En el año del Señor de
2000.
La casita de
chocolate:
Aún podían rastrearse
los últimos olores del verano, la madera cálida de los troncos de los árboles
exuberantes, las primeras hojas caídas, alegres y vivas en el aire matinal,
verdes todavía, la tierra oscura y el descuido vegetal del jardín al sol,
entrañable, enmarañado, y el silencio de la mañana laborable y rara… Todo
parecía triste pero solemne, digno y auténtico, evocador de los sucesos y seres
del pasado inolvidable, viejo y sosegado ahora.
Uno siempre termina
encontrando el hilo perdido de la memoria, incluso la del terreno vedado,
laberinto no aconsejable de recorrer con los ojos abiertos.
Eres perverso, de niño
ya eras perverso, pequeña mala bestia, te las sabías todas y, salvo matar a un
ser humano, has hecho todas las acciones del mal: mentir, robar, matar
animales:
¡Brell, el Maligno se
ha apoderado de ti!, bramaba el padre Salvador (a) Sangonera.
Igual acabas como ese
personaje de Durrell, acostándote con cinco mujeres en un solo día.
O como aquel otro,
muerto, convertido en cenizas y encerrado en… ¡una bombonera!
Al igual que existió
una época azul en los estadios biográficos pictóricos de Picasso, hubo, ¡voto a
rayos!, una época ecologista en la biografía sexual y depredadora de Boceto: la jodienda requiere de
paciencia y mil seducciones... plásticas.
1980 y ss.:
Por unas bellas
piernas y unos senos de hipnótica turgencia
(clavados ahí los ojos, para qué cambiarlos de lugar), carne al fin, casi se
convirtió en vegetariano. Quien algo quiere, algo le cuesta: con tu carne,
lamida pero no comida, me basta, sirena.
Anda, querida, llévame
a uno de esos restaurantes donde el hambre y la crueldad maridan con la
inocencia del apetito sin urgencias: puedes contemplar encerrados en urnas de
cristal, en pequeños acuarios, en jaulas o corrales en los patios traseros las
piezas vivas que una vez acogotadas o cocidas vivas te vas a meter despedazadas
y convenientemente condimentadas en la barriga.
Pero ella le llevaba a
lugares donde comían algas y bebían tres clases distintas de agua: ¡qué
ilusión, tres sabores distintos!
Como buen ecologista
de apariencias, era un magnífico iluso: creía que lo que perjudica gravemente
al ser humano mediante las disparatadas intervenciones que perpetra en el
planeta, hasta incluso llegar a su propia destrucción como especie, daña
asimismo a una naturaleza que ha de sobrevivir sin duda miles de millones de
años a los mismos habitantes que la pueblan, animales racionales o no (pues ella es todo lo bueno y todo lo malo
que le ocurre a ella misma), bajo infernales o benignos climas y pese a las
plurales trapisondas medioambientales, indiferente a su tumultuosa
prodigalidad, a sus carencias y a sus páramos estériles y yermos, insensible
también al curso de la galaxia y la espesura cósmica, devastada de fuegos,
lluvias ácidas y desiertos u ornada de verdes bosques, mares azules y aires
limpios: todo es ella misma en su
rodar espacial hasta acabar devorada tras miles de millones de años como una
gominola por la estrella que le dio vida.
Oye, hombre o mujer,
¿pues te has creído que la naturaleza es tu jardín? ¿Te piensas que eres
eterno? Millones de años ha de perpetuarse la Tierra después de ti y el
estercolero que dejas atrás.
Riegue martes y
viernes, preferentemente a la caída del sol. A la luz debililla del suave
crepúsculo.
Qué cosas, el
universo…
Excluido del mundo.
Tienes que devolvernos
lo que tan graciosamente te hemos concedido.
De acuerdo, ahí va mi
muerte.
Cuenta saldada.
De propina, un pedo,
el más terrible, estruendoso y hediondo pedo jamás habido. Que os aproveche.
Y dándose de espaldas,
y como diría (y nosotros también) don Miguel de Cervantes y Saavedra, les
enseñó sus traseras partes.
(Y no era una Bayard…
¿Cómo?
La pistola que le
robaron a Buñuel… Era una Smith&Wesson del 38 corto.)
De un cometa vengo…
Eslavo eres, aún
llevas el clavo herrado en la mejilla.
¿Quién podría
entenderte? Ni él mismo. El mundo al revés: vivía del pasado, vivía en el pasado, y el presente, que cada
vez le interesaba menos, era una consecuencia del pasado, algo… ¡secundario!
De acuerdo, el pasado
era un presente muerto, pero ese era el precio que había que pagar, la
inmovilidad.
O no salgas de casa:
crece por vía intravenosa. ¿Quién eres?
Levanta muros, cierra
los techos, fértil hikikomori.
Debería bastar la
naturaleza, pero no sucede así. La inquietud, indefinible y mortificante, y la
ansiedad creciente e inevitable te pisa los talones incluso en lo más
profundamente verde y pacífico del bosque del verano.
Lee… algo sesudo, o
frívolo. Esos ratitos…
O coge el Klee, híncale el diente…
Descubrió entre las
cosas de su padre una bolsa de mediano tamaño llena de casetes. Un filón de
reflexiones sobre el artista, de seguro…, pensó egoístamente, equivocadamente,
mientras excitado deslizaba hasta un extremo la cremallera: todos usados
(restos de las etiquetas rasgadas e indescifrables pegadas en el anverso así lo
probaban) y… borrados. Irrecuperables, nada había audible en ellos.
Habrá que imaginar… o
ponerse a trabajar de veras.
¿Qué sabes tú?
Qué tipo, lo mismo le
da leer de cabo a rabo (algo de mono festivo y gramático tiene el tema) media
docena de New Yorker atrasados que
una revista de esa especie cuyas páginas impares casi en su totalidad anuncian
automóviles, zapatos, perfumes, vinos y relojes, cultura tan de nuestro tiempo:
ningún artículo puede superar las 500 palabras (mejor, si no sobrepasa las
300), ilustraciones por doquier, siempre enmaquetados a la izquierda, y las
páginas de publicidad a doble a la derecha o también a la izquierda si se trata
de posados de modelo con ropas de marca:
¿De qué época
hablamos?
Su caótico marido, uno
de los más conspicuos berreadores del concierto musical del planeta de fines de
los noventa, se pegó un tiro en la cabeza cuando calculó que los 400 dólares
que gastaba diariamente en su consumo de
drogas equivalía al salario anual de millones de asiáticos. Su procelosa
consorte, en penitencia por los dos, se convirtió al budismo y recitaba tres
mil mantras desde el amanecer hasta la caída del sol (poniente) mientras vivía
merced a los royalties del muerto
que…: adiós adiós. También ella murió pero, en silencio, sin obituario. Adios,
adios.
Sabidurías como:
Lo deforme y lo
antitético respecto a la naturaleza en ese cuadro no se resuelve por
deliberación y elección expresivas, no es una opción elegida. Lo representado
es confuso y hasta contrahecho por torpeza, porque el tipo carece de técnica o
aplica al lienzo una artesanía procesual completamente equivocada.
Para nuestro héroe,
aseguró el profesor, el desdén era la mejor arma que se reservaba para todo
aquello que ignoraba y que era imposible disimular con tres frases y dos
lugares comunes, así que indefectiblemente, de manera astuta, acorralado por su
propio desconocimiento más que por la superioridad cultural de los demás, que
en ningún momento les había pasado por la cabeza utilizarla como arma
arrojadiza, zanjaba el asunto con una brusquedad insultante: Eso no me interesa
a mí, concluía con media sonrisa de suficiencia, y de ese modo creía excusar la
ignorancia evidente que tenía del asunto que espontáneamente había irrumpido en
la conversación.
El tiempo no es nada
si siempre, todos los días, de la mañana a la noche, haces lo que tienes que
hacer, lo interpretas siempre igual. Ni siquiera morirá contigo. Lo dejarás
delante o detrás, pero eso ya no importa. Puedes despreciarlo tranquilamente,
incluso ignorarlo: si siempre haces lo mismo te equivocarás siempre lo mismo.
Sólo existe el pasado;
el presente sólo es el subrayado del recuerdo o su eco, o sueño, o desorden, un
instante efímero, casi inexistente, y el futuro es el deseo, es la esperanza
porque el futuro existe, existe, nos decimos con insolencia hartos del presente
fugitivo, huidizo hasta la náusea.
Sabidurías, dimes,
diretes…
No poder mover el
pensamiento como los dedos de la mano, a voluntad, avanzar un paso o
retrocederlo deliberadamente, que no suceda a traición… El pensamiento empuña
la espada, te sume en la apatía, en el abatimiento, te lleva al rencor… te
zarandea como quiere y cuando quiere. Nada puedes hacer por evitarlo, anda a
sus anchas y a sus locas, cuando, cómo y donde le apetece. No eres: es un cerebro el que te oculta y te piensa.
Claro que es verdad,
pero yo no debo creerla, ¿entiendes?
Es una verdad que no puedo admitirla de ninguna de las maneras y la combatiré
todo lo que pueda.
Combato mi
promiscuidad con pólvora y jugo de limón. Y a rodar.
Puedes simplificar
perfectamente las cosas:
El mundo es lo que es fuera de mí, aun estando yo en él;
todo lo dentro de mí, lo oscuro e invisible, soy yo. Lo que ves de mí, aquello
que me encubre, es la apariencia mundana, os pertenece sólo con que me echéis
un vistazo. Sólo yo soy dueño de mi yo… tan vulnerable, tan encerrado. Un
cerebro me piensa.
Como esa mujer que nos
obliga a quererla y la miramos sin amor y la abrazamos sin deseo.
Recordó las dos
condiciones que proclamaba Clea, la de Durrell: una mujer sólo jode bien si le
gusta bailar y nadar.
De ti, al igual que de
todo bicho viviente humano o no, se podrá decir: se murió y nunca más se supo
de él. Bonito epitafio.
¡Qué época española
confusa, que mente confusa, qué destino español confuso!
Cada época española
tiene sus barbaridades ancestrales que son tomadas como normales y lo más
natural del mundo. Ortega y Gasset, contumaz aficionado a la carnicería torera,
montó en cólera cuando se decretó una ley que obligaba a colocar petos de
protección a los caballos de los picadores, hasta entonces destinados a la
muerte cada tarde de toros, destrozados y agujereados por las astas,
arrastrando por la arena del albero tripas y vísceras, pisando su propio
mondongo antes de reventar entre vómitos de sangre. ¡Pero esto acabará con la
autenticidad y esencia de la tauromaquia secular!, tronaba indignado el insigne
filósofo del raciovitalismo.
Ah, la esencia española
y eterna de las cosas…
Viaja. Abstráete.
Derrotado, bajó los
brazos, ya cansado de turistear, de contemplar sin ganas el casco antiguo de
ciudades europeas, costas mediterráneas y un Londres gris y hasta anodino a
pesar del escenario imperial que cobijaba su centro urbano vital, y un París
adormilado a partir de las cinco de la tarde, del Estocolmo negro aún próximo
el mediodía, cansado de andar de un lado a otro, de comer lo mismo con nombres
distintos o exóticos, y si hoy es martes esto es Bélgica y si sábado hemos
vuelto a España.
Toda la vida es bruma,
y la muerte la solución a nada. Y tú, como hombre asustado, intentas definir lo
difuso, lo indescriptible.
Viaja… entre nieblas y
espesuras como divaga sin moverse ese adolescente que se hincha de pimplar
latas de cerveza barata compradas por docenas en el Mercadona de la esquina…
Ah, aquella época
feliz…
¿Cuál de ellas?
La de papá (por
entonces), con las Conversaciones con
Goethe sobre el regazo, sentado él en el gran sillón orejudo, y la luz
desfalleciente, dorada aún, proveniente del ventanal del sur.
Otras épocas buenas
habrían…
Sí… Es cierto. La
época Dostoeivsky…
La época Baroja…
La época Cervantes…
La época Camoes…
La época Guimarais
Rosa
La época (que duraría
veinte años) Paul Klee.
El viejo Brell… El
viejo Goethe, que no amaba en las mujeres la inteligencia, sino la belleza: No estimamos en ellas el talento, sino su
carácter y hasta sus defectos…
Todos tus pasos están
controlados, hasta tu respiración lo está. NSA, el mayor de los grandes
hermanos, te vigila… por tu bien.
Los sentimientos que
pudiera albergar en su corazón de mujer elegante y puta por afición estarían
tan raídos y polvorientos como los dos peluches de su infancia que se obstinaba
en conservar a través de los años y las vicisitudes siempre afortunadas que iba
sumando su vida de privilegiada.
A la calma, compañeros
(y no a las armas).
Su imagen tutelar, a
partir de ese momento, fue una línea azul que se perdía en el horizonte marino,
un camino verde que se abría paso entre montañas: la paz, la paz (JD.)
Él, Boceto, se contentaba con la barra de un
bar, lagarto tumbado al sol de neón.
El origen de las
preguntas me ha interesado tanto más que la solución que brindan las
respuestas, se decía peripatético.
Ese es un pensamiento
inacabado, que diría Tolstoi.
Pero ¿cuáles son los
tiempos? ¿Cuál la confusión? Tal vez sólo sea que los tiempos son distintos y
el homo sapiens haya dado un pasito
adelante… o empiece a hacerlo hacia atrás.
No engañas a nadie,
farsante, eres carnaza de Epidauro, a pesar de las varias máscaras te hemos
calado.
Brell el Viejo (los
ojos como dos cañones) le diría señalándole con el dedo amenazador (el índice
derecho): ¡Hay gentes que creen que les va mejor en la vida valiéndose de sus
defectos que confiando en sus virtudes!
Pero, padre, por
entonces, de pequeño, todo era grande y misterioso para mí, de una diabólica
fascinación… que ha perdurado en el tiempo: abrir armarios, husmear en baúles,
revolver cajones… Descifrarlo todo... Ese era mi cometido de detective de lo
oscuro.
Hurgar en las
tinieblas… ¡mal asunto!
Las viciosas y
secretas reflexiones disparadas al cura Roig:
¿Cómo se puede confiar
en un tipo por muy omnipotente, omnímodo y omnisciente que sea que envió a la
tierra a su propio hijo para que lo escarnecieran, lo torturaran y lo mataran?
¿Qué quería probar con eso?
Lo envió a la tierra
en sumo sacrificio para salvarnos de nuestros pecados y torpezas.
¿También los cuarenta
millones de muertos masacrados en la Segunda Guerra Mundial fueron enviados a
la tierra para salvarnos de nuestros engaños y faltas? ¿Todos ellos eran Jesús?
Aparta de ti ese
cáliz, cura… y mete las narices en tus libros de arte, sé un apasionado de la
tertulia, de la voluptuosa sobremesa valenciana sorbiendo mistela bajo la
sombra dorada y fresca del pino o el naranjo, súbete a la parra, quédate en la
higuera.
(Las cosas de Dios
confunden a los humanos, me los alborota como ese novelista que trajina con las
almas de sus personajes de acuerdo con sus estados de ánimo y los aturde con
sus altibajos emocionales o la fluctuante bolsa de sus dineros.)
La abuela Amparo tiene
fotografías de un hombre suspendido en el aire.
¡Qué me dices!
Lo juro: yo lo he
visto.
Mientes como un
bellaco, mierdecilla.
Era Jesús resucitado
al tercer día que, cuarenta días después, se elevaba al cielo a sentarse a la
diestra de Dios padre.
¿No son la misma
persona padre e hijo?
El cura Roig:
Bon dia, pecador.
Hola, sotana,
respondía Brell padre.
Oye, venial…
Dime, cura. Aunque te
diré, distraído confesor, que tengo múltiples pecados de la carne.
Esos no cuentan.
Mueren con el cuerpo. Lo que te van a exigir en el más allá es que devuelvas el
alma, que nunca ha sido tuya, y a lo peor la has dejado hecha unos zorros en
tus excursiones por la tierra.
Pues que pidan
cuentas. A la vejez, viruelas.
El cura murió, y su
padre se quedó definitivamente solo en el mundo.
Pero estoy yo, padre,
tu mierdecilla, le consolaba Boceto.
Qué alivio.
Pero, dime, ¿no son la
misma persona padre e hijo?
Qué manera de enredar.
Exijo una explicación.
Bueno, cuando Jesús el
Crucificado alcanzó los 10 de altitud se
disolvió en la niebla cósmica, se disipó, se volvió polvo…
Pues,
¿qué ocurre a partir de ahí?
El
Cielo, ocurre el Cielo…
Adonde
van los buenos:
Tu colegio:
donde quiera que estés compórtate como alumno digno de él.
El cura Roig, en 1941
tutelaba a Brell el Viejo, entonces otro Brell el Joven, hijo de don Bernardo
Brell, médico de cabecera del cura Roig.
Don Bernardo Brell
Vicent, doctor Veneno, al llegar a casa con los pies ardiendo, soltaba el
maletín con cierta aprensión y alejaba de sí el estetoscopio, suspiraba hondo,
abría la puerta de batientes de cristal coloreado que daba paso a una amplísima
estancia y se refugiaba en una biblioteca que rondaba los diez mil volúmenes.
Allí leía, pensaba en lo que había sido su vida o esperaba beatíficamente la
hora de cenar.
Recién acabada la
carrera de medicina, en 1906, había abierto consulta en el barrio marítimo, en
una modesta casa de dos plantas con cándidos ornamentos de cerámica vidriada en
los paramentos que sólo ennoblecía la placa de latón enmarcada por un listón de
madera negra fija en la pared, a la izquierda de la puerta:
DR. BERNARDO BRELL
MEDICINA GENERAL
ENFERMEDADES DE LA
PIEL
Su padre, liberal y
republicano pero práctico, Bernardo Joaquín Brell Bosch (Valencia, 1854-1927),
maestro de escuela en El Cabañal, le había aleccionado debidamente: Los pobres
del marítimo sólo tienen el sol y la mar, la vida en definitiva, y no la
quieren perder. Antes renunciarían y le prenderían fuego a los cuatro trastos
de su barraca y a su barca que no pagar a su médico. Peseta a peseta, un duro;
mil duros, arroz en el plato y tartana, rico. Astutos, padre e hijo,
consideraron una adición clínica interesante en el futuro ejercicio de la
medicina por parte del retoño: el tratamiento encubierto, sutil, de las
enfermedades venéreas, que sería, a la postre, lo que enriqueció de veras al
joven doctor en medicina.
Dos años antes de
casarse, en 1915 había comprado una parcela al principio del antiguo camino del
Grau, pocos metros más allá del cauce del Turia que por entonces dividía esta
zona de pobres de la Valencia pagana, burguesa
y mundana. Su propósito, que no tardaría en satisfacer, era levantar de primera
planta un chalet con pretensiones de
palacete que reuniera las condiciones precisas para organizar un
consultorio médico con ostentoso portal a la calle y establecer en los pisos
superiores la vivienda familiar. No se comprometió con mujer alguna hasta que
vio cumplido su deseo, pese a sus múltiples devaneos amorosos. De modo que,
juiciosamente, se casó tarde y bien, como aconsejara el señor Mariano José de
Larra, pues matrimonió a los treinta y siete años, con una jovencita silenciosa
de carácter sosegado, entregada a sus labores, muy bien educada y procedente de
una familia de industriales del Ensanche, Amparo Ferrer Soler, si bien no pudo
elegir peores fechas que aquellas, el verano del 17, cuando la ciudad, convulsa
y empobrecida por el bloqueo marítimo a que obligaban los alevosos submarinos
alemanes, que impedían las exportaciones de los agrios, y por tanto la
principal fuente de ingresos de la capital de la región, se veía inmersa en una
huelga revolucionaria. Al nacer su primer hijo en 1920, nuestro ya conocido
catedrático Bernardo Brell Ferrer, el edificio de estilo modernista, ecléctico
más bien, que magnificaban los desconcertantes añadidos de dos vistosas torres
de perfil neogótico florido, ya ha completado su construcción hasta el mismo
remate que corona una veleta dorada en forma de ave fabulosa, un tosco remedo
de la que giraba en lo alto del campanil de los Santos Juanes, el pardalot. Elevándose por encima de una
verja de hierro pintada de negro que circunda por sus cuatro fachadas el
pequeño palacete, el esbelto y arcaico edificio atrae la mirada interrogante de
cuantos curiosos pasan por delante. Transcurridos los años, ya en tiempos de la
Segunda República, será conocido como El Castillo del doctor Veneno, lo cual, y
nos hallamos plenamente autorizados a manifestarnos en ese sentido, puede
creernos nuestro amable lector,
guarda más relación con lo pintoresco de una época frívola y ciertamente
sicalíptica en muchos de sus estamentos que con lo escabroso de alguna circunstancia del pasado del buen doctor,
experto en sarampiones y difterias de niños, jovencitas desnutridas y anémicas
y madres lactantes; más discretamente, ya en lo particular y de puertas
adentro: el combate encarnizado contra el treponema
pallidum.
Tu abuelo rodaba en
tartana por esas huertas del señor atendiendo enfermos de a real, de modo que
no te quejes del viejo 600 que bastante cumple con ponerse en marcha, le decía
Brell el Viejo a Brell el Joven, ya en sus años universitarios.
A principio de los
años los cuarenta, en plena postguerra franquista, gran parte de los pacientes
del doctor Veneno eran feligreses de san Juan de la Ribera, templo de escasa
entidad, poblado de imágenes de nulo interés artístico y retablo pobretón,
aunque muy bien iluminado, alzado en el presbiterio; la iglesia se hallaba no
lejos de la residencia del doctor Brell. El cura párroco, un joven muy versado
en religión pero mucho más todavía en arte contemporáneo, requeriría de cuando
en cuando los oficios del médico para que compensara la codicia conque se hacía
dueño de los dineros de sus feligreses ricos con la atención facultativa no
onerosa de los casos más desesperados entre las ovejas miserables de su rebaño
espiritual.
Lo suyo son las almas,
predicador, cura picarón. No me diga que ha pescado unas purgaciones con alguna
creyente desatada.
Más le valiera a su
ciencia desterrar el hambre a la par que la enfermedad.
Una y otra ligaditas
van.
¿Y cómo nos ha salido
el benjamín?
Una incógnita,
clérigo,
¿Y cómo es eso?
Quiere estudiar
Historia del Arte.
¡Válganme los cielos!
¿Qué pecado habré
cometido?
Arrodíllate y
confiesa, doctor pecador.
Antes los fuegos del
infierno.
¿Qué no habrás visto
tú en tu consulta de sanador venéreo?
Todo cochinadas.
Decenas de ellas. Le cuento…
Calla y apechuga con
tu vástago, ateo vergonzante.
Y usted, pater,
también. Más de una ayuda por su parte ha de venirle de su otra condición
pagana. No me lo pierda de vista, que a ése lo encauzo yo a la santa y
provechosa docencia.
El cura Roig impartía
una asignatura en San Carlos, la Escuela Superior de Bellas Artes: Arte sacro,
Liturgia cristiana…
En consecuencia:
Hoy nuestra clase
versará sobre Kandinsky… toda una teología del arte.
Estando yo en París…
La clase siguiente
insistía en el misticismo.
Hablemos de Paul Klee…
Y también la de
después abundaba en lo metafísico religioso:
El arte es una
religión, y su Sumo Sacerdote, Marcel Duchamp. Nos detendremos, pues, en este
último…
El médico murió. El
hijo, investido ya exitoso profesor de Historia del Arte en la Literaria, pese
a la diferencia de edad, sustituiría al difunto en aquella relación de amistad
no exenta de sadismo dialéctico hasta que entrados los ochenta sobrevino la
muerte del sacerdote, culto, humanista y hombre de buen humor.
¿Qué hacer?
Tuvo un hermano, menor
y tonto, sin otro oficio que paseante (Ignacio Brell Ferrer, 1925-1977), dime,
¿qué haremos con él?
Que viva del aire.
Las dádivas desmedidas, los edeficios reales, llenos d’oro,
las vaxillas tan fabridas, los enriques e reales del tesoro, los jaeces, los
caballos de sus gentes e atavíos tan sobrados, ¿dónde iremos a buscallos?
Véndase el palacete y
su solar de oro, decretó la viuda, doña Amparo. A mí me basta La Cañada, y con
las rentas del dinero obtenido sobreviviremos el tonto y su madre…
Tu padrino, tu tío
Ignacio, se comería la mitad del palacete, y no se lo tragó entero una vez
fallecida tu abuela porque murió a destiempo de una picantísima caracolada
desmedida. Aún han de quedarte a ti algunos restos del naufragio tras mi
muerte, preciado heredero, pues a los otros dos, uno en el infierno y el otro
en el limbo verdulero, no existe ya galgo corredor que los atrape.
Algo te caerá del
cielo justiciero por ser hijo decente, benjamín y único salvado de la quema de
los setenta, los mareadores ochenta, los...
Sobre todo el nombre
del paseante. A perpetuidad.
¿Y a usted por qué le
pusieron de pila Ignacio?
Por san Ignacio de
Loyola, hombre de Dios y de espada.
El abuelo Brell,
cuando por alguna razón, profesional, subrayaba la abuela, se desplazaba a
Madrid, siempre acudía a un burdel con ínfulas, una casa de putas de lo más
fino e higiénico y ornamentado con litografías de exquisito gusto. Esto no es
un prostíbulo, señores, es un nido de amor…, precisaba la dueña. Como diría el
señor José Trulock, obstetra de oficio y compañero impenitente de las jocundas
puterías del abuelo cuando escapaba a la corte: aquí las ladillas bailan minué.
¡Qué épocas confusas
las de hoy al contrario que aquéllas!
Rechazado todo aquello
que precise más de dos minutos para ser entendido.
Descartado todo
aquello que requiera más de cinco palabras para ser explicado.
Prohibido todo aquello
cuya imagen no se defina en una décima de segundo.
No pienses; sólo,
siente.
Emociónate.
¿Te gusta el zul?
Me gustan los objetos
de color azul porque me recuerda al aire, al agua… la luz.
Papeletas (WITTGENSTEIN…)
93. Consideremos que si un hombre normal estuviera
sosteniendo una conversación normal en circunstancias normales, y se me
preguntara cómo se distingue, en algún caso, alguien que piensa de alguien que
no piensa, yo mismo no sabría qué responder. Y ciertamente no podría decir si
la diferencia radica en algo que ocurre o deja de ocurrir, mientras se habla.
94. La línea divisoria que podría trazarse aquí entre el
'pensar' y el 'no pensar' pasaría entre dos estados que no se distinguirían
entre sí por nada semejante a un juego de imágenes. (Pues el juego de imágenes
es, en efecto, el modelo conforme al cual uno quisiera representarse el
pensar.)
95. Sólo en circunstancias muy especiales surge la pregunta
de si se habla pensando o no.
96. En efecto, si se habla de una experiencia del pensar, la
experiencia de hablar es tan buena como cualquier otra. Sin embargo, el
concepto 'pensar' no es ningún tipo de concepto relativo a la experiencia. Pues
los pensamientos no suelen compararse en la misma forma que las experiencias.
Y recita la vieja
terrible y alcahueta de l’horta: Doctor Veneno
Brell, la gente es mala, mala, por eso se muere de cáncer o en un accidente de
coche o una noche les estalla el corazón… Malos, malos, somos malos, y nos
encierran en la cárcel, o nos quedamos sin dinero por nuestros malos vicios y
secretos inconfesables, y enfermamos, y nos morimos, pobres o ricos, tontos o
listos, nos morimos y nos morimos con dolor, o de repente, un día, o al otro,
qué más da, nos morimos, todos nos morimos… Nos morimos, y eso es todo, la
muerte para nosotros y también la muerte para ellos, que mueren con nosotros.
Y de todo ello, ay,
señor, de todo ello…
Que todo sean
consejos…
NORMAS
Y TESIS
DEL
MANUAL DE URBANIDAD
PARA
JOVENCITAS
DE
ACUERDO
EL
EXIMIO PROFESOR
PIERRE
LOUYS
ENTREVERADO
POR
SABIAS
Y ACERTADAS
REFLEXIONES
CRISTIANAS
DE
SU ABUELA LA ALCAHUETA
Introito:
Se estima inútil
explicar las palabras: raja, coño, pipa, capullo, picha, rabo, cola, polla,
joder, leche, empalmarse, enearse, chupar, lamer, bombear, follar, empinarse,
enfilar, encoñar, encular, correrse, consolador, tortillera, vagina, sesenta y
nueve, chocho, chochito, puta, burdel… pues estos términos son familiares y
harto conocidos por todas las jovencitas.
Pequeña antología de
normas:
*Cuando use un plátano
para divertirse sola o para hacer gozar a la criada, no lo vuelva a poner en el
frutero sin haberlo limpiado cuidadosamente.
1. Cuando nuestro
Señor y Maestro Jesucristo dijo: «Haced penitencia...», ha querido que toda la
vida de los creyentes fuera penitencia.
*Una niña bien educada
no orina en el piano.
*Una jovencita que se
despierta debe terminar de masturbarse antes de empezar sus oraciones.
16. Al parecer, el
infierno, el purgatorio y el cielo difieren entre sí como la desesperación, la
cuasi desesperación y la seguridad de la salvación.
*No mande su
consolador a la mercería para que le pongan unos lacitos.
29. ¿Quién sabe,
acaso, si todas las almas del purgatorio desean ser redimidas? Hay que recordar
lo que, según la leyenda, aconteció con San Severino y San Pascual.
*No entre en una
peluquería pidiendo con desparpajo que le ricen los pelos del coño.
*Todas las noches,
antes de masturbarse, rece sus oraciones arrodillada.
95. Y a confiar en que
se entre al cielo a través de muchas tribulaciones, antes que por la ilusoria
seguridad de paz.
¡Qué épocas confusas!
Venid y entendámonos,
dice Yahvé.
Isaías, I-18.
¿Y todas estas
cochinadas?
Herencia cándidamente
disimulada entre otros libros de ilustraciones marinas y paisajes de montaña
del abuelo Antonio Miguel.
¡Qué colección!
Mayor crudeza exhiben
otras papelinas escritas a pluma fina de primorosa caligrafía en tinta azul
violeta…
Sólo por el camino del
mal se alcanza la felicidad.
Como aquel duque que
podía eyacular dieciocho veces en un día y recibir por el culo cincuenta y cinco
vergas de la mañana a la noche sin sufrir deterioro.
Ese era el duque de
Blangis.
Su atributo más
memorable, por lo demás, y no despreciable, era su envidiada verga: ocho
centímetros de circunferencia y veinticinco de largo.
Sin embargo, ironías
de la naturaleza, su hermano el obispo, con el alma igual de negra que la de
él, poseía un miembro viril que era un auténtico insulto: no más de dos
centímetros de ancho por ocho de largo en plena erección.
¡Qué hermanos tan
distintos, vive Dios!
Veo que hemos leído
los mismos libros.
Creo recordar que por
esas páginas también anda zascandileando un juez, un tal Curval, cuyo sucio
culo se hallaba cubierto por una costra de mierda de un espesor de dos
centímetros por lo menos.
Y la hija bienhadada
del duque, Julia, una verdadera cerda humana.
No le andaba a la zaga
Madame Desgranges cuyo agujero del culo estaba tan abierto e insensible que la
polla más enorme podría haber entrado y salido de allí sin que ella se
enterara.
No obstante, querido
contertulio erotómano…
¿Cómo diablos me ha
llamado, amigo?
… también la poesía se
pasea por esas páginas amarillentas e innobles encarnada en las figuras de la
dulce y tierna Fanny, de rostro angelical, y de Agustina, dueña de un culo
precioso.
Inolvidable resultan,
asimismo, Antinoo que combinaba un hermoso pene con un culo perfecto,
combinación prodigiosa en el género masculino, ciertamente rara, y Torrepija,
al que nadie recuerda haberlo visto sin el pene enhiesto a toda hora. Dígame,
¿no hallamos humor en esas páginas?
Todo en ellas es
cómico, amigo mío. Pero elegiremos algunos ejemplos al azar que certifican sin
duda de ninguna clase tal atribución:
1-4. Un hombre
contrata a una prostituta para que le rasque el culo con los dedos.
1-22. Un hombre
contrata a una muchacha para que corra y brinque por espacio de horas, hasta
que suda abundantemente. Después la olfatea como si él fuera un perro rabioso y
ella su presa.
1-105. Un hombre
ordena a una muchacha que le llene las nalgas de alfileres como en un acerico.
2-8. La única apetencia
sexual de aquel hombre era fornicar con una muchacha en vísperas de casarse.
2-9. Otro había con
gustos semejantes, salvo que sólo era feliz si la fornicación sucedía en un
momento entre la misa nupcial y la hora en que ella y el marido se retiraban a
sus habitaciones.
2-19. Un hombre sólo
podía yacer con vírgenes de entre treinta y cuarenta años de edad… Lo cual era
un capricho caro y difícil de satisfacer, pues tales vírgenes son escasas,
inexistentes, se diría.
2-101. Un noble
organiza un banquete en el que la única luz es la que proporcionan unas velas
metidas en los culos de seis muchachas tendidas alrededor de la mesa donde se
exponen las viandas.
4-44. Un depravado
introduce un cohete en la vagina de una muchacha. Luego prende la mecha. El cohete
se eleva, vuela alrededor y finalmente cae al suelo con la muchacha empalada a
él con una sonrisa de oreja a oreja.
4-64. Un notario
aficionado a la mierda…
En fin…
Visto uno visto todos.
(Un postre pecaminoso:
Le Caprice.)
Mi mayor desgracia no
ha sido mi manera de pensar, sino la manera de pensar de los otros, escribiría
el bueno del marqués de Sade en su lecho de muerte.
Una desdicha análoga a
la que padecen todos los seres humanos.
Frutos del bosque helados con crema de chocolate blanco.
Casé a mi hijo, usted
sabe.
Vaya. Pero no entiendo
yo eso como una desdicha.
Allá por los ochenta,
a finales. ¡Qué épocas! De excelente familia la novia, saga de letrados y
jurisconsultos.
¡Qué me dice!
Una boda de postín.
Qué de guirnaldas…
Y excelente
acompañamiento musical.
(Nosotros, los Coloma;
nosotros, los Espina; nosotros, los Brell.)
(De nosotros, los Gay, ni rastro.)
Viandas interminables.
Al quinto plato veía borroso, aunque tiempo me dio todavía de contemplar a los
novios blandiendo espada al alimón para cortar mi pedacito de tarta (diseñada y
elaborada en inmejorable obrador alicantino).
Al manjar, los vinos y
el champaña le prosiguió el vals. Y aquello fue… Viena.
¿Hubo subasta de
trozos de corbata y de liga? ¿Se bailó la conga que, cual festivo broche, cerrase
el evento?
Inenarrable.
Pornográfico, sin
duda.
¡Qué país,
Miquelarena!
¿Me sentará bien esto?
Como a Paula unos fuseau.
Pero ¿hay algo que le
siente mal a ésta?
Tu proverbial
indolencia.
Con una sola idea, que no le adivinaran,
recordó vencido por las infaustas
circunstancias de la aristocracia.
¿Qué saben de él? Un
hombre es lo que hace, y de todo lo demás, incluso de su pensamiento, nada o
muy poco de su verdad podemos saber.
La primera vez que
viajó a Londres lo llevó un respetable profesor de la universidad, izquierdista
y todavía exhibiendo alguna traza de sus años de progre como las barbas
greñosas, la camisa a cuadros y el pantalón de pana de holgadas perneras, lo
llevó a él y a dos más como él, alumnos asimismo de primer curso, finalizando los
setenta: al doblar una esquina, como si tal cosa, podías tropezar
tranquilamente con David Bowie o con algún componente de Manfred Man. Lo
primero que hizo el tipo con su mano virgiliana pecadora en el mediodía del
desmayado sol londinense fue conducirles a Earles Court a follar con tres
adolescentes drogadictas. Una vez culminada la experiencia, aún con la panza
vacía y el aliento con olor a medicamento, salieron de la zona de estampida:
huyamos de aquí sin tardanza, muchachos, en estos sitios son capaces de robarte
el alma y vendérsela al diablo. Mañana visitaremos el Museo Británico. Y la
Tate Gallery, y si el tiempo nos es propicio hasta la National Gallery. Un fin
de semana libertario no da para mucho.
Y ahora a comer a un indio de Nothing Hill, que éstos con sus
picadillas y salsillas traicioneras reconfortan. Aunque es posible que antes de
tomar el avión de vuelta metamos la nariz en algún mercadillo de libros usados:
mañana es sábado.
En ese primer viaje se
trajo una breve antología de los poemas de Larkin, en una antigua edición del
63. Sus camaradas buscaban determinados elepés que no encontraron. Lástima.
Finalmente uno de ellos se compró unos pantalones de terciopelo discretamente
acampanados (pata de elefante) de un discreto color rojo burdeos: tampoco es
cuestión de llamar la atención en las discretas españas de la época.
El profesor progre
arrambló con un par de álbumes de reproducciones eróticas del siglo XVIII,
todos relativos a la vida y costumbres en la apacible campiña inglesa.
¿Rarezas? Cosas de
niños parece esto. La de tipos y tipas y cosas que han visto estos ojos en ese
campo minado. Conocí a un sujeto, seminarista sin ir más lejos, que en el
momento culminante del amor se ponía a cantar Angelitos negros.
¿Sabía que los
primeros condones se fabricaban con intestino de pescado…?
Pues, mire usted…
Paula y yo sufrimos
del llamado efecto coolidge.
De modo que se
abrazaban al adulterio, estimulante y plural,
como el que toma el té de la cinco, un cocktail previo a la cena... o un
vaso de agua por las mañanas.
Cortapisas mortales, las justas.
(Quiso decir:
cortapisas morales…)
Diversidad,
diversidad, se decían autocomplacientes.
¿Quién era él a
finales de los años setenta?
Bien poco hacía que
eclosionara del huevo de la adolescencia y sus asquerosidades, decaimientos y
bravatas proferidas contra el destino. El destino entonces… era acostarse otra
vez por la noche, sano y salvo.
¿Veía la televisión en
la adolescencia?
Años atrás, quizás
durante la niñez.
¿Qué clase de
televisión?
La de las cadenas, la
carta de ajuste y meditación cierre, aquella que nació bajo los mejores
auspicios y garantías educativas, pocos años antes de propio nacimiento: Hoy,
día 28 de octubre de 1956, domingo día de Cristo Rey, a quien ha sido dado todo
poder en los Cielos y en la Tierra, se inauguran los nuevos equipos y estudios
de la Televisión Española… ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Franco!, ¡Arriba España!
Su padre entre sus
libros y su inefable relación amor/odio con el señor Paul Klee; sus hermanos en
caída libre en los muchos asuntos que llevaban entre sí: uno acabó entre
barrotes; el otro parecía el hombre invisible (en realidad, no había duda, era
el verdadero hombre invisible), se lo tragaba la tierra durante meses y meses…
Estaría abonando con sus fluidos y excrecencias los futuros sembrados y
patatales de su posterior y definitivo retiro.
Su padre descubrió una
de las biblias de JD.:
Menosprecio de Corte y alabanza de aldea.
Más le valiera, una
vez metido en clasicones, regodearse con La
lozana andaluza.
El ojo del culo tampoco estaría mal.
Boceto (sin saber, sin imaginar siquiera que un
día llegaría a ser Boceto) buscaba
entre cajones, regiraba armarios…
Hallaba cosas y
asuntos impredecibles para su temprana y tierna edad.
Semana del 31 de marzo
al 6 de abril de 1975, miércoles, 2 de abril, 10,30, Carol Burnett en la primera cadena; en UHF, a las 10,15, La soledad del corredor de fondo (5). Un
día antes, el martes, Manon, de
Massenet, en UHF.
No pierdas nunca la
calma. Quien busca, encuentra.
No salgas nunca de
UHF. Que te envíen la comida allí mismo, y luego te cierras bajo llave (sólo
abre la puerta sábado noche domingo mañana a servidora).
¿Cómo sería aquel
miércoles? Gris, ventoso, radiante de sol, de nítidos perfiles, oscuro,
lluvioso, cálido, fragante por el azahar de los naranjos de las calles,
apestoso por la gasolina de los coches, ruidoso, de un silencio extraño, de una
languidez, vertiginoso…
¿Y el martes? Gris,
ventoso, radiante de sol, etcétera.
El tiempo parecía
detenido, el mismo mes, el mismo año, él mismo…
Jamás sufrió el acné
repugnante: ya iba tras la asistenta, vigilando sus contoneos por el pasillo,
hurgando en su dormitorio la ropa interior pobre y algo ajada (pero limpia)…
Mientras tanto ve la
televisión, padece de erecciones súbitas al adivinar los muslos bajo el mandil
de servidora, pero lee a Stendhal, El
Destino (o el deseo) del animal es escribir una novela en una buhardilla.
Se mantenía alejado de
las arañas.
Podía ser temible, y
lo era: esa su mirada incendiaria, esos portazos temibles, esas amenazas
furibundas…
Padre Basilio, como me
ponga la mano encima le aplasto los cojones con el cáliz.
Podrías escribir sobre
las arañas. No. Deja de manosear la infancia. A todos aquellos curas los han
puesto por fin de patitas en el infierno.
No salgas nunca de
UHF.
Antes, a los doce
años, 1972, el largo invierno: sus padres manifestaban ciertas veleidades
preocupantes, largos silencios entre ellos, pero ambos compartían algo muy en
común: veían Estudio 1, de proverbial
lentitud, teatro televisado que ora alcanzaba lo sublime ora lo trivial ora lo
chapucero o, peor todavía, lo rutinario.
Cada primer plano de
alguno de sus actores, ¡en blanco y negro!, era como una losa de 500 kilos que
cayera sobre su amodorrada cabeza.
No salgas de UHF,
aconsejaban sus hermanos.
Y si lo haces, ve al
cine(matógrafo): más de 5o salas diseminadas por toda la ciudad. No darás
abasto.
Se pelaba la clase
vespertina de la tarde de los miércoles (a ninguna de las arañas le extrañó
nunca nada), y dudaba entre el Xerea o el remozado Jerusalén, el Aula, el
Artis. Dudaba: Grupo salvaje, La casa de cristal, Ivan el terrible, Cita en
Bray, La prima Angélica, Los profesionales…
Quien busca,
encuentra.
Leía los dos
inmisericordiosos tomos de La Araña Negra,
de don Vicente, poblados de curas jesuitas.
Aún peores estos que
aquellos, sentenciaba. Al fuego con ellos.
El padre Antonio mostraba la
admiración que le producía el diabólico parte de su superior. Éste continuó
hablando:
- Después que la calumnia se
extienda, será cuestión de poco tiempo el robarle la pluma al escritor y
hacernos dueños de su conciencia. Se verá escarnecido, insultado y calumniado
por los mismos que ahora le admiran, y poseído del despecho y la rabia,
despreciará justamente a esa misma gente a quien quiere ilustrar y abrir los
ojos y que paga a coces sus desvelos. El vacío se formará en torno de su
persona; no tendrá a su lado un admirador que le aliente ni un amigo que le
sostenga; sus escritos no serán leídos y carecerá ya del mezquino producto que
hoy le da su trabajo y que le permite vivir. Intentará defenderse de palabra en
las reuniones de su partido; pero su timidez personal y su falta de elocuencia,
harán que sea anonadado por nuestros agentes, que pintarán su balbuceo e
inseguridad como el rubor de su conciencia que se delata; y cuando esté ya
definitivamente perdido, cuando no tenga un amigo y esté aplastado bajo el peso
de su descrédito, entonces...
- Entonces llegaremos
nosotros. ¿No es eso, reverendo padre?
- Así es. Entonces nosotros
nos presentaremos a él como seres que nos apiadamos de su desgracia y que
llevados de nuestro noble y generoso carácter, sabemos perdonar al enemigo
cuando éste se halla en la desgracia. Nuestra dulzura por una parte, y por otra
el odio que él sentirá contra los ingratos, harán que, sin gran esfuerzo, su
voluntad se nos entregue y entonces dispondremos por completo de esa pluma que
ahora tanto nos incomoda. Además vivirá en la miseria y las necesidades de su
familia le harán mirar nuestra amistad como un auxilio de la Providencia. No
dudes que así será. Tengo mucha experiencia y más de una vez he conseguido
iguales éxitos. Con los hombres ocurre lo mismo que con las plazas fuertes. No
hay ninguno inexpugnable, y el éxito únicamente depende del modo y forma de
establecer el bloqueo.
¡Qué tropa! Agustinos, Jesuitas…
Echa la mirada al cielo… vacío.
(El cielo de Hamlet.)
Pero ¿cuándo te decidirás a barrer
tanta podredumbre? ¿Cuándo darás el gran escobazo?
¿Te tienes por buena
persona?
Míralo ahí, roncador,
cornudo y desmemoriado. Inconsciente pace en los sueños, le surten de olvido,
no se cree malo… aunque tampoco bueno. Bueno, malo…
¿Qué es lo más noble
para el espíritu, esa otra víscera invisible…?
¿Importará al final
dirimir la duda?
Ni siquiera fue un
pequeño hamlet.
¿No es lo mismo al
cabo prosperar por nuestros pecados que arruinarse por nuestras virtudes?
Qué tiempos confusos…
(En efecto, los malos
nunca pierden; lo que ocurre es que se disfrazan de buenos…)
¡Cuánto bueno por
aquí, don Ignacio!
¿Qué me cuenta?
¿Qué yo he de morir? ¡Dios
se ha vuelto loco!
Ignacio, nacido en un
establo (¡que fuere Nochebuena!), bien pronto tonsurado, hidalgo hijo de algo,
paje que fuiste de gran señor, qué mas da que empuñes la espada o la cruz, ni
ángel ni bestia, armadura o hábito, la santidad en el alma, la vanidad y la
honra en el puño, buen duelista, capaz de atravesar el corazón de tu ofensor
con la plegaria a la Virgen en los labios, antes que mudo y quieto en el templo
caracoleas a caballo en el torneo, hasta secuestrador de doncellas has sido, mi
general: todas las ruinas de las batallas perdidas resume una cojera que te
amarga la existencia, pues eres un coqueto de alcance… Se dice que se entregó a
la lectura de los corruptos libros de caballerías pero que pudo más, mucho más,
las aventuras, martirios y prodigios que abastecen las páginas de la leyenda
dorada.
¿Será su destino la
Jerusalén, la mítica ciudad de todos los pecadores, visionarios y temerosos?
¿Se librará de la
carne viendo a la Virgen con el Niño Jesús en brazos?
Nuestro Brell, enemigo
encarnizado de las arañas desde la tierna edad de 10 años elige:
antes pecador que
peregrino,
antes todo que la
sucia bondad (¡ah, quince años!).
Además, la plegaria Anima Christi le otorga 3.000 días de
indulgencia.
A fin de cuentas
también aquel otro Ignacio era muy capaz de matar a quien ofendiese sus
creencias.
Gira sobre sus pasos…:
pero él también
escribirá sus ejercicios espirituales.
Se le ha aparecido la
Trinidad: tres teclas que emiten la misma nota.
Música celestial de
órgano.
¡Gran teatro, el
ayuno!
¡Qué de visiones!
¿Miento? ¿Robo? ¿Mato?
Dominus scit, y te perdona, pero
tus pecados te perseguirán, Ignacio Brell Gay hasta el Día del Juicio Final, tú
lo sabes: Ignatius scit.
7 días de ayuno
riguroso. Podría morir. Pero Dios (o su Estómago) habló: Come, pues tienes hambre.
Salvado in extremis.
Vuelven las ansias de peregrinar.
Qué épocas: unos se
van a Amsterdam a comprar hierba y otros viajan a Palestina a ver huertos.
Ve, peregrino, al país
de Jesús, el Cristo.
Ya en Tierra Santa,
sin un ochavo, vende una navaja: eso le abre paso al Huerto de los Olivos;
vende unas tijeritas y eso le permite palpar como en trance la piedra de la
Ascensión.
Ha progresado: a los
treinta aprende latín y algo se le contagia de la sabiduría de los ratones
colorados.
Todavía ha progresado
más: a los treinta y cinco, sigue sin un ochavo y se viste con un saco en forma
de sotana.
Le acusan de
terrorista: así que, de la universidad al trullo.
La condición de
español lleva adherida como una segunda piel un honorable distintivo: exiliado.
Ahora puedes comprar
los libros que quieras en la calle del Sena, hay bolsa donde escarbar.
Estudiante en París,
pues (estudiante viejo, los más propensos a las conversiones fatales o…
afortunadas): tiempo y dineros, pero el hastío también se apodera de uno.
Maestro en Artes… de
encantamiento: logrará prosélitos por todo el mundo (encauza sus ilusiones,
doblega sus flaquezas humanas, los disciplina como soldados de un ejército que
miran con interés a todas partes y ocultan lo que quieren).
¿Dudas, Boceto? ¿Qué hacer…?: un mes de
reclusión en total aislamiento y meditar.
Ejercita en la
oscuridad, mide el alcance de sus poderes: ya vislumbra su futuro de
generalísimo.
Descubre el truco de
la vida, sus ratos de pesar, de goce, de pasatiempo, de todo aquello que urde
el invisible tejido de los días y los torna placenteros y dignos de ser
vividos.
Ya tienes tu compaña:
el mundo y sus corrupciones. Ha vuelto de la luna. La verdadera celda de un
hombre es… la nada; las cosas y los seres, su libertad.
Ahora lo quiere todo
(la bula pontificia del viejo Brell le otorga plenos poderes. Sal al mundo,
hijo, que tan tuyo es como de los demás).
Yo y el Mundo:
Formula Institute.
Bendíceme, pues, padre
Non Santo.
Ratificado quedas (Regiminis militantis Ecclesiae),
mierdecilla: tiembla, mundo (inmundo).
Y ahora, General,
aléjate de los ineptos, de todos los aguafiestas del mundo. Y no dejes de
escribir el diario de tus sucesos y pensamientos que han de celebrar las
generaciones venideras.
Que así sea.
Pero deja que sea la
mula quien decida. La mula, querido hijo mío, es Dios. Él sabe lo que te
conviene, y toma partido por ti, anda en compañía de pezuñas y guía tu destino.
(¿Le mato o no le
mato? Y la acémila obra en justicia divina, y opta por el camino de la
revelación, la beatitud, el perdón, la generosidad, el delirio místico…: que
huya el moro demasiado terrestre y hombre de poca fe.)
¿Serás estoico? ¿Serás
discretio, discretus?
Que sea lo que el dios
y el diablo quieran. Juguete seré de los dos, pero, por santa o diabólica
piedad, alejadme de los grandes actos, tenedme a salvo de cuantos prodigios
imaginéis. Estoy decidido incluso a observar las 8 reglas alimentarias. El
ayuno es mi aliado (pero no hasta el punto de dejar de ser el soldado fuerte de
Dios que defiende Su Nombre y Su Obra con el brazo vigoroso y la espada de la
fe, pues en ningún instante, ni en la alevosía del sueño, dudo yo de su
omnisciencia).
Teofanía: el canto de
los pájaros, los árboles, la circulación de la sangre, la molécula del agua, tú
mismo andando sobre la tierra, el aire fragante que desde el cielo acaricia tus
mejillas, el éxtasis del amor, la semilla que en mujer engendras… ¿Quieres más
señales, necio?
¿Has hecho tus dos
exámenes de conciencia?
Me hallo en la vida
purgativa, y sí, he pecado.
Has caído, infame…
Lleva la mano al pecho.
Soy El Gran
Desobediente.
Ahora sé libre,
pensamiento, ningún método natural ha de ordenarte.
Haré el bien, puesto
que soy rebelde.
Todo diario espiritual
es un galimatías místico: no está escrito.
¿Qué no será
literatura experimental?
21-2-1544:
En la oración a la larga en mucho continua y muy grande
devoción, claridad calorosa y gusto espiritual, y tirando en parte a un cierto
elevar…
22-2-1544:
Entrando en la Misa y pasando por ella hasta el Evangelio,
dicho con asaz devoción y asistencia grande de gracia, calorosa, la cual
parecía después batallar, como fuego con agua, con algunos pensamientos…
23-2-1544:
Con estos pensamientos andando y vestiendo, creciendo in
cremento, y pareciendo una confirmación, aunque no recibiese confirmaciones
sobre esto, y pareciéndome de alguna manera ser obra de la Santísima Trinidad…
24-2-1544:
En la oración sólita, del principio hasta el fin inclusive,
asistencia de gracia mucho interna y suave, y llenada de devoción calorosa y
mucho dulce.
27-2-1545:
ocy, en misa mucha abundancia et continuadas; después.
¿Cómo dirigir las
almas?
Con el misterio.
El Paraíso también es
el miedo.
Brell el Joven, el
Docente, el que endereza las almas en las Artes y el Pensamiento, el que pasó
con gloria El Tercer Año, schola affectus.
¿Acaso enseñas,
sacrílego, ideas novedosas? ¿O por el contrario te atienes a lo justo y la
obediencia?
Soy un disciplinante
modelo, enseño punto por punto según la
ratio studiorum… Incluso les hablo de cuando en cuando de Goya, aunque les
oculte los hechos e imaginaciones del luterano y alquimista Klee, asunto que
guardo para mis adentros y mi Gran Proyecto Futuro: para mí solito el juego de las casitas.
Nacho Boceto Brell, Prepositus Generalis finalmente.
¿Quién es usted?
El que desentraña los
misterios del arte moderno.
Y, dígame, ¿su opera omnia?
Los días vividos.
¿Cuentan las noches
dormidas?
Algunos alcoholes te
tratan sin piedad; otros, sin embargo, sólo se van pacíficamente a la cama
contigo, así son ellos de complacientes y curalotodo.
No recuerdo
absolutamente nada de lo que sucedió ayer. (Ese es el castigo… o la recompensa
de una buena cogorza.)
Llevas adherida a la
piel, cosido a la carne, el asqueroso ese de hace diez años, veinte años, un
año, el de ayer mismo que comió en Deless y al que dejó tirado La Gran Paula en
la cafetería rumiando insensateces y dando vueltas en la pecera alcohólica, no
te lo puedes quitar de encima ni a cañonazos, desprenderlo de ti como se
arranca una repugnante costra agrietada y cada día más podrida, un grano gordo
y rojo, un forúnculo hediondo…
Pero luego, como buen
español, logré llegar a nuestra residencia el
hogar de los Brell, y además conduciendo con una mano, con un pie, sin
cabeza, libre de que acaeciera percance alguno, y luego permanecí tres o cuatro
horas delante del televisor, dándole al mando sin parar, como debe ser para que
uno no se intoxique del todo…
(Frente al televisor
le hemos dado la vuelta al jodido Platón: somos los seres reales viendo el
interior de la caverna y las sombras de las cosas y los seres que por allí
deambulan, somos el mundo real contemplando el mundo imaginario, subsidiario de
éste.)
Así que sabes quien
eres…
Perfectamente.
Mortal afortunado…
¿Cómo se llama usted?
Me llamo Eric Satie,
como todo el mundo.
¿Es usted Samuel
Beckett?
A veces.
Usted es Ramón Gómez
de la Serna, afirmó la voz burocrática.
Creo que sí, contestó
algo inseguro Ramón Gómez de la Serna echándose para atrás.
¿Quién eres?
Sólo un testigo de tus
pequeños desmanes, un Suilio que enumera tus excesos, la prebenda de tu vida
que el azar te puso en bandeja.
Por tu parte, padre,
escribe la historia de nuestras guerras.
¿Te valen estas
suasorias?
A ti destinadas… y al
público en general.
Merecerías vivir
eternamente, padre.
¡Qué inmenso fastidio!
¡Qué destino cruel!
Asomó la cabeza por
encima del nuboso borde del tanque de nitrógeno líquido:
¿Qué me habéis hecho,
cabrones? ¿Me habéis resucitado? ¡Hijos de la gran puta, devolvedme a la
muerte!
Antes de volver el
arma contra él acabó con la vida de quienes como bestias sonrientes, creyéndose
dioses, le habían resucitado de entre las calmas sombras y devuelto al asco de
la vida.
¡Infames!
¿Quién soy?
Me basto a mí mismo,
ésa es mi verdadera riqueza.
Pero en tus viajes
bebes el vino en copas de oro, descansas la cabeza en almohadas de plumón,
aderezas tus comidas con especias de la India y posas los manjares que
desbordan las fuentes de plata sobre mesas de fragante madera con
incrustaciones de marfil.
A tu salud, César.
A la vuestra, esclavos
de la historia.
Nos das lecciones… tú,
pequeño Séneca, pequeña planta venenosa…
Tu retórica es un
eructo de fracasado, un galimatías de impostado farsante.
Dime, Séneca ¿ahora
follas con el cuerpo sin cabeza de Lesbia?
En aquellos días de culpa
ella tenía los dos cuerpos; el de niña, el de mujer.
Decididamente, yo
hubiese querido, como el otro, ser poema.
A mí me hubiera
bastado con ser uno de aquellos tipos que en el París de los cincuenta bebían
vodka en una buhardilla de París, escuchaban viejos discos de jazz y se
rodeaban de señoras un poco descabezadas y dadas a la jodienda sin remilgos.
Tu época te ha
convertido en una calabaza.
En cualquier caso no
es cierto aquello de nacer emperador o
idiota.
¿Qué día es hoy?
El decimotercero de
octubre.
Ahí es cuando
descubres la hora tan poética de entre
las doce del mediodía y la una de la tarde.
Lleva el sol su
carroza de fuego hasta la noche…
¿Quién soy?
Un gallo vale más en
su propio estercolero, lo dijo el gran estoico de los trescientos millones de
sestercios.
¿En qué lugar nos
hallamos?
Malo, malo, allí donde
los ratones roen el hierro.
Un lugar donde
restablecen tu honor, que no vale ni un ardite, y te cortan la cabeza.
O te convierten en
calabaza.
Qué más da, el camino
del infierno es cuesta abajo: te basta con rodar.
(Has de llegar incluso
sin pies y con la cabeza cortada.)
Tener tu propio
enquiridión y colección de sentencias: uso exclusivo.
¡Que sea lo pudrible
lo que me une al mundo…!
¿Cómo librarme de los
rayos y los truenos?
Vistiendo una piel de
vaca marina.
Por mi parte he de
confesarte que me arrepiento de todo lo que he hecho, pero todavía me
arrepiento más de lo que no he hecho, bueno o malo.
Y le condenaron
definitivamente (no iban a ennoblecerlo mediante un suplicio de dioses, compararlo
con Sísifo, Tántalo o Ixion) durante toda la eternidad a agitar los dados… que
jamás mostrarían ni suerte ni desgracia pues nunca llegarían al suelo.
Tú eres un hombre
calabaza. ¡Cállate, hombre calabaza!
Y el hombre calabaza
sonreía por lo bajo y se retiraba a su gabinete secreto, a meter sus narizotas
de calabaza entre las páginas de Las once
mil vergas, la Historia del ojo y
los 120 días de Sodoma. Se la pelaba
con la memoriosa doncella inglesa.
El verdadero perverso,
en contra de lo que pudiera creerse, busca la soledad para entregarse a sus
fantasías, a sus juegos y entretenimientos de deshonor. Los otros sólo son,
cuando los requiere, el espejo exterior donde descubrir la auténtica faz de sus
demonios interiores, la abyección oculta.
Nuestro pequeño héroe, a punto ya de echar
por tierra de una vez la adolescencia: ahora lo que tenía entre manos no era la
verga siempre a su aire, insumisa y de constantes exigencias, sino, perdonad su
precocidad, la serie completa de los libros de Elefantina.
Un adelantado.
No era para menos, con
la clase de peces que daban vueltas junto a él en la pecera dorada: tuvo,
aunque locos y desbarajustados, y eso está completamente demostrado, buenos y
decididos maestros en el arte de la vida y de los libros.
En el 69 del siglo
pasado, recién cumplidos 17 años, su hermano JD., sin permiso paterno (pero con
pasaporte) y ante la indiferencia materna, recaló por primera vez en París,
ciudad de la luz a la que llegó después de un viaje interminable, adormecedor y
quebrantahuesos en el plateado Iberbús, autocar con pretensiones de vehículo
alado que partía de Valencia todos los días desde la calle Játiva, frente al
instituto Luis-Vives, a las 6 horas de la mañana y no se detenía, salvo lo
imprescindible, hasta arribar a la capital parisina. De Austerlizt fue
directamente al Olympia a reservar una entrada para el concierto de Paco
Ibáñez, y luego estuvo deambulando tres días (los tres días más oscuros,
tristes y lluviosos que pasaría en su vida) por los barrios y calles de París alimentándose
de baguettes, mantequilla y paté,
mandarinas y una botella de leche vitaminada, protegiéndose de la lluvia bajo
los soportales o, cuando ya resultaba imposible dar un solo paso, buscando
refugio empapado hasta los calcetines en las fétidas catacumbas del metro.
Finalmente, con devota asunción, asistiría a la actuación del cantautor, al que
veneraba: Coplas a la muerte de su padre,
verdadero motivo de su viaje, uno de sus katmandú
de la época. Cansado, hambriento y algo feliz emprendió el viaje de regreso
hasta el hogar de los Brell sin una
sola peseta en el bolsillo. (Una paisana de Burjassot, bonne féminin en el distrito IX, liberada durante unos días de las
galeras, de vuelta a la Madre Patria, se apiadó de él no más dejaron atrás
Orleans y permitió que metiera la mano en su bolsa de cacahuetes y altramuces.)
En cuanto aparecieron
por las ventanillas los primeros barrios destartalados de Valencia, por
entonces una ciudad de las flores sin flores, sin amores que esperaran y de una
grisura inenarrable, envuelta de un terrible hedor a gasolina sobrada de plomo,
no pudo por menos de decirse que para qué diablos he vuelto yo aquí.
Tal vez para
desintoxicarse de los cuatro kilos de mandarinas que había engullido durante su
estancia parisina. (No volvió a probar el paté el resto de su vida, al menos
eso afirmaba su hermano pequeño en sus memorias (¡manuscritas!) inéditas de
ultratumba, y en cuanto a las mandarinas…)
Ven acá, que voy a
hablarte de París, le decía el primogénito al benjamín.
Y en el discurso
confidencial e informativo, como si tal cosa, esa urbe prodigiosa reunía de
modo peregrino a Manrique, los folletines truculentos, Robespierre, los
cantautores españoles, el exilio antifranquista, Maupassant, Victor Hugo, Ruedo
Ibérico, los impresionistas, la luz de gas, un volumen (o tres) de La Pléiade, Julio Verne, Picasso, la
Sinfonía Fantástica de Berlioz, el palacio de la Ópera (incluido su fantasma),
Eugenio Sue, un tal Cortázar, el Panteón, la morgue, el mayo del 68…
Iba acaparando,
absorbiendo sin el menor esfuerzo. Ya sacaría él, aprendiz adelantado, sus
propias conclusiones cuando acometiese tales singladuras.
Y así le iban las
cosas de bien, a los nueve años, a este pequeño truhán, a este Rocambole sin
escrúpulos con las manos en los bolsillos.. y la querida, el florete y el duelo
en la imaginación.
JD., el hombre
invisible, el Negro siempre entre las sombras.
Realmente, ¿existió?
Lo más seguro es que
no.
¿Puedes probarlo?
Ya no le veremos
nunca.
Pero ¿puedes probarlo?
No puedo probar eso ni
tampoco lo contrario.
Tampoco creo que
tengamos ninguna maldita necesidad de probarlo echando mano del experimento
Michelson-Morley.
¡Qué cuestiones
baladíes!
Se habrá convertido en
una calabaza: ¡habla, hombre calabaza!
Nada de lo vivo
existirá. Se invisibilizará.
Oiga, Monseñor,
vayamos a lo trivial, que es lo verdaderamente importante…
No me llames monseñor.
Clérigo, ¿a qué
construir esas mansiones fastuosas para un ser invisible que jamás responde a
las plegarias de sus fieles?
Pero a él no estaban
destinadas. Sólo es el anfitrión. Los dueños son los devotos.
Qué arquitectura tan
desatinada. Esa pugna al sol… A mí no me lías, cura Roig.
Sólo es la dimensión
apropiada y exacta para el alma, vasta, inconmensurable, misteriosa.
Si vos lo creéis.
Levanto las piedras y
las vigas que la turba roja y los incendios del 36 echaron abajo. Alzo un altar
sin el lujo del mármol ni la esplendez de los oros y las platas: de piedra
desnuda del monte cercano las paredes, del noble bronce los ornamentos y aun
del mismo cáliz, los corporales de lienzo doméstico bien lavados sobre la
sencillez del ara, atriles de rústica madera para los libros sagrados… Lo
consigo con las manos puras por el agua bendita.
¿Qué pasó con tu
biblioteca?
La quemaron.
¡Qué despropósito de
revolución!
Cuando años más tarde
alcancé de nuevo el número mil de volúmenes lo celebré con mis camaradas en el
arte. ¿Tienes algo que pueda interesarme?
¿Qué tal algunos
folletos sobre Klee?
De sobra tengo de
ellos. ¿Te he hablado de Nina Kandinsky?
Alguna vez lo ha
hecho.
Pobre mujer…
Hábleme de Kandinsky…
Tu padre era más
generoso, profesor Brell: pague por ello.
Ahí van esas monedas
al santo cepillo del santo Tomás.
Tu hijo el joven Brell
ha seguido tus pasos de docente. El abuelo del joven y el padre del viejo
sanaba los cuerpos. ¿Andáis vosotros corrompiendo las almas?
(Corrompidos andamos
los dos.)
Abstracto el arte,
libre de la anécdota terrestre, del tema convencional, el espíritu aflora…
Padre Roig, yo dejé de
creer en Dios –utilizada la mayúscula por ser vos quien sois- cuando descubrí
que era mucho peor que yo, que aceptaba los males del mundo sin mover ni un
solo dedo que evitase lo criminal, lo impune e incluso lo sacrílego, y tampoco
le ajustaba las cuentas a la aparentemente neutral naturaleza que, salvaje e
injusta ella, siempre devasta, entierra o ahoga al pobre. Crea huracanes de
horror contra los que no pueden defenderse de ellos, los desvalidos y
miserables de la tierra, y derriba sin piedad sus hogares de barro y paja, los
anega de mayor pobreza. Yo me valdría de la omnisciencia para contener la
tragedia: lo haría mejor que él.
Tu alma es una porción
de un todo.
Una pócima diría yo…
una ponzoña.
¿Qué cura es éste que
nos habla de Arp, de Gómez de la Serna, de Vasarely, de Rothko en épocas tan
oscuras?
Si de templos
hablamos, Le Corbusier construye con el más duro hormigón (la de su creencia)
la más feble morada del espíritu.
La forma y el espacio
suplantados por el símbolo de lo invisible, pues lo invisible es un símbolo, y
si por añadidura se halla encerrado entre cuatro paredes, el silencio, hecho
símbolo a su vez, es su lenguaje perfecto: habla, está lleno de palabras,
tantas que son imposibles de dibujar sobre el papel, amontonadas unas sobre
otras, un revoltijo indescriptible… pero descifrable también con tu silencio.
He estado hablando con
el silencio, dijo (pero era innecesario que lo dijera: blasfemaba al silencio).
De vuelta de Romchamp,
ya era todo un dialéctico: He discutido con Dios, hemos tenido nuestros más y
nuestros menos, pero la fe, ah, la fe...
Hay que seguir los
mandamientos, instruirse en la fe, reiteraba el Todopoderoso sin hacerse
visible en ningún instante.
¿Y cómo sabías que era
Él quien te hablaba?
Por el silencio. Un
siencio absoluto, inexpresable, del que brotaba la palabra divina.
En cierto modo, a mí
también me gusta leer los libros y manuales de instrucciones. Si pudiese
encontrar algún otro soporte que sustituyera lo físico, una suerte de
transmigración inmaterial…
Utiliza el silencio,
entonces.
¿Y si no era Dios?, ¿y
si era sólo un dios menor escondido entre los confesonarios, agazapado en la
penumbra, disimulado entre la espesa faldera de las beatas? ¿Y si era un
diosecillo de segunda mano, de usar y tirar? ¿Un imitador de tres al cuarto?
(¿Sabías que en Amazon
también puedes comprar preservativos usados? A muy buen precio, naturalmente, y
de excelente calidad, de piel de cordero.)
De un millón de
formas, cualquiera de ellas, se trata de vivir.
Como diría Woody Allen
vive cada día como si fuese el último: alguna vez, para tu desgracia,
acertarás.
Lee:
Padre, alcánzame la Musa Varia de Quevedo?
Ímprobo esfuerzo aun
siendo volumen de tan reducidas dimensiones… ¡pero en el sexto anaquel!
Habrá que estirar el
brazo.
¿Cómo andas por la
vida?
Con mi uniforme
predilecto: camisa, gris, grueso jersey gris de Aran y pantalones grises de
franela. (Y botas de piel de un blanco muy sucio, tirando a gris.)
¡Vive Dios!
(Por siempre.)
Vinagre y hiel para sus labios pide, y perdón para el pueblo
que le hiere.
Por mi parte he de
viajar al Paraíso. Mis buenas obras –no hacer nada, ni el mal siquiera, quieto
como una piedra, etéreo como el azul del cielo- me lo han hecho merecer: ir al
País de Nunca Jamás… ¡qué lugar, muchacho! Perfecto para aplacar mis alergias y
gozar de mis preciados entretenimientos: el aire más seco y las mujeres más
húmedas.
Y ya al final, pero al
final de todo, te vas a morir a Suiza, para cerrar capítulo epilogal.
Como Klee…
Como Borges, por puro
esnobismo.
Como Joyce, por
temprana fatalidad.
Déjate arrastrar por
esa hilera de días, ese ejército invisible que a la nada conduce: Me posee una
indolencia… Belacqua. ¿Para qué
mentirnos?
Pero no alcances
extremos tan dañinos como aquéllos que asfixiaron finalmente al suicida: estaba
tan mal que ni siquiera tenía ganas de estar bien.
¿Vives aquí?
Este es el sitio,
amigo. Mi hogar.
Apesta a mierda de
todas las clases, incluida la humana, que entre todas las demás destaca de por
sí. Te esperaré afuera.
Al aire libre: sólo
eres un vegetal en busca de la clorofila, la racioncita diaria…
Al menos tenía ese sitio lleno de libros, cuadros por
doquier, hasta una escultura alzada en un rincón, un bello mármol rosa lagoa de
apariencia acuática (y no resultaba un contrasentido la conjunción de la densa
materia con el concepto que la animaba).
¿Libros? ¿Y para qué…?
Extraños lujos.
No lo creas… Aún hay
jóvenes… de esos, taciturnos pero esperanzadores… Existen como bicho raros,
pero ahí están, bregando con la época: siempre hay algunos youtubers que leen un libro, que incluso lo conservan junto las
pantallas, reposando entre los portátiles y los móviles.
No eran tiempos de youtubers en el hogar de los Brell por
entonces, mediados los ochenta, cuando los tres vástagos, cansados de teclear
en el iMac, deambulaban por los pasillos, saqueaban la cocina, tomaban posesión
de sofás y sillones mientras caía la tarde y aguardaban la noche para salir y
propinar las dentelladas del lobo a las princesas mientras el patriarca ya en
la oscuridad del día, a solas en la casa desierta, aún andaba de conciliador
con el mundo terrible de afuera:
Había una edición
naturalmente en inglés (?) del Finnegans
Wake que nadie, naturalmente, había leído ni leería jamás (naturalmente):
se abría el libro, y se pasaban las hojas hacia delante o hacia atrás, se les
echaba un vistazo un poco intrigado como si aquel conjunto de párrafos y
líneas, de palabras, letras y signos fuese una manejable acuarela abstracta. Y eso era todo. De lo más
enriquecedor que uno podía imaginar. Bastaba con sentir su presencia, saber que
eso había sido concebido y escrito y
ahora estaba al alcance de la mano.
Había todo un mundo de
posibilidades en esa casa sin salir de ella, se decía el viejo Brell, y eso que
nunca en toda su existencia supo de la máxima previsora pascaliana.
Hilvana tu capullo como
si fuese tu féretro: sin salir de casa.
¡Aquí estoy a salvo de
todo, hijos de la grandísma puta de vuestra madre!
Gustaban el viejo
Brell, aunque lo disimulara, de visionar las decenas de libros de Alianza con
las portadas diseñadas por Daniel Gil. Sólo por esa razón tan, digamos,
llamativa, daban ganas de abrirlos y meter las narices en sus páginas.
Un plus impensable,
gráfico, e incluso se diría que a veces hasta autónomo del texto, se agregaba
al discurso literario o a las elucubraciones de los ensayistas, y ese añadido,
la fascinación plástica, enriquecía el momento previo a la lectura.
Revisaba los rimeros
de libros acumulados en las esquinas de las habitaciones de sus hijos:
contemplaba las cubiertas como si fuesen cromos, porque todos aquellos pequeños
volúmenes de páginas sin coser, tan frágiles materialmente, tan sólo de usar y
tirar, no iba a leerlos nunca. Este
hombre, este viejo catedrático a punto de jubilarse, ya sólo releía los libros
del pasado, y quizás una nueva biografía sobre alguno de sus santones de
antaño, los diarios íntimos, las memorias tramposas de otros…
Podía elegir entre
cientos de portadas, bonito pasatiempo. Su preferida, al menos de todas
aquellas que estaban a su alcance, era la que daba paso a la lectura de El Innombrable, la nouvelle de Samuel Beckett en traducción de Santos Torroella,
asimismo escritor de textos sobre arte y estética de los que era conocedor, una
edición de 1971 que debía pertenecer a JD., puesto que no aparecía el nombre de
su propietario en ninguna de las páginas de cortesía. La enorme K de El Castillo era inolvidable. Sin embargo, tuvo que admitir que la
verdadera obra maestra del portadista fue el pórtico de Las Palabras, de Sartre: su firma, un mero grafismo, sobre un fondo
de color hueso: leer, escribir.
Leer: un epitafio, por
ejemplo, que repetimos:
Murió, y de él nada
más se supo.
Con una vez tuvo
suficiente.
Una vez y vas que
chutas.
Escribir:
¿Dónde dices que se
encuentra el alma?
No lo digo yo, lo dice
Descartes. En la glándula pineal.
¿Qué me dices?
Lo que oyes. Y al
entrar en contacto con los líquidos vitales se produce lo que podríamos llamar
la unión del alma y el cuerpo, materia y espíritu se hacen uno.
¡Ah, Boceto, nuestro pequeño incunable!
Al final tuvo que
admitirlo: No me interesa nada la gente que escribe; me interesa mucho más la
gente que lee.
Los Brell, qué
laberinto.
A veces creo que hablo
con el abuelo, se sorprendía diciendo el cura Roig, otra veces, que lo hago con
el hijo… pero casi nunca creo que hablo contigo, con el nieto, joven Brell del demonio.
¿Qué había de especial
en aquel hombre llamado Veneno?
¿Especial? Que no
llegaste a conocerle, eso es lo especial para ti... y para nadie más. Cuesta
imaginar a los muertos de la propia familia que uno no ha llegado a conocer.
Era médico, se casó, tuvo dos hijos, uno listo, tu padre, y el otro, un tonto
inofensivo que vivía de las rentas de tu abuela y se murió casi sin darse
cuenta, dormitando mientras tomaba el sol junto a los limoneros que tenéis en
La Cañada. Tu abuelo murió en el cincuenta, recién setentón, riéndose ante mis
barbas cuando le propuse confesión y últimos sacramentos. Su carácter nada
tenía del tuyo ni nada del que yo reconozco en tu padre. Nada especial. Ahora
estará ardiendo en el infierno.
Allá lo encontrará, pater.
Y por el mismo camino
vas tú de la mano de tu padre. Los Brell, ¡menuda obra de arte!
Un hombre tan bien
vestido como él bebiendo un tercio a gollete… hasta será capaz de pedir una de
bravas…
¿Borracho yo? Si
estuviéramos en Irlanda diríamos que siempre me gustó tomar un culín.
Andas encenegado en el
mismo lenguaje.
Padre Roig, hábleme de
Kandinsky.
Tu padre tiene un
notable parecido físico con él.
¿Y ahí acaba todo?
Lo conocí en el 42:
era una curiosa biografía, una mezcla de abogado y economista, un hombre
duditativo que al final se decantó por dedicarse a la historia de la pintura y
se dio de bruces contra lo abstracto. Todo es así, salvo Dios, de azaroso.
Bonita combinación.
Los rusos son
sorprendentes una vez llegan a París. Dejan de ser rusos y comunistas y se
transforman en algo mucho más extraordinario.
Lenin, en París, leía Guerra y Paz y escuchaba día tras día la
Appasionata, de Beethoven. ¡Qué cosas
tan prodigiosas son capaces de lograr los seres humanos!, solía reconocer
extasiado el revolucionario. Aunque… tenía sus recelos acerca de la música: La
música le incita a uno al sentimentalismo más ramplón, te impele a acariciar la
cabeza de esos genios de la humanidad, y ahora no son tiempos de acariciar la
cabeza de nadie en este vil infierno, se corre el riesgo de que le muerdan a
uno la mano… Lo que hay que hacer es golpear duro y duro las cabezas, sin
piedad ninguna.
¿Tú qué les enseñas a
tus desdichados alumnos, matemáticas o el camino de espíritu a través del arte?
Aunque tal vez sólo les metas en la cabeza un montón de anécdotas, chismes
biográficos que desmitifican la andadura de los verdaderos precursores.
Me conformo con que no
se me alboroten.
Indúceles a que hagan
examen de conciencia.
El arte de la vida…
Más les valdría esas
lecciones que andar desentrañando la vida del arte… de otros.
¡Qué de aberraciones!
Me siento mucho más
libre encerrado en la jaula que fuera de ella.
Jaula abierta, pájaro
muerto.
Ese es tu padre, en
ese espacio tan limitado tiene todos los libros, la música, los cuadros y las
películas que desea. Nada más le hace falta… ¡Y su Klee!
Sus miles de páginas kleenianas:
Hay cada uno, ¡si yo
te contara…!:
Escondido en lo
finito:
Jugando al escondite
con la muerte y sus voraces narices.
Ese tipo, esa muerte
de artista, es como un supositorio… a toda hora dando por culo.
La palabra supositorio
siempre me ha parecido solemne, revestida de dignidad: supositorio… Y al final
ese vocablo de admirable seriedad sonora, excepcional pentasílabo, acabas
metiéndotelo en el culo, que es una palabreja corta y simplona.
Tal vez el culo sirva
entonces para algo más que su natural cometido y el de arrellanarse
descansadamente en un sillón: hacer desaparecer como por ensalmo todo aquello
que te es antipático o prescindible.
La ambición es un deseo
difícil de graduar, de entenderlo de una forma ecuménica.
Déjame ser tu
supositorio, amada mía, le dijo un apasionado a una más bien pasiva.
A aquel artista del
que nunca pudo recordar el nombre no le interesaba en absoluto el dinero… Era
demasiado ambicioso para perder el tiempo pensando en eso, se traía otras cosas
importantes entre manos: despertar vivo cada día, pintar a toda hora,
alimentarse más o menos, sostenerse en pie.
¿Van
Gogh...? Un redentor, sin duda. Demasiado generoso, y el futuro no le libró de
injustos menoscabos, había escrito meses atrás. (Su énfasis no era un engaño:
JD. sabía perfectamente que aquel antiguo y solitario artista iba a sufrir
mistificaciones sin cesar.)
Beber
(lo anotó JD. en algún sitio): una ocupación sensata, callada y pobre. Mucho lo
hacía V.G. Un vino de garrafa, anónimo y áspero que desgarra la carne blanda de
la garganta sucia de polvo. Descansar de ese modo, ahora que no hay sol... y
luego, dormir, tumbarse confiado en la cama pues hasta el amanecer no irrumpen
las pesadillas.
Santo
bebedor; cuando loco, legumbres, el delirio, el mundo (inmundo), un tiovivo de
colores, un vértigo.
Van
Gogh convoca una unánime complicidad: Vamos a utilizarlo como paradigma… teórico, previene el profesor. Los
alumnos apartan la vista del lienzo en el caballete, ¡¡dejan de pintar!! (locos...), escuchan, piensan...
[5/1997,
por H.B.: Son estudios culturales lo que ha terminado suplantando las
humanidades, que poco tienen que ver con la literatura...]
Qué épocas confusas:
la ambición no es ser Van Gogh (un elegido para la gloria sólo desde las
mayores catástrofes que puede acaecerle a un ser humano: la pobreza, la locura,
el suicidio), ¡quia!, el afán, el anhelo, la avidez, la ambición es tener un van
gogh.
Kandinsky solía
preguntarse en sus ratos filosóficos donde terminaba el río y donde comenzaba
el mar. Las fronteras son vagas y movedizas, concluía.
Lo relativo disminuye
y borra hasta la imprecisión el sonido de lo absoluto.
Cuidado con los
analizadores.
Cuidado con la
nomenclatura.
Piensa en los dos K. al que dirigimos nuestro interés…
(Principios de los
sesenta: Conversación entre el buen pastor Alfons Roig –recordando sus
peregrinaciones parisinas- y Brell el Viejo –por entonces en toda la plenitud
de sus cuarenta años.)
Kandinsky, a pesar de
su pretendida espiritualidad, precisa de todo un andamiaje a lo Spinoza para
sostener teóricamente su tinglado plástico. A Klee le basta lo místico, lo
espiritual, una realidad interior y una técnica y teoría más bien ideológicas,
breves, invisibles tras la capa de la imaginación…
La razón no excluye lo
surreal.
No, pero lo delimita,
es una suerte de coerción.
Cuidado con los
teóricos.
Uno cree en los
números, esa odiosa reducción de lo humano a lo sintético, y el otro es un
hombre religioso… ¡pero sin dioses!
Toda teoría artística…
Es una justificación a
posteriori o una prescindible declaración de intenciones.
… es una superstición
en toda regla, un mecanismo salvavidas, una teología en busca de la nada o el
absolutos inexpresables salvo en la misma creación, que resulta ser lo
residual, la obra de arte, lo más importante de la función.
¿Qué permanece tras la
fatigosa geometría spinocista, qué de los esforzados tractatus?
Y aquí podría
traerse asimismo a colación el más
característico de nuestro tiempo, el parco pero riguroso wittgensteniano: un
perverso catón de mis primeras letras.
Dios, Naturaleza, Ser,
Hombre.
Habría que agregar el
lenguaje (con mayúsculas), cualquiera de ellos, gráfico, plástico…
Todo inconmensurable.
Todo tras lo perdurable,
lo infinito.
Nunca pude entender lo
insólito de una de las afirmaciones del sefardita hispano tallador de
cristales: Quien se arrepiente es dos
veces miserable.
Una extravagancia.
Si Dios existe toda
filosofía habrá resultado ser inútil: bastaba con creer, con la fe.
Ese viejo barbudo y
burlón escondido en vestiduras…
Modera tu lengua,
sacrílego.
Todo ese pensamiento
transcrito… sólo una buñolesca cosmológica palabrera encaminada tan sólo a
hurgar con la imaginación más desbocada y pretenciosa en la espesa oscuridad de
antes de nacer y en la espesa o liviana de después de morir, más terrible aún
ésta que aquella al ser nosotros conscientes de su seguro advenimiento.
A fin de cuentas ¿qué
es una teoría?
Lo que anima de veras
un arte no representativo ni mimético: una especulación, una hipótesis desde la
que cada artista se postula a sí mismo y desde la que intenta afianzarse.
O, al menos, no caer
en el vacío.
Sistematizar la
imaginación, la creatividad… Suena un tanto grotesco.
Intenta ordenar un
sueño desde la lógica y la borgiana lucidez (atroz) del insomnio… Sólo hallas
descomposición, un mecano en cuatro dimensiones capaz de convertir en espantajo
cualquier pensamiento concreto, una incoherencia paradójicamente ajena a lo
subjetivo: se ofrece con tal disparatada verosimilitud que hasta es capaz de
engañar nuestro raciocinio durante una buena porción de tiempo.
Todo lo humano, su
arte (facultad de hacer) y su actividad me es concerniente.
No sé hasta qué punto
dijo la verdad, ¿también las obras de los humanos?
Sobre todo, ellas.
Quien desaparece antes que sus obras, al menos por lo general, es el artista.
El arte sería una especie de… huella sobre la tierra desnuda después del fin
del hombre que acabó en un razonador demente del cosmos.
¿El arte es humano?
Más allá de haber sido
creado y lejos ya del alcance de su creador… posiblemente sólo sea un objeto de
mayor o menor valor, materia, cosa.
Otro K hablaba de…
Kierkegaard…
Temor y temblor… (Pero: Johannes de Silentio.)
Y el otro K…
Kafka…
Arropado en pesadillas,
desvelos, los angustiosos amaneceres grises bajo la lluvia sucia y sonante de
las aceras más allá de los cristales empañados de la ventana.
Pobres diablos, todos
con sus tembleques, el mundo afuera.
Tiemblo, padre, pero sólo ante ti.
Y a lo único que se
atrevió es a escribírselo en una carta. Él que fue un artista del hambre y un
virtuoso del trapecio, escritor nocturno y acomplejado, oficios harto
arriesgados.
Este tipo, como hijo,
sin duda tenía muchos motivos para amonestarse:
Su padre le dio
libertad para estudiar lo que quisiera, procuró su sustento y respetó la
frialdad del vástago, perdonó el reproche diseccionado con frialdad quirúrgica
en forma corresponsal y, sobre todo, soportó la falta de cariño hacia él.
El K de Praga jamás dispensó ningún tipo de
gratitud a su progenitor.
A cambio, le zurra
bien la badana desde el principio de la misiva: Querido padre… empieza engañando al personal el muy taimado
escritorzuelo…
¡Querido padre…!
Y a continuación
expone con medida crueldad todas sus debilidades humanas, las flaquezas
domésticas de un hombre que mantiene a su familia con esfuerzo y decencia,
airea sus contradicciones lógicas de quien después del trabajo de mercader
llega al hogar ya de noche cerrada, desaseado, sin ánimo, con un cansancio
infinito.
¿Qué culpa tenía el
padre si el hijo le consideraba un gigante en
todo aquello que él no podía ser?
Enfermizos con una
pluma o un pincel en la mano, qué te parece. ¡En basural acabaron!
En realidad, este K, bien parece el padre, y el padre el hijo
al que hay que reconvenir. Ambos, en resumen, son inocentes.
De todos modos,
complejo y artificioso K, tu padre
jamás leería esa carta que a ti mismo te dirigiste: tú sólo anhelabas ser el
único lector de aquello que escribías. Otra de las formas de que un tipo se
considere superior a los demás, al menos en tu caso, de esa única manera y
haciendo el haragán algunas (muchas) veces, como llegas a confesar.
Siento venirme
temblores cuando pienso en el paisaje de fondo de mi más tierna infancia…,
escribe el danés, otro al que su padre disfrazó de Isaac. O de borrego, no
recuerdo muy bien.
Pero no llegó a
inmolarlo.
Porque el padre de
aquel K danés era un cobarde
arrepentido: una vez, de niño, pobre y desesperado, blasfemó de Dios, lo
maldijo, y al cabo de los años empezó a enriquecerse sin cesar, cualquier
asunto que emprendía llenaba sus faltriqueras. El sentimiento de culpabilidad y
horror ante esa sutil venganza divina no le abandonaría nunca. ¿La
consecuencia? Estrujó a su hijo hasta hacerlo teólogo, medroso e impotente,
dubitativo, arrogante y cínico. ¡Menuda joroba que echarse a la espalda!
Respecto a otro K, pero éste encubierto, BecKett, escondido las más de las veces en
su época dublinesa en el pub de Earwicker trasegando pintas de cerveza hasta
reventar, le bastaba a sí mismo para mecerse al aire como la más leve hoja,
oscilante, al socaire de toda obligación:
Igual de temblón:
Un atardecer de junio,
a punto la noche de teñir de oscuro el aire, Samuel Beckett se entretenía en
solitario contemplando las olas y arrojando guijarros al agua, en la playa de
Dun. La impresión que causaba la alta, delgada y sombría figura era de una
desolación absoluta. Una joven se apiadó de aquel hombre taciturno al observar
que estaba temblando frente al mar. Con voz suave le preguntó si tenía frío.
Beckett se volvió hacia ella con brusquedad y al cabo de unos instante de
incómodo silencio le respondió que no, sólo que a veces se echaba a temblar.
Padre, ¿acaso planeas
conducirme a los montes de Moriah?
Tomó el padre la leña
del holocausto, la cargó sobre su hijo, tomó en su mano el fuego y el cuchillo,
y se fueron los dos juntos.
Dijo el hijo al padre:
¡Padre!
Respondió el padre:
¿Qué hay, hijo?
Aquí está el fuego y
la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?
Dijo el padre: Dios proveerá el cordero para el
holocausto, hijo mío. Y siguieron andando los dos juntos.
Llegados al lugar que
le había dicho Dios, construyó allí el padre el altar, y dispuso la leña; luego
tomó al hijo, y lo puso sobre el ara, encima de la leña.
Alargó el padre mano y
tomó el cuchillo para inmolar a su hijo. Elevó la mirada al cielo, la bajó a la
cabeza del hijo.
Estudiarás teología.
Yo te lo mando.
Los curas que no
tenéis hijos (porque muchos curas hay que sí los tienen, pater) os habéis
librado de buenas.
Tres tienes tú, viejo
Brell, tres vistosas torres que al paso que van no han de tocar el cielo, ni el
medio cielo que es el purgatorio, perdidos en el Babel de las ideologías, las
palabras, las interrogaciones, el vacío. Almas perdidas, me temo, tus hijos.
Pues que agujereen la
tierra y lleguen al mismo infierno donde se cuecen también los deseos del
Señor. No sólo el diablo tiene la culpa de todo. Los hijos… empezaron bien, y
ahora andan por malos caminos… ¡Es la época!
Que hubieran estudiado
teología. Eso los habría mantenido en el mejor de los entretenimientos, un
rompecabezas cuyas piezas hay que colocar en su justo lugar para que compongan
una figura… invisible, irreconocible, pero existente al fin.
Más o menos como las
acuarelas abstractas de tu amigo Vasili.
Abstractos individuos…
¿Mis hijos?
Los K…
En cierto modo.
Todos viviendo de las
rentas que otros les proporcionaban. Los períodos de penuria que a veces
atravesaban aún los fortalecía más: no se morirían de hambre, y frío sólo se
tiene en invierno. En fin, imaginar a un vaca solitaria pastando un día de sol
radiante en un verde y hermoso prado alivia bastante la soledad.
Y eso les permitió
investirse en K. Fue una buena
inversión. Los dividendos hoy de esa transformación bastarían para mantener sin
quebrantos económicos a decenas de editoriales.
Ya hablaremos de
Kandinsky, buen párroco, piadoso informador de anécdotas sin fin.. Más
resolutivo es este K que aquellos
dos.
¿Te he contado lo de
su mujer…?
Déjalo para otra
ocasión. Hoy no es el día apropiado para elucubrar sobre mujeres. ¿Qué hay del
otro K, el de las brumas?
K, el danés, abandona a su prometida
prácticamente en el altar según dice por mandato
divino, más o menos como el que le impone a acatar a Abraham, que está
dispuesto a sacrificar a su hijo por el capricho de un dios invisible. Curiosa
manera de apelar a los hechos y servidumbres del patriarca de los ciento
setenta y cinco años con el producto de los domésticos devaneos de la
aventurilla sentimental de un apocado holgazán sin remedio y, además, jugador
de apuestas. Y a raíz de ello, el teólogo descreído escribe todo un tratado
sobre anfibología, que escribir es pasatiempo y regocijo.
Curiosa manera de
darle vueltas a un asunto.
¿No procedes tú de
igual forma al elaborar una mezcolanza donde se traban el arte, la teología y
la progenie?
Pater, es una suerte
de confesión heterodoxa.
No conseguirás la
absolución.
Estoy dispuesto a
resucitar (sic) el Credo.
Da vueltas la noria,
vueltas y vueltas. Y nunca es la misma agua, el mismo aire, la misma luz… y
tampoco es la misma noria.
Lo religioso, lo
metafísico improbable, exige tal tipo de connotaciones que hasta enturbia las
mentes más preclaras: las idiotiza con lo fantástico.
Todo arte abstracto es
una religión (y puede que verdadera): el sólo hecho de no ser capaz de
visualizar sino la materia, la forma-informe y el color o no-color, exige lo
espiritual, la fe.
A pesar de lo
concreto, todo resulta bien abstracto: tal las palabras: en idioma desconocido
sólo son dibujitos, signos emergentes bajo los cuales, no obstante, existe todo
un cosmos de analogías, de comprensión del mundo y de los demás, y encima, en
los casos más afortunados de su construcción, sin lirismo ninguno que
obstaculice el significado exacto de las cosas y la claridad del pensamiento:
fonética y semántica todo uno.
¿Eres un catedrático
sin alma?
Me conformo con
desasnar molleras enviciadas de pretensiones.
Amo y criado ponen fin
en este punto a sus lamentables disertaciones.
¿Existe algún
mandamiento? ¿Algún precepto que deba seguirse bajo pena de excomunión?
Únicamente el de la
desobediencia y desprecio de todos ellos.
Una obra de arte en el
mejor de los sentidos sólo debería ser expresión de sí misma, sin adherencias
ideológicas: escueta o barroca, pero libre de adoses espurios. Y eso la faculta
para toda clase de aciertos… o despropósitos.
(Qué intenso el rojo,
qué interesante el verde, fascinante azul, amarillo imprescindible, absoluto
negro, inasible blanco…)
¿Y si lo que ves a
través de esa grieta es el revés de todo, no su apariencia, sino su interior?
¿Un crustáceo nos
vendría a pelo?
Uno de los K:
Todo arte que se basa
en su apariencia externa en lo representacional no tiene futuro. Es lo
espiritual lo que nos adentra en lo profundo.
Más me dice tu esqueleto,
que ha de sobrevivirte, que tu faz; más tu calavera que el repertorio de tus
muecas y el brillo efímero de tus ojos, tu boca abierta, las palabras que salen
de ella en una algarabía enredadora.
Legas no la nada, pero
legas un montón de papeles, el lienzo pintado, el barro erecto: suplantaciones
del tiempo, sucesos hechos con su materia:
y vio la figura que se
alzaba,
la forma que nacía,
el signo
extraordinario, bueno o malo, del relato,
del espíritu… que
imposible es de dibujar,
la esencia de una
creación aún por definir, por deletrear.
No me importa lo que
cuentas ni cómo, pero, recuerda, hazlo
divertido, y aleja tu alegría de toda medida y contención, de lo esperable
y previsible, de lo reglado.
¿Divertido?
Una especie de pedo
póstumo.
El final beckettiano
es la demolición de toda esperanza, declara la inexistencia incluso del mismo
arte que pudiera ennoblecer una existencia arrastable por lodos y oscuridades
hasta el término de sus días.
Al final, todavía
vivo, o muerto, que da lo mismo, a merced de algún desaprensivo o, peor aún, en
manos de unos familiares codiciosos y rapaces, acabas arrojado en el cubo de la
basura a la hora de limpiar tu cochinera y ponerla en venta.
(Qué vida, qué gris,
qué muerte, qué posteridad.)
Lo humano es un experimento
en marcha, un ensayo constante físico, intelectual y emocional. Cuando uno
envejece, la sentencia es clara: desechado, se sustituye por otro.
Animales de
laboratorio no han de faltar.
Déjalo correr.
Beckettiana: la
solución es la muerte.
La respuesta es la
nada.
Aléjate de los curas,
pues lo pintan todo negro para que antes de alcanzar el final del túnel su dios
brille mucho más.
Beckettiana: uno
siempre elige el camino equivocado, pero hay que estar seguro de que es el que
conviene.
Este oculto K una vez se propuso escribir una obra de teatro que durase
exactamente un minuto.
¿Lo consiguió?
Brell el Joven, Boceto, en sus dominios, en alguna
ocasión se sentía abrumado por algún ramalazo no de locura sino de lucidez: más
allá de los miles de libros (pero mucho más allá) sólo tenía imbecilidades en
casa, cosas que no costaban nada, esa clase de objetos, utensilios, muebles,
vehículos y cacharrería electrónica de ultísima novedad que cualquier idiota
podía conseguir con dinero, aunque fuese mucho dinero, así de fácil es.
También había algún
cuadro inteligente (escribió en sus memorias falsas), discos no desdeñables,
dos o tres esculturas de pedestal por los rincones, un jarrón con gusto, quizá
la vajilla heredada.
¿Conservaría el álbum
de fotos familiar, o una vez digitalizados ese montón de muertos lo enviaría al
fuego sagrado?
Era cosa de
pensárselo. Cerca de un millar de fotografías: antepasados, pasados y también
presentes, y entre tanto muerto y desaparecido:
Paula y él de niños,
sonrientes, muy atildaditos, de la mano de papá y mamá (cada uno por su lado,
cada uno con sus respectivos progenitores), en bicicleta, en una ceremonia
escolar, en la playa, en medio de una nube de globos durante el alborozado
cumpleaños de un compinche de siete años, de adolescentes inaguantables… pero
sobre todo de niños, niños de oro vestiditos de azul, con su camisita y su
canesú, qué niños… perfectamente fusilables. La fotografía del pasado es el
crimen.
¿Pensaba Brell el
Joven en voz alta? Y si esto fuese así, ¿no es ya hora de intentar describir su
acento, las tonalidades tímbricas de su voz de profesor de estrado, su
pronunciación clara u oscura, susurrante o estridente?: Semántica/Fonética.
¿Tenía motivos
sobrados para impregnar de cinismo su deambular peripatético y terrestre?
(Qué prefieres ¿una
madre huida, bella y capaz por el mundo o una pobre vieja apestando a orines
encerrada en un asilo para alcohólicos a la que visitas con desagrado una vez
al mes?)
Pensaba con la boca
cerrada, se hablaba a sí mismo con los labios sellados, algo no fácil de
ejecutar, se diseccionaba como un Hamlet, aunque mucho menos clínico, menos
perentorio: soliloquios por encima de todo, muy lúcidos, determinantes.
Hay pensamientos que
pugnan por gritar, pero terminan sin poder llegar a la garganta y retornan a la
cloaca del estómago.
Pensamiento errático…
¿por qué no?
Pensamiento nihilista
en el fondo de la copa de whisky.
Hablando de Samuel
Beckett:
Qué tiempos oscuros y
lluviosos de París, cuando de Irlanda no llegaba el dinero a ese pequeño y casi
desnudo apartamento en la rue des Favorites, donde su fiel compañera trabajaba de costurera y él traducía artículos para
el Reader’s Digest.
Qué tiempos cuando
ahora, donde ahora, quien ahora.
Así que hablamos de
cosas del espíritu. Sus cosas, sus pasatiempos, su naturaleza.
Espíritu: vapor
sutilísimo que exhalan el vino y los licores.
Ajá, ahora ya va
mejor.
(Otras acepciones más
humanas acompañan a ese vapor sutilísimo.)
Acabarás como esos
viejos, buscando sin cesar las esquinas en sombras, arribando a los recodos
brumosos que truncan un camino y dan comienzo a otro que pronto se topa con un
recodo brumoso y… otras cosas espirituales.
Parece que hablo, y no soy yo,
Que hablo de mí, y no es de mí.
No obstante, hay que
seguir, voy a seguir.
La voz vuelve.
¿Queda algo más que
decir de este K solapado?
Sí. El viejo Brell
logró en un remate glorioso la undécima edición de la Encyclopaedia Britannica que había pertenecido no se sabe cómo a
aquél.
¿Y eso?
Suena verosímil, ¿no?
Pero… ¿Es comprobable?
Dejémoslo así. Es
verosímil.
Brell el Viejo… De ese
hombre no recuerdo nunca que dijera una estupidez.
Tendría manías,
desdenes…
La manía no es una
estupidez, y un desdeñoso puede ser cruel pero no estúpido.
Comía cinco veces al
día, sin perdonar una sola de esas comidas… Raciones de pajarito, pero cinco
colaciones: desayuno, almuerzo, comida, merienda y cena.
Sus deposiciones,
presumo, serían de un rigor matemático.
La voz vuelve.
Vuela, vuela
pensamiento.
Hola, imaginación.
Virginia Mir: mujer de
ciencias y números, sólo tenía contadas debilidades librescas: Simone Weil, los
diarios de Anaís Nin, Durrell, Jean Paul Sartre, Lewis Carroll, la poesía de
Borges, a la que consideraba una de las más fáciles del mundo (quizás engañosamente fácil a pesar de los
cuatro o cinco elementos primarios y reiterativos que la componen) y…
Tampoco es que fuera a
quemarse en la pira donde ardía el cadáver de aquel que fue su amado Carlos,
domador de caballos:
¿Por qué has hecho
eso?
(Arrojarse a las
llamas donde arde un cadáver.)
Porque no me interesa
estar en ningún sitio de esta tierra en el que tú no estés.
Vive. Yo ya soy hombre
muerto.
Lo sé. Pero vayas
donde vayas será mejor que cualquier lugar sin ti.
Ah, pues yo nada de
eso, se dice la matemática.
Virgina Mir: los pies
en el suelo y la mente despejada del galimatías de las emociones, no quiere
saber nada de piras incendiarias. La revolución ha fracasado. La guerra ha
terminado. El sueldo mensual limpia las legañas, la conciencia.
(Lee a Gödel, sobre
Gödel. A Borges, sobre Borges…)
Muerto Fiodorov, si no al bollo, sí a sus
asuntos.
¿Quién era mi hermano?
La profesora de
matemáticas le mira sin ternura: podría contestarle al modo de Sartre: un
hombre, todo un hombre, hecho de todos los hombres y que valía lo que todos y
lo que cualquiera de ellos.
¡Que uno muera cuando
ya dejó de luchar!
Retoricum (sic):
Guerras perdidas hay
que dejan en el alma cicatrices más mortíferas que las heridas de bala en el
cuerpo.
La catedrática de
Matemáticas Virginia Mir cumple su trabajo con holgura en un Instituto de
Enseñanza Media de las afueras de la ciudad, casi bordeando los arrabales y
solares del oeste aún desnudos de edificios, a un costado del nuevo cauce del
Turia. En los tres últimos cursos académicos no ha solicitado ni una vez la baja
médica. Tampoco ha necesitado ningún permiso para resolver algún problema o
circunstancia personal enojosos. Es de una puntualidad proverbial. Es educada
con sus alumnos y de una solicitud generosa pero concisa hacia cualquiera de
ellos. Su atención es inmediata, se trate de la perogrullada de un confundido
zoquete o acerca de una cuestión disciplinar que requiera una puntualización.
Explica sus lecciones y las vuelca sobre
el encerado con encomiable claridad. Exige, y obtiene, silencio absoluto
durante sus clases. Un carraspeo intencionado, una risita a deshoras, una
palabra, una sola, y expulsión al pasillo: promedio de aprobados en su
asignatura: el 32%. Cifra terrorífica que en los claustros y reuniones de
profesores (una media de aprobados del 89% en las restante asignaturas
impartidas por ellos) suscita grandes y periódicas controversias.
Ese 32% es el nivel
educativo exigible: por debajo de él, el caos, la morralla: la puta basura: el
caldo que alimenta a los verdaderamente sabios.
Ella se ajusta a los
patrones programáticos, el esquema es el correcto, la didáctica la adecuada. Ni
un pero ni una excusa que valga. No da su brazo a torcer: el cinco es dar cima
al Everest, que el aire cuchillero de las nieves no empañe tu entendimiento.
Este es un país de
poetas, ese es el problema. (Inventan
ellos.)
Arrellanada en su
sillón, con la taza de infusión en la mano (una apestosa mezcla de hierbas al
parecer muy apropiada para los males y abusos didácticos de una garganta de
cristal), nuestra catedrática lee envuelta por el silencio crepuscular de esa
fría y solitaria tarde de sábado de 2…:
Todas las cosas tuvo y lentamente
todas la abandonaron. La hemos visto
armada de belleza…
…………………………………………………………………………………………….
Cunde la tarde en mi alma y reflexiono…
…………………………………………………………………………………………….
Mis dos caras divisan el pasado
y el porvenir. Los veo y son iguales…
60 años, una Virginia
recordatoria, del futuro:
¿Qué hacer?
Tolle, lege…
Madrid, París,
Valencia… cualquier lugar donde el aire se nutra de la carne joven y festiva,
valiente y desnuda. Todo ese caldo de cultivo tan prometedor había quedado en
nada, ese mar de vestimentas singulares, de sonrisas de suficiencia, de
noblezas, caídas y muerte, de renuncia, de claudicaciones (Saint
Germain-des-prés, Malasaña, Caballeros…), ahora una masa de cadáveres, al decir
de Sartre,
¿qué se hizieron?
¿Qué fue de tanto galán…?
Cien mil de ellos en
cada generación de ellos se precisan para que de ellos surja el elegido, el
poeta, el artista, el científico…
Ellos… en la pira para
engendrar un solo genio.
Abonan la tierra sobre
la que otro, uno solo, crece…
¿triunfa?
Una tierra de sangres,
excrementos y desperdicios.
A finales de enero de
1981 Fiodorov, sentado en el frío
suelo, no sabe si suicidarse con un libro de Cioran en el regazo, una botella
de whisky en la mano y el gas abierto de la cocina o entregarse al azar de lo
imposible. Terminó el libro del rumano y durante varias semanas entretuvo la
espera con País de Blas de Otero,
Retrocedida España,
Agua sin vaso, cuando hay agua; vaso
Sin agua, cuando hay sed.
Madre y maestra mía, triste, espaciosa España.
He aquí a tu hijo.
Luego… la vejación, el
asco, la vergüenza de esa otra españa cuartelera de militares y guardias
civiles borrachos. 23-2-81.: Se libraban de fusiles y cartucheras, de las
pistolas enfundadas, escapaban aún con los tricornios y las gorras sobre las
testas, como mujerzuelas saltando por las ventanas del escándalo de su propia
villanía: la televisión los revelaba golpistas grotescos, sobre todo sin honra,
huyendo del palacio de Las Cortes.
Definitivamente hay
que cerrar los ojos, se dijo ya licenciado (viejo) en Derecho y de casi todo.
¿Qué hacer, letrado?
Virginia Mir,
militante activa en su vida (oculta) de nocturnidad, muchas copas y demasiados
libros descubrió al náufrago amarrado a la tabla de salvación de la duda, pues
el que duda no decide, todavía se deja existir.
Podría haberse tirado
al mar, arribar a las costas plus ultra.
Ser otro.
Gemelo, ¿de quién?
¿Quién era mi
hermano?, interrogaba el benjamín a la viuda sin anillo, sin poderes, y ésta le
miraba extrañada, sin ternura: aprende a resolver ecuaciones y despeja tú mismo
tus incógnitas.
Es demasiado fácil ser
solamente El Ahorcado, tuvo que haber habido muchas otras cosas.
¿De veras conocías a
tu hermano?
Deja pasar la noche.
Mucho antes,
finalizados los setenta, un año, otro año, otro…:
Esa vida oculta de la
mujer Virginia con insomnio, solitaria y lectora sentimental, necesitada de las
cuatro copas, seis (traspasada la raya roja), saluda a la noche, se adentra en
ella.
Demorando la madrugada
final, corrido ya el telón del 82, Fiodorov
da sus tumbos nocturnos: películas excelentes (El sur), libros bien elegidos (Auto
de fe, Bella del señor), la
música especial (convengamos en Mahler, espíritu de la época), huir de la cama
vacía... De poco sirve, su sombra no es que le persiga es que la tiene delante
de sí, burlándose de su corporeidad andante y silenciosa (como una sombra) visionando películas
importantes, con buenos libros en las manos, esperanzado en la proximidad
generosa del otro cuerpo aún ajeno, indefinible.
Daban tumbos los dos,
y acabaron por encontrarse en un bar del extrarradio que no cerraba sus puertas
hasta el sombrío amanecer: acabaron por tropezar uno contra otra.
¿Qué va a ser?
¿A estas horas y con
la noche por delante?
Coñac.
Eso es un
rompecorazones.
Eso que llevas en las
manos, ¿es un libro?
Tú pareces llevar la
nada.
De ella venía el
desencantado: de un rompecabezas, se dijo él.
Respecto a la otra,
alargaba la pausa hasta el tedio de las lecciones de matemáticas frente a la
pizarra.
¿Qué podemos hacer?
(Invéntalos un poquito
mejor, prueba frasecitas, alguna escena aclaratoria, un diálogo… aunque no
socrático.)
Se miran y… ven las
cuencas vacías, negras de desengaños, los dos rondando los treinta años. Ojos
grises, ojos de perro azules. Todo parece en orden, pues. Y no debería ser así.
Aprendices de brujo
con la existencia, ensayando peligrosamente idas y venidas, encuentros,
desencuentros: cuidado… ¿por qué acabar mal? No permitáis que se cierre el
telón en breve, la comedia acabará por sí sola, los gusanos os despojarán de
los disfraces y en un abrir y cerrar de párpados acabaréis en la más completa
oscuridad: se miran adornándose con al adagietto,
se celebran con el título del libro, se admiran ante la coincidencia de esa
película, de aquel cuadro. Dos resistentes (de momento).
¿Un coñac?
(Un Torres añejo, por
ejemplo.)
¿Matemáticas?
[Tu colegio…
Después de tantos años
(y tantas páginas) sigo sin comprender a ciencia cierta que supuso más pérdida
para el padre: la muerte de su hija o el piano devaluado. Acertijo cruel al que
se vieron sometidos por orden de aparición estelar en las aulas agustinas los
tres jóvenes Brell.
¿Qué podemos hacer en
el 83, abril, sábado día 12?
Morirnos todo lo más
despacio que podamos, dijo ella antes de haber cumplido los treinta (pero sólo
literaturizando).
Ayúdame entonces a
hacerlo lo más indoloro posible, rogó él, que apenas ha pasado los treinta
años:
Nacido el 30 de marzo
de 1953.
Cien años después de
Van Gogh, descubrió ella.
Lo sé, afirmó él.
¡Qué citas!
Se escondían, huían,
tanteaban las paredes, como furtivos del mundo prácticamente a los dos días de
tropezar una con el otro, el otro con ella.
Se escondían del
mundo: la que echaba para adelante con la tiza en la mano y el que se
arrastraba hacia atrás con la joroba de los errores en la espalda aún joven. Se
escondían en un agujero negro.
El apartamento de la
matemática, en pleno barrio de La Luz, tiene reproducciones de cuadros de
Kandisky, Klee, Kokoschka y Klimt. Todos los libros en la casa, a excepción de
los que constituyen su selecta y bien escogida biblioteca disciplinar, son de
bolsillo, encuadernados en rústica o restos de ediciones y saldos comprados en
una u otra de las librerías de París-Valencia o en alguno de los antros de
libros de viejo del casco antiguo. Muchos libros, pero raros encantamientos:
Weil, Nin, Carroll… Es un piso pequeño de techos bajos, sin pasillo, dominado por los ángulos rectos. Tiene tres
ventanas: una de ellas, en el minúsculo salón cuadrado, ocupa casi por completo
la pared oeste y ofrece la perspectiva anodina y gris de una calle estrecha en
la que se alzan edificios de no más de seis alturas, invadida de coches aparcados
a ambos lados y ni un solo árbol que flanquee sus aceras; la otra, en la cocina, es en realidad un
ventanuco abierto al deprimente patio de luces; un ventanuco similar,
que mira al mismo patio de luces, ventila el cuarto de baño, asfixiante por sus
dimensiones.
Así que ese es el
envoltorio de la matemática, el cráneo de sus recogimientos, las tapas de su
incertidumbre (a pesar de matemática, lectora de Wittgenstein y devota de Kurt
Gödel), de su pesadumbre y conciencia de finitud: nada es lo absoluto, la inconsistencia
de todo invalida certezas y paraísos.
Todo es incierto pisando la dudosa luz del día.
Estamos fuera de
temporada: soledad desoladora aún entre la gente.
Un agujero negro.
El agujero negro de
donde ni la mansedumbre o el vértigo de la luz pueden huir jamás, donde late la
violencia aún oculta, se larva la más grande ira. No es un lugar tranquilo a
pesar del orden e incluso la armonía que inspira la tranquila decoración
insidiosa, y posa la mirada en los brochazos de Kokoschka, los metódicos colores
del mundo mágico y aparentemente inofensivo de Klee, los oros refinados de
Klimt que amparan calculados desenfrenos, la geometría exacta de Kandinsky que
apela a lo espiritual pero se descubre formularia y matemática:
materia cromática,
simbólica, analógica, morfológica, sintáctica, utópica a despecho de su
abrumador significante.
De día con las
cortinas descorridas, la tenue claridad se adensa de amarillos al caer la
tarde. De noche, sólo luces indirectas, nunca que proyecten su haz benéfico
desde lo alto, luces provenientes de mesas bajas: lámparas que suavizan el
espacio, lo hacen muelle, y el flexo de trabajo, encendido sobre el escritorio
repleto de papeles, ejercicios que corregir, desarrollos numerales…, números
que se convierten en palabras, los enredos lógicos, garabatos abstractos…
La luz indirecta,
siempre.
¿Un coñac? Siempre de
marca.
Las idas y venidas de
siempre.
El dormitorio donde
destilar la aversión hacia las noches. Siempre sola.
Con él, Carlos Brell
Gay (a) Fiodorov, las cosas pueden
cambiar o, al menos hacerlas distintas.
¿Puedes cambiarlo tú a
él, Eurídice?
¿Quién rescata a
quién? ¿Quién malogra a quién?
¿Qué hacer en el 83?
No vuelvas la cabeza
atrás.
¿Qué hacer en el año
del Señor 1983?
No morir aplastado o
quemado en un incendio en el lugar de la fiesta, con la copa en la mano, la
sonrisa helándose en el rostro, petrificándose la mirada en los ojos del otro
mientras se elevan las llamas y todo alrededor empieza a arder como un infierno
súbito e injusto.
No morir reventado y
carbonizado en el interior del vientre de metal del pájaro loco: la noche
tranquila, no llovía, todo en calma, ni el rugido del viento (1,8,0-0,5) le ha
trastornado ni la nube sucia ciega sus ojos, y, sin embargo, quiebra el vuelo
el Gran Pájaro, se rompen sus alas, se estrella contra el suelo nocturno, y es
el infierno. Montones de cadáveres negros alumbra las entrañas de la bestia
abatida por lo fortuito fatal, yacen sobre la tierra negra bajo el cielo negro
y humeante los despojos del anónimo, del celebrado, ¿cómo iban a esperar ese
desastrado final?
¿El 83?
Un año prodigioso: un
necio preboste y ministro se inviste de divulgador adaptable al cerebro de las
masas gobernadas (y gobernables): los virus y las bacterias son unos bichitos
tan pequeñitos que si pierden pie y caen al suelo se matan.
No vuelvas la cabeza
atrás. Verás sólo majaderos como ése.
Siempre que vuelves a casa me pillas en la cocina...
Ay, ama de casa.
Sabemos tantas cosas:
ella, a escondidas, mientras él, a la luz. Ella (que sus torturados alumnos no
se enteren) entretiene la espera del futuro con La edad de oro: sólo las vanguardias nos hacen libres; él, con el
libro entre las manos, el desencanto, un hombre difícil, al cabo solitario, ya
con los mimbres del suicida.
(¿Qué libro?)
¿El 83?
(No vuelvas la cabeza
atrás.)
Un último coñac, qué
bebida fuerte, sin paliativos, para qué andar sobre endebles ramas: se romperán
a tus pasos. Sé tú el endeble. Escancia, cobarde.
Luego, será la piedra
fría y gris del alba.
Viernes de
nocturnidad. Día de Venus, que antecede a Saturno matador de hijos. Hay que
huir de las calles, del amanecer acechante. Ella coge la mano de este Brell
condenado aunque sin atribulaciones todavía, sólo desconcertado, abrumado por
interrogantes que habría que resolver. Ella, bienaventurada Beatriz, la que te
viene a ver, coge su mano (¿quién de la mano de quién?), lo conduce a las
esferas celestes, a él, habitante de la luna, a los sombríos infiernos, o en el
abismo. Llegué al lugar en el que luz no había.
Que sea esta ciencia deductiva
poesía… Él es de carne y hueso, y podredumbre final. No son ninguno de los dos
entes abstractos con que enmadejar una pizarra. Son forma, tal vez espíritu,
pero carne y hueso al fin.
¿Por qué estás tan
solo?
Y Fiodorov no tiene ninguna respuesta para ella. Es suficiente con
que ella adivine por sí misma que anda y desanda sin que una mano le guíe. Pero
¿qué puede hacer él? Es un juguete en manos de un arbitrio superior, un
producto mínimo del inconsciente colectivo.
¿Qué eras de niño?,
pregunta ella casi borracha (pero nunca acaba borracha del todo la matemática,
controla los tiempos y los espacios). ¿Qué eras a los seis años?
Devoraba los sugus.
¡Pequeño tragaldabas
de las narices!, le reprendía Brell el Viejo ante la mirada cómplice de JD
(pequeño al que no le gustaban los caramelos), entonces ellos dos los únicos
príncipes de la casa repartiéndose las regalías y el poder de la desfachatez
infantil, inimaginable durante bastantes años la llegada de nuestro héroe, Brell el Joven, Boceto, que aún tardaría en
destronarlos.
Entonces, el príncipe
Carlos Brell el Goloso cerraba obediente la boca, cogía su caja de Staedtler y
se retiraba a sus aposentos: ¿cómo pintamos hoy el mundo?
Negro, negro como el
betún más negro.
Nota del suicida:
No os creáis nada de
lo que ellos digan: jamás creyeron en mí.
Ya en las aceras
solitarias y oscuras. Ven, te llevaré de la mano, susurra la voz.
No vuelvas la cabeza
atrás.
(Al horizonte
iridiscente: me elijo el azul; yo, el violeta. Siete vidas tiene el cielo. La
cabeza amarilla; el torso, verde; las piernas, rojas… ¡Qué niños terribles con
el Staedtler o el Alpino en la mano!, depende, a elegir.)
¿Qué eras de pequeña?
Jugaba a la rayuela.
Pero lo mejor: hacer números en el pizarrín.
¿Eso era todo?
También mentía… quiero
decir que hablaba cuando me convenía, era sorda cuando lo establecía, y estaban
los números para ocultar, los números ataviaban de secreto lo trivial, lo
íntimo, toda la domesticidad de un hogar paterno sobresaltado de alarmas, de la
incertidumbre, de un padre funcionario servil del régimen franquista,
encorbatado bestial y prepotente, de mano pronta y la madre arruinada por el
miedo y los castigos, la eterna cocina, los remiendos, mujer española,
acobardada: los sábados me la chupa y hasta la enculo si se me antoja, alardea
el macho de barra de bar ante el vino y las bravas, y los domingos la saco a
pasear muy limpia y aseadita, calladita, de bracete.
La familia no es… la
cárcel (la cárcel eres tú), son las rejas de esa cárcel que no se ven, barrotes
invisibles, sensores implacables que al tratar de huir van a sonar con
estridencia, te van a delatar, revelarán tu culpa, desvelarán la desdicha que
incuba la época en su seno (familia, municipio, sindicato), que al calor la
hace más grande, la más grande desdicha, que la hace eclosionar: polluelos
débiles, dejados morir, y uno o dos con el gaznate bien abierto, los
sobrevivientes, que han de vender su alma al diablo sin importarles un ardite
sus hermanos que, como dijo el otro, pasado el tiempo se suelen olvidar en
algún rincón de la memoria como los paraguas en las esquinas, que se mueran.
Un náufrago sin su
caja de colores Staedtler que añora los sugus.
Una matemática sin
cifra exacta para las copas.
Estamos en el agujero
negro.
Dos soledades: el cero
absoluto.
Carlos Brell Gay se
deja llevar a los cielos, al paraíso, al purgatorio, al infierno, a lo
desconocido…
No estamos lejos de
casa, murmura ella, sin saber a ciencia cierta qué hace, y tampoco sabe lo que
hace con ése que, en efecto, sencillamente se deja llevar: le va a abrir la
puerta a la morada donde amanece y atardece pero donde siempre es la noche, su
hogar.
Después del túnel, la
dudosa luz del día.
Una existencia agujero
negro.
Incuba un amor que
repugna su propia definición: no es amor, ni miedo, ni soledad, ni cariño. Sólo
es el pequeño vértigo de olvidar el presente sumiéndose en la turbiedad física
y en el disparate existencial que exige autentificarte ante ti mismo todos los
días, a cada momento. Para huir de la angustia o del hastío te abrazas a una
realidad física que en el fondo no es sino la cáscara que enmascara el interior
vacío del ser, que también enferma, y, paradójicamente, inmaterial, se pudre
antes de morir del todo.
Incubar un ente, un
número, encarnarlo, vestirse con sus brazos y sus piernas.
Estás en la luz, ese
puñal que hiere los ojos, hasta el alma hiere.
Lo peor es el
purgatorio: estás en el infierno y por añadidura con la esperanza de salir de
él… en mil años, un millón de años, un día, en este instante. Así se las gasta
la esperanza: lo que deseas es posible que sea, pero también ha de dejar de
ser, que no sea.
Estos navegantes de la
noche, ahora en un punto oscuro y suburbial de la ciudad, anodino y olvidable,
dirigen sus pasos al país de las decepciones, una claudicación que también es
algo trivial.
Han
llegado a la casa con el sabor de la noche en la boca, con la piel sucia del
amanecer que ya despunta, bien clavado el puñal.
Hoy es
sábado, dice el drama, o la comedia de la vida. Hoy es fiesta: baja el arma.
Enciende
la luz. Le abre paso.
Ella, la
trémula mujer Virginia tan lejos de la férrea docente, franquea la entrada a un
Sancta Santorum personal, doméstico,
vulgar, tibio, significante por las formas, significado por una plástica y
arsenal de objetos que igual pueden despertar tu interés que inspirarte pena o
indiferencia: igual a mil otros.
No es
risueña, y sus ojos que son grises y hermosos son ojos fríos, distantes. La
proximidad de su cuerpo caliente, su contacto se diría que pegajoso pero sobre
todo carnal, libre de la ropa, sin
embargo desmiente ese desasimiento, y acariciaría al otro como buscándose a sí
misma, y esa tentativa tan propia revela la necesidad del otro, su concurso inaplazable e ineludible para hallar ese final
feliz, ese encuentro naciente entre los dos falsos solitarios, pues no existe
una soledad a medias andando entre los días y sus gentes, una soledad a plazos,
sólo la percepción de tu personal fiasco y retraimiento a la que los otros tan
solitarios (tan iguales) como tú en el tumulto y la algarabía diaria son
ajenos, entre estos dos Virginia y Carlos sin nada más en común que el fardo de
una conciencia ahora en desorden, alborotada por la estupefacción de la
concreción grosera de su condición humana, la peor soledad es ya no poder
engañarse a sí mismos, lo demás son milongas, y no creen en ellos porque ya han
comprendido su nulidad póstuma, serán sin huella, como todos, que, aunque no
muertos aún, levitamos sobre la vida, y lo sabemos.
Están en
un espacio por crear: serán lo que quieran ser, se mirarán uno al otro desde la
tierra o desde la luna, inventarán un lenguaje nuevo para hablarse o,
sencillamente, mentirán con las palabras gastadas de siempre, o preferirán
instalarse en el silencio, sin siquiera mirarse a pesar de la sabia y egoísta
solicitud con la que engañan sobre la cama los cuerpos bien adiestrados por los
años en el placer hasta acabar en el clímax confundiéndolo todo en su
desfallecimiento: esa unión física pero de comunión imposible.
Estamos en
un agujero negro que nada deja escapar: la abulia, la claudicación, el
conformismo, todo en su seno misterioso e invisible se revuelve y forma una
amalgama extraña que puede incluso con el pensamiento. No es fracaso, pero
tampoco interviene la lucidez un solo instante en este encuentro de desdichados.
No es abatimiento, ni mucho menos angustia. Es el asco de lo reiterativo, de
comprender que la urdimbre de los días y tus hechos, menudos o memorables,
excluyentes, se suceden a sí mismos una y otra vez sin tregua, variaciones
sobre un tema que ya se coló en tu pasado.
¿Para
qué?, se sorprende preguntándole a la muerte que, eternamente, permanece en un
silencio poderoso y altivo reflejándose concienzuda en el espejo de la muerte
de los otros o, más sutil, corporeizándose en la maginación, definiéndose
mediante un retrato que al cabo tanto se asemeja al tuyo propio.
Los
cuerpos sólo son una curiosidad, un atractivo hasta que se descubren las
maneras, los gustos y los deseos (muchas veces confundidos con las artimañas de
las que uno se suele valer para bregar contra el aburrimiento) de quien mueve
la maquinaria y la significa con el gesto, la acción y la palabra repetidos una
y mil
veces
hasta que pierden la eficacia que nace de lo desconocido o, al menos, de lo
nuevo si presentido.
Y siempre
las mismas preguntas, que de tan reiteradas ya ni las ponderas: ¿qué soy?, ¿qué
no soy?
Tenemos
muchos libros en común, dice uno de los dos, puesto que podría haberlo dicho
cualquiera de los dos, ambos muy
leídos.
En
realidad, sólo les une el aire negro de la noche que respiran.
Mira él
por unos instantes los anaqueles: toda la joroba cultural, aunque inesperada en
una matemática ejerciente, devota de los setenta: Durrell, Cortázar, Nabokov,
Neruda, Rulfo, Goytisolo, Nin, seis o siete Seix-Barral, ensayos de Alianza de
bolsillo, Bertrand Rusell, la economía de Tamames, la historia de Pierre Vilar,
el manual del arte español de Bozal, los libros de texto…
No tenemos
nada que perder, a pesar de todos los temores, las interrogaciones, confiesa
uno de los dos.
Y el otro asiente.
¿Qué
importan los papeles?: el mismo escenario, la misma actuación: propio de la
naturaleza humana: sé adónde vas por muy diferente que te imagines a mí. Lo sé
todo sobre ti, al menos aquello que te delata verdaderamente como náufrago: sé
cómo te han hecho, de donde vienes, adonde vas, lo sé, lo sé, y tú bien sabes
que lo sé.
En el 83…
Despertamos
ilusiones, proclamaron los vencedores de pana
matamos a
la gente, ocultó la autoridad
quemamos
en cal viva
votamos en
las municipales
envenenamos
así, como si tal cosa, en las cocinitas
el fútbol
no es una cuestión de vida o muerte: es algo mucho más importante que todo eso
(afirmó unánimemente el filósofo colectivo)
los
dictadores de bronce bajan finalmente del caballo también de bronce, echan a
andar y se disipan en la niebla de la historia
los
payasos, quien lo diría, mueren igual que nosotros
nos
redimimos cada año en las Fallas de Valencia.
Y él vio Laberinto de pasiones y se dijo: Está
todo perdido. Y se despojó del cinto las granadas de mano y desmontó la marietta de papel y fue arrojándola
pieza a pieza por el inodoro.
Y ella
colecciona, sin leer, La Luna de Madrid,
todavía sin saber exactamente que se llevan entre manos (ella y los otros),
aunque es seria y puntillosa en sus asuntos principales, sin saber sus
contradicciones: ha firmado un contrato de cinco años con la administración del
Instituto, y después el diluvio, así que puede catear cuanto le venga en gana a
los malos estudiantes, sin remilgos, a degüello, ¡a joder a esos cabroncetes! (Sin saber).
Y él:
Tendrás que recibirte de abogado, avisa el padre.
Sí, padre.
Ya tenemos
bastante con un mierdecilla en casa.
Sí, padre.
La vida
cuesta.
Y él, Fiodorov, tiene los bolsillos vacíos.
Y se puso
al servicio del sindicato CCOO, él, el esforzado abogado laboralista analista
de nóminas: la guerra ha terminado.
Es Fiodorov quien está jugando a la ruleta
rusa, y el arma que esconde en su interior no ha de dispararse de forma
fortuita como las pistolas de la policía en el 83.
¿En el 83?
A los
estudiantes aún se les graba en la frente, a punta de navaja, la cruz gamada y
los soldaditos españoles (soldaditos valientes) mueren a puñados durante los
períodos de instrucción.
Todos al loro,
invitan los señores catedráticos.
Los genios
no existen, le asegura Buñuel a Miró, sentados ambos en el borde de la espiral
azul de la noche. Cagan, mean y cuando pueden se la menean, concluye el
cineasta ante la sonrisa benéfica del artista que, somero como siempre, calla
la réplica.
Cierra las
ventanas.
Apaga la
luz.
El final
entre las sábanas: prólogo y epílogo son intercambiables, como la saliva del
amor, los fluidos de la pasión. Pero antes la domesticidad y vulgaridad de los
hechos comunes: el baño, el agua que limpia, el efímero perfume del jabón de
color en las palmas de las manos, la sequedad esponjosa de la toalla azul, la
furtiva mirada en el azogue bajo la luz esclarecedora del alba, la última copa
y la mirada encendida, la piel que nos viste y oculta ese amasijo de carne
degenerando invisible día a día hasta la putrefacción.
Soy
Virginia, susurra ella.
Se retuerce desnuda e
inquieta debajo de él, que cierra los ojos, qué cansado amar, este amor de la
carne (mortal y rosa.)
Apaga la luz.
A la mañana siguiente
se miraron sin pudor.
Hay zumo de manzana en
la nevera, dijo ella dirigiéndose a la puerta. Y galletas integrales, añadió.
Está bien, contestó él
incorporándose legañoso en la cama.
Hacía mucho rato que
había amanecido, pero la claridad tenue que atravesaba la cortina no era como
un rayo de esperanza, dejaba las cosas como están siempre, la vida afuera en la
pausa del sábado de siempre, los colores de siempre, la luz de siempre, y él la
siguió con la vista, la esplendez de su cuerpo, la cabeza erguida, el cabello
largo y oscuro revuelto, los senos altos, la cintura estrecha y luego las
nalgas coronando los muslos poderosos, los pies descalzos que andan
parsimoniosos hacia el baño, hacia la ducha que ha de limpiarla de las
trastadas del hombre, de su olor y sudor toscos, de la aspereza irremediable de
sus manos.
Él sólo toma café en
el desayuno. Deja el hambre para después, cuando el día se alarga y las horas
empiezan a extrañar por vacías, escurriéndose imperceptiblemente hasta la
noche.
Vuelve ella desnuda
del baño. Él gira la cabeza y advierte en la mirada de la mujer como un aire de
extrañeza, de perplejidad. Pero en seguida los ojos grises de nuevo inspiran
confianza.
Debe ser el mediodía,
se dice él, ya vestido, esta hora suele nublar un poco el entendimiento.
Esta hora confunde
todas las cosas.
Fiodorov abandona el dormitorio y se dirige a la
cocina. Prepara la cafetera italiana.
Sentado ante la mesa
pequeña y roja sorbe el café muy caliente, reconfortante. Mordisquea una
galleta incomible de la que es incapaz de extraer el menor sabor: ¿arena?
¿Qué demonios pasa con
el tiempo? No avanza…
Más allá de la cortina
y la ventana protectoras: afuera el día, el rumor de la mañana festiva, la
tibieza del aire, el desánimo, un sol desmayado, como la luz de lo irreal, de
la imaginación o de la vigilia, lo peor, la luz tan débil, imprecisa, anticipa
lo dominical y su procesión de angustia, diluyéndolo todo a meros perfiles,
amarillescas figuras y deslucidos paisajes urbanos.
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