sábado, 7 de abril de 2018

34


Ray está mirando fijamente un punto de la superficie del mostrador, en absoluto silencio. No ha contestado a su saludo, que era casi un gruñido, pues también él se halla entre abstraído y hosco. Se aleja hacia las pobladas estanterías de las revistas y empieza a husmear durante un rato infructuosamente. Busca ejemplares del New Yorker de los años cuarenta y cincuenta. Al cabo de diez minutos regresa frustrado al mostrador, y, de repente, al notar el librero su presencia, alza los ojos cercados por las impenitentes ojeras y abre la boca:
-Una estrella se encuentra a 900 años luz; la vemos, por tanto, como era hace 900 años, en el 1069. Pero pensemos esto. En el momento que la vemos, “otro” espectador, hace 900 años, la mira a su vez en ese instante que parte la luz hasta nosotros… ¡También él la observa hace 900 años, muy atrás de su tiempo,  exactamente a como era en el año 169! ¿Qué luz nos llega a nosotros en este caso? ¿Qué es entonces el tiempo? ¿Un lugar, un círculo, una ilusión…?
Todo eso suena muy especulativo.
-Ray, maldita sea, ¿tienes el New Yorker con el relato de Cheever?
Vuelve a la tierra:
-¿Cuál de ellos?
-Aquel de la chica que reclama a su compañera de tenis la mitad del importe del taxi…
-Salinger.
-¿Cómo?
-Salinger, ése lo escribió Salinger –dice con voz muy suave pero firme (en su materia, es infalible). Luego se calla de nuevo. 
-Pero ¿lo tienes o no?
-Búscalo tú mismo.
Ha regresado a U5.
Otro ensoñador.
(¿Soñador?)
El Coleccionista, por su parte, esa tarde coge el metro en la calle Spring y se apea en la 42, a un paso de Penn Station. Se mete en la estación. Hesse participa en una colectiva en Washington. También exponen Smithson y Serra.
Hesse ha soslayado viajar con él, prefiere hacerlo con un grupo de Yale, así que toma el tren solo.
Después de horas interminables, cuando llega a Washington va directamente desde Union Station al hotel, muy cerca de la galería.
Esa noche, durante la inauguración, se muestra especialmente encantadora con él, solícita en todo instante, guiñándole un ojo cuando la gente se interpone entre ellos y les separa. Beben champaña. Él habla con Serra de escalas, de materiales como el plomo, del acero, materias en su poética elevadas sin más a rango de categoría artística. Intenta hacerlo en castellano, pues su padre era español, pero el artista le mira con desconfianza, incluso con perplejidad, así que, al cabo de unos pocos minutos, se siente incómodo y sólo balbucea trivialidades en inglés, algo demasiado fácil de colegir hasta para un artista, siempre atento a su ego. Ha sido una conversación malograda. (¡Si este tipo supiera que treinta años más tarde, en pleno siglo XXI, una de sus malditas esculturas de más de una tonelada de peso iba a desaparecer de un museo en España por arte de magia, volatizada!)
De vuelta de nuevo en Manhattan.  
Hesse se muestra feliz. La oye canturrear bajo la ducha por primera vez en el tiempo que vive en Nueva York.
Al día siguiente tiene que hablar con Droll, el director de la Fischbach Gallery, quien ya le ha comprometido una individual. Cuando sale del baño amaga un gesto de dolor.
-El hombro –dice sonriendo, quitando importancia a la queja. Cruza la habitación algo torpemente. Él lo atribuye a un simple mareo.
Marzo de 1969. Sentenciada.
U4. Y, ahora, ¿qué pasa?
-No me salen las cuentas.
-¿En esas estamos? Cada vez que saltas de un universo a otro empalideces más. Aquí todos parecéis taciturnos, ensimismados.
-Necesito tiempo.
-Verás crecer la hierba…
-Hacerse el verde y todo eso… He visto a R. Una visión terrible, no sé cómo, pero ha llegado hasta aquí.
-Sin embargo, se mató –asevera él.
-Es cierto. No puede estar aquí, ni en U1 ni en U3 ni en ningún sitio. Nada de nada –termina aceptando una Hesse derrotada, de un verde marciano, o venusino o…. Desdeñosa de galaxias, ya sólo cree en universos.
-¡No tuvo tiempo de escapar!  
-Aunque, cualquiera sabe… Quizás escapó antes de… Antes de terminar. Pudo hacerlo al desvanecerse, mientras…
-Mientras se desangraba por los cortes en los dos brazos.
-También tomó barbitúricos. Eso aliviaría el trance.
-Quizás soñaba, se moría, pero soñaba.
Abandonó el hogar, las cuatro paredes de su pintura, su “lugar” de recogimiento, la capilla, el orante...
Sacrificado como un Cristo. Un mal judío: no hay cristos.
El hombre (nada menos que un hombre de carne y hueso, carne macilenta y aliento insano), en la gélida mañana de febrero: el cuerpo ya no es un instrumento de goce; todo lo contrario, cerca de los setenta años se está rompiendo por todas las costuras, hace aguas, se resquebraja como un muñeco viejo, un fardo torturador e inclemente que hay que cargar a las espaldas nada más abandonar la cama. Ya no sirve para gran cosa. Hace tiempo que se ha vuelto impotente. Por supuesto, nada de alcohol y tabaco, dictaminan. Por supuesto, nada de esto y lo otro… Por supuesto, bebe y fuma más que nunca. Por supuesto, prefiere morir como es debido. Por reacción. Como un hombre. Que se vayan al diablo los malditos momificadores, taxidermistas del alma. Tiene que valerse de asistentes para pintar que, aun monaguillos sumisos, son manos ajenas profanando el óleo sagrado, y revisten la realización de los cuadros de una especie de sacrilegio.
El sacrilegio se halla muy próximo al sacrificio.
Miércoles. Demasiado tarde para este nietzscheano con gafas de culo de vaso. Y ese estudio de la calle 69: un antiguo garaje inhóspito, helado, bajo la niebla de una claridad de metal, de cúpula inalcanzable que se eleva cerca de quince metros; allí ha dispuesto la última guarida: una cama, y la zona del baño, siempre hedionda, y una cocina desangelada y sucia donde nadie supo nunca que se guisara un plato. En ese rincón prefirió yacer en su última noche. (Mayo, 2007, Sotheby’s subasta uno de sus cuadros… ¡y lo vende por 75 millones de dólares!). La última cena (compradores de arte, marchantes de hombres, tomad nota): un frasco de barbitúricos, un vaso de agua, la cuchilla a un lado. Se desviste mientras hace la digestión del banquete. Coloca los pantalones de artista obrero manchados de acrílicos en el respaldo de la silla desvencijada. Sin prisas, sin miedo, se corta las venas azules. ¿Eres un verdadero shojet? Veámoslo. Brota incontenible la sangre roja. El hombre herido, en calzoncillos,  se tiende con los ojos cerrados sobre el frío suelo de cemento y estira los brazos desnudos, mojados por la savia tibia que mana de él mismo y que nada ha de vivificar.  Ya no siente el frío.
Muerto, tendido en el suelo, parece una cruz.
-Pues he visto a R. –asegura con una expresión angustiosa Hesse (entre oro y verde ahora).
-No me confundas. Según las estrictas reglas, que, te recuerdo, tú misma elaboraste, no es posible el viaje entre los U. Una vez muerto, al hoyo. Y punto. No hay excursiones que valgan. Hay que espabilarse antes de que empiecen a tejer y destejer las parcas.
-Y, sin embargo -dice con voz débil-, lo he visto. Puedes estar seguro. –Ve su faz lívida, su figura de sombra. “Más tarde o más temprano ha de disolverse en el polvo cósmico”, se dice. “Su palidez asusta, ya es casi fantasmal.”   
Puede que a quien haya visto el suicida sea al engreído y melifluo teólogo Kierkegaard, glosador incansable entre citas bíblicas: hace de lo personal una religión universal mientras otros pagan sus deudas de café; y en sus años finales, cuando comprueba aterrado que tendrá que trabajar para ganarse el sustento opta por ser un hombre enfermo, pues del alma ya lo era: mal asunto. De este pastor de impotencias extrae el místico pintor, siempre con la pesada piedra judaica a la espalda, la idea del sacrificio.
¿La ofrenda por el pecado de sus cuadros? Él mismo. El padre debe amar a su hijo, pero si el dios lo pide, debe matar a su hijo.
Abraham, Abraham, atrona la voz del terrible Yahvé entre soledades de piedra.
¿Qué mejor hijo para el sacrificio que tú mismo de ti nacido?
El acto de pintar es, en realidad, una forma de entender el arte, de reafirmarse en unos principios que, sí, en ocasiones alcanzan lo teológico: una ronda en torno a la muerte debería ser la creación, un sacerdocio que ilumina las tinieblas en pos de lo trascendente.
Pero, ¿no era el arte una fiesta?
Lo dionisíaco frente a la mesura de lo apolíneo…
Los cuadros de Rothko me resultan borrosos, como envueltos en una bruma que los vela.
La turbiedad de su conciencia: he aquí a un hombre que no es religioso y mantiene la espiritualidad del arte como primera condición para su ejercicio.
El humo de la carne quemada en los crematorios de Auschwitz y Treblinka enceguece la súplica cromática.
El coro de angélicas criaturas dirigiéndose al Revier de Mauthhausen donde recibirán directamente en el corazón una seráfica inyección de benceno parece escucharse entre las blancas y culpables grandes paredes del estudio sacrosanto.
Lo santo y lo luminoso. En un hombre cuyo remordimiento llegaría a costar millones de dólares.
¿Un sacrificio? ¿A estas alturas?
(El hombro: me duele, dice Hesse. Un brazo inflamado. ¿A qué viene ese decaimiento? 11 de la mañana, domingo, 4 de mayo: no se percata de la presencia del falso testigo, apoyado en el quicio de la puerta con la taza del desayuno en la mano; ve que se sostiene en el borde de la mesa, como esperando que se disipe un mareo. Dos días más tarde: la pierna; me duele, dice. Una semana después: veo mal con el ojo derecho, creo que he perdido vista, susurra una noche, antes de acostarse. Duerme mal. El Testigo nota como se mueve una y otra vez de un lado a otro de la cama. A la mañana siguiente, otro domingo, 11, por la mañana, temprano, se levanta con media cara insensible. En la cocina: ha perdido el sabor. “Ponme más azúcar”, pide. Ya le ha puesto tres terrones en su taza. “No sabe a nada”, se queja. La cara asimétrica. Afuera, Nueva York, una trepidante polisemia que no se detiene en este domingo soleado, transparente, extrañamente silencioso.)
Ella, que tan firme la sostenían las columnas de sus piernas sobre el duro granito: elevaban la isla magnífica.
Y un día: insuflan aire en su cabeza, como si hincharan un globo. Así, localizan al intruso: exploración de contraste.
Ahí está, ¿de dónde ha venido? ¿quién es? 
Ha nacido de repente, se hace fuerte, vive, crece, va a matarte.
Hija de Dios: he ahí el hijuelo. Y en tu propio cerebro: el sueño de la razón produce monstruos.
Tápies ha expuesto en la galería de Martha Jackson, en la calle 32. El artista ha viajado a Nueva York.
La obliga a acompañarle. Quiere distraerla. Ella sólo piensa en “eso”: va a luchar con todas sus fuerzas, pero al despertar cada mañana, con las primeras luces fraguándose en los pliegues de la cortina, al abrir los ojos, al notar el primer latido del corazón, al acariciar la piel, al sentir el olor indefinible de la habitación, allí está “eso”, como un animal invisible que nace de las sombras, que viene de no se sabe dónde... Que ya está allí, y es ridículo negarlo, y que se atenaza a ella como una sierpe rigurosa e invencible.
En la exposición.


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