domingo, 23 de noviembre de 2025

36

 Mejor sirve copas y mantén las orejas bien abiertas.

Dónde aprender, ¿en el cielo o en el infierno?

Hurga dentro de ti.

Nadie puede enseñarte a escribir, y mucho menos los tipos de Iowa, que encima no saben español (dijera lo que dijera José Donoso), lo que ya es el colmo. Con algunos de los entecos consejos de estos aprovechados de la ignorancia literaria y los dineros ajenos acaso seas capaz de aprender a escribir sin faltas de ortografía y es posible que consigas una sintaxis más o menos correcta que, por desgracia… ¡es la suya!, es decir, nada en absoluto recomendable por venir de la mano de un carnet de identidad que no es el tuyo.

Un escritor sólo es un modelo a seguir… ¡para sí mismo!

Sigue al pie de la letra las recomendaciones profesorales del señor Juan Benet, del señor Javier Marías, del señor Umbral o del señor Gonzalo Torrente y acabarás escribiendo de pe a pa… ¡Herrumbrosas Lanzas, Negra espalda del tiempo, Mortal y rosa y La saga/fuga de J.B.! convertido, en cualquiera de esas opciones, en un iluso, lamentable y aplicado Pierre Menard: te enseñarán lo que ellos escriben, pues otra copla no saben.

¿Algún otro ejemplo de análoga naturaleza?

Más bien un descalabro: los orígenes del entuerto. Allí tuvo que haberse detenido cualquier nefasto progreso.

¿Y eso?

La rima se inventó en beneficio de aquellos que no sabían leer: sonaba bien ese retín entre la selva ruda de las palabras y se memorizaba mejor: además, no deja rastro si cierras la boca: inocente, pues, el relator oral que después en mala hora, quién sabe a instancias de qué diablo, le dio por entretener y enredar al personal y copiar en lenguaje escrito sus felices ocurrencias.

Yo querría casarme contigo, le dijo el pobre hombre con absoluta seriedad.

La mora no sabía si reír o echarse a llorar.

Ay lector, los acontecimientos que sucedieron a continuación y que nadie pudo impedir.

Y a pesar del lamento nuestro escritor tomó la pluma, dispuso tintero y papel y empezó a contar mentiras…

El quince de febrero de mil novecientos setenta y ocho, el año internacional del criminal, el señor Umbral se queja en su diario de snob (el hombre lo era sin duda: botas negras de media caña, vaqueros planchados, camisa rosa de cuello alto y chaqueta cruzada) abierto generosamente al público que el periódico en el que escribe ha subido tres pesetas de precio, lo que, por todos los diablos, le va a suponer que eleve tres veces más el nivel de calidad de su prosa retín.

Ya a comienzos de este infausto año empujado por la nieve, aquel articulista que treinta años más tarde había desaparecido del mundo de los vivos (El éxito está vacío…, exhaló poco antes de morir.) declaraba que lo más sensato sería volver al silencio, a la mudez, en ocasiones mucho más expresiva que la voz y el grito. Volver… al silencio de la nieve y el sigilo indiferente del gato.

No se aplicó el cuento y dobló mansamente la cerviz frente el recado de escribir que tanto aliviaba su desesperación callada. Y también las cosas buenas, malas, injustas, intranscendentes, siguieron su curso como si tal cosa, es decir, como siempre:

Sánchez no compró en toda su vida un solo periódico, por lo que el señor Umbral, en este aspecto de la cuestión, y que no constituye precedente de nada, fue en todo momento para él una pistola con silenciador y… sin balas.

Por tales calendas discurría la vida exterior y la crónica interior de nuestro héroe, entre el olor a chamusquina de la fogata nocturna, el Varón Dandy diurno, los indigestos menús diarios y el deseo inmenso de enmendarle la plana al presente casándose con la mora y conseguir un pedacito del ese pintiparado pastel que llaman felicidad.

Cuanta gente que no conozco… en negritas, se dijo un Boceto cualquiera de provincias que ya se veía una semana más tarde con la Olivetti portátil en una mano y una novela a medio hacer en la otra entre los callejeros y desocupados de la Puerta del Sol, camino de la pensión en la calle Jacometrezo o incluso un poco más allá, pero ahora –y siempre-, en su provincia, en su ciudad levítica, como suelen escribir los periodistas de raza, leyendo El País sentado en un banco de un parque cualquiera.

¿A qué saben los gatos?

En la cárcel Modelo, en los años cincuenta, se comía mucho gato guisado. Sánchez con gran frecuencia metió la cuchara en esa olla y no sintió la menor repugnancia. Al gato, manso e infeliz en su paseo ensimismado, lo atrapó un gracioso en el patio una mañana aburrida y sin incidentes y unos perdularios del hurto al descuido y de poca monta, a todas horas ceñudos y hambrientos, lo estofaron debidamente en una de las celdas de su galería mientras los esbirros de la porra miraban hacia otra parte. El precio: tres cartones de Bisonte y un ramito de violetas (grifa, al decir del legionario del chabolo de al lado, preso por haber estrangulado a su amante). Desde entonces, felino inocente que vagaba por el patio en busca de una franja de sol era capturado sin contemplaciones y cocido con patatas y un puñado de verduras a fuego lento. En el fondo se trata de la España dividida de todos los siglos: estómagos que se llenan de faisán y cordero en Lhardy o Horcher y estómagos complacidos que hacen la salavaje digestión del gato tumbados en el catre tras los barrotes: la España pudiente y la España pudenta.

¿Usted ha comido gato?

La mora debe haber comido mucho gato:

Tiene la mirada gata y la pierna corta, como escribió de alguna mujer el cronista ganándose cumplidamente sus tres pesetas.

A este mil novecientos setenta y ocho, el señor Umbral le da un buen repaso en su columna diaria.

Nos habla de gatos líricos y políticos encandilados y muy a gusto en el estercolero de corrupciones, mentiras y falsas apariencias en el que se exhiben de poetas y de reyes con la tara borbónica chispeando en sus pupilas, de escritores, de comunistas inofensivos y putas y fulanas engalanadas y encubiertas por el esplendor de algunos escenarios por donde deambulan en busca de presas, bancarios y empresarios de fortuna preferentemente de sienes plateadas, sonrisa complacida y ataviados con chaleco debajo de la chaqueta, lo que otorga bonhomía y buen gusto.

Nos habla (mejor, nos muestra) de todo ello, pero con la espada encerrada en su vaina. La sangre afea los cuadros de costumbres: una cachete jovial, pues, unas risas en negritas y que siga la feria.

El setenta y ocho da mucho juego. El adulterio ya no es delito y el gobierno (comandado por Suárez, El tahúr del Mississippi), a cambio, se saca un as de la manga y, sin remilgos, a qué el vano disimulo, da un giro a la derecha, que tanto da Isabel como Fernando, como décadas más tarde habría de comprobarse gobernara quien gobernara blandiendo en el aire emponzoñado de ilusiones una ideología propia, y nunca determinante, a modo de catecismo laico.

El setenta y ocho tiene forma de la postura del misionero: Mi mujer es muy decente dentro de lo que cabe (0), afirmaba el cinematógrafo tiempo atrás, ya en el año que murió de unas malas sangrías Francisco Franco Bahamonde. Perversiones las justas. Sí, pero no; bueno, pero menos; algo, pero no todo.

El maestro de obras alecciona al vigilante de obras: Lo que tienes que hacer es meterle a la mora la polla en la boca hasta que te corras ahí adentro. Las putas están para eso. Y chitón uno y otra, que mañana repetimos. Sobre todo ella, sin chistar. ¿Por qué crees que se les paga el servicio? Ni lo normal ni lo puro en la jodienda les cuadra a las putas ni es de correspondencia, que para el decoro en la cama mi señora, la madre de mis hijos, que tiene mucha educación.

El vigilante nocturno calla sus propósitos matrimoniales, maquina bien guardado en su caletre el futuro.

Tú es que eres muy nuevo en esto. Pero ya aprenderás. El que paga, manda. A las putas hay que tundirlas sin contemplaciones. No hay macarra que no aprenda esa lección de buenas a primeras, y así va engrosando el rebaño sin perder ojo ni tiempo en oveja descarriada.

De la noche chamuscada al oropel umbraliano.

Acceso de irrealidad, de no saber palparse, de no reconocerse a sí  mismo al mirarse durante un buen rato en el espejo y preguntarse ante ese rostro que lo encarna: ¿Quién es éste?

¿Qué ve en esas llamas?

Poco donde soñar, transita sentado frente a ellas por lugares ya conocidos, sórdidos, los que decoran antes y ahora su existencia y de la que no entiende nada con exactitud desde niño a causa de su magnitud, movimiento y misterio inabarcables.

Qué va a ver…

Una Fátima de fuego que se eleva de la tierra al cielo…negro. El mundo es un lugar maldito a pesar del esplendor del sol y las regalías tan prometedoras que ilumina con algo semejante a la esperanza.

¿Qué nos cuenta El País?

(Inaugurado el Quinto Congreso Popular chino.)

El cronista se ha puesto, de nuevo, el uniforme de ojeador: nada ha de escapar a su escalpelo disfrazado de veleidad y negrita. Aunque… ¿para qué? Ni altas ni bajas caen las torres hasta que la tía dentuda y sonriente de la guadaña entra en escena. Tanto tipo y tipa que nunca dan su brazo a torcer, que se salen siempre con la suya, que… Un día les cortan los hilos y, mudos para siempre aunque en negritas, sacados del tiempo, se vienen al suelo como un montón de ropa sucia bajo el que no hay nada.

¿Cómo empieza un año?

Con sangre y nieve, dice el snob mientras se pasea entre exilados republicanos envejecidos recién llegados que sobreviven con el dinero escaso de la pensión extranjera, vueltos de países extraños donde se habían refugiado cuarenta años atrás al perder todas sus guerras, y la patria mal que bien les recibía desdeñosa, les miraba indiferente, sin pasión, los veía encorvados e inútiles con la derrota todavía a cuestas, sin saber qué hacer con ellos, que hasta carecían de bandera.

Una semana más tarde, en otra página de su diario público, y por tanto notorio, el cronista mezcla en negritas obispos, perros muertos, alcaldes putrefactos, duquesas y basura como el que prepara un cóctel: es un inventor incansable de metáforas y requiebros lingüísticos insospechados.

El año mil novecientos setenta y ocho es una metáfora que, al otro lado de donde asienta sus reales el snob, en la ciudad junto al mar, ha empezado subrepticiamente a vestirse de Sánchez, a comprimirse en él como el símbolo de todas las rarezas a que puede dar lugar un año y sus síndromes más evidentes. Lo va a dejar hecho unos zorros a este hombre que tan ingenuamente navega en los mares de Varón Dandy.

Ingenuidad. Incluso los hombres más sabios se ofuscan con largueza en esos tiempos creyendo en una inmutabilidad engañosa. Ojo con las mezclas.

Un viejo profesor nos habla de la Yugoslavia de entonces como si lo hiciera de las fiestas de su pueblo. Escribe un pregón definitorio y esclarecedor con noble pluma una tarde estío después de la siesta: Es admirable cómo han resuelto allí el concepto de nacionalidad y la convivencia de varias lenguas. (Pasaron los años y… acabaron a tiros y degüellos.)

Es a mi a quien le gustaría controlar mis pensamientos, pero son éstos los que hacen de su capa un sayo en el interior de mi cerebro.

Si uno vuelve la vista al pasado que no se engañe a sí mismo: de pasmo ha de estremecerse ante la facultad que tiene el futuro acechante de agazaparse invisible, burlón y sangriento en el malentendido, en la lógica del absurdo y las falsas suposiciones e interpretaciones del presente que le precede: nunca sabrás si te aguarda dentellada o caricia, herida o fortuna, pero siempre te saltará al cuello desde la sorpresa y la más absoluta oscuridad, allá donde nada puede divisarse por más que fuerces los ojos y todo son vanas figuraciones, y él, el destino, jamás rectifica (aunque se equivoque una y mil veces) ni te soltará de sus fauces una vez atrapado: no podrás volver atrás, que el futuro es el lugar de donde no se vuelve.

Todo será más repelente de lo que pensabais

Todo será más sencillo de lo que creíais.

Nada será como imaginabais.

Tú, imperfecto, incorregible.

¿Qué nos cuenta El País?

(Profanan el ataúd de Charles Chaplin.)

(Se abrió la tierra y hubo carcajadas.)

¿Qué nos cuenta el Cronista de la Cortes de los Milagros?

Anda enredado entre ríos de caudal mezquino, riachuelos de la meseta castellana, anda como si tal cosa entre Quevedo y Lope, que son grandes aguas que marean, entre escudos y onzas de oro, mezcla sainetes con Shakespeare… Y lo curioso es que sale bien librado de tales mixturas.

Siempre encuentra un agujero por el que escabullirse, la frase inesperada y ultimadora del artículo… snob.

A eso se le llama literatura.

Con adjetivos.

¡Si Valle levantara la cabeza aplaudiría!

Sánchez, todas las noches, a dos esquinas de la primavera, que ya le tiene ganas a causa del negror de hielo y del relente feroz, observa un rato largo la mínima fogata que le embruja: no sabe, porque el cronista nunca escribe para gente como él, que el fuego es una pura interrogación. Y él queda horas y horas embelesado por unas llamas alicortas que no encienden nada, que apenas caldean un pequeño entusiasmo, sostienen en sus vibrantes puntas aflechadas la ilusión por la mora solícita y complaciente, acaso anuncien el futuro mejor que cree él merecer desde que era niño cuando, como todos los niños de siete años, aun en la más espantosa miseria y desnudez, esperaba de todo ese montón de vida y sucesos que tenía por delante muchas alegrías y ninguna desdicha.

Y con esas cosas en la cabeza llena de vino barato era un poco más feliz el pobre hombre en su noche eterna.

El fino, implacable e incorruptible estilista que poco tiene de pobre, tan listo y con tanto talento, también incurre a la primera luz del día madrileño con sabor a porras y a café con leche en groseras meteduras de pata en el alquitrán de las frases hechas (y no hechas por él precisamente) en su columna a ras de la página con olor a plomo y a estraza: la ola de delincuencia que nos invade…, escribe lejos de la milan o el tipex: una flagrante frasecita bien merecedora de ir directamente al cubo de la basura periodística…, y todavía la repite días más adelante: la ola de terrorismo que nos invade…: bienvenido al café Gijón y sus tertulias de diván y felpa, jarra de agua clara, espesa humareda de cigarros puros y palabrería de literatos ociosos y poetastros sin verso, severo maestro, a fin de cuentas un saco de humanidad al que el mundo también le ha zurrado lo suyo que se esconde detrás de la máscara despreciativa de Mercucio o la cínica e impasible de Waldo Lydecker.

¿Supera lo textual a lo real? Todos los mundos han sido imaginarios cuando vence la muerte a una existencia. Por más que hurgamos en cuerpos abiertos en canal y recorramos biografías paso a paso al tercer día asimos únicamente el polvo de lo que fue y significó la razón de una vida, cualquiera de ellas.

¿Qué causa nuestra muerte? O, como se dirá perplejo ante ella Sánchez tendido en el suelo, con los balazos dentro del pecho, ya sin interrogantes de fuego: la muerte, qué cosa sin dolor.

(La autopsia sólo revela una evidencia demasiado ramplona. Se burlaba de ella la dramaturga británica que en su obra, comedia siempre de la vida, sobre las tablas escarbaba en la podredumbre de muchas almas: No me troceéis como si fuera un cerdo para saber qué me ha matado, os lo suplico. Adentro hay carne y huesos inocentes y sangre enferma nada más. Yo aclaro la causa: 100 lofepraminas, 45 zopliconas, 25 temazepanes, 20 melleriles.

Sin embargo, el festín no fue suficiente, y el nudo con el que se ahorcó dos días después en la habitación del mismo hospital al que la llevaron corrigió definitivamente la primera tentativa. Sobran las palabras, sobra el escalpelo que las destripa.)

Sánchez, él también (¿quién si no?) un hombre acorralado, el pobre, y no lo sabía, y se sentía libre en su penosa vestimenta.

Lo abrieron de parte a parte en vertical y horizontal hurgando la miseria y la fatalidad: sólo vísceras, la porción de plomo revestido de latón que lo redujo a cadáver, ninguna traza del paso del alma carcelaria por los entresijos.

El dandy y dueño de las palabras cree radiografiar y destripar el año de su país, el siglo de su tiempo… en negritas.

Desentrañar siempre es una tarea posterior: ¿qué nos dice esta oquedad, aquella raja, esa rotura, ese estallido de músculos, el líquido de esa vena, el trombo en los sesos?

(Anda, escudriñador con ventaja, retrocede unos pasos atrás, desentraña en el pasado tu presente.)

Pero él sabía que todos los siglos son confusos en estado puro. Se mentía día a día, sin descanso, con gran frivolidad y especial entretenimiento propio y ajeno (cuando los demás lo leían). Escribe lo que ya está a la luz, pone palabras al ser y su palabra, al objeto, al movimiento, todo intrascendente al cabo. Es divertido, anda de puntillas, el abismo no se toca. Le pasarían la mano por el lomo, pero no se deja, se las da de rebelde. Los demás, sin temor, sin aspavientos, le sonríen al cronista, y piensan (callan): nuestro perro favorito… desdentado.

Y así están las cosas de bien.

¿Qué nos cuenta El País?

Bombas en España.

Marea negra en la costa bretona.

¿Beber vino?, se pregunta. ¿Y como invitado? ¡Qué desperdicio!

Y se pide unas coca-colas el gran oteador social, como el que se regala antes de la pitanza, después de culminar un buen negocio, un Vega-Sicilia.

El alcohol y el optalidón son la doble inspiración del cordero con piel de lobo allá en su luminosa y cálida madriguera, los que mueven el pensamiento a la velocidad de la luz y, ya con más reposo, trasladan al papel los dedos sobre las teclas de la sin par Olivetti modelo pluma.

No es un maldito, no es el zorro con los colmillos afilados que asalta gallineros esplendentes de oro, mármoles y finas maderas, no es la bestia sin redención disimulada entre los espejos ovalados de marquesados y embajadas, envuelto por los perfumes de actrices y fulanas engalanadas por los modistos de fama. Es simplemente un testigo amansado ataviado de refajos que mitiguen su friolera y que cada mañana lanza su ladrido (halago en el fondo) de mascota agradecida.

Nuestro hombre el cronista no es fantasioso, ni siquiera es capaz de abolir por unos minutos, a lo largo de unas líneas, la realidad a la que se agarra como un náufrago en un mar de frivolidad.

Fuera de los brillos y la referencia mundana, el planeta donde circula se diría deshabitado. Su genio verbal precisa de la bulla trivial y el gesto cortesano, los detalles palaciegos que sobresalen inesperadamente en la calle, en el vernissage de la galería de arte o del exabrupto coloquial que emerge en las sobremesas de cigarros puros y licores de los restaurantes de lujo. Entre la lisonja encubierta y el pecado venial se mueve como pez en el agua este jacobino con fular y el escudo de su… miopía que más de una vez le ha salvado del puñetazo de algún ofendido sin sentido del humor o desdeñoso de la venia creativa con las que algunos cobardes con la pluma puesta se consideran investidos.

Para el cronista nuestro amigo Sánchez podría constituir una excusa literaria si supiera de su muerte desastrosa y su más desastrosa vida anterior; al ignorarlas, ni le vale como cita retórica de las calamidades cotidianas que envenenan el mundo durante el día y la noche ni como metáfora de nada de lo que le realmente le interesa: el esplendente barniz de las cosas, la feria inagotable de las vanidades.

¿Qué nos cuenta El País?

El FMI concede un crédito de 300 millones de dólares al reino de España.

Ese mismo día, martes, día de brujas, siete de febrero de mil novecientos setenta y ocho, el esnob les unta de jabón a los marxistas españoles que toman vino blanco para desayunarse (antes se comían niños crudos), los comunistas españoles que son como una hidra comestible, como las algas, las emmanuelles negras, esos revolucionarios de antaño que, otrora, también comían pan y cuchillo y celuloide porno (o casi).

Un día después, un ocho de los corrientes, el cronista de la villa se confiesa: a mí las mujeres que me gustan son las colegialas (de esas que meriendan tostadas con crema de cacahuetes y no dejan de subirse los calcetines hasta las rodillas) a las que les escribo sonetos y otras cosas (¿no es el soneto cosa?) privadas.

Cada uno en su torre. Y el mundo, abajo.

La noche ha caído y ya se ha pensado en todo.

(Un crepúsculo atroz Boceto El Desalmado pervertía a la niña Hanna, colocaba el cebo en la caña de pescar inexistente tan lejos del mar, del río rumoroso dorado por el sol desfalleciente:

¿Tú sabes quien era Alejandra Pizarnik?

¿Quién? ¿Yo?

Bien se había preparado él la lección.

La pérfida lengua se regodea en las nuevas referencias con las que subyugar y fascinar a la presa: Yo te diré…: La poetisa argentina sin amores duraderos se intoxica a la vez que con libros de Michaux, Breton, Char, Carroll, Trakl, Rilke, Milosz y otros de tribus menos rastreables con otros falsos amigos: Daprisal, Actemin, Poper, Amil Nitrito, Parobes, Artane, Secobarbitol, Amytal, Seconal… que se codean con los cotidianos e inevitables Alcohol y Tabaco.)

Nuestro hombre, no Sánchez, se ufana de las comilonas a las que es invitado, sin ser Cervantes ni Valle, que ya es ser poco, aunque teme las intoxicaciones que alteren su estilo de hombre y escritor de periódicos y regular novelista:

Uno, al cabo, aunque no suelte ni un duro por ello, faltaría más, ya está harto de lubina dos salsas, angulas o una ventrisca en su punto.

El cronista se nos ha vuelto práctico, interesado y funcional.

La auténtica gastronomía se halla en la despensa que guarda debajo de un ladrillo debajo de un colchón debajo de su máscara de hombre imperturbable enfundado en su abrigo entallado de excelente paño.

La escritura, a algunos afortunados, los convierte en codiciosos.

Burlón, se exhibe sin pudicia pero divertido: Lo que uno firma se vende, ¿por qué además tendría que escribirlo?

Dormilón, se libra de la pluma y se deja caer en los brazos de los duendes del zapatero: al tajo, famélica legión.

¿Su material?

La especie humana en su variante española, que de antiguo ha sido ocurrente y entretenida.

¿Su tema?

Indescriptible, intraducible: palabras que se disfrazan de seres humanos a veces; otras, se visten de pensamientos… juguetones y débiles. Y cabe también alguna acción teñida de color local, un ir de aquí para allá de gente maja o asimilable en un espacio que adquiere la dimensión y profundidad de un dedal respecto no ya al cosmos y su diámetro, sino a las fronteras más cercanas que lo circunscriben.

Es el vértigo de lo fútil: lo snob.

En mil novecientos setenta y ocho la finitud (pero eso siempre se comprende más tarde, en un día, en un año, en un soplo) es un centímetro en un mapa de escala rigurosa que distancia al paritorio del tanatorio: Te sientas a cenar y la vida que conoces se acaba antes de dar el último bocado.

Sólo que en el variopinto desfile de lo snob el combustible que lo alimenta es la idea que cada uno de los monstruos (a su manera) tiene de su propia inmortalidad: yo no moriré jamás, piensa el cadáver un momento antes de que el suelo se le eche encima. Y, después, silencio.

O peor todavía:

lo que importa de la palabra es su dibujo insignificante, su sola figuración, en este caso singular su representación… social, que nada designe

lo que importa de un ser es su apariencia muda, tan inagotable y dinámica: mueven los labios pero ¿hablan?

lo que importa es el rato que celebras, que te celebras a ti mismo señor omnipotente de las negritas.

Todo responde al discurso de gentes bien cebadas (aunque siguen sin mear colonia ni cagar perlas por más que lo crean), sin prejuicios porque tampoco les acosa preocupación alguna, sin que, ni por asomo, nada de la selva actual y su penuria les ocasione el menor rasguño sobre la piel curtida de frases huecas: finitud, sí, pero ande yo caliente y ríase la gente, ¿y a quién le importa lo de otros cegado yo por el esplendor del oropel y la procesión de mis compadres festivos y coloreados acólitos tan iguales y de mi misma vaga naturaleza?

¿El mundo sin mí? Ah, no, impensable, yo domino: el lugar devendría abismo de sombras y cenizas, una oscuridad eterna y fatal y, sobre todo, una eternidad aburrida. Soy el cronista, el Hamelin de las galaxias, de mi mano os arrastraré a mi todo o a mi nada: soy el bufón que anima el vuelo de vuestro intelecto tan adocenado por la rutina y el lugar común: soy el espejo donde os brindo la corporeidad de unos personajes que muy bien podía haber soñado yo mismo con los ojos abiertos durante mis insomnios.

¿Qué nos cuenta El País?

En Roma, las Brigadas Rojas secuestran a Aldo Moro.

2008: ¿Quién es Aldo Moro?

(A Pizarnik le gustaba Djuna Bernes.

Te diré...

¿Djuna Barnes?

Inmejorable diálogo éste entresacado de su mal teatro:

Tu madre era puta, ¿no?

El otro responde con absoluta seriedad. A ratos.)

Así que la constitución de mil novecientos setenta y ocho fue grabada en el mismo polvo inasible y feble (a pesar del cincel de oro) que todas las sacrosantas constituciones de cualquier país con su correspondiente jerga y banderola de colorines que tantos inútiles de culo blando y sudado y sesera vacua avalan y alimentan en los congresos, parlamentos y senados que en el mundo son…

Como un cocido, como una olla podrida: tales constituciones.

Y un palomino por añadidura.

¿Djuna Barnes? Más me gustaban a mí las gentes desordenadas que, lejos ella de ser astro en plenitud (ni siquiera egipcio), a su alrededor ora eran planetas ora satélites de aquellos de más entidad que se desplazaban en la misma órbita en el pequeñito sistema de Greenwich Village sepultado por el cúmulo de ideales, mugre, pobreza y sablazo y con su propio e intransferible tufo a ropa barata sin lavar tan diferente al sistema cuadricular de los otros barrios de Manhattan de más arriba y su orgullosa elegancia, del lujo de sus componendas financieras e incluso intelectuales y sus altivos e insolentes pináculos de hierro, cemento y cristal alzados contra el cielo. El Greenwich Village de 1920 era un estercolero de sucios poetas, papamoscas y plumillas borrachos con el estómago vacío a los que raramente les iluminaba a alguno de los elegidos por los dioses el rayo de sol de la gloria… efímera.

Literariamente: ¿Un yo multiplicado?

(Ah, Pizarnik, que subrayó taimada una frase de la Barnes: … aquella mujer que fue amada por un perro y por muchos hombres…)

(Addenda maliciosa: La estatura de Djuna Barnes superaba ampliamente el metro ochenta: le gustaban los caballos, su olor, su presencia llamativa, su brava apostura.)

El cronista en tareas sociales informa con detalle de algunas de sus salidas nocherniegas: se da un garbeo libre del embozo de la capa, a cara descubierta, por la discoteca Mau-Mau donde, desde

siempre, tiene reservada una botella de whisky a su nombre. Su ligereza de buen compadre de la calle, su complicidad con todo lo que ocurra en ella, crimen o verbena, soflama o blasfemia, (Iba yo a comprar el pan…), le induce a estos sabrosos apuntes. Otrosí: no tiene televisor en casa, por lo que no pude zurrarle la badana a sus programas triviales y a los serviles locutores de los noticiarios de la cosa política (de seguro que su señora si dispone de uno en sus asuetos mientras él anda en batín pasillo arriba pasillo abajo con las Glosas de D’ors o el Diario de Gide, o tal vez el de Anaïs Nin, entre las manos), lo que evidencia el primer signo de decadencia en un plumífero de su estatus según sentencia Tom Wolfe, que es quien más sabe de esto del nuevo periodismo y sus preferencias. Qué tipo, el cronista, avezado y sin complejos, lo mismo te casa un abrecoches con una marquesa que con la Olivetti portátil a las espaldas dirige la invasión de unos gitanos de La Celsa chamuscados por las fogatas del lejano campamento en la rotonda del Ritz para pasmo de los no avisados de su arrojo periodístico, quién lo diría, tras sus lentes de miope inofensivo: una docena de chatos y dos botellas de Rioja con que llenarlos, y para el menda el whisky de costumbre, ordena al barman desprevenido: ninguna objeción frente el contraste del refinamiento habitual del hotel y la alborotada manada recién llegada aún con el pelo de la dehesa, la columna de mañana, pública y muy celebrada y hasta temida, antes se constituye las vísperas como una velada amenaza hacia conductas equivocadas que devendrán invectivas en negritas a la hora del desayuno. Son servidos con premura y a discreción la atezada tropa cañí sin corbata y él mismo, dandy implacable, a mandar, caballeros, aquí a su total disposición, al antojo de sus vuecencias. Y es que el tipo es un dandy desde que abandonó la gran banca para dedicarse a la gran literatura. Uno llega a ser lo que es mandando a hacer viento el banco que le da de comer y sin un duro en el bolsillo, pero con una pluma en la mano abate ante su paso las puertas del Café Gijón, que es la mejor manera de entrar en Madrid, y que, ya de pasada, digamos que es el capullo del meollo del bollo (más tarde, en una expresión común de los años ochenta: lo más). ¿Qué se puede decir de un tipo que nació comenzando mayo: el día que yo nací nacieron todas las flores. Baudelaire, que tertuliaba con nuestro cronista en uno de los divanes del fondo del café, se lo dijo en un francés de ultratumba: hay que ser sublime sin interrupción. Uno, si dandy, vive y muere frente a un espejo de cuerpo entero. Pero hay que tener agallas para teñirse el pelo de verde, tener amigas marquesas que les hablan a las plantas, almorzar jamón con melón, llamarle al pubis de las señoras triángulo hirsuto, comprar helados en Oliveri, ser esclavo de un gato (o de dos), creer como Cocteau que los niños obedientes no sirven para nada, que al ser de España uno ha de resignarse a ser opositor y renuncia a convertirse en un intrépido atracador de gasolineras, agallas para escribir como don Francisco de Quevedo y, para que hablen de uno pasados cien años, agallas para pegarte un tiro como don Mariano José de Larra (y no por amor, sino por asco).

¿Qué nos cuenta El País?

Oscar a la mejor película para Annie Hall, de Woody Allen: algunas de las mejores cosas del film, al margen de las calles de un Nueva York que parece menos auténtico en color que en blanco y negro: el monólogo surrealista del principio, Truman Capote, MacLuhan y las langostas.

Sánchez, en el último año de su vida criminal, sigue dándole a la Mozarovsky póstuma y visiona por quinta o sexta vez Colegialas lesbianas en un cinucho de butacas de madera desnuda que marea por el olor a desinfectante.

(¿El último año de la arisca Djuna Barnes?: se encerró en su pequeño apartamento de dos habitaciones de Patchin Place, en un Nueva York que nada tenía que ver con el de Allen, con un pequeño televisor (en blanco y negro), el Oxford English Dictionary y montañas del suplemento literario del Times… rodeada de cucarachas deslizándose enloquecidas por el suelo.)

T.S. Eliot le amaba a ella y a El bosque de la noche. Pero eso sólo lo llegarían a saber ellos dos. Tuvimos que adivinarlo.

Eliot: Estudiarlo más que leerlo por puro placer, se prometía Alejandra Pizarnik, que tanto sabía de aquellos dos.

Barnes, que valía mucho más de lo que juntaban una mujer y hombre a la vez.

Eliot: … un gran plagiador, un gran calculador…, descubría admirada.

Eliot me conmueve cuando hace referencia a las palabras, a su significado, al acto de escribir, se aseguraba a sí misma, ella, que era poeta en una soledad de piedra sobre la que cincelaba los versos, instalada en medio de la noche y en un desorden material y emocional indescriptible.

A las cuatro de la madrugada de un día cualquiera en Buenos Aires, fumando y bebiendo sin parar, alejaba a sollozos (no encontraba otra forma de hacerlo) los demonios que danzaban en torno a ella en una zarabanda interminable, olvidaba su fealdad (?) y leía el Burnt Norton:

Y no lo llaméis fijeza, donde se reúnen pasado y futuro.

Pizarnik, ya en las primeras claridades heladas y viscosas del amanecer, se miraba en el espejo brumoso por el humo de los cigarrillos, por su propio vaho y olores de animal en guerra, escrutaba su rostro con rabia, los ojos cenicientos, el rictus desdeñoso de la boca, el asco de esa carne oculta y la hediondez del alma que buscaban su lugar en el azogue:

¿Qué quieres de mí?

Todo.

Del silencio mortificante hacen los poetas el caudal de sus versos; visibilizan con signos mudos pero legibles el estropicio de sus tormentos pueriles o, cuando menos, innecesarios; hacen de su maltrato, escrito; se recrean en el mensaje de la desesperanza que dirigen a todos los otros por ser sabios en ella.

Entretanto, el presente…

El cronista, a lo suyo, bien arrellanado en los mimbres de una frivolidad que el cinismo tiñe de malicia y el lirismo de la prosa tan astuta como placiente atenúa a aquélla y reviste a éste de una falsa sabiduría a la vez que proyecta un guiño buscando la complicidad del lector en su fustigamiento (tironcito de orejas) a las minúsculas transgresiones y corrupciones del mundo social, la corte madrileña especialmente, que es el escenario de sus cavileos a vuela pluma untados de negrita.

¿Qué quieren que les diga? Yo me he licenciado en Historia de España y Alta Política en las barras de los bares, con un pincho de tortilla en la mano y echando un par de tientos a un chato de vino mientras vociferaba como un energúmeno blandiendo un tenedor grasiento o un repugnante mondadientes a modo de espada justiciera, exactamente lo mismo que mis contertulios durante todo el rato del aperitivo, sin dejar de chafar la alfombra pringosa de colillas y de las pieles y cabezas succionadas de las gambas y las valvas vacías de los mejillones.

El tinto propende al bebedor al habla salivosa, a lo inconexo y al exabrupto y también a lo coloquial, la pluma del escribidor delata el trago o… el insulto gratuito: a ver si culturizo un poco a las jais, que son unas burras, se dice, aunque lo pone por escrito, el exquisito cronista madrileño.

Treinta años más tarde lo hubiera colgado del tendedero la más tibia de las feministas, no sin antes haberle rebanado los huevos con la navaja de afeitar de su padre, que también era un antiguo.

Al lado de la Olivetti, el cajón de sastre de las letras, una combinación incesante: tres mil millones forman el genoma de una persona, ciento veinte mil millones de seres humanos han hollado el planeta. Hay caudal suficiente. Inagotable resulta el muestrario. El de hoy, que puedes tocar, y aquel, que basta con que lo imagines y lo dibujes con letras encima de una hoja de papel.

Podemos empezar.

Lo real es lo que toco, lo que veo, y esa otra realidad invisible del espíritu, no menos incontestable que aquélla de los sentidos. El cronista la evidencia tecla a tecla sobre el tamiz de la frivolidad, la mera descripción, la, lisonja equívoca o la galanura literaria; paseante infatigable de los madriles, masculla improperios enmascarados y piropos envenenados: un pensamiento que no fragua en lo escrito no sirve a los demás para nada, queda encastillado entre los pliegues untosos de los sesos. Puesto sobre el papel, adquiere de inmediato su condición de realidad.

La escritura no le salvará de la muerte al cronista, pero sí de una existencia que en el fondo desprecia y condena y a la que no concede ninguna atenuante. Uno, después de la catástrofe personal, lucha por evitar el derrumbe y, simplemente, se deja llevar. Mentirá con todas las de la ley, y lo disimulará todavía mejor. Sus semejantes son, bajo las teclas, a veces sutil moneda de cambio, y otras nada más que muñecones de barra de feria a los que hay que derribar sin contemplaciones de un pelotazo.

(Sine sole sileo, se dice Boceto. Sine sole sileo, piensa el cronista friolero.)

Este tipo de palabra híspida y mirada congelada teme más las alternancias de su  carácter que a cualquiera de los avatares del destino por muy aciagos que éstos sean: ninguno puede ser peor que el que le dejó para siempre sin sosiego.

¿Estaba solo? No. La soledad únicamente es buen acomodo para el virtuoso, en ella se halla a gusto quien hace de la virtud bondad y fortaleza. Él piensa que el vicio es mejor aposento y, en el campo de las letras, mucho más fértil además. Él necesitaba estar entre la gente. Tocarla. Olerla. Hablarles a sus semejantes como se habla a los perros que no muerden y mueven el rabo agradecidos si les diriges una mirada fugaz. Les daba un repaso crucial desde su abultada miopía tan sólo con las palabras y una docena de metáforas sacadas de la chistera del mago que él ya era incluso el día lejano que las puertas del Gijón se abrieron a su paso poético y premeditado, sin posible vuelta atrás: una semana pagada por adelantado en una pensión que apestaba al tufo de la pescadilla frita y la coliflor hervida a partir de media mañana y cuyos olores se prolongaban hasta la noche, y en los bolsillos del pantalón tan sólo las monedas suficientes para la liviana consumición de ese atardecer de un sábado de vísperas, hundido, solitario y anónimo en uno de los divanes del fondo. Ahora, tantos años después, celebrado y leído, encontraba la inspiración, y tal vez incluso el estilo, en ese fardo humano y social, venal y parlanchín por encima de todo, inútil como el periódico de ayer que ni siquiera envuelve el pescado de hoy.

Empujó la puerta, y allí estaba aquella procesión de espectros… sólo que ignoraban que eran el espectáculo y la comedia a la vez, creyéndose felices a pesar del miedo que lastraba el fluido de la sangre, admirados por la velocidad del tiempo, figurones por el antojo caprichoso de la pluma ajena.

¿Qué podría decir de ellos que sobresaliera más que sus vanos  y en ocasiones tan chillones maquillajes? Son tan incautos, tan intercambiables, tan prescindibles…

Les dejaba hablar. Sin interrupciones textuales, sin disgresiones. Ellos mismos se identifican (y califican sin advertirlo) a las mil maravillas: carne de cañón para las negritas.

Pero el colofón en forma de frase inapelable (un adjetivo, naturalmente) lo colocaba él al final de la línea, del párrafo, de la crónica. Él es el director de pista. Tiene asido a la mano el látigo: la primera y la última palabra en el circo.

Pone el punto final en el artículo y se apagan las luces luego del variopinto desfile, que es como el correr del telón en el teatro o encenderse la araña del patio de butacas en los cines al término de la película. Adiós, adiós.

¿Qué nos cuenta El País?

Victoria del ala leninista en la reelección del comité ejecutivo del Partido  Socialista Unificado de Cataluña.

(2008: ¡Qué cosas! ¡Qué entretenimientos aquellos! Ja, ja, ja…)

En abril, un mes taimado por sus espejismos, el aire nocturno aún atenaza los huesos y amorata la piel del más curtido en relentes y miserias.

Sánchez sentado, arrebujado bajo la manta, frente a la fogata; a medias la botella de vino.

Dios habla en latín y yo no sé de tamaña jerigonza. Por eso estamos como estamos, a la intemperie, porque no me entiende el hijopura. Este es un diálogo de sordos

Todavía te entendería menos su hijo, el Cristo, que hablaba en arameo.

Sánchez al filo de la madrugada, culminado el trasvase de la botella a la tripa, se hace preguntas inverosímiles, descabelladas.

¿Cuántos años tendrá Dios? ¿Los del mundo? ¿O todavía más? ¿Será Dios ese viejo de barba ondulada y blanca como las nubes? Y si no es de esa forma, ¿cuál puede ser? ¿La de un árbol? ¿Una roca? ¿Sólo tierra, o sólo agua? ¿Qué no será invisible, como el aire que es pero no se ve? Igual tiene una forma repugnante para el sentir de los humanos, un animal cósmico y enroscado sobre sí mismo, viscoso, oscuro, o verde, sin ojos ni boca, puesto que no ve, puesto que no dice ni mu, un monstruo infinito como dos universos juntos, o más todavía, que no deja de aumentar de tamaño asquerosamente noche tras noche.

Dios, qué cosa.

Porque ¿será una cosa u otra, no?

El cronista, que no cree en Dios ni en la madre que lo parió, al contrario que aquel condenado sin remisión desde el preciso instante que abandonó la rutina inocente, la seguridad de la celda y el patio de los paseos, pisa tierra firme con toda su frivolidad y asco a las espaldas: lo que existe es la muerte que cual un prestidigitador roba niños (hasta el suyo propio le arrebató) y con mayor o menor premura a todo aquel que se le ponga por delante y no devuelve jamás a nadie que se haya llevado con ella debajo de la manga o de la chistera.

Una alfombra mágica por la que sin necesidad de hacer equilibrios vuela por encima de tejados y azoteas. Una alfombra que es un billete de mil, un verderón, que dice con gracejo de pudiente con sello de pedrería en el anular derecho y habano en la boca, uno de esos tipos que se gasta un billete de a mil en cigalas como si tal cosa un mediodía en la barra de un bar mientras imparte lecciones de Historia de España, donde asienta sus reales y que, sin el menor reparo, desvelan que es más falso que un duro sevillano, y aun así, más valor tiene, por lo que conlleva de artesanía su creación, que los que sin cesar fabrica dándole al manubrio del ludibrio del bodrio la infatigable maquinaria del Banco de España para un país… falsificado con demasiados agujeros que tapar aunque sea con cobertura tan frágil como la materia de un verderón.

Non veritas, piensa el cronista con una sonrisa torcida que tiene más de mueca perversa que de pequeño regocijo, mientras escribe en su columna frívola algo parecido a una carta dirigida a alguna fulana de tal de las muchas que se enmascaran debajo de las negritas. Fulana de tal, en efecto, como escribiría un engolado  humorista de novelas descacharrantes por esa época, o algo anterior a ella: el camino del infierno está empedrado de verdades y buenas intenciones. Miente y deforma, tal es la divisa del callejón del gato.

Non veritas

Qué tiempos de regeneración y… esnobismo que tampoco da aún para la inmersión absoluta en el dandismo. Qué más quisiera él. Quedan pelillos de la dehesa que rasurar, orígenes menesterosos (madres solteras, frías inclusas) que siguen celosamente ocultos: entre la España pudiente de los degustadores de cigalas de a mil y la España pudenta, la de los escalofríos nocturnos y el vinazo adormecedor de Sánchez, se estremece de ansiedad, corrupción y placer la corte mínima de los madriles y su puerto de mar en calma y próspero viaje de Marbella.

Fulana de tal… celebrada en negritas, mera víctima de la lisonja equívoca del columnista, disfrazada por Christian Dior y bañada por Coco Chanel durante el día, por la noche, a poco ya del alba, desnuda y desteñida,  vieja, pecadora y arrugada como una bruja gallega, le besa el culo al diablo.

A él, el cronista de la baja y alta sociedad, le brotan ángeles del estilo, y sin proponérselo, que tiene lo suyo el asunto: empareja un sindicato con un futbolista, un político de moda con el quiosquero de la esquina.

Lo ha afirmado más de una vez: todo pasa en el estilo: los seres, los sucesos, los objetos, hasta el pensamiento, sólo sirven como excusa para validarlo y abrillantarlo ante los ojos del lector. En suma, un perfecto maquillaje... ¡del maquillaje que vehicula los cuentos del día y la noche!

Prosapia y sabiduría de pícaro literario le sobran, sabe que, a veces, en determinadas circunstancias, una sola palabra es charlatanería, y otras veces, el silencio es la señal de estar delante de un cerebro hueco: él ajusta el dial del artículo todavía el papel en blanco, sin letras, a su conveniencia, acota su espacio a los cíceros de una hoja mental ya escrita antes de pasar las palabras (de más, sobrantes en el chisme de altura, o de menos, jugando con la elipsis creativa) a las yemas de los dedos a los que sólo les queda pulsar atinadamente las teclas.

A todos los que ennegrece tipográficamente a diario los tiene en la cajita (que diría la otra, Beauvoir, al otro, Sartre, cuando al cuerpecillo hinchado y muerto de éste le sobraba la cavidad del féretro por todos los lados).

Es un tipo que mata a los demás gritando con la yema de los dedos.

Aunque antes se anima él con el estoque de la costumbre: antes de ponerme a escribir me entono con un par de whiskys de importación y medio litro de agua mineral baja en sodio (los detalles inspirativos son importantes). Yo les grito todo lo alto que puedo por detrás, sabe, y se mueren del susto. Pero a ellos les gusta, junto el café con leche y el repugnante zumo de naranja, beberse esa pócima a las que les invito desde el periódico nada más levantarse. Y así van las cosas de bien entre ellos y yo.

Luego, con la copa en la mano, y puede que hasta con una cigala en la otra, en el mediodía cálido y dorado, el cronista y la patulea parásita de la cofradía de las negritas, sin una sombra en el alma, la carne en sosiego, la billetera soldada al bolsillo, los yates bien amarrados y los castillos a salvo en lo alto de la cima de la colina, sin zozobras en el horizonte, el mundo está bien hecho, haremos de esta España un país mucho mejor, se mueren todos de la risa contando las papeletas inocentes de los votos, repartiéndose los escaños culpables, los dividendos y las prebendas y elogiando los titulillos fascinantes de la columna del clarividente y campanudo Argos (que terminó con los ojos miopes en el culo convertido en un papagayo).

¿Es que hay alguien en sus cabales que pueda tomarse la vida en serio?, se pregunta el de la Olivetti.

Los currantes (perfecto titulillo que utiliza en una de sus crónicas bajo el epígrafe Spleen de Madrid, más moteado de negritas todavía que su diario esnobista), se responde, aunque, recapacita y se corrige rápidamente: quizá lo que realmente se toman en serio es su trabajo y los pocos billetes, exactamente los necesarios, que les entregan por él para que puedan seguir currando sin hacerse demasiadas preguntas y sin ilusionarse tontamente por el presente: es el futuro el que te hará feliz, adelante, a rodar.

Ahí empieza y acaba toda la filosofía frívola que es capaz de pergeñar entre uno y otro sorbito de whisky y agua mineral baja en sodio: nada es durable, infinito, eterno, somos en el tiempo que no entiende de nosotros puesto que nada sabe de nosotros.

Me desayuno en Madrid, almuerzo en París y una marquesona, cualquiera de ellas, engalanada de oros, estirada de faja y sonrisa petrificada, me da de cenar en Marbella a la orilla del mar: el mundo es un pañuelo.

Este Erisiction y profanador social se devora a sí mismo… en compañía de los otros de la flor y nata en general (?) que a sus ojos, efectivamente, son el infierno, una suerte de aperitivo indigesto antes de la pitanza final, pero busca su proximidad en todo momento, el cobijo de su estulticia, de su malignidad, de su molicie o de su superchería, el pretexto en suma, que le permita colmar los folios matutinos y los cambie ulteriormente por las treinta monedas. Se diría, quevedianamente, que muerde y no come.

Por un instante brevísimo, durante nuestra existencia animal, estamos en el tiempo, en él habitamos como si fuese una casa, fisgando a nuestro alrededor, aprendiendo a utilizar objetos y artilugios como un mono, aseando gruñidos para convertirlos en sonidos con sentido, y luego, desaparecemos de él, la nada arriba y abajo, la nada a los lados, la nada absoluta, otro sintecho, aunque éste, nuestro criminal, Sánchez, al menos, aun con las manos vacías, se arrima al fuego ancestral que se eleva a la noche primigenia: aprovecha, pues, el caudal de tus monedas, disfruta con el canje que te permiten y olvida el camino por el que llegaron a tus bolsillos.

Verdades a medias, mentiras literarias... En el fondo, y no demasiado en el fondo, debajo de la cobertura de las palabras, el cimiento del desprecio larvado y callado, irremediable, que era el que verdaderamente sostenía el tinglado del cronista: la cuchilla afilada del Eclesiastés nos guillotina certeramente sin andar con miramientos: vanidad de vanidades y todo vanidad. Él, tan viciosamente humano, tan ególatra y altivo, que ensombrece la vanidad que siente en todo instante de seriedad impostada, que la disimula con la sonrisa del desdén, lo sabe de sobra de los otros, ellos tan exhibicionistas de sus fútiles vidas, vanidosos sólo, de otra cosa no pueden, de los atavíos de su apariencia y de los regalos que les obsequia la fortuna de sus nacimientos o las corrupciones de un mundo a su medida.

Non veritas.

Trabaja sin descanso. Suscita dudas. La sombra verde de la envidia planea sobre su recado de escribir (la Olivetti) como se cernía sobre aquel otro que se trabajaba (con la pluma) tres artículos sobre los veladores del Gijón y del Teide antes de las once de la mañana, hora exacta en que daba por terminada la jornada laboral, encapuchaba la estilográfica y se echaba al coleto el quinto café del día. Y luego, pitillo tras pitillo, mano sobre mano, a ver pasar el día y las gentes a través del ventanal, que es algo que entretiene mucho.

Ni uno ni otro necesitan un negro literario. Se las valen solos sin que nadie meta la mano en el puchero de las letras.

Si no hay un blanco que sea capaz de escribir lo que yo escribo, ¿cómo lo va a escribir un negro?, contraataca el cronista, que escribe, al decir de voces autorizadas (Delibes), con la facilidad con la que mea y sin pensamiento político correcto que valga que sea capaz de someterle a una especie de coerción literaria o de cualquier otra clase por estas calendas felices de finales de los setenta: la censura se las pasa él por la negritas, que bien ha aprendido desde antiguo a pulsar las teclas adecuadas para que a estas alturas venga alguien y le frustre el intercambio de unas letras por unas monedas.

Non veritas: mucho da de sí la realidad si la retocas con la imaginación o la maquillas con negritas: a secas, sin adornos ni metáforas ni añadidos de cosecha propia, no da ni para dos párrafos de tres líneas incluidos los puntos suspensivos, las comas y cuatro adverbios terminados en mente.

Así, por las buenas, viste a un gato de esmoquin y lo ingresa en la alta sociedad y en los asuntos mundanales propios del gremio, lo que le permite salpicar la escritura como el que no hace nada, al desgaire, con media docena de nombres resaltados en negro, le escribe una carta algo indescifrable al de las siete vidas, nos informa del menú que se trasiega a diario el felino tal un canónigo gordinflón (buen salchichón, buena carne picada, marisco… ¡nada de pescado!) y tú te lo crees: hasta le permite al gato gorrón beber a su antojo en su taza de caldo y yema de huevo al jerez o en la del café. Y todo esto, ¿a qué santo? Sólo para propinar un pellizco de monja a la atónita clerecía de cuando entonces, que los obispos quedaban desairados en los papeles de la reciente constitución y andaban disconformes e incluso alguno de ellos levantisco y amenazando con la excomunción.

Pero ¿quién es creyente en nuestros días?

Los votantes (tal vez) y los compradores de décimos de la lotería (todos). Ningún lector serio se cree las historias que se escriben por alguien por ahí en cualquier sitio.

Importa el estilo, la falla encendida de las palabras. Lo demás es el andamiaje, tan imprescindible como inocuo: el gato, los obispos, el pecado, la constitución, la señora de uno, la marquesona, los madriles, el diputado de noche, España, las novelas prescindibles, el pan, la sintaxis, las comas, el cuento que se cuenta…

Lo que realmente distingue de veras a un lector de otro, es quien de ellos lee la carta de Zalacaín y quien las cuartillas en forma de crónica incendiaria del señor Francisco (Pérez Martínez) Umbral.

Y otra vez habla de Bacon y los peces de colores (Picasso, Linda Lovelace, Lorca, Mallarmé y el Mercado Común, todo junto, que es como mejor sabe el bocadillo del tebeo).

Tiene lo que hay que tener el aguerrido cronista castellano en su castillo: agallas literarias, estilo y… desprecio, molienda donde se cuece, efímera pero reconfortante, la gloria del presente: la otra, la póstuma ya les pertenece a los mercaderes que te sobreviven.

Lo que te pasa a ti es que no tienes huevos para raptar a la mora y sacarla de aquella pocilga de puterío, se dice Sánchez en el sórdido cuarto de la pensión, levantado ya de la cama, lavado y vestido, a punto de salir a la calle y encaminarse a Casa Vicente a engullir la olla del día.

No se trata de agallas, sino de dineros. Y él es un pobre cavernario a la lumbre y el calor de una hoguera urbana, cada día más desamparado porque aún no ha a prendido a vivir fuera de la cárcel, a la intemperie, donde todo tiene su precio. En la trena nada tiene que pagar quien sólo desea pasear bajo el cielo gris o azul del patio un par de horas al día, comer, dormir, jugar al ping-pong y ver la televisión. Pagas con el único precio de la falta de libertad, al igual que los pájaros cautivos metidos en una jaula, pero asegurado el cañamón y el alpiste como por arte de magia. Sin libertad, sí, pero… (libertad, ¿para qué?).

El camarada Fiodorov instruye. Sé paciente. Todo se arreglará. Acabarás cancerbero a las puertas de la fábrica de los sueños. No hubo tal. Ni siquiera eso, portero de cine: cien veces las entretelas de la Mozarovsky.

Todo lleva su tiempo.

¿En qué aulario se aprende tal cosa, tener paciencia, oler tu cuerpo cada vez más sucio, oír como se resquebraja a pedazos, esperar cuando tu tiempo ya corre demasiado aprisa y en pocos años te dejará para el arrastre o se librará de ti con un simple empujoncito?

¿Paciencia? Más le valdría volver al chabolo, a vigilar el culo, a no escuchar las risas en la ducha, la vista baja siempre.

(Mis cabellos están contados, dice Lucas el evangelista: calvo, feo, pobre, pronto viejo).

La ilusión, el espejismo, la añagaza y el señuelo vanos de la fabulación que se ha enseñoreado de él de que existía un lugar en el mundo más allá de cualquier celda se alza sobre su cabeza como el humo maloliente e invisible de la fogata de la noche: la imaginación y sus asechanzas son su refugium pecatorum por equivocado: finalmente se confundirá y se aferrará a la esperanza, esa cosa siniestra y sin barrotes del espíritu, por llamar así a alguno de los pliegues glutinosos del cerebro donde se esconde, que lo hará trizas al precipitar su concreción a mano armada.

(Charlie, amigo del alma, mi refugium pecatorum, lisonjea con voz impostada al barman, de vuelta de latinajos después de cincuenta mil copas servidas tras la barra, nuestro Boceto libre como los pájaros del cielo y los peces del mar, lejos de las hogueras primitivas y las legumbres mal cocidas.)

Sánchez tuvo un sueño: se miró en el espejo, lo rompió de un puñetazo, ¿siete años de desgracia?, ¿una muerte inminente?, no hizo añicos el espejo, al contemplarse quiso romperse él, la encarnadura que envuelve al monstruo silencioso e inescrutable hasta para sí mismo y la tenaz osamenta que lo sostiene,  o eso pretendía, romper el mundo para poder empezar de nuevo. Despertó sin sorpresa porque al abrir los ojos se reconoció enseguida y supo que todo era igual que el día anterior, las mismas sombras del alba, el mismo olor de la vida suya sin cerrojos pero también sin horizontes.

Mil novecientos setenta y ocho es un año tan terrible como todos los años mil novecientos setenta y ocho y ya llevamos dos millones de ellos desde el origen afortunado, por improbable, de aquel animal que terminó enderezándose sobre dos patas y preguntándose para qué servían las cosas que cada amanecer descubría a su alrededor: por ejemplo, una piedra en punta bien afilada sujeta con cortezas a una rama vale para matar animales y, llegado el caso, abrirle el cogote a sus semejantes.

Mil novecientos setenta y ocho se llenaba de cosas, sucesos y seres, pero los materiales intrínsecos, pues los necesita para significarse, del tiempo (el gran laboratorio) no cambian, ni antes de él ni después de él, pues a fin de cuentas un año no es sino una suma antojadiza de noches y días, tampoco su deterioro inevitable y fatal que les conduce a la extinción… sólo para, como materiales que son, regenerarse machaconamente de nuevo bajo idénticas circunstancias y similares o distintas apariencias.

Todo está en el tiempo que no cesa de engendrar lo que en él acaece.

(Os veo desde la luna, estáis todos del revés, dice el siglo una y otra vez desde hace millones de años.)

El cronista es capaz de desmentirse a sí mismo, que no a la ínfima realidad que describe, catorce veces en siete días, a ésta únicamente la adorna de adjetivos, la salpimenta con el ingenio lingüístico, la intrumentaliza con suma habilidad para verbalizar con estilo la crónica.

El material que utiliza para ello es baladí, intercambiable, olvidable: dígame la marquesona, pues iba yo a comprar el pan y hete aquí que…

Mil novecientos setenta y ocho ha subido tres pesetas. En la intemperie, descubren Sánchez y el cronista, todo tiene su precio. Ellos dos también lo tienen y, al cabo, ambos entienden perfectamente a qué clase de estafa han sido sometidos sin que la hubieran visto venir (y siempre viene por el mismo lado, a su hora debida, implacable, invencible).

Mil novecientos setenta y ocho, nada más abrir los ojos, ya con el impoluto sudario cogido al cuello para no mancharse, tenedor y cuchillo en mano, se procura su yantar habitual: un Boeing 747 se estrella cerca de Bombay y le pone en bandeja 213 cadáveres con que empezar a cebarse.

Os veo del revés…

La existencia de la Atlántida es innegable, asegura un rebelde de las masas. ¿Y tú cómo lo sabes? Por la misma razón que existe el Triángulo de las Bermudas, el mal de ojos, que el hombre no ha puesto el pie en la luna, porque eso, francamente, es imposible aunque lo afirme el cronista y que la carta astral de cada uno determina en absoluto todos sus actos para bien o para mal: vox populi no puede equivocarse (palabrita del niño Jesús).

Por entonces, esas creencias y descreencias eran moneda corriente: para las masas rebeldes el misterio de las cosas, hasta de las más simples, y las supercherías aseadas de palabras mayúsculas que incitan a la incógnita, es lo que les hace olvidarse de los palacios de invierno y las mantiene pegadas al televisor, otro misterio que nunca han logrado resolver: ¿envía el cable conectado al enchufe las imágenes que ven mis ojos o llegan a la pantalla desde la parrilla metálica de la antena?

Por ninguno de esos lados, que son pura mecánica electrónica, chatarrería: del cielo las proyecta el Espíritu Santo. Tú serías capaz de verlas incluso con los ojos cerrados. Esa es la idea: que te lo den todo masticado, cómoda deglutición.

En mil novecientos setenta y ocho la teología llevaba camino de convertirse en pura ciencia ficción. Escritores hubo que ya lo habían vaticinado desde antiguo.

Es de mucho restaurante (y de muy poca sobremesa, en casa la Olivetti aguarda con los dientes a punto) el de las crónicas, aunque sólo mete la mano en el bolsillo para pagar las propinas y el taxi.

¿Y usted de dónde saca la calderilla para esas nonadas?

Del fondo de reptiles, como solía hacer don Ramón María del Valle-Inclán.

Me miente usted.

Yo no miento jamás, amigo. Pregunte en Gobernación.

Qué tipo. Graduado en las calles de Valladolid, doctorando en las barra de los bares de los madriles, doctor sobresaliente cum laude por el café Gijón, catedrático emérito de la chulería años después y, ya en el final de todo, mecido con gracia por los placeres y los días.

¿Qué nos cuenta El País?

Por medio de su columnista de lujo insta a los ganaderos de toros bravos a conseguir reses con ojos verdes. Todo un poema frente a las temerarias virguerías de la cintura torera fulgente de dorados y azules, figurines siempre en peligro de acabar ensartados en las astas de un soneto a pesar del engaño de la muleta roja como la sangre.

(¡Joder, Vivales!)

¿Qué nos dice el cronista?

Que a la cabeza de Goya le dolía la cabeza (sic) y se largó de la tumba en busca de una farmacia donde comprar aspirinas.

Ese chiste jamás lo habría compuesto en imágenes El Roto. Menos aún Chumy Chúmez.

Antes le precede una confesión no menos pintoresca: Yo, cuando sudo y me enfrío, lo primero que hago a la hora de comer es ir a un retrete y envolverme con un rollo de papel higiénico… El tipo, puesta de nuevo la chaqueta, vuelto a la mesa del restaurante, dispuesto a dar buena cuenta de la pitanza que ora riega con coca-colas tibias ora con whiskys con soda, declara ante la extrañeza de los otros comensales que en esos instantes se siente como una momia clandestina y aséptica de sí mismo.

El año mil novecientos setenta y ocho es un tema de gran calado y… otro tema de un montón de meras anécdotas capaces de hacernos creer definitivamente que observamos mucho más de lo que imaginamos el mundo del revés.

China levanta la prohibición de las obras de Aristóteles, William Shakespeare y Charles Dickens.

(Rescoldos aún humeantes, Fahrenheit 451, de la antigua Revolución Cultural, aquella cruzada oriental contra la inteligencia occidental.)

Sánchez, pobre, perdido para el sexo y la alegría, que dirían en África:

Comes de caliente, ¿qué más quieres?

En USA el 1% de adolescentes bien alimentados, lavados y planchados sufren anorexia nerviosa.

Serán los donuts… o los hot dogs. Cualquiera sabe el millón de tóxicos con que engalanan al gato para parecer liebre.

Sánchez, a las puertas de la primavera: Estoy perdido.

No te preocupes. Yo te encontraré, le garantizaba Fiodorov, imbatible letrado sindicalista.

¿Tú sabes lo que era el monolito de La Coyolxauhqui?

¿Quién? ¿Yo?

En Alto Volta se realiza la primera ronda de las elecciones presidenciales…

¿Todavía existe Alto Volta?

El lector de mangas, hijo de cura y profesor titular de universidad en la facultad de Geografía e Historia de la ciudad del Turia (que había envejecido tan aprisa que a los catorce años su rancio escepticismo competía con el juvenil cinismo de los treinta de Boceto), ahora de mochilero falso por el Oriente, pues, precavido, se ha acribillado de vacunas antes de su partida, dispone durante el periplo de una abultada tarjeta de crédito, se ha provisionado de un buen surtido de antibióticos y cubre cualquier incidente inesperado con un seguro multidiverso a todo riesgo, corrige con desgana y por supuesto sin prisas desde Chiba y esclarece la moderna denominación del país africano en misiva por correo normal al recopilador de este centón de páginas y puede que hasta al mismo Boceto, que de todo ha de enterarse: En nuestros atribulados días de 2008 llámase aquel país Burkina-Faso, declara burlón, sin ataduras, con suficiencia y desdén de diablo cojuelo universal con faltriquera a rebosar.

¿Qué nos cuenta El País?

Las tropas somalíes abandonan el desierto de Ogadén.

¿Qué había en el desierto de Ogadén?

Ni un solo tártaro, ni el menor atisbo de una poética del paisaje árido y silencioso, sin misterios.

Sánchez sabe que la celda es el cuerpo físico del desvalimiento más profundo. Una poca luz, y el espacio que no se ve, puesto que no son las cosas el espacio, están en él, la humedad ártica que estremece, el frío a todas horas y su tropa de escalofríos nocturnos, o la losa de un calor quemante y la piel que hierve, estancado en el sofoco del aire seco y tórrido, la anestesia de un espíritu que ha despojado al pensamiento de toda cordura y la mínima palabra, uno puede oír el fluido de la sangre por las venas, el sonido interior bajo la corteza carnosa, los huesos que crujen en un tiempo que por  mucho que se esconda en aquel espacio etéreo e invisible también se oye socavando la carne, la sangre, el hueso y el muro, y cada vez más deteriorando su pequeño mundo de cuatro paredes pero, de su veneno tampoco escapará, minando asimismo el más vasto, libre y engañoso mundo de los otros, los de afuera, tan al alcance y víctimas de la desnudez de su celda al sol, de todas las pérdidas de las que son aunque conscientes inevitablemente incrédulos. ¿Morir yo? ¡Qué estupidez! ¿Y si no quiero, eh? ¿Qué hacemos entonces?

El cronista sólo ha conocido la celda de sus inhibiciones, que no son muchas pero lacerantes: su origen le impele a biografiarse una y otra vez, a reinventarse constantemente, a novelizar la realidad suya y a acudir al auxilio de la metáfora, que es uno de los más efectivos al tiempo que facilones encubrimientos de la escritura. El cronista se abriga con una metáfora a falta de un rollo de papel higiénico, silba, desvía la vista y entromete en la realidad cruda y áspera una buena porción de literatura, ironía y astucia palabrera con la que deconstruirla, naturalmente dejándose él entero.

Mil novecientos setenta y ocho: teatro por donde ya zascandilea nuestro ínclito Boceto: dieciocho años ya corridos desde su séptimo mes: Apartaos, villanos, abrid paso, uno de los Brell pur sang, noble sin mezcla mora o judía que mancille su hidalguía, cabalga por las aceras montado en su fantasía, que, no obstante, demasiado tiene de realismo práctico, pues no deja su fantaseador de tener los dos pies en el suelo y nada de su pensamiento en las nubes, indeciso mentalista que frecuenta la compañía de Schopenhauer, tan contundente –cascarrabias iracundo-, Nietzsche, tan solitario –bestia y Dios-, y la literatura sicalíptica escondida en los oscuros recovecos de la biblioteca familiar, Boceto: lector desordenado que bien sabe que la aventura está en la calle, al aire libre, en el mundo infinito que ante él se manifiesta sin trabas ni barrotes, dieciocho años/abriles.

El cronista, ahora en el fecundo mes de abril, en su columna diaria, ¡en una tan sólo!, nos informa que él rechazó dos millones de pesetas porque sí, que él no se vende, que hace saber a los obispos que por la entrada de los culos también se peca, que se encuentra, como el que no quiere la cosa, con Voltaire paseando  por La Mancha y, va y, como el que tampoco quiere la cosa, éste le susurra al oído uno de sus opúsculos, que toma sorbitos de saricaria para un mal de vientre que le aqueja, que existen terapias novedosas aún por demostrar, como las fotografías de uno mismo en distintas fases de su vida o las de sus antepasados en los daguerrotipos en cartoné, que un paisano de Valladolid por fin ha conseguido en la mesa de la cocina de su casa entre sartenes y cacerolas, Dios anda entre pucheros, el perpetum mobile y de ese modo lo comunica a las Naciones Unidas para el enterado universal, que anda trabajando en un diccionario cheli retro (?) al margen, o al compás, de sus artículos, novelas y recopilaciones, que igual le invitan o igual no le invitan a un sarao político que reunirá a más de seis mil invitados encantados de haberse conocido, que en ninguna antología poética de los cincuenta que se precie han de faltar Claudio Rodríguez y Eladio Cabañero, que como el aborto está prohibido –todavía- hay quien les quita así como así a las mozas el útero…

…abril, abril me duele en el chaleco.

No eran mártires. Sólo presos.

Lejos están Boceto, Sánchez y el cronista aún de lo peor: envejece uno cuando le empiezan a crecer sospechas y miedos.

¡El día es mío!, decía al despertar Boceto/Schopenhauer. Y se lanzaba a la calle con las zarpas dispuestas, nada se interponía entre él y el mundo.

Sánchez miraba los muros resignado, indiferente a la luz del sol o a la grisura de la lluvia, ni siquiera olía desde muchos años atrás el espesor animal que invadía las galerías y pasillos carcelarios degradados sin color, el tufo del hombre perdido para cualquier decencia y sumido en la podredumbre, irredimible, nunca inocente. Una visión de cuerpos, rejas y paredes, siempre una pared de por medio, una ventana muerta, los tipos de mirada turbia y felina andando hipnóticos de un lado a otro, rodeándole como fieras inescrutables.

Pórtate bien o en lugar de recibir una bicicleta azul acabarás en una celda de castigo.

En el 75, año tumultuoso en el que murió Franco, Sánchez quiso en vano lucimiento, ignorante de las calamidades nacionales y los castigos de por entonces, con gran perplejidad propia y de extraños, dar un ejemplo de gallardía frente a los presos políticos de la galería. Se quejó de la comida, no más infecta que otras veces, y, ante el estupor de los otros reclusos, que indiferentes en seguida volvieron a meter sus cucharas en los platos, recriminó a gritos la lastimosa bazofia que le obligaban a engullir al funcionario entre las mesas. La sonrisa perversa, la calma y la expresión lejos de cualquier pasmo e incredulidad de éste presagiaban lo peor para el protestón a deshoras.

Ejemplo fue para otros sin venir a cuento de lo que no imaginaba el reivindicador vencido con un parpadeo.

Hay otra cárcel más sombría y carnívora dentro de la cárcel.

Se había portado mal y ahora le encerraban en el silencio.

Como un gusano, estaba bajo tierra en un agujero.

El hombre del subsuelo. Ni siquiera eres un insecto. Por eso quieres convertirte en un insecto.

Ya en esas, el peor cerrojo eres tú.

Dormirás tus pesadillas sobre una colchoneta sucia tirada en el suelo de la celda en penumbras durante todo el día, sumida en una absoluta negrura por la noche.

Podría hacer de sí mismo un místico, fundirse en el ser universal, desplazarse al infinito con el único auxilio del alma. pero Sánchez no sabe lo que es eso. No ha sabido otra cosa que ser un preso modelo… hasta hoy.

He ahí las herramientas de la supervivencia: hay un grifo donde lavarte encima de una especie de retrete, y en un rincón un plato metálico, una vaso de plástico y una cuchara de madera.

No hay banco donde sentarse.

Al suelo, pues. Un asiento de cemento duro y frío donde asentar las posaderas.

A primera hora de la mañana te entregan una barra de pan. Tiene que durar hasta la noche. La deja encima del plato, en el extremo opuesto del retrete donde se lava la cara y hace sus necesidades (así se expresa él, pues es individuo educado que cuida las formas cuanto puede: mucho tiempo después, cuando soñaba con la mora, confiaba en tener la oportunidad de explicarse con urbanidad frente a cualquier interlocutor: aquí, mi señora).

Cinco días es una eternidad: no saldrás ni un solo segundo de esa celda, de ti mismo, del vagar de tu conciencia: ¿un insecto?, qué más quisieras tú.

Has salido del limbo, de la quietud de las sombras. Castigo cumplido. Te vuelven a encerrar en tu celda de la galería. Todo en su sitio: el mundo está bien hecho. Regresas al mundo de los vivos que susurran y dan vueltas sobre sí mismos una y otra vez ensimismados en la raquítica libertad del patio, en los pasillos, en las duchas, en el comedor (aunque estén sentados). Recuperas el jabón, el cepillo de dientes, la toalla. Ya no quieres ser un insecto. Tienes cosas que sabrás utilizar, no como los animales. Eres un hombre (solo un hombre hecho de todos los hombres…). Puedes leer un libro o… un tebeo; te dejan salir al patio una hora: miras el cielo, tan lejos como siempre (qué buen día hace hoy, señor director), compruebas cada mañana en el espejo que te vas quedando calvo, a partir de los treinta años se te caía el pelo a puñados, es el aire, que está lleno de vicios, dice uno dándoselas de gracioso. Un aire viciado, exactamente como el de fuera de los muros: rufianes, atracadores, peristas, estafadores, violadores, mafiosos, asesinos, maltratadores, corruptos. La cárcel es un reflejo fiel del mundo libre más allá de las rejas (todavía sin castigos) que es al que, definitivamente, hay que rehabilitar.

¡El día es mío!, exclamaba Boceto al poner los pies fuera de la cama. Daba miedo su expresión depredadora, el andar enérgico o, todavía peor, su calma aristocrática. Ocurriera lo que fuere, la gracia (y la simulación) estaba en él.

¿Sería hoy el filósofo pesimista Schopenhauer? ¿El criminal divertido, exaltado y sin la carga fastidiosa de escrúpulos Hyde? ¿El torturado, escéptico y cabizbajo Nietzsche?

Él era todos los hombres.

Incluso ese pobre tipo al que con una maleta de cartón que esconde media docena de prendas de vestir y poco más (yo no soy un insecto) le han puesto de patitas en la calle y siente que la mole de la modelo cae sobre sus espaldas. ¿Dónde está el norte? Allá te las compongas.

El vértigo se apoderaba de él. Se vio a sí mismo como un desconocido. Se notó raro.

Y, ahora, ¿qué?

Fuera de la cárcel todo parecía falso; si acaso, una película de televisión.

(También de otro tiempo: Brassaï, un claroscuro que le apagaba cualquier tipo de ilusión: confianza, satisfacción, ánimo.)

Uno de la COPEL le había facilitado una dirección, la única tabla a la que asirse:

Pregunta por un tal Carlos Brell, son buena gente él y sus camaradas, aunque algo gilipollas.

¿Y eso?

Idealistas. Para morirse de risa. Sírvete de ellos y a no tardar ciérrales la puerta en las narices, no vaya a ser que te amarguen la vida con sus sermones bienintencionados y su cháchara de señoritos bien. Tú pon cara de pasmado y asiente a todo lo que te digan.

¿Recibiría Fiodorov ataviado con el poncho de alpaca peruano al expresidiario?

Dio su venia al minuto de verle sentado frente a él, inofensivo y silencioso, serás el camarada Sánchez, le auguró con voz neutra, funcionarial, vestido con su correspondiente (reglamentaria) chaqueta de pana color tabaco, colgada la otra prenda del hábito, la trenca de color azul, en un perchero junto a la pared a sus espaldas.

¿Qué nos cuenta El País?

Ya en variedades: el dos de abril CBS, la cadena de televisión estadounidense, comienza a emitir la serie Dallas.

El mundo que rueda y rueda… ora montado en la tragedia ora en la farsa, y siempre cuesta abajo.

La televisión en color es como la vida misma (sistema Pal). Telefunken, Saba, Phillip y compañía: la ventana por donde te asomas. Yo no veo la trampa ni el cartón por ninguna parte. Yo veo unas imágenes, unos tipos que hablan y que son mi viva estampa, que se mueven de acá para allá con sus logros y sus miserias, con sus trabajos y servidumbres, con sus amores y desamores, exactamente como en la realidad, su espejo más fiel al borde del camino. Yo, un tipo de carne y hueso, podría vivir dentro de la televisión y nadie notaría la diferencia.

(Tampoco el propio parlante notó la comicidad y aberración de lo que proclamaba sin el menor sonrojo y con absoluto convencimiento.)

Treinta años más tarde los dibujos animados siguen en su sitio, a la debida hora de la merienda, cuando los políticos de profesión se alejan de las cámaras y se cambian las bragas y los calzoncillos de la sobriedad y se enfundan no sin cierta excitación los de colorines y estampados, cuando los hombres poderosos que manejan los hilos de tales marionetas se dan un respiro y dejan caer las figuras pintarrajeadas al suelo de tablas del guiñol, cuando aún no ha oscurecido del todo pero el mundo real, y no el de la televisión, es ya menos definible en cualquiera de sus aristas y figuraciones, en su claroscuro.

Habrá que estar al tanto.

Boceto, por entonces, ya sin madre.

¿Cómo era tu madre?

¿Todavía estamos en esas?

Ah, las madres. Le enseñaba Boceto/Schopenhauer adolescente un poema, un leve cuentecillo, un sesudo tratado filosófico de una página: Escribes para boticarios, se mofaba la progenitora incapaz de reprimir la risa.

Afuera está el caos que paralizaba a Sánchez, un movimiento de los seres y las cosas incomprensible.

Afuera está el caos, se decía Boceto enajenado al abandonar la cama: todo puede suceder, el crimen, el sexo brutal, la fortuna, el desafío enorme de la vida. Ah, pequeño Rocambole, ni siquiera emboscado, pero echándole las zarpas a la grande bouffe del mundo (inmundo).

¿Le lloverían a Sánchez sobre la arpillera de su humilde vestidura las migajas de la hidalguía corrupta y aprovechadora? Un paria recién salido de la Edad Media: media hogaza de pan, el vino adulterado que te revienta a oscuras, el pedazo de tocino rancio, el apestoso ajo, la áspera cebolla. A rodar.

Boceto sutil y ladino, caballero de capa y espada, dueño ya de las aceras sobre las que discurren el lance ventajoso y las víctimas propicias, bebe la ambrosía del grial mítico: la vida en el color de un Telefunken.

Goethe: cuando me equivoco todo el mundo se da cuenta, pero cuando miento nadie lo descubre.

Miento, todo va bien, ergo la mentira y la ambigüedad son indumentarias muy adecuadas para vestir el espíritu en esta época de tanto Sánchez, tanto Fiodorov, tanto triste JD., se aconseja nuestro joven Ignacio Brell con la daga y la sonrisa a punto, tan diferente a todos ellos, único, irrepetible, un regalo de la naturaleza, un festín de la supervivencia, un banquete de osadía donde se derraman todos los vinos.

El que tenga ojos, vea; el que tenga oídos, oiga.

Quien dijo miedo… Cada día tiene su riesgo y su afán, ha inscrito en su mente como lema el aprendiz de la aventura.

Díselo tú, paladín de nada ni de nadie, a Sánchez que anda, por no caerse muerto, entre gentes de remo.

Envuelto en intrigas imaginarias anda, amores desatados, mil seducciones, duelos en el amanecer brumoso, ningún escrúpulo y de amante entregada una mujer dulce o lasciva, tanto da, Baccarat: nací en cuna de brocados... y antes de la adolescencia ya se hizo con un estoque oculto en bastón de ébano con empuñadura de plata.

El mundo como decorado, una representación que ampara sensorialmente mi existencia: el pedo de un burro divino lo echaría abajo en un instante. Nada de lo que existe será real después de mí. Es un juego del escondite, sólo que con mayúsculas, una grandiosa superchería que alcanza hasta el lugar más recóndito del universo que curiosamente es al margen de la conciencia y la industria de los seres humanos: el sol ya alumbraba antes de la aparición de éstos sobre la tierra, su decorado, antes de que le pusieran nombre, escudriñaran su materia, midiesen su forma y descubriesen el mecanismo de su energía infernal.

Con los ojos bien abiertos, sanos, no ver nada, sumido en el nirvana. Boceto: ¡qué desperdicio!

Había un alter ego debajo de la cama. De cuando en cuando asomaba la jeta, abría la boca, susurraba nada beligerante a su oído, muy comprensivo de las flaquezas humanas, de su origen pecador y su inevitable destino camino de la degeneración y claudicación finales antes del vuelo definitivo más allá de los telones y sus chafarrinones de pintura y sus falsas perspectivas de profundidad: acabarás preso de las miradas furtivas sobre esas púberes de faldita escocesa y piernas al aire, aún no manchadas por las sucias manos de los niñatos o el semen culpable de los hombres lobo y los viejos verdes babosos.

Ingenuo, ¿acaso no ves que ellas son tigresas acechantes prestas para la caza y la fácil captura de hombres desprevenidos con la calentura a cuestas?

Ah, Schopenhauer.

Ah, Nietzsche

Ah, BocetoAl contrario que Sartre, aquel sabía muy bien lo que le conducía a la complacencia y a la anestesia de la conciencia, a la aventura y al placer sin remordimientos: pensar no a la contra, sino a favor de sí mismo. Muy pronto había perdido la inocencia. ¿A qué preservarla si era nada antes y nada será después de ti?

Padre, ¿tú me entiendes?

Incluso demasiado, mierdecilla. Tanto que hasta miedo me da cavilar el mundo (imaginarlo es fácil) sin mí y contigo dentro.

No, los niños no dicen siempre la verdad. Sucede que son tan imperfectos todavía, tan limitados en su habla (sus mentiras) que se delatan en lo bueno y en lo malo indefectiblemente, sin advertirlo. Mueven la lengua inexpresivos, miran de aquí para allá entrecerrando los ojos, pero se les adivina de pe a pa aunque sus balbuceos tiendan al enredo y a la extravagancia.

Más adelante: Introibo ad altare Dei. Y empieza la fiesta.

Rodeado de hombres, ¡Qué poco valen! Se salvan cuatro de las dos manos.

¡Hombre!, (el peor improperio) le insultaba Schopenhauer a su perro Atma cuando bajaba la guardia de su comportamiento y sus modales se asemejaban a los propios del ser humano: ¡pareces un hombre, infeliz animal!

Pero era perro superior en los recados del ama de llaves de nuestro filósofo: le hacía las compras del panadero, del carnicero y las del tendero.

Ah, los perros… y las perras.

Ah, las madres.

Unas huyen (la tuya); otras (Johanna Schopenhauer), te hacen huir o te echan de su casa: Hijo (no tan querido), aléjate todo lo que puedas de mí, no quiero volver a verte jamás, no te maldigo, pero el sentimiento de felicidad que me embarga al verte desaparecer de mi vida no puede inspirarme, desde luego, ninguna contrición. Vive y sé tan dichoso como puedas. Madre (Johanna) e hijo (Arthur) nunca se encontrarían de nuevo, reinó entre ellos un silencio de muerte, y ninguno de los dos sería demasiado desventurado por no verse ni tampoco en sus quehaceres de pluma a los que ambos se dedicaban: una en novelas romanceras; el otro, en asuntos algo más abstrusos pero no menos entretenidos.

Hombres, seis acaso, sentencia: Platón, Shakespeare, Descartes, Gracián, Kant, Goethe… Los demás, a limpiar letrinas.

¿Unas palabritas para la posteridad, filósofo pesimista, recalcitrante misántropo, inveterado misógino?

Nunca tuve el cabello rojo.

Pero lo mejor acerca de la vida doméstica de Schopenhauer lo han dicho los niños… y su incansable, honrado y bien educado perro que le hacía de recadero: traía el mandado del carnicero religiosamente intacto, lo que demuestra la fidelidad y respeto que le profesaba.

¿Qué recuerdas con más detalle de herr Schopenhauer, Lucia Franz, fisgona y chivata?

Fingía muy mal su irritación o sus momentos de cólera, y en ocasiones disimulaba que trabajaba en su escritorio cuando en realidad se divertía viéndonos a hurtadillas revolver libros en la biblioteca.

Escapar del escenario de la vida, la única salvación. La muerta es la puerta a la libertad, a la verdad incontestable de la vida en la eternidad sin burdas representaciones, o sumirse en la… nada absoluta para absolutamente siempre.

Tú, Diógenes, desnudo al sol griego, entre perros sarnosos, la mantilla astrosa, el cuenco del agua, la escudilla de la sopa, mon frère, tú, mi espejo…  solo, enfermo, abandonado al fin, dejadme sin sepultura, que los bichos, humanos o no, den buena cuenta de mi cuerpo.

Arthur, nunca elevaste un altar al que poder orarle a aquel grande hombre y ejemplo de la antigüedad.

¿A quién?

Al dios de los desperdicios, al maestro de la desnudez, al amante del sol, al de Sínope.

¿Tal así?

Sin duda.

Yo me conformaba con ir a guantazo limpio con mujeres que eran más comadrejas y cerdas tozudas que la sumisa apariencia carnal que las encubría y llamaba a deseo y engaño a los hombres ingenuos.

¿Zurrabas al sexo débil, desalmado charlatán, humano desnaturalizado, bestia sin escrúpulos?

Sólo una vez (mamá tuvo la culpa, las mamás siempre son la causa de las tropelías que uno perpetra cuando se hace adulto)  tiré escaleras abajo a una mujer, usurpaba mi lugar al sol y el trozo de mi eternidad es mío, ¡largo de aquí, sabandija!

Mal le resultó la rabieta al filósofo del pesimismo y la claridad expositiva: 15 táleros al trimestre tuvo que indemnizarla de por vida a la maltratada.

Una perra colgada al cuello. Pero, en fin, un día murió la bruja y quedó la faltriquera en paz.

Ah, pequeño Arthur, ejemplo de poco y advertencia de mucho, más estoicismo y sobriedad y menos irascibilidad y desprecio hacia tus semejantes… ¿Por ventura cenas todas las noches pavo real?

Nada más lejos: fiambre y media botella de vino blanco (y, después, en lugar de ver …¡la televisión! (¿?), acaricio el lomo peludo de un perro, que es algo que serena mucho el ánimo.

Fui hombre ejemplar: detestaba las revoluciones, burguesas o proletarias, la cerveza y los duelos a pistola o a espada. Si me creí demasiado a mí mismo fue porque todos los que conocí no eran bastante o eran demasiado poco.

Boceto adolescente, husmeador de la biblioteca paterna, con Parerga y Paralipómenos en las manos pecadoras, piensa, se piensa, alzando la vista de las páginas, reflexivo.

Más te hubiera valido leer Orbis pictus y extasiarte ante los cuellos abiertos y sangrantes de los cerdos: sabio serías ahora.

¿Sabio?   

Y profundo. OOOOoootros aún no llegados a tu edad se complacían viendo degollar cerdos. Está probado.

¿Tales hubo como el sádico mirón de Proust que pasados los años de frecuentar salones entretenía el tiempo en similares y crueles escenarios: escribir y ver sangrar a cerdos?

Así lo afirma el mismo hêr Carl Gustav Jung, que gustaba de tales espectáculos, y no era uno de sus sueños.

¡Pobre pequeño Carl zarandeado por tanto desvelo desde temprana edad! Además ¿qué se puede esperar de los hechos y los escritos de un tipo que se halla rodeado en su infancia por ocho tíos suyos… todos ellos sacerdotes protestantes como su padre, es decir, de una gran sobriedad plástica?

(Símbolos por todas partes sin las verdaderas imágenes que los propician: hasta en la sopa es capaz uno de verlos.)

Lo que nos queda del pasado son los hechos y sus múltiples interpretaciones. Todo lo demás, y debe ser mucho, ha quedado a oscuras.

¿Por qué creer en un hacedor? Basta con creer en el universo, en sus leyes y prodigios. ¿Qué puede haber más allá de éste que escape de su pleno dominio y la desmesura de su crecimiento?, se preguntan Boceto y la infinita caterva de seudos Schopenhauer que en el (ínfimo) mundo son.

¿Quién necesita un dios ante el estallido cósmico de una supernova?

¡Qué hombres terribles en busca de respuestas difíciles edifican el mundo intelectual de los humanos!: tal Schopenhauer, al que no dejamos en paz en su tumba a lo que se ve, que animaba a los soldados austríacos a disparar contra las masas levantiscas.

Goethe prefería utilizar el látigo de la injusticia ante el populacho vociferante y ruidoso.

Juegos profanos. Llamémosles de ese modo.

Ando por las calles iluminadas por el sol, festivas por el movimiento y el trajín laborables, repletas de comercios de escaparates llamativos, de automóviles brillantes y silenciosos que se deslizan por la calzada, de gentes que ocupan las aceras y se dirigen a decenas de sitios diferentes. Pienso en ese mundo visible y rotundo. ¿O es ese mundo el que me piensa a mí? Quizás lo hagamos ambos a la vez.

¿Dónde queda el lugar de las almas?

Jung: Yo estoy sentado sobre una piedra. La piedra también tiene un yo. La piedra piensa que estoy sentado sobre ella. ¿Yo soy yo o soy la piedra?

No temía la oscuridad ni anhelaba nada. Halló muy pronto el remedio en la indigencia. Cuentan de él, o lo cuenta él, que tenía el don más preciado: el día, el pensamiento de ese día (que era todos los días).

¿Quién quiere ser Diógenes?

Sólo los elegidos:

Quien quiera tener el mundo… durante un tiempo, sólo eso, sin otras posesiones ridículas y transitorias; luego, el planeta se oscurecerá ante tu vista poco a poco hasta desaparecer, se te escurrirá de las manos, fundido total él y tú. Erais todos, ellos y tú, (pura) escoria.

Adiós, adiós.

El yo de la piedra; el yo del universo; mi yo. Ninguno de ellos en su existencia posible invalida a los otros dos.

Pero dígalo de una vez, ¡diablos! ¿Usted entiende verdad el sánscrito?

O el persa: de esta traducción a la otra traducción del francés, se nutría de los Upanishads el misántropo amante de los perros, gruñón que nunca alcanzaría el nirvana.

Boceto, que ha tropezado con Jung en la biblioteca familiar, se acepta inmisericordiamente: nada en mí hay definitivo (y después de la muerte todas las definiciones de los vivos son ociosas). En cualquier caso, aún está nuestro hombre lejos de andar, y ser engullido, por las grietas del mundo: se asienta sólido en sus naderías y complacencias sobre un suelo firme: yo también soy otros, muchos más, afirma sin abrir la boca, y Boceto piensa en ellos, se sustituía innumerables veces, y así aliviaba la precariedad de los instantes indeseables aunque jamás cruentos o desoladores, momentos laxos que le sobrevienen a uno a lo largo de su vida, imaginándose mitigaba la mortificación que sentía frente a los diarios parones de la jornada cuando todo quedaba en suspenso (entonces pensaba en él y no se gustaba), pausas nimias, bostezos apenas perceptibles en un discurrir siempre expectante y sin que acaecieran en el tránsito turbulencias de ninguna clase, ningún mal o dolor irremediables.

Me ofrezco a la luz, a ella salgo de mí mismo, y queda bien a la vista... la apariencia sólo. Para mí reservo el alma, a oscuras la dejo. Pues ya lo sabéis todo… amputado de lo que nunca descubriréis

¿Oyes el tiempo?

A veces… pero no son los muertos.

Podrían ser voces las que se oyeran, gritos tal vez, … los tuyos ya aterrorizado de tu nueva, próxima y fatal condición.

¿Y qué demostraría eso salvo su naturaleza de figuración?

Partimos los vivos de realidades comunes y, sin embargo, allegamos a interpretaciones radicalmente distintas entre unos y otros. Imposible creer, pues, en las gentes de cualquier rincón del mundo, copias de copias de copias que arrugadas e ilegibles terminan en el cesto de la tumba: ardan allí todos los papeles inútiles y que el aire disipe en el vacío y el olvido sus cenizas.

Para ser filósofo hay que ser rentista, que es la única manera de disponer de tiempo libre para desmenuzarnos a nosotros mismos sin infligirnos heridas físicas. Por lo demás, aclara el buen hombre, bastan las obras completas de Platón y Kant, una pipa para el tabaco, un perro de lanas (innegable tendencia a lo budista que conviene tener en cuenta) y una pistola cargada encima de la mesilla de noche cuanto te vayas a dormir.

Al final ¿qué conocimiento obtiene un exégeta de la lectura de todo texto filosófico? Tras varias décadas de estudio se da cuenta que sólo entiende (y, albricias, ahora sí perfectamente) las palabras escritas y el abstruso significado de los conceptos que sustentan… pero que nada esclarecen del mundo, la misteriosa concepción que devino su construcción y la sustancia anterior del alma del hombre aún no nacido ni mucho menos el de después, ya muerto, de vuelta a la nada: por muchos libros sesudos que haya dejado atrás su silencio tenaz de su ahora ulterior e invisible nada manifiesta, nada demuestra adónde han ido a parar sus divagaciones… y él mismo.

Entiendo a través de las palabras escritas lo que quieres decirme y entiendo que tú tampoco has entendido nada valiéndote de ellas: entiendo leyéndote que no has entendido nada porque ambos, tú y yo, filósofo y lector, todavía vivos, seguimos sin saber nada de nada de lo que ocurre tras el telón de la muerte.

La filosofía, en el fondo, es como una religión, cualquiera de ellas, aunque sin símbolos, unos dibujos insulsos: fe en unas letras, una detrás de otra, páginas y páginas de innumerable tipografía  lejos de lo divino, que es algo que adjetiva a todos los millones de dioses que seamos capaces de inventarnos.

Nos queda la palabra.

¿Qué hacemos con ella?

La vivisección de nuestro pensamiento que, al cabo, será tan vano como nuestra materia.

Nietzsche se abrió en canal: allí adentro sólo había lágrimas y locura, y también una inmensa piedad por el sufrimiento de todos los seres vivientes.

Se cosió de nuevo, dio un paso, vacilante o no, y se adentró en la realidad hasta llegar al otro lado de ésta, en las nubes. Y allí se quedó mano sobre mano esperando el fin de los tiempos con la mente vacía como un plato relamido por los dioses, colgado y babeante en el vacío, sostenido tan sólo por el cuerpo y sus hechuras pudribles.

¿Tú has leído los siete volúmenes de Swedenborg?

¿Quién? ¿Yo?

Nunca llegarás a nada.

(Nunca se llega a nada a través de los muchos afanes, a diferencia de lo que piensa el vulgo.)

Me gustaba fantasear sobre aquello que dijo Jung: las flores y las plantas son los pensamientos de Dios… Pero ¿cuál de ellos? Una confesión del repertorio de seducción que Boceto solía utilizar como arma arrojadiza en el transcurso de sus duelos amatorios cruzados con sus cultísimas amantes ocasionales. Podría seguir el fulano infinitamente, pues hay labia, y como a todo don Juan Tenorio español de pura cepa los prolegómenos son los que le excitan: habito en un torreón junto a un lago de aguas apacibles, he prescindido de la electricidad, tampoco hay agua corriente, cuido del hogar, me aprovisiono de leña y extraigo el agua de un pozo cercano, preparo la comida, leo en la noche a la luz de los cirios sagrados… Todo esto me hace un hombre sencillo, que es lo más difícil de ser en el mundo, alcanzar tales armonías en las tareas simples, y entonces es cuando del agua del lago cercano surgen voces femeninas que entonan plácidas canciones…

Frente su consorte guionista a nuestro profesor de historia del arte de poco le hubieran valido los plagios más o menos disfrazados tomados de aquí y allá, que aquella se las sabía todas y pobre diablo quien ignorase que era dueña de todas las camas y poseedora de todas las imaginaciones y fantasías que éstas propiciaban. A esta mujercita mucho le daría con la fusta en las ancas herr Schopenhauer, misógino y bien avisado: por la mañana libros; por la noche abanicos cuando no trabazones, le escupiría con desdén mirándola derrotado de antemano de arriba abajo, comprendiéndola díscola y lúbrica, de imposible seducción e incorruptible ante las bobaliconas artimañas de un varón tan endeble, de picha floja y enrarecido por filosofías estériles y arrogante y vano como él.

Los mil relatos de un año quedan en uno solo: el que sale a la luz. Los que quedan detrás de los telones del teatro o de la barraca de feria los engulle la oscuridad al igual que hace con los recuerdos de los muertos.

Seleccionemos.

¿Qué dice vox populi?

Mejor latines y hasta latinajos de vox patricia en el 78, que las masas andan muy descaminadas y a lo loco, confundiéndolo todo, ruidosas y sin un propósito fijo ni atinar certeras a nada, amenazantes de invadir la casa de tu madre y romperle los jarrones de porcelana o los pastorcillos de Lladró.

¿Qué nos cuenta El País?

(Todo no puede contarlo: hay ángulos muertos, aunque partido de cualquier cosa puede sacarse: un adjetivo aquí, un sustantivo allá, un pie de foto, un se dice… Y así vamos de bien.)

Un tipo ha llegado al Polo Norte viajando solo en un trineo tirado por perros.

Por esas mismas fechas, o parecidas, el cronista morcillea implacable (ni siquiera le es preciso como en otras ocasiones cuando le zurraron la badana por bocazas parapetarse detrás de sus gafas de miope, puesto que retoza sobre la tumba de un muerto) en su columna con don Vicente Blasco Ibáñez y una de sus novelas que leyó en su juventud al descubrirla un día que, sin escuela ya y todavía sin trabajo, andaba revolviendo en el cajón de la ropa interior de su madre y que, al parecer, la visualiza ahora en la sala de estar de su casa (sala de mirar, la llama él) en forma de telenovela. Tilda al insigne novelista valenciano de guionista de Hollywood (nunca lo fue) y lo califica algo sorpresivamente de un Balzac rudo y chufero (más bien fue un Zola impetuoso y a veces pasado de rosca folletinesca). Y todo esto ¿a santo de qué? Pues, señor, que al cabo el atrabiliario columnista se nos revela como inveterado televidente… a escondidas, colmados no sin envidiable facilidad los folios diarios de la crónica esnobista o cualesquiera de las que se tercien en la jornada.

¿Y qué nos cuenta el mundo de a pie descalzo o el de las páginas satinadas?

Todo en su sitio, se repite insistentemente Boceto mientras disecciona con los ojos las aceras y sus transeúntes. ¡Qué lejos se halla, o eso cree al menos, de ese instante definitivo cuando las cosas y los hechos se vuelven del revés y enseñan criminalmente las costuras: negación, ira, negociación, depresión, aceptación… la cuenta atrás.

En el setenta y ocho todo el mundo que es alguien y deambula por los platós de televisión o es confirmado en negritas en las páginas del cronista ha aprendido a comer. Habrá días de bulimia incontenible (todo lo comible del cerdo o del cordero) a oscuras entre las cuatro paredes domésticas a salvo del espionaje rosa o negro, pero en público, el público general que tan bien y con tanta minucia observa a quien quiere crucificar, nuestro comensal se alimenta de una discreción esmerada: corbata bien anudada al cuello, la chaqueta puesta y excelentemente ajustada al torso, las piernas juntas, los codos fuera de la mesa, de primero ensalada, lubina de segundo y de beber agua mineral francesa, nada de postre y durante la sobremesa de diez minutos, ni uno más, un café solo sin azúcar y aromatizado con dos gotas de ron jamaicano. Conversación profunda, dialéctica: ¿En qué tiempos de las primeras luces hallamos esas etimologías? Rojo, la sangre, el azul del cielo, verde la planta vigorosa… Ah, diálogos platónicos…

La sobremesa de Sánchez se hurta de galimatías y le aboca a los grandes enigmas mientras soporta la digestión atroz. Ya anda sobrado de alcohol pero…

El día es como la aceituna que flota en el vermú, podría decirse reflexivo, no se sabe si de adorno o de otra cosa, pero en realidad este hombre tiene la mente en blanco y su habla consigo mismo se limita a conjeturas de una nimiedad léxica casi animal.

Qué dos ejemplares lamentables de la especie humana sacudidos por una extraña energía de la que ni siquiera ellos serían capaces de definir cuando era tan fácil hacerlo: la vida, que los mantenía erguidos, en movimiento, ese soplo que les venía de adentro… hasta que un día dejaba de insuflar aire y la marioneta se venía abajo por accidente o simplemente por cese de actividad, como si fuese un negocio divino o diabólico, daba lo mismo, entonces no importaba nada en absoluto todo aquello que habían alcanzado a hacer mientras estuvieron vivos ricos o pobres, sabios o lerdos y fueron únicos e irrepetibles.

Cada uno ve la vida como un cuadro, a su estilo que es intransferible. Es así como yo lo veo, se defienden todos. La objetividad de la imagen es innegable, pero la visión de cualquier espectador por muy insensible que sea ante ella es subjetiva. Son múltiples las interpretaciones de la realidad, y es sólo un paisaje entre los actos de nacer y morir. Una mirada y, luego, los colores y las formas empalidecen, se apagan y todo vuelve a oscurecerse definitivamente.

Uno termina su lubina y coloca cuidadosamente los cubiertos en el plato, coge del regazo la servilleta y la deposita encima de la mesa, sorbe un trago del agua mineral y mira al infinito, sin expresión ninguna en el rostro, ni la mínima turbación, nada que ensombrezca su ánimo.

El otro aún anda resoplando sobre su potaje de garbanzos, se limpia los bordes de los labios con la servilleta de papel arrugada y pringosa de manchas. Eructa por lo bajo. No le vayan a oír. Se cree un hombre de modales. Cuando termina de masticar, vuelve a beber del vaso de vino negro y espeso. Chasquea la lengua. Parpadea, suspira saciado, mira la nada a través del bullicio de las otras mesas, un embrutecimiento solidario donde se siente bien acogido.

Uno extrae un Players de la cajetilla y le prende fuego con un Dupont chapado en oro. Mientras sostiene elegantemente la taza de café humeante cerca de su boca entrecierra un poco los ojos, se adueña del porvenir.

El otro fuma su Celtas y da buena cuenta del carajillo de coñac que raspa su garganta y le hincha el hígado.

En mil novecientos setenta y ocho los restaurantes y las casas de comidas baratas, las cafeterías y los bares de barrio son auténticos fumaderos donde parte del humo de los cigarrillos se eleva sin cortapisas en el aire denso de voces y alientos, de humanidad empachada y dibuja anillos y volutas sobre las cabezas de los comensales satisfechos y otra buena parte de él en silencio letal impregna de veneno sus pulmones y sosiega tóxicamente el fluido de las venas: el mundo está bien hecho.

Boceto: ¿Por qué tenemos que crecer?

El colegio es la primera canallada. Luego…

Bien, sé tú más canalla que la vida, esa estafa  repleta de sutiles o bastos engañabobos. Adelántate un paso a ella, que se entretenga con las migajas de tus semejantes. Tú, a la tuya sin reparar en medios: ahorrar en los placeres es la peor inversión en la que incurren los necios.

Mil novecientos setenta y ocho, amigos, he ahí al hidalgo Boceto provisto ya de corcel, espada invencible y esplendente armadura de caballero, garbosa figura que se alza nítida sobre el horizonte azul: Deslizaos mortales, no os apoyéis.

Desde antiguo así lo hemos dispuesto: el mundo te lo debe todo sólo por haber nacido; aparta, pues, de tu pensamiento, el miedo, la pobreza, el sufrimiento, la muerte. ¡Sus y a ellos! Todos tus enemigos son de papel, ¡tan fáciles de abatir!, y la muerte, es cosa sabida, siempre sucede a los otros.

Aunque sabes también, y ello, paradójicamente, aún fortalece más tu creencia en los derechos que te asisten, que la vida es ruin y traicionera, que puedes ganarle todas las batallas o la mayor parte de ellas, pero al final doblega tu estandarte, te hiere y en un instante remata tu existencia. Creces, y lo vas perdiendo todo, el radiante sol deja paso al día frío, gris, ventoso, sin nombre y sin fecha, revela tu verdadera condición. Sólo que de momento te ves desde fuera y desde adentro como una unidad imbatible, imperecedera, ¿qué importa que a pesar de la rotunda apariencia que te devuelve el espejo y desvelan los ojos de los otros, de la carne que te visibiliza y los huesos que te sostienen estés hecho del material de la nada? ¿Qué se necesita para comprender la doblez y miseria moral de la época y la caterva de sus políticos? Sensatez. Mira a cualquier anciano incauto y desprevenido con la papeleta del voto en la mano en la cola del colegio electoral, desaliñado o bien vestido, es igual, desvalido al fin: míralo bien a sensu contrario, y sabrás la ruindad moral y el teatro político que se esconde bajo los mullidos escaños y las corbatas vistosas, el blablabla de truhán y sus privilegios de casta de vagos y figurones, de trepadores y caraduras. Sé tú (has aprendido a ser quien eras), deja la patria a los enanos, los trabajos a los perdedores, la pobreza a los idealistas, el símbolo a los burlados.

En las horas del reposo, él era la eternidad, el propio hacedor de ella: no existía nada más que pudiera dañarla.

Encendió otro Players

Engendraba demasiados yos de su yo. A los dieciocho años empezaba a tener un arsenal de armas dialécticas a su alcance capaz de atemorizar a cualquier oponente que se enfrentara a él, y no dudaba ni un solo instante en valerse de ellas, e incluso en exponerlas a la vista antes de la batalla. Que sea el poder de tus enemigos lo que arma el valor de tu brazo… pero le aplicaba el cuento al otro: él se las veía con gentes de variado pelaje pero siempre más débiles que… su arrojo, fáciles de conquistar.

A los dieciocho años era todo él un anecdotario literario (la anécdota es el suceso más divertido de leer de los que acaecen en las páginas de un libro). ¿Literatura?, se preguntaba ya cebado aspirando el humo del cigarrillo, y tramaba rastreando en su interior la respuesta festiva o, al menos, ingeniosa, de sobremesa (diez minutos, ni uno más).

¿Literatura? La del ínclito Borges que sofisticó su concepto al más alto grado de tomadura de pelo cuando afirmó que la forma más perfecta de leer el Quijote es… en inglés.

Nosotros podemos ir un poquito más allá: ¿Borges? El tipo leía a Conrad, polaco que escribía en inglés, en traducciones polacas.

Me leo yo a mí mismo en una tablilla de Uruk, declaró en una memorable ocasión el adolescente Boceto ante la absoluta indiferencia de los que le rodeaban: sobremesa doméstica donde cada uno de los miembros de la familia dirige su desdén más afilado a los otros anclados en su sordera y solipsismo.

Hay que ver lo que da de sí un cigarrillo y una sobremesa de diez minutos.

¿Quién escribió Mi cigarro y yo?

Le da vueltas al asunto. No es preocupante no acordarse ahora. No hay público… en general, luego no hay lucimiento ¿para qué andar con los sesos en la mano?

Divagar permite la incongruencia: divagar, corrigió, es meterse de lleno en lo incongruente, es la ausencia de un ordenamiento (cualquiera de ellos) que te constriña la imaginación, lo que hace enriquecerse al pensamiento y esclarecer lo absurdo, que no necesita de sostenes lógicos: un absurdo comprensible deja de serlo inmediatamente, se achata, te devuelve a la realidad.

¿Desmadejar el absurdo?

Contestar es equivocarse. Toda respuesta es una equivocación.

Más te valiera adentrarte en espesura, allá donde finalmente se halla toda iluminación y también la realidad es desvanecida.

¿Qué nos cuenta El País?

Este año de mil novecientos setenta y ocho es el nacimiento de la nueva España.

¿Quién lo dice?

El susodicho papel. Y lo ratifica en sueltos y gacetillas de más adelante: los padres de la patria lo afirman (que bien merecido se tienen un descanso al mediodía: apartan el borrador y las estilográficas de los mandamientos a un lado, se ponen en pie, desentumecen aliviados las partes, abandonan a paso ligero el regio casón del pueblo y andan al restaurante más próximo a reponer a base de agua mineral francesa, ensaladas, lubinas y aromático café el montoncito de células grises malgastado en el curso de la mañana).

A esta primavera la veo yo rara.

¿Y eso? Llegaron las violetas que, como siempre, brotaron con inusitada alegría, y después le siguieron los narcisos. Todo en su sitio, pues.

 ¡Qué espectáculo, el setenta y ocho!

(Entrada, un chelín. Niños y lacayos, medio chelín.

¿Quién lo dice?

Mr. Thackeray.)

Ya puestos ¿qué ángulo oscuro o muerto de nuestra conciencia zarandea por estas primaveras el esnob diarista?

¿Existe esa clase de esnobs?

Sin duda si él mismo viste y calza, y es harto frecuente en las clases inferiores. Por lo demás, suele ser un esnob relativo. Frente al verdadero poder se achanta y acaba tirando la Olivetti al fondo de un barranco polvoriento.

¿Polvoriento?

Y, sin embargo el tipo, ya endiosado, en Lhardy comía guisantes con tenedor y cuchillo ante el asombro del despensero y la indiferencia del resto de comensales que daban buena cuenta de sus cocidos.

Sólo frente a las cámaras de televisión se permite tamañas extravagancias: si no leen lo que escribes, novelista, al menos que te lean a ti. En el comedor de su casa come con los dedos bajo los ojos muertos de la talla románica de una virgen y delante de un espejo ovalado enmarcado en latón dorado incapaz de reflejar ninguna imagen que no sea la de él de punta en blanco, naturalmente.

Así que un esnob diarista.

¡Menudo elenco!

Muchos otros hay, al decir de Mr. Thackeray, recopilador que nada tiene de esnob y todo su banquete cotidiano consiste en carne fría, cerveza barata y media pinta de Marsala: liberales, respetables de la gran ciudad, militares, políticos, clericales, universitarios, literarios, radicales, los que comen fuera, rurales, solterones, los que invitan a cenar, tertulianos, continentales…

El diarista esnob puede llegar a ser abrasivo… desde una mesa camilla, a salvo en su torreón, tras las faldas coriáceas de su mujer dulcemente prisionera, tan a gusto en su papel de cancerbera que armada de escoba o deshollinador no permite la entrada de intrusos que puedan estorbar la afición del hombre volcado con los dos índices enhiestos sobre su Olivetti. Al gran friolero, fular al cuello, lo tiene entre algodones con sus gatos orondos entre los pies calzados con botines, bien cerradas las ventanas al invierno, a la primavera... Demasiado ha vivido (y vive) a la intemperie de donde extrae sus negritas para dejarlas abiertas y que entre el vendaval villano y callejero en el sancta santorum del celebrado estilista.

Aquel que admira mezquinamente las cosas mezquinas. De tal modo se definió en una ocasión al esnob.

Y si hay tribuna donde exhibirse…

(Ve, pues, entonces, y paga no sin ilusión medio chelín por el espectáculo.)

Ya que nos inmolamos día a día sin poder evitarlo y a despecho de la condición que fuere, seamos afortunados o desdichados, ricos o pobres, hacendosos o haraganes, hagámoslo en la trivialidad de la comedia humana y en los actos más fútiles que registran sus marionetas en todo momento colgadas en el vacío bajo la amenaza de una muerte que siempre, más tarde o más temprano, vence a la vida.

El esnob diarista ha recibido en su casa a un colega que llega cargado con la frivolidad de un millón de muertos a la espalda y un cuestionario en la mano: otro que quiere que le escriban el libro los demás mediante respuestas inteligentes al montón de sus preguntas banales disfrazadas de cuestionario.

¿Qué piensa usted de don Francisco Franco Bahamonde?

(Pero ¿éste que se ha creído?)

¿Qué porcentaje voy a sacar yo de todo esto?

Ante el silencio altivo y también algo culpable del entrevistador, el cronista, que responde con cierta mofa al interrogatorio, nos cuenta su venganza… incruenta: a pesar de que es la hora del té, no le ofrece absolutamente nada, ni café, ni cocacola, ni mirinda, y mucho menos un té, que hasta hay que encender un fuego.

Buenas se las gasta él.

Al día siguiente, tres de junio de mil novecientos setenta y ocho, acude a una feria del libro a vender los suyos con la adición de la firma como si vendiera escobas, que así los compran.

Los gatos son mucho más elocuentes que los libros, le dice a un colega para disimular su evidente consagración popular.

¿Qué nos cuenta El País?

1. Secuestran al niño que hace pis.

2. Un verdadero socialista nunca es marxista, afirma uno de los políticos futuribles a liderar el gobierno... siempre que suelte ese lastre obstaculizador y pecaminoso que impide atraer el voto de las buenas gentes de la clase media atadas a su propiedad.

3. El presidente afgano Dau Khan ha sido derrocado por un golpe militar encabezado por oficiales del ejército. Khan y gran parte de su familia, incluidos niños, mujeres y ancianos han sido inmediatamente fusilados antes de que escondan el tesoro en una de las áridas llanuras próximas a Irán.

Boceto con un pie en la universidad y el otro brujuleando por la rúa donde los acontecimientos, donde algún suceso mujeril acaece, donde toda oportunidad tiene su asiento para un joven con los sentidos bien despiertos:

Sin embargo, flaquea a veces, ensueña, se deja llevar por ese futuro de  mil años que tiene ante sí, percibe la realidad como en un negativo, a la espera de que llegue a sus manos por arte de birlibirloque un líquido revelador y la configure, en color o en blanco y negro, que da lo mismo mientras pueda agarrarla por el pescuezo, en su definición más nítida y en sus tonalidades justas: los ojos del jaguar.

Un planeta soñado escondido entre los soles más próximos a la Tierra azul: un cielo de un verde sutil, un verde de bellas transparencias, donde el agua es dorada y la única vida que brota de su suelo sin pisadas de animal es vegetal menos él, Gran Humano en busca de la Gran Humana, imagina fantasioso una minifaldera con las  piernas al aire en la calle o se imagina él tras el culo de la criada entre el pasillo curvo, la cocina y el salón.

¿Ningún insecto polinizador? ¿Basta el viento para transportar por el aire verde las semillas germinadoras?

Basta con que el gato sea inteligente y locuaz, pero dicharachero y hasta algo estrafalario en su conversación: un gato ilustrado sería algo realmente pedantesco, burlón y desdeñoso y a duras penas soportable, abunda en su comentario el diarista con el bic firmador en la mano mientras el colega aún no ha desenroscado el capuchón de la estilográfica: éste no vende ni una escoba, el pobre, háblale de gatos, de dragones si es preciso con tal de que olvide su miseria de escritor y no repare en la pujanza de tu condición, asómbrale con tus desplantes de consagrado:

Y en plan macho alfa de las letras patrias le suelta al colega: Mañana, tío, voy a escribir un artículo aconsejando a las niñas de catorce años que le den al porro, al sexo y al rollo. ¡Qué coño!

Lo hizo: 4-6-1978, domingo, día del señor, a carcajada tendida (?) lo escribió valiéndose de un mensajero reivindicativo en forma de colegiala de ojos brillantes, labios húmedos y lengua suelta con la camiseta mojada y en shorts.

El País nos lo contó, le reían las gracias al esnob, y no por lo bajo, a mandíbula batiente (?).

Treinta años más tarde habrían acabado todos ellos y sus huesos calcinados en la hoguera inquisitorial del feminismo y en la otra pira no menos radical y chamuscadora, siempre encendida, a punto para quemar en un instante la transgresión que fuere, de la cultura biempensante.

Tenía que haber escrito esa columna con un código especial, como el que inventó Leonard Woolf cuando escribía en su diario sus confesiones más íntimas: en él utilizaba símbolos ceilandeses y tamiles en lugar del alfabeto inglés.

¿Y qué tiene que ver el señor Umbral con Ceilán, los trópicos y las selvas?

Ese tipo era un verdadero jaguar, la sociedad de las negritas su jungla y las garras bien afiladas y los colmillos prestos en todo momento al degüello.

Era miope, un culo de vaso escondido entre los faldones de la mesa camilla: nunca hubiera distinguido en la selva tan verde un árbol de un matorral, una serpiente de un ave, un mono de una rama.

Veía a través de sus perversiones, de sus apetencias acechantes y felinas los perfiles más nítidos de un mundo nada platónico, próximo y muy sólido, accesible del todo, donde meter las zarpas sin el menor remordimiento: el mundo me lo debe todo sólo por haber nacido.

(Y ni siquiera tenía una espada de madera: sólo una pluma…)

Unos se imaginan a través de imágenes estáticas o dinámicas, como en los sueños, un mundo estrambótico que juguetea con el revés de la trama; otros, mediante la infinita combinatoria de las palabras devienen metáfora de sí mismos, de manera que da lo mismo que las ventanas por donde mirar la calle profusa y sus acontecimientos estén abiertas o cerradas.

Lo peor es sentirse irreal, ausente, viéndose tan innegable, evidente, en el espejo.

(Lo pienso en serio, me dice Boceto en un aparte, pero lo digo en broma, advierte.)

Para ahuyentar las menudencias de la vida convencional, la de los otros, y codearse con ellos (algo inevitable) deje de ser un fastidio está el alcohol, que asimismo alienta la audacia, ilumina (o apaga) la noche y estimula las reprimendas del plumilla: mero fermento todavía para Boceto, una droga bruta para Sánchez el vigilante, el destilado de un poco de asquito para el cronista, que descree hasta de su función de director de pista en el callejón del gato carpetovetónico y que a duras penas logra desembarazarse de las jorobas malditas del pasado que carga a la espalda, la muerte a deshoras de la madre, la muerte del hijo, la ausencia cobarde del padre: de poco valen las regalías de un presente bienhechor pero colmado de las heridas pretéritas, y el cinismo ni siquiera es una vía de escape sino un parche en un ojo que no impide ver la losa de su realidad de hombre temeroso y ya inacabado: lo que escribe no es una literatura moral, es pura frivolidad muy bien adjetivada, y él lo sabe; luego el desayuno perfecto, por ahora, es un trago de whisky con soda y un par de optalidones: el mundo está ahí afuera, que ni le roce, le basta su Olivetti, livetti,no tiene necesidad de verlo, tiene a su alcance lo que la mente, el espíritu y su experiencia han aquilatado desde que era un adolescente en espera y leía durante toda la mañana los libros de su madre en una cocina desangelada de luz declinante: una epistemología del ser humano y su entorno social (todo es para nada) que le nutre a la vez de escepticismo, distanciamiento y del instrumento bien dosificado de la banalidad.

Muerto Sánchez y muerto el esnob, Boceto, aún vivito y coleando en el dos mil ocho (Everybody grew a belly, cantan en los pubs), sí era un hijo de la medianoche. Atormentaba a los Charlie con su enciclopedismo parlanchín pasado de moda, o con lo que espigaba con una mueca de desagrado pero con los ojos bien abiertos en Internet: la farfolla gárrula y untuosa del bebedor pacífico que aparta de sí el tiempo a manotazos.

Charle ¿tú sabías que fue un alquimista árabe quien por vez primera destiló alcohol?

(Y mira como han acabado ahora los hijos del desierto: bebiéndolo ocultos en el agujero más oscuro de un bazar, a escondidas detrás de la panza de un camello o vestidos a lo occidental en los lujosos salones de luz de miel y ámbar de un hotel internacional rodeados de compradores de petróleo.)

Alkhul… y de ahí al brandy, al gin y al agua pequeña, al vodka que te va directo al alma como un misil (y no explota, qué cosas).

La taberna del sábado noche: bebo, pero no tanto como para quitarles de la boca a mi mujer y a mis hijos su pedazo de pan. Tengamos la fiesta en paz. Ah, la resaca del domingo mañana.

¿Qué de malo hay en al drink antes de cenar?

El alcohol es droga paradójica: uno beben por no tener el dinero suficiente y otros lo hacen, ahítos, por tener demasiado.

Jabir Ibn Haiyan: ese fue su nombre: bajó a la tierra y se dio una vuelta por ella. (Todos los días comienzan así.)

El Gran Padre, La Sombra que discurre entre los cielos negros y fríos, sin piedad le susurra al oído al recién salido como un vómito pestilente de la turbia adolescencia: Tienes más de lo que vales, mierdecilla.

Padre, replica el aprendiz de todo y al que nada de lo humano le es ajeno puesto que a ninguno de sus placeres reniega, me das pena. Y remata la réplica como aquél, sin compasión: Has pasado (año del señor de 1978) de los cincuenta. Hueles a viejo. Ese olor como a rancio, a costra reseca, que diría el poeta.

Hijo descastado, se reía el viejo Brell, esta bestia de mi simiente sumará las torpezas de la vejez y no restará ninguno de los vicios que adquirió de joven.

(Nos permitimos ciertas licencias): a los setenta años (año del señor de 2030) el ilustre Boceto vuelve a Shakespeare (empezó a empellones con el bardo de Stratford-upon-Avon a los quince años: traducciones del señor Astrana Marín), ya con el hígado rebosante de grasa a punto de acabar en la bolsa de la basura de la clínica (algo que no nos será dado contemplar, pues a partir de 2008 todo ha de volver a la oscuridad), y se sumerge, ahora en su idioma original, en una retórica que no tiene vuelta atrás ni enmienda posible. Se huele a sí mismo: antes que el polvo o las cenizas de la muerte has de ser un montón de mierda y orines.

Cicerón y Séneca, cuando viejos que ni la toga ni las monedas ennoblecían, mintieron como bellacos. A ambos les llegó la muerte cuando ésta aún no había afilado la guadaña con la que segarles el alma. Se le adelantaron. Uno por mano propia; otro, por ajena.

Pudrirte en la locura o a través de la carne todavía de pie oliendo tu propia putrefacción. Peor aún, si cabe: desintegrarte en el asco mientras andas entre tus semejantes: al mismo tiempo que tus piernas algo invisible se mueve por dentro de ti devorándote día a día, empeñada esa fuerza misteriosa en agujerearte las entrañas hasta salir a la luz y, ya tú mera carcasa, transformarte de los pies a la cabeza en su tumba.

Tu padre, mierdecilla, releía mucho El rey Lear, glosaba las desgracias venideras suyas.

¿Y eso?

El despecho fluía por las arterias de Lear, mantenía alzada su cansada osamenta y preso de la ira, enfurecido desafiaba al mundo, a la locura y a la muerte, has sido tu peor verdugo, has sido víctima de tu disparate, tu sangre no discurrirá por otras venas, el parentesco es una mentira, lo que sobrevive de tu carne y de tus huesos eres tú hecho de aire, de sueños, de recuerdos mudos, de la fantasía buena o mala de los otros supervivientes.

Sentía el abismo de la muerte en derredor sin nada a lo que poder asirse, unos pocos pasos más a un lado o a otro y se precipitaría al vacío infinito sin haber saciado su rabia, y todo sería caer hacia arriba o hacia abajo.

Has deseado aligerar tu despedida del mundo al renunciar a sus goces y dones pero… tu salida se demora y tu desnudez te oprime y ha de llenarte de heridas, recordaba mal Brell el Viejo (a él ya le bastaba la felación sabatina que le practicaba con sapiencia  la niña rosa y las sinfonías desenvueltas de Haydn a toda hora). El mundo, sus dinosaurios y demás alimañas podían irse a hacer compañía al diablo estuviese donde estuviese que, de seguro, les recibiría con los brazos abiertos.

Y Boceto, antes de devolver (o entregar en forma de óbolo) el  espíritu (¡hecho unos zorros me lo has dejado, maldito bribón!, le recriminó el barquero), parafraseaba a aquel otro derrotado: envejezco, padre, pero no maduro.

No hace falta llegar a viejo exaltado para hablar con Blake: Allen Ginsberg lo hacía a los veintidós años.

No hace falta ser viejo para acabar perfectamente derrotado.

(El catalán tembloroso ese, tan mitificado como el cónsul que tanto desdeñaba la poesía gratuita y las coartadas librescas, no se mató para no olerse a viejo entre las sábanas sucias de su piso alquilado en alguna de las callejas malolientes del Raval todavía con la presencia de putas patéticas y gordas y chaperos adolescentes desnutridos en pantalones cortos tocados con gorritas de marinero. Se mató porque uno no puede seguir vivo a partir de los cincuenta sin hígado, ya completamente roto, un estropajo, vamos, pues las maquinitas de los otros órganos dejan de funcionar sin remedio, y tiene muy poca gracia andar por ahí con un buche cosido a un costado donde almacenar las dos botellas de ginebra diarias al empezar la tarde; ya con un par de cervezas en el desayuno consistente según la tradición en pan untado con tomate; unas cuantas copas de bourbon en los entreactos matinales y tres copas de buen vino en el almuerzo: buenas noches y buena suerte –muerte-.)

Nos vamos entendiendo, poeta... y demás discípulos tuyos.

En el mundo de las drogas estimulantes las manías son persistentes en pos de la grandeza que más tarde o más temprano acaba disolviéndose en el polvo junto con otras ínfulas, coronas y oropeles.

Balzac abandonaba la cama a la medianoche, y en plena oscuridad se ponía la cogulla, afilaba la pluma de cuervo y sin solución de continuidad escribía a la luz de seis velas diez horas sin interrupción espabilado por una metódica mezcla de granos de café absolutamente venenosa al parecer: borbón, martinica y moka: cincuenta mil tazas de ese brebaje terminaron reventando un corazón demasiado humano que también anhelaba la grandeza a través de las correcciones (literarias por encima de cualesquiera otras): no vimos su cabeza blanca y envejecida como la de Lear, quien fue personaje –trágico -antes que autor, poema –épico- antes que poeta.

Cada uno aligera la sangre a su modo, que fluya a su aire dentro de las venas y arterias, que el cerebro arda o se sosiegue a conveniencia.

El sol también es una droga para el hombre infeliz, lo retiene de pie sobre la tierra, sostiene su desdicha de tal forma que le aleja de la solución más drástica a su pesares.

Sé de un establecimiento de fachada minimalista sito en la Valencia más luminosa donde venden treinta y siete variedades de helado. Tales potingues y sus mixturas misteriosas no han de ser droga menor.

En mil novecientos setenta y seis durante una de sus jornadas en la biblioteca familiar el escrutador Boceto encontró entre otros libros de encuadernación apestosa Peyote Poems: al abrir sus páginas de ruin papel amarillento voló al suelo una nota manuscrita en papel cuadriculado de JD.: Fuera de los opiáceos que causan adicción, las drogas experimentales potencian la mente y la liberan de las tinieblas, son… comunicación: mescalina, hongos, marijuana, LSD, hashish.

Unos le dan al mescal; otros, a la coca-cola o al helado inverosímil.

Adán y Eva sin taparrabos, todavía sin pudor ante la desnudez recíproca, paseaban entre los verdes y brillantes prados de marijuana que inocentemente crecían al sol bajo un cielo en verdad azul.

Drogas más sustanciosas por ser ingesta menos grosera y más espiritual nos la proporcionan el improbable Lao Tse, Buda, Confucio, Cristo…

El vinazo nocturno de Sánchez presagia su destrucción no tanto por la misma letalidad de sus ínfimos componentes como por su bruta condición narcótica y epilogal previa al colapso social, moral y físico definitivos al que se había visto conducido muy temprano en su existencia. Pero una degradación ajena a la propia voluntad, una caída, nunca es repentina, al contrario que un trastorno mental, una alteración psiquiátrica, que pueden sobrevenir de forma abrupta de la noche (horrible) a la mañana (odiosa); sin distinciones de clase todos los niños-Sánchez, legañosos o no, con los oídos sucios o no, mientras van creciendo y se transforman poco a poco con inevitable fatalidad en adultos malhechores, violadores o criminales irremediablemente, la ven venir, oyen sus pasos inexorables hasta llegar a ellos desde que tienen uso de razón, y comprenden perfectamente que antes o después caerán, estaban programados por el diablo, o, peor aún, por el dios, para despeñarse al fondo del abismo.

Nadie es libre, ni siquiera aquel que escribió el día más alegre de su vida que estoy sin dinero, sin recursos, sin esperanzas de ninguna clase, soy el hombre más feliz del mundo. Es fácil imaginar que clase de droga alimentaba su inconsciencia, dirían Brell el Viejo o Brell el Joven, tan atentos a sus menudencias librescas. Ninguno de los otros dos, el hermano mayor y el hermano mediano, echarían mano del cinismo para desmentir oxímoron tan reiterado y llamativo.

Siglo veinte (y diecinueve y veintiuno) cambalache…

Suerte has tenido, mierdecilla, de no ser un niño-bomba, un niño-obrero, un niño-esclavo, un niño-puto, un niño-mutilado por una mina, un niño-soldado con doce muescas ya en la culata de su fusil… ¿Existe una norma lógica que presida el comienzo y el fin de un ser humano?

Qué me importa a mí el niño que fui, todo eran idas y venidas, atrevimientos rapaces y mentiras: el pasado está lleno de sucesos ruinosos, escombros, trapos deshilachados, informes retales de pensamientos a punto ya de pudrirse definitivamente. Todo, incluso lo perfecto, allí huele a cosa usada, a rancio, a viejo y sin duda a muerto, puñados de estiércol que en los casos más afortunados sólo sirven para fecundar en la oscuridad las sinuosas raíces del presente.

Si el pasado te coge del pescuezo no se anda con chiquitas: andas que andarás por las aceras taciturno y temeroso bajo una máscara pordiosera que te irrealiza, te mueves por el mundo como si te pensaras expuesto a cualquier bala perdida, a la zarpa sanguinaria de un destino ciego: el pasado es una droga dura que coarta cualquier revelación del ahora, desangra hasta tu mismo presente.

A Boceto, libérrimo transeúnte durante el día y a noche, se le ocurre que, sin ninguna atadura por arriba ni por abajo, es como aquel personaje, aunque a la contra, de Conrad: empezaba a considerarse científicamente interesante: también la palabra silenciada o en voz alta es una droga, se dice en su caminar.

Poco me importa a mí el niño que fui, tuve que serlo fatalmente de aquella única manera para conseguir el único adulto que creció desde aquél (imperfecto, incorregible). ¿Quién puede imaginarse la infancia del viejo y residual tonel Falstaff, su retórica posterior tan provisoria de placentero esparcimiento, viandas y lujurias? Ya era disfrazado de niño el que sería, un barril en el que cabría de todo hasta terminar haciendo agua.

¿Qué nos cuenta El País?

En Brasil es detenido el antiguo jefe de los campos de concentración de Treblinka y Sobibor responsable de la muerte de más de 250.000 personas.

Y en esa noche larga y salvaje bajo la oscura luz del sol, no chistaba ni Dios (al decir de aquél, uno, cualquiera).

Totuum Revolutum.

¿Qué son los setenta?

Parte de ese puñado de estiércol que ha fertilizado la tierra de dos mil ocho que holla Boceto en su búsqueda de vírgenes a las que sacrificar y sueños donde meter su abyecta realidad: lástima de tipo, tiene las palabras pero nunca hallará el orden de colocarlas: lo descubrió al leer a Joyce y a otros de esa calaña. Se libró de la pluma: a otro perro con ese hueso.

Treinta años para capturar a un viejo nazi que los dioses y los demonios habían tomado bajo su protección, que ya no era nadie pero que fue un asesino de masas (y creció del niño que fue a quien le gustaban las cerezas y el olor a lavanda de las manos de su madre).

¿Tú sabes lo único que le sobraba a Goya en su maltrecha, malhumorada y asquerosa vejez?

¿Quién? ¿Yo?

La voluntad, sólo ella le sobraba: antes de expirar alzó la cabeza sobresaltado como si, al igual que a Beethoven en ese trance, le despertara un trueno, salió un momento de la modorra previa a la muerte y vio con extrañeza en su mano, asido a los dedos rígidos y cuarteados, algo que no pudo entender para qué servía: un pincel.

(A la hora de morir, gravosa o no, todos volvemos a sentir los dolores antiguos:

A mediados y finales de los setenta Vietnam ya había dejado de ser un tiro al blanco para cualquier ejército extranjero que no quisiera perder el tiempo hundido en arrozales  y los vietnamitas empezaron a matarse entre ellos acatando con sañuda aplicación el preámbulo inevitable de toda revolución y sus exterminios: eliminarse unos y otros en base a un galimatías marxista-leninista excesivo a la que la contracultura y la progresía ilustrada del otro mundo capitalista le dieron de inmediato la espalda, aunque todavía se mantenían en candelero el Living Theatre, el LSD, la canción protesta, el mítico 68 y sus eslóganes infantiloides, Henry Miller, un ramo de flores, el cine en blanco y negro, Allen Ginsberg y el incombustible Bob Dylan, que sigue cavilando en nuestros googlenianos días de dos mil ocho acerca de la identidad de mister Jones y su ignorancia y perplejidad seculares, algo que tampoco le quita el sueño, pues Jones duerme como un bendito.)

En mil novecientos setenta y ocho el infiel español también puede ser un héroe e inmolarse frente a las porras de los grises, la tremebunda extrema derecha ibérica o los guerrilleros de Cristo Rey: 70 mujeres hermosas y complacientes te esperan en el paraíso, llevas contigo la llave que lo abre aunque aparezcas ante su puerta de rosas con un balazo en la frente o con el pecho destrozado por una bala dum-dum.

¿Adónde vas?

Hacia la muerte.

¿No tienes miedo?

No tengo miedo a nada. Tengo la llave que abre las ocho puertas donde me esperan ríos de leche y miel y las más bellas de las huríes.

No tenía miedo a nada el joven sindicalista barbudo con la llave de la revolución en el bolsillo, de modo que, tras unos minutos de discusión con un policía nacional, murió al recibir cuatro tiros que éste le propinó con su arma reglamentaria: desde su propio paraíso de campos de golf y cotos de caza aún le guiaba la mano criminal a más de un recalcitrante matador de contestatarios Aquel que fue Nauta, Estrella y Timón de la Patria.

Ah, mierdecilla, suerte has tenido que tu madre y yo y los ogros de tus hermanos no te hubiésemos arrojado en tus más tiernos años a las ruedas de un automóvil americano, un haiga, pongamos por caso, conducido por un viejo magnate y cobrar una buena indemnización por tan desgraciado accidente. ¡Qué sabrás tú de los astrosos años sesenta españoles entre sotanas, subdesarrollo hortera de tergal y televisión en 625 líneas!

¿Qué quieres ser de mayor?

¿Además de eterno?

Además de esa pretensión tan razonable.

Pues, no lo sé.

Terminarás cosiendo balones o encadenado catorce horas al día a un telar de alfombras… si hay suerte, de lo contrario acabarás de niño-puto en la calle Patpong o de niño-soldado atiborrado de marihuana, anfetaminas y valium con un AK-47 en las manos asesinando por conveniencia de los adultos a otros críos de tu edad. Espabila.

¿Qué tal profesor de Historia del Arte?

Magnífico. Algo del todo inocente. ¡Sus y a ellos!

Progresista y joven también fui yo, y hasta incansable lector de libros hoy del todo impublicables: la mentira me ha hecho llegar aquí y, ahora, la verdad me hace triunfar, se dice asombrado el ínclito Boceto.

¿Qué no nos cuenta El País?

A mediados del año internacional del criminal el criminal experimenta una angustia recurrente cada amanecer: se cree un inmenso insecto (el abdomen es abultado, aparencialmente casi se come a su vez el tórax, y por la parte superior lo corona un rostro que distingue perfectamente como el suyo con la boca abierta enseñando unos dientes amarillos y puntiagudos). Un insecto, y eso lo presiente él, que se devora a sí mismo cada día, cada día un poquito más: un poco de brazo, dos dedos de un pie, un poco de pierna, un bocado de muslo. Despierta sobresaltado en la cama de la pensión, siempre al mediodía, envuelto en una atmósfera de color ceniza oscura y un olor raro, como a ropa vieja, a su propio cuerpor sin lavar. Es un mundo kafkiano. Pero él conoce muy poco del mundo, del siglo, que diría un eremita o un monje de claustro, y el adjetivo kafkiano le suena a chino porque no significa nada para él.

He aquí el primer pensamiento recurrente del día de nuestro héroe Boceto: He pagado lo que tenía que pagar al nacer. Ahora, el mundo es un bufé libre del que cojo lo que se me antoja de él y me hincho a conciencia, con todas las de la ley, aunque luego tenga que vomitarlo enterito a la hora de mis oraciones.

Una madeja de tupida e impenetrable materia se interpone entre él (Sánchez, Boceto…) y el destino, que no es sino el amanecer oscuro al que uno abre los ojos cuando despierta todos los días (sea mañana o tarde o noche). Y luego otra mañana de luz desmayada y sucia o pujante y rabiosa, el mediodía inquietante, la tarde eterna… y otra vez la noche.

La vida… (Ese bollo no vale el coscorrón: Sánchez, abatido y muerto en su propio charco de sangre.)

Si al menos tuviera uno quinientos años por delante, como el tiburón de Groelandia... ¡la de cosas que podría modificar, incluso retroceder el tiempo antes de tu destino fatal!

(No estarías quieto ni un minuto: si te paras también mueres, tiburón.)

A lo mejor (¿o es a lo peor?) el secreto lo tenía el rufián de Villon: no comer higos ni dátiles. La limentación es un asunto muy serio, bien en beneficio o en perjuicio. Uno es lo que come (y tiburones hay que han de engullirte en un santiamén).

Se abre el día, y a su alrededor todo permanece cerrado, el mundo es un coto vedado para él.

Sánchez cree que ya es hora de precipitar las cosas, de alterar el curso anodino de la mediocridad y la miseria encubierta de comida menestral, vinazo de desesperado y los pocos billetes de semanada que sirven para pagar una esperanza falsificada y hasta frustrada por la espera y la falta de soluciones. Tiene una misión: la salvación de la mora y la suya propia. Ahora bien ¿ha de ser el destino el que ponga en sus manos el intrumento de la liberación de los dos?

¿No hay en él, todo un hombre, fábrica suficiente para desmontar el tinglado de la mala ventura y edificar con la sola fuerza de sus brazos el futuro halagüeño para ambos, la mora y él?

El río malo de la vida los ha hecho náufragos, los arrastra mezclados con desperdicios, carroñas e inmundicias a un final incierto, los aparta de aquella existencia fácil donde no rige ni la humillación ni el desamparo, los arroja a un lado, al basural anónimo donde las ratas beben del lodazal y se devoran unas a otras.

Y allí, fuera de todo, sin ratas a la vista (ellos son las ratas) chapotean en un mundo sin orden ni ley en el que impera la fatalidad. Si no hay recompensa no hay culpa; lo moral, sus severas ataduras, no es nada: desapareces en cuerpo y alma entre la luz del sol y las tinieblas, eres como un fantasma que desconoce el bien por no haberlo poseído nunca y sin embargo eres conocedor del mal que te ha perseguido con saña desde que te alumbraron al día o a la noche de la lucha por la vida.

Hay tipos, tan distintos a ese melifluo, inútil y bienintencionado de Comisiones Obreras, que podrían allanar las cosas. Tipos a los que define su efectividad y no se andan con miramientos ideológicos de ningún tipo. A la vida se la coge por los cojones hasta hacerla hincar la rodilla ante ti, decía Gómez, su compañero de chabolo, un pobre diablo, un robaperas que nunca supo nada de nada pero al que quizás no le faltase razón en esa ociosa baladronada propia de reclusos toscos y sin pedigrí notable: huir del horror de la carencia debería ser el primer mandamiento del mal nacido.

Boceto:

Mis piernas son como raíces. Me gusta estar atado a un sitio: no te muevas que es peor.

Sánchez:

Se mueve en arenas movedizas, en un espacio todavía sin cartografiar.

Vibra en el aire una amenaza oscura, una inquietante inmovilidad de la sangre, del alma tuya, que paraliza los sentidos: sólo tienes un hueco en el lugar del corazón y sabes que no hay vuelta atrás... y sabes que vas a perder, que estaba todo perdido de antemano.

Boceto, cual Drácula urbanita del montón y con una copa en la mano, puede convertirse sucesivamente sin perder en absoluto su forma humana en rata, en lobo y en murciélago.

¿Sabes? Es un juego, unos ganan y otros pierden. Yo, queridos, me mantengo al margen de unos y otros. Yo, vamos a decirlo de ese modo, sólo juego… sin apostar jamás.

Ah, Boceto, ni siquiera a las espaldas (ni en ningún otro sitio) una conciencia anfibia: la mejor vida en este el peor de los mundos.

Sé presto. No apresures tus días, pero enciéndelos con la codicia más voraz, hasta feroz, apúralos hasta las heces (sean bíblicas o no).

La vejez te roba todo y no te da nada a cambio. No esperes vísperas de ella para los cumplimientos, que no ha de faltar a su cita.

Vejez fiera y traidora… se lamentaba la bella armera.

(Eres la taza del váter, mierdecilla, un hombre huero donde los demás deberíamos mear, cagar y vomitar, le susurraba conteniendo la risa el Gran Progenitor cuando se lo cruzaba en el pasillo curvo... El mundo siempre le cae encima a algún niño inocente y desprevenido: aunque pronto le crecerán las uñas, afilará los incisivos y la espada de su edad, el recuerdo burlón, han de matar al ofensor.)

Peores otras ofensas lejos de la socarronería paterna: el desprecio y el olvido al que te condenan. Alguna vez se habrá dicho, pues no hay nada nuevo bajo el sol, pero a Boceto en abril o diciembre o julio de los corrientes no es que no le hubiera importado vender a su madre, es que la habría regalado.

¿Sabes, Charlie? Tengo todos los libros que quería.

¿Todos? ¿Incluso los que no están escritos?

Esos los escribiré yo. A estas alturas sólo quedan ya un par de ellos por escribir. Los demás que se escriban a partir de entonces no serán nada más que repetición, disimulo y torpeza. Sé de lo que hablo, Charlie…

Oiga, amigo, ya es hora de que se entere que me llamo Sancho.

Una noche, de agotado que estaba de filantropía administrativa, Fiodorov soñó que ese hombre extraño y desamparado, Sánchez, era una lechuga.

¿Serás capaz de matar y comerte una lechuga? Una lechuga también es un ser vivo tan inocente como un pollo o una sardina. Sé jainita, no destruyas ni devores una planta que grita en silencio bajo el sol al sentir tu amenaza. Pero ¿qué hacer con él, con ese hombre-lechuga?, ¿qué hacer con esa turba de desgraciados, con esos parias de la tierra, con esa famélica legión encharcada de Varón Dandy?

En la nada se ha abierto una grieta: te vomitan a la vida: ya se cerrará aquella por sí sola, caerás por ella, te engullirá de nuevo.

Si fueran poetas o artistas… Villon, al igual que Caravaggio, desaparece en la niebla… o mejor en la bruma del crimen.

A través de las palabras cualquiera sabe mucho de muchas cosas. A través del pensamiento te bastan los dedos de una mano: Wittgenstein, el gran pensador tan escéptico, se descolgaba en sus escritos con enigmáticas cautelas: Cuidado con Brahms, puede llevarte al suicidio (?).

Tales crónicas… de hombres bien cebados llámense JD., Fiodorov o Boceto y acábense de cualquier modo.

Un cielo hosco y sucio de color hasta podrido.

¡Qué poca gracia tiene este día!, se lamenta el paria al anochecer camino de los escombros de sí mismo.

Desorden yo y el mundo a pesar de los códigos, las disciplinas, las leyes físicas… Totum revolutum.

Sánchez está listo: empieza a cavar con las manos su propia tumba aun en el espejismo de los días y sus sociedades trabadas al albur: amores, trabajos, ocios, goces: no hermano celestial, sí hermano terrestre… tan nacido de la tierra excremental.

Sánchez, para seis mil millones de testigos (y tantos miles de millones como él en este infame mil novecientos setenta y ocho en forma de puñal): un objet trouvé rodando anónimo sobre la redondez del planeta hasta darse de bruces con la tragedia.

El Cronista Indomable, nacido a oscuras en Madrid y educado a la luz en Valladolid, doctor en letras varias y en todas ellas pródigo en lucimientos.

Sánchez, brotado de la tierra más negra, doctor en mierdas y graduado en pujos.

¡Qué ejemplos del solar patrio!

¡Qué extremos cada uno en su disparate!

(Como el poeta hermético, más estoy para veras que para burlas.)

Una gran feria de las vanidades tras las espaldas bien protegidas por el calor del hogar del cronista impar que anuda exquisiteces en cheli al por mayor: cambia la cinta de la máquina cada cincuenta minutos: a ojo de buen cubero  se van a enterar éstos, se van a enterar cueste lo que cueste… tres pesetas arriba, tres pesetas abajo el ejemplar.

A la espalda encorvada por el frío y la noche del vigilante de obras todo es en construcción: grandes huecos de cemento todavía sin cristales, sin ojos, escalones a medio hacer que suben y bajan a ninguna parte, tabiques sin voces, suelos irregulares y fachadas sin enlucir.

¿La vida en este el peor de los mundos? ¿Qué sería de todos estos si se quedaran sin costumbres? Hicieran lo que hicieran, se vendrían abajo como peonzas que dejaran de girar: rechonchos palitroques quietos y mudos.

Peor: El tipo es como una noria en un cauce seco, gira y gira al viento sin sacar nada de provecho.

El tipo sabe muy bien el rédito que renta una tecla bien elegida.

La penuria de Sánchez…

Los fastos de una pluma bien pagada…

¿Por qué no una exhortación a la banalidad? Lo trivial y lo trascendental al cabo devienen en nada cada uno por su lado.

¿Y qué nos cuenta el cronista del azar, de la fatalidad?

Prefiere no mancharse las manos ni la conciencia con la dichosa cinta de escribir ni con los futuros trágicos. Opta por el recuento de las costumbres (que tanto ilustran en una columna de periódico) actuales y la confidencia personal incluso íntima bastante extravagante: Yo soy una mezcla de Clark Gable y César González-Ruano, o al menos así se veía él cuando antaño, en la ciudad levítica. Pero lo que el esnob de verdad hubiera deseado en el fondo de su alma sonora de tinta era haber devenido una especie de aborto de poeta entre Pablo Neruda y Jorge Guillén.

Una oda interminable a sí mismo. El tipo se celebra en negritas día a día, se canta y no por lo bajo.

El otro, el tipo de la penuria permanente, ya es pasto del desastre definitivo y de las malas intenciones aunque no supiera hacer buena literatura por culpa de los buenos sentimientos que profesa a la mora Fátima y porque es hombre de pocas letras y mínimos números y hasta despreciativo de ellas y ellos.

Hijos de Sánchez… de aquí y acullá.

Empujado por la mediocridad o la absoluta orfandad cuantas locuras, equivocaciones, pasos en falso y disparates llega a cometer uno sin calcular su impotencia para mejorar su situación: vivir en una constante irrealidad.

Post coitum tristitia: bajo la luz mortecina, sucia y tristísima examina Sánchez sus pantalones deformados sobre el asiento de la silla, la chaqueta que cuelga del respaldo, los zapatos oscuros en el suelo junto a la cama, a la mora en bragas ajustándose con mano sabia las copas del sostén a las pequeñas tetas, el tétrico espejo encima del minúsculo lavabo que sólo semeja reproducir sombras, algún vago detalle… ¿Saldrá adelante la maquinación que urde? ¿Bastará para salvarlos a los dos? La angustia aún envilece más la postración física que siente. Y sin embargo…

(Como decían en aquella película –como decía la mujer fatal que en ella aparece- el tipo lo quería todo y no descubrió hasta el mismo día de su muerte que eso, todo, era demasiado para él.)

Están cambiando los tiempos

Alguna viñeta de La Gran Tira Cómica anda descolocada, como fuera de guión, aunque esté precisamente en su lugar exacto y hasta con los bocadillos precisos: la muerte a tiros de un pobre desgraciado, un expresidiario irreductible (?) ahogándose entre los vómitos de su propia sangre con una pistola de tebeo en la mano.

(Camarada Fiodorov, te escribiré ese final en charta vitulina.)

La imagen diurna o nocturna que le devuelve el espejo a Sánchez no tiene nada que ver con él, se dice escrutando sus facciones hasta que deja de reconocerse a sí mismo y empieza a oler a moho a su alrededor  (o él no tiene nada que ver con el rostro en el azogue, lo cual sería todavía mucho peor).

El mundo está ahí, al alcance de tus garras, échale la zarpa, no se merece otra cosa, coge lo que te sea propicio, lo que se te antoje, de nadie es propiedad (es de todos, anuncia a los parias de la tierra Fiodorov con voz mitinera en su gira electoral y ecuménica por las plazas de toros donde se termina de apuntillar al animal).

El mundo es muchas cosas a la vez, descubre Boceto todas las mañanas sin necesidad de mirarse en el espejo o echar un vistazo a su alrededor (extrañamente las paredes tan elegantes e incluso él mismo, tan sabiondo, despiden un olor a moho que enturbia cualquier pensamiento).

El cronista, circa 5/1978, revela sin melindre ninguno, y por su cuenta, que la verdadera magnitud de la época es el aparato genital masculino: lo peor es que esa desnudez tan chocante se exhibe en los teatros y la butaca cuesta… ¡quinientas pesetas!, de modo que uno se da de bruces no sólo con el espíritu de la época sino con la prosaica (e injusta: los suaves volúmenes y los orificios excretores de las damas no sobrepasan en mucho las cuatro perras) realidad monetaria. Si uno desea extasiarse contemplando a uno de sus iguales en pelota ha de rascarse el bolsillo o ponerse en furia y andar mordiendo sacacorchos como una desatada Highsmith, muy en candelero en aquel tiempo por haber echo añicos definitivamente con sus novelas los múltiples espejos de Agatha Christie.

Ah, el cronista, entre la canonización de Franco y Voltaire: le cabe todo en el diez por cien del cerebro, que al parecer es de esa porción de sesos de donde extraemos toda clase de utilería intelectual para desenvolverse en el gran teatro del mundo. Respecto al primero: mejor en los altares que en la historia (sin embargo, el tipo, tenía trasero para aposentarlo en ambos sitios: Paca La Culona, le tildaba El Fusilador Borracho de Sevilla, su camarada de armas y crímenes durante la guerra civil).

¿Qué hacemos con Voltaire además de leerlo tal vez a vuela pluma, que es como se debe leer a los clásicos asistemáticos del ilustrado siglo XVIII?

Soy muy condescendiente con los clásicos, por eso precisamente, porque son clásicos y han sobrevivido durante siglos a los buenos y malos lectores, aunque reconozco que muchos de ellos, muchas de sus páginas sagradas, son desquiciantes, confesaba pedante el doktor Boceto a algunas de sus amantes más ingenuas que terminaban postradas de hinojos y sin bragas frente a su sabiduría de aluvión:

Querida, me avala el ins abutendi, y de mis derechos y tu servidumbre hago mi ley.

¿Qué hace con el cínico, escéptico y contradictorio viejo gabacho el cronista que de tan original que se tiene incurre en el narcisismo más vergonzante?

Mezclarlo y… anularlo, lo referencia y lo disipa entre negritas varias, de modo que Voltaire es una estupenda excusa, en el siglo presente y en los venideros, para escribir de lo que se tercie, en esta memorable ocasión de Jorge Guillén, el cáncer, escritores falangistas y beatos que descargan su conciencia una década más tarde, la tensión arterial, los impuestos y él mismo, El Cronista y su estilo como tema inagotable y esclarecedor.

En mil novecientos setenta y ocho comienza uno a descreer, llámese Sánchez o Gómez o Pérez, vigilante nocturno de obras o cronista aclamado, de lo que piensa por sí mismo, de lo que afirman los otros y hasta de lo que ve.

Lo único que me queda ya es el horóscopo (pero lo leía a escondidas mientras simulaba hojear distraídamente las revistas de distintas materias y subculturas amontonadas en el quiosco), no puedo creer en nada más, dijo sin saña un despolitizado del arrabal que vivía desde un año antes del seguro de desempleo. JD., el hombre pepino, escribió cerca de un millar de horóscopos pergeñados a vuela pluma y peor pagados a sabiendas de que hacía dichosos o desgraciados durante una semana a dos millones de españoles: mea culpa, mea culpa, por siempre mea culpa. Y sin embargo ¿no es ello más esperanzador y gratificante, y desde luego más sensato, que creer en una papeleta introducida en una urna? Uno, en su vana ilusión, alcanza a comprender que puede esperar más, bueno o malo, que de las dos cosas ha de haber, de los vaivenes del destino que de las artimañas y embustes de un político rastacuero.

Sánchez nació bajo el signo decimotercero, satán saltimbanqui del zodíaco, el de los sempiternos perdedores, a los que ni siquiera el negro JD. con su gramática parda podía engañar con el antojo de sus pronósticos volanderos y mercenarios.

Bajó a la tierra… a darse una vuelta por ella: qué fantástico caos tan bien organizado.

El enviado del diablo ha trocado tridente por una pistola inútil, un cacharro sin balas cuyo disparatado cañón sólo dispara la amenaza de su apariencia. El enviado del diablo no se demora demasiado en encontrar a su víctima, aunque sin prisas pues conoce nombre, apellidos y facciones, lugares donde se goza o se tortura, donde consigue el estipendio o el asqueroso sitio donde diariamente da buena cuenta del condumio, sabe de su obsesión por la mora, de sus sueños fútiles, de sus enredos pueriles: ha de caer como una fruta madura del árbol del bien y del mal cuando clave su mirada de fuego y promesa en los ojos desarmados de ese incauto que cree en un futuro mejor que su presente. Puedo dejarme de vainas, se dice el emisario del mal, ha de caer, nada he de recelar del buen fin de mi misión.

¿Dónde nos conocimos?

En la olla podrida de la trena, donde todo cabe y se cocinan los aspectos más inimaginables de una existencia puramente animal.

Si Dios, un dios, existe ¿por qué ha creado un tipo como ese Sánchez metido en toda clase de cárceles? Salido (libre) de ellas, con las puertas del mundo (inmundo) abiertas ante sí, no ha de tardar en convertirse en un pelele ensangrentado caído y muerto en el suelo bajo el silencio culpable de un cielo engañosamente azul.

Entre tanto el enviado del diablo, que elige a la perfección sus disfraces de estafador cuando baja a la tierra a darse una vuelta por ella, viste de una forma tan hortera como sus víctimas destinadas al altar de los sacrificios, incluso huele a la misma colonia que los identifica los domingos y fiestas de guardar y hasta se peina con raya al lado: tan raras como múltiples son sus complicidades y enmascaramientos en lo vulgar.

Entre tanto el cronista enjuicia poetas, se celebra a sí mismo con… estilo: debería anunciar por televisión pastillas de caldo concentrado, escribe colmando la cuartilla hasta los bordes, que es una manera como otra cualquiera de enriquecer la sopa y la cuenta corriente (y también, ¡cómo no!, asoma en el plato la jeta de Voltaire, que tanto sirve para un roto como para un descosido, para cebar olla que salpicón): más que vender el alma al diablo vende tu imagen, aconseja el columnista atento al garbanzo, a la subida de las tres pesetas por artículo: muy capaz es él de vender un enceradora, sujetadores para señoras, un diccionario enciclopédico o un exprimidor de limones. Pero el tipo no suelta la pluma ni el pescuezo de sus lectores aunque lo maten: ya no le queda otro divertimento (¿acordaremos sin caer en el agravio tildar de tal modo su escritura?) ni otra imagen durante treinta años que la crónica diaria, esnob o no, y repetir decenas de veces el mismo libro con distinto título barajando con maestría, ingenio y laboriosidad idénticos personajes reales o de ficción.

Entre tanto, el cronista envuelto el torso con papel higiénico por su temor invencible a los fríos inesperados, va de campaña como el que va de excursión a la ribera del río. Naturalmente, no lleva consigo, aparte de la pluma, ni un simple bocadillo. Ya se preocuparán otros de alimentarlo como es debido. Ataviado con fular al cuello, vaqueros de importación, camisa de color rosa, americana negra cruzada, botas negras de media caña y la documentación en regla es un compañero de viaje (vip) de los comunistas, que andan de merienda en el prado abrileño y goyesco del Manzanares disfrazado de hotel con pretensiones: hay que matar a Stalin, camaradas, dictamina desde el púlpito marxista la gran voz nicotímica ante la absoluta conformidad y unánime asentimiento de los acólitos con aspiración a sentar las posaderas en un escaño. Todos los reunidos en el cónclave homicida, salidos ya de las catacumbas, no tardarían mucho en propinar buenas dentelladas al cadáver del georgiano y llevarse entre los dientes su parte del carnívoro festín a sus pequeños pero luminosos apartamentos de proletarios con posibles mientras sueñan con las alfombras y artesonados del Congreso donde pasar el ratito un par de días a la semana y hacer la digestión episcopal a primera hora de la tarde aún con el sabor de la lubina en el paladar y el buqué de un buen vino blanco en las narices: entretanto.

Terrible mil novecientos setenta y ocho, que más que hijos devora padres y procura sinecuras a los renegados de distinto pelaje, a la claque siempre renovada.

¡Debes, debes revelarte! ¡Aunque hubiera de costarme la vida!, invoca amenazante el desterrado.

¿Quién me llama?, inquiere la voz... y es visible enseguida su dueño.

Pues ¿qué son esas voces?

¡Catadura pavorosa!

Goethe, a pesar de su semblante frío y marmóreo y su pompa y rigidez intelectuales y su pluma aristocrática también escribía para los pobres y los desheredados de la tierra.

El avieso Mefistófeles no repara en clases sociales: véndeme tu alma y transita por el paraíso de la vida.

¿Por qué malgastas tus años en otras sabidurías que no sean las que demanda tu propia carne?

¿A qué machacarse el cuerpo con el relente y el vinazo?

No penetra en tu larga noche la grata luz del día.

Antes de saberlo a sus espaldas y de reconocerlo después ante sí como otro de los habitantes salidos del infierno en el que ambos habían vivido lo presintió en las oscilantes llamas de la mínima hoguera donde buscaba el calor, surgió como por encantamiento con sus malas artes y sus fáciles promesas: su rostro de fuego. Pero ahí estaba, libre, y él como fiel servidor también libre, sumiso y entregado: amigo, desde este momento podemos entregarnos al despilfarro y a la orgía.

Lánzate al mundo conmigo (y mi prima la serpiente).

¿Cuándo empezamos?

Ah, tiene el alma pequeña… y las ansias grandes. ¡Qué pieza fácil! Pero así ha de ser, nos movemos en el mundo de los sueños… ¡de la ilusión!

En la inopia se halla el vigilante de obras, como antes de la creación de la luz: todo sentido, nada pensamiento, sólo fuerza y el vaivén arbitrario e injusto de lo oscuro. Todo lo que emprenda a partir de ahora será espejismo, entelequia, su vida ya semeja un sueño… eterno. Es hombre muerto… sin saber nada de nada.

¿Por qué ensañarse con él?

Así son las épocas… que son las de siempre: aún lo poco, pobretón, te será arrebatado de las manos.

Y su poco es nada, y su vida, un conjunto tan repetido de sangre, vísceras y huesos, lo es todo: se la quitaremos, que ya es lo único que le queda.

En esta aventura de lo criminal Mefistófeles es un tipo tan ruin y arrojado desde su creación a la intemperie como lo ha sido desde la suya su víctima: tan devastadoras son la cárcel como la calle.

No hay lugar para criminales en el desfile incesante de negritas del cronista. El husmeador de lo social y frívolo repasador del informe catálogo de las costumbres de su tiempo escribe con guantes de terciopelo que le protejan del frío, lo impredecible y la árida desnudez de las aceras, ergo: Mi verdadero informador es mi gato, que por gato mucho más sabe que Ortega, D’Ors, Quevedo, Juan Ramón Giménez y… Gonzalo Fernández de la Mora!