martes, 26 de abril de 2022

56

 Un arte de extremos, al borde (dijimos) del abismo.

Cualquier cosa menos ingenio (una trivialidad de no gran mérito). Tal vez inventiva, ocurrencias inesperadas, pero nada de aquella facultad de las viejas con ganchillo (como una salmodia artesanal), pacientes y virtuosas, dale que dale al sol de la mañana y la tarde filigraneando.

El mundo consiste en el hambre, y poder saciarla, en el frío, y poder protegerse de él, en el sufrimiento,  y poder mitigarlo con el deseo, en el miedo… y en la inconsciencia ignorante y feliz de ese miedo al sentirse arrullada por el sol, por el mundo, la vida.

Una ilusión: el estudio en Bowery… y un bonito apartamento en Mulberry Street, a dos pasos, en una de las casas de ladrillo oscuro reformadas en los cincuenta cuyo interior aún parece oler a manzanas asadas, a pasta aromática cociéndose en la olla.

En Chinatown, perdida y temerosa, pero aún se aferra a esas pequeñas cosas, a esas rebeldías prometeicas: compra tallarines frescos y algún antojo pastelero cuyo aroma embriagador le alcanzaba en la acera desde alguna tienda.

Le encargaron escribir poesía gráfica (?). Se hizo con una Olivetti color aceituna y teclas negras de carro grande. La típica máquina de escribir de oficina. “Esto es un oficio”, se dijo el negro. Puso un precio a su sesera. Empezó a trabajar: esa máquina sonaba atronadora, invencible, se superponía a todos los ruidos de la calle, a toda poesía habida y por haber. ¡Clamaba al cielo!

Voy adelante, se decía una y otra vez. Adelante: maná de billetes.

Y otra (poetisa) escondía los Librium bajo la falda en cada uno de los pliegues de su cuerpo obeso y deformado, con los ojos enrojecidos y febriles por la ansiedad, la derrota, el miedo.

No bebo. Dejé atrás la botella. Dijeron un millón de ellos.

La escultura es mi adicción. Dijeron dos artistas… auténticos.

RM.: “Y un día, rebuscando en los cajones de la cómoda, encuentro decenas y decenas de pequeños frascos para el resfriado, medicamentos para la tos, infinidad de jarabes… toda esa clase de brebajes de farmacia que llevan más de un 25% de alcohol.”

Trabajar, no dar explicaciones, enmascarar las conexiones…

A-isla-rse.

De pronto, la sensación de que nada de lo que me rodea va a mantenerse en pie por mucho tiempo, que contemplaré su fatal decadencia y derrumbe final. Sólo era un decorado para una mala comedia. Despierto y, entonces, comprendo lo soñado: era yo la que iba a ser arrebatada del decorado.

El azul es innato; la oscuridad el color de los ojos cerrados.

“Una artista en ciernes… incomprensible”, dijo ante una de mis obras.

Los demás sonreían, o desviaban la vista.

¿Y él…?

Un artista mediocre…

(En el mejor de los casos.)

No, es un artista cobarde. Y, sin embargo, tiene un discurso inteligible, expone en Castelli. Es célebre y gana dinero. Es escuchado. Hasta se cree en la solvencia de lo que proclama, aunque sus palabras no sean sino un subterfugio donde esconde la poca consistencia de una obra rancia y antigua como los bodegones de los principiantes en las escuelas privadas de arte.

La enfermedad (que no es un arte aprendible) es un robo.

La muerte (un asesinato en toda regla) es una obra maestra.

¿Quién juzgará tamaños crímenes? Tus compañeros de colegio.

Niños que nacen en jardines… Aquellos compañeros olvidables.

Niños aburridos y anónimos, aplicados colegiales, inútiles como artistas que nunca sabrán que el ogro acechaba y no mordía, que las hadas envenenaban dulcemente a los humanos y que las brujas morían pero celebraban que la niña con calcetines fuera más lista que ellas, incluso más cruel y lasciva. Las cicatrices cerradas de afuera: líneas, sendas hacia atrás, tan fáciles de trazarlas sobre un papel... Y las llagas abiertas que oculta el cuerpo cerrado, el pus que fluye a escondidas de los ojos, en la negritud cosida en la carne por otra apariencia inusitada y feliz: la forma, pues, de lo indescriptible: sólo ver... pero lo invisible, lo de adentro: ya eres artista, ninguna otra cosa. Estás perdida.

Kunstwollen. Sí, claro, el fantasma de la máquina soy yo. Algo reconocible ha de haber en todo ello pero… esto va en contra de mis urgencias expresivas que requieren más de la metáfora… ¡que del martillo! Aunque… ¡quién sabe!

¿Artista? Mecánico, contestó.

Pero el reposo no es estar tumbada en la cama con los ojos abiertos fijos en el techo. El descanso viene a mí alejada de esos estúpidos que hacen del arte un medio para chapotear en el fango de sus vidas tras un éxito fácil. Si enfermo, serán el único objeto de mi odio la cama, la silla de ruedas, la compasión, la derrota... Y, por encima de todo, las doce palabras de consuelo de artistas como los que revolotearán alrededor de mi agonía: engreídos y olvidables, repetitivos como las olas, cuervos ni siquiera negros,.

Manos a la obra, me digo. Encerrada entre las paredes queridas y manchadas de mi estudio. A salvo de muchas de las cosas buenas de este país, pero también de las malas: “Después de las armas, los productos de mayor venta en la nación son el whisky y las drogas”, me dice R. Y puntualiza: “Lo ha soltado Ch. durante una entrevista en Partisan.”

“Toda una autoridad en la maledicencia... ¡sobre sí mismo!”.

Esta es la obra: parece tosca.

Demasiado flagrante. La nitidez de su materia y sus aristas la empequeñece, minimiza su escala.

Un toque de sfumato: la niebla de la perplejidad, un toque de distinción: velar lo evidente, lo rotundo… Un toque de misterio.

Eres alemana: lo judío es invisible: judía y alemana: oxímoron,

La posteridad. ¿Quién diablos ha podido tener esa experiencia? No me hables de la posteridad, de mi posteridad. ¡Si pudiera la cogería por el cuello entre mis manos y la estrujaría hasta hacer que sangrara a raudales, que se disipara en el polvo!

(1967, sin posibilidad de rectificaciones…)). Ir mucho más allá del post-minimalismo, más allá de los estilos conocidos, más allá del arte: Plus Ultra.

Toda fama póstuma es un negocio, sin pagar réditos los mercaderes de hoy a quien correspondiera en el pasado: están muertos los acreedores, sólo quedan los interesados.

¡Bonita estratagema!

Excavaba en su rostro como en una mina a cielo abierto. “Ahora aparecerá el miedo, el asco, la alegría, la duda…”

Ya eran todo grietas en la cara de tierra. De un momento a otro atravesaría el cráneo y podría mirar el vacío al otro lado.

-Dígame, distinguido retratista, ¿qué clase de óleo utiliza en sus lienzos?

-Aminoácidos. Sólo me preocupa el interior de las personas.

Y al final, ¿qué ha de redimirse de toda una época de calculada austeridad, distanciamientos, soledad, introspección, orgullo y humillaciones a partes iguales e incluso desdén? Dos o tres virtudes que alguien sea capaz de ver en dos o tres de tus obras. ¿Y cuáles pueden ser esas virtudes en el terreno de la plástica contemporánea? La proximidad al abismo, el absurdo de las preguntas sin respuesta, la premonición, lo esencial y absoluto expresados mediante unos artificios plausibles y unos materiales chocantes bien lejos de un lenguaje puteado

En realidad son siempre tres voces las que alientan un discurso, y una de ellas es el propio discurso.

R. Yeats: “Los libros preciso es que cuesten dinero. La entrada a las librerías es gratis y también el tiempo y la permanencia en ellas… ¡De algún modo hay que sufragar esa íntima orgía!

¿Adónde voy?

Todo, siempre,  son preguntas sin respuestas. Hacia delante, pero es sólo el deber, la constancia y la ceguera suicida de la hormiga que desdeña el universo entero salvo su acción reiterada y minúscula, invisible.

Una vez terminada una obra, ésta parece decir: “Ven, ahora ya puedes esconderte aquí.” (Hormiga invernal: oscuridad.)

Aunque… Después de haber concebido en la mente una obra plástica, musical o literaria, podría pensarse sin merecer el menor reproche que, al fin y al cabo, materializarla ante los demás sólo es un acto estúpido de vanidad.

El arte, al igual que el lenguaje, innato como la función de la sangre, la respiración, la cópula… Una gramática universal entendible, manejable, adaptable a todo tipo de visión, con sus incógnitas irreductibles, un acquisition device. Ser artista, sólo ser un niño. Ese misterio nada menos: te dejas llevar.

El inglés presuntamente hermético, cursilón y transparente en realidad para todos los congregados en la sala “tan yanqui”, se detuvo ante una de las obras y excretó la frasecita aprendida y memorizada mientras se afeitaba esa mañana: “Una tosquedad agradable, en suma. Más cockney que oxiniana.”

God save the queen.

Ja. ¡This is America, idiot! (Labramos la tierra americana con vuestros cráneos en punta desde hace doscientos años).

Hesse versus naturalismo. Tal leyenda debería grabar a fuego en el invisible frontispicio de cualquiera de mis obras, de la misma forma que en las literaturas de Dante, Cioran, Beckett y Kafka planea desde la primera página la enseña más lúcida y temida: abandonad toda esperanza.

Inmortal es quien decide el día de su muerte (y la perpetra).

“Armo” la obra. Ya es un hecho. Su montaje lo verifica. Alguien activa los focos de 100 vatios, la luz se derrama sobre los objetos como un agua mágica y la obra queda desnuda en la galería para siempre, avalada y justificada. Aunque más tarde la oculte de nuevo ya es violada, aplaudida o escarnecida. Incluso es fotografiada. Una construcción que podría haberse configurado con los materiales reales del espíritu, si éste realmente existiese más allá de la carne, los huesos, los nervios, los músculos y los sesos que lo esconden. La contemplan. No dejan ningún rincón por escudriñar. Rastrean pistas que les permitan capturar un significado. No recabo ninguna opinión valiente, sólo preguntas sobre los materiales que la conforman, los detalles anecdóticos. Por qué esto y no lo otro. Pero la complejidad no reside en lo que ves: es sólo el disfraz de problemas mucho más difíciles que la mera estética… Días después apagan las luces, desarmo la obra. ¿Qué revela la autopsia? Una muerte demasiado temprana a causa de un ingenio impreciso (o el olvido de nuevo de un recuerdo violento, un vago sentimiento de culpa), una voluntad de no significarse públicamente más allá de lo que una apariencia sin más logre conseguir. Pero, cuidado, si careciera de intencionalidad devendría lo decorativo…

El primer olor que recuerdo de mi infancia en Alemania es el del papel, el del papel cuché de los grandes y antiguos libros de mi abuelo materno. Y desde entonces nunca he dejado de ser muy sensible a los olores, las fragancias, los aromas, las esencias olfativas de cualquier material, vegetal, animal, los rincones de la casa, algunas calles, todos los árboles… Sin duda, resulta para mí la mayor celebración de lo sensual y la manera más sencilla de recuperar pasadas emociones e impresiones. Pero debe haber algo judío en todo esto, la pátina negra y la densidad del aire de todo lo encerrado en el cuarto oscuro… (Engarzar la percepción de las sustancias con lo meramente visual.)

El futuro sólo existe en la imaginación, no es ni ha sido.

Y el presente me sirve para crearme un pasado, lo que ha de justificarme una vez muerta.

Durante la noche la ventana de la habitación, mal cerrada, se ha abierto a causa de un golpe de aire. Despierto inmersa en una luz gris y lechal, y el olor del amanecer, una combinación rara de piedra, hierro y humo, me llena de desánimo, de miedo, de grandísima extrañeza por todo. Luego, con la taza de café caliente en la mano, el rumor sordo de que todo se pone en marcha, de que la enorme ciudad sigue viva, poblada de millones de seres, me va reconciliando con la grisura del día y las nubes negras que presagian la nieve, y me sumo con sencillez en esa experiencia universal en lo penitente, misterioso y cabal de todos nosotros que nos induce al engaño milenario capaz de hacernos seguir adelante cada mañana luego de una tostada y una simple taza de café.

Ya que no esperamos el éxtasis, al menos una buena salud, algo material que agrade a la vista, la calma, un día soleado, la lluvia al atardecer que repica en la calle, y nosotros bien protegidos en casa, envueltos en una manta de felpa con un libro pequeño y amable en la mano, las cuatro paredes. Como prisionera de la locura.

Volver a Alemania (1948). ¡Atiborrarse de puré de ortigas y pan rancio!  Mejor judíos en Nueva York, debió pensar mi padre.

Veo siempre las mismas cosas, la misma encarnadura de lo perplejo revolotea por mi cerebro una y otra vez: sólo cambio las máscaras, los varios disfraces que resulta mi obra en su totalidad…

Me pregunto quién es la enferma…

K.: seconal, nembutal…

R.: esconde las pastillas en las bolsas de pañales de su bebé.

N.: viajes e histerismo.

D.: “Afortunadamente, me mantengo limpio, en forma.” Durante  la comida se ha bebido una botella de vino enterita, pero antes se tomó dos cócteles de ginebra y vermú, y ya al anochecer, cuando nos invita a su estudio, no deja de vaciar copas de whisky, aunque trata de disimularlo mezclándolo con soda. Sólo él bebe alcohol. A. y yo (la verdad, bastante interesados en lo que dice) pasamos el rato con el horrible té con sabor a pis para los invitados que guarda en la rústica alacena junto a una planta de hojas mustias.

A., F., S., yo misma: todos salidos de la sopa del gouache, del pincel, de la pintura, de lo ya tan fácil.

“Como un turista deambulando en torno Henry Street… Al final se mete en una cafetería…”

-Un donut.

-¿Sin nada que beber?

Sólo tiene hambre. Y bebe de las fuentes

(¿Un manantial por aquí? ¿Entre rascacielos? Qué gracia.)

Quien está a la vanguardia de una disciplina creativa, ha de estarlo en todas; de lo contrario es un falsario o su cultura raya en la indigencia. Entiendo muy bien una literatura que delimite los escenarios y escarbe más hacia adentro, que se deslice incluso sobre sí misma sin importarle nada su rol de soporte narrativo, informativo o reproductivo de algo. En lo que respecta al cine: un plano de 15 segundos describe (revela) ante los ojos del espectador 8 folios colmados de literatura realista. Y también ahí, transcritos por el ojo teñido de la cámara: sustantivos adverbios, conjunciones, adjetivos, interrogaciones, verbos… Puedo contemplar sobrecogida el desfile magistral de los personajes velazqueños, los interiores holandeses o escuchar con arrobo las sonatas de Beethoven, pero ello no implica que un creador del siglo XX haya de proceder en su trabajo partiendo de esas mismas pautas. Su nombre, señor paisajista, es falsificador. Y no de cuadros, escritos y sonatas, sino de emociones.

¿Por qué su arte es subversivo? Porque ninguna de sus acciones están planificadas o tienden a un fin… ¡Pero sólo en una primera visión! De inmediato, ¡lo ves!, brotan significados, correlaciones, suposiciones, engaños divertidos, genialidad…

Entonces, sus ideas… En efecto, todo a mi alrededor, materiales y ocurrencias, es como un almacén de bric-à-brac donde poder rebuscar y elegir lo más conveniente para mis crímenes, señora.

La ironía es un cambio de sentido: corre y me alcanzarás, le decía el moribundo a la parienta momentos antes de expirar.

Y la hay. Hay ironía en mis obras. En todas ellas. Alejad de vuestra mente cualquier idea de fatalidad, dramatismo o reprobación. Y nada más opuesto a mi intención que el sarcasmo.

Deberías sonreír un poco más de lo que hacéis. Vivir al día.

(Jueves: día de mercado: sonríe, chica.

Con la tripa vacía, todo son tentaciones: telas, chucherías.)

Una evolución estilística a lo largo de las décadas. Silenciosa, como si se gestase y saliese a la luz desde un ADN implacable, una molécula-almacén infinito de genes donde rebuscar la información, la imaginación precisa para la invención de los monstruos y hasta de sus actos.

Y ahí, en medio del ritmo frenético e incesante de la calle y sus ruidos, de la multitud interminable, de las oleadas de los coches que surgen por doquier, rodeado de edificios emblemáticos… ahí en medio de esa algarabía urbana tan decorosa en el fondo, donde un poder invisible parece estar agazapado en el aire, vivificando gentes y objetos y haciendo posible lo imposible: ahí te alzas, el mundo es tuyo, tú lo crees así, y basta con eso.

(El Tipo de los Parques termina cansado y perdido: el último sol de la tarde arrancaba un sosegado esplendor al verde césped que le servía de asiento: ilusionaba ese resto del día sobre la tierra, ese plácido y único descanso del vagabundo.

Finalmente, se salva. Pero durante un largo tiempo llevaba estampado en el rostro ese “bridge-and-tunnel” delator con su ropita de domingo, el hatillo aseado de ropa vieja.)

No se trata de alteridad. Me observo en el espejo: no me reconozco, o sí, pero de tanto escudriñarme me parece estar frente a una desconocida: es imposible que mis pensamientos se oculten tras esa máscara: ¿Yo, la carne? ¿Yo, la de adentro?

Temo que he de morir absolutamente desesperada. Algo que no entiendo, porque lo único que se desea de veras en esos instantes es la paz, una consunción tranquila, conformada, lúcida, incluso valiente, flotar poco a poco en la nada como en un mar sin agua.

Pero es ahora cuando descubro que toda mi obra era una premonición angustiosa hasta Contingent.

Toda la ansiedad procedía de una pesadilla que yo sabía real.

Y no, no querría morir nunca, nunca. Necesito la eternidad para hacer lo que quiero, para hacerlo siempre, sin descanso, sin necesidad de pensar en otra cosa que no sea mi trabajo, ser inofensiva hasta el fin de los tiempos, sólo una artista… No dañaré a nadie, no le robaré nada a nadie, ni siquiera cariño o un solo segundo de sus preciosas vidas… ¿A quién puede interesar mi muerte entonces? Y, sobre todo, ¿para qué?

Un día oscuro, lluvioso y frío: un dibujo claro, una línea feliz, los materiales opuestos que contradigan todo lo biográfico.

¿Quién dijo que la felicidad se consigue a través del placer? Nada más lejos una cosa de otra.

“Son inútiles esas capas y capas de seudotradición… Vuestra cultura es alejandrina.”

Aunque si libre del pedrusco judío, libre del pedrusco clásico…

“Dicho sea de paso: ¡adiós!”, y saludó cortésmente alzando la cabeza sin dejar de andar hacia la muerte.

G., al igual que la mayoría de los artistas menores (la obra que muestran es la décima parte de la voracidad de su ego), hablaba a gritos en el calor de la conversación, como si las palabras, convertidas en piedras, pudieran golpear de veras el cerebro de los otros, machacarlos de una vez por todas.

Por supuesto, terminas apiadándote de él (o de ella) como del niño gritón y enfebrecido por sus rabietas.

A fin de cuentas, la lucha encarnizada en la que se enzarza para convencernos de las razones que tiene para hacer lo que hace serían exactamente las mismas para hacer una obra distinta.

“Espejos como azules…”, dijo. Y era verdad, todas las puertas se abrían.

-¿Y qué…?

-Y qué, ¿qué?

-Tus artistas y escritores preferidos…

-Dean Young y Stan Drake.

(En fin, catorce años… Su época Blondie.)

He descubierto algo al salir de la casa de los T., un palacio disfrazado de apartamento con tres chimeneas, tapices europeos y salones interminables que se esconde en Park Avenue: los rascacielos son monótonos, carecen de la diversión y el misterio de las brumas, del ornato callejero de las alevosías y los carruajes del adulterio del siglo XIX , que eran todo un entretenimiento. ¿Qué clase de pensamientos evocarán estas moles rectilíneas dentro de un siglo? Más tarde, lo comenté con C.A.: se reía. ¿De veras? Entonces ¿qué piensas de las obras de…?

Pero tú eres la chica que odia “lo bonito”, y la antigualla te hace vomitar.

Y, no obstante, los olores rancios, la elegancia… Los T. se ocultan sabiamente en el profundo interior de la montaña de piedra, acero y cristal que es Nueva York. Y es una curiosa paradoja, porque son cuevas esplendentes, de una luz que hiere, donde el sol tiene entrada libre. Las dobles ventanas aíslan todavía más su viaje al pasado a través de los libros encuadernados y gofrados y los dorados marcos que ennoblecen con su presencia paredes y estucos.

Dejo pasar la tarde otoñal teñida de oro viejo contemplando los edificios de dos y tres plantas de la calle 42. Por la mañana también había estado en Green Street, en Spring, extasiada ante los edificios de hierro colado.

¿Por qué a veces fracasa el arte? Porque el tipo se desayuna con Librium y una botella de whisky.

Subversión… ¡Pero si nada de lo de atrás lo considero inerte o muerto! Es lo que proyecta mi obra hacia delante (como un adán -¡una eva!- que comenzase de ello a respirar a bocanadas el aire que salvaguarda su vida).

F.: la luz.

“La escultura súbita y poderosa que traza el rayo en el cielo negro de la noche de tormenta, y muy seguido el crujido pavoroso como de una nube de piedra que se partiera en dos.”

D. (Con la cabeza a la altura del ombligo a causa de la media docena de collares que rodean su cuello de caña): esa anarquía hippy de solo apariencia, mera pose testimonial, cuyo mayor quebranto a la sociedad “podrida de mi tiempo” pasa por no pagar el billete de metro, lavarse el pelo cada dos semanas y birlar en el supermercado un paquete de puré de verduras y un bote de tomate.

Al final, olvidas los pensamientos, sólo recreas los hechos.

En mi última exposición: “La comprendo a usted. Es un… oráculo. Todo su trabajo responde a ello.”

Confundía iglesia con religión.

Praxis es la palabra de moda. En lo artístico: el hecho de crear es una acción cuyo fin es él mismo. Remataba a la duquesa: “Y yo nunca mido las consecuencias de mis actos.”

“En cuanto los signos distintivos de su arte…”

Mire, usted, ¡el icono soy yo!

Juego una partida de ajedrez con Duchamp. Los movimientos son confusos, como si una bruma dorada ocultase su verdadera intención. Inesperadamente, un río blanco parece anegarlo todo. Luego, avanzo encerrada en una de mis torres por un suelo de vidrio. Y más luego, desciendo como un ave enfurecida contra la tierra blanda. Jaque mate. Le he derrotado. “Has perdido”, me dice con una voz glacial. Despierto.

La tarde anterior, Morris hablaba de Duchamp, nos pasaba copias de la compilación de un tal Sanouillet: “el lenguaje como el ajedrez son de una infinita combinatoria”, decía iluminado y converso.

¿Por qué creer en este tipo?

Porque habla con el aplomo del oscuro (El Oscuro).

(Y no da pistas al enemigo.)

Los adoquines relucientes de Green Street; y, luego, un café bien caliente en el café amarillo de la calle Prince, mientras cae la lluvia (repica alegre y fresca sobre la acera, sin furia, amigable).

Entonces la palabra sustituye con holgura a lo plástico: una tarde de abril, una de esas en las que en el cielo se aposentan grandes nubes oscuras con bordes resplandecientes, de sólidos dorados.

Es una suerte de primitivismo: volver a los signos, al gesto, a las cosas (señalar con el dedo las cosas).

Si la poesía tiene que ser compleja, entonces al arte le basta sus apariencias: eliminaremos el sentido.

Se despojaba a sí mismo de su máscara de turista, se otorgaba identidad de neoyorquino auténtico: sentado en las escalinatas del Met miraba las hordas con un plano en la mano interesadas en recuperar su identidad contemplando las colecciones de adentro. Nunca las recordarían, sólo eran mirones.

Doctora.P.: si se diagnostica a sí misma está perdida.

¿No entrarías tú en la Neue Galerie?

Trazas hay de ti.

Tanto color disipa la bruma germánica. Qué jolgorio: Shiele, Klimt, Hoffman, la pandilla de Brücke, Blauer Reiter… Borrar lo alemán…

En torno a la calle 85 y 86: alemanes.

J.: “En el Lower East Side las sinagogas se contaban por cientos…” Y no eran simples escondrijos donde precaverse de las adversidades del futuro: sólo deparaban una tregua… emocional (en cualquier caso).

Dijo: “La única verdad en el arte de nuestros días se cuece en los sótanos de Sotheby’s.”

En las alcantarillas…

Entraban en la galería, miraban en torno a sí. Miraban como si estuvieran en Rockland. Huían espantados. Y un día, uno de los locos, uno de los poetas del aullido o uno de los pintores suicidas, apareció de cuerpo entero en una de las revistas satinadas de los sábados, y entonces se volvieron complacientes, y entonces.

Y entonces.

Creer en la “historia del arte”, e incluso su verdadera evolución, como una historia de las emociones, el recuento paulatino y milenario de un mirar humano hacia adentro de sí que luego, examinado el conjunto de perplejidades y misterios que nace de esa reflexión, lo expresa en forma de plástica hacia afuera.

¿Qué es la obra? Un campo exploratorio. Una reflexión sobre ella mientras se elabora y se abren nuevos interrogantes. Huir de la naturaleza y su representación en el arte es una forma más de filosofar.

¿Entonces?

En efecto, ya en el callejón sin salida una puede tranquilamente llegar hasta el paroxismo, hasta el mismo abuso indiscriminado de todo lenguaje. La jerigonza plástica, el pensamiento libre de ordenanzas, meta teórico, naufraga en la incomunicación pero, a la vez, genera el monstruo visual

Un animal con vida propia, una verdad incontestable, hecha del mundo.

Un arte de interiores. Sucio y realista pero sin los componentes típicos de su inventario acorde, sólo sustituirlos por otros irreconocibles, como si el cambio de guardia fuese promovido ahora por espectros informes salidos de la ocurrencia estrafalaria. Así los interiores espesos de los apartamentos y casas de vecindad, de una tristeza apabullante bajo la luz eléctrica, con unos pocos muebles baratos y muchos bibelots sin ningún valor, con sus habitantes presos en las cuatro paredes con todo el peso del tiempo inútil encima de ellos, inmigrantes que se aferran a la jerga que traían consigo al llegar al “nuevo mundo” para sentirse seres humanos, trabajadores en paro o de oficios miserables y prescindibles, mujeres deformadas por la lucha doméstica, el asco y la inseguridad, ancianos derrotados que nunca supieron del paraíso prometido, niños famélicos o ya embrutecidos y viciados por las calles nocturnas…

Tales materiales no exigen las herramientas habituales de una autopsia corriente. Buscar, entonces, la alusión más extraña, hasta paradójica, lo más opuesto a la fisicidad, a esa carnalidad tan sabida.

¿Puede percibirse un artista? Anda, come y quiere como los demás. Muere como los demás… Pero no vive como los demás el tiempo, y ningún otro ser humano se le parece cuando está solo en calma o como un poseso a las ocurrencias de un demiurgo: respira a solas, se muerde a solas para matar el dolor como un perro herido de muerte se muerde a sí mismo con rabia.

Cuando estás en “esos días” no puedes por menos de pensar que tu relación con la naturaleza procede de las mismas imposiciones de tu condición. Imposible soslayar unas leyes que apabullan por su lógica matemática, pródiga, infalible y todavía secreta. Tal vez, sí: soy fisiología pura.

La materia (inédita) te reinventa.

¡Cómo descreer de la química apestosa de mis obras! Es su esencia.

El verdadero escultor no nace de la pintura. Y, sin embargo, a todos ellos, los de mi tropa,  la etiqueta que mejor les encasillaba y desmenuzaba con mayor facilidad procedía de aquella disciplina. Parecían brotar de una pegajosa textura que iba adquiriendo volumen a medida que el aserto de Frank Stella se imponía con una facilidad e inocencia criminales.

Mayo, 2100.

Cien años después.

¿Parece la misma primavera? Abril, seguía siendo el más cruel…

En lugar de escribirla, de dibujarla consiguiendo sus malévolos contornos, su triste coloración a través del microscopio, podrías haberla materializado, hacerla palabra objetual: cáncer. He ahí el trasto magnífico. La cabeza pelada oculta bajo el pañuelo, disimuladas las ojeras, maquillada la palidez, el corazón alborotado, el miedo, las lágrimas, la rabia, la lástima de los otros disfrazada de indiferencia.

“Luche”, dicen.

Creen que eres un soldado cobarde, y hasta un desertor, si te niegas a pagar dos, tres, cuatro millones de dólares para prolongar dos, tres, cuatro meses de vida horrible a base de potajes químicos y rayos maléficos.

“No se detenga, no se rinda.…”, apremian ataviados funcionarios con sus ridículos atuendos blancos, azules, verdes y sus ojos mentirosos y hastiados, preparada la faltriquera, la letra de pago.

(¡Hijos de perra sarnosa y muerta! ¡Alimentan a sus inútiles hijos con el papel verde del dólar día tras día embutiendo porquerías por el esófago del canceroso moribundo! ¡A mí dejadme extinguirme en paz! En silencio, calladita, tranquila, conforme con un universo de estrellas y magnitudes más allá de lo humano, a años luz de los quirófanos y vuestras manazas de doble piel, muriendo hecha de  galaxias, de estrellas, lejos…)

Estar enfermo de cáncer es estar de atado de pies y manos, una ruleta rusa entre el asco y las ganas de seguir adelante aunque no sepas muy bien para qué ni por cuánto tiempo. Y, al final, bajas los brazos porque el amanecer son clavos y el agua en la garganta quema y los ojos han dado la vuelta tras los párpados y muestran un interior (tu interior) lleno de venenos y jirones malolientes, porque ya sientes el vacío entre la carne y los huesos mondos y lirondos. El cuerpo… ¡para ti la perra gorda, cabrón!, yo muero.

“Me interesa todo lo concerniente al arte. Puedes creerme”, mentía.

Pero no la creí: miraba más a los artistas que a sus obras, y respecto a mí, supe que mi trabajo le suscitaba muchas dudas, “como las que siente acerca de todas las mujeres artistas”, me aseguraron.

Un año después, en Fischbach, aparece acompañada de Marilyn y simula no verme: se ha casado con un tipo que juega en los New York Giants, una especie de coloso de dos metros de altura, cabellos de oro, boca jugosa y brillantes ojos verdes. Debí creerla entonces.

-¿Haces escultura?

-No. Creo objetos.

-¿Cuál es la diferencia?

-Al hacerlos, yo no miro a mi alrededor.

-¿Entonces?

-Me basta con aislarlos en el espacio. Los objetos no son reflejo de ningún espejo.

¿Cuál mi naturaleza?

Pero, ¿tiene esto importancia en realidad?

En cualquier caso, interés relativo, equívoco.

Calla y reflexiona paseando por esas increíbles y abigarradas callejas del sur de Manhattan.

Todo es una ilusión de los sentidos, me digo cuando deshago irritada una forma de maraña (que me ha costado una tarde entera de urdir) y contemplo en el suelo sólo una forma de maraña, un montón de hilos sin sentido, un rebujo. ¿Lo tenía antes? ¡Por supuesto! Yo le insuflé como una diosa el aliento de lo vivo, fue deliberado. Fui su creadora, y eso era un hecho incuestionable. Y, ahora, como la diosa que soy, la destruyo, y la forma que se gesta, ese informe bulto, ya no es nada, es obra del azar, de lo aleatorio. No es arte, me repito una y otra vez, una y otra vez…

Dejar la mente en suspenso, no dormida, ni narcotizada, viva, sin pensamientos ni memoria, física como un dedo, un hueso, una parte de la carne.

“Yo no tengo discursos.  Son… cosas.”

Entonces eres tú (¿el alma?) quien discursea.

El bebe un combinado de whisky. Ella no toma nada. Es una estatua de cristal. No está. Mira a través de ella cristalina y penetrable el trasiego enigmático de la calle bajo la llovizna. “Deberíamos dialogar un poco más”, se dice.

“¿Qué tiene de surrealista tu obra?”

“Lo que no tiene de dadaísta.”

Una/uno, siempre se muere en el tiempo antiguo, cuando las cosas de entonces están pasadas de moda. Cinco años después de tu muerte, el mundo te recuerda antiguo. No hay nadie que muera adelantado a su tiempo. Y, si es así como parece, son los demás, los coetáneos y sobrevivientes, los que no te entendían ni entonces ni ahora, y nada clarividente había en ellos. ¿Sucede lo mismo con las obras de arte, se posa sobre ellas la pátina de lo desfasado…? ¡Pero yo no hago obras de arte! Son… un testimonio de lo efímero, llevan implícita la idea de la decadencia, y nada resuelven, y nada significan más allá de su intención procesual y, después de mi muerte…

En el principio el objeto sólo era exigente de una percepción estrictamente formal, libre de una significación especial… No tardarían en adosarles la gratuidad de las asociaciones.

¿Qué clase de mujer eres? La que ha enhebrado una malla de muerte invisible a su alrededor. No podéis penetrar a través de ella: he ahí la obra sin significados.

F.: al no creer en la escultura moderna, renuncia a una definición que pueda explicitarla.

(C.A. decía de él: no quería ser artista… quería ser importante, y el arte se lo hizo creer antes de hora.)

El rostro de la locura, del miedo, de la ansiedad, del abatimiento… Nada de ello puede ser dibujado del natural o fabricado desde la deformación de lo supuestamente real. Sólo puedes inventarlo. Darle la forma de la excentricidad.

Yo he de moverme en lo raro, pues todo en mí es insólito respecto a los demás.

¿Realmente  grita El Grito de Munch?

Qué tipo: los cielos, el paisaje, le gritan.

Contesta a su vez… ¡gritando!

Mi iconoclastia debería hacerme ver sin excusas que no he de esperar misericordia en ningún caso: la sacrílega, y esto es lo escandaloso, se muere de ganas por atrapar alguna de las migajas de la cultura “oficial”.

Todo artista moderno consecuente debería ingresar en la plantilla del instituto SETI: más allá de lo conocido en la Tierra...

Diario: nunca las incidencias del día. Sólo las avanzadillas de una técnica, bocetos de las maquinaciones: los pensamientos frustrados (?).

Inauguran cerca de la Universidad de Nueva York una “falsa” escultura de 12 metros de Picasso. Casi escondida entre edificios de apartamentos para estudiantes, Sylvette  luce una maravillosa cola de caballo que acentúan las líneas negras decapadas sobre el cemento. Pesa 30 toneladas y el “pedestal” se esconde bajo el suelo donde se apoya.

Algo por dentro (quizás todo) se desploma en silencio. Larvada la catástrofe celular, una parte de mí enmudece mientras la intimidad abandona el sigilo, se muestra, y se humilla…

El diagrama de un ir y venir, las emociones, los sustos.

Judía. Pero sin raíces.

Judía libre de toda obscena iconografía.

Obra: sin referentes. Al menos no reconocibles. Podría ser la de una judía.

Esa es la clave.

No (sin condiciones).

Sí (condicionalmente).

Proyectos: avanzadillas hacia atrás del futuro (un tipo barbudo y severo que te la puede jugar sin el menor escrúpulo).

Aún no se decide, la chica. ¡Quién sabe cómo puedo acabar!

De quebraduras, o amante del passe-partout, del marquito dorado que privilegia una abstracción comedida. La réplica fácil a los bocetos trágicos que imagino inocente de toda culpa: un arte llevadero, digerible: una obra-producto típica de un Phil Spector que controlase la audiencia: nítida, prefabricada, dimensionada por el sónico envoltorio brillante y colorista del dulce caramelo oculto.

¿Adónde vamos?

En el Met. Los griegos: sin embargo, más que las figuras se me representaban las cosas y costumbres de la época, tan museables como las figuras. No ellos: las huellas de ellos.

“Lo que haces es poco relevante”, dijo.

“No importa”, repuse, “mientras sea revelador...”

“¿Para quién?”

“…aunque sólo sea para , que es exactamente lo que me propongo.”

Ya no acierta a decir nada más. Desvía la vista, sonríe con notorio desdén. Al carecer de una réplica adecuada, mantiene un silencio embarazoso. Se aburre. Quiere largarse a la otra parte del mundo.

(La clase de conversaciones que más me irritan, y a las que me veo lanzada cada vez que se produce un encuentro entre F. y yo, sea en el lugar que fuere. Desde Yale, hace una eternidad, no lo había visto. Confío en volverlo a ver… ¡dentro de otros dos años! ¡Para entonces tendré otra respuesta preparada!).

Un arte fónico (sólo visual).

Una especie de…

Primero, la palabra, el objeto. La cosa. Luego, le ponía los nombres.

Ella se tranquiliza adentrándose con los brazos arremangados en la luminosa frontera del presente que algo destiñe de oscuridad lo futuro: desoye el transporte de lo meditativo y la vacuidad yóguica. Los ojos bien abiertos, agarradas las manos a lo real y visible: “Mañana lo haré mejor.”

¡Qué sea el mañana el motor de hoy…!

¿Cuánto hay de biografía íntima en una sonata para violín de Shostakovich? ¿Y en una de Schubert, la 21 para piano, por ejemplo? ¿Y cómo percibirlo? ¿Puede descubrirse en realidad? Y si es así, ¿por qué hay que creerles?

Una autobiografía es mi obra: mirad esa cuerda, atada estuve a ella, pendía sobre el vacío…

La música, que cuenta cosas…

El objeto, que también alcanza a emocionar por lo festivo o chocante de su uso.

Esta es la exposición, buena parte del todonuevayork invadiendo el desolado garaje ahora sublimado por el gran arte. Las decenas de personajes ya conocidos del Midtown, algún canadiense despistado y G., El Oráculo. Pero sobre todas las cosas (hasta de la misma exhibición de la obra), ella, la artista del momento: viste un qipao confeccionado a mano en seda de Suzhou teñida de rojo, y el moño dorado, la boca brillante, los ojos alarmados.

El día discurre plácidamente, se desliza por el curso de la luz que poco a poco va desvaneciéndose. Entonces sobreviene la noche, lo perturbador de un movimiento propio que nos tiene atrapados hagamos lo que hagamos en torno a una fuerza mucho más poderosa, cósmica e inescrutable.

Un laboratorio de ideas a escala de una casa de muñecas: materiales diminutos, un bloc de apuntes para la tinta azul, un bloc de dibujo para el carbón: química, los sustos del color, ahí domino las formas, la estructura del monstruo, y la traducción deformante de la memoria y sus terribles alaridos silenciosos logra desparramarse bajo la luz intensa empequeñecida, reducida al tamaño admisible: cuando alcancen su debido tamaño se habrán convertido en pesadillas, en obras de museo.

En Thomas Street.

Una pequeña escalinata negra con barandillas de hierro forjado da paso a una puerta pintada de azulón y picaporte dorado flanqueada por dos columnas de piedra blanca. También la ranura para las cartas es de metal dorado. La fachada es de ladrillos rojos. Y tiene dos ventanas de cuerpo entero ovaladas de madera pintada de blanco a ambos lados de la entrada.

De repente, olía a jazmín.

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