viernes, 13 de marzo de 2015

8

32 años. Demasiado vieja para andar bromeando con las cosas de comer.
Dos décadas atrás Nancy W. (amiga del alma) se habría conformado con aprovisionarse una cultura aseada a base de las doradas píldoras de Will Durant, los fáciles comprimidos del Reader’s Digest y los todavía efectivos libros azules de Horatio Alger. Pero en esta Era de las Flores, que resulta que es la suya (aún), no podía haber elegido más acertado: del tiempo lo único que le interesa es que “pase” con sus malditos disfraces cuanto más efectivos y extravagantes mejor. A vivir, que son dos días.
Encuentro a Nancy W. en la librería de Ray, recién llegada de la costa Oeste. Del cuello a los pies le cuelga un vestido talar de algodón estampado de colores chillones. La verdad, no resulta feo, aunque algo escandaloso y del todo inapropiado para el invierno que nos azota en Nueva York. Lleva el cabello suelto, una melena larguísima y (me parece) algo sucia que casi le cubre el rostro enjuto y pálido. Sostiene del brazo un abrigo de lo que semeja piel de borrego teñida de tonos mermelada de ciruela. Al verme lo suelta en el suelo y, luego de un par de alaridos y risas histéricas, me besa en la boca ante el divertido silencio del librero. Nancy se echa para atrás, me mira de hito en hito, y no deja de proferir exclamaciones y de agitar las manos. En un gesto impulsivo, se quita el vistoso collar de pequeñas conchas marinas y guijarros que lleva alrededor del cuello y me lo regala. “Para ti, querida”, dice en un tono de voz extraño, que me hace mirarla como a una desconocida. Es quincallería comprada a los chicos y chicas de Telegraph Avenue, en Berkeley. Ya más calmada ella, iniciamos una conversación “normal”, con frecuencia entrecortada no obstante por sus ruidosas interjecciones. También ha comprado un montón de libros esotéricos, de misticismo oriental y de magia traídos directamente de las estanterías de Shambala, una librería muy de moda en Los Angeles. Tiene la pretensión de que Ray los adquiera a un precio conveniente. Éste los inspecciona sin poder reprimir una mueca de asco en su cara. No parece decidirse en un sentido u otro: meterlos de nuevo en el mugriento saco de arpillera donde han viajado hasta allí o colocarlos en el rincón más oscuro del escaparate y, una vez Nancy desaparezca por la puerta, retirarlos con premura a la caverna del sótano que resulta ser El Almacén de Libros Ilegibles e Imposibles. Delgada como un hilo, Nancy en su ayuno hippie no debe haber comido en cien años. O más. “Tengo miles de historias que contar”, confiesa. Curiosamente, apenas recuerdo nada de interés de cuanto relató de su estancia en San Francisco, durante la que ha conocido a decenas de genios y sabios maestros: “Durante semanas he estado durmiendo en un templo budista de Japantown, en el suelo, encima de una esterilla tan sólo. Meditaba, incluso durmiendo meditaba.” Lo dijo como si ello fuese el grado definitivo que le permite por fin sentirse distinta a los demás que no hemos salido de Nueva York en un trimestre. Al cabo de un rato se esconde debajo del horrible abrigo y se marcha como una exhalación: “Tengo un millón de cosas que hacer antes de volver a Frisco”, dice sin volver la cabeza, precipitándose a la calle, ya bajo la lluvia fría e  invernal, mientras se echa el saco (sin los libros) a la espalda. ¡Pobre Ray!
(¿Y él? Visiones muy propias, y su rara nomenclatura: ve cual una ráfaga a lo Van Gogh a una pelirroja ataviada con blusa amarilla que conduce un cadillac descapotable de chapa azul con el volante blanco y la tapicería de cuero color hueso bajo un cielo violeta entreverado de alargadas nubes verdes.
En los cincuenta el color es lo que cuenta: los mejores colores del mundo.
Y, ahora, ya son monedas de plata.
Lejos ya de La Era del Bronce…
Papá: a él se aferra como la única cosa cierta del mundo. En Saks de la Quinta Avenida mira todo aquello que le ha comprado por valor de tres millones de dólares, treinta millones de dólares. Quiere tanto a su padre que le hace daño. Nada es bastante para el jefe de la manada que les ha salvado la vida a las dos hijitas (no así a la madre, que cayó) huyendo de la Alemania nazi y una Europa en guerra. Finalmente, al llegar a casa con las manos vacías, medio dólar en el bolso y el corazón de huérfana, la pequeña Evchen llena de besos las mejillas hirsutas de este hombre santo ante la mirada fugitiva de la madrastra que huye de los afectos bastardos.
Por lo demás, La joven Hesse podía estar un millón de veces paseando arriba y abajo de la “Museum Mile”, días y días con sus ríos de gente y noches y noches con sus fantasmas: no la descubrías al sol, ni entre las sombras. Era inasible. Diríase. Sólo cerrando los ojos…
¿Y él? ¿El Tipo de la Underwood colgada del hombro como un apéndice siniestro?
Persigue un fantasma: nunca ha hecho otra cosa más real, más, digamos, consistente.
Y de momento, perdido por algún lado de los mil cien kilómetros del metro. Hay días que pasa horas eternas, hasta de angustia, sin saber salir del subsuelo, hombre rata alimentándose de desperdicios y despojos, de todos los malos olores y oscuridades de una Nueva York de los sesenta yaciente en el abismo.
Ella y su mundo son una historia al sol, lejos de sus penumbras de imaginativo y pordiosero intelectual en busca de gangas.
Mi querida Evchen, mi hijita, condenada…”
Él: “No es un símbolo… ¡nada de nada! Expresa lo que se ve.”
Luego: “No sé de dónde vienes, nada me importa adonde puedas ir. Estás aquí. Es todo. ¿Qué importa todo lo demás?
Ella: “Todo lo demás soy yo, y eso debería importarte.”
Ella es capaz de helarte con una sola mirada. 1969: se sabe muerta antes de tiempo. Han descubierto el tumor. Tú eres insignificante. Incapaz, anodino. Un testigo vano, inútil. Cuida tus palabras. Vas a sobrevivirla. Esa es toda tu actuación en esta historia, un figurante al que le sobra malicia y se enreda con las palabras por apartar de sí sus emociones. Sin embargo, de tus mentiras algo te exculpa el estupor que atenaza tu inteligencia: la indefensión y el miedo que sientes al igual que todos los condenados a vivir y ser testigo de las humanas dolencias y su final irrevocable antes o después. ¿A qué juega la naturaleza brutal con esa muerte a destiempo?
Un ser humano para esa naturaleza es como una planta, como un reptil, como el insecto que declara el aire.
Un accidente.
Nada de explicaciones ociosas. 
Veamos. Otoño 2013: la bruma en todo. Ya tiembla la esbeltez del álamo en los helados días. Pero mi trémula visión…
Cerebro. Cerebrum. Un kilo: unidad de masa tan arbitraria como otra cualquiera, tan precisa (1000 centímetros cúbicos de agua, a cuatro grados centígrados, encerrados en un cilindro). Un kilo y un centenar de gramos más. Tumor ahí adentro, en la calota craneal. ¿Dónde la fiesta: en el cerebelo, en las meninges, en el periostio, entre los huesos craneales…? ¿De qué diablillos hablamos: gliomas, meningiomas, sarcomas…? ¿Son residentes o hijos de la metástasis de excursión hasta la azotea provenientes de algunos de los sotanillos de abajo?
¿Cefaleas? Ni una, al menos previamente. Una mañana, en el estudio, náuseas y vómitos, un vértigo ligero.  Días después, todo parece más lento, hasta la ciudad parece enmudecer, el sol amarillo pálido, el aire quieto, el ruido amortiguado.
-Te noto muy contradictoria.
-Estoy nerviosa desde hace unos días.
-Sin embargo, ahora pareces muy tranquila.
-Sí, y no sé a qué es debido. En realidad, no tengo ganas de nada. Todo me es igual.
Semanas más tarde, narcolepsia, depresión. El delirio.
-¿Sabes? Voy a empezar una gran obra.
-Magnífico. ¿Cuándo empezamos?
Otras rarezas: a veces, él no entendía lo que ella decía; calculaba mal las distancias; perdía la memoria. Un día, comenzó a andar en diagonal, unos pasos oblicuos algo grotescos, y otro día, sin tropezar contra nada ni nadie, en plena calle, perdió el equilibrio y cayó al suelo como un fardo pesado, incapaz de levantarse; ofuscada, no parecía reconocerme a su lado, cuando intentaba levantarla de la sucia acera ante la mirada atónita, hasta cruel, de los otros transeúntes ocupados en sus propios cánceres, suicidios y ambiciones humanas (legítimas y frágiles, efímeras y patéticas, sobre todo necesarias) sin detener el paso.
-Doctor, un pájaro azul… -Etcétera.
La desgana: la voluntad hecha trizas. “Tengo sueño”, dice dándose la vuelta en la cama. Puede estar todo el día durmiendo, o sin dormir, pero yacente, indefensa mientras el día y la noche colorean las visiones tras los párpados cerrados. ¿Ella? ¡No es posible!
33 años, ¿qué has engendrado?: van a abrirte la cabeza, van a empezar a hurgar ahí adentro, en el templo sagrado.
¿Con quién has jodido?
Con Satanás.
Alumbras la muerte del Cristo, judía.
Antes.
Un millón de años atrás: el milagro. Ha escapado de la Alemania nazi.
Todavía con el albornoz y la toalla en una mano y el jabón en la otra se ha librado de las badeanstalten.
Ha saltado las vallas de los leichnkeller con sus alitas blancas de ángel hasta alcanzar el cielo impoluto de América.
No la ha chamuscado ningún einäscherungsöfen.
1939: USA. Su padre aún tuvo tiempo de comprar por setenta y cinco centavos un par de entradas para Feria Mundial de Nueva York, cuyos pabellones pintados se diseminaban por Meadows Flushing. En el pabellón de la Westinghouse, ultramoderno y dedicado al nuevo y sorprendente medio de comunicación de masas, la televisión, se ha dispuesto una cápsula del tiempo donde los visitantes pueden escribir sus nombres. La cápsula estaba destinada al año 6939.
En ese año Hesse, cadáver inmaterial en el planeta Tierra, se halla bien viva en U94 (el 13 de febrero de 6939, jueves, para ser exacto, a las cuatro de una tarde extrañamente cálida. Vestía una… una…).
Qué, ¿qué hay?
Nada, aquí, a un millón de años luz de la Tierra.
¡Van a abrir la cápsula!
Qué te parece…
 La ve un poco más vieja.
“Estás pálida”, le dice luego de examinarla de arriba abajo.
Caramba, si calculamos que han pasado más de cinco mil años desde la última vez que nos vimos en U81…
Pero en ningún momento podía ya desembarazarse del miedo, de la putrefacción que ocultaba el disfraz de su carne bella, cerúlea, lejana.
“Soy el mismo”, miente él.
“Yo, también”, miente ella.
El hombre del que se ha divorciado –y, ahora, ya innombrable- veinte años después de su muerte, en 1994, nos arroja a la cara estupefaciente el crimen de la infamia, de la sospecha cruel, pues no sabemos: “El artista que más influyó en ella fue Adolf Hitler.” Y continúa fumando en pipa, buen tabaco, denso, aromático: un escultor docente. Bien, ¿qué diablos significa eso, Din-don? ¿Un acuarelista aficionado al que finalmente el azar le dispensa la oportunidad de llevar a cabo la destrucción de millones de seres humanos puede proyectar un influjo benéfico?
¿Cómo pudo influirla?
Un silencio repentino, sobrecogedor, se desploma sobre los conversadores, que se miran unos a otros indefensos en su desconcierto, pues no acaban de descifrar el auténtico sentido de la confesión, dudan hasta de haber oído bien.
A fin de cuentas, se dice, aquel exterminador, como otros de igual calaña, fue un trémulo paisajista (colores apagados, tristes, mal encajada la imagen entrevista por sus ojos de no artista, unas aguadillas, malas acuarelas de minuciosidad aprendiza…)
Soñó con Hamburgo: las calles desiertas y negras del 33.
1933: quema de libros.
1943: quema de seres humanos vivos.
¿Podía esperarse otra cosa?
Ya en tiempos del Kaiser se retorcían los colmillos: Meschuggismus, eso es lo que provocan los artistas degenerados. Más expeditivo, un diario de Munich exigía la detención inmediata de Kandinsky, Klee, Marc, Macke… Bonita hoguera podría haberse erigido a los cielos negros de la noche con los cuerpos corruptos de gran parte de los integrantes de la Neue Sachlichkeit. El señor Goering sentaba cátedra ante el desafiante cuadro expresionista de la época: “Yo, como amante de la naturaleza, puedo asegurar que nunca he visto nada parecido en ella a este mamarracho.”  Pero sería el Sumo Sacerdote, el Gran Artista Genial de las Dos Mil Acuarelas, Praeceptor Germaniae Adolf Hitler quien grabó a fuego el Primer Mandamiento del Arte Oficial: se prohíbe expresamente a los artistas el uso de colores no percibidos en la naturaleza por un “ojo normal”: 4.000 obras de arte moderno (Kirchner, Barlach, Nolde, Kokoschka, Dix, Grosz, Corinth, Cézanne, Van Gogh, Pisarro, Picasso, Gauguin…) fueron quemadas en 1939 en el… ¡patio del cuartel de bomberos de Berlín!
Siempre nos quedarán los Fleischbeschau sin trampa ni cartón, espléndidas matronas de feliz carne femenina.
Y el Señor de Mein Kampf ya vigilará fusta en mano que nuestro gusto acabe bien enderezado y transitando por las fáciles sendas de Moritz von Schwind, el romántico Boecklin y las cordiales estampas de Waldmüller, Grutzner y Defregger y las apolíneas y estatuarias imágenes de Leni  Riefenstahl.
Tampoco es que el Führer le hiciera demasiados ascos a negociar sus bucólicas acuarelitas en los malos tiempos: buena parte de ellas se las compraba a diez coronas un judío vienés compasivo a fin de que el patético y ridículo aficionado ario, en los años previos a la Gran Guerra, pudiera llenar la panza.
Respecto a la política, Hesse…
Poco que contar.
La cuestión socio-política-económica le traía al fresco.
De hecho, utilizaba los diarios atrasados o del mismo día (ya manoseados por lecturas ajenas) para envolver objetos de uso probable en sus trabajos de estudio, pinceles sucios, cuchillas o clavos. Nunca observó que echara un vistazo ni siquiera a los titulares.
Entre otras cosas: espadas, dinero. Que se maten entre ellos.
Él ha decidido quedarse en Nueva York todo el tiempo que pueda. Hasta que el dinero se acabe (que acabará), o empiece a ganar algunos dólares con la maldita Underwood (le baila el tipo de la “o” como un saltimbanqui) que ha comprado de segunda mano en una travesía de Delancy Street. 
Reflexiona: no mendigues todavía.
Pernocta tres días en el apartamento de un compatriota (profesor de español en la N.Y. University) muy poco higiénico. Y no hablemos de su compañera, una inglesa de cabello largo y sucio que come con los dedos directamente de las latas de conserva. Al tercer día se escabulle con la maleta y la Underwood a cuestas.

Memorias de una Maleta
y una Underwood en Nueva York
por
David Grau

Febrero: Había llegado al aeropuerto Kennedy procedente de Madrid un sábado por la tarde, en torno a las cinco (hora local).
Se encuentra cansado e inquieto, con falta de sueño, no sabía exactamente si había rellenado bien el formulario de entrada y, al descender del avión, se le cayó el pasaporte a la pista y alguien lo pisoteó con una enorme bota justo por el lado de la fotografía. No quiso ni imaginar lo que iba a suceder resolviendo los trámites con los atrabiliarios funcionarios de Inmigración y Aduanas.
El cielo está gris. Pero hace menos frío del que esperaba. Su amigo, el profesor de español, monta guardia junto a una fila de taxis amarillos al otro lado de las puertas cristaleras. El viajero arrastra la pesada maleta hacia él, que no avanza ni un paso al verle renquear con el maldito bulto aún con el pasaporte entre los dientes.
Al día siguiente, domingo por la mañana temprano, dio un paseo alrededor de la zona del apartamento. Luego compró el New York Times, unos dos kilos y medio de papel por cincuenta centavos, y se metió en una cafetería desangelada y vacía de parroquianos. Un par de camareras, pelirrojas las dos (una de ellas, teñida, ahora bien, ¿cuál de las dos?), de ojos sombreados de violeta oscuro, uniformadas de azul celeste y blanco, se hallaban detrás de la barra, cerca de la entrada a la cocina, de la que surge una luz blanca de neón, pero sucia, como gastada. Le ignoran y tardan en atenderle. Con ojos esquinados hablaban en voz muy baja de sus cosas, de sus conspiraciones, de sus ascos. Y fuman tranquilamente cigarrillos mentolados (los huele desde su sitio). Supone él que de eso charlotean, de reivindicaciones laborales, aunque también podrían estar hablando de actricillas de cine o del deportista de moda o del primer polvo en el asiento trasero del buick. Se rascan las mejillas, la barbilla, un codo, miran aquí y allá menos al sitio donde se encuentra él, se cruzan de brazos, dan frenéticas caladas a los cigarrillos, no cesan de cuchichear, meten las manos en los grandes bolsillos del uniforme, cambian de postura, descansan sobre la otra pierna, encienden un nuevo cigarrillo... Al fin (siete minutos de reloj), sin moverse un ápice de donde parlotea con su compañera de desánimos, una de ellas le lanza una mirada interrogativa, hostil, que parece significar algo así como ¿qué quieres, gilipollas?:
-Chúpame la polla –-pide él (en español) educadamente.
-¿What?, le contesta (en inglés) esa una.
-Un café y un donut.
Eran los años aquellos cuando casi todo el menudeo se pagaba con fichas metálicas y unos miserables centavos, las camareras llevaban un gorrito gracioso y el agua de Nueva York, una ciudad gigantesca, sucia y estridente, era deliciosa y, a veces, gratis.
Durante cinco días le facilitan alojamiento: podría dormir en el sofá del apartamento del amigo español que trabajaba en la Universidad de Nueva York. Su pareja inglesa no había puesto impedimento, siempre que el asunto no se demorase (por Dios) más allá de ese plazo. Era comprensible. El apartamento medía menos de 40 metros cuadrados. Unas medias de nailon y otras prendas interiores de aspecto raído secándose en la barra de la ducha todavía explicaban mejor la situación.
El segundo día,a media tarde, llega extenuado al apartamento con dos periódicos, el Daily News (para envolver la ropa sucia que llevar a la lavandería) y el New York Times (para leer sentado), una botella de vino californiano, pan y queso.
El profesor, ausente, imparte su clase en la Universidad.
La inglesa, recién duchada, con el pelo mojado pegado al cráneo, mal tapada por un albornoz azul pálido que deja al descubierto sus piernas delgadas y muy blancas, las rodillas huesudas y rosadas, está sentada junto a la ventana. Come con los dedos muy despacio, directamente de una lata de carne en conserva. Al verle entrar dirige la mirada hacia él sin proferir palabra alguna. En seguida gira la cabeza y continúa observando a través del cristal el día frío, gris y sucio de afuera mientras mastica con lentitud y se limpia los dedos pringosos en el albornoz.
Le han bastado tres días.
En efecto:
La puerta del minúsculo dormitorio donde se hallan su amigo el profesor y la novia inglesa se ha abierto lentamente sin un quejumbre y deja ver el interior a la plena luz del día que penetra por la ventana sin visillos. La inglesa, flaca y pálida, completamente desnuda, desgarbada y huesuda, está arrodillada y le está haciendo una felación al profesor de español sentado al borde de la cama. El Espía Desprevenido tiene tiempo de observar los cabeceos hacia delante y atrás de la mujer, el perfil contraído del hombre que, en camiseta, tiene los calzoncillos enrollados sobre los tobillos y lleva puestos los calcetines, de color gris, le parece recordar. La imagen es de un patetismo desgarrador, hasta doloroso a esa hora matinal y luminosa. Se da la vuelta con sigilo y sale a la calle. Dos horas más tarde regresa a por sus cosas (es decir, en busca de  su maleta y La Máquina de Aladino). Ambos le sonríen al unísono aliviados, inocentes, y le acompañan solícitos hasta la salida asegurando que no corría tanta prisa (no corría tanta prisa, pero, hombre, no corría tanta prisa).
Ha elegido como solución provisional, hasta que alquile un apartamento en Queens (mucho más barato que en Manhattan), un hotel en la parte este de la calle 59, próximo al puente. Es un edificio de quince plantas de ladrillo de un tono quemado, sucio. Está bastante destartalado por dentro, aunque el suelo del pasillo está cubierto por una alfombra. Le han alojado en la octava planta. Paga 45 dólares a la semana, y el 5% de impuestos. Limpian la habitación y cambian las ásperas sábanas cada cinco días, pero todas las mañanas le proporcionan un juego de toallas limpias. Sin embargo, la palabra que acude a su mente desde que se ha instalado aquí es “sórdido”, aunque, bien mirado, contradice lo que realmente siente: está en un hotel (no en la puta calle), aún es relativamente joven, puede disimular el frío(no tiembles, cobarde)y aguantar el hambre que corroe su estómago (come codo, llorica cabrón), está en Nueva York (la capital del mundo..., etcétera, etcétera). La Underwood (¿o era la Corona Smith?), con sus millones de palabras, aguarda desafiante encima de la pequeña mesa junto a la ventana de guillotina (o de lamas, ya puestos en la piel de Marlowe o de Sam Spade o de...), hay miles de historias, crónicas y misceláneas debajo de sus teclas blancas o negras (a un nanosegundo de reflejo cerebral y la yema de los dedos índice), sólo hay que golpearlas, acariciarlas incluso, tan sólo eso. Sórdida sería otra situación: sin idioma, sin afeitar, sin ducha matinal, en absoluta soledad y contando hasta los quarters, sin hotel, sin máquina de escribir, a un paso de la calle, a un paso de la mudez, del silencio homicida, de la desnudez emigrante del otro mundo.
Empieza a caminar, ¡quejica!, y luego hazte con el Literary Market Place: tienes entre esas páginas cientos de agentes que podrían colocar algunos de tus trabajos por un par de cientos de dólares... ¡y conseguir una reputación!
Anoche, al volver de la cena en el restaurante griego Delos (pato en salsa con alubias, un vaso de vino californiano y ensalada de frutas, 2,25$), muy próximo al hotel, ha visto las primeras cucarachas, delgadas, marrones (tan distintas a las negras y brillantes españolas), escondiéndose veloces en el armario de la ropa... ¡Dios!: 
Tal vez uno comienza a beber de veras cuando descubre que no tiene ninguna ilusión por el porvenir. Entonces reniega del pasado y desprecia con estoicismo el presente que tampoco puede ofrecerle ya nada salvo la tortura del tiempo inmóvil y un futuro doliente cuesta abajo y peor que sus días de ahora, un desesperante silencio y un cuerpo que se resquebraja más y más en un país en el que el tacto del dedo de un matasanos (con el imprescindible estetoscopio al cuello) en tu piel cuesta (al contado) mil dólares:
Sea lo que fuere
Dios de la Literatura y las Bellas Artes
líbrame de las flophouses
de la botella de bourbon en la mano
de los tumbos entre cubos de basura
líbrame del mal y de la mierda
de la brumosa y harapienta y fétida pandilla
de Duane Hanson. 
(Amén.)
Una semana más tarde: luego de un par de llamadas telefónicas, alivia en parte la situación doméstica.
Durante dos días van a permitirle (sólo por compasión) dormir en un asqueroso rincón del loft que comparten una pareja de diseñadores gráficos madrileños en el socorrido West Village: “En cuanto amanezca te largas con la maleta a otro agujero. Trabajamos aquí y no queremos interrupciones de ninguna clase hasta la noche. Sólo entonces puedes regresar. Aunque procura solucionar tus asuntos lo más rápidamente posible.”
“Tengo una cita con Eva Hesse”, susurra El Esperanzado con una media sonrisa, hasta con complicidad. Su carta bajo la manga.
El otro le mira totalmente inexpresivo.
“Qué interesante.”
¿Qué tal escribimos en inglés?
Y hasta en chino con pincel de pelo de marta si preciso fuera.
Consigue de forma inexplicable un trabajo temporal como documentalista para una decena de columnistas de agencia. Eso balbuceó el tipo del departamento de personal: finalmente (eso lo especificó), él mismo ha de escribir algunos de los textos basándose en los documentos que selecciona. Una pequeña cantidad adicional a lo acordado mitiga su irritación. En todo caso, presenta los folios redactados llenos de trampas y un acróstico ofensivo y delator.
“¿Qué tal un centavo más? Estoy seguro de que en un par de meses escribiré mejor en inglés que en español.”
¡Ya lo hace: resulta misterioso, y hasta muy  intrigante!
Los idiomas, todos, son tu pensamiento.
¡Y puede que consiga hasta 2.000 pavos por un relato, más la llave del lavabo de caballeros!
En fin, haciéndose hueco prosista entre Cheever, Salinger y Updike y un poco de Mailer (¡ojito con Hemingway!).
Hace mil años podías alquilar una buhardilla con tragaluz en pleno centro de Manhattan sólo con el compromiso de barrer dos veces por semana el portal del edificio y vaciar las bolsas de basura en el cubo de la calle. Ahora, los marchantes de hombres te envían a lo más oscuro del Bronx, a la periferia de Queens o a alguna calleja de ratas de Brooklyn. Aquí se viene a triunfar; a los demás, se les empuja al borde mismo de la ciudad, al filo del abismo. Al agujero.
“No nos ahorres peligros, pero sálvanos de todos ellos.”
Jennie aún tardará un mes en llegar a Nueva York desde Portugal. Tiempo suficiente para que él se muera de hambre.
Mientras tanto, es un vagabundo taciturno sin perspectiva temiendo a cada momento que al final del día le atropelle un maldito yellow cab conducido por un ruso medio borracho.
O un triste final parecido: más tarde o más temprano los tipos de Inmigración se fijan en ti: hasta tu definitiva expulsión acabas en un Centro de Detención perfectamente simulado como si fuera un colegio entre dos grises manzanas de un barrio proletario de Queens.
Es Navidad en El Parque.
El Hombre Solitario bebe.
¿Qué bebes?
Ponche de una receta especial (WF.): manzanas, whisky, borgoña seco y soda, todo ello enfriado abundantemente con trozos de hielo.
Ceñudo, mira a su alrededor en el parque amarillo y vacío. Sorbe (invisiblemente).
Sus asuntos no tienen viso de solucionarse lo más rápidamente posible, de modo que pagar un “precio” ya es inevitable si quiere escapar del peaje de los hoteles o dormir gratis en apartamentos y almacenes en compañía de ratas y cucarachas. O todavía peor: claudicar en un albergue de la YMCA del que probablemente no se desprenda del olor a podrido, a fracasado (a muerto) en mil años. O no salga jamás.
Arrienda un apartamento en Queens (precisamente), en las inmediaciones de Jackson Heights, por desgracia demasiado cerca del aeropuerto. Baño, dormitorio-salón y un fogón mínimo y una pila junto a la pared: 30 metros cuadrados. 125 dólares al mes, impuestos incluidos. Cada vez que el ruido sordo y prolongado de un avión (a intervalos de cinco minutos) sobrevuela por encima del edificio comienza inexplicablemente a chorrear agua del grifo de la pila. La única ventana, de una sola hoja de guillotina, sin cortinas, da a una calle bastante ancha, pero sin árboles. Una calle gris  que cruzan de cuando en cuando transeúntes lentos y sigilosos, apenas perceptibles, fugitivos, como sombras proyectadas por otros seres invisibles.
Dos semanas después:
Llama a España desde la centralita de un hotel cercano al apartamento. Tiene que conseguir más colaboraciones. Necesita dinero. “Veremos lo que puede hacerse”, dicen al otro lado del hilo, sofocando las risas. “Lo que sea, aunque no lo firme yo”, suplica. “Ah, bueno, en ese caso...” alienta la voz convencida.
Al cabo de diez días  recibe una carta de una obscenidad familiar.   Escribirá crónicas desde Nueva York que firmará un periodista y escritor de postín sin moverse de su casa llena de tapices y esculturas antiguas, de altos techos con escocia, en el Madrid de los Austria, a dos pasos del Botánico y a tres de los chaperos del Retiro. Al final del texto se añade una apostilla manuscrita con estilográfica, de hermosa letra curva y azul: “Dramatízalas un poco”, aconseja el futuro firmante de las crónicas, viejo y perfumado escritor ateneísta y bujarrón clandestino que vive de las rentas.
Jennie en Nueva York.
El lazarillo mecánico.
Salvado.
Ahora, todo el tiempo del mundo.
¿Cuál es su vida cotidiana?
Ver lo que piensa.
Las imágenes.
La ordenación interior.
Empieza a tergiversar. Sólo ve lo que piensa.
Mal hecho.
Debería pensar lo que ve.
“Lo único que me interesa de la Quinta Avenida es la librería de Scribner’s.”
Frasecitas así cree que justifican su paso por este mundo traidor. Pero ese es su paraguas contra las amenazas y cielos sombríos que descargarán sobre su cabeza.
“También, tal vez, el río de gente que transita la avenida… Incesante, variopinta, poliédrica… Soy uno más, con derecho al anonimato.”
Yeats (Raymond Theodore):
Encomiéndate a san James Lackington, librero y protector, que ya en el siglo XVIII se negaba a destruir los libros no vendidos y los saldaba a bajo precio en The Temple of the Muses “puesto que todo el mundo tenía derecho a leerlos.”
Qué interesante.
En Nueva York todo el mundo escribe en hojas de color amarillo.
Esto del amarillo empieza a ser intrigante, un rompecabezas a lo van gogh.
Se compra un mazo de hojas de ese color, como el que se compra una nueva cortadora de césped o un braguero para la hernia.
No nota ninguna diferencia: la tinta se escurre… ¡escabulle los significados!
¿Significados…? Dibujos.
“Escribir, si…”, se dice.
¿En chino?
¡Qué cuento!
En inglés y en español. Qué más da, confiesa finalmente: yo sólo soy Treinta Monedas.
¿Cómo se aprende a escribir?:
redactando prospectos de farmacia
escribiendo tesis doctorales
escribiendo discursos para El Ferretero del Año
elaborando informes comerciales
detallando idas y venidas de la adúltera
enumerando los dispendios y  las trapisondas secretas del socio
consignando los gastos del político
corrigiendo los manuscritos de escritores célebres (y vagos)
escribiendo anuncios publicitarios de bicicletas
exaltando las excelencias de las sopas de bote
en los paperoles
en la biblioteca Alderman
en los diarios de los pobres diablos de escritores muertos
leyendo horrorizado las atrocidades que custodia la biblioteca Burlington
espigando en la universidad de Texas
en la de Wisconsin…
en la de…

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