domingo, 29 de marzo de 2015

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“Pero con la soltura del impresionismo francés, al desgaire, como un boceto, como el dibujo a vuela pluma, sin retocar, como la acuarela más instantánea, sin “aliñar”, sin lamer como un hambriento desmedido las líneas y el claroscuro, los detalles… ¡Esa tosquedad del realismo más pedestre por refinado y minucioso! ¡Qué inútil estampa!
Deshazte de la puntuación, escarba en la misma sangre. Basta con media botella de Old Crow.
800 kilómetros de calles, miles de manzanas, de blocks repletos de edificios de oficinas y apartamentos, un museo de imágenes innúmeras, miles de sucesos cada semana, una historia que contar cada segundo, y millones de personas, tus semejantes (tan diferentes) que te rodean por doquier. Se envalentona, y piensa tratando de relajarse: la mayoría de ellos parecen sacados del Barnum Museum. La ciudad es un libro donde escarbar las noticias y las pequeñas crónicas diarias, un texto al que hay que traducir sin demasiada fidelidad. Un folio y medio cada quince días, una llamada a cobro revertido. Y el giro postal.
A rodar.
El es un tipo afortunado. No tiene úlcera de estómago. No se ha hartado de “cassoulets a la bordelesa”. No extravía los manuscritos así como así, a lo Lowry. No le han atropellado nunca. No se ha casado. No le aturde la fiebre (ni africana ni ninguna otra). Si tiene algún hijo lo ignora por completo. Es moderadamente alcohólico. Sólo tiene que trabajar para poder comer un par de veces al día y tener la suerte después de un día de perros de llegar a su apartamento sano y salvo, no más tarde de la medianoche, y dejarse caer en la cama como caen los calzoncillos en el cesto de la ropa sucia.
En lugar de personajes, mueve títulos, piezas musicales, obras de arte, autores, lugares, edificios, ciudades, ¡ideas!… como otros tipos de la pluma desplazan de novela a novela la pequeña o gran saga de sus criaturas inventadas, al igual que monsieur Honoré de Balzac (estafador) y míster William Faulkner (alcohólico).
Y tal vez, un día no demasiado lejano, logre vivir en un bonito apartamento cerca de Blomingdale’s, en alguno de esos elegantes  edificios de ladrillo blanco, en la planta 31 por ejemplo, donde desde la terraza ya es posible divisar una Nueva York más a mano, menos terrible en sus dimensiones, con una puerta de metal plateado a la entrada y una placa de noble bronce junto al timbre:
3117
NEGRO
Precio
a convenir
“¿Qué es esto?”
“El manuscrito de que hablamos.”
“Ya veo.”
“Necesita algunos retoques. Pero, en fin, yo no soy el experto. Ahora ya no es cosa mía.”
“Parece que ha escrito usted mucho. Se diría que copiosamente.”
“Me temo que sí. Habrá que podar, arrancar las malas hierbas... Sembrar lo menester. Regar aquí y allá. Ya sabe, todo ese trabajo secundario y mecánico en el que yo no puedo perder el tiempo.”
“Naturalmente. Sé muy bien de lo que habla.”
“Eso espero. No deseo otra cosa que el lector logre identificarse con mi pensamiento. Sin fisuras ni equívocos.
“Es usted todo un grafómano.”
“Pero ahora le paso el testigo. Tiene usted toda mi confianza. Los informes que tengo en mi poder lo conceptúan como un profesional muy eficaz.”
“Se lo agradezco. No le defraudaré.”
“Estoy convencido de ello.”
¿Cómo lo quiere?”
“¿El qué?”
“El libro.”
“Ah... ¿Qué cómo lo quiero? En el mejor estilo del Reader’s Digest...”
“Entiendo. ¿Qué tal 900 dólares?”
“Está bien. Pero ha de estar acabado para el Día de Acción de Gracias. Es absolutamente imprescindible.”
“Hum... Eso son veintiséis días...”
“¿Podrá hacerlo?”
“Sí... si no hay más remedio.”
“No lo hay.”
“En ese caso cuente con ello.”
“¿Necesita dinero ahora?”
“Bastará con un anticipo de 150 dólares.”
“Esta clase de transacciones acostumbro a pagarlas en metálico. ¿No le importa, verdad?”
“En absoluto. Es mejor así, por lo menos para mí.”
“En efecto, nada de cheques.”
“Nada de cheques.”
“Nos entendemos a la perfección.”
“Este es un trato entre caballeros.”
“Por supuesto. Eso pensé desde el primer momento que lo vi: este hombre es un caballero.”
Pero exactamente, ¿qué demonios querrá este buen hombre con esas prisas y el dinero en la mano? ¿Meter el maldito libro por el culo vacío del pavo antes de asarlo?
Una vez, muchos años después, escribió una falsa biografía. El tipo (o la tipa) pagó complacid@. Pobre diabl@. Después, El Negro le entregó el abultado sobre de papel manila lleno de billetes de veinte dólares a la vieja que le cuidaba y alimentaba en su apartamento sin calefacción, al sur de… “Cuando se acabe el dinero”, dijo agarrado a la botella de vodka y adormecido por la bruma a su alrededor, “me despierta y volveremos a escribir.” Pero  el tono de su voz no resultaba muy comprometido. Bueno, se trataba de comer y, sobre todo, de beber... Y no para olvidar; al contrario, para recordar en todo momento el hijo de perra en que se había convertido. Eso era lo principal para mantenerse vivo: la abulia de sí mismo, el secreto desprecio (la auténtica savia del sabio).
En 1969 los clichés todavía son aceptables.
¿Cómo si no iban a creerles a los sucedáneos?
Escribe de la mañana a la noche. No deja de hacerlo ni un solo día. El año que viene se le habrán borrado las huellas dactilares de los dos dedos índices, y puede que de alguno de los pulgares.
Es El Machacador.
Es un tipo profesional: el paquete de Pall Mall, el vaso medio lleno de “caóbico” bourbon, una vieja máquina de escribir, los ojos hinchados, un cáncer en el pulmón derecho, la prostatitis crónica, el hígado precirrótico… Pero… sería capaz, ¡ya lo creo!, de escribir las memorias de un vendedor de aspiradoras de puerta a puerta llamado Dick y a renglón seguido las del conserje nocturno del Chelsea (anónimo), y todo eso sin perder la letra para concluir en dos meses, que son más que suficientes, una novela apócrifa de Rex Stout luego de haber pateado una docena de veces la calle 35 de parte a parte y echarse al coleto las seis cervezas de rigor.
(Por entonces era un tipo listo que las veía venir. Si su situación actual hubiese acaecido en aquellos años, y la cosa tuviese que resolverse encima de un tablero de ajedrez, hubiera sido capaz de calcular el jaque mate en 19 movimientos: el que iba a propinarle su contrincante en toda su jeta de perdedor: ¡Al hoyo, negro!)
TEORÍA DE LA NOVELA DE LA TRIBU DE LOS LENAPE.
Sin necesidad de una lupa hace tiempo que Urraca Negra, desterrado en la reserva, descubrió que las novelas llamadas serias, al igual que las de entretenimiento, se montan la gran mayoría de ellas a través del armazón que constituyen entre sí la tríada sagrada del planteamiento, nudo y desenlace; es decir, mediante una trama, unos personajes que la enredan y van de acá para allá, se relacionan entre sí o se tropiezan o se matan o se aman dentro de las cuatro esquinas de un mapa imaginario o real, que tanto da, trazado en el Caribe, el antiguo París, el moderno Nueva York o en el Antártico o en el Ártico o entrambos. Pero al contrario que las que procuran solaz pasatiempo sin mayores miramientos, aquéllas, las de supuesta enjundia literaria, aun valiéndose del jarabe planteamiento- nudo-desenlace, más allá de las legítimas pretensiones estilísticas y oficiosas, demuestran una ambición de adentrarse en los aspectos formales y estructurales de lo textual, unas preocupaciones por las estrategias narrativas y las mecánicas del funcionamiento ficcional, que las distancian claramente de las otras de usar, leer y tirar (o limpiarse el culo excretor con sus páginas). Las novelas serias y formales (y además bien vestidas y presentables, educadas en colegios de pago y de familia de posibles) se incursionan en las pulsiones del ser humano, hurgan en sus deseos más ocultos, ahondan en sus temores irreprimibles y en sus angustias e incertidumbres que de siempre lo han atenazado o atormentado al tiempo que, por medio de la escritura, pretenden reflexionar con serena sabiduría sobre su época (o recrear las pasadas historiándolas o aventurar las futuras imaginándolas) y las circunstancias más complejas e intrincadas que a través de diálogos atinados y acertadas descripciones arropan las acciones y pensamientos de sus personajes, juguetes del destino y antojo impune y omnisciente  del novelista. Las razones sentimentales, sociales, económicas, ideológicas, psicológicas o… patológicas se revelan asimismo tan verosímiles, tan próximas a nuestro propio acontecer, que se diría que han sido escritas por nosotros mismos aun pertrechadas de unas peripecias increíbles las más de las veces pero siempre trepidantes e irresistibles (y trascendentales como el yo encajado entre el esternón y las costillas). Todo ello con objeto de que sean leídas por esa clase de lector que se ha venido a llamar quizás equivocadamente “inteligente” y “culto”; en definitiva, aquel lector que al socaire de la lectura entretenida aprecia por encima de todo una “novela”, un “libro”, que le cuente adicionalmente “cosas interesantes” (?), que le diga “algo” (??), que le haga “pensar” (???), que no todo se halle en el “disfrute” (????) de su lectura, que le dignifique como ser humano (!!!!). Pues bien, Nos plugamos por la existencia y el trabajo de individuos que no escriban novelas o pasatiempos, que no sean novelistas ni contadores de historias apasionantes o emotivas, ingeniosas o chapuceras, entretenidas, ambiciosas, memorables, plagiadas o magníficas, reiteradas o novedosas; Nos abogamos por tipos que escriban, con mayor o peor estilo y fortuna, el algo, lo interesante, el decir, el pensar, lo adicional al cortejo de la ficción y que, al no leerse en la escritura de las otras (línea a línea, hasta en negritas, superfluas) por su maga calidad de tinta invisible, se le supone, se sobreentiende, se… adivina, se colige; individuos que se muevan en lo virginal, en la blancura resplandeciente (que es lo peligroso por inexplorado e inédito) que media entre línea y línea, individuos que eviten toda invención del arte narratorio (gracia que, como la poesía a Cervantes, no quiso el cielo darles) y que se entremetan en el algo, que soslayen lo contatorio como se dribla un puñetazo en la mandíbula, pues a la par que es de placentera y entretenida naturaleza es industria efímera, que se precipiten en aquel territorio salvaje donde nada pasa pero todo cabe sólo con las armas de la palabra, la ocurrencia, el libre discurrir y la arbitraria imaginación que sortea temeraria los modelos y las reglas, lo canónico y lo repetido, el desarrollo cronológico y los diálogos amaestrados y brillantes y efectivos, que desafíen a pecho descubierto el desprecio y la hostilidad homicida del rostro pálido de ojos azules o amarillos… ¡vengan los disparos del colt 45, del Winchester 73, de la Gran Berta, de la Luger siniestra o de donde vinieren!
La mejor máquina que jamás se inventó a favor de la literatura fue la proporcionada por Tinguely: primero imprime tus folios y luego un agujero en su parte inferior los engulle y los tritura.
Tendrían que transcurrir treinta años para que El Negro Muerto de Hambre de ahora, enredado en unas pocas decenas de folios de poca enjundia, pudiera convertirse en El Negro Rico y Obeso que escribiera en un flamante ordenador portátil iMac allá donde le apeteciese (playa dorada y azul tahitiana, acogedor apartamento en el Manhattan del Upper East Side, azotea en el Transtevere, soñadora buhardilla parisina…) las novelas que a todo famoso visitante de los platós de televisión se le antojara publicar (la amante simpática del ministro, la santa esposa del banquero, la madre del drogadicto suicida –se mató de un tiro en la boca pecadora en un programa prime time-, la presentadora fatua, el futbolista intelectual –si se me permite el borgiano oxímoron-, el economista de prestigio, el cirujano de moda, el cantante superfluo, el diputado inútil y absolutamente corrupto -si se me permite la redundancia-, el artista plástico que necesitaba de modo imperioso certificarse culturalmente más allá de unos cuadros de los que él mismo desconfiaba…)
Huía, al cabo.
De la realidad. Hasta de los sueños.

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