“Pero con
la soltura del impresionismo francés, al desgaire, como un boceto, como el
dibujo a vuela pluma, sin retocar, como la acuarela más instantánea, sin
“aliñar”, sin lamer como un hambriento desmedido las líneas y el claroscuro,
los detalles… ¡Esa tosquedad del realismo más pedestre por refinado y
minucioso! ¡Qué inútil estampa!
Deshazte
de la puntuación, escarba en la misma sangre. Basta con media botella de Old
Crow.
800
kilómetros de calles, miles de manzanas, de blocks repletos de edificios de oficinas y
apartamentos, un museo de imágenes innúmeras, miles de sucesos cada semana, una
historia que contar cada segundo, y millones de personas, tus semejantes (tan
diferentes) que te rodean por doquier. Se envalentona, y piensa tratando de
relajarse: la mayoría de ellos parecen sacados del Barnum Museum. La ciudad es
un libro donde escarbar las noticias y las pequeñas crónicas diarias, un texto
al que hay que traducir sin demasiada fidelidad. Un folio y medio cada quince
días, una llamada a cobro revertido. Y el giro postal.
A rodar.
El es un tipo afortunado. No tiene úlcera de estómago. No
se ha hartado de “cassoulets a la bordelesa”. No extravía los manuscritos así
como así, a lo Lowry. No le han atropellado nunca. No se ha casado. No le
aturde la fiebre (ni africana ni ninguna otra). Si tiene algún hijo lo ignora
por completo. Es moderadamente alcohólico. Sólo tiene que trabajar para poder
comer un par de veces al día y tener la suerte después de un día de perros de
llegar a su apartamento sano y salvo, no más tarde de la medianoche, y dejarse
caer en la cama como caen los calzoncillos en el cesto de la ropa sucia.
En lugar de personajes, mueve títulos, piezas musicales,
obras de arte, autores, lugares, edificios, ciudades, ¡ideas!… como otros tipos
de la pluma desplazan de novela a novela la pequeña o gran saga de sus
criaturas inventadas, al igual que monsieur Honoré de Balzac (estafador) y
míster William Faulkner (alcohólico).
Y tal vez, un día no demasiado lejano, logre vivir en un
bonito apartamento cerca de Blomingdale’s, en alguno de esos elegantes edificios de ladrillo blanco, en la planta 31
por ejemplo, donde desde la terraza ya es posible divisar una Nueva York más a
mano, menos terrible en sus dimensiones, con una puerta de metal plateado a la
entrada y una placa de noble bronce junto al timbre:
3117
NEGRO
Precio
a
convenir
“¿Qué es
esto?”
“El
manuscrito de que hablamos.”
“Ya veo.”
“Necesita
algunos retoques. Pero, en fin, yo no soy el experto. Ahora ya no es cosa mía.”
“Parece que
ha escrito usted mucho. Se diría que copiosamente.”
“Me temo
que sí. Habrá que podar, arrancar las malas hierbas... Sembrar lo menester.
Regar aquí y allá. Ya sabe, todo ese trabajo secundario y mecánico en el que yo
no puedo perder el tiempo.”
“Naturalmente.
Sé muy bien de lo que habla.”
“Eso
espero. No deseo otra cosa que el lector logre identificarse con mi
pensamiento. Sin fisuras ni equívocos.
“Es usted
todo un grafómano.”
“Pero ahora
le paso el testigo. Tiene usted toda mi confianza. Los informes que tengo en mi
poder lo conceptúan como un profesional muy eficaz.”
“Se lo
agradezco. No le defraudaré.”
“Estoy
convencido de ello.”
¿Cómo lo
quiere?”
“¿El qué?”
“El libro.”
“Ah... ¿Qué
cómo lo quiero? En el mejor estilo del Reader’s
Digest...”
“Entiendo.
¿Qué tal 900 dólares?”
“Está bien.
Pero ha de estar acabado para el Día de
Acción de Gracias. Es absolutamente imprescindible.”
“Hum... Eso
son veintiséis días...”
“¿Podrá
hacerlo?”
“Sí... si
no hay más remedio.”
“No lo
hay.”
“En ese
caso cuente con ello.”
“¿Necesita
dinero ahora?”
“Bastará
con un anticipo de 150 dólares.”
“Esta clase
de transacciones acostumbro a pagarlas en metálico. ¿No le importa, verdad?”
“En
absoluto. Es mejor así, por lo menos para mí.”
“En efecto,
nada de cheques.”
“Nada de
cheques.”
“Nos
entendemos a la perfección.”
“Este es un
trato entre caballeros.”
“Por
supuesto. Eso pensé desde el primer momento que lo vi: este hombre es un caballero.”
Pero
exactamente, ¿qué demonios querrá este buen hombre con esas prisas y el dinero
en la mano? ¿Meter el maldito libro por el culo vacío del pavo antes de asarlo?
Una vez,
muchos años después, escribió una falsa biografía. El tipo (o la tipa) pagó
complacid@. Pobre diabl@. Después, El Negro le entregó el abultado sobre de
papel manila lleno de billetes de veinte dólares a la vieja que le cuidaba y
alimentaba en su apartamento sin calefacción, al sur de… “Cuando se acabe el
dinero”, dijo agarrado a la botella de vodka y adormecido por la bruma a su
alrededor, “me despierta y volveremos a escribir.” Pero el tono de su voz no resultaba muy
comprometido. Bueno, se trataba de comer y, sobre todo, de beber... Y no para
olvidar; al contrario, para recordar en todo momento el hijo de perra en que se
había convertido. Eso era lo principal para mantenerse vivo: la abulia de sí
mismo, el secreto desprecio (la auténtica savia del sabio).
En 1969
los clichés todavía son aceptables.
¿Cómo si
no iban a creerles a los sucedáneos?
Escribe de
la mañana a la noche. No deja de hacerlo ni un solo día. El año que viene se le
habrán borrado las huellas dactilares de los dos dedos índices, y puede que de
alguno de los pulgares.
Es El
Machacador.
Es un tipo
profesional: el paquete de Pall Mall, el vaso medio lleno de “caóbico” bourbon,
una vieja máquina de escribir, los ojos hinchados, un cáncer en el pulmón
derecho, la prostatitis crónica, el hígado precirrótico… Pero… sería capaz, ¡ya
lo creo!, de escribir las memorias de un vendedor de aspiradoras de puerta a
puerta llamado Dick y a renglón seguido las del conserje nocturno del Chelsea
(anónimo), y todo eso sin perder la letra para concluir en dos meses, que son
más que suficientes, una novela apócrifa de Rex Stout luego de haber pateado
una docena de veces la calle 35 de parte a parte y echarse al coleto las seis
cervezas de rigor.
(Por entonces era un tipo listo que las veía venir. Si su
situación actual hubiese acaecido en aquellos años, y la cosa tuviese que resolverse
encima de un tablero de ajedrez, hubiera sido capaz de calcular el jaque mate
en 19 movimientos: el que iba a propinarle su contrincante en toda su jeta de
perdedor: ¡Al hoyo, negro!)
TEORÍA DE LA NOVELA DE LA TRIBU DE LOS LENAPE.
Sin
necesidad de una lupa hace tiempo que Urraca
Negra, desterrado en la reserva, descubrió que las novelas llamadas serias,
al igual que las de entretenimiento, se montan la gran mayoría de ellas a
través del armazón que constituyen entre sí la tríada sagrada del planteamiento,
nudo y desenlace; es decir, mediante una trama, unos personajes que la enredan
y van de acá para allá, se relacionan entre sí o se tropiezan o se matan o se
aman dentro de las cuatro esquinas de un mapa imaginario o real, que tanto da,
trazado en el Caribe, el antiguo París, el moderno Nueva York o en el Antártico
o en el Ártico o entrambos. Pero al contrario que las que procuran solaz
pasatiempo sin mayores miramientos, aquéllas, las de supuesta enjundia
literaria, aun valiéndose del jarabe planteamiento-
nudo-desenlace, más allá de las
legítimas pretensiones estilísticas y oficiosas, demuestran una ambición de
adentrarse en los aspectos formales y estructurales de lo textual, unas
preocupaciones por las estrategias narrativas y las mecánicas del funcionamiento
ficcional, que las distancian claramente de las otras de usar, leer y tirar (o
limpiarse el culo excretor con sus páginas). Las novelas serias y formales (y
además bien vestidas y presentables, educadas en colegios de pago y de familia
de posibles) se incursionan en las pulsiones del ser humano, hurgan en sus
deseos más ocultos, ahondan en sus temores irreprimibles y en sus angustias e
incertidumbres que de siempre lo han atenazado o atormentado al tiempo que, por
medio de la escritura, pretenden reflexionar con serena sabiduría sobre su
época (o recrear las pasadas historiándolas o aventurar las futuras
imaginándolas) y las circunstancias más complejas e intrincadas que a través de
diálogos atinados y acertadas descripciones arropan las acciones y pensamientos
de sus personajes, juguetes del destino y
antojo impune y omnisciente del
novelista. Las razones sentimentales, sociales, económicas, ideológicas,
psicológicas o… patológicas se revelan asimismo tan verosímiles, tan próximas
a nuestro propio acontecer, que se diría que han sido escritas por nosotros
mismos aun pertrechadas de unas peripecias increíbles las más de las veces pero
siempre trepidantes e irresistibles (y trascendentales como el yo encajado entre el esternón y las
costillas). Todo ello con objeto de que sean leídas por esa clase de lector que
se ha venido a llamar quizás equivocadamente “inteligente” y “culto”; en
definitiva, aquel lector que al socaire de la lectura entretenida aprecia por
encima de todo una “novela”, un “libro”, que le cuente adicionalmente “cosas interesantes” (?), que le diga “algo” (??),
que le haga “pensar” (???), que no todo se halle en el “disfrute” (????) de su
lectura, que le dignifique como ser humano (!!!!). Pues bien, Nos plugamos por la existencia y el
trabajo de individuos que no escriban novelas o pasatiempos, que no sean
novelistas ni contadores de historias apasionantes o emotivas, ingeniosas o
chapuceras, entretenidas, ambiciosas, memorables, plagiadas o magníficas,
reiteradas o novedosas; Nos abogamos
por tipos que escriban, con mayor o
peor estilo y fortuna, el algo, lo interesante, el decir, el pensar, lo adicional al cortejo de la ficción y
que, al no leerse en la escritura de las otras (línea a línea, hasta en negritas, superfluas) por su maga calidad
de tinta invisible, se le supone, se sobreentiende, se… adivina, se colige;
individuos que se muevan en lo virginal, en la blancura resplandeciente (que es
lo peligroso por inexplorado e inédito) que media entre línea y línea,
individuos que eviten toda invención del arte narratorio (gracia que, como la poesía a Cervantes, no quiso el
cielo darles) y que se entremetan en el algo,
que soslayen lo contatorio como se
dribla un puñetazo en la mandíbula, pues a la par que es de placentera y
entretenida naturaleza es industria efímera, que se precipiten en aquel
territorio salvaje donde nada pasa pero
todo cabe sólo con las armas de la palabra, la ocurrencia, el libre
discurrir y la arbitraria imaginación que sortea temeraria los modelos y las
reglas, lo canónico y lo repetido, el desarrollo cronológico y los diálogos
amaestrados y brillantes y efectivos, que desafíen a pecho descubierto el
desprecio y la hostilidad homicida del rostro pálido de ojos azules o
amarillos… ¡vengan los disparos del colt 45, del Winchester 73, de la Gran Berta,
de la Luger siniestra o de donde vinieren!
La mejor
máquina que jamás se inventó a favor de la literatura fue la proporcionada por
Tinguely: primero imprime tus folios y luego un agujero en su parte inferior
los engulle y los tritura.
Tendrían
que transcurrir treinta años para que El Negro Muerto de Hambre de ahora,
enredado en unas pocas decenas de folios de poca enjundia, pudiera convertirse
en El Negro Rico y Obeso que escribiera en un flamante ordenador portátil iMac allá
donde le apeteciese (playa dorada y azul tahitiana, acogedor apartamento en el
Manhattan del Upper East Side, azotea en el Transtevere, soñadora buhardilla
parisina…) las novelas que a todo famoso visitante de los platós de televisión
se le antojara publicar (la amante simpática del ministro, la santa esposa del
banquero, la madre del drogadicto suicida –se mató de un tiro en la boca
pecadora en un programa prime time-,
la presentadora fatua, el futbolista intelectual –si se me permite el borgiano
oxímoron-, el economista de prestigio, el cirujano de moda, el cantante
superfluo, el diputado inútil y absolutamente corrupto -si se me permite la
redundancia-, el artista plástico que necesitaba de modo imperioso certificarse
culturalmente más allá de unos cuadros de los que él mismo desconfiaba…)
Huía, al cabo.
De la realidad. Hasta de los sueños.
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