sábado, 10 de mayo de 2025

12

Virginia sale atildada de la habitación y aparece en la cocina: blusa blanca, unos vaqueros ajustados a las largas piernas, botas de media caña de ante marrón, el pelo aún húmedo recogido en una cola de caballo. No se ha maquillado. La sonrisa natural todavía ilumina el rostro.La ve beber de pie sin prisas el zumo de manzana, mientras aparta con  una mano la cortina y atisba por la ventana con expresión aún no sombría.

El liviano fragor de afuera, el mundo a cámara lenta.

Hace un día lánguido, será un día monótono, un aire amarillo, desvaído, una claridad dudosa y desconsoladora cerniéndose sobre todos los seres y las cosas. Después del sábado (librar de pelusa los suelos, la compra de la semana, limpiar la nevera, poner dos lavadoras, la plancha, la tarde con el tazón en la mano, la televisión, el libro a medio leer, las hojas del periódico desplegadas con descuido encima del sofá, los ejercicios torpes que hay que corregir, la llamada de la madre lejana: ¿Todo bien, hija? Todo bien. Entonces, ¿todo bien? Todo bien, mamá. ¿Y tú? Ay, hija, cómo voy a estar, bastante hago con ir adelante… ¿Todo bien, pues? Sí, todo bien. La noche de insomnio, la luz eléctrica, domingo, maldito domingo: todo bien.

Vierte un poco más de zumo en el vaso y deja el envase de cartón en la mesa.

Todo bien y se desayuna con un zumo natural (?) de manzana.

De repente, se vuelve hacia él.

¿No te duchas?

He de irme.

Ella piensa: No puede perder cinco minutos en ducharse… Lo típico en esta clase de tipos que algunos días hasta olvidan su apellido. ¿Sabrá encontrar la salida? ¿Sabrá llegar a su casa? ¿Sabe él quién es él?

Se hace un silencio incómodo, pero ella ya ha recuperado una absoluta seguridad en sí misma. Es él quien anoche estaba más perdido, y seguirá estándolo mañana, y el día de después, y el otro… ¿Quién es? El día o la noche, la mañana, la tarde, no importa, el día lo va a apuñalar y desangrar sin darle tregua, por delante o a traición.

Él parece como desarmado, inútil, tan lejos de la pasión y el desorden de anoche. La luz lo desvela, lo empobrece.

¿Estás casado?

No.

Está solo (aún lo sostienen en el aire un par de hilos, a punto de romperse).

Piensa: No saldrás nunca de ahí. Estás en un agujero negro (a pesar de donde estés). Allí te han conducido tus andanzas. Tú te lo buscaste. Estás en el hoyo, redentor…

Ahora no dejarán de verse…

… sólo falta que te mueras y que te cubran de tierra de una maldita vez.

No se necesitan, pero no tienen otra cosa, qué pereza comenzar, y comenzar de nuevo.

No se tienen uno al otro… pero tienen algo. Lo suficiente.

Volverá. Pero tampoco me importaría que no lo hiciera.

Lleva razón la mujer, en ese Leteo donde este hombre sacia su sed desmesurada de olvido de lo terrestre, condenados hay a puñados con la cabeza a flote, dando brazadas, chapoteando en las aguas negras, respirando a pleno pulmón, asiéndose a algo que tampoco ellos saben lo que es, aferrándose a la nada, al aire, todavía no queriendo sucumbir y que no se los trague el pasado después de haber empezado y perdido todas las guerras, y lo que pueden ofrecer es sólo confusión, y pasando el tiempo, unas trazas cansinas, un idealismo de ropavejería aunque no abran la boca, no muestren heridas, no confiesen derrotas.

Esa mujer racional, propensa a la tristeza, tiene donde elegir. Pero qué pereza comenzar…

Los lunes, matemáticas. Cuatro clases de una hora a lo largo de la jornada. Benditas matemáticas.

Y así los martes, los miércoles…

Y otro jueves y otro viernes, el mismo sábado.

El vértigo de tantear a los desconocidos, compartir la copa y la atroz lucidez del insomnio.

Volverá, y a punto está de sonreír. Llámalo Sábado, a pesar de que os sepulta la madrugada del viernes.

¿Vives muy lejos, Sábado?

Aún no tiene nombre: Carlos. Pero eso es todo, que es nada, pero es la eternidad de ahora.

Los sábados, algunos, suelen ser generosos: el mundo en orden.

Tampoco es un lamed wufnik de rostro de tierra y ojos polvorientos que aliente nuestra salvación mediante una existencia sufrida y decente, un ser justo lejos de toda servidumbre humana.

Sirve contra la soledad (es un cuerpo y, a veces, habla), y no despierta recelo, tiene cara de conformista, no dará un paso en falso (ja, ya los ha dado todos años atrás, demasiado cansado entonces), y Dios no lo pisoteará con gusto, ni para eso vale en este entonces: pero fue un hombre justo, uno de los treinta y tantos que preservaban la confianza del dios (imaginario).

Parece interesante además, concluye ella, estremecido su cuerpo aún por el recuerdo de las sacudidas brutales del centauro encima de ella.

Él piensa: alta, de largo cabello negro, una lilith que castiga a los hombres que duermen solos, tanto que se deja follar, lamer, morder.

(¡Seres imaginarios!).

¡Los dos lo son!

¿Eres Carlos?

¿Cómo ha llegado hasta el 83?

(Afuera, la luz todavía se empalidece más.)

Fácil: todavía no se cree lo que ha ocurrido: lo teníamos todo a favor, pensaba el infeliz: los militares volvieron a los cuarteles, el parlamento abrió la puerta de los leones, los libros se volvieron sagrados y nadie se atrevió nunca más a profanar sus líneas o variar sus párrafos, la libertad se tornó indivisible, se desataron las lenguas, se empezó a construir la Babel del pensamiento, de todo lo pensable, y todo era posible, eran tantas las banderas que no valía la pena enarbolar ninguna de ellas... Y en eso parecía consistir la dicha ciudadana.

¿A nadie se le ocurrió pensar cuáles eran los caminos cegados? ¿Cuál era el truco?

¿Puede haber algún número real que sea la raíz cuadrada de otro negativo? El valor tampoco sería real.

Todavía es un crédulo, aunque…

La matemática que ya no quiere soltar presa (retrae las garras, contén la lengua, alivia su soledad, mensura la dosis precisa del sexo, su dulce ponzoña):

¡Qué pereza comenzar…

¿Es Carlos Brell Gay imaginario?

La matemática:

No existe la perfección como no existe el modelo exacto, la solución final, el número absoluto, la vida infinita…

Lo imaginario es una excelente herramienta para lo especulativo, incluso para el cálculo más arduo y exigente.

De lo inconcreto pueden extraerse fértiles resultados.

De la pura abstracción, inclusive repleta de argumentaciones antitéticas, nacen conclusiones lógicas admirables.

Acordado ya el encuentro inevitable, la cita desganada, mientras le abre la puerta al centauro cabizbajo, viéndole marchar hacia el pequeño ascensor que ha de conducirle a la niebla amarilla de abajo, calcula la matemática:

Me va a necesitar. Haré todo lo posible para que ello sea así. No es un hombre acabado, lo que le permitiría sobrevivir mediante la apatía y hasta en la extrañeza, nada le impediría sostenerse sobre el deshonor, la mentira y la indecencia… Lo que resalta de él es que es un hombre incompleto y eso le arruina cualquier esfuerzo por sobreponerse a las adversidades y a la ansiedad con la que ya debe luchar cada día al despertar. Cada vez lo verá todo más negro. Acabado no sería en la vida, pero estaría en ella: tgruncado a medias, mutilado por los desengaños, sólo da tumbos sin poder asirse a algo concreto. La inacción sería, en su caso, el final.

Esa reflexión de la matemática, mujer racional algo perezosa para las cosas mundanas pero sin complejos para los asuntos psíquicos, ha durado el tiempo que ha invertido el ascensor en posar a su viajero en las catacumbas de la calle.

Así que, mientras se mueva este hombre tan joven, tenaz laboralista defensor de nóminas y azote de despidos injustos, está salvado. Creo…

Fiodorov a paso lento se dirige a la casa del padre, en el otro extremo de la ciudad.

Puedo verla siempre que quiera, se dice, plantado junto a un semáforo en rojo en la avenida de El Cid, con las manos en los bolsillos. Y decreta: Hagámoslo bien: dispensa de escolaridad para ambos.

Que no nos estudiemos uno a otro, no nos clasifiquemos, no nos denominemos: a todos los entomólogos de lo humano deberían enterrarlos vivos bajo tierra y que repiren sus falsos enunciados.

Sólo sexo, la compañía física que suplante las confesiones, la chapucera, cruel o lúcida enumeración de las cosas del pasado. Sin justificantes que expliquen la boca cerrada, el silencio.

Callados y la porquería de los secretos, frustraciones e infamias de ambos bien adentro.

Sé bueno y santo, si antes fuiste criminal.

Mediada su existencia, Tolstoi pretendía alcanzar la santidad. Se impuso algunas reglas. Una de ellas era no visitar el burdel salvo dos veces al mes. (De seguro que otras ligerezas se permitiría el santón.)

¿Su naturaleza, señor?

Idiopática.

Un habitante de la luna le dijo a otro…

¿Qué hacer? La clave Sorel: lo que menos se espere de ti.

En el 83 las cartas están echadas, y todo el mundo engaña a todo el mundo haciéndole creer que aún no ha comenzado la partida: tahúres y tramposos ya escondían desde tiempo atrás todos los ases en la manga.

Cerca de Pérez Galdós, sigue caminando hasta el principio de la avenida, ya próxima la plaza de España. Un viento sucio se levanta de pronto. A él le parece todo inútil, como si estuviera hueco por dentro. Y hay en torno suyo un extraordinario silencio medido, como si el paso de las personas y el fragor de los automóviles, además de los ruidos habituales de la calle, se hubieran desvanecido si no del todo, sí cuando menos perdido intensidad, amortiguados por una sorprendente sordina.

Un viento de desolación que le hace sentir a uno como fuera del mundo, sólo yacente sobre el tiempo, pero todavía en él. Mecido sobre la nada, que algo es aún,  porque la nada absoluta debe ser algo mucho más allá de esa sensación de nada que experimenta él ahora. Una nada en la que no se siente nada de vida, pero tampoco nada de angustia.

Qué pereza en conocer al otro, a la otra… Jugar al escondite.

Los sueños los hacemos nosotros, sólo que mucho antes de que nos atormenten en el futuro se van urdiendo en el subconsciente tiempo atrás para, inopinadamente, atraparnos en la pesadilla de mucho más adelante.

Lo peor siempre es que sepan algo de ti… del pasado. Soy nuevo, deberíamos decir, ya tendrás tiempo de estropearme tú sola, compañera, sin necesidad de recuperar los desperdicios y harapos que he ido dejando tras de mí y que mal van a taparme.

¿Qué es el pasado? Los objetos que quedan de él y nos llegan hasta el presente, los hechos históricos y las catástrofes naturales, las acciones individuales, lo concreto y material de una evolución que no ha de cesar hasta el estallido del planeta. El ser humano, protagonista inevitable, es polvo amarillo, o peor aún, huesos viejos y rancios, una risible calavera cuya mueca eterna ni siquiera da miedo, sólo risa, monda y lironda.

¿Lo vestirás otra vez? Le pondrás sombrero a la calavera, corbatita a la tráquea. Déjalo en paz y bien muerto: resucitado, llego a tus manos nuevo, con remiendos quizás, zurcido, pero lo que ves, como esas obras artísticas de la más sincera modernidad, es, sin otro significado oculto que llegue hasta ti, no soy una tinta simpática que hayas de desvelar, ni un acertijo que descubrir, ni siquiera un enfermo al que sanar.

En definitiva, este Carlos Brell quiere vivir en el presente, sin pasado ni futuro, como los pigmeos.

Y si pudiera, desnudo… pero sin cicatrices que mostrar.

Tal vez el 83 sea un buen año para renacer, en especial si te alejas de la mesa de juegos de los cucos con carnet del partido, cualquiera de ellos..

Ya en Jesús, aguarda de nuevo pegado al inevitable semáforo en rojo, frente a la Gran Vía.

Atraviesa la calzada, y una ráfaga de aire violento disipa de improviso todos los amarillos de la mañana antes de cruzar el portal.

Precisamente ahora, este mediodía de abril trae una luz clara y limpia, radiante.

Abre la puerta de la casa del padre. El olor familiar se estampa en su rostro. Vuelve a la casa del padre con un duplicado de la llave de la casa del padre. A estas alturas, treinta años…

Boceto que, indiferente y hasta cruel por aún joven, por demasiadas regalías y conquistas sin merecimientos) zascandilea por estancias y pasillos; JD., invisible, al que a veces ni se lo oye,  y su padre, el viejo Brell, encerrado con Haydn: vivir como un noble arruinado entre las ruinas de la inteligencia.

Un habitante de la luna le dijo a otro…

La asistenta aún prepara la comida en la cocina.

Ha llegado con tiempo suficiente.

Acude directamente al baño sin avisar a nadie de su llegada. Bajo la ducha fría repasa los pequeños fracasos tan recientes mientras el segundo movimiento de la 45 alcanza hasta allí, Haydn, cuyas cadencias atraviesan los muros más rocosos de un mundo inimaginablemente muy lejano y distinto al que estuvo destinado, Haydn como el silencio, susurro luego, y alegría.

Ya en su dormitorio, se asea: nadie ha advertido todavía su presencia en la casa: otro fantasma.

Toma asiento en uno de los sillones de la biblioteca (llamada pomposamente de ese modo porque es la habitación donde más libros se acumulan, pues en realidad se amontonan rimeros de volúmenes por todos los rincones del enorme piso enrevesado de cuartos, pasillos y salones): harapos del pasado, jirones, una procesión agusanada de lides y desafíos: personas y personajes y libros en decenas y decenas de hileras.

Fiodorov en el 83 ya no tiene Triunfo para entretenerse.

Amigo de sus amigos

¡qué señor para criados

e parientes!

¡Qué enemigo d’ enemigos!

Por cierto ¿qué hacen a estas alturas estos dos, JD y Fiodorov, en la casa del padre? Confiar: saben, a pesar del fracaso actual, que lo que importa es el proceso, la íntima catarsis que ha de sobrevenir más tarde o más temprano, se hará lo que haya de hacerse, eso es ineludible.  El Derecho es un puente (al abismo) para uno; la escritura (como estafa) una tregua para el otro, sobre todo si la pone en almoneda para que la firme quien la paga (treinta monedas) y la compre. En cuanto Boceto (que ya sabe que es Boceto), ni siquiera está en discordia. La vida es un juego, va a serlo hasta su muerte, con Góngora o Mr. Follet entre las manos, releyendo a Gil de Biedma o a Campoamor –en estos mismos instantes previos al yantar del mediodía, el patriarca en su despacho en compañía de Haydn susurra los versos con devoción:

 No es el mío, este tiempo.

Y aunque tan mío sea ese latir de pájaros

 afuera en el jardín,

su profusión en hojas pequeñas, removiéndome

igual que intimaciones,

no dice ya lo mismo,

conmoviéndose su alma pecadora ante Murillo o asistiendo a una actuación plástica e invasiva de la señora Marina Abramovic… La vida es sólo un juego, también una reproducción biológica, pero eso es todo, la vida como juego, hasta el final.

En el 83 todo parece desafinar.

Menos Haydn.

Aún no suena la campanilla para mover los pies al refectorio:

JD corrige un estilo, trabajo mercenario, treinta monedas:

(…) En todo caso, no podemos ignorar que la misma riqueza de los métodos tradicionales, de sus procesos y las distintas opciones matéricas propiciaban a los escultores un amplio espectro de posibilidades técnicas que en un principio abastecerían de sobra sus inquietudes experimentalistas, pero sólo, al parecer, desde un punto de vista eminentemente procesual, sin que en modo alguno derivaran aquellos procedimientos artísticos hacia un status de categorías artísticas, conversión que en las actuales tendencias plásticas hace tiempo que se dan por sentadas. Y, como es aceptado de antemano, el primer impulso para la creación o la modificación de una forma de expresión artística, en una primera instancia, es el mero impulso del artista de revelarse a sí mismo. A falta, pues, de unas individualidades expresas (paradigmáticas en cualquier caso), creadores contados como Rodin, la propia Camille Claudel, ayudante de éste, una artista tan fascinante como turbadora, o aquellos pintores ya señalados que llevaban sus afanes expresivos a una incursión en la escultura, capaces de incrustar sus objetivos artísticos sobre el trasfondo de una dirección estilística general[i], la práctica escultórica, efectivamente, languidecía en una referencialidad icónica que lastraba unos lenguajes que afrontaban sin alarma, desconcertantemente pasivos, los vertiginosos cambios técnicos y conceptuales que 1900 ya dejaba asomar por sus esquinas.

He aquí pues, la paradoja de una disciplina que, soliviantada en sus postulados, estilos y técnicas prácticamente por artistas pintores como Picasso al inicio del siglo XX, tardaría varias décadas en reaccionar para, en nuestra contemporaneidad, propiciar verdaderamente el nuevo arte del siglo XXI, y aun el del nuevo milenio.

Tal vez la especificidad de lo escultórico, un arte que, en esencia, nace como complemento a lo arquitectónico, al menos desde los rasgos más notables de su cometido inicial de representación, ya conllevara ante los ojos de los estudiosos más ilustres un lastre primitivo que obstaculizaba una evolución paralela a la pintura. Baudelaire sólo veía inconvenientes en la escultura: “Brutale et positive comme la nature…”[ii]. Su sensibilidad era realmente pictórica (pues, de hecho, sólo en el siglo romántico por excelencia, el XIX, podían enfrentarse ambas disciplinas a nivel rigurosamente sensorial)  y no dudaba en despojar a aquélla de la mínima entidad intelectual[iii]. Esta actitud perviviría hasta finales del siglo, y cuando los nuevos lenguajes del siglo XX sepultasen las divisiones que entre uno y otro género artístico parecían imponerse, cuando los materiales artísticos, por así decir, se homogeneizasen como repertorio visual para ambas disciplinas, cuando la abstracción y lo matérico, en definitiva, irrumpiesen en el arte aquellas teorías devendrían fatalmente en aporías para la nueva reflexión que demanda un nuevo arte ajeno a una rancia nomenclatura.

Material artístico es todo aquello de lo que parte un artista para la consecución de su obra… (etcétera).

La licitud de cualquier propuesta… (etcétera).

Puesto que los presupuestos de los que parte un artista son siempre válidos debid… (etcétera).

Fiodorov lee Auto de fe:

Se puso en pie de un salto, le lanzó una mirada desafiante y dijo en tono agresivo:

Un desorden espantoso reina entre mis manuscritos. Y la llave, me pregunto, ¿cómo fue a parar a manos extrañas? La encontré en el bolsillo izquierdo del pantalón. Mal que me pese, me veo obligado a suponer que alguien la utilizó indebidamente y luego volvió a ponerla en su sitio.

 Suena la campanilla.

(Imaginaria, claro.)

Cierran los libros; cesan los violines.

Seres imaginarios, números imaginarios (en torno a la pitanza).

¿Qué hacer en el 84 que empieza a asomar cuando todo lo imaginado se ha tornado imaginario, inaprensible ya en el 83?

Huye, pues, Fiodorov, aun con la escopeta de feria colgada al hombro, sólo dependes de ti mismo, y el mundo es (dicen) ancho y vasto. ¿Qué te retiene en esta España que ha de ser mejor que la otra pero que tampoco es la tuya? ¿Qué malsanas raíces te atan a esta tierra podrida desde los tiempos de Cervantes, a esta inmensa charca de intereses de políticos que bien pronto va a extenderse de un mar a otro?

Queda quieto, como un árbol prisionero en la misma tierra, bajo el mismo cielo.

(Era carne de horca, de galeras…)

¿No me dispensarán una pausa los tiempos, estos tiempos españoles que pronto van a enceguecerme, qué me impide huir?

(La atracción del abismo, romántico de cojones.)

No ha lugar:

Busque por acá en que se le haga merced.

Y anduvo en líos con la Magistratura del trabajo, enredado en finiquitos, reconversiones industriales, renuncias vergonzosas, indemnizaciones cochambrosas (¿cómo se indemniza una vida truncada, quien tasa su valor, a cómo cotiza?)

Y dirige el letrado sus pasos al comedor silencioso bañado por la luz abrileña, magnífica claridad de burgueses relumbres en la estancia decorada de nogales y bellas pátinas de gruesas estanterías inacabables, y traspasa el umbral y descubre sentado en su silla a nuestro sin par benjamín que despliega la servilleta y observa las viandas sobre el mantel de lino blanco, y enseguida  parece bajo el dintel de la robusta puerta de madera y cristal que emboca al salón, pálido y sonriente, JD…

El patriarca, al sentarse a la mesa, esboza una sutil sonrisa, mira de soslayo a su alrededor, coloca la servilleta sobre el regazo, frente a la sopera humeante, los vasos cristalinos:

Cuanto bueno por aquí, mis tres cerditos. Luego, agradece:

A pesar de tus malas artes, de tus zancadillas y cartas marcadas, oh, Dios mío de nuestros pecados, vamos a engullir estos alimentos que tanto esfuerzo y trabajos nos han causado conseguir, no nos bendigas el pan y el vino, manténnos lejos de tus torvas intenciones y líbranos por siempre y para siempre de tu poder dañino, de las tantas estrafalarias ocurrencias tuyas, de tu colosal estafa, de tu maldad innegable

Así sea.

Amén.

Daos la paz.

Ágape familiar este día saturnino, congregador: ¡ah, las viejas costumbres entrañables!

Comed de mi cuerpo…

Sonríe (pero ahora para sí, contando los minutos, las pocas horas que faltan para el encuentro entre la sirenita y este maltrecho marinero): ah, viejo Brell, tunante, que escondidita tienes a la pequeña mesalina, que con los senos al aire y las piernas ceñidas por las fascinadoras medias de seda rosa te espera a media tarde con la mano pecadora extendida, la boca abierta saciada de mil felaciones, la mirada sabia y experta de puta ya corrida desde antiguo, el whisky con soda, la música horrenda de nuestros días (¡ah, viejo, viejísimo Brell, lejos de Haydn, del bueno de Schubert, incluso lejos de Sinatra o del fondo evanescente e inocuo pero balsámico de la babosa banda de Ray Coniff!) pero a escasísimo volumen, pues no concuerda la estridencia con el oído del viejo, el abrazo cálido del amor pagado entre penumbras grises y perfumadas, de perfecto funcionamiento, maquinaria impecable de meretriz que, compasiva, entiende de senectudes y ruinas en su ambiente minimalista y juvenil (algo mejorable, piensa el sesentón Brell, ante la frialdad de las línea y los exiguos volúmenes de colores pálidos: echa en falta pesados cortinajes, alfombras mullidas, floreros imponentes, grandes plantas verdes… el voluptuoso escenario de la joven buscadora de pulgas):

Ya nada temo más que mis cuidados.

De la vida me acuerdo, pero dónde está.

Mañanitas de niebla, tardes de paseo...

¡Quia!

Aún con el sol de media tarde, antes de la noche que todo lo apaga, apresura el paso hacia el más bello de los males que sane esa herida permanente del sexo, pulsante, insaciable.

Ocultas saturnales, desperezos sabatinos cuyo gobierno deja en las manos del placer bruto e inmediato de esa hetaira que desafía al viejo catedrático y a los millares de libros con una sonrisa de fingida lascivia, unas medias de seda hasta medio muslo, desnudo el pubis, afeitado y aceitado de esencias, y una entrega mercenaria absoluta que, ya entre las sábanas, a ningún antojo hace remilgo, a  ninguna procacidad o insulto dicho en voz alta: que sea la boca y los labios pintados de rojo carmín el destino si no bastara la erección, carente de la rigidez necesaria para una penetración entre la rosa de las piernas.

La sierpe menuda y sinuosa se enrosca a él con pericia, apresa con sus piernas de seda el cuerpo viejo, blanco y fofo, aunque nada temeroso en estas lides del amor pagano, en ella se deshace, en ella se vacía, la penetra por el ano… ¡antojos! ¡Toma, oh nínfula de rosadas nubes!

Y, luego, vuelta al hogar de la vida beata, aliviado este feo cuerpo de viejo que no renuncia en sus exigencias, libre de deseo por un tiempo, pero sólo por un tiempo pues esta comedia de la carne nunca se acaba, de nuevo a encerrarse entre las cuatro paredes del ataúd tan querido de sus libros.

Cada loco con su tema.

Busque por acá, le dice el daímon al oído a Fiodorov

¿Cómo hacerlo?

Muchos triunfaron, muchos prosperaron, muchos asintieron, muchos callaron, muchos sucumbieron.

Pollo al chilindrón: magnífico: rustido, salsa y cebollinas al punto. (¡Ah, manjar de herreros!)

Acércame la cestita del pan, padre.

¿Un poquito más de vino, Fiodorov?

Y, dime, hijo mío, ¿todavía siguen los medios de producción en manos de los malvados?

Padre, tengamos la fiesta (comida) en paz.

Te juro por Dios que en mi vida he visto un proletario famélico, y en cuanto a los parias de la tierra con mochila a la espalda, éstos ponen rumbo a Holanda o a la India dopados hasta las cejas…

Padre, tercia JD conciliador…

Fiodorov baja la vista al plato.

Boceto, que quiere meter baza: Menesterosos e indigentes son inevitables en las sociedades modernas que…

(Calla, pequeño hijo de puta, mierdecilla, ¡qué sabrás tú!)

¿Confundes miseria con lucha de clases?, ¿mierda intelectual encuadernada en rústica con apremios de facturas, alquileres y billetes de metro?

Calla y come.

Salario justo no es caridad… cristiana ni de ninguna otra maldita especie, tercia Fiodorov al go cansino.

La pobreza en las grandes ciudades…, intenta argumentar de  nuevo con la boca llena Boceto.)

(Tú, afortunado tragaldabas al que todo le trae al fresco, calla, engulle, maquina satisfacciones, progresa en esa facultad de las bellas e inútiles artes…, cierra el puto pico, el mundo es tuyo, el siglo XXI es tuyo. ¿Pues no eres eterno?)

JD. (contemporizador): Warhol en Madrid…

¿Qué pinta éste aquí?

Negocios. Una patada y… a la eternidad.

Qué interesante…

Ha bajado a la tribu el Gran Engatusador.

Y por siglo y medio vamos: esta fue película bien montada y y filmada y mejor imaginada.

Muchos no triunfaron… antes, en el 83: bastan los dedos de la mano, diez a lo sumo.

(Y fueron unos cien mil los que abonaron con su ruina y su mierda el terreno propicio para que los diez de marras estiraran el pescuezo y sobresalieran por encima de la grisura universal y el fatídico anonimato: los triunfadores abonados por el estiércol de la vida y la muerte de los figurantes y fracasados.)

Warhol haciendo fotografías a todo el mundo con una polaroid, tomándose muy serio a risa el culto provinciano de un Madrid entregado al genio.

Cosa de judíos cultos y adinerados, saben lo que se hacen, como ese Vijande, el tipo de la capa de tan célebres histerismos de loca, apuntó Boceto el Enterado.

JD.: me interesa más la vida mental de un artista que su biografía física llena de anécdotas…

(¿Y eso?)

Warhol, que refrenda con su relamida plástica de envases de cereales y botes de salsa de tomate lo que ya asoma por las esquinas: pistolas, cuchillos y cruces.

Fiodorov: pronto alcanzaremos los tres millones de parados…

Y no será Troya, asegura el patriarca que empieza a sentir el latido del mundo en la entrepierna, enardecido por el repetido ramalazo de deseo que le acucia desde la ducha tibia de la mañana: a por la niña de rosa.

El 83 está lleno de triunfadores, chico…

Diez, bien cebados por la mierda y el detritus de los cien mil anónimos.

Los ochenta están sembrados de los cadáveres de los idealistas y soñadores, de los que esperaban un cambio que nunca se supo para qué: murieron de todas las formas y colores.

Tantos duques excelentes,

tantos marqueses e condes

e varones

como vimos tan potentes,

di, Muerte, ¿dó los escondes,

e traspones?

El socialismo ha llegado a España para quedarse (dice uno, cualquiera de ellos menos Fiodorov), así que ahora ya está todo conseguido (perdido).

Esta tarde del día 13 de julio de 1936, aliviado por fin el bochorno a causa de la brisa marina que desde el mar se cuela por las calles todavía con edificios bajos, a Brell el Viejo (entonces joven, jovencísimo satán) lo vemos andar próximo ya al chaflán de María Cristina con san Vicente y Emilio Castelar. Ha venido andando  desde la avenida del Puerto y embocado Paz desde la Glorieta, a paso ligero y, como casi siempre, va solo. Cuando llega a la altura del edificio Martí, acabado de construir hace escasos meses, enfrente ya del pasaje Ripalda, se detiene un instante, enciende un cigarrillo, parece meditar lo que va a hacer a continuación.

Una idea le asalta de repente. Reanuda el andar sin ocultar una sonrisa.

Le acompaña un libro. El libro intonso que sostiene, entre cuyos pliegos interiores guarda, doblado, El Mercantil, es “Oriente”, un relato pormenorizado del viaje que en 1905 Blasco llevó a cabo por tierras de Turquía, aunque antes, en los primeros capítulos, describe a vuela pluma algunos países de la Europa central, y hasta la página 110, de un total de poco más de 300, no alcanza los Balkanes (sic). El libro se detiene especialmente en la antigua Constantinopla. Se trata, en definitiva, de un refrito, un conjunto de pintorescas crónicas ya publicadas en diarios de Argentina (La Nación), México (El Imparcial) y en El Liberal, de Madrid. Lo publica la editorial valenciana Prometeo, con cubierta de Dubón, al igual que otras obras del autor. Los libros del novelista con portadas ilustradas por aquél, o por Povo y Pertegás, soy hoy muy cotizados. Al adolescente la edición en rústica le ha costado 4 pesetas. Según se afirma en la contraportada del volumen hasta 1924 se había vendido del valenciano cerca de 3 millones de ejemplares de todas sus novelas. Él tiene una buena colección de obras de Blasco Ibáñez, que compra directamente en las oficinas de la editorial, en la avenida de Germanías, o bien las solicita al apartado de correos. Su libro favorito es “Entre naranjos”, y la edición que atesora, a diferencia de las otras, modestas sin duda, es de un elevado precio: encuadernada en pasta de color marfil, con relieves y título plateados. La publicó Sempere, la editorial valenciana más prestigiada por el profuso catálogo de sus fondos. Ese volumen se lo regaló su padre cuando acabó el bachillerato con premio extraordinario, hace poco más de un año. Ambiciona el adolescente acaparar todas las obras del impetuoso y prolífico novelista (sólo lo conseguirá décadas más tarde, cuando Aguilar las publique compuestas en varios tomos encuadernados en piel).

Las terrazas de Emilio Castelar están llenas de gente. Los camareros, con holgadas camisolas blancas y el cabello pulcramente engominado, no descansan entre mesa y mesa portando la bandeja en la rígida y maestra palma de la mano. En muros y paredes el sol languidece, amarillo y tenue, frente a las sombras tajantes y sólidas que empiezan a agrisar la plaza. La multitud que llena los bares parece tener una sed infatigable, aunque sigue soplando el aire de levante, que refresca cualquier rincón de la ciudad veraniega. Frente al quiosco Moderno se detiene de nuevo y escudriña los titulares de los periódicos de la tarde. Todas las primeras planas con la noticia del asesinato de un teniente de asalto por grupos tradicionalistas. Intenta leer los titulares, pero está distraído por la agitación que le rodea, por sus propios pensamientos. Una mujer pasa a sus espaldas, deja tras de sí una estela fragante que le envuelve, que casi le embelesa. Queda pensativo. Y de repente, aún sin apartar los ojos de los periódicos, un sentimiento de triunfo, de absoluta esperanza le embarga otra vez. Se nota en el umbral de todo, a punto de cruzar la línea que separa los sueños de la realidad acuciante.

Decide soñar, todavía no es lo bastante hábil para hacerlo a través de su propia identidad. Sueña: es un galán de cine, o un villano, un gángster derrotado por la melancolía, un romántico perdedor con el cigarrillo entre los labios. La aventura aguarda. Tiene la prestancia, la camisa blanca y el pantalón azul claro de sastrería, la intención, “pasta” en el bolsillo. Todo puede ocurrir.

Decide soñar, pues.

Se apoya contra la esquina de Sangre, junto a un rimero de periódicos en el suelo, que el tipo dentro del cubil del quiosco no pierde ojo mientras trajina en sus ventas menudas. Bernardo Brell coge el suyo de entre las páginas del libro. Despliega el diario tan incómodo con el libro en las manos. No lee, sólo espera. Piensa en grandes hombres, aquellos que saben moldear el destino, como dándole la forma de ellos mismos, ajustándolo a sus anhelos. Como Azaña. Como Blasco. O el mismo propietario liberal de El Mercantil Valenciano, un tipo de leyenda: se dice que todas las noches, después de pagar a los empleados y los costes de la imprenta y distribución, el diario le deja mil pesetas de ganancia. Todavía no lo sabe, pero tiempo después conocerá a uno de los hijos bastardos del periodista potentado, que se hará su mejor amigo, y que, ya convertidos uno en catedrático y el otro en avezado guionista de tebeos (escribirá más de dos mil guiones), no interrumpirán su amistad hasta la muerte del escritor de aventuras. Aunque, ahora, el futuro catedrático aún anda de personaje. Simula leer, como simula fumar conteniendo las toses. Vuelve la hoja hasta dar con la programación de espectáculos. En el Lírico, una película con Imperio Argentina (ni hablar, huye de las españoladas); en el Coliseum, Gary Cooper (podría ser…); en el Olympia, reposición de ¡Mío serás!, con Jeanette Mac Donald (a la que adora)… Pero en esta ocasión no va a meterse en un cine. Dobla por enésima el periódico y se pone en movimiento como un autómata, como un doble más heroico, misterioso decidido de sí mismo. Recorre Sangre, cruza san Vicente y enfila la inmunda y sombría Velluters con paso calmo (levita sobre las aceras).

Diez minutos más tarde llegó a una degradada calleja poblada de peligros oscuros. Se hallaba frente a un portal casi tenebroso apestando a filtraciones de gas subterráneas, a olores infectos. Un poco más allá algunos hombres y mujeres, pegados a las paredes desconchadas, susurraban entre ellos. Dio un paso adelante y traspasó el umbral de la entrada. Al fondo, al costado de una angosta escalera, en lo más denso de la penumbra, descubre el fulgor de unos ojos de mujer que brillan desde el hedor y la humedad. Excitado sube los peldaños de madera tras la mujer que le precede.

Ya no existen los palacios de invierno, El Palacio de Invierno era un bibelot de helado cristal comprado en la sección de decoración de El Corte Inglés que se ha derretido al primer calor de la primavera:

tipos y tpas que urdían las revoluciones ahora son propietarios de pubs, tipos que se rasuraron las barbas y pintaron sus labios ahora se besan entre ellos: trasiegan con heroína, con ácido, llenan las tripas de las nuevas generaciones con litros de alcohol adulterado, cocaína cortada y la luz chillona y la música embrutecedoras pero anestésicas que adormecen las ansias de la aventura social y política, el mundo es algo que hay que tocar con las manos y sentir su solidez terrena y su cielo negro y la mugre de su piel-corteza en la carne, degustar, palpar, corromper: el pensamiento es la traición, sé adulto de una vez, celebra la presencia invisible del diablo, abdica de cualquier puesta del revés, reniega de los dioses visibles que se gozan en el dolor y la fatalidad colectiva, esos dioses del símbolo y una imaginería tan engañosa pero tan efectiva y seductora como sus ojos de vidrio, puros abalorios tan adorados por esos humanos amantes de alegorías y transmutaciones…

No eres tú un ángel caído, eres quien abomina de los predicadores y su moralidad unidireccional, quien hace oídos sordos de los parlamentarios ilusionistas que disfrazan la realidad y sus diarias pestilencias con sus sermones bienintencionados y sus trucos de charlatán de feria…: sueldan a las palmas de la mano los billetes siempre renovados de la sinecura, funden sus posaderas y culos fondones a la madera y al terciopelo de las poltronas: imposible ya arrancarlos de los tronos y los sillones suntuosos, blindados a la excelencia, lejos de lo común y la correría gris de los días del trabajo.

Pero siguen vistiendo igual que en años de algarabía…

Sólo fachada, amigo Panza.

En el 83…

¿Existen los ángeles?

Caídos…

Sin alas…

Las panas y franelas han trocado por paños caros, los cuellos al aire por la seda de las corbatas, la bota de piel vuelta por el tafilete.

Los ángeles caídos no son verdaderamente los que cayeron de verdad en el abismo, los que se destruyeron hasta pulverizar sus huesos con toda clase de sustancias, miedos, derrumbes y fracasos, los que huyeron al único lugar que les quedaba más allá de los desengaños y que no era sino la muerte lenta de los paraísos artificiales o la muerte rápida y certera, sin temblor, por propia mano, que facilita la cólera, el asco, el abatimiento final o la nada todavía con los ojos abiertos y el cuerpo derrumbado.

Los ángeles caídos sobreviven, veinticinco años después, con los pelos blancos (o pintados de oscuro, o de un rojizo penoso) y los cuellos abultados de animal bien cebado, siempre a las dos y media en punto de la tarde, en restaurantes de luces discretas,  mantel de lino y servilletas de tela de bordes ribeteados en las mesas y paneles de madera por doquier. Los ángeles caídos son los que han pactado con el dios de las buenas personas y olvidado al diablo y sus zarandajas revolucionarias, aguardan sentados a la mesa de esplendente cristalería el consejo susurrado del sumiller (mas no sólo los caldos de la bien abastecida bodega requieren una sabia recomendación, de tal modo han de evolucionar los tiempos de la gula y el melindre hortera que se demanda el dictamen del especialista en aguas, el especialista en aceites, el especialista en panes…), pues así se las gastan los ángeles caídos, sólo ellos atisbando las proas altivas que hienden en su próspero viaje el mar en calma y calculando a ojo de buen cubero los cargamentos de oro que se amontonan en las tripas de las naves que ya asoman las velas por el horizonte dorado y azul del Quinto Centenario. Los ángeles caídos verdaderamente son aquellos que no se contentan en olvidar lo que eran y arremeten contra los que siguen siendo lo que eran en años de penuria, cuando los ideales trazados en una servilleta de papel (¿podrías asegurar que lleno de pringues?) en el bar proletario de la esquina guardaba el mismo poder mortífero que una bala de cañón proyectada contra los injustos muros de la plusvalía: no existe nada peor para los ángeles caídos que los cómplices de antaño convertidos en testigos indeseables hogaño.

Los ángeles sin alas, que nunca cayeron, sucumbieron al estilo de la época con todas las de la ley del fracaso, el estupor y la mala conciencia de saberse inútil ante las habilidades y concursos que exigían los nuevos tiempos, ellos fueron la cofradía alegre de la autodestrucción, miles de ellos engarzados en una rueda dentada que no les soltó hasta que les supo muertos, triturados, bien muertos a pesar de sus bocas parlantes y los aspavientos de las manos que disimulaban una extrañeza demasiado próxima a la desesperación para que alguien se tomase la molestia de dar explicaciones a sus interrogantes: son carne de cañón, aseveró (sin equivocarse) el cronista.

Sylvia quema dalias amarillas en el altar solar.

Assí que ninguno espere,

en tanto que desterrado

y ausente

de aquella gloria estuviere,

que ningún humano estado

le contente.

Que escojas la lentitud en el suicidio no es cosa que valga mucho la pena analizar.

(Mejor la muerte a chico vuelo, pero…)

Beber hasta las heces es lo español. Hasta el fondo del vaso. Sin perder la voz ronca y pastosa.

No el discurso de un idiota a secas.

Sin ruido, sin horror. Con desprecio cervantino.

Miraban a la muerte a los ojos. Voy por ti, puerca.

(Estoy seco, dijo. Y le sirvió un vaso de agua. He dicho que estoy seco, no sediento, hijo de la gran puta.  Y le sirvió un coñac que laceraba hasta el alma de las piedras.)

El trajinar parlante de los beocios a causa de los muchos vinos trasegados en la taberna de los vientos, lenguas mareadoras, ideas descabelladas, son de gran marejada.

Los he visto a puñados, y estos pueden ser los hechos de los apóstoles… mudos, ya sin predicamento, haraposos… ¡y sin prédicas! Hay que tenerlos silenciados como sea.

Cortadas las lenguas. Pues vuelve tus ojos al profeta, al que lo supo, el que no se dejó arrebatar por el lodo…: la sangre caída del vencedor y el derrotado se mezclan entre sí, tiñen la tierra: esa gran mancha no augura nada bueno ni siquiera en tiempos de paz.

¿Quieres que te diga donde han ido a parar en el 83 Marx, Gramsci, Althuser y demás gente de la cofradía de los empeños inútiles…?

Se han convertido en píldoras para dormir de diversos colores. Existe una fábrica al respecto en el polígono industrial de un lugar que no recuerdo: millones de cápsulas, comprimidos, pastillas...

Felices sueños, dijo uno con la última jeringuilla, la que había de matarle, clavada en el cuello: y se vino al suelo como un fardo de ropa sucia, lentamente, desmoronándose sobre sí mismo, sobre su propio hedor, sin hacer ruido…

Postales desde España, 1983 y ss.:

Para todos los gustos.

Qué país: en el 83 todavía es demasiado pronto para el logro de una reconversión que disipe finalmente los fundamentalismos que se ocultan por doquier, las víctimas, felices y prodigiosas, vuelan entre las nubes: un guardia civil dispara varios tiros conminativos al aire, uno de los cuales alcanza a un joven volador de los cielos y lo mata.

Pedir cotufas en el golfo.

Un cura trabucaire (agustino por más señas) arremete arreando crucifijazos a diestro y siniestro sobre los lomos de los infieles: ¡Arrepentíos, morralla mahometana!

Bajad los brazos, templad los ánimos.

Ante la expresión amenazadora del individuo (sic), un policía de paisano extrae su arma reglamentaria y en legítima defensa le dispara tres veces en el pecho. El individuo (sic) murió en el acto.

Cuidado con las miradas.

Más vale curar que prevenir (sic).

Un español de la Legión Extranjera francesa acompañado por otros dos camaradas de nacionalidad gala durante el trayecto del expreso Paris-Ventimiglia, irrumpe en el departamento donde se halla medio dormido un ciudadano argelino, le golpea, lo acuchilla sañudamente sin mediar palabra y todavía con vida lo arroja del tren en marcha: Me había mirado de mala manera; además, a mí, cuando veo un moro, no sé por qué, me entran ganas de darle candela, declararía posteriormente el caballero legionario.

La diversión preferida de los futuros guardias civiles es jugar a la ruleta rusa: siete de estos aspirantes, después de haber ingerido varias copas del bravo y terrible Fundador o una docena de sol y sombra, mueren al año a consecuencia de reventarse la cabeza de un balazo.

¿Sabía usted que las armas reglamentarias de la policía nacional se disparan de manera fortuita?

El diablo, el diablo que las carga…

El Diablo, que la tiene tomada con los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.

Ni cantimplora ni macuto:

¡Vais a saber lo que es bueno, peludos de mierda!

En los ejercicios de supervivencia de los soldados españoles en este año de Señor de 1983, una de las pruebas consiste en alimentarse de plantas venenosas y beberse la propia orina. Son  numerosos los reclutas que acaban ingresados en las unidades de cuidados intensivos.

Colores de sangre y oro…

Soldadito español, soldadito valiente.

Los militares retirados adictos a la televisión, algo gruñones algunos de ellos, logran acallar los molestos gritos de los niños en los parques disparando su pistola varias veces al aire. Entonces, se produce un silencio benéfico, lenitivo, sin par, oh, los edulcorados paisajes de Disney...

Sin tregua, con la ley y la constitución en la mano, combatiremos  el terrorismo criminal que campa por nuestra geografía nacional, asegura el nuevo ministro del Interior, sujeto de rasgos ecuestres que una década después terminaría entre las rejas de una cárcel acusado de complicidad en varios casos de secuestro, torturas y asesinato por mandato de altas instancias.

Galopa, ganapán.

Era una España de sucesos, dijo el cronista de dientes amarillos.

Era una España de cañitas de cerveza, gambas a la gabardina y calamares a la romana, dijo el articulista de fin de semana.

Era una España del coñac de los Veteranos y las japonesitas trufadas de los sábados, dijo el ensayista liando el bravo cigarrillo de cuarterón (o el brutal, retorcido y acre caliqueño del marjal valenciano).

Era  España una, libre, grande.

Era una España de pandereta y pronta de navaja: la sangre corría por las calles.

En el ardiente verano del 83 los ánimos se caldean con la celeridad de un pestañeo: la noche del viernes del 5 de agosto dos agentes del orden, fuera de servicio desde el día anterior, borrachos por completo después de haberse trasegado dos botellas del explosivo whisky Dyc durante toda la tarde mientras ojeaban (sin hacer caso al mínimo texto) las sobadas páginas de media docena de revistas pornográficas, franquean tambaleantes el rojo umbral del puticlub Alba Dorada que, sumergido en la noche, se alza silencioso y tentador iluminado por un arco en forma de corazón e hileras de bombillas de luz rosa a un centenar de metros de la carretera V-234 en dirección Sagunto-Burgos, kilómetro 12. Un instante después, sentados en los taburetes, se acodan en la envolvente y excitante penumbra de la barra, junto a la cual, en pie, se halla un tipo callado de expresión torva que mira inquisitivo los bultos que sobresalen por debajo de las livianas saharianas que visten y que dejan adivinar de inmediato la profesión de los compadres en farra. Los agentes piden sendas copas de JB (Sin esos cubitos de hielo para maricones, advierte uno de ellos) e inician una corta conversación con la  camarera que les ha servido con gesto serio y receloso. Preguntan por Fátima, La Mora (natural de Mahbes, Marruecos, de 29 años, soltera), ya que alguien les había hablado maravillas de una puta mora del Alba Dorada que te deja para el arrastre sólo con la boca, así que horas antes se les había ocurrido tirársela al alimón: Uno por delante y otro por detrás, además de comprobar eso… de la boca, señor juez, pero sin hacer daño a nadie, confesarían más tarde. La camarera, Gladys (Antonia Peris Cebolleda, natural de Nules, Castellón, de 29 años, soltera con dos hijos), les indica que La Mora  está en uno de los pisos de arriba, cumpliendo un servicio. Nuestros hombres sonríen desdeñosos, se miran uno al otro, apartan a un lado al chulo, Anthony (Manuel Cabrales Murcia, natural de Orihuela, Alicante, soltero, de 35 años de edad, sin profesión conocida), que ni despega los labios, y con las copas en las manos ascienden los peldaños de la escalera en un extremo de la barra. No han transcurrido ni cinco minutos cuando bajan a trompicones por los estrechos escalones tres tipos con el torso desnudo, los pantalones aún sin abrochar, la camisa en la mano y el semblante crispado por el miedo y los bufidos. Luego, silencio. Arriba, además de los dos agentes de la autoridad, han quedado las dos putas y Fátima, La Mora, que atendían a los precipitados clientes, ahora en sus respectivos coches y ya a un par de kilómetros del Alba Dorada. Abajo, Anthony y Gladys se ponen a jugar a los dados en silencio. Durante un rato todo está en calma, sólo se escucha el ruido seco de los dados al agitarse en el interior de los cubiletes de cuero y, acto seguido, el golpe escueto contra la pulida madera de la barra tenuamente iluminada. Había pasado poco más de media hora desde que los policías subieron a los pisos de arriba, señor comisario…, refirió más adelante Gladys, histérica y con los ojos alucinados… De repente se oyeron exclamaciones de mujer, unos gritos desgarradores, blasfemias balbucientes pero rotundas, derribo de muebles, más gritos y… seis o siete disparos: La Mora había recibido dos tiros, uno en la cabeza, y el otro en el bajo vientre: murió en el acto; de las dos putas, Wilma (Concepción Hurtado Vientos, natural de Albacete, soltera de 21 años) murió mientras era trasladada al hospital de Sagunto con dos balas en el cuerpo, una en el cuello y otra en la espalda, y en cuanto a Serena (Carmen Moratinos Corripio, de 26 años, natural de Requena, Valencia, soltera), logró sobrevivir tan sólo dos días a los tres balazos que le dispararon casi a bocajarro en la nalga izquierda, en el estómago y en la vagina. Cuando llegaron varias dotaciones de guardias civiles los dos agentes del orden yacían desnudos y dormidos sobre una cama, ambos con las pistolas asidas aún en la mano; caídos sobre el suelo de la habitación se hallaban los cuerpos asimismo desnudos de las tres mujeres, ensangrentados e inmóviles. Ninguno de los policías de paisano opuso la menor resistencia al ser arrestados y esposados. Sentados frente al juez, declararían que no recordaban absolutamente nada, que se hallaban bajo los efectos del alcohol y que, en todo caso, su intención no había sido herir a nadie ni mucho menos disparar contra inocentes mujeres desarmadas, y que sólo un rapto de locura inducido por las perniciosas consecuencias de la bebida podía explicar lo sucedido. Los hechos acaecidos aquella noche del viernes 5 al sábado 6 de agosto de 1983 no se harían públicos en los días siguientes por ningún medio de comunicación. Lo cierto es que no se informó de lo sucedido nunca. Los cuerpos de las tres mujeres muertas no fueron reclamados por sus familiares, así que permanecieron en los nichos refrigerados de la morgue del Instituto Anatómico Forense sin que nadie se preocupara por ellos. Pasados treinta días de la autopsia, los cadáveres fueron  destinados a la facultad de Medicina de Valencia. Eran tres cuerpos jóvenes de mujer que, bañados en formol, darían mucho juego a los carniceros aprendices de matasanos.

Malos tiempos para la lírica, canta una generación al son de un pop (en el fondo, y no demasiado en el fondo, angelical, inocuo, de un letrismo de andar por casa).

En los mapas de la causalidad, el punto donde se encuentran las armas que se disparan de forma abrupta e imprevisible se halla en línea recta del otro extremo donde residen las enajenaciones mentales, las brutales borracheras y la fatalidad fortuita, es la ecuación de la España en transición de cien banderas y solar de caprichos goyescos: ¿El mundo? Prefirieron tener garras y colmillos que almas.

Una España de sucesos… aquella, la que acaba mal, la de todas las historias, españa amarillenta como los huesos sin desenterrar de los perdidos, los ignorados de las fosas comunes.

En el 83, bien sedimentado del 82, del 81, del 80, prolegómeno ejemplar de los siguientes 84, 85, 86… :

En este país ahora de todos los demonios a los acróbatas alemanes se les dispara a matar si sus piruetas no resultan, digamos, suficientemente vistosas a los ojos de quienes guardan el orden en las calles, y una vez con el plomo en el cuerpo, si no mueren, que se vuelvan (comatosos) a sus casas allende nuestras fronteras,

En ese país llevado en volandas por todos los diablos colorados, dos tipos miembros de Fuerza Nueva, un partido de extrema derecha con derecho a pistola y tiro al aire, secuestran a plena luz del día a una joven sindicalista de diecinueve años, a punta de pistola la meten en un coche, la trasladan a un descampado a las afueras de Madrid, la obligan a salir del vehículo, la zarandean, la denigran, la tumban al suelo de tierra y le pegan dos tiros en la cabeza sin mediar palabra. ¿Tú sabes como suenan las balas al atravesar la piel y la carne, al reventar los finos vasos sanguíneos y perforar y romper los huesos de la cabeza?, es como un crujido, como un chasquido seco y repentino, como suenan los pedazos de un tronco al que se le astilla en dos mitades de un solo golpe. Cosas verás que han de horrorizarte… y otras que aún han de maravillarte: pasado el tiempo, detenido, confeso y juzgado el criminal de los raptores que a menos de un metro descerrajó los tiros a sangre fría en el cráneo de la joven (el otro, el que la remató ya en el suelo, ni siquiera ingresó en prisión), lograría fugarse dos veces de la cárcel, aunque sería apresado de nuevo en las dos ocasiones. Finalmente quedó el libertad y con la pistola enfundada en la cintura y un nombre supuesto (documentos y carnés al por mayor, pregunte en comisarías y cuartelillos de la benemérita), empezaría a trabajar de técnico y asesor del Servicio de Criminalística… ¡para las fuerzas de seguridad de la Guardia Civil! Esta actividad sólo se descubriría tres décadas después del asesinato de la joven de resultas de una investigación periodística.

Qué país, Miquelarena…

En aquel país de la corte de los milagros dos números de la Guardia Civil la emprenden a puñetazos contra un pobre diablo que había acudido a denunciar el robo de una motocicleta de su propiedad y sale del cuartel con los ojos reventados; los belgas, valones o flamencos, pobres de ellos, guardan extraordinario parecido con delincuentes, por lo que son aporreados y heridos  sin contemplaciones hasta que el brazo del orden se cansa de propinar justicia, aunque peor suerte corren los turistas franceses a los que se les da muerte sin causa alguna, así, a navajazos albaceteños, a golpes de faca como en la Guerra de la Independencia, o a metralleta de fogueo, como en la Guerra del Perejil; los jóvenes rebeldes con estudios o sin ellos son asesinados en el nombre sagrado de Cristo Rey, ni obrero ni estudiante, dios de los guerrilleros; algunos policías antidisturbios borrachos (o todavía bajo los efectos de las drogas que les administran para que pongan mayor celo en su trabajo y tunden las espaldas de obreros y estudiantes con todas las de la ley en cualquier intento de solidaridad ecuménica, sin escrúpulos tontainas) promueven incidentes callejeros de gran violencia y otros de la misma cofradía son detenidos por  su segundo empleo de atracadores; un juez manda encarcelar a dos fotógrafos que logran obtener durante una manifestación pacífica la instantánea de dos policías disparando tiros (y matando) por la espalda a dos estudiantes cuyas únicas armas en las manos son los libros de texto, qué cosas de los jueces y las jueces, qué volatineros togados de mente y ocurrencias, pero qué le vamos a hacer si las armas reglamentarias (que no los libros) se disparan solas, ¡ah, las fuerzas del orden que protegen hasta la muerte mis bien ganadas oposiciones, mis togas y encajes de letrado, los emolumentos, la sinecura oficial!

País…

A ver si nos entendemos (o no nos entendemos): ¿estamos en un estado policial?, ¿estamos en un estado policial de terror?, ¿y quiénes se ocultan tras los fornidos espaldones de esos policías armados que disparan a mansalva contra ciudadanos desarmados de carne blanda y perfectamente perforable?, ¿en nombre de qué dioses y de qué orden, padre, decías prefiero la injusticia al desorden, que yo te lo oí, por éstas, envían a las calles a esos ejércitos de drogados y borrachos criminales con licencia para matar y acribillar inocentes?

País…

Esta es mi casa, propiedad de la palabra (…) Esta es mi patria. Horadar dormida piedra, hasta encontrar españa.

Un policía dispara contra un coche que no ha logrado detenerse en un control: una de las balas da de lleno en la cabeza de un bebé de quince meses: muere en el acto, otro que nunca sabrá nada de nada; ¿sabía usted que en el 83 el 47%  de los miembros de las fuerzas de orden público se emborrachan al menos cuatro veces al mes?; cinco jóvenes obreros, el de mayor edad contaba 32 años, 17 años el menor, son prácticamente fusilados (y muertos) por policías al salir de la catedral de Vitoria, después de haber culminado un encierro de naturaleza sindical; una semana después, durante una manifestación pacífica de protesta por esas muertes injustas, otro trabajador es tiroteado (y muerto) por  policías del mismo cuerpo; un miembro de la Guardia Civil dispara al azar durante una noche calurosa de julio: una joven vasca resulta muerta al ser alcanzada por una bala;  un estudiante de 19 años que realizaba una pintada sobre un muro (Pan, Trabajo, Libertad) es muerto a tiros por varios guardias civiles; seis policías acribillan a un joven estudiante al ser confundido con un delincuente, y dos semanas después del asesinato son puestos en libertad; dos estudiantes de 19 y 20 años mueren a consecuencia de las heridas producidas por miembros de una alianza apostólica; un estudiante pierde la vida al dispararle a bocajarro en la cabeza un policía nacional; un joven, al negarse a llevar corbata por imposición del alcalde en el baile de la fiesta mayor de su localidad, fallece de un disparo efectuado por un guardia civil; una bala de goma disparada por un policía antidisturbios se estrella contra la cabeza de un estudiante que muere en el acto; durante una carga policial una joven es aporreada salvajemente y muere a consecuencia de un derrame cerebral; un ciudadano acude a la comisaría de su distrito a recoger su renovado documento de identidad y sale de allí con lesiones graves; un policía nacional mata de cuatro tiros a un sindicalista; durante la Diada un joven de 16 años resulta muerto por un policía nacional; un policía en estado de embriaguez se lía a tiros en una discoteca, muere una persona y  otras siete son heridas de gravedad; en una manifestación ciudadana de carácter meramente municipal (¡Queremos agua!) un niño fallece durante la carga policial; el vestíbulo del teatro Valencia Cinema, donde se representaba la obra Teledéum, es tiroteado desde un coche conducido por miembros de la extrema derecha, se cuentan más de veinte impactos de bala…

¿Qué comedia es ésta, señor?

¿Drama o comedia?

La única que existe, y por fuerza ha de ser la que nos complazca… El telón bajará, sin duda:

El Gran Teatro del Mundo.

Entonces, todos a casa.

Enajenación mental transitoria: seis meses de prisión y otra vez a la calle con la gorra de plato o el tricornio coronando la testa, los cojones en su sitio… y la pistola en la mano.

Así que 1983, un año como otro cualquiera más atrás o más adelante.

En 1983, aunque vos no lo creáis, lector, los campesinos que abren los surcos en sus campos aún mueren saltando en pedazos por los aires al hacer estallar los arados que arrastran las bombas oxidadas de la última guerra enterradas bajo la tierra en barbecho.

Una Guerra Civil para recordar: recuérdalo tú y recuérdaselo a los otros.

Seguid así,

hijos míos,

y yo os prometo

paz y patria feliz,

orden, silencio.

VIH.

Por fin nos conocíamos.

Ahora ya sé tu nombre y apellidos, dijo: 1983.

Dio lo mismo: se escapó.

Los ángeles caídos habían volado muy alto muchos años antes, era de prever que la caída no se haría esperar.

Impromptu:

El sábado 31 de marzo de 1962, podía haber sido el jueves 31 de marzo de 1983, el señor Gil de Biedma, muerto a causa del sida en 1990, podía haber sido perfectamente en 1983, y el señor Gabriel Ferrater, previo suicida confeso (Puesto que no quiero oler nunca a viejo, a los cincuenta años me quitaré la vida, proclamó sin pestañear, y así lo hizo en 1972, pero podía haber sido en 1983, a los 61 años de edad, sólo que prefirió,  extremadamente fiel a sí mismo, acabar a los 50 redondos, qué le vamos a hacer.), cenaron juntos y fue… como en épocas anteriores, recordó uno de ellos: se bebió en abundancia, hablamos sin parar y absorbentemente de los amigos, de la vida, de literatura y de la sífilis…

Y entonces cayó en la cuenta: todo lo bueno que la vida le había ofrecido había sido muy fugaz… pero tan fugaz como había sido lo malo: rojo o negro, qué más da.

En el 83, el viejo Brell continúa leyendo las conversaciones de Goethe con Eckerman: Cuanto más sabio el observador, peor observa: más tarde o más temprano los teóricos siempre pierden la inocencia y todo acaban mezclándolo con elementos totalmente subjetivos.

¿Qué está sonando?

Impromptu:

En realidad, el nº. 2 para piano de Rachmaninov: exactamente las notas 73.527, 73.528, 73.529, 73.530… Brendel al piano: aún por delante 30.000 notas más.

Prepara la coyunda (a cada nota se siente más heroico).

Haydn para las tardes sosegadas, la inevitable melancolía del crepúsculo, o las alegres mañanas.

En octubre de 1827 Hegel visita a Goethe, quien no duda en atizar fuegos no fatuos: es lamentable el abuso que se hace de la dialéctica para hacer pasar lo falso por verdadero. Por mi parte, afirma el poeta al filósofo, voy a consagrarme por entero a partir de ahora al estudio de la Naturaleza.

(Y cambia con sus lectores versos por bombones: El cambio me es sumamente favorable.)

El viejo Brell apresura el postre, tarta de calabaza, y el café, muy cargado. Un poco de reposo antes de la cópula… o la mamada, depende cómo anden las cosas del cuerpo… y de la mente. Aunque, bien pensado, mejor, mucho mejor la mamada de esa boquita descarada pintada de rojo, piensa nuestro hombre con la cucharilla en la mano, mirando el platillo postrero, sin alzar la vista, temeroso de chocar la mirada con la de alguno de esos tres cancerberos de sus costumbres al acecho de sus flaquezas, de sus secretos que no pecados: Estos que entretengan la sobremesa con David, el gnomo. Yo me largo chez putita y la rosa de sus medias.

Viejo y condenado Brell: éste pernocta de día, después de la siesta reparadora (pero con los ojos abiertos, mecido por la música), preámbulo de la morosa cópula, del deleite embriagador de las guarrerías. Descansa el viejo cuerpo bien cebado: dale una tregua a los placeres, y luego…

Más te valiera, padre, cambiar Goethe (con su fría alma de bronce, su busto de mármol, su mueca de contención germánica) por Stendhal (de carne tan endeble como la cera, resignado burlón de sí mismo, divagador recalcitrante, ¿masturbador?)…

Calla el Brell viejo ante esos tres, carne de mi carne, sangre de mi sangre, como un dios los he creado (aunque para ello tuvieras que precisar de mujer, se sorprende pensando horrorizado). Barro, al fin.

Calla.

Vida de Henry Brulard:  El silencio altanero y español.

Sabrás  por este romántico empedernido Beyle que los científicos de la época, hacia 1822, mataban mil ranas al mes con objeto de culminar con éxito unas investigaciones de naturaleza respiratoria que pusieran remedio a las enfermedades del pecho de las mujeres bonitas: Querido amigo, en París el frío y la niebla gélida mata a la salida de los bailes a mil cien jovencitas cada año.

Desperdicio escalofriante y socialmente inaceptable esa montaña de jovencitas  románticas, sensibleras, enamoradizas viniéndose abajo pálidas, enflaquecidas, vírgenes de ojos aterrorizados ante la muerte, de miradas exánimes, desfallecientes...

Esta pequeña cortesana de medias de color rosa, de seno poderoso, de ojos entrecerrados capaces de aniquilarte de pasión y de furia… ha de sobrevivirme cien años: matarás al viejo pordiosero de músculos débiles y huesos enclenques de un infarto, este cuerpo tieso, despellejado, flácido y frío que cabalgas enculada.

Pero dejemos estos vanos pensamientos que sólo pueden conducirnos a la angustia. Carpe Diem: ¿quién va a negarlo?

Cuadros de época: JD. con Quimera en las manos, apurando el Rioja de la copa; El Viejo Topo acapara la atención de Fiodorov y… Boceto, que ojea la Turia, que también lanza disimulados pero inevitables vistazos a la pantalla, David, el gnomo, que se sabe El Elegido de los Brell, que conoce muy bien que el futuro es suyo porque lo único que ama de verdad, y a ello se aferra (nada de tabla del náufrago, viaja en crucero de lujo y barra abierta), es el presente.

Antes, durante el condumio, zahiriendo el terrible viejo Brell a Fiodorov, aún dando cuenta del primer plato:

¿Intentabas salvar el mundo?

Intentaba salvarme a mí.

Luego, tú eres tu revolución.

Ahora, así lo creo: lo demás importa un carajo.

Ese viaje no necesitaba de alforjas, un caminillo de poco trecho y escasa sustancia. Aprende de Boceto: come y calla: silencio altanero y español.

1983: de los corrientes.

La arruga es bella (maldice nuestro viejo).

VHI y cuantos ángeles caídos, cuantos inocentes. Como fichas de dominó.

(En memoria de M.P.F.)

Alternativas si conoces el mal

es el entretenido y pavoroso cálculo

que evita la complicidad

y distrae la comprensión.

Cerradas las ventanas

por el viento que brama.

Ya en el otoño gris,

agostadas las flores.

Bajo el pálido sol

se barrunta la lluvia

que no ha de sembrar la tierra de frutos.

El espacio (y tal es la eternidad)

agobia la mañana triste y difícil.

Aún lo veo, aunque ya no sufro.

Tampoco él. Está apoyado

contra la pared. Junto a la ventana.

Quieto y silencioso.

Vestido sencillamente de leves tejidos

(no aguantaría mayor peso su piel tenue).

Está su bello perfil de enfermo dorado por la fiebre.

Y acaso por el miedo. Sus ojos son agua y fuego a la vez,

un líquido estático que apenas penetran las cosas.

Mira afuera las horas que lo matan,

los otros que trajinan,

el día consumiéndose

en la calle agitada y sucia, el mundo

más allá del cristal...

Mirada la mía culpable, mirada del recuerdo que no libra del remordimiento. Y así, su figura trémula contra los paisajes de la luz, aquellos sus últimos instantes, me son revelados tan delicadamente.

Los ángeles caídos fueron aquellos (son estos) viejos barrigudos y con dientes postizos y aliento podrido, jugueteando como posesos con los comprimidos azules de Viagra, que acabaron su vida desnudos y de miembros blanduzcos, inermes, de repulsiva flacidez, infartados fulminantemente sobre cuerpos bellos y jóvenes a los que triplicaban en edad, con las billeteras bien surtidas y entregándose a los cobardes chequeos clínicos puntuales, jugando con los palitos de golf en El Escorpión.

Los ángeles de los abismos han apurado el fuego de sus vidas hasta chamuscarse los dedos y quemarse del todo. Una redención posible y, en sus casos tan previsibles, obligada: la propia destrucción. Eso redime de todos los errores y de todas las perezas. La redención era precipitarse en la espesura, arrojarse a sus fauces profundas y negrísimas y si antes de sumirse en su oscuridad lograban imaginar todavía con el corazón latente su infierno insondable, tanto mejor: sé perfectamente adónde voy, te dices en el vuelo en picado. Anticipar el acabose es lo mejor, pero entrever de verdad el final de todo y para siempre, sentirse al igual que el ahorcado que no se ha roto el cuello de golpe y se asfixia lentamente hasta morir, colgado en el vacío, sabe que su muerte ya es irreversible, que no hay vuelta atrás, que sólo le espera la nada, una nada sin cielo ni infierno, una nada donde no están ni los muertos de antes ni los vivos de ahora ni estarán los muertos de después, la nada perfecta, absoluta: ángeles sin alas ni soles que les hagan resplandecientes, directos a las tinieblas que pronto dejarán de ser tinieblas puesto que la muerte todo lo borra: claridad y oscuridad: nada.

Una muerte lenta… en vida. ¡Qué afrenta al origen!

Estos sí son hermosos y malditos por humanos, demasiado humanos…, eternos.

Hermosos, malditos y… únicos (no volverán, ellos, eternos).

Bonita cronología del desastre de la guerra particular, propia.

Sin nada que temer, desafían a la vida a dentelladas. A ver quien puede más, hija de puta. Y… siempre pierden, pierden a pesar de sus golpes bajos, de sus trucos de feria, de sus artimañas de seres diabólicos, de su condición de niños de oro que retaron al cosmos desde su mundo pequeñito, vulnerable y reciclable. Pierden porque en realidad no tienen ningún arma comparable con que hacerle frente a una naturaleza vasta, plural y omnímoda (se los zampa a las primeras de cambio, doraditos, brillantes, calentitos), y si la tienen en seguida la malogran por inhábiles y confiados, son bravucones de palabra, vociferantes muñecones a los que es muy fácil cortarles los hilos y dejar que se desplomen con la lengua fuera… en el vacío, en el asilo blanco de un psiquiátrico o en el sucio y hediondo suelo de una celda con las paredes heridas de lamentos, sangre, gritos y súplicas grabadas a punta de uña.

Los niños de oro de la época…

(Vanitas

Cierra los ojos.

Ve, garañón:

la galopada infinita,

libre y valiente

hasta la verde montaña

donde los lagos, la nube,

el viento y el cielo,

cabalga las verdes

llanuras, la loma,

y abate el ciervo.

Yo quería la eternidad…

Todos queremos la eternidad en vida, pero ¿en la muerte…?

Ya lo sabes, lo sabías desde el principio: arroja la moneda al aire: ella es la muerte: si sale cruz gana, si sale cara pierdes. Nunca comprarás nada con esa moneda ni nada podrás canjear con ella: es tu billete del regreso inexorable, y, tú, ahora de latón sin bruñir, al último pálido destello, a lo oscuro.

La vida tiene esa carta terrible, esa figura siniestra del tarot, ese comodín, esa bola negra: te mata. Envidar con ella es grotesco: ella tiene todos los ases y a ti te la van a dar, al final, con bastos, te van a dar sopas con honda y de todas las maneras.

Por entonces siempre estábamos de fiesta.

Dionisos, y un profundo desprecio por todo.

¿La vida? Un puro carnaval de máscaras: debajo de ellas todo la podredumbre del miedo, la angustia, el sinsentido de una existencia incomprensible y finita, todo lo que es menester ocultar para seguir adelante con el ánimo dispuesto. Disimula, chico, hazte poeta, artista, actor, cantante o simplemente pasa el rato con ese fantástico artefacto experimental que es tu propio cuerpo. Dale caña y dale un portazo a la conciencia.

Por entonces siempre todo era un juego: el puñal, el amor (ja), el sexo bruto, las miradas de malicia, las solemnes palabras de las promesas falsas, la jeringuilla, los paraísos artificiales.

Por entonces siempre estábamos de luto.

Conocí un tipo que se tomó entre la sobremesa y la noche dieciocho sol y sombra.

¿Reventó?

Sí, un tiempo después. Pero entonces, antes de que tumbado en la cama se vomitara a sí mismo por el culo, la boca y las orejas, eran los días de vino y rosas... de él y otras decenas de miles.

Desde 1983 hasta este año del Señor de 2008 cuatrocientos mil españoles se han reconstruido el tabique nasal podrido, cayéndose a pedazos a consecuencia de los picotazos del perico.

¿Todas las víctimas son culpables?

Mucho aliviaría nuestro espíritu el que lo fueran… Pero todas ellas, ¿eh? Todas en el mismo saco, sin distinciones ni grado de culpa, entremezclados todos esos fardos ahora inermes y hasta descoyuntados con la broma del nombre a cuestas y la etiqueta de las dos fechas de su duración (fechas de empaquetado y de caducidad) bien visibles, un entrelazamiento universal que no exigiera saber de las causalidades que originaron la catástrofe final de todas ellas desde que el mismísimo Adán nuestro primer padre las concibió vertiendo su semen virgen en el receptáculo materno: un fantástico berenjenal de osamentas revueltas, cien mil millones de víctimas, esa babélica montaña de huesos secos y por fin anónimos, millones y millones de toneladas de despojos óseos y rientes calaveras, identidades que fueron y son en estos tiempos de pecados y varios entretenimientos prescindibles del todo, como esas cuencas huérfanas que alojaron los ojos escrutadores de cuanto en el mundo hubo y han quedado a la postre (y a las duras) en un agujero polvoriento, tuétanos de la nada: restos, nada de nombres, oh, que agujeros tan hondos y penetrantes. Descarnado, hecho un esqueleto: ¿cómo te llamas? Polvo.

Pero eso siempre lo has sido, incluso con la utilería de la piel y la carne, cualquier ropaje de moda invierno, primavera, verano, otoño, las gafas de sol, las llaves del coche, los zapatitos de marca.

Quien se mata por su propia mano (tampoco hace falta que utilice alguna de las dos para un cometido que sólo exige decisión más allá del momento o el derrumbe propicios, su propia mano… una frase hecha, un lugar común, te tiras un lunes o un viernes o un martes desde lo alto del Miguelete o desde la décima planta de un edificio y adiós, hale, hop), no anda buscando victimarios: se basta a sí mismo... ¡sin las dos manos!

¿Quién quiere un victimario? ¿Quién lo necesita?

Existen múltiples formas de acabar, pero acabar del todo de un modo vergonzoso o vindicativo de la propia inoperancia.

Sé de alguien que se sentó en el sofá frente el televisor con su pizza margarita, su plato de pasta rociado a discreción de parmesano derretido como las babas de un helado inconfesable, sus decenas de latas de cerveza nacional de 4,5º, su provisión de barritas de chocolate relleno de coco, su bol de palomitas saladas (tal vez fuesen blanquirosadas y dulces) y se puso a esperar confiado y entretenido ante la pantalla venga lo que viniere, que siempre era de su plena aceptación, a mí qué cojones me importa lo que echen, como televidente básicamente agradecido que era por los dones de la evolución tecnológica audiovisual. Aunque no infinita, su paciencia fue prodigiosa. Días y días sentado ante las imágenes y los bustos parlantes de los colorines del plasma. No tardó mucho en caer abatido con el culo desparramado como una sepia en el sofá revestido de cretona (tal vez fuera de piel auténtica de vaca, o sintética o de polipiel, pues eso nunca nos lo confesó ni pudimos comprobarlo in situ) y sembrado de manchas de descuidos alimenticios, bebidas a deshoras y corridas a destiempo. Murió en el primer intervalo (tal vez fuera durante el segundo corte) de anuncios de su serie favorita, al caer la noche (una noche de estío no demasiado pegajosa con las ventanas abiertas de par en par a la calle pestilente por el olor a gasolina de plomo quemada y el asfalto aún ardiente, entre los ruidos nocturnos del agosto festivo). Tres días más tarde saltó a las noticias de las 15 horas: a dos semanas de su muerte, según declaraciones del forense, todavía húmedo e hinchado por los jugos y fluidos mórbidos ha aparecido un tipo en franca descomposición con un trozo de pizza en los restos de la mano derecha delante del televisor en marcha, invicto a todas horas, rodeado de trescientas latas de cerveza vacías y cien envoltorios de tabletas de chocolate. (Y también se anunciaba el tiempo para mañana: anticiclón en las Azores y temperaturas en alza).

Háblame del poeta.

Un ángel no caído. Un muerto en vida que nos trae consignas del más allá en cada verso.

Qué fuerte.

Qué crónica (la hubo).

El tipo huele a cementerio, a esa agua nauseabunda donde flotan los tallos de las flores pudriéndose en los búcaros que escoltan con sus colores mortecinos y putrefactos a los muertos, un aroma fétido como la rendición final, absoluta pestilencia…

2008: debería estar muerto y enterrado. No lo está. Qué tío. Qué persistencia. Es un sobreviviente, pero gracias a la locura y sus delirios, que sólo le da un respiro cuando escribe sus poemas terribles. Su rostro herido de arrugas profundas con los labios hacia adentro, como mordiendo el alma (que es aire, ¿dónde está?), es el mapa del loco, el de sus idas y venidas, la suma de sus pasos vacilantes o coléricos, la diagonal de su mirada perdida o roja por la ira. Una faz que tiene el billete de ida y vuelta todos los días al infierno, un tratado de geografía moral que lo es precisamente por haberse trazado en la piel los caminos del infortunio a pecho descubierto, sin hipocresías de medio pelo. Un tatuaje a lo bestia, sin leyendas de amores o sentimientos cobardes, sin pasión ni adornos o gallofas de visionarios de fin de semana y porros pusilánimes. Mirándole cara a cara, sin miedo, sin aprensiones, descubres que es el plano que te conduce sin atajos ni pérdidas de tiempo a itinerarios malditos que nunca hubieses imaginado y mucho menos recorrido ni siquiera en la adolescencia más rabiosa, te previene no del desastre o el gran fracaso (el fracaso a lo grande, nada de esos fracasitos de andar por casa en pantuflas y batín) sino de la aventura de la creación, una aventura satánica cuya inspiración extrae este tipo de las calderas de Pedro Botero como otro mete el cucharón en la olla para servirse la sopa y que, por lógica ecuación en su caso, requería precisamente la catástrofe personal, la demencia prematura y desatinada y un cuerpo ahogándose en su propia mierda y flujos repugnantes.

Es el poeta del salivazo, del ajuste de cuentas: mata al padre con un serventesio… ¿Tú sabes qué es un serventesio?

¿Quién? ¿Yo?

Es el poeta que huele a podrido, y su aliento hiede a tabaco, alcohol, drogas y alimentos dulzones y grasientos: huele la caverna de su boca a carroña, a las piltrafas de un espíritu en descomposición: huele a pantuflas y batín salvajes y piratas.

Destilo veneno, parece proclamar la escondida rima de sus trabajos: es un suicida que no se mata, convive con la parca y el verso como si tal cosa, jugando al escondite.

Curioso tema el del suicida que alarga la agonía de los días sin asestarse el golpe definitivo pero hundiendo cada anochecer un poco más el puñal en la carne, buscando bulto pero sin alcanzar la rebelión total ante la vida, pues acaso eso también hubiese significado rendición, y un verdadero suicida no se rinde por medroso, por ser incapaz de superar los propios escollos y contradicciones a los que se ve abocado en un mundo de apariencias y malentendidos, lo hace por haberlo conquistado todo, incluso la tristeza absoluta: su suicidio es un acto de total misericordia para con él y los demás.

Poeta de las palabras verdaderas, y ahí están las babas del vate para probarlo: se le escurren de los labios hasta alcanzar la pechera: éste cochambroso rapsoda no recita sino que vomita las palabras, que se hacen sólidas, se hacen materia en cuanto son expulsadas de la boca. Son palabras que huelen, que puedes palpar con las yemas de los dedos de una mano mientras con la otra te taponas las narices, una materia orgánica y fecal su palabra de loco que transcribe sin pausas entorpecedoras la lúcida figuración del visionario más cabal.

O del notario cruel de su época. La palabra poética no oculta lo apocalíptico de las imágenes que propone.

Háblame del poeta.

¿Cuál de los dos?, ¿de los mil?, ¿de los dos mil?, ¿de los veinte mil? ¿de los doscientos mil?

Chicos listos tantos y tantos, con sus poemas debajo de un brazo y la cabeza debajo del otro, como nuestro poeta de gloriosa estirpe de poetas: nadan sin calabazas… hasta que se hunden en el fango sin renegar ni a uno solo de sus vicios, que resultan ser sus tablas de salvación. ¿Renunciar a lo diabólico? Hasta ahí podíamos llegar. Algunos de ellos tienen más teclas que un piano (que tiene 88, creo, lo que obliga a que los tipos de marras tengan 89 0 más), pero se arrastran por el suelo hasta el pistoletazo de llegada al infierno (que no existe una vez estás muerto, así que la verdadera meta es la desaparición).

Poeta loco… dijo un buen católico que rinde culto a un palitroque pintarrajeado y acepta con total desparpajo (aunque muy serio) que migajas de pan ácimo y el vino dulce comprado en una taberna transmuten al dictado de un mantra en el cuerpo y la sangre de un dios devorado en un santiamén por uno de sus sacerdotes enjaezado de galas festivas.

¿Sabes? Voy a dejar de fumar.

¡Dejar de fumar…!

¡Tipo despreciable! Y sumamente indignado por la cobarde resolución del otro, seudo poeta y medio hombre, ese día asfixió desafiante los pulmones con el humo de catorce porros y enmarranó todavía más la sangre y el corazón con tres chutes de heroína; el primero de ellos a las dos y media del mediodía, nada más despertar con el acostumbrado sabor de ciénaga en la boca; el segundo, poco antes de las siete de la tarde para afrontar la terrible galopada al fin de la noche, y el tercero justo en la medianoche cuando aúlla la luna, para saciar el hambre, como si fuese un bocadillo de queso y jamón.

Las casas de los poetas desahuciados suelen ser grandes, despobladas, sucias y lóbregas. Les cortan el agua y la luz, y envueltos entre hediondas y deshilachadas frazadas en invierno, desnudos en verano, estos hombres maltrechos recorren los pasillos interminables bajo los techos altos con molduras donde cuelgan telarañas grises envueltas en un aire triste y espeso.

Sin ser monstruos ni bestias estos poetas del alcohol y la impotencia anidan en lo más abyecto, y asumen su envilecimiento con la impasibilidad de quien hace tiempo que ha tapiado las ventanas. Su resignación nada tiene de santa, es sólo el minucioso registro del testigo neutral asistiendo al ritual de la propia autodestrucción.

¿Qué tenemos por aquí?

Querrás decir por el pasillo: un animal enfermo que se arrastra por el suelo, un poeta terminal al que secunda como un manso fantasma una perra complaciente y comprensiva de la locura sórdida de su amo. Le sigue pasillo arriba, pasillo abajo, y uno no sabría decidir al final quien de los dos animales es más poeta.

¿Qué clase de recitado brota de la boca de un poeta desdentado con la lengua trabada?

El temblor, aunque él pretenda ante los demás disfrazarlo con una mueca de asco y una sonrisa a destiempo pero llena de desdén.

El poeta tomó asiento frente a todos esos, y se puso a temblar. Recordemos: Beckett lo hacía: A veces tiemblo, confesaba tranquilo mirando más allá de tu rostro, al horizonte negro.

Las palabras no salían de los labios, apenas asomaban unos sonidos, nada.

¿Qué clase de recital es éste?

La gente empezó a abandonar sus asientos.

¿Quién es esa sombra que se mueve bajo la luz trémula de la vela (hay facturas sin pagar, obligaciones que no se cumplieron, todas las guerras perdidas), pues la misma sombra la porta en una de sus manos, entre paredes desnudas y un silencio de polvo y frío nocturnos?: excursiones de una sombra a la luz macilenta.

Es el poeta. Un animal herido que se yergue a duras penas de los pedazos que quedan de quien una vez fue hombre, ruina descalabrada ahora por sus propios y sañudos golpes.

Miradlo renqueante a la luz de la vela.

Carbonizado pabilo.

Ángel triunfante: dolor y suciedad, y el cuerpo maloliente y vencido:

Es capaz de recibir desnudo a un biógrafo de poetas derrotados y muertos por el exceso diabólico de la introspección que sostiene todo el entramado final de las palabras salidas a la superficie, ésas que se ven y se oyen y que hasta se pueden masticar si el poeta no estuviese desdentado y casi muerto o muerto del todo, no las otras, las latentes, las que siempre quedan ocultas por carecer de sonidos adecuados para ellas por más que uno se esfuerce por vomitarlas. Antes de que la puerta se abra a la oscuridad rancia de la casa cerrada, se oyen los lentos pasos del poeta aproximándose al vestíbulo de adentro. Libre la entrada, el ángel medio desnudo, sin vestir pantalones, con los calzoncillos puestos, conduce al visitante al interior de las tinieblas donde las cucarachas se deslizan entre los zapatos y las basuras se amontonan por las esquinas. Aquí dentro el futuro (que nunca alcanzarás) se divisa más negro que cualquier sótano o cualquier reputación. Este heredero de escombros, antaño hijo predilecto de los dioses, el más querido por ellos, residuo ahora de pasadas grandes pretensiones, agarra la botella de vodka (el tique obligado que propició al escribidor la entrada a la cueva de El Elegido, ser oyente de sus quejas, formular preguntas, imaginar respuestas, coleccionar los ascos, desvelar miserias ajenas que después hará llegar al lector) y se deja caer en un destartalado sillón de tapicería apestosa, estampada de pringues y agujereada por numerosas quemaduras de cigarrillos.

¿Por dónde empezamos?

Ha vertido una generosa ración de vodka en un vaso todavía con el fondo teñido de rojo por el vino que ha ingerido horas antes. Se la bebe de tres tragos seguidos, como si fuese agua.

Y se le queda mirando con el vaso vacío en la mano, apático y obsceno, más allá de toda culpa y vergüenza, la mirada al infinito. Su compromiso, el trato, ya sólo era con la degeneración absoluta, aquella que puede exponerse con total indiferencia a la mirada universal. Al grano, para qué perder el tiempo: ni os temo ni me teméis. Para qué fingir.

He ahí el cáncer en el cielo de la boca, la diabetes, el páncreas hinchado, los huesos triturados, la dentadura, lo que queda de ella, podrida, las piernas cojas, las úlceras en el estómago, las llagas en los muslos, los ojos velados por las cataratas, la escasa ropa que le cubre que exuda un sudor agrio, el espeso olor a cuerpo dolorido sin lavar sus junturas y huecos desde meses atrás, la mano tanteando por encima de la mesa buscando la botella, otro trago, el olvido…

Una biblioteca vacía, un salón repleto de estanterías cubiertas de polvo a las que se les han expoliado todos los libros:

Y en esos estantes, créame, se alineaban todos los libros del mundo: hijo de poeta y hermano de dos poetas.

El fracaso, el gran fracaso, nos desnuda sin que ningún tropel de palabras explique por qué se ha llegado a ser lo que se es; más que tu terca condición de perdedor lo que exhibes con gesto displicente es el cinismo y el orgullo de quien sabe que no va a poder levantarse de nuevo, de que las cartas están echadas y tus faltriqueras vacías.

He ahí el tipo que trata de esconder su fracaso detrás de la botella.

Eres un ángel (no caído): no necesitabas nada ajeno a ti para fracasar.

El alcohol me ha destrozado, confiesa en voz baja. Y determina: pero no me arrepiento de nada.

Señala un culpable: pío, pío, yo no he sido.

¿Es el mundo?

¿La vida en el mundo?

No cuela: aunque deforme, se te vislumbra a  través del vidrio, se te ve el plumero: el alcohol que trasiegas son los restos de la fiesta, las galas deslucidas y venidas abajo cuando ya se han apagado las luces rutilantes. El verdadero, el sublime fracaso hubiera sido abandonar la fiesta en todo su apogeo, alejarse de los fastos y las alegres melodías bajo la luz verde hasta que se hubiesen desvanecido por completo en la noche el resplandor y la música, huir al otro lado del río y entre los árboles.

Bajo los cascotes de su decadencia:

Así que el destino era una botella de vodka, el dolor de la noche, la mugre de la soledad, morirse despacio y acariciar un perro.

Ni siquiera, aunque las heredaste, te bastan las ruinas como mortaja espiritual: tu casa se halla tan desnuda y derruida como tú.

El tipo, sin embargo, no da su brazo a torcer:

No somos una generación fracasada como esos obesos con trajes de mil euros que conducen automóviles de importación de cincuenta mil y viven en casas de dos plantas con piscina anexa a las afueras de la ciudad, sólo nos corrompimos a nosotros mismos, enfermos y desnudos, a lo sumo en calzoncillos tipo slip por donde asoma un pene esmirriado por los abusos químicos, bebiendo como bestias sedientas de sangre, utilizando la jeringuilla sanguinolenta usada de otro yonqui como precio al paraíso prometido por nuestras malas obras (ora pro nobis), comiendo las sobras del plato de otro indigente, sin estafar a nadie, sin engaños provechosos… y después fuimos muertos en vida y al final fuimos muertos del todo y luego fuimos olvidados.

Y entonces se han acabado lo gestos. (Cuando entonces.)

¿Y si en vez de morir continúo de poeta?

¿De poeta? ¿Qué clase de poeta?

De los que nacen del asco, del repudio a todo.

Menos de la palabra, pues a esa no la repudias, la manoseas cuanto puedes, le entras por todas partes.

Ya se dijo: la palabra nos fue dada para ocultar el pensamiento.

(Malebranche.)

¿Y qué hay de malo en el pensamiento, en qué se diferencia la palabra escrita del pensamiento que expresa? Tanto lo malo como lo bueno, lo misterioso o lo conocido, lo místico y lo profano, ata a una con el otro… o los enreda.

Ciego, sordo y mudo de nacimiento, ¿qué forma adquiere el pensamiento en el oscuro claustro de la mente?

Toda palabra de poema es mentira, un artificio inocuo: el juego de hacer versos. Uno se cansa… de comerse los ascos y los ingenios gramáticos, verbales, semánticos, todas esas ordenadas y laboriosas ocurrencias.

Entonces obtengamos botín de la chistera prodigiosa La Locura: el interminable pasacalle de tus gracias pasadas y la desventura de tus acabamientos, demos vida al conejo negro con pajarita blanca que brinque entre las piernas de los espectadores absortos en esta tragicomedia de la vida pletórica de poetas y borrachos: detengámonos en el otro poeta hermano: qué dos.

Eres un loco que apesta a mierda que encima escribe poemas.

Te han visto comer diez postres seguidos.

Quizás fuera uno más: doce.

Dijiste uno más… resultan once.

Ya ves, se me olvidó sumar.

Alguien te enredó los hilos: produjo una ovillo de líos, despropósitos y excesos de cien pares de cojones.

Antes de la locura ya degusté todas las drogas, toda la promiscuidad imaginable, y desaté toda la rabia de la que era capaz: perfecta la pulsión de autodestrucción.

(Segunda y esmerada versión del otro poeta hermano hijo del mismo padre poeta.)

Un poeta encerrado en su estudio, en su aula o en su despacho de funcionario sólo es culpable de un librillo que amarillea al cabo de poco tiempo, se agosta, se seca y ennegrece como esas hojas robadas a la planta o al árbol que las adolescentes encierran entre las páginas de sus diarios y cuadernos escolares, de sus libros de… ¡poesías! y allí las mantienen muertas y olvidadas.

Un poeta que depara espectáculo de circo, una fiera que babea y rompe las puertas, que se corta las venas para que vean su sangre negra, se convierte en un referente para toda aquella turbamulta de poetas en ciernes y hasta puede que acabe en leyenda filológica.

¿Qué has sido tú? Hijo de poeta: Vacilan los tiovivos helados…

Una fiera, un león a sus anchas sin jaulas ni barrotes: hacía trizas lo que se me ponía por delante, mis rugidos atemorizaban las calles, ante mi vista se despoblaban los parques, un maldito que como todos los malditos no era un peligro para nadie aunque a veces alterara a manotazos las piezas del aséptico puzle de sus vidas. Era un león… desdentado, rugidor terrible, pero ninguna amenaza real para sus cuellos. Si no temieran mis salivazos, los niños podrían hasta sacarme la lengua, tirarme de los pelos, empujarme y hacerme caer al suelo. No era un peligro… salvo para mí mismo, del que nunca pude librarme, desdoblarme en otro nuevo y reciente, otro, sin culpas ni castigos, sin espejismos mañaneros ni terrores nocturnos, con poderes mágicos que me hiciera desaparecer de una vez por todas y yo -el que era, el que sería- pudiera, ya de perfecto gemelo con las cosas de la apariencia en su sitio y la otra locura genial en las tripas, verme desaparecer del todo y para siempre.

Me temían por la rareza imprevista no por una maldad supuesta, porque paseaba la locura en brazos. (Otros hay que pasean la liebre.) Llevaba de la mano a la pequeña locura, y la paseaba, a veces sin asear, por calles y parques siempre desiertos a mi paso.

En cuanto a las formas, lejos de la interioridad mía de la que sólo extraigo las palabras precisas para que el poema (o lo que sea) pueda hacerse realidad, mi oración (o blasfemia) oculta que me reconcilia con la vida, eran, sí, las de un loco: lo significante, las cáscaras y sobras malolientes de lo comido, bebido, regurgitado y defecado.

Apartaos, entonces, de su camino.

Quedaos con el payaso:

A los cinco años escribí un poema (o lo que sea). Fue celebrado. Ese fue el primer error… que en esta ocasión no cometí yo. De ese crío sólo podían brotar a mansalva cacas, orines y mocos: seamos realistas: no pidamos lo imposible. Ni siquiera a los querubines de nuestra misma sangre descendientes de poetas: suelen ser los más taimados.

Pero fui exaltado: otro niño de oro al que las brujas pronto le hincarían el diente entre los muslos de seda.

Bachiller a medias, universitario en el desorden: pronto empieza a robar las monedas necesarias para fumar la hierba de África y a meter por el cuello de la botella a Nerval, a Baudelaire, a Verlaine, al infeliz de Sawa.

Soy un poeta cruel, diría años más tarde humedeciendo con la punta de la lengua entintada los labios lascivos.

Pero una hoja de papel no mata… ¿o sí? ¿Un poema (o lo que sea) mata?

Cruel: El cielo oscuro los pájaros dulces los niños piadosos se apiadan de los pájaros y les dan migas de pan.

Desde luego que lo escrito en una hoja de papel puede matar.

A los veinte años uno no se suicida contra nadie: lo hace contra las pesadillas, de modo que la muerte en forma de comprimidos alivia el dormir y aleja de los malos sueños. Así se inician las leyendas oscuras, con un suicidio frustrado por aquellos que tanto te quieren, pero ya de viejo, cuarenta años más tarde, afirma: Yo no me suicido ni a tiros. Otros hay que me quieren cortar los pies y la polla, pero sé como defenderme de ellos, asevera en ese tiempo a quien quiera oírle, cuando no podía andar por las calle, abrumado por todos los mensajes telepáticos que recibe de los desdichados viandantes, pobres seres necesitados de ayuda, aunque él mismo ya tiene bastante trabajo huyendo de la CIA, de los masones y del proletariado.

Los mundos imaginarios de dentro de sí, dan mucho juego: te llevan directamente al manicomio y a la cárcel, pero que te quiten lo bailao.

Un viacrucis electrizante:

Por Navidades mamá hace cola zarandeada por el viento frío de la explanada a las puertas de la cárcel de Carabanchel para, tal como manda la tradición, dar de comer turrón y mantecados al poeta encarcelado (no se sabe si por fumarse unos canutos o por leer a Wilhelm Reich o por poner una bomba a las puertas de una comisaría).

De la chistera dices que salió la locura. ¿Acaso viste de frac nuestro encarcelado paciente? ¿A qué esponsales se le invita disfrazado con chaqué?

Calzado de brillantes charoles, baila una danza macabra al son de la más fértil inconsciencia.

(El inconsciente, tan tapado él, es la llave maestra que abre todas las puertas a los despropósitos… y a las inmundicias íntimas, si prefieres esta definición.)

Incluso libre, estará ya hasta el día de su muerte (… eternidad que venden los relojeros), acaecida el jueves 6 de marzo de 2014, encerrado entre barrotes: ya no sabe qué hacer, asi que se declara homosexual en el 69, como el que da los buenos días, en pleno estado de excepción: amigo, te las van a dar de todos los colores.

¿También es comunista? En efecto, es un tonto útil. Ya ha estado en manos de psiquiatras. Y ahora de carceleros…

Quien se aleja del Señor y de la Ley…

Soy la conciencia de mi época, dice.

Más bien es el reverso del estilo de su época.

Hizo de su cabezota canosa un punching-ball donde el mundo entero atizaba sus golpes sin escatimar pegada: toma, hijo de perra, enloquece un poco más.

¿Qué hace nuestro poeta en la cárcel?

Encula todas las noches al compañero de celda que a su vez se la casca como un mono, escribe cartas a mamá, lee los diarios de Kafka y escucha los conciertos para órgano de Händel…

Bonita ocupación para el condenado por vago y maleante.

También intenta suicidarse de nuevo con el andrajo de un abrigo, pero éste se rompe, cae al suelo como un fardo  y casi se parte la crisma.

El fallido intento de suicidio le abre los ojos: ahora lee a Stendhal y a Proust en francés mientras, todavía en figura de dandi, fuma cigarrillos ingleses: más pronto de lo que imagina contemplará en el cuadro del espejo el verdadero retrato de su rostro carcomiéndose, como aquel lienzo oculto en el desván que salvaguardaba la guapeza altiva de Dorian Gray a la pálida luz del sol londinense del siglo diecinueve.

Devora barras de chocolate y lee a Gil de Biedma, todavía con su reputación sin mácula pues lleva vida secreta tras la corbata y los ternos elegantes y los viajes sodomitas a las Filipinas.

Fuera ya de la cárcel, se empacha de unos cuantos California Sunshine durante un amanecer tangerino y, definitivamente el diablo deja de jugar con su elegido que pierde la chaveta: por fin el diablo es él.

¿Y qué hace el diablo?

¿El diablo? Puede hacer lo que le venga en gana: era yo sin mí. Era… un resto. En la madriguera del conejo busco poemas (0 lo que sea): uno, dos, tres.

Perrerías, un perro listo y poeta más que surrealista loco de atar  inspirado, a deshoras se tiene en pie pero siempre drogado de manicomio en manicomio :

Te doy un paquete de cigarrillos (comprados por mamá) si me la mamas – propone a todo interno mental con el que se cruza por los blancos corredores. Naturalmente, muchos acceden con la  mansedumbre feliz e inocente del loco: una felación gratis y además, gracias al nuevo tonto, aumento mi provisión de cigarrillos: le quito los suyos.

Más tarde, y algo menos demente: se licencia del todo de autodidacta dicharachero con un notable alto en religión (¿Quién es Jesús, el Niño de Oro?) única asignatura universitaria que aprobaría en su vida, como si este heterodoxo descendiera a los infiernos del vanguardismo cogido del brazo de la burla blasfema.

De nuevo extramuros:

En Londres viste pantalón de terciopelo azul turquesa y camisa azul (pero es invisible). 

En Madrid viste de negro y amanece en cualquier cama: Ya no puedo hablar con nadie de nada. De manera que hunde la boca hacia dentro, se traga la lengua y desvía sus ojos de los otros ojos.

¿Jugamos a la ruleta rusa?

Yo soy la ruleta rusa.

Viaja, pero su viaje siempre es un descenso dantesco no en tercetos encadenados sino de traza libre a la sumisión del caos.

Enredado en el laberinto de las callejas tangerinas este shaitan de pacotilla sucio y sin lavar desde hace semanas que camina en babuchas haciendo eses escribe cartas a su madre, colecciona aforismos de Blake y fuma grifa en una pipa que nunca deja caer de su boca negra y desdentada.

De vuelta a España, en Valencia trafica en hachís, pasea por La Glorieta y, muchas veces, sumamente intrigado, observa las tremendas pezuñas arbóreas de los tres grandes ficus que allí alzan sus copas siempre eternas y solemnes, desdeñosas del viento, de la lluvia y de los tiempos, de esos insectos-niños con dos patas que merodean en torno a ellos y piensa que, efectivamente, sus oquedades y meandros térreos son el lugar ideal para una imaginación infantil, el escondite fantástico: huye de todo lo adulto como de la peste.

Tampoco eres un niño…

Pero tampoco es un hombre…

Y en esta radiante mañana valenciana del 73, ¿de qué alimentos para el espíritu alborotado se ha aprovisionado nuestro poeta loco ni hombre ni niño?

No es un animal político pero… he ahí una sucinta muestra de sus florituras intelectuales del aquí y el ahora en esta españa nuestra, tuya, mía, madre, madrastra:

Claves del estructuralismo

(Althusser-Lacan-Foucault)

El proceso de la escritura

(Roland Barthes)

La trascendencia del ego

(Jean Paul Sartre)

La ausencia del libro

(Maurice Blanchot)

Para terminar con el juicio de dios y otros poemas

(Antonin Artaud)

¿Qué quiere decir, señor Artaud?

Quiero decir que encontré la forma

de terminar de una vez por todas

con ese impostor

y también que si nadie cree ya en dios

todo el mundo cree cada vez más en el hombre.

Así, pues, ahora es preciso

castrar al hombre.

¿Qué? ¿Cómo? Lo mire donde lo mire usted está loco, loco de remate.

Hay que enseñar a la gente a danzar al revés.

Llevémosle por última vez

a la mesa de autopsias

para rehacer su anatomía.

El hombre está enfermo

porque está mal construido.

Átenme si quieren,

pero tenemos que desnudar al hombre

para cercenar ese microbio

que lo pica mortalmente.

¿Algo más que decir antes de esconderse y desaparecer del todo en el ficus (el del medio)?

Sólo esto para todos:

el fin es el comienzo

y ese fin mismo

elimina

todos los medios.

Interesantes esas palabras del loco, del otro loco.

¿Es usted Vincent van Gogh?

No tal...

Hay parecido…

Quizás uno de sus muchos hermanos sobrevivientes del 52.

(El pelo amarillo, los ojos rojos, la piel violeta, la lengua blanca…)

… aunque a pesar de la madre y el padre de esa estirpe provengo: ¿tiene usted una docenita de cuchillas de afeitar que pueda llevarme a la boca… Hace semanas que no me alimento como es debido. Sólo zanahorias…, ¿usted me entiende? ¡Sólo zanahorias!

Come zanahorias en La Glorieta, lee a Hölderlin y traduce textos de los Rolling Stones, el loco del pelo amarillo, el hijo del poeta.

Tenía ideas disolventes (el loco, el vate).

Como el ácido sulfúrico, limpias y eficaces.

¿Y un arma en la mano?

Sólo la palabra… y la baba.

Por la noche escribe un libro de instrucciones para leer a Lacan, y lo hace desinteresadamente, con alegría y esfuerzo, sin esperar recompensa alguna por su meritorio trabajo.

Lo que debería saberse de una vez es que todos los poetas del mundo, después de conocer a Aleixandre, copian y plagian a los españoles con una desvergüenza que invita a desenfundar el revólver.

¿Dónde está?

¿Qué tal en Madrid? (pongamos por caso).

Cualquiera sabe. Todo depende los ángulos desde donde se mire. Podría estar en el fin del mundo, o un poco más allá.

Con ganas, le zurran la badana por un quítame allá esas pajas. Convaleciente en la casa paterna con la mandíbula colgando y los ojos turbios, sin poder moverse de la cama, envía a su madre a comprar hachís.

Recibe dinero gratis (como siempre). Lo gasta a manos llenas.

¿Por dónde ahora?

En París: desayuna dexedrina y cena cerveza: no tiene dientes (aún le quedan algunos pero se los van rompiendo a puñetazo limpio en las diversas escaramuzas literarias (¿?) a las que es tan aficionado).

Franco agoniza, pero agoniza de veras, bíblicamente, durante cuarenta días, como un herodes corroído por la voraz gusanera:

Poeta ¿quiere usted quedar inmortalizado en una película?

Habrá que pensárselo: el cine es el arte del futuro, sobre todo para aquellos que no tienen nunca ganas de salir de casa.

Hasta aquí mi vida ha sido un copión del que habría que descartar una tercera parte de las escenas.

¿Y eso cómo lo hacemos? No pretenderá usted que nos encerremos en una sala de montaje y recorramos hacia atrás con una moviola toda su existencia.

Eso sería una magnífica idea. Ofrecería una perspectiva real de los avatares personales indeseables, de aquellos sucesos todos olvidables que habría que cortar de un tijeretazo del conjunto de una vida. Incluso podríamos cambiar el decorado de ciertas imágenes que siendo reales repelen los lugares donde alcanzaron a figurar, o llevar y traer las imágenes y escenas de una vida a los decorados que más nos satisficieran. Alterar secuencias, modificar escenas, intercambiar decorados: el último puñetazo que casi me revienta un ojo me lo propinó un chapero en un sórdido callejón que apestaba a mierda y a orines, porque fue allí donde le di por el culo prometiéndole un dinero que no llevaba encima… ¡Qué fantástico sería situar esas escenas en un ambiente apacible, inserto en un decorado de rasos y satenes! ¡O en la misma Biblioteca Nacional, debajo de una mesa atiborrada de libracos, tumbados el chapero y yo dándonos por culo entre las piernas pálidas de las señoritas estudiosas!

No es posible... El croma, amigo mío, es para las mentiras y en usted todo es de verdad. Hasta la palabra mierda escrita por usted en la página ya impresa huele a mierda.

Entonces recurriremos a un poquito de Sade, a las drogas, al alcohol, a la locura: la destrucción o el amor.

(Experimenta con sus propios excrementos: el colmo de olvidarlo todo: ahora ya soy el mono.)

Menudo charlatán… al que pagan espectadores que confunden lo circense con lo literario por escuchar sus chácharas disfrazadas de conferencias.

Un pobre diablo gritón al que a escondidas envenenan con tranquilizantes los litros de gazpacho que engulle.

A ver si calla de una vez. Que se limite a escribir, que eso no hace daño a nadie, aunque por razones oscuras muchos piensen que una máquina de escribir es una bomba con efecto retardado capaz de promover revoluciones o conmover los más duros corazones. (Parece la letra de una canción protesta. En fin.)

Que se vaya a París, ese estercolero de siempre donde acaban los poetas muertos de hambre de toda Europa.

(El ínclito Alejandro Sawa, después de una estancia en París, dizque no volvió a bañarse jamás, aunque alegaba como pretexto peregrinas historias por donde andaba metido, además de otros múltiples personajes de la bohemia parisina, hasta el mismo Monsieur Víctor Hugo: ¡Me tocó, Él me tocó! ¡Puso sus manos sagradas sobre mi piel de poeta!)

A este otro desdentado moderno, espécimen de nuestros días, no es raro verle por los basureros del sur.

Y, naturalmente, huye de la CIA, que le persigue desde los cuatro puntos cardinales del mundo.

Y algo todavía más escalofriante y menos habitual: han puesto precio a su cabeza, unos cuantos miles de pesetas (que a él le vendrían de perillas).

En fin.

Se encoge de hombros.

Intenta impresionar a una dama:

porfía inútilmente por meterse un pedazo de tortilla en una oreja, él es el hombre que bebe el agua sucia y turbia de mil pisadas de los charcos de la calle y se bebe veintidós latas de coca-cola (no light) al día, y que las mea allá donde apremia alivio la vejiga llena, el hombre que fuma más de setenta cigarrillos de la mañana a la noche, el hombre que en lugar de follar con sus amantes les escupe en la cara y les mete la punta de la nariz en el ano, el hombre que abre las puertas a patadas y tira a sus amigos por la ventana antes de irse a dormir la mona soñando con su mamá, soñando con un puñal en la mano que atraviesa cien veces el pecho de su padre muerto hace cien años.

Tan sólo se trata de dejarse llevar hasta el final, uno es inconsciente, créeme, de las supercherías que en situaciones extremas perpetra el escondido yo: que sean otros los que celebren o subrayen los excesos.

Él es el durmiente feliz mientras su cuerpo canalla se place en las cochinadas.

Una noche sueña que cae al vacío desde un edificio en llamas. El golpe sobre la acera es brutal. Tras varios meses en coma, queda tetrapléjico y sin poder articular una palabra, ni siquiera puede mover un brazo, abrir un ojo, sólo respira porque quiere, a pesar de todo, seguir vivo. Entonces despierta en su celda de loco y poeta de remate: ¡qué felicidad, sólo era un sueño!

¡Qué felicidad sobrevivir enmierdado hasta el día de tu muerte!

1983: Se bebe un vaso colmado hasta el borde de sus propios mocos y babas y unas gotitas de orina y saliva y acto seguido, tras un eructo feliz, con su sonrisa desdentada de mamarracho, desde la ventana de un manicomio el poeta saluda al público en general:

That’ s all,  folks.

La época.

Por entonces siempre estábamos de fiesta.

Qué tiempos.

JD. en 1970, dieciocho añitos, duda entre los Cantos de Maldoror, Las tribulaciones del joven Törless o el Antidühring.

Habrá que decidirse entonces.

Al final, se inclina sin saber por qué por el Antidühring. ¡Qué le vamos a hacer!

JD. una mañana fresca y de sol radiante de primavera se allega hasta la librería Dávila, en el pasaje Sangre: Soy amigo de… Me interesan estos tres libros. ¿Los tres? Lo ha pensado mejor: Sí. De acuerdo, ven la semana que viene… ¿Dejo un anticipo? Tú ven la semana que viene. Vale.

Antidühring bien arropado.

Las… épocas.

¿Qué hacemos con Grande Sertao: Veredas?

Leerlo.

Es mejor así.

Pocos años después…

Librería Dau al set, calle del Mar, 45-B:

Nos acaban de poner una bomba.

Joder.

Mil libros quemados.

Quinientos chamuscados.

Doscientos cincuenta ilegibles.

¿Los chamuscados se pueden leer?

Muchas de sus páginas sí.

Lo compro todos,

(a una cuarta parte del precio de portada):

dijo Dios, ojo vigilante donde lo hubiere, aguerrido guardián de los virtuosos y gran lector que permite que ardan los libros prohibidos.

Dios, que compra libros, los censura y los destruye.

De modo que unos leen libros chamuscados adquiridos a buen precio y otros, cabos de vela, arden por ambos extremos hasta que se consumen sin haber entendido nunca nada de nada.

Ese lector de Guimaraes Rosa terminó leyendo (sic) mangas japoneses.

No lo creo.

Puedes creerlo. Nunca te fíes de la facha de un lector.

Conocí a un tipo, profesor de literatura en una universidad de cuarta categoría, omitimos piadosamente nombres y lugares, que se masturbaba leyendo (sic)  en un manga las húmedas (o tórridas) aventuras de un grupo de niñas colegialas: viñetas de una lubricidad inimaginable: las heroínas, con los senos al aire, visten una faldita escocesa que deja ver en todos los planos de acción libres de diálogos y repletos de onomatopeyas, que son los más, por supuesto, las bragas blancas con puntillas (alguna mínima concesión: azul celeste, algún rosa pálido; todavía un imperativo: la más mala de las adolescentes, que gusta de clavar alfileres en los ojos de sus compañeras mientras duermen, luce unas minúsculas bragas negras sin adorno ninguno).

Este hombre venerable catedrático, secreto rufián, era versado, precisamente, en literatura portuguesa y brasileña.

En portugués he leído yo el incesto novelesco más clamoroso: supera con creces el perpetrado por la intelectualizada Ada al dictado de Nabokov…

Me resulta difícifil de creer.

Lea Los Maia. Yo no tengo por qué justificarme ante nadie.

¿Por qué escribir?

Porque hay gente que lee.

Es una pregunta muy de rigor en la época. Todo es cuestionable.

Para leer siempre existe una buena razón, siquiera porque el tiempo que empleamos en hacerlo nos aleja de la pluma y sus tentaciones y de aquellos deseos oscuros que encubiertos bajo las palabras, o al menos disfrazados por ellas, son siempre imperdonables.

¿Qué es la literatura?, se pregunta Jean-Paul Sartre con una media sonrisa manifiestamente retórica. ¡Me lo vas a decir tú!

Estamos en plena bohemia española de finales de los años sesenta, lejos de la literatura abstracta: se nutre de diversos combustibles: droga (todavía no la más dura: ácido, hierba) y política (alguna de ella practicada ya a tiro limpio); el sexo y sus requerimientos varios no merecen una reflexión especial ni ahora ni después: es algo tan natural hacerlo: de él sólo hablan los reprimidos y los censores, algunos curas pederastas, los militares aún engallados, policías turbios y parlanchines por los dos carajillos trasegados durante la sobremesa.

Tantos santones: Marx, Huxley, Breton, Marcuse, Fromm, Gramsci...

Por mi parte, me largo a Ibiza: soy artesano de objetos de cuero y vendedor en mercadillos: tengo todo lo que me hace falta para vivir lejos del sistema, tan cerca del mar, bajo los rayos del sol, sólo ser de la tierra mecido por las olas y el aire y la luz, hermanos: en la isla brotan sin cesar flowers children, son las coloridas mariposas que aderezan el fondo perfecto para mis oraciones con los labios cerrados, mis pacíficas andanzas con los pies descalzos golpeando el bongó como transido por las revelaciones.

A mí me basta con tragar veinte pastillas diarias para levitar sin necesidad de irme a ninguna isla. El sol me ciega, el aire me molesta y el mar me aburre. En los treinta metros cuadrados de mi apartamento, tendido sobre la moqueta, hallo lo necesario para mi viaje al fin del mundo: así tengo la mente en mis manos.

El signo de los tiempos era tener un pie en el Glocester de un Londres del pop y una psicodélica estética más bien chillona y otro pie en la cárcel por haber llevado una china escondida en los zapatos.

¿Profesión conocida?

Soy demasiado joven. Déjeme pensarlo (no tengo ni puta idea).

Procura hacerlo rápido o el TOP lo hará por ti.

Pasan las horas: el demasiado joven aún no lo sabe, se encuentra indeciso, poco inspirado, de modo que es calificado de vago y maleante, antigua ley republicana que sirve tanto para un roto como para un descosido: encerrado en una celda, por su propio bien deberá espabilarse respecto al futuro. Lo sueltan de la cárcel al cabo de cuatro meses con el culo como un colador, envuelto en un papel indefinido y atado con un bramante.

No pierdas el norte, chico.

Las drogas son un mal asunto, le había advertido el psiquiatra del presidio, un tipo bajo y robusto dopado hasta las cejas con algún psicotrópico tan fácil de conseguir para él como fumarse un cigarrillo para otros alejados de los divinos botiquines.

Los años... Siempre estábamos de fiesta.

(En el 2765, la fantástica gipsoteca mostrará la desmesurada colección de tipos y tipas de yeso, miles y miles de risibles iconos de una época tan frágil y engañosa como la materia de sus reproducciones.)

Tropa numerosa de centauros, de amazonas, jinetes al alba de todas las equivocaciones y engañifas de paraísos y edenes deliciosos y… falsos.

No iban de farol por la vida aun sabiendo que lo que tenían en las manos era una baza ruin, básicamente superable a las primeras de cambio, pero les bastaba para jugar.

Predeterminados: unos debajo de la cama, como Fiodorov, escondían una vietnamita; otros, todas las jeringuillas del futuro que llamaba a las puertas negras de un desaliento existencial sólo producto de una pereza mental conducente sin cortapisas a una credulidad rayana en el suicidio.

¿Qué ocurrió?

El aburrimiento.

El cuerpo, a secas, no bastaba. Somos, físicamente, un itinerario pronto colmado. Follamos identidades. Hay que cambiar.

En efecto, el mundo y sus cuerpos eran demasiado pequeños para atisbar por la rendija de la sola imaginación: pidamos lo posible. (Realistas lo eran, pues creían firmemente en aquello que tocaban sus manos, lo que agarraban, por así decirlo, la materia del mundo fuera la que fuera su forma y olor.)

Otro hizo del mundo su enemigo más feroz: es claro que esa decisión lo destinó hasta el día de su muerte (final de partida: la vida te ha desplumado) a ser un perdedor.

Otro que sobrevivió hasta el año del señor de 2008 no se gustaba de viejo y descubrió con verdadero terror, pues era un superviviente nato a pesar del desmán de una vida pasada, que muy pronto ni siquiera podría soportarse de ninguna manera. ¿Qué hacer?, se preguntaba frente al televisor de 55 pulgadas, el teléfono móvil al alcance, los años de delante, las cada vez más rápidas asquerosidades del cuerpo decrépito y enfermo, y lo peor de todo: todavía lúcido, sosteniéndole el esqueleto, consciente de esa muerte acechante y cierta: esperando mano sobre mano… tenía lógica esa deseperanza.

Con la jeringuilla clavada en el brazo, sobreviviente  a tres sobredosis, nunca creyó que sería viejo, o al menos no como acabó siéndolo: él no envejecía ni se deshacía, era el cuerpo el que se desmoronaba a pedazos. Haber muerto cuarenta años atrás o hacerlo ahora, este mismo año, era lo mismo: moría hoy, en el hoy. Era un viaje a la nada. Antes y ahora, hoy. Adiós, adiós. Hasta nunca, eternos.

El Sobreviviente es un ángel caído: ahí está, desparramado en el sillón y asqueado de sus propios olores de viejo, el aliento agrio que emerge hasta la boca desde sus órganos y vísceras en descomposición, y la voz indiscutida que brota del televisor y habla del producto interior bruto o del Ibex-35, del clima envilecido por el hombre, de la guerra de…

Ángel hubiera sido antes: muerto joven, bello y volador aunque sin alas.

El alcohol no basta, la dormidina no basta, no bastan los cigarrillos, ni la hierba y el sexo sólo es un instante, te aburren el día y la noche si sólo son el día y la noche, tan a secas, tan solos.

La ciudad perfumada por el hachís universal:

(Escritores en Tánger.

Ser de sí mismo nómada,

víctima de idas y venidas,

fugitivo de la casa  del padre.

No es otra la ciudad, es la de siempre, aquello que traías de muy lejos: lo soñado, lo perdido.

Le desnuda el sol. Despojada el alma de toda identidad no mira el rostro en el temido espejo, ese ser encarnado de apariencias: los amores a medias escondidos, la amistad en la madrugada, el alcohol embravecido y ruin en los ocasos.

En la oscuridad brota el poema, letra herida, innecesaria.

Le he visto escribir, lento, seriamente, mudo, sin oír el mar. Sentado como un árabe, inspirado por el desierto próximo y su sol desgarrador y su noche luminosa, su pluma, sólo a veces, sería la memoria de la virtud lejana.)

¿Tienes 27 años?

Cuídate del diablo (del otro), le dice el daímon sonriendo sabiondo al tiempo que le ofrece un polvorín de opiáceos.

Puede que no sepa cuidarme, madre, pero sé exactamente cómo puedo gustarme:

puedo amanecer ahogado en la bañera entre mis propios vómitos, orines y líquidos fecales

puedo asfixiarme de éter hasta tocar La Cabellera de Berenice, todas las galaxias y todos los cielos

puedo insesible por la morfina que fluye por mis venas sajarme el vientre para expulsar los demonios

puedo, pues soy el inigualable Ojo de Gran Tigre, mirar sin parpadear el techo de un hediondo tabuco toda la vida tumbado sobre una estera

puedo morir en un hospital moro al pie del Atlas mientras una de las carótidas se convierte en un surtidor de sangre que se eleva con alegría ante el alborozo de media docena de niños sucios y desgreñados cubiertos con chilabas (nota surrealista –o chocante, más bien-: uno de los rapazuelos, completamente desnudo, luce en la cabeza un mugriento fez de un rojo desteñido y palmea, palmea de puro contento mientras los ojos le brillan de excitación y exhibe una sonrisa –diría yo- dionisíaca, como un conejo listo, como Bugs Bunny)

puedo…

Pero no lo haré.

Ahora que acaba de empezar la procesión de muertos no es cuestión de abandonar la butaca. Se han apagado las luces y los brillos, se atenúa el sonido de las voces hasta acallarse por completo, silencio sepulcral, comienza la función.

Bien pertrechado de sanos alimentos…

¿Palomitas?

Y una mierda, nena: pan de higo, pipas, altramuces, gaseosa (en botella de vidrio) y, de remate, hojas de barquillo de miel, vainilla y canela: la hostia consagrada del cine de doble sesión.

No parece el menú habitual del cinéfilo moderno de los años setenta…

Algunos éramos niños del paraíso… sin ninguna revista bajo el brazo que pudiera confundirnos: bastaban las imágenes, el vibrante haz de luz de plata, el suave runrún que escapaba de la cabina del proyector, allá arriba, en lo alto de la oscuridad, donde los sueños eran más poderosos e inevitables, tan reales como las películas… que de tan verdad

 eran.

En ese lugar había una perspectiva clara de cómo, por qué y por dónde andaban los personajes… hasta la sentencia: fin, fine, fini, the end.

Antes… del fin: una fila interminable de rostros desencajados y kilos y kilos de pieles macilentas, andares cansinos y bocas desdentadas que balbucean dame una moneda, colega.

Las chicas que quería parecerse de verdad a Marilyn Monroe no se teñían el pelo –rubias tontas del bote- ni se pintaban de rojo los labios pecadores: se inyectaban Nembutal en las venas.

¿No les bastaba con envenenarse del todo vaciando botellas de Chivas Regal en cuanto amanecía?

La clave era no morirse demasiado rápido: una vez dejas de aburrirte la vida adquiere sentido para los perdedores y los condenados, precisamente porque se olvidan de ella ocupados y aletargados como están, disipados en las nubes, subidos a los siete cielos en volandas.

Una botella de whisky, una ventana al abismo y los ojos alelados es el camino más corto para terminar de una vez. La droga, que también mata, es una amante a la que deseas de nuevo nada más despertar, puesto que cada día amanece codiciable y viva, y te arrojas a sus brazos sin pensarlo dos veces, mater amatísima; el whisky, al cabo, como todo alcohol, anónimo o con el nombre solapado, sólo es la guadaña oxidada.

Los cuatro puntos cardinales del país de los tembleques limitan una pequeña y sórdida región: un jergón en el suelo de una habitación ajena en el centro de una ciudad fría y gris, llena de cenizas y malos olores que te cuesta reconocer y de la que no atinas a recordar el nombre. A esas excursiones hemos llegado, centauro. Pasito a pasito de viejo adelantado (y aburrido) y también algo instruido.

Si miras por la ventana, estás muerto. Ciérralas bien, el vacío te atrae ya como una venganza contra todo.

La verdad, quevediana, aquí se halla: la verdad por de dentro.

En las buhardillas no hay nada: tendrás que encontrar los restos del naufragio, lo que eras y lo que creías que ibas a ser, en los desvanes del abuelo.

Ángel, mira las ruinas del presente que ciegan todo futuro.

La absenta tampoco basta: sobre todo si uno es un maldito antes que poeta. Hay que llegar a la sangre con mayor velocidad, al galope del caballo blanco tan hermoso, veloz y celestial.

Los he visto en los parques oscuros de la noche: cientos de ellos, miles, desafiantes, desdeñosos de cualquier otra cosa destinada al cuerpo que no fuera el placer único, exclusivo y potente del chute: todo lo demás del mundo son mezquinos satélites, simples adherencias prescindibles que giran en torno a ese instante sublime que celebra la conquista del paraíso.

Escribo con una aguja hipodérmica, le dijo para engatusarla (mira cómo me las gasto, niña, mira quien entra y sale del infierno cuando así le viene en gana sin necesidad de una puta pluma en la mano).

Y ella miraba cómo el émbolo empujaba la sustancia prodigiosa hasta que se incendiaba con la teñidura de la sangre. Entonces los párpados de él se cerraban lentamente, entregados los ojos a indescriptibles visiones, trastornada el alma, vencida.

Al principio nada parecía sucio, eso fue después, mucho después de aquellos días de vino y rosas, sueños demoníacos y malditismo.

Más allá del chute la ambición era mínima: beben champán nacional y comen galletas dulces o saladas. La televisión, ni tocarla.

Él le preparó un platillo con aceitunas rellenas y pepinillos: ella utilizaba la jeringuilla para pinchar los encurtidos y las aceitunas y llevárselas a la boca: ambos se sonreían sin dejar de mirarse.

Equidad:

Una para ti; otra para mí.

Tres meses más tarde del primer chute ya son expertos. Se buscan la vena con eficencia. No les asusta la sangre a chorros entrando en la jeringuilla, increíble que ese río escondido y rojo circule como si nada por el interior del cuerpo alimentando tus células de cualquier porquería que, todavía, no lo destruye.

Seguros de sí mismos (aún). En pleno cuelgue, serenos y aseados, incluso duchados, se toman un cortado tranquilamente acodados a la barra de una cafetería, entre asuntos cotidianos y los comentarios ociosos de los demás parroquianos con la taza del café matutino en la mano y el cuarto cigarrillo del día.

¿De dónde han salido éstos dos?

Bueno, alguien les tuvo que abrir la puerta.

De las tripas revueltas de un día que amaneció torcido, vomitando una grisura helada y un tedio inconmensurable: y todo para nada, prefieren pensar los nuevos acólitos: mejor el chute, sentencian estirando el brazo, bajando la vista a la piel rota.

Bien vestidos y disimulados por la luz del sol, con la espalda bien recta y la mirada desafiante: puedo con todo, y contigo del brazo todavía más, princesa.

Han salido del horizonte y caminado hacia atrás pisando las antiguas huellas.

Han empezado por el final: así se llega antes al paraíso. Aunque un día cualquiera todos ellos se hallan ante sus puertas, muertos con los ojos abiertos:

Sólo me coloco con el ácido y la hierba, previene al camello el futuro yonqui en el primer escalón (aún) de la pirámide del sacrificio, la próxima víctima de una guerra que tiene perdida de antemano: el adicto que gritará hasta morir con el corazón sangrante fuera del pecho si no obtiene su dosis, o puede que acabe metiéndose una aguja sin nada, sólo el aire envenenado que le mata, en su carne podrida, pegada ya al frío eterno.

Pero ellos dos han apostado fuerte. ¿Por qué aún? ¿Por qué esperar? ¿Por qué no llegar cuanto antes a esa fresca y radiante mañana de otoño, la última, con las ventanas abiertas al fragor urbano, un miércoles anodino de escolares con la cartera en ristre camino del pupitre, de ambulancias con su moribundo dentro abriéndose paso entre riadas de coches, de mercadillos al aire, por ejemplo, acabar con todo esa mañana de fuego con la aguja colgada en el brazo violáceo y los ojos reventados fuera de sus órbitas, tendidos entre inmundicias y goterones secos de mierda sobre el suelo los dos cuerpos, sólo descubiertos al cabo de siete días a causa del olor pestilente que atraviesa las puertas y las paredes más firmes, llega al sucio y oscuro rellano y alcanza la misma cabina del ascensor?

Con lo fácil que hubiera sido ser adicto a los caramelos… porque, en realidad, se trata de una adicción o una necesidad, yonqui o diabético, insulina o caballo, tabaco o limonada, qué más da: si te privan de tu dosis, se te quedará la cara de pasmado y morirás arrebujado contra un rincón.

Si todo el mundo fuera… converso.

Qué siniestra homogeneidad.

Aunque, un verdadero yonqui, ya al otro lado de la raya, te degollaría sin pensárselo dos veces por medio gramo de más: el tuyo, precisamente el que necesita su vena corroída, todo un desperdicio para él si no te lo arrebata con una sonrisa o amenazándote con la navaja.

El jaco, caballo pequeño y ruin, no diferencia clase y condición: todos pasto de la misma gusanera, allí es donde acaba vuestro dinero o vuestra miseria, todavía en vida llevas encima tu propio e intransferible estercolero. Revuélcate en la vida o en la muerte: el triste destino común con el cerdo.

Entre el drugstore, el cóctel de anochecida, la discoteca selecta y el cine porno o de qualité el camello repta entre las piernas de los elegidos, su mano muerta y fría roza las mejillas pronto en caída libre: no hace falta que acaricie los cuellos con el filo del cuchillo: su arma promete más, todo un espectáculo. En este negocio no hay clientes ni consumidores: víctimas es lo que son esos cuyos dedos temblorosos le entregan de mano a mano, con los brazos tiesos a los lados y la mirada simuladora al frente, los billetes doblados.

Por entonces siempre estábamos de fiesta.

Por entonces siempre estábamos de luto.

No les bastaba la absenta, ni siquiera bastaban Baudelaire, Wilde, Lautréamon o el cándido Sawa y mucho menos el tipo decadente y refinado Des Eissentes nacido de la pluma de un tal Huysmans, un tipo escribidor que acabaría con el crucifijo en una mano y el sueldo de funcionario en la otra: cadáver aseado.

Quizás Nerval, el colgado…  (este olía al polvo de los siglos ).

Como Maldoror, fueron buenos mientras fueron dichosos… Pronto fascina la maldad, aunque tú no la ejerzas ni la apruebes.

Quizás Burroughs Guillermo Tell.

VIH.

Por fin nos conocíamos.

En el 83.

¿Será faz o será cara?

Enganchados en el 83: uno se dejaba llevar hasta la última parada, lamido por la desoladora claridad, sucia, llena de rotos y papeles viejos, del amanecer. A esas horas, las máscaras del carnaval son un pedazo de cartón desteñido: Si ustedes se suicidan van a hacerme un favor, nos sugiere uno de los más egregios de los apestados.

Por entonces Joan Miró diseñaba logotipos.

¿Tan mal andaban las cosas?

Eran nuevos tiempos, una movida de cien pares de cojones.

Eran niños terribles (y andaban con andador sin saberlo, y antes de que se diesen cuenta cabal de ello se dieron el costalazo mortal previsible).

En el 83 se vinieron abajo los palos del sombrajo. A cielo abierto se examinaban los muñones, las pústulas, las secreciones, la herida de la farra.

¿Qué son esas manchas?, se preguntaba cada noche el poeta de las largas piernas.

Yo sé su nombre.

¿Qué ocurre cuando algo placentero deja de serlo y se convierte en absolutamente necesario?

Que la has jodido: esa especie de exigente anhedonia puede conducirte hasta el asesinato en primer grado. Donde hubo alegría ahora sólo hay desesperación y luego una tumba, ese derrumbre, ese crack-up.

¿Dónde estaban las goteras? Llovía… y nada sabíamos.

Sé de uno que hizo el camino inverso: bajó del caballo y se hizo trotskista aunque sin revólver en el cinto, se conformaba con enarbolar la bandera para hacer la revolución. En el 2008 todavía tiene la bandera en las manos, aunque algo descolorida y raída por el paso del tiempo. Pero él la ondea los domingos y fiestas de guardar. Ha dejado de creer en la revolución, pero sigue creyendo en él, un ente de cuerpo y alma. Es suficiente con eso para ir tirando adelante en los parques festivos de niños y papás: creo en mí.

Por entonces, mediado el 83, cuando los socialistas se remangaban las chaquetas de pana por encima del codo, Brell el Viejo confesaría a sus tres retoños, cuyo asombro les fue difícil disimular, que desde los primeros años de su juventud anhelaba ser anarquista pero se quedó en estoico teñido de epicúreo, un completo escéptico bien a su pesar. Un paso más y de cabeza al cinismo de vía estrecha, que hubiera respondido JD.

Puedes enfrentarte a ti mismo mirándote reflejado en el espejo de cualquier pensión de mala muerte pasada la medianoche y comiendo carne cocida, galletas y unas manzanas: descubre y comprende bien toda la maldad visible o invisible que te rodea, de estuco o de piedra, pero no te inmoles por ella: Fitgerald: no seas trágico en la tragedia, ni triste en la tristeza, ni melancólico en la melancolía. La distancia clínica es la salvación: el trágico, el triste y el melancólico bien pueden acabar sin nada entre las manos, es decir, prisioneros en las garras de un trabajo absurdo, o, siguiendo la moda del 83, con una jeringuilla clavada en el brazo y los ojos inertes y muertos enfocados a la nada.

Qué felicidad, la medianía.

Sentirse al final del día como ese tipo con un reloj de treinta euros en la muñeca y zapatos chinos de plástico en los pies que, encorvado frente a la barra de un bar del extrarradio, sin dejar de hablar un instante de fútbol, se zampa su almuerzo habitual en veinte minutos: medio litro de cerveza fría, un bocadillo de anchoas con aceitunas y un carajillo de coñac rematando… Ese tipo que al acostarse a la media noche habrá gastado la misma moneda de oro que tú, que te desayunas con champaña, almuerzas con cinco tenedores en la mano y lees a Proust en francés, y que a esa hora ya es irrecuperable y se ha gastado por completo para los dos, se ha volatizado. Mañana al despertar descubrirá aquel tipo otra moneda de oro en la palma de la mano, exactamente igual que la tuya: recién levantados de la cama ambos miráis la moneda nueva y reluciente, haga frío o calor, llueva o alumbre un magnífico sol. Veinticuatro horas más tarde de nuevo os la ha birlado El Gran Tahúr Invisible. Y así.

Y gira la rueda de la vida. Se suceden los almuerzos sucios de anchoas o sobrasada y el champaña y el picoteo exquisito en el bufé para gourmets exigentes. Hasta que un día la faltriquera se queda vacía. La mano fría y desnuda yace muerta a un lado de la cama. El Tahúr te ha desplumado del todo. Buenas noches… para siempre. Y los dos os quedáis con un palmo de narices antes de exhalar el último suspiro, el del carajillo trotero y tú y tu champaña galante, ambos muertos, sin la moneda del día. Adiós.

El ángel de las alas de barro boquea a ras de suelo, macilento, desharrapado y delgado como un alambre tiñoso. Ni siquiera es un verdadero Maligno como Brell el Joven quien, aunque mínimas, adopta sus precauciones para no dar El Gran Paso Falso y cagarla del todo: entre sus neuronas, gobernando el cerebro, tiene un auténtico semáforo de seis luces de diferentes colores (es un tipo listo, sabe que no bastan el rojo, el ámbar, el verde) que le advierten de la proximidad del abismo o de la fatalidad escondida en el fondo del vaso, en el sexo de una mujer y en el cuerpo cuarentón maltrecho por los abusos o traicionado por los descuidos médicos: dos analíticas al año y cuidado con las corrientes y las ventanas abiertas. Boceto es un verdadero ángel caído: con los bolsillos llenos y la moneda de oro del día amaneciendo todavía con él, diez años antes de su muerte estará gordo y lustroso como un cerdo, con el cabello más ralo y de textura quebradiza y sus ojillos de aguilucho entrecerrados por la grasa de los párpados, pero con el estómago y los intestinos en pleno funcionamiento y con la gracia de un par de erecciones semanales no carentes de potencia (si bien el ángulo de inclinación ya es declinante, unos 25° de descenso en lo que llevamos de vida fértil y pecaminosa) que le dan mucho juego en sus inevitables y nada culpables devaneos con el sexo opuesto.

Su droga es la supervivencia con la copa en la mano, el último trasto electrónico completamente imprescindible para su buena salud mental a punto de llegar a casa desde Amazon y todos los polvos furtivos fuera del santo matrimonio que queden al  alcance de sus manos pecadoras.

Mueran otros héroes y heroínas…

Cuando uno llega a diluir en la cucharilla un cuarto de gramo diario del indomable cimarrón empieza a ver al tío de las barbas en cualquier esquina, los cajeros automáticos se han vuelto mudos y ciegos de pronto y los pocos amigos que tienes han desaparecido de la ciudad: es inútil que los busques, y si los encuentras no son ellos, son sus dobles que, fuera de su horario laboral, ni siquiera  te sonríen compasivos: tendrías que abrirles la boca con unas tenazas al rojo vivo: ¿Nos conocemos? No recuerdo haberle visto en mi vida…

Por entonces siempre estábamos de luto.

Era la fiesta muda de los espectros.

¿Qué son esas manchas?

Ahora nos inyectamos medio gramo como constatación de que todo en este mundo progresa hacia delante, de que lo mucho crece aún más y lo poco decrece, lo cual también es una progresión (hacia abajo).

Entonces ¿el menú diario completo?

Tres tenedores:

Tres cuartos de litro de bourbon (maíz, malta, centeno)

medio gramo de caballo (en su sangre)

siete porros (bien liados)

cuarenta cigarrillos rubio (emboquillados)

tres lenguas de perico (blancas como la nieve) aliñadas con un poco de salsa francesa

Y de postre las babas del diablo.

Acaba conmigo (lo que queda de mí): y caritativo le abre la bolsa llena de cloruro potásico de la que se provee a manos llenas: adereza, pues, el postre… y revienta, perro.

Recorre el poeta con sus largos y delgados dedos el contorno de las manchas en las piernas: pequeños países, parajes ignotos.

En el 83:

viaje con nosotros a un mundo desconocido.

¿Es usted un buen explorador? Ciertamente todo progresa hacia delante hasta desaparecer no sin antes embolicarse el asunto a raíz del principio entrópico, lo que depara mientras tanto unas sucesiones e imágenes poco reconocibles con la realidad que habías supuesto. Nada es lo que parece, todo se tranforma y al final has sido un millón de individuos reales, imaginados, creídos… ¡pero has sido!

Como buen explorador murió mientras viajaba hacia la nada, que es el destino. El viaje es la meta. Se ha dicho mil veces.

En el 83 el viejo Brell se ríe de los peces de colores; JD. piensa en los inolvidables años setenta; Fiodorov, aclarémoslo de una vez, era el precursor trotskista del 2008, y Boceto, feliz veinteañero, da por concluida su época rosa, aunque el nubarrón Paula empieza a cernir su sombra de águila sobre el parqué del piso.

En el 83 al patriarca Brell le repugna su cuerpo de viejo, pero todavía no le avergüenza y la verga perpetra su vaivén sin mayores contratiempos. Ahora, cumplida su mínima siesta, mientras en el Bang&Olufsen gira el segundo movimiento de la 71 se despereza sentado en el sillón de su habitación. Un  pensamiento cruel cruza su mente como una ráfaga: Klee, Klee… ¿qué haces, desgraciado? ¡Trabaja en esas malditas páginas en lugar de penetrar como un cafre cada fin de semana a esa pequeña lasciva por todos los orificios imaginables! ¿Qué clase de energía te queda después de ese festín concupiscente y las doce horas lectivas semanales de clase? ¡Canalla…! Anda, ve a la máquina de escribir, redacta tus folios…

¡Paul Klee se lo merece!

El trotskista del 83 Fiodorov, señalemos sin dudar el hecho harto significativo, ofrecía una notoria diferencia con el abanderado trotskista del 2008: ya no cree en él, eso ya no, pero sigue creyendo en la revolución: sabe que él perderá, que ya ha jugado las bazas que tenía (incluso la carta escondida de la manga se malogró en un mal envite) pero lo revolucionario germinará y se desarrollará desde el ejemplo que todos los perdedores como él han inseminado en las mentes de generaciones posteriores.

(¡Ay…!, son generaciones dañadas por otras apetencias y si dan un paso adelante sólo será debido a sus maquinaciones personales para progresar… porque todo ha de progresar, ¿no quedamos en ello?)

He ahí Boceto, paradigma generacional cuyo dedo (ese dedo proverbial: no moveré ni un dedo) no se moverá un solo centímetro por aliviar la desgracia o el desamparo ajenos (no son cosa mía, a Dios lo que es de Dios y allá se las compongan): enfrascado anda en buenos vinos de no menos 75 machacantes la botella y en no traspasar las rayas rojas (ninguna de ellas) que se ha impuesto a sí mismo como salvaguarda de una existencia azarosa y derrochadora pero en modo alguno achacosa antes de lo previsto. En el 83 ha concluido su época rosa. Avezado estudiante de la historia del arte (de todas ellas), arañando ya el puesto docente gratificante, lenitivo y de por vida, ha descubierto tres meses antes de su veintitrés cumpleaños que más valiosos son sus defectos en la búsqueda del placer (de todos ellos) y la calculada crápula (no sólo espirituosa) que sus virtudes, que pasados unos pocos años más bien pudieran ser objeto de chanza universal. El mundo es de los chicos listos. Las chicas guapas y malas quieren a los chicos listos y… malos, y lo demás es la indecisión y ganas de perder el tiempo y pedir cotufas al golfo que diría (y así le fue) el bueno de Cervantes.

JD., al que el diablo armado de azada y hoz se lo llevó bajo tierra (asoma, no obstante, cada verano su cabecita pelona en forma de lechuga de tres copas, calabacín, tomate, pepino y hasta de calabaza),  nunca creyó que él perdería el tiempo: la biblioteca paterna, la suya propia y las 1587 revistas de todo tipo que llegó a reunir (cientos de ellas, bien es cierto, donación del austero Fiodorov, cuyos libros y hebdomadarios una vez leídos ya nada significaban para él, un tipo tan desprovisto de la afición a los objetos como de las legañas) le convencieron desde la adolescencia que su verdadero triunfo consistiría en ser mejor y desdeñar estar mejor en una sociedad urbana que le repelía hasta físicamente y que nunca pudo revelarle ninguna de las ventajas tan evidentes para millones de sus semejantes empecinados en vivir instalados en ellas.

Estampa sabatina inigualable la de los cuatro varones.

Cada uno de ellos desvía la vista, rehuyen los ojos ajenos, posan la mirada en cualquier punto desprovisto de piel humana en ese decorado de libros y cuadros que es el salón de la parte sur de la casa, sentados en sus sillas, frente a los restos y las sobras de una comida que a fin de cuentas no ha sido más que una tregua en la confusión de los cuatro. Cada uno de ellos preferiría un rodillazo en el estómago antes que sostener la mirada del otro, quien quiera que fuera el otro, puesto que una rara culpabilidad parece enclaustrarlos en sus propios secretos.

He ahí, pues, a esos cuatro en este sábado de gloria de abril de 1983, delatados a sí mismos por el silencio culpable y la desconfianza invencible a la hora de los postres (tarta de calabaza), humeante el café preparado en la cocina por una servidora, antes de que Brell el Viejo apacigüe la digestión al vaivén de Haydn, antes de que se meta de cabeza en la voluptuosa bombonera embriagadora de lociones, aceites y perfumes de la ninfa rosada, antes de que Fiodorov envuelto en su aire amarillo caiga en la cama y duerma de un tirón hasta la madrugada del día siguiente pensando con un poco de temor en la mujer matemática, antes de que JD. se enrede frente a la Olivetti redactando uno de sus textos mercenarios plagados de anacolutos y disimuladas repeticiones y demás artillería de negro (frases largas de lenguaje complicado pero inteligible, en verdad una redacción mucho más profunda –oscura- que los conceptos que la animan, adverbios por doquier, etcétera), antes de que Boceto aún no sepa qué hacer en las próximas horas ni donde dirigirá sus pasos esa noche saturnal.

Hay tardes de sábado que son una auténtica mierda. Más te valiera tirar de la cadena, que la pequeña cascada de agua  limpiase el tedio de las horas, a ti mismo, que todo oscureciese de repente…

Entretanto, David el gnomo hace su aparición, qué alegre sintonía.

Las huestes inumerables,

los pendones, estandartes

e banderas,

los castillos impugnables,

los muros e balüartes

e barreras,

la cava honda, chapada,

o cualquier otro reparo,

¿qué aprovecha?

¿Qué son esas manchas?

El poeta, el artista callan: presienten que son culpables.

El artista, al igual que el poeta, comprende que ya no puede disimularlas. Hasta ese día, al tomar asiento, procuraba estirar hacia arriba los calcetines y que el borde de los pantalones se mantuviese a la altura de las canillas. Pero no siempre uno puede estar pendiente de esos miramientos encubridores y cualquier descuido alerta al interlocutor: tras el artista (además gran artesano) cuelgan de la pared tres tablas pintadas al óleo, de idénticas dimensiones que el tríptico original, que reproducen de un modo rigurosísimo, casi increíble, El jardín de las delicias. De hecho, la copia en sí misma es toda una obra de arte.

Bonita panoplia de humanas diversidades.

El artista seriamente enfermo, ya en el infierno musical, escucha a Brahms durante el día; oculto en la noche, a solas, solloza con los opus postreros de Mozart.

El artista, cofrade que fue del mismo cielo creador y placentero de Brell el Viejo, no deja de reconocer la punzadas mortales sobre su cuerpo que le infligen con extravagante perversidad la zanfonía, la cítara, la cornamusa…

El artista, sabedor del próximo final, te desharás a pedazos, esconde en lo más hondo de la escribanía el gran bloc de tapas rojas y grueso papel barbado donde se caricaturiza sí mismo en completa desnudez mediante procaces dibujos que no desdeñan la crueldad: su imagen de sesentón encorvado con la flauta dulce introducida en el ano inaugura una colección sólo para sus ojos.

La púrpura del mal es un color desconocido hasta ahora, una rareza.

Qué paradoja que se contagie a través del amor, dijo el poeta.

No quiso rectificarse cuando alcanzó a comprender que lejos de aquel sentimiento era la pasión sin trabas, la rabia del deseo de morder la carne a través del sexo, la que inoculaba en él la muerte.

Artista, han empezado a conocerte por tu sangre, lo más escondido a la luz, el verdadero fluido de la vida, han sacado a la luz todo lo venenoso.

Rastrean tu piel, fijan los contornos de la mácula, hurgan en tu mierda y en tu orina con una insistencia que a ti se te antoja morbosa.

Vuelven a desangrarte: ¿acaso no lo hacías tú cada vez que te precipitabas en el vértigo de lo libertino?

Eres un museo de horrores recién inaugurado: se batalla en plena oscuridad con un enemigo muy bien armado e invisible no solo para tus ojos.

Te pinchan, te radiografían todo lo malo que eres (y lo hacen por dentro, donde estás más escondido, sin dejar ni un hueco a salvo de sus ojos indiscretos), te inyectan químicas que como aquellas del medievo para nada han de servir contra lo extraño, lo nunca visto. Todavía, en tus circunstancias, estamos en la era oscura: eres un experimento con el que se sabe cómo empezar pero nada de las improbables virtudes de su resultado: igual que con esa agua de Lourdes en la que tanto confías (Interferón alfa 2B) podrían limpiarte las venas con agua del grifo y hacerte creer en el milagro de Lázaro, en el de los panes y los peces (¿crudos?), en la resurrección …

Esas manchas… que parecen ensuciarlo todo.

¿Cómo se llega a ser lo que se es?

Era artista, sabed: ansiaba sentir como ninguna otra cosa sobre la tierra las delicias inefables de ese ser mitológico que Platón asegura que existió en los tiempos antiguos, antes que Zeus los partiera en dos mitades convirtiéndolas en hombre y mujer que se atrajeran mutuamente: otra impecable pareja de bestias con que habitar el jardín para el entretenimiento de su omnisciente dueño.

¿Eres artista y no te bastaba con lo imaginario?

¿Qué hay de malo en hacer de ella una concreción?

El objeto es lo prescindible para el artista, aunque no así para los demás, que necesitan ver para creer, tocar para sentir. El artista se basta a sí mismo.

El objeto, amigo, que soy yo quien lo ha creado, es una especie de doble, y ahora se desmorona por un desarreglo celular que me deja a la intemperie y en las manos de cualquier asesino por minúsculo y hasta microscópico que fuese.

¿Y pretendes dejarnos los restos de tu juerga creadora, lo residual? ¿Qué quieres que hagamos con ese trasto? ¿Qué lo exhibamos? Perfecto eres entonces para la nada, que ni se toca, ni se huele, ni se ve.

Me queda la música… Debería tener la boca cerrada.

La música que te mata.

Una deliciosa manera de morir.

Un artista tan delicado como tú, de maneras exquisitas, de paisajes y desnudos que rozan lo sublime, dime, ¿cómo alcanza la perversidad?

¿Qué es lo perverso?

El mismo cerebro que se halla detrás de ese bello paisaje de tilos, en la sinuosa curvatura del escorzo de la mujer desnuda tendida sobre la colcha estampada de rojos y pálidos verdes, en el calculado claroscuro del bodegón artiborrado de bronces y flores pujantes, domina a su antojo ese cuerpo de hombre sin los pinceles en la mano que sorbe el placer allá donde se encuentre con la misma sencillez y eficacia con que respira el aire crucial de la mañana.

En la alegría del placer habita, llamadlo desorden, anomalía, diferencia, como los tejemanejes licenciosos de esos menudos personajes macilentos que pululan por el panel central del gran cuadro que tanto le perturba y al mismo tiempo le serena la conciencia: qué lujo la falta de culpa, la naturalidad animal de lo aparentemente perverso y que tan sólo manifiesta en realidad una sabia lujuria desprovista de maldiciones y condenas, de cínicas reservas.

¿Castiga la diferencia, lo diferente?

Poco valen los besos, la caricia solar de la mano indefensa. Del alma oscura (piel y esplendez) brota la bala de entre sus piernas. El artista y el poeta, a los siete años, cambiaron los dientes de leche. Qué te parece.

La razón apareció con los colmillos ya bien puestos.

¿Y ahora?

Dejaron las caras igual: que envejecieran solas hasta que se pudrieran por ellas mismas (y tampoco mudaréis en mejores piernas y brazos, el estómago será siempre el mismo, al igual que el corazón y los pulmones, el hígado, los riñones, la colgadura del sexo, pero vuestras bocas de peces perversos…)

Sois como cocodrilos, renovaréis vuestros dientecitos cuarenta veces más.

Parece que crecemos, pero no (-No has crecido. –Tú, tampoco.)

Los dos quería ser como mamá pero parecerse más a papá: el porte de papá; las gasas y vestidos de mamá: y los dos frente la luna del armario sin hacer posturas, sólo mirándose en el espejo, con los brazos caídos a los lados, sin sonreír siquiera, pues se trataba en realidad de una confirmación, nada de disfraces o lúbricas imaginaciones y precoces fantasías sexuales: la imagen no delataba nada de nada, pero hacía que, interiormente, uno se sintiera mucho mejor, mucho más auténtico, contemplándose vestido de mamá sin sus labios pintados, sin sus formas blandas y curvas, sólo ella, sin mistificaciones, hasta con las mejillas azuladas por el rasurado del afeitado, las cejas sin depilar, la sombra encima de los labios…

¿Es la hora de intercambiar las fotos de la comunión, ambos con el traje de marinerito con el rosario encajado entre los dedos y la mirada redonda y limpia?

Ya no inocente cuando aquel tiempo del cabello bien peinado, entreabierta la boquita, el traje blanco y los zapatos de charol.

Mira si no cómo esa bala silenciosa te corroe por dentro hasta desfigurarte por fuera. A eso se llega día tras día sin disimulos: a lo monstruoso.

¿Qué hacemos con los años de atrás?

¿Los años vividos?: Están muertos (pero siguen a la luz del sol).

Revolverlos, amalgamarlos, estrujarlos hasta dejarlos hechos una pasta innombrable, embrollarlos del todo: de esa mezcla nace la lepra de hoy.

En la hora de la muerte a plazos de los dos, empezada en ese mismo 1983, ambos se preguntan qué finalidad tenía todo esto, más allá del placer, del bien y del mal, incluso más allá del buen  amor.

Lo pervertido fue pactar con el deseo y de ninguna manera con culquier otra componenda convencional ante las falsas muestras de escándalo de los bufones celestiales y sus vicarios terrestres, a la vez que librarse de sus asedios y la desfachatez de sus trampas cotidianas en todo momento veladas por lo normativo y lo común.

Al cabo lo pervertido fue, sin dejar de ser cuerdo, huir de la cordura y adentrarse en lo loco.

Paisajes por descubrir: tu cuerpo, que era el del otro, despacio recorrer la tersura de la carne con la yema precavida de los dedos, la lengua atrevida investigando los poros de la piel cálida y temblorosa, el sexo tan gemelo del tuyo, tu cuerpo igual y desconocido y por tanto deseable hasta el paroxismo.

El artista, o el poeta, no pueden en esta hora de la peste y la consunción ver la vida que fueron como en un espejo retrovisor: nunca podrían averiguar si las raudas imágenes avanzaban hacia ellos o finalmente retrocedían hasta perderse por completo tras la curva de un horizonte que había equivocado su posición y quedaba a las espaldas.

Amaba la carne y el aliento del ser humano, no su morfología. Abrazaba el cariño. Besaba la ternura. Le enamoraba su igual, la figura invertida como en un espejo de su nombre y condición: eres al revés.

No era cuestión de cálculos biológicos ni de la inefable adición de cromosomas: proyectaba lo bello, lo que ansiaba abrazar por encima de todo, el modelo de sí mismo, alcanzar su total aprehensión, lo que físicamente no podría conquistar jamás valiéndose de la propia entidad física de su cuerpo: amaba sus formas, pero no podía estrecharlas contra sí; anhelaba como una certeza y no una equivocación encontrarse en el otro, en el igual: el otro sería real, más que él mismo en el acto del amor puesto que lo abismaba en el vértigo y en una sinrazón que ora lo transportaba al infierno ora lo posaba sereno y seráfico en el desmayo más absoluto.

Detrás de las manchas está el dolor, la descomposición tuya y del mundo, pues lo mismo que tu cuerpo el decorado y todo su universo de bambalinas se viene abajo, imposible verlo como lo disciernen los ojos de los otros, también condenados pero todavía sin cerrar el día y la hora: miran la agenda en la pantalla del móvil: nada, ninguna cita con la muerte en los dos próximos años, ni en los dos siguientes, tampoco en el lustro de después: soy, pues, inmortal, nada debo temer esta noche de fiesta y celebración, al contrario que tú, que el mundo y su vástago la vida se han tornado amarillos, de un amarillo desvaído y se diría que sin olor, de una crueldad pero también de una insipidez decorativa inevitable.

Se desprendió del cuerpo del otro: empezó, de nuevo, a examinar solitario el suyo: el espejo humano se hizo añicos.

Sólo queda esperar.

Cinco mil millones de años y el sol se apagará. A esperar.

Tus propios añicos.

¿Cómo se empieza a ser lo que se es?

Cuando recompones los añicos.

Lo suyo es una intersexualidad funcional, amigo. Una, digámoslo así, anomalía del instinto, incluso puede que, dependiendo de sus complejos, si los tiene, una homosexualidad sustitutiva…, y no importa de que tipo estamos hablando, ginoide o sodomita, a mí se me da una higa. En el fondo, preciada víctima de sus propios e intransferibles temores, tendríamos que remontarnos hasta el feto para descubrir lo que simplemente sería, lejos de la perversión, un mero trastorno endocrino. Algo particular, pero eso es todo, sin más misterios. Su caso entra de lleno en otra más de las condiciones naturales de lo humano. Perfectamente tolerable.

¿Cómo quiere el muñeco?

¿Qué cómo quiero el muñeco…?

En fecto, considere estas dos opciones:

a)

amputación del pene

castración

construcción de vagina artificial

administración en dosis altas de hormonas sexuales femeninas capaz de provocar una ginecomastia

b)

exéresis de ambos ovarios

cierre de la vagina

transformación de los grandes labios de la vulva en un saco escrotal

alargamiento de clítoris con injerto de cartílago

amputación de ambos senos

administración de altas dosis de testosterona

¿Cómo quiere el muñeco?

¿Qué cómo quiero el muñeco, hijo de perra? Exactamente igual que lo recibí: intocable, no manipulable, no modificable, no transformable. Me quiero como me tengo, como aprendí a reconocerme, a palparme, a consultarme la conciencia desde mis propios ojos sin falsedades: no quiero esconderme de mi encarnadura ni de mi género fatal por equivocado en estos tiempos de empecinada hipocresía. Los disfraces que en ocasiones me cubren, de los que no reniego, más que burlar mi verdadera apariencia acentúan su condición. No quiero el maldito muñeco de ninguna otra forma que no sea la suya original. Todo lo que no sea eso se lo pueden meter en el culo de sus telas verdes de los paraísos cirujanos y artificiales.

(Expresión muy apropiada si nos atenemos al auténtico propósito de estos esclarecimientos clínicos.)

El artista: su tendencia ginoide, complaciente, pasivo hasta la exasperación del otro.

En cuanto a las drogas de discoteca que trasiega y engulle de cuando en cuando… el poeta: sodomita, activo sin miramientos, proferidor de insultos y blasfemias que exarcerben su líbido, manoseador hasta el golpe, hasta violento, hasta… Un exaltado.

No eran cuerpos intercambiables: era el mismo cuerpo, eso era lo mágico, lo excitante, lo ineluctablemente real.

Y junto con la sangre seca, los esputos, las excrecencias, la carne podrida mutilada, los pliegues tegumentosos invertidos, los adoses artificiales, los salivazos hormonales, la psiquiatría delirante y estafadora, los condena y arroja a esos tipos de la bata verde de todos los pecados con la caterva de sus apósitos a la hoguera purificadora y redentora: que ardan con sus magias, sus encantamientos, su soberbia, su cirugía de trampas y la torva sonrisa y los placeres de leyenda de Tiresias… A tomar por culo (expresión muy apropiada… etcétera) con todos ellos, que crepiten en la gran hoguera verde y quirúrgica mientras tú lames un polo de tres sabores (chocolate, vainilla y fresa) como la mayor de las delicias que has experimentado en toda tu vida mientras dejas la mente en blanco paladeando la mezcla insuperable.

A tomar por culo.

¿Y cuáles son los próximos regalos por abrir? ¡Qué manía (pero también qué lujo) de envolver los presentes, las dádivas, los obsequios con papeles brillantes, satinados y festivos que hay que romper sin miramientos con lo bien envueltos que estaban, una lástima, más hubiera valido la pena dejarlos engalanados en su papel, no descubrir nunca a la luz los malditos regalos de siempre que suelen ser las malditas equivocaciones de siempre!

A tomar por culo:

Qué simple: otro tipo encima te encula, no sé con qué una mujer.

Eres como un espectro, has envejecido de golpe, tu delgadez abruma, la expresión de tu rostro es de temor, o ya de muerte, aquella bala de plata te ha dado de lleno en la carota, ¿en cuántos despojos te vas a convertir?, ¿doce?, ?ciento uno?, ¿vas a morir –del todo- de una pulmonía (pnemocystis carinii), de una leucoencefalopatía progresiva?, empiezas a farfullar, tu memoria ya es una sopa de letras, es curioso que todo sea gris a tu alrededor, un sol gris, ya nunca amarillo, y el cielo también es siempre gris, aunque iluminado, un gris pálido atemorizador, el horrible aire amarillo, ¿por qué no te matas?, no puedo hacerlo, ¿y eso?, me gusta demasiado la televisión.

…desque vemos el engaño

y queremos dar la vuelta

no hay lugar.

En el 83 hay unos principios básicos que conviene respetar, piensan cada uno por su cuenta los cuatro Brell en la sobremesa reflexiva:

A Brell el viejo, recién sesentón, le pica tanto la polla que incluso le endereza el culo estando sentado, suele silbar para disimular; Boceto, al margen de sus muchas fechorías particulares llevadas a cabo con total impunidad, mes a mes, día tras día, clase a clase, le ha regalado a su padre, con motivo de su cumpleaños, una edición de Vida y Destino en francés que compró en París (y que el viejo Brell no leerá jamás, aunque sí lo harían sus tres vástagos a lo largo de los años siguientes: Boceto por las buenas;  Fiodorov con verdadero sobrecogimiento; JD., sin perder de vista su horizonte de tierra: Thoreau, Emerson y Gary Snyder). Fiodorov sin libros ni revoluciones entre las manos ya sabe, lo sabe, que será la mujer matemática la que cerrará sus párpados cuando, tumbado en el suelo, inerte, todavía la carne tibia y con la sábana cuajada de espesos goterones de sangre enrrollada al cuello, no se levante nunca más.

En el 83 esas comidas sabatinas aún obligan a que el hogar de los Brell disponga en el salón una mesa de comedor de madera de nogal vetusta y familiar, de gruesas patas labradas: pocos años más tarde, tres a lo sumo, se producirá la desbandada general de los jóvenes leones, desaparecerá la gran mesa de los ágapes y las últimas cenas, hasta se pondrán en almoneda las sillas de respaldo tallado y asientos entelados.

¿Y qué podía hacer yo si los candelabros eran de la abuela?

No se deshonra la memoria de los muertos.

La dueña de la casita de chocolate murió en el 73 (otro año para berrear) y tres semanas después los seis kilos de plata de los cuatro candelabros que antaño comprara el doctor Veneno, se venderían a peso a un platero ventajista de la calle de La Paz.

Las dos arañas de seis brazos y decenas de colgantes y esplendentes lágrimas acabaron en la trastienda de un chamarilero de Pelayo: todo, al final, se lo lleva la trampa… A la mierda, pues, la vida y las cosas de la vida.

Ha terminado la siesta musical. El patriarca se ha puesto debajo de la ducha; luego, echará mano del peróxido de hidrógeno (dientes blancos, sonrisa seductora), se frotará delicadamente con crema perfumada los testículos y la verga y se acicalará debidamente. 

El hombre del sombrero de fieltro y bigote recortado se ha largado. Adiós, adiós, manada: directo a una vagina que emite ruiditos fascinantes y es capaz de hablar y que puede al mismo tiempo morderle la nariz, restregarse en sus labios, ahuecarse hasta dejar ver las tiernas y húmedas entrañas de su feliz y despreocupada poseedora.

David el Gnomo finalmente se ha atusado la barba y ha cerrado la puerta de su confortable amanita muscaria hasta el sábado que viene.

Tendría que llamarla a la mujer matemática, se sorprende diciendo en voz baja Fiodorov reprimiendo la desgana paralizadora, ya no hay nada más.

También, al oír susurrar al otro, se ha sorprendido Boceto que no sabe qué hacer con el mando del televisor (dos cadenas) en las manos, y el western de turno que ya deja asomar los títulos de crédito… el western, género cinematográfico junto con el del  musical. que le da asco:

¿A quién?, pregunta a punto del gran bostezo, tirando el mando a un lado del sofá.

A la mujer matemática.

JD. hace rato que había desaparecido silenciosamente después del café: ¿leería realmente a Thoreau, ese lobo solitario a tres manzanas del almacén de suministros? Todos los excursionistas de sí mismos avanzan muy pocos pasos más allá de ellos, se tantean a menudo en los grandes espacios vacíos, confunden la meditación con la soledad, el autoabastecimiento temporal (y hasta románticamente trasnochado y perezosamente idealista) con la verdadera independencia de ese tipo libre y soberano que al despertar con hambre se mofa de sus manos vacías: ya encontrará (y lo encuentra) qué comer antes de acostarse de nuevo.

Gary Snyder, ejemplar vagabundo del Dharma, siempre llegaba a Oriente metido en un tren de mercancías o de transporte de ganado (pero llegaba).

Emerson contemplaba su auténtico reflejo no en la naturaleza, que a duras penas iba a devolverle imagen alguna, sino en su pluma. A éste le bastaba con eso: para qué engañarse con los espejismos del mundo real.

JD. sentía una especial (¿rara?) devoción por el inextricable Vincent van Gogh.

Van Gogh… porque  no le dejaron ser otra cosa, otro ser.

A los siete años descubrió en uno de los grandes libros de arte de su padre una reproducción a toda página de La habitación de Van Gogh en Arles, el cuadro que cuelga en Amsterdam, en el Rijksmuseum Vincent van Gogh, y que muy pronto entendió que era muy diferente a las otras dos copias existentes en el Louvre y en el Art Institute of Chicago. No se lo pensó dos veces: yo quiero vivir ahí dentro.

El niño llamó al cuadro La habitación amarilla. La suplantación la inducía una magia serena, una sencillez acogedora y feliz, que imantaba al espectador sin argucias de poética: sólo la figuración sin mixturas ni pretensiones espurias a la propia pintura: todo arte… natural; la estetica ausente.

El amarillo es el color del loco, le dijo su padre.

¿Dónde está JD.?

Está en su habitación… amarilla.

Escribe un poema. No lo rompió: los restos del naufragio.

(Los días de Arles.)

Un cuadro no vale más allá de aquella jornada de sol, de pasión o de fe que entretuvo su ejecución: el agua fresca, el vino, la sal, la carne y la fruta, el andar y luego la casa en reposo, encender una pipa, una copa de anís, la paz de la luna y el sueño.

Un cuadro nunca vale más allá del beneficio del día de hoy y a veces el del día de mañana: el plato de sopa, el pan y la miel, el aceite puro de oliva, el olor de la albahaca y el laurel, la ropa limpia y holgada, el corazón tranquilo, un jarrón con flores y la plena conciencia de crear cada día, a cada paso, en todo momento.

Un cuadro no vale más que el espíritu de un hombre y no vale ni mucho menos lo que un solo día, un solo instante, de la vida de un hombre.

¿Cómo no vivir ahí adentro de ese amarillo y azul claros, de esa luz, de toda esa pureza inaugural de la tierra, de la gran alegría solar que rezuman la madera de los muebles y el suelo, las telas, el lecho de la colcha roja que invita a la paz del sueño?

Qué lejos de los otros días, cuando intenta suicidarse bebiendo queroseno, tragándose los tubos de pintura, huyendo de la locura a manotazos…, a espatulazos, queriendo fundirse definitivamente en la tierra bajo el sol.

En efecto, el sol nos explica.

Boceto, mil años después: JD. era el hombre lombriz, el sol le empujaba a esconderse bajo tierra... sólo al mediodía. Luego, el crepúsculo de lanzas de oro sobre la tierra, la brisa verde…

Cambiaron las razones, y este hermano de Van Gogh, a saber, sería agua, tierra, sol: el lugar extranjero en el mundo sin apelar a trenes fantasmas, retiros medrosos o plumas mojadas en la contemplación (desde la ventana) de la naturaleza.

Está en la habitación amarilla, y afuera también los campos son amarillos, y las aves son amarillas, y el cielo azul claro se protege como puede del sol amarillo, y con él se encara y lo reta en batalla desigual antes de disiparse en un tul feble, evanescente en manos de la grisura.

Pero en el 83 el primogénito de los Brell emborrona folios a doble espacio: treinta y tres líneas de doce/catorce palabras cada una por página. Recibe, ultimado el trabajo que otro ha de firmar, la paga del mercenario: ¿A cuánto?

A treinta denarios.

¿Está bien así?

Venga, admite el negro bajando la vista, y tiende la mano.

No salen las cuentas:

Las escayolas retorcidas de Van Gogh prefiguran los seres angustiados y descarnados de Bacon, dictamina el negro.

¿Cómo diablos voy a defender ante un tribunal de excelsos catedráticos de las bellas artes tamaña baladronada de doctorando audaz?, se atemoriza el futuro doctor que ha de defender públicamente el texto escrito por el negro.

Esa es la cosa. Cum laude fijo. Son tipos infantiloides, remata.

¿Por qué tan atrás?

Sigue la huella.

Podríamos haber pergeñado tesis más normalita lejos de la siempre temida polémica académica. Les revuelven el estómago los tesinantes artificiosos, los que ponen en aprieto su memoria.

Sigue la huella.

JD. ha dejado morir a T.B., pero eso fue mucho después, en el 94 (yo recogí los restos del cadáver bañado por la luz lunar en Malvarrosa, y en la misma orilla, sobre la playa rumorosa y nocturna, las luces destellantes y circulares azules, amarillas, las siluetas oscuras moviéndose entre ellas, cancerberos del orden aguardaban en la orilla el cuerpo sobre las espumosas y suaves olas para levantar acta, instaurar el equilibrio, hacer desaparecer de una vez por todas a la muerta, ocultar el trastorno al incipiente amanecer y sus tempraneros visitantes).

JD., no llegó sin embargo a hacerse amigo de las tarántulas, como el otro, aunque también era un reiterado visitante de desvanes y buhardillas: lo inútil, los restos del naufagio de una vida.

El hermano de Van Gogh, el que murió, está muy vivo: nació este Brell en marzo del 52, el día 30: sobrevivió al julio y los lanzazos abrasadores y amarillos del 90. Desapareció. Puedes jurar que en este lánguido y cálido abril de 2008 perfumado por el azahar callejero sigue en pie, vigilando sus tomateras, respetando las tandas de riego, trabajando de sol a sol, que la mies es mucha… y a veces escardando cebollinos sin nada en qué pensar mientras deja perdida la mirada en el perfil de las montañas sin interesarle poco o mucho de lo que ocurre tras ellas en su descenso hasta el mar: oh, hombre reflexivo, rústico tranquilo, ya sólo eres de los frutos y los trabajos de la tierra próxima y feraz en las que hundes tus pies labrados de las asperezas y los agobios de una naturaleza que repudia lo fácil.

Desde lo alto, en las cumbres, divisas la moneda y la ganancia: allá en el valle de las ciudades de piedra… etcétera. Quédate atrás mundo… Sube la vista a su alrededor, tan lejos de los de abajo y sus afanes estériles,  acomoda el sombrero de paja sobre el cráneo, entrecierra los ojos al sol puro de la cumbre, desciende el sendero hasta la casa a paso ligero, sin cansancio ninguno, fortalecido y animado…

(Bendición de la tierra):

He bajado de la montaña.

Brillaba la luna como una lágrima,

a todas partes me seguía.

Un ejército de sombras enhiestas a lo alto

guardaba el regreso a casa

con el perro a la puerta:

allí esperaban la paz y la lumbre,

la pluma, la página blanca,

y el caldero pegado a la llama,

el vaso, la jarra de vino rojo, la hogaza de pan…

El cuchillo y la cruz

y el libro sobre la mesa.

Y otra vez, en el mismo 90, biografía de los fastos: centenario de la muerte del holandés, de quien los hombres, sus semejantes, rosegan año tras año (sin necesidad de aniversarios) hasta dejarle los hueso mondos y lirondos, JD. se cogió de la mano del bueno de Vincent, arreó trastos a la montaña, desempolvó la máquina de escribir y se puso… a esperar:

¿El qué?

Naturalmente, ni él lo sabía.

Antes de la partida hubo un encargo: se trata de una biografía divulgativa acerca de Vincent van Gogh, sin análisis enredosos ni mucho menos preocupaciones estilísticas, no complique las cosas. Cíñase al derrotero extravagante de un tipo loco que pinta porque no sabe hacer otra cosa y una mañana de sol implacable, delirante de cuervos y aturdido por el estruendo ininterrumpido de las cigarras invisibles, acaba pegándose un tiro en el costado: 130 páginas (80 de ellas ilustraciones mediocres libres de márgenes) y a rodar.

Tres semanas más tarde, sin haber escrito una línea, seguía esperando, pero ya se perdía entre montañas, encontraba manantiales, hablaba con unos y otros fantasmas del lugar.

A partir del día 27 de julio del 90 jamás volvería a escribir una palabra, y respecto a la Olivetti… acabó destrozada en el fondo de un barranco (pero la arrojó al vacío sin furia, sin pena, como se tiran los desperdicios al cubo de la basura).

Convencido y pacífico.

Y entonces, la época.

Siempre estábamos de fiesta.

Vámonos al campo, compañera.

Se echaban las mochilas medio vacías a la espalda, se cargaban de canutos los bolsillos, escondían alguna jeringuilla, las papelinas, media docena de libros de bolsillo, y al cabo de unas horas el autobús de línea los dejaba a un par de cientos de metros del pueblo elegido. Se ponían a andar sin perder de vista el campanario, allá a lo lejos, por encima del puñado de casas de color terroso que lo rodeaban en silencio.

Sembraban hortalizas, cereales… cuyas cosechas escasas y mustias los condenaban sin remisión al ayuno, al vinazo áspero que bebían a gollete y al sempiterno porro que aliviaba los gruñidos de las tripas.

Los niños correteaban entre caballones, asomaban las narices por encima de las cañas de las tomateras, mordisqueaban manzanas o estrellaban las granadas contra las piedras haciendo saltar los granos rojos y jugosos, se teñían los labios con las moras, torturaban con sus correrías a las gallinas asustadizas y cacareantes ante la mirada apagada de sus padres que tomaban el sol de la mañana mano sobre mano apoyados contra los ribazos o junto el frescor de las acequias, cansados de las azadas y las hoces, de la tiranía del terruño y sus constantes cuidados.

Ya aprenderán los que perseveren, confiaban algunos caritativos lugareños al verlos torpes y perezosos. Uno, o dos, a lo sumo, o ninguno.

Y fue solo uno el que ya no tenía donde acabar. Y no se iba.

Y a bandadas regresaban de nuevo a las ciudades tostados por el sol y con las manos encallecidas, tan faltos de posesiones y de sentido común como cuando llegaron a los primeros ejidos de las aldeas y los pueblos. Quédate atrás, mundo…, habían declarado ingenuos y engallecidos, y ahora, sin regañadientes, sin comprender que al final se quedaban sin alternativas de futuro, emprendían el camino de vuelta, incluso alborozados ante las expectativas de fortuna que creían que iba a depararles definitivamente la urbe, contentos de haberse desprendido de la piel la costra hedionda de la tierra, su tufo a estiércol, libres del denso olor de la piedra quemada, de la rambla cenicienta y seca y las plantas polvorientas de la solana.

Aldeas no volverían a alabar.

Y en cuanto al trueque infernal y siempre ventajista…

Y volvían a lo de siempre, andaban tras sus pisadas de antaño en un círculo vicioso doblemente fantasmas de sí mismos, más viejos, más derrotados y con todos los paraísos perdidos.

Si no morían antes estaban destinados a permanecer delante del televisor una media de seis horas diarias, tuvieran o no en las manos alguna basura que comer, los ojos abiertos o no.

Cazaban por la noche con el arma de su cuerpo: desgalichados y enfermos, ellos y ellas aún tenían un polvo a los ojos de algún descerebrado del amanecer con la picha floja, el ano inflamado o la lengua envenenada. Vendían lo poco que les quedaba de la cabeza a los pies, los orificios, la mansedumbre del esclavo.

Y eso era todo.

JD. no regresó: el hombre calabaza. Era el uno.

Sin él saberlo había sido permeable a muchas cosas que ignoraba, y que probablemente ya nunca sabría, pero urbanita perplejo desde su infancia, cuando aprendió a recorrer con el dedo el contorno de las islas de los mapas y a leer por mero acto reflejo los rótulos de los comercios y los nombres de las calles en los recuadros azules situados en lo alto de las esquinas, fue entonces en ese poblacho entre montañas, en pleno efecto vangogh, a punto de empezar la primera línea mentirosa del primer folio de la falsa y mercenaria biografía, que se produjo el encantamiento (él no huía de nada, esa era la diferencia con los zarrapastrosos transeúntes y nómadas de las sucias estaciones de autobuses y sus efímeras escapadas): en efecto, a la tierra le ataban lazos más fuertes que las raíces. Sería, pues, un hombre árbol. Tan lejos del cielo como siempre, pero tan cerca de la tierra como nunca.

El síndrome vangogh, la atracción del genio más que la del talento, había desbaratado todos sus temores, prejuicios y cautelas: lo atrapó como la boca dilatada y feroz de una sierpe engulle con cruel lentitud a sus terrestres bestezuelas: por la cabeza. Todo era natural porque todo se acogía al ciclo del día y la noche sin adherencias artificiales que entorpecieran su curso sencillo y matemático a través de un espacio cósmico de apabullante ordenación: hablamos de lo natural.

Era de la tierra, como el otro lo había sido de la luz del sol, del amarillo (el otro tenía tanto miedo a la noche sin luz, triste e interminable, que llegó a pintarla festiva bajo una catarata de estrellas… o fuegos de artificio… o soles falsos, amarillotes).

Era de la tierra…

Pero, en fin… escondites, añagazas.

Uno, Boceto, se largaba en cuanto el aburrimiento podía con él o las cosas se ponían feas a los escondrijos y laberintos subterráneos de la colección de sus ficus urbanos por donde, como es sabido por todos los niños listos del mundo, discurren con humildad fingida, astucia, gallardía o prepotencia simulada, sutiles, delicadas e ingenuas  huérfanas, malvadas brujas, hadas despechadas por su sexo de hielo, princesas tontas y soldados derrotados, extraordinarios sucesos, planeta arbóreo pletórico de cuentos leídos engalanados con las bellas ilustraciones satinadas de las aguadas y las acuarelas de los tiempos antiguos; JD., el hombre lombriz, se embadurnaba de tierra húmeda de pies a cabeza tornándose irreconocible, humus homúnculo, detritus vegetal, hasta podría masticarla esa tierra algunos atardeceres olorosos de la planta y el árbol, plenos de un aire limpio y mineral, cadenciosos, lentos, inextricables, de tan alto el cielo, tan próxima la tierra… Y el tercero en discordia, Fiodorov, no supo encontrar su refugio fuera de sí, a todas horas consigo mismo, con los ojos en todo instante mirándose por dentro (donde sólo hay vísceras, residuos, jugos gástricos, sangre enferma, linfa nauseabunda, detritus, el cáncer de los secretos y los miedos) saciado de trabajos inútiles y plenitudes memas, entretenimientos políticos y sindicales, no supo esconderse, era demasiado evidente, estaba demasiado expuesto, ya sólo era la desnudez de la carne corrompible, un andante sin rumbo: deambular de aquí a allá, mañanitas de niebla, tardes de paseo, pues vaya asueto de viejo bebedor de cafés con leche tibia, gotoso rellenador de quinielas e insomne pertinaz o vieja herrumbrosa con el pelo cardado y mirada risueña, el bolso lleno de caramelos de menta, estampas y pañuelos de papel, fotografía de los nietos con los mocos colgando, ocultos ambos tras el abrigo de entretiempo, miércoles día del espectador, hoy me hago un maldad y me como tres milhojas seguidas, qué caramba), un simple trasto de sensaciones que una vez agotadas todas ellas (se acabó el cupo, millar redondo: 1000) para nada sirve, y el pensamiento dale que dale hasta en los sueños, dale que dale: adiós, adiós compañeros del alma, compañeros: y salta hacia abajo, y no te creas, no, que eso es fácil, no, no lo es.

Y matas el discurrir sin orden ni concierto, ese fluir de decenas de miles de palabras encerradas en el interior del cráneo que brotan como gotas de lluvia a lo largo del día, que no logran salir al exterior y quedan comprimidas rebotando una y otra vez distintas, revueltas dando tumbos en una masa que en nada ha de fermentar: sólo un galimatías, miles de palabras pensadas que acabado el revoloteo -que tanto significan allí adentro- no significan nada: y luego el sueño, o la vigilia, el día de llovizna, la tarde interminable…

En el interior de la casa amarilla el tiempo no se detiene pero te encandila, lo sabes: así será un día y otro, pues ya eres habitante de la excursión plácida intemporal e inagotable de afuera: la tierra oscura y feraz, alta y cegadora de la montaña, la mansa del valle verde que arropa con sus álamos el río de mediano caudal.

Recorrer los caminos amarillos era como toparse con los tres espectros en cada extremo de la brecha triangular de cien años: 1852/1853/1952.

Bonita geometría.

(El silencio, I):

La casa junto al río,

los árboles soberbios.

Tan próxima la tierra,

el susurro del agua.

Alguna noche el viento

oculta las estrellas.

Aquél que aguarda en vano: mirar al cielo siempre y siempre para nada. Qué rara teología, qué misterio la espera, y hasta la sola vida, se dice simplemente conforme.

Cierra el libro, mordisquea la hogaza de pan, bebe su vino el hombre… y mira el cielo de noche tan azul oscuro que ha sepultado a la tierra y sus moradores.

En la casa amarilla existe una habitación también amarilla, y es la mar de tranquila. Aún cerradas las ventanas uno adivina que el cielo es muy azul, la tierra muy roja, el sol muy amarillo, el agua del río muy verde, las nubes muy blancas, las hojas de los árboles y de las plantas muy verdes, las espigas muy amarillas, los cuervos muy negros, los lirios muy azules, las amapolas muy rojas, las piedras muy grises o muy marrones o muy negras o muy verdes o muy rojas (también las hay muy amarillas e incluso otras muy blancas o de color hueso o azules, verdes, violetas), las rosas muy rosas… la dalia tiene todos los colores: amarillo, rojo…la, el…

(El silencio, II):

Nombro silencio. Invoco a los ausentes y no hay respuesta alguna. Suplico los mensajes.

Estoy solo, me digo, y callaré el prodigio. Será secreto mío, y nadie sabrá nada. Pero todo es silencio.

No. Susurran los árboles,

y el arroyo que fluye,

cruje la tierra, canta

el ave amarilla.

Habla el misterio.

JD. en la paz, aún con el olor acre de la piel recia y de la mierda de las cabras esparcidas por las laderas pedregosas pegado a la nariz. Ha cerrado el libro: todo lo que hay detrás de la ventana (de las dos ventanas, del libro y de la ventana) es suyo: ni la luz, ni el aire, ni la tierra te lo puede quitar nadie, en especial si se hallan lejos de cualquier interés o ganancia. Nadie te envidia.

La tierra de día y la tierra de noche huelen distinto, pero ambas se hallan a salvo del olfato y los trueque de los hombres mercaderes y sus pestilentes manejos.

El síndrome vangogh:

Deja que vuele el pensamiento, la loca de la casa que decía aquella santa, que invadan los intestinos viscosos del cerebro lo sublime o lo abyecto, la bicoca o lo profundo… Ser un viejo maestro de la vida y de los libros, ser de la tierra siempre.

No cree en la patria ni en la religión, así que nuestro hombre busca otro sentido que darle a su vida (¡ah, la vida!), y aquellas dos patrañas construidas desde hace milenios para sojuzgar a los desvalidos de todos los tiempos, engañar a las buenas y andrajosas conciencias medievales atemorizadas por el cielo nocturno, se perpetúa y hasta burla a los ilusos bien vestidos de la clase media del siglo XXI, siempre respetuosos con sus declaraciones anuales a la hacienda pública: son los elementos básicos para dotar de sentido miles de millones de vidas, además de la sana crianza de sus larvas nacidas después de una cópula sabatina y sujetas más adelante a las mismas engañifas.

Pague sus impuestos: cave plazo a plazo su tumba, su verdadero y eterno hogar: hágalo confortable, no escatime.