a causa de una neumonía complicada con fiebre cerebral y
agotamiento físico; que el susodicho más arriba Tolstói llegó a preferir La cabaña del tío Tom a cualquier otro
libro de su tiempo; que Elías Canetti antes de ponerse a trabajar debía
disponer sobre la mesa impoluta veinticinco lápices perfectamente afilados, de
la misma longitud y alineados escrupulosamente a un lado de las cuartillas; que
Juan Carlos Onetti pasó los últimos años de su vida encerrado en su casa por
propia voluntad, sin que nada ni nadie pudiera obligarle a salir, que leía
novelas policíacas, bebía whisky con agua y pasaba la mayor parte del día en la
cama escribiendo de costado; que el varias veces susodicho Wittgenstein acudía
de tapadillo a los cines de barrio londinenses para ver a Betty Grable; que en
1857 se creó una sociedad secreta en la ciudad de Nueva York con el único
propósito de secuestrar al idiota de Henry David Thoreau, conducirlo hasta una
aldea en el centro de África y retenerlo allí, entre los salvajes, durante
veinte años, aunque lamentablemente la operación no se llevaría a cabo por
falta de financiación; que Homero no era un solo hombre y un solo poeta, sino
que era muchos hombres y muchos poetas, a pesar de que Simónides, Heráclito y
Píndaro atestigüen una sola existencia y hayan llegado hasta nosotros siete
relatos de su vida, tres de ellos atribuidos a Herodoto, Proclo y Plutarco,
pero ninguno de ellos digno de crédito; que el mentado Wittgenstein solía
defender sus teorías con el auxilio de una mueca feroz y un atizador en la
mano; que Malraux siempre encontró en la mirada de Gide un reproche callado a
los hombres heterosexuales, en tanto que el brillo irónico que veía en los ojos
de Cocteau parecía poner en duda la firmeza de esa heterosexualidad en todos
ellos; que una de las mujeres más innecesarias para las artes pero más
afortunada para entenderlas sería la escritora aficionada Alma Mahler, cuyos
maridajes con la música (Mahler), la pintura (Kokoschka), la arquitectura
(Gropius), y la literatura (Werfel) hicieron de ella un corpus perfecto hasta que, octogenaria y habiendo sobrevivido a
todas sus parejas-preceptores, el 11 de diciembre de 1964 murió frívola y aún
bella contando mentiras en su apartamento del 120 de la 73 Este, en Manhattan;
que la credulidad de uno en los escritos de los antiguos, incluso en sus
teorías, comienza a resquebrajarse cuando lee que Pitágoras, conforme escribió
él mismo, después de 217 años en el infierno decidió que ya estaba bien la cosa
y volvió al mundo de los vivos; que en el último año de su vida Oscar Wilde, en
París, tembloroso e hinchado, taciturno, iba solo a Le Rugby para contemplar
con ojos saltones y la boca abierta a los gigolós y a los chaperos, el único
vicio de los otros muchos que podía imaginar que le estaba permitido; que el
arbitrario señor Edmund Wilson observó en uno de sus ensayos que el poeta señor
W.H. Auden tenía un lenguaje poético propio pero que tras él se ocultaba una
mentalidad de adolescente; que el mentado Nabokov declaró sin rubor que en lo
único que tenía tendencias homosexuales era en la literatura; que James George
Frazer dejó establecido racional y científicamente que todas las
advertencias y preceptos morales del hombre moderno proceden del tabú: “la magia es nuestra verdadera
madre”; que Chesterton profesó el catolicismo sólo por la curiosidad que sentía
acerca de la materia del Cielo y la manera en que se comportarían en él sus
felices habitantes inmateriales; que
Dante Gabriel Rossetti desenterró el cadáver de su mujer Eleonor Siddall para
recuperar unos poemas escritos tiempo atrás que había escondido entre los
pliegues de la mortaja; que un cruel remordimiento envenenó los últimos años de
la vida de Flaubert cuando descubrió desolado que en una página de Madame Bovary había escrito dos
genitivos uno tras otro; que el susodicho pretendía en un comienzo emplear en
este libro insignia de su obra un estilo sencillo pero equidistante tanto de
Paul de Kock como de Balzac; que este mismo susodicho el 27 de diciembre de
1852 se pregunta abatido si “¿es posible todavía decir algo nuevo en
literatura?”; que Schopenhauer aconsejaba no leer ningún libro que no hubiese
cumplido cincuenta años, puesto que si pasado ese tiempo todavía era posible
encontrarlos es que tenían algún mérito; que días antes de morir el ya
mencionado Tolstoi pudo oír de labios de un grupo de mujiks una pregunta feroz
que no obtuvo respuesta de su parte: “¿Todavía estás vivo, perro?”; que Maynard
Keynes y Llytton Strachey solían intercambiar postales pornográficas
homosexuales en The Lamb, taberna especializada en marcas de cerveza y
arenques, a la que también acudía la gente que merodeaba en torno a la Hogarth
Press, no lejos de allí, en el 37 de Tavistock Square; que el susodicho Thomas
Mann el día 21 de mayo de 1949, estando de conferenciante en Estocolmo, al
recibir la noticia del suicidio de su primogénito Klaus Mann, dudó “largas
horas” entre cancelar la gira o acudir a Cannes al entierro de su hijo:
finalmente, “con gran amargura”, decidió proseguir sus charlas en la capital
sueca; que a Wallace Stevens le entusiasmaba el té de Pekín que le traía uno de
sus amigos en valija diplomática, y del que, a manera de droga, entre
expedientes y memorandums, resúmenes de los actuarios y la correspondencia
oficinesca del día, tomaba varias tazas durante el tiempo que permanecía
encerrado en las oficinas de la Hartford Accident and Indemnity Company; que el
varias veces susodicho William Faulkner confesó que para escribir sólo
necesitaba lápiz, papel, tabaco y whisky (aunque fuera escocés); que E. M.
Forster sólo le pedía consejo literario a la cocinera del Copper Kettle de
Cambridge, la señora Marsh, quien “era especialmente ducha en la platija frita,
las chuletas de cordero, el lenguado de Dover, el estofado irlandés y el pastel
con melaza”; que durante la primera estancia en Cambridge del ya susodicho
Ludwing Wittgenstein (que a pesar de alimentarse de leche y vegetales hacía
gala de una fuerza extraordinaria y
llevaba una vida turbulenta y tumultuosa), cundía el temor entre sus allegados
y preceptores de que cambiase de régimen alimenticio: “Que Dios nos ampare si
alguna vez se come un bistec”; que recién llegada Simone Weil a Barcelona con
el buen ánimo de incorporarse a las milicias republicanas y “luchar por el
pueblo español y sus libertades”, al observarse su aspecto enclenque e
indefenso le endilgaron como primer destino las cocinas de un cuartel donde la
pusieron a mondar patatas; que después de tres días sin probar bocado el poeta
inglés Chatterton, tildado a la vez de estafador literario por el eminente e
innecesario escritor Horatio Walpole, se envenenó con arsénico en una
buhardilla de Londres; que Thomas Bernhard ideó en su juventud una novela de
10.000 páginas: un tipo llega a la estación de Salzburgo y desea llegar al
centro de la ciudad pero 1.000 páginas después aún no ha subido al tranvía que
ha de llevarle allí, que este mismo escritor antes de los diez años ya había
intentado suicidarse dos veces, que el tipo de marras, escritor huraño que
parece salido de una novela del a su vez huraño, solitario y andariego Robert
Walser, almorzaba habitualmente sopa de hígado con arroz y que Katherine
Mansfield comía mariposas y que Bukowski cada mañana se bebía cuatro botellas
de clarete español y las tardes las dedicaba a los destilados y que Graham
Green escribía por la mañana trescientas palabras –ni una más ni una menos- y
el resto de las horas hasta la noche las empleaba en vaciar por completo una
botella de Johnny Walker etiqueta negra y que Eliot solía cenar riñones al
jerez 6 veces a la semana mientras que Paul Claudel se limitaba a tomar un vaso
de leche y a comulgar antes de meterse en la cama rezando en voz alta para que
no le asaltasen los malos pensamientos y que el susodicho Jerome David Salinger
al decir de su hija bebía su propia orina en tanto que Virginia Woolf ayunaba
de modo concienzudo hasta rebajar su peso al grado conveniente que permitiera
que una piedra de regular tamaño en el fondo del bolsillo del abrigo fuera
capaz de hundirla en las aguas del río Ouse hasta ahogarla, que ningún escritor
sabe realmente por qué escribe y que es muy posible que la verdadera razón de
que lo haga es porque dispone de tiempo para hacerlo y carece de imaginación
para dedicarse a otros entretenimientos más llevaderos, menos culpables, más…
Insista sin escrúpulos de ninguna clase que el
mejor personaje literario de todos los tiempos es Rocinante, jamelgo hambriento
y metafísico…
Que es del lenguaje de donde nacen los dioses…
Que es el silencio el lenguaje de los dioses…
Que la palabra, cualquiera de ellas, es como la
sangre exprimida del silencio ahora profanado, como se exprime una naranja, o
se apretuja el amargo limón…
Que Buda no escribió una sola palabra.
Que Sócrates no escribió una sola palabra.
Que Jesús de Nazaret no escribió una sola
palabra.
-Sea listo. Contrate los servicios de algún
novelista en candelero. Dígale que sólo tiene que firmar para cobrar y que
usted se encargará de escribir el texto. Recuerde lo que ya dejó advertido un
escritor español de cierta fama que nació en un hospicio (así conste, pues
fabuló embusteramente con su origen engañando a sus biógrafos), se quitaba tres
años de encima y ocultaba sus dos apellidos (Pérez Martínez): “Lo que uno firma
se vende. ¿Por qué además habría de escribirlo?”
-¿Supervisará usted los contenidos antes de su
publicación?
-De ninguna manera. ¿Para qué debería hacerlo?
¿Qué necesidad hay de ello? Confío en usted. Por otra parte, no me gusta perder
el tiempo.
-No le importa la literatura…
-Me importa como cualquier otra cosa que me
divierta, hacerme sentir bien o producir una buena cantidad de dinero con la
mínima inversión posible.
-Entonces, ¿tiene usted interés en esta empresa?
-Me importa esta revista de literatura…,
así que tengo el suficiente interés.
-Se trata de un negocio, claro…
-No solamente, créame. Es algo más difícil de
explicar que todo eso. Digamos que afecta en cierto modo a mi posición social o
a la de mi esposa, que tanto da.. Pero, de momento, dejemos las cosas así. ¿Trato
hecho?
¿Truco o trato?
Nadie busca la perfección, al menos
conscientemente, porque nadie sabe lo que es… fuera de lo imitativo, en cuyo
caso podríamos hablar de denodado
esfuerzo por recrear lo ya existente y plasmarlo artesanamente en otra dimensión
mucho más mezquina, una laboriosidad no carente de mérito en lo que a un
aprendizaje y ejercicio técnico se refiere. La perfección… Tal vez sólo sea una
conformidad posterior a todo acto creativo, un acuerdo entre dos partes.
Las ramas verdes de los árboles de Bryant Park
se mecen al aire tibio y fáustico de la mañana.
El tipo me mandó un cheque, y ese mismo día me
desembaracé, al menos por unas horas, de la negra y siniestra joroba y su
traqueteo que sobresalía de mi espalda de nueve a cinco (horas solares). Escapé
de la celda del sucio, miserable y opresivo apartamento de Queens y me
precipité a la calle esperanzado, aún con la neblina de las primeras horas del
día, en busca de una comida decente después de varias semanas de hincharme a
base de legumbres y verduras cocidas, quintales de manzanas y zanahorias y
tragar el agua espesa y maloliente del grifo roto y de color amarillo oxidado.
-Tú dirás, encanto.
-Huevos con jamón, tocino con patatas, bacon
crujiente, chuletas de cerdo, kétchup, mostaza, tostadas de pan de centeno
untadas con mantequilla holandesa, tarta de manzana y café (aguado).
Y doble ración de helado de vainilla con fresa.
Y tres Pall
Mall seguidos.
Luego cogí el metro en Court Square decidido a
pasar el día en Manhattan huroneando por Central Park, leyendo periódicos y
revistas y metiéndome en un par de museos para acabar la jornada gastando unos
dólares en el Strand de la calle 12 antes de coger el metro otra vez y
desembarcar en la cama.
Muy ufano, a media mañana, repetí la jugada en
otro bar de Gramercy, en la 19 con la Tercera, aún con el diafragma encogido y
la lengua algo pastosa.
(Un local oscuro –lo que era raro, siendo un
bar-, húmedo, desierto, con el aire viciado por el olor a humo rancio de mil
cigarrillos y las apestosas fritangas a base de mantequilla.)
-Ya veo que tiene usted un hambre de lobo –dijo
la camarera al terminar de anotar la comanda. La mujer, que ya parecía cansada
a esa hora aún marina de la mañana, tenía una mirada legañosa y escéptica y el
cabello corto mal peinado.
-Hace siglos que no me echo un triste pedazo de
pan a la boca.
-Nadie lo diría viendo los restos de yema de
huevo que le cuelgan del bigote.
Al terminar no pude ni hojear las grandes fotos
del Life, ni siquiera columbrar la
obscenidad en sepia de un retrato en el interior de Truman Capote disfrazado
del fantasma de Dickens (como pude averiguar dos días después repasando las
páginas de la revista).
Me quedé sentado durante una hora con la vista
fija en un punto de la pared, sin moverme un ápice, con el cigarrillo apagado
entre los dedos, recordando la estúpida muerte de Anna Grigorievna Dostoievski
a causa de un cándido pero indetenible impulso de mezquina glotonería.
-Escuche –le dije con un hilo de voz a la
camarera que ya se encontraba a un metro de distancia de mi mesa, probablemente
con la impertinencia a punto de salir de su boquita pintada mientras se dirigía
hacia mí-, como levante el culo del asiento va a estar usted limpiando la
vomitera hasta la hora del cierre, y créame que gran parte de ella no les
pertenece a los de este local.
Todo es una cosa mental. Hasta el arte lo es. Y
en la mitad de un repentino escalofrío, de una incipiente arcada, me decía que
iba a controlarme, que en mi mano se hallaba el dominar los aspectos físicos
más repugnantes del cuerpo y sus servidumbres. Ve a la contraria, me repetía,
has engullido un delicioso almuerzo, verdadera ambrosía, boccato di cardinale…
En cierta ocasión, al haberlo leído en una novela de Céline, quise probar ese
inocente brebaje, cerveza con azúcar. Lo hice, me bebí un vaso entero en un par
de sorbos. El sabor no era repulsivo, ni mucho menos, una mezcla peculiar en
todo caso, hasta chistosa, una estupidez, pero el mero hecho de pensar que era cerveza con azúcar hizo que soltara
la papilla. Si me hallara en las debidas condiciones podría extenderme acerca
de la sugestión, lo empático de ciertas maniobras plásticas, tal vez hasta de
la misma hipnosis de determinadas prácticas artísticas arteras…, lo chistoso (o
vomitivo). (Un tipo enlata su propia mierda y la vende: objeto artístico;
otro tipo defeca a la vista de los espectadores, y acto seguido empuña una
cuchara y empieza a comer del cagallón: hecho artístico). Ahora me
encontraba en una situación parecida. Pero a la contra. “Qué almuerzo tan frugal
el tuyo… Dentro de un par de minutos estarás hambriento, casi desmayado,
tendrás que zamparte un par de perritos calientes… Perros salchichas, orejudos,
de pelo liso y duro y ojos cobardes y pedigüeños… Calientes… Ahogados en agua
hirviendo y servidos en un entrepán, con la sangre-kétchup escurriéndose por
las aberturas, la mostaza de los sesos, el líquido de las vísceras reventadas
mojando la miga… “ Puuuuafff.
Una conciencia abstracta, así la memoria, los
materiales de todo lo comprendido reducido ahora a lo más asignificativo,
innombrable, inexpresable, sólo evocar el sentimiento, la impresión en el ojo,
impreso en el alma… No tiene el olor de la buena pintura esta obra, ni la
prestancia estática del mármol, qué extraña componenda, qué mezcla… Qué sabia
combinatoria de lo ilusorio.
(Mezcle el Ylang-ylang, la vainilla, la madera
de sándalo, los aldehídos, la rosa y el jazmín. Combínelos exactamente. Y esa
la suma perfecta.
Acaricia su cuello de cisne con la líquida
fragancia.
Ámala, rubia o morena, con tan sólo ese
evanescente atavío cubriendo su cuerpo de diosa.
¿Tiene el arte una fórmula? ¿Qué mecánica oculta
su fascinante composición?
Muerde su alma perfumada, su materia de hada
bañada por las esencias.
¡Quelle
parfume légendaire!)
La página en blanco de Beckett, el cuadro-nada
de Malevich, el silencio de Cage, el discurso feriante de Ionesco, la
borrachera de Adamov, Sein und Zeit, (riverrum,
past Eve and Adam’s, from swerse of shore to bend of bay/Till thousendsthee. Lps.
The keys to. Given! A way a lone a last a loved a long the), La
habitación de Arles, Senecio, Number 1, Seven Poles… Asuntos
harto difíciles de entender…
De arte moderno… yo no entiendo.
“Mire, usted, yo soy un poeta, no un gramático.”
Lejos de hacerme soñar, “tales músicas” me desasosiegan.
Llevo leyendo 120 páginas y aún no me he
enterado de sus verdaderas intenciones o al puto sitio donde quiere llegar (de qué va)…
No “va” de nada.
¿Entonces?
Tampoco hay entonces.
(Él y Ella necesitan “ver”.)
Me gusta la música clásica.
Me gusta el arte figurativo.
Me gusta la novela de siempre, el clásico novelar ¿entiende?
¡Ajá, esto lo entiendo! ¡Puedo reconocerlo…, sé
lo que es!
¿Entienden lo que ven…? Pero ¿lo descifran?
(“Entiendo esta pintura”, dijo con la vista fija
en el rostro de La Gioconda, tal técnica minuciosa que le costó al artista más
de 10.000 horas de ejecución.)
(“Entiendo esta música”, se atrevió a decir al
término de uno de los cuartetos en mi
bemol de Beethoven, compuesto 150 años atrás, invención musical de una
abstracción casi impenetrable.)
(“Lo comprendo muy bien”, declara con una
sonrisa y la vista puesta en una de las vedutisti
de hace cuatrocientos años que pintaba Canaletto.”)
Lo entiendo todo.
Él
y Ella lo entienden.
“¿Podría
distinguir en un busto de la Grecia clásica el uso del puntero y del cincel
plano? ¿Y qué me dice de la estratagema de emplear el trépano por parte de
Miguel Ángel? ¿Conoce usted el proceso escultórico mediante el cual la forma se
interpreta a base de un remodelado
continuo y no valiéndose de procedimientos pictóricos como la luz y la
sombra?”.
“¿Tiene algo que decirme respecto al non finito de Miguel Ángel”?
“¿Sabía que Rodin prácticamente no tocaba el
mármol? Amante del barro, despreciaba cualquier otro método escultórico al
tildarlo de simple técnica propio de forzudos y aplicados artesanos. El gigante
cuasi analfabeto pensaba en barro, vivía en
barro.”
“¿Hasta qué grado una obra en piedra italiana de
Canova responde a la plena autoría de éste que dedicaba su tiempo al modelado
de pequeñas figuras de cera mientras canturreaba y se hacía leer la obra de los
clásicos latinos en tanto los discípulos en su taller trajinaban sudorosos con
el cincel?”
“¿Es capaz de comprender la unción que alienta en las tallas de un imaginero del barroco
español?”
“¿Qué intención es la de El Greco al poblar sus
pinturas de rostros cerúleos y chocante largura?”
“¿Entiende usted, buen hombre, las bromas y
chocarrerías de El Bosco, Arcimboldo y Pieter I Brueghel o el triste sarcasmo
de Goya?”
(“Soñó que leía libros.
Soñó ser lo que leía.
Soñaba el sueño de otro.
Fue nada más que un sueño
el
sueño, el libro, él mismo:
¿En
qué quedamos: ¿sueña Alonso Quijano?, ¿sueña Cervantes?, ¿sueña Don Quijote?
¿Quién es y quién no es?”)
La literatura, como el arte, si son
verdaderos son galimatías.
“¿Entiende
usted a Massacio? No lo crea. Mucho se engaña, amigo mío.”
“¿Y
qué me dice de Vermeer, la luz presencial…, agónica, de júbilo, la morosidad
del tiempo…? ¡Usted no entiende nada!”
“¿De
verdad supone que la mal llamada Ronda
nocturna de Rembrandt, que ni siquiera se desplaza en la noche y cuya
flagrante oscuridad tan sólo es debida a consecuencia del oscurecimiento de las
diversas capas de barniz sobre el lienzo, es un cuadro realista, fidedigno a
las reglas del realismo más representativo? Pues no lo crea, tal cuadro es la
obra de un visionario antes que de un retratista, la sonrisa de un embaucador
que ata un gallo a la cintura de una niña entre burgueses armados y disfrazados
de valientes mientras un perro, indiferente a la prosopopeya de los pomposos
caballeros, lanza ladridos ante los redobles del enorme tambor como si fuera
algo si no principal sí temáticamente adicional en la pintura cuando tan sólo
revela la argucia de que se vale el pintor para colmar un hueco indeseable del
lienzo.”
“¿Quién
se ha creído que es para solazarse con la perspectiva y los fondos velazqueños,
la desesperada mudez de Goya, el inextricable laberinto cromático de Van
Gogh?”… ¿Sólo porque es capaz de identificar sus imágenes piensa usted que
entiende lo que ve?”
“¿Entiende
la escueta geometría de Cézanne aliviada por el color de los pigmentos?”
“¿Entiende
usted la cartelera de putas y rufianes de Toulouse-Lautrec”?
“¿Entiende
de veras el falso y comestible cubismo de Las
señoritas de Avignon?”
“¿Considera
digno de mención que el simbolismo de Gauguin provenía de su incapacidad para
pensar lo que veía?”
“¿Distingue usted a simple vista un grabado al
buril de uno de punta seca?”
“¿Sabía
usted acaso que una capa transparente de pintura al óleo sobre otra opaca
modifica profundamente la primera? ¿Podía imaginarse que una capa transparente
de color carmesí sobre un azul opaco produce efectos que van desde tonos
purpúreos hasta el color morado oscuro, y todo ello de acuerdo con el espesor
del barniz o según la intensidad del pigmento utilizado? ¿Sabía usted que este
proceso se llama veladura y que casi es materialmente imposible qué uso de esta
técnica hizo cada uno de los celebrados maestros de la pintura debido al paso
del tiempo, la mala pigmentación o la limpieza
criminal que se perpetra de cuando en cuando en los grandes lienzos de los
siglos pasados?”
“¿Sabría
decirme por qué el amarillo de cadmio es superior al amarillo de cromo? ¿y por
qué el bermellón dejó de utilizarse?, ¿sabe que el color negro ha de usarse con
discreción y en caso de hacerlo elegir el negro marfil, que el lienzo mejor es
el de bramante crudo para los cuadros grandes y el de cáñamo para los pequeños,
que son preferibles los pinceles de pelo algo duro a los de pelo de marta o de
meloncillo, muy blandos, válidos sin embargo para conseguir determinados
efectos…? ¿Había reparado, señor observador, que la espátula más utilizada es
la que tiene forma de triángulo isósceles?
“En
confianza, mi crédulo amigo, le confesaré que la mayoría de los cuadros de los
artistas de siglos pasados al correr del tiempo han de ser retocados,
recompuestos y restaurados a causa de la desecación de los aceites y la
degradación indetenible de sus elementos matéricos, por lo que pronto, todos, acaban siendo manoseados por un
artífice aplicado de bata blanca y horario estipulado en el Departamento de
Restauración y dejan de ser sin excepción ninguna LA HOSTIA CONSAGRADA en las
sucias manos de ese funcionario disciplinado y temeroso de su nómina mensual.”:
-En
asuntos de arte -(y miró la puerta, la salida a la calle poblada a esa hora de
la tarde amarilla y cálida o gris y lluviosa por las gentes liberadas de sus
ocupaciones laborales, andando a mil sitios)-, nada es lo que parece. Hay obras
difíciles que se nos muestran claras y otras tan fáciles que nos parecen
confusas.
“Un
juego de espejos, pensó El Amanuense, ya
sólo con ganas de escapar de tales celadas epistemológicas.”
La cita más inolvidable la leyó El Negro Antaño
Amanuense (que ya sólo leía y pasaba
entre los dedos las páginas del pasaporte español, huyendo, claro está, de
fijar la vista en la fotografía de ese
desconocido) en un libro de Šklovski, Tetivá:
“Hubo poca gente en el cementerio bajo la lluvia y el frío, pero estuvieron
aquellos que sintieron en lo más hondo de sí
mismos la tristeza y el pesar por el que se iba para siempre, aquellos
que escriben y que saben lo difícil que es escribir bien.”
(Algo retocado…
En fin.)
Una educación literaria.
(¿Además de las otras?)
Sí, existe el libro que el último punto final es
como una daga que traspasa el corazón de quien lo escribe.
-¿Qué va a ser? –preguntó el mexicano en
español.
Llevaba la luz de Cervantes en los ojos.
Todo ese país antiguo era luz.
Contestó:
-Sopa de almejas, huevos revueltos, pollo
espectral con fríjoles y cerveza de la marca “Carta blanca”.
Directo a la barranca después, pero siempre
antes que los perros.
Yvonne: te ha descubierto perdido bajo el
volcán, cerca del abismo, desahuciado, no ella, ella no (que víctima del corcel
va directo a la “gloria literaria”).
-Hasta donde termina el arco iris.
Le rodeaban los lebreles de la muerte, el
silente séquito de unos hombres-y-mujeres-máquina vestidos de blanco, de verde,
de azul, serios e inútiles sabelotodos…
Y ella, que levitaba entre las cuerdas empapadas
de jugos y excrecencias, la baba apestosa y química, sin rozarse con ninguna de
ellas.
¿Qué clase de artista? Al que no le importa ser
ciego: yo… toco, dijo Eva Hesse a la posteridad.
¿La posteridad? La posteridad son los gusanos
que horadan por dentro tu cadáver podrido y maloliente.
Adiós,
miss Hesse.
Y después de la cena, a por otro cadáver
certificado.
Tu muerte joven: he ahí tu redención, el perdón
universal por la inmensidad de tu culpa, la tamaña ofensa de tu obra inhumana…
¿incomprensible?
Deja a Dios en la inmensidad de su vacío, pues a
la artista nada le interesa su silencio persistente y egoísta. Lo que le
aterroriza es el cruel silencio de su madre y el intolerable silencio de su
padre muertos:
Ese pavoroso doble silencio es el que te condena
a la nada cuando dejes de existir en la tierra.
Algo reverbera en tu cerebro herido de muerte,
una voz del pasado, una imagen hasta ahora oculta… ¡una imagen del futuro! “Oh,
si la mente ojos tuviera…”
Un instante previo a la muerte: ha llegado al
punto más alto de la escala, al kether…
La luz que le ciega… ¿para qué?
Y piensa, la vida es el viaje a la maravillosa
muerte… ¡cuántas cosas tras ella espero!
Y muere.
¿Y si lo real es el alma?
El trasto del cuerpo era el lastre, la prisión.
Ve, ahora, y vuela imaginación.
¡Qué de visiones! ¡Qué de entretenimiento
insensato!
Cruza por delante del St. Vincent Hospital. Allí
agonizó y murió el niño grande de Dylan Thomas. En pleno Greenwich Village.
¿Cómo se llama este lugar?
Amigo, he vivido demasiados años en él para
creer que eso tenga importancia.
Cuaderno rojo: “La idea de la muerte mientras
estás lejos de los caminos que conducen a ella (el cáncer, las secuelas de un
accidente de tráfico, una afección cardíaca…) se halla muy atenuada por los
afanes y costumbres que suponen el hecho de estar vivo. Sólo cuando te informan
debidamente que debes afrontarla en
breve tiempo es cuando te percatas de que la oscura eternidad se encuentra muy
distante de lo que significa la vida. La muerte es algo tan definitivo, tan irrevocable, que resulta
incomprensible.”
Todo cambia… (porque) fragilidad.
Morir no duele. Había dicho. Y antes lo habían
dicho otros muchos.
Se lo repetía una y mil veces.
Morir no duele. Muchos niños lo hacen. Y quedan
en paz.
Y, sin embargo, ¿cómo no pensar que tanto da
carne que metal? Sujetos al albur del desperfecto la máquina se detiene
finalmente inmersa en una naturaleza que no da signos de asombro por tan
curioso armazón de alma y cuerpo danzando por su corteza.
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