viernes, 8 de noviembre de 2013

HESSE 124

Eva Hesse rechaza que el genio del pasado no alcance a comprobar las consecuencias seculares de su genialidad, incluso le repugna la idea de que los habitantes de un pasado y un presente (el de ella misma) no puedan admirar los mundos y las eras que todavía han de prolongarse durante miles de millones de años después de ellos.
Eva Hesse prefiere creer que ha de sobrevivir a la muerte por los siglos de los siglos.
Eva Hesse es inmortal (se dice). Y, débilmente, de nuevo sonríe a la habitante azul del espejo, porque es inútil que intente borrarla de allí, hacerla desaparecer de algún modo si una y otra vez se enfrenta a ella misma observándose en ese cristal revelador.
Le subyuga esa imagen que morirá con ello, lo oculto, aquella cavilación de palabras silenciadas. ¿Cómo ver lo oculto? Con la invención. ¿Cómo es? Como lo inventes: absurdo, grotesco, inesperado.
Ha pactado el silencio aprobatorio entre las dos. Y el perfecto diálogo que ya queda en su vida es decididamente el que convoca a ellas a solas, bajo esa luz desleída de azules.
(Apaga la luz: “Sé que estás ahí”, advierte a las sombras de delante de ella donde supone que se yergue la celada, tan presta al intercambio de despropósitos a la otra parte del azogue. “Aunque no te vea, estás tan quieta en tu sitio como yo en el mío.” Se hace a un lado: “Ahora si que ya no estás.” Sale del cuarto de baño, en absoluta oscuridad, sin cerrar la puerta tras ella.)
El ejercicio del arte es una forma de mirarse en el espejo, un juego o diálogo tan narcisista que a la larga puede acabar en el aborrecimiento: una se muestra en el espejo como se muestra en el arte: una suerte de exhibición, una mascarada a través de un peor o mejor maquillaje.
Ha conquistado ese juego. Estoy/no estoy. Me veo/no me veo. Hola/adiós.
En la obra de arte: me escondo/no me escondo.
Retrato de un caballero, de una dama, de un joven (en barroco marco del XVII con moldura en pan de oro): seguramente el retrato se parece al retratado, pero seguramente también al artista.
Su espejo de artista, el del estudio, es pobre, rectangular, un pobre cristal azogado enmarcado de mínimo y desnudo bisel encima de la pequeña pila del lavabo, colgado a la escarpia clavada en la baldosa.
Eh, ¿adónde estás?
Enciende la luz.
Te veo distinta a ayer.
Pues eres tú.
Es… la enfermedad. Por dentro soy la misma.
Ese es el problema de hacernos con un personaje. Sólo debería visualizarse lo que hacemos, y no lo que somos y aparentamos.
Te noto tan diferente, tan “extraña” a quien yo creo ser en este momento.
Es un error muy común: atisbar por las rendijas equivocadas.
Hasta mañana (replicó con ligero enfado).
Hasta mañana, le dijo el espejo.
Buenas noches.
Buenas noches: apaga la luz.
(Pues aunque el espejo se ha despoblado de su presencia, prendida la luz sigue atrapando los objetos y la forma del espacio desierto, de los baldosines azules, de la cortina azul de la ducha, del pequeño estante de madera pintado de azul donde se posan el vaso con el cepillo de plástico azul con las cerdas azules y el tubo del dentífrico, dos peines, el cepillo de carey del pelo, el toallero metálico azul, la toalla ¡azul!… Qué visión terrorífica durante todas las horas de la noche, pensaría el espejo, sin poder hacer nada, aguantando esa imagen detenida, invariable, reiterada, inamovible en el azul heridor de la noche eléctrica.)
Apaga la luz.
Estas ultimas semanas, ¿no será el sheol? Con los ojos cerrados vagas de un lado a otro, de la cama al lavabo, de la casa a la calle, del café al hospital, del libro a la locura del pensamiento estéril, encanallado en un sacrificio carente de sentido y sin honor: el hediondo objeto, la materia fecal y obscena apresa la luz de los vatios, se adueña y erige por encima del espíritu que nunca debía morir. Y los espectadores se mueven alrededor, escudriñan, interpelan a lo inerte y lo mudo: ven un objeto, y me ven a mí, y no lo saben.
Con los ojos cerrados, ven, diosa, conviérteme en piedra, ni cuerpo violado ni infatigable espíritu.
Apaga la luz.
Hola, de nuevo.
Sabes, ahora cada vez más me parezco a ti… Estoy cansada, como si de un momento a otro me fuera a sumir en un sueño profundo. Es cierto, me reconozco en esas ojeras y en el rictus incrédulo de la boca, los pómulos afilados, en la palidez espectral, en la oscuridad de tus ojos…
Me alegro, gemela. Aquellas disidencias entre lo que veías y lo que sentías no eran embarazo deseable: no somos tres: pues yo (tu reflejo) y tú agotan el cupo. La que parlotea incesante desde tu interior es la que no ha  sido para el mundo: invisible y lejos de lo tangible. ¿Quién la conoce?  ¿Quién sabe de verdad de esta insurrecta? Allí dentro no para quieto ni un instante el pensamiento. Una corriente tan fluida como la sangre, tan adentro… ¿adentro… de qué?
Las obras de arte son las pústulas, lo excremental de ese adentro, su imagen  (¿verdadera?) tal vez, aunque no importa que no sea así, y crecen desde ese sinsentido palabrero y silencioso (que tampoco importa demasiado que no sea así). El único arte es ese ensimismamiento que produce hacer arte: un juego de niños mientras la tarde se apaga más allá de la ventana y la languidez se apodera de las horas, de la carne infantil ahíta ya del sol del día y los pequeños misterios y las ocurrencias, fatigada ya de ese día que se desviste del dorado tornándose gris oscuro, sucio, teñido de la nocturnidad de las lámparas sin alicientes salvo el del sueño.
Odian los espejos el pensamiento, aquello que no han de atrapar jamás, odian los sentimientos que no son capaces de escenografíar, las emociones que no logran radiografiar, los odios y los afectos que las expresiones disimulan…. En efecto, para ti, artificio simplón, yo sólo soy una máscara: lo pavoroso por desinhibido y libérrimo, hasta cruel y hasta perverso y hasta repugnante y hasta criminal, que habla incontenible entre órganos y huesos, nervios y vísceras permanece secreto a las visiones que proporcionas (tú única virtud), al mundo natural de las cosas que reflejas, te es extraño y no aflora mediante ese trivial mecanismo que activa tu precaria máquina de figuraciones, y de nada te sirve en este caso la zalamería que empleas en inducir a los incautos que se deleitan contemplándose al juego del autómata, aquel que, en el complicado arte del ajedrez, a despecho de la torpeza de sus adversarios, provoca con sus lances deliberadamente mal resueltos que ganen la partida ellos, los lerdos: son insensibles a su decrepitud, a las arrugas, al cerco de fatiga que rodea los ojos, a la mirada borrosa: ¡dejan de ver el tiempo a causa de tus ardides!
Porque los espejos sí engañan, taimados fabricantes de tragantonas miserables: ése soy yo. ¡Quia! Lo que ves, ni lo puedes tocar.
Se mira en el espejo y no se ve, porque lo que ve está fuera de ella, y va a desintegrarse y quedarse en nada por siempre y para siempre. Es como una figura de hielo que al sol del mediodía se ha de disipar sin dejar rastro.
Ella no es eso.
Ella no es tan fácil.
Habló del horizonte, como si fuera el futuro, que no tiene tampoco rastro: allá en la lejanía, donde nunca se alcanza, donde la reverberación del sol levanta traslúcidas humaredas capaces de corporeizar los sueños, el espejismo.
Pero los espejos sólo muestran el pasado, lo que anda tras de ti.
En Nueva York no se ve de ninguna manera el horizonte, que sólo son los lados que te flanquean en las andanzas interminables. Millones de los andantes, al término del día, lo principal que han ganado es precisamente eso: un día más que estuvieron vivos. Y eso parece ser todo. No se acuestan felices, pero tampoco resignados. Creen en el nuevo día que ha de amanecer. “Todo un día por delante”, se dicen. Cierran los ojos y duermen, confiados y condenados.
A la mañana siguiente, depende del clima, Nueva York amanece roja y pegajosa, o blanca y gélida, o azul, dorada y gris a la vez y con una brisa fresca que da ganas de todo porque estás con el ánimo de creértelo todo.
No hay trama en la escultura de Eva Hesse; ¿tema?, oculto, quizá el tuyo, cualquiera, el que seas capaz de imaginar.
Pero él, que nada tenía salvo una máquina de escribir que cada día se oxidaba de silencio más y más, era andante infatigable, y hablaba para sí en rústico, como si estuviera en los campos del Señor: estas son tierras de mucho viento, de aguaceros, de nevadas que agrietan las venas.
Ella trabaja lo inusual, que es la forma verdadera de dar con lo esencial, o al menos con lo sobresaliente.
El armazón invisible de sus obras fue el tóxico, invisible y  letal.
Otro
escribió
(Todesfuge)
con la lengua que lo mató
la misma primavera del mismo año:
sobrevivimos porque la herida se ha cerrado por fuera (aunque nos va pudriendo por dentro),
sangra en la oscuridad
encerrada la herida
oculta a todos los ojos
hasta que hace enfermar todo el cuerpo.
Invocaba a cosas raras, puesto que la normalidad le había vuelto la espalda.
¡Oh, Cosa, vuelve tu piedad hacia mí…!
Los dioses no existen, qué tontería, son mucho menos que la luna, a la que a veces, aun brillando solitaria en el cielo de la noche, ni se mira.
Hesse pensaba en la luz lunar, una tintura tétrica sobre las cosas de la tierra, sobre los objetos solos y las componendas de objetos que ella tramaba sobre los suelos y las paredes. La luz artificial los agraviaba; la luz solar los dañaba: el reflejo selenita bastaría para revelarlos en su perfecta dimensión de novedad, en su verdad y necesidad más auténticas.
Ella ya vivía como en esa luz: sólo le llegaba el reflejo de las cosas y de los seres, una endeble emisión de la vida de afuera brutal y ambiciosa de la que poco a poco comenzaba a sentirse foránea. Era mucho mejor así. Encerrada en su estudio todo le llegaba amortiguado, y no iba a amilanarla la lluvia y la completa oscuridad que en esa primavera del 70 acortaba de pronto las tardes.
La realidad platónica se halla confundida, pues es sin duda esta palidez serena y silenciosa que huye del escalpelo tosco del sol que todo lo ciega y lo hiere de luz, la cara de la verdad… La sombra ni ha sido ni se corrompe, al contrario que la carne del cuerpo que es pronto devorada por una podredumbre, y que es como un artificio tan efímero que hasta impalpable parece en ocasiones a pesar de su pujanza y su vocerío, de esa verticalidad que tan poderosa se muestra pero que se desmorona al suelo al leve aleteo de la mínima ave, es como una llama que se eleva pero es sólo un fuego que muere al menor soplo: la muerte es una flor que florece sólo una vez, dijo el poeta suicida en esa misma primavera del 70, y lo dejó bien probado con su muerte por agua (él, Celan, Crane, Woolf... gallardos y altos como tú).
Alguien en posesión de mis ojos.
Ser como ellos, pero de verdad mudo, porque lo sublime tiende a la mudez más tenaz: la elocuencia de los objetos calla lo trivial pero exagera lo excéntrico.

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