Ray está mirando fijamente un
punto de la superficie del mostrador, en absoluto silencio. No ha contestado a
su saludo, que era casi un gruñido, pues también él se halla entre abstraído y
hosco. Se aleja hacia las pobladas estanterías de las revistas y empieza a
husmear durante un rato infructuosamente. Busca ejemplares del New Yorker de los años cuarenta y
cincuenta. Al cabo de diez minutos regresa frustrado al mostrador, y, de
repente, al notar el librero su presencia, alza los ojos cercados por las impenitentes
ojeras y abre la boca:
-Una estrella se encuentra a 900
años luz; la vemos, por tanto, como era hace 900 años, en el 1069. Pero
pensemos esto. En el momento que la vemos, “otro” espectador, hace 900 años, la
mira a su vez en ese instante que parte la luz hasta nosotros… ¡También él la
observa hace 900 años, muy atrás de su tiempo,
exactamente a como era en el año 169! ¿Qué luz nos llega a nosotros en
este caso? ¿Qué es entonces el tiempo? ¿Un lugar, un círculo, una ilusión…?
Todo eso suena muy especulativo.
-Ray,
maldita sea, ¿tienes el New Yorker
con el relato de Cheever?
Vuelve a
la tierra:
-¿Cuál de
ellos?
-Aquel de
la chica que reclama a su compañera de tenis la mitad del importe del taxi…
-Salinger.
-¿Cómo?
-Salinger,
ése lo escribió Salinger –dice con voz muy suave pero firme (en su materia, es
infalible). Luego se calla de nuevo.
-Pero ¿lo
tienes o no?
-Búscalo
tú mismo.
Ha
regresado a U5.
Otro
ensoñador.
(¿Soñador?)
El
Coleccionista, por su parte, esa tarde coge el metro en la calle Spring y se
apea en la 42, a un paso de Penn Station. Se mete en la estación. Hesse
participa en una colectiva en Washington. También exponen Smithson y Serra.
Hesse ha
soslayado viajar con él, prefiere hacerlo con un grupo de Yale, así que toma el
tren solo.
Después de
horas interminables, cuando llega a Washington va directamente desde Union
Station al hotel, muy cerca de la galería.
Esa noche,
durante la inauguración, se muestra especialmente encantadora con él, solícita
en todo instante, guiñándole un ojo cuando la gente se interpone entre ellos y
les separa. Beben champaña. Él habla con Serra de escalas, de materiales como
el plomo, del acero, materias en su poética elevadas sin más a rango de
categoría artística. Intenta hacerlo en castellano, pues su padre era español,
pero el artista le mira con desconfianza, incluso con perplejidad, así que, al
cabo de unos pocos minutos, se siente incómodo y sólo balbucea trivialidades en
inglés, algo demasiado fácil de colegir hasta para un artista, siempre atento a
su ego. Ha sido una conversación malograda. (¡Si este tipo supiera que treinta
años más tarde, en pleno siglo XXI, una de sus malditas esculturas de más de
una tonelada de peso iba a desaparecer de un museo en España por arte de magia,
volatizada!)
De vuelta
de nuevo en Manhattan.
Hesse se
muestra feliz. La oye canturrear bajo la ducha por primera vez en el tiempo que
vive en Nueva York.
Al día
siguiente tiene que hablar con Droll, el director de la Fischbach Gallery,
quien ya le ha comprometido una individual. Cuando sale del baño amaga un gesto
de dolor.
-El hombro
–dice sonriendo, quitando importancia a la queja. Cruza la habitación algo
torpemente. Él lo atribuye a un simple mareo.
Marzo de
1969. Sentenciada.
U4. Y,
ahora, ¿qué pasa?
-No me
salen las cuentas.
-¿En esas
estamos? Cada vez que saltas de un universo a otro empalideces más. Aquí todos
parecéis taciturnos, ensimismados.
-Necesito
tiempo.
-Verás
crecer la hierba…
-Hacerse
el verde y todo eso… He visto a R. Una visión terrible, no sé cómo, pero ha
llegado hasta aquí.
-Sin
embargo, se mató –asevera él.
-Es
cierto. No puede estar aquí, ni en U1 ni en U3 ni en ningún sitio. Nada de nada
–termina aceptando una Hesse derrotada, de un verde marciano, o venusino o….
Desdeñosa de galaxias, ya sólo cree en universos.
-¡No tuvo
tiempo de escapar!
-Aunque,
cualquiera sabe… Quizás escapó antes de… Antes de terminar. Pudo hacerlo al
desvanecerse, mientras…
-Mientras
se desangraba por los cortes en los dos brazos.
-También
tomó barbitúricos. Eso aliviaría el trance.
-Quizás
soñaba, se moría, pero soñaba.
Abandonó
el hogar, las cuatro paredes de su pintura, su “lugar” de recogimiento, la
capilla, el orante...
Sacrificado
como un Cristo. Un mal judío: no hay cristos.
El hombre
(nada menos que un hombre de carne y hueso, carne macilenta y aliento insano),
en la gélida mañana de febrero: el cuerpo ya no es un instrumento de goce; todo
lo contrario, cerca de los setenta años se está rompiendo por todas las
costuras, hace aguas, se resquebraja como un muñeco viejo, un fardo torturador
e inclemente que hay que cargar a las espaldas nada más abandonar la cama. Ya
no sirve para gran cosa. Hace tiempo que se ha vuelto impotente. Por supuesto,
nada de alcohol y tabaco, dictaminan. Por supuesto, nada de esto y lo otro… Por
supuesto, bebe y fuma más que nunca. Por supuesto, prefiere morir como es
debido. Por reacción. Como un hombre. Que se vayan al diablo los malditos
momificadores, taxidermistas del alma. Tiene que valerse de asistentes para
pintar que, aun monaguillos sumisos, son manos ajenas profanando el óleo
sagrado, y revisten la realización de los cuadros de una especie de sacrilegio.
El
sacrilegio se halla muy próximo al sacrificio.
Miércoles.
Demasiado tarde para este nietzscheano con gafas de culo de vaso. Y ese estudio
de la calle 69: un antiguo garaje inhóspito, helado, bajo la niebla de una
claridad de metal, de cúpula inalcanzable que se eleva cerca de quince metros;
allí ha dispuesto la última guarida: una cama, y la zona del baño, siempre
hedionda, y una cocina desangelada y sucia donde nadie supo nunca que se
guisara un plato. En ese rincón prefirió yacer en su última noche. (Mayo, 2007,
Sotheby’s subasta uno de sus cuadros… ¡y lo vende por 75 millones de dólares!).
La última cena (compradores de arte, marchantes de hombres, tomad nota): un
frasco de barbitúricos, un vaso de agua, la cuchilla a un lado. Se desviste
mientras hace la digestión del banquete. Coloca los pantalones de artista
obrero manchados de acrílicos en el respaldo de la silla desvencijada. Sin
prisas, sin miedo, se corta las venas azules. ¿Eres un verdadero shojet? Veámoslo. Brota incontenible la
sangre roja. El hombre herido, en calzoncillos,
se tiende con los ojos cerrados sobre el frío suelo de cemento y estira
los brazos desnudos, mojados por la savia tibia que mana de él mismo y que nada
ha de vivificar. Ya no siente el frío.
Muerto,
tendido en el suelo, parece una cruz.
-Pues he
visto a R. –asegura con una expresión angustiosa Hesse (entre oro y verde
ahora).
-No me
confundas. Según las estrictas reglas, que, te recuerdo, tú misma elaboraste,
no es posible el viaje entre los U. Una vez muerto, al hoyo. Y punto. No hay
excursiones que valgan. Hay que espabilarse antes de que empiecen a tejer y
destejer las parcas.
-Y, sin
embargo -dice con voz débil-, lo he visto. Puedes estar seguro. –Ve su faz
lívida, su figura de sombra. “Más tarde o más temprano ha de disolverse en el
polvo cósmico”, se dice. “Su palidez asusta, ya es casi fantasmal.”
Puede que a quien haya visto el suicida sea al
engreído y melifluo teólogo Kierkegaard, glosador incansable entre citas
bíblicas: hace de lo personal una religión universal mientras otros pagan sus
deudas de café; y en sus años finales, cuando comprueba aterrado que tendrá que
trabajar para ganarse el sustento opta por ser un hombre enfermo, pues del alma
ya lo era: mal asunto. De este pastor de impotencias extrae el místico pintor,
siempre con la pesada piedra judaica a la espalda, la idea del sacrificio.
¿La
ofrenda por el pecado de sus cuadros? Él mismo. El padre debe amar a su hijo,
pero si el dios lo pide, debe matar a su hijo.
Abraham,
Abraham, atrona la voz del terrible Yahvé entre soledades de piedra.
¿Qué mejor
hijo para el sacrificio que tú mismo de ti nacido?
El acto de
pintar es, en realidad, una forma de entender el arte, de reafirmarse en unos
principios que, sí, en ocasiones alcanzan lo teológico: una ronda en torno a la
muerte debería ser la creación, un sacerdocio que ilumina las tinieblas en pos
de lo trascendente.
Pero, ¿no
era el arte una fiesta?
Lo
dionisíaco frente a la mesura de lo apolíneo…
Los
cuadros de Rothko me resultan borrosos, como envueltos en una bruma que los
vela.
La
turbiedad de su conciencia: he aquí a un hombre que no es religioso y mantiene
la espiritualidad del arte como primera condición para su ejercicio.
El humo de
la carne quemada en los crematorios de Auschwitz y Treblinka enceguece la
súplica cromática.
El coro de
angélicas criaturas dirigiéndose al Revier de Mauthhausen donde recibirán
directamente en el corazón una seráfica inyección de benceno parece escucharse
entre las blancas y culpables grandes paredes del estudio sacrosanto.
Lo santo y
lo luminoso. En un hombre cuyo remordimiento llegaría a costar millones de
dólares.
¿Un
sacrificio? ¿A estas alturas?
(El
hombro: me duele, dice Hesse. Un brazo inflamado. ¿A qué viene ese decaimiento?
11 de la mañana, domingo, 4 de mayo: no se percata de la presencia del falso
testigo, apoyado en el quicio de la puerta con la taza del desayuno en la mano;
ve que se sostiene en el borde de la mesa, como esperando que se disipe un
mareo. Dos días más tarde: la pierna; me duele, dice. Una semana después: veo
mal con el ojo derecho, creo que he perdido vista, susurra una noche, antes de
acostarse. Duerme mal. El Testigo nota como se mueve una y otra vez de un lado
a otro de la cama. A la mañana siguiente, otro domingo, 11, por la mañana,
temprano, se levanta con media cara insensible. En la cocina: ha perdido el
sabor. “Ponme más azúcar”, pide. Ya le ha puesto tres terrones en su taza. “No
sabe a nada”, se queja. La cara asimétrica. Afuera, Nueva York, una trepidante
polisemia que no se detiene en este domingo soleado, transparente, extrañamente
silencioso.)
Ella, que
tan firme la sostenían las columnas de sus piernas sobre el duro granito:
elevaban la isla magnífica.
Y un día:
insuflan aire en su cabeza, como si hincharan un globo. Así, localizan al
intruso: exploración de contraste.
Ahí está,
¿de dónde ha venido? ¿quién es?
Ha nacido
de repente, se hace fuerte, vive, crece, va a matarte.
Hija de
Dios: he ahí el hijuelo. Y en tu propio cerebro: el sueño de la razón produce
monstruos.
Tápies ha
expuesto en la galería de Martha Jackson, en la calle 32. El artista ha viajado
a Nueva York.
La obliga
a acompañarle. Quiere distraerla. Ella sólo piensa en “eso”: va a luchar con
todas sus fuerzas, pero al despertar cada mañana, con las primeras luces
fraguándose en los pliegues de la cortina, al abrir los ojos, al notar el
primer latido del corazón, al acariciar la piel, al sentir el olor indefinible de
la habitación, allí está “eso”, como un animal invisible que nace de las
sombras, que viene de no se sabe dónde... Que ya está allí, y es ridículo
negarlo, y que se atenaza a ella como una sierpe rigurosa e invencible.
En la exposición.
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