32 años. Demasiado vieja para andar bromeando con las
cosas de comer.
Dos
décadas atrás Nancy W. (amiga del alma) se habría conformado con aprovisionarse
una cultura aseada a base de las doradas píldoras de Will Durant, los fáciles
comprimidos del Reader’s Digest y los
todavía efectivos libros azules de Horatio Alger. Pero en esta Era de las
Flores, que resulta que es la suya (aún),
no podía haber elegido más acertado: del tiempo lo único que le interesa es que
“pase” con sus malditos disfraces cuanto más efectivos y extravagantes mejor. A
vivir, que son dos días.
Encuentro a Nancy
W. en la librería de Ray, recién llegada de la costa Oeste. Del cuello a los
pies le cuelga un vestido talar de algodón estampado de colores chillones. La
verdad, no resulta feo, aunque algo escandaloso y del todo inapropiado
para el invierno que nos azota en Nueva York. Lleva el cabello suelto, una
melena larguísima y (me parece) algo sucia que casi le cubre el rostro enjuto y
pálido. Sostiene del brazo un abrigo de lo que semeja piel de borrego teñida de
tonos mermelada de ciruela. Al verme lo suelta en el suelo y, luego de un par
de alaridos y risas histéricas, me besa en la boca ante el divertido silencio
del librero. Nancy se echa para atrás, me mira de hito en hito, y no deja de
proferir exclamaciones y de agitar las manos. En un gesto impulsivo, se quita
el vistoso collar de pequeñas conchas marinas y guijarros que lleva alrededor
del cuello y me lo regala. “Para ti, querida”, dice en un tono de voz extraño,
que me hace mirarla como a una desconocida. Es quincallería comprada a los
chicos y chicas de Telegraph Avenue,
en Berkeley. Ya más calmada ella, iniciamos una conversación “normal”, con
frecuencia entrecortada no obstante por sus ruidosas interjecciones. También ha
comprado un montón de libros esotéricos, de misticismo oriental y de magia
traídos directamente de las estanterías de Shambala, una librería muy de moda en Los Angeles. Tiene la pretensión de que Ray los adquiera a un precio conveniente.
Éste los inspecciona sin poder reprimir una mueca de asco en su cara. No parece
decidirse en un sentido u otro: meterlos de nuevo en el mugriento saco de
arpillera donde han viajado hasta allí o colocarlos en el rincón más oscuro del
escaparate y, una vez Nancy desaparezca por la puerta, retirarlos con premura a
la caverna del sótano que resulta ser El Almacén de Libros Ilegibles e
Imposibles. Delgada como un hilo, Nancy en su ayuno hippie no debe haber comido
en cien años. O más. “Tengo miles de historias que contar”, confiesa.
Curiosamente, apenas recuerdo nada de interés de cuanto relató de su estancia
en San Francisco, durante la que ha
conocido a decenas de genios y
sabios maestros: “Durante semanas he
estado durmiendo en un templo budista de Japantown, en el suelo, encima de una esterilla tan sólo. Meditaba, incluso
durmiendo meditaba.” Lo dijo como si ello fuese el grado definitivo que le
permite por fin sentirse distinta a los demás que no hemos salido de
Nueva York en un trimestre. Al cabo de un rato se esconde debajo del horrible
abrigo y se marcha como una exhalación: “Tengo un millón de cosas que hacer
antes de volver a Frisco”, dice sin
volver la cabeza, precipitándose a la calle, ya bajo la lluvia fría e invernal, mientras se echa el saco (sin los
libros) a la espalda. ¡Pobre Ray!
(¿Y él?
Visiones muy propias, y su rara nomenclatura: ve cual una ráfaga a lo Van Gogh
a una pelirroja ataviada con blusa amarilla que conduce un cadillac
descapotable de chapa azul con el volante blanco y la tapicería de cuero color
hueso bajo un cielo violeta entreverado de alargadas nubes verdes.
En los
cincuenta el color es lo que cuenta: los mejores colores del mundo.
Y, ahora,
ya son monedas de plata.
Lejos ya
de La Era del Bronce…
Papá: a él
se aferra como la única cosa cierta del mundo. En Saks de la Quinta Avenida
mira todo aquello que le ha comprado por valor de tres millones de dólares,
treinta millones de dólares. Quiere tanto a su padre que le hace daño. Nada es
bastante para el jefe de la manada que les ha salvado la vida a las dos hijitas
(no así a la madre, que cayó) huyendo
de la Alemania nazi y una Europa en guerra. Finalmente, al llegar a casa con
las manos vacías, medio dólar en el bolso y el corazón de huérfana, la pequeña Evchen llena de besos las mejillas
hirsutas de este hombre santo ante la mirada fugitiva de la madrastra que huye
de los afectos bastardos.
Por lo
demás, La joven Hesse podía estar un millón de veces paseando arriba y abajo de
la “Museum Mile”, días y días con sus ríos de gente y noches y noches con sus
fantasmas: no la descubrías al sol, ni entre las sombras. Era inasible.
Diríase. Sólo cerrando los ojos…
¿Y él? ¿El
Tipo de la Underwood colgada del hombro como un apéndice siniestro?
Persigue
un fantasma: nunca ha hecho otra cosa más real, más, digamos, consistente.
Y de momento, perdido por algún lado de los mil cien
kilómetros del metro. Hay días que pasa horas eternas, hasta de angustia, sin
saber salir del subsuelo, hombre rata alimentándose de desperdicios y despojos,
de todos los malos olores y oscuridades de una Nueva York de los sesenta
yaciente en el abismo.
Ella y su mundo son una historia al sol, lejos de sus
penumbras de imaginativo y pordiosero intelectual en busca de gangas.
“Mi querida Evchen, mi hijita, condenada…”
Él: “No es
un símbolo… ¡nada de nada! Expresa lo que se ve.”
Luego: “No sé de dónde vienes, nada me importa adonde
puedas ir. Estás aquí. Es todo. ¿Qué importa todo lo demás?
Ella:
“Todo lo demás soy yo, y eso debería importarte.”
Ella es capaz de helarte con una sola mirada. 1969: se
sabe muerta antes de tiempo. Han descubierto el tumor. Tú eres insignificante.
Incapaz, anodino. Un testigo vano, inútil. Cuida tus palabras. Vas a
sobrevivirla. Esa es toda tu actuación en esta historia, un figurante al que le
sobra malicia y se enreda con las palabras por apartar de sí sus emociones. Sin
embargo, de tus mentiras algo te exculpa el estupor que atenaza tu
inteligencia: la indefensión y el miedo que sientes al igual que todos los
condenados a vivir y ser testigo de las humanas dolencias y su final
irrevocable antes o después. ¿A qué juega la naturaleza brutal con esa muerte a
destiempo?
Un ser humano para esa naturaleza es como una planta,
como un reptil, como el insecto que declara el aire.
Un
accidente.
Nada de
explicaciones ociosas.
Veamos.
Otoño 2013: la bruma en todo. Ya tiembla la esbeltez del álamo en los helados
días. Pero mi trémula visión…
Cerebro. Cerebrum. Un kilo: unidad de masa tan
arbitraria como otra cualquiera, tan precisa (1000 centímetros cúbicos de agua,
a cuatro grados centígrados, encerrados en un cilindro). Un kilo y un centenar
de gramos más. Tumor ahí adentro, en la calota craneal. ¿Dónde la fiesta: en el
cerebelo, en las meninges, en el periostio, entre los huesos craneales…? ¿De qué
diablillos hablamos: gliomas, meningiomas, sarcomas…? ¿Son residentes o hijos
de la metástasis de excursión hasta la azotea provenientes de algunos de los
sotanillos de abajo?
¿Cefaleas?
Ni una, al menos previamente. Una mañana, en el estudio, náuseas y vómitos, un
vértigo ligero. Días después, todo
parece más lento, hasta la ciudad parece enmudecer, el sol amarillo pálido, el
aire quieto, el ruido amortiguado.
-Te noto
muy contradictoria.
-Estoy
nerviosa desde hace unos días.
-Sin
embargo, ahora pareces muy tranquila.
-Sí, y no
sé a qué es debido. En realidad, no tengo ganas de nada. Todo me es igual.
Semanas
más tarde, narcolepsia, depresión. El delirio.
-¿Sabes?
Voy a empezar una gran obra.
-Magnífico.
¿Cuándo empezamos?
Otras
rarezas: a veces, él no entendía lo que ella decía; calculaba mal las
distancias; perdía la memoria. Un día, comenzó a andar en diagonal, unos pasos
oblicuos algo grotescos, y otro día, sin tropezar contra nada ni nadie, en
plena calle, perdió el equilibrio y cayó al suelo como un fardo pesado, incapaz
de levantarse; ofuscada, no parecía reconocerme a su lado, cuando intentaba
levantarla de la sucia acera ante la mirada atónita, hasta cruel, de los otros
transeúntes ocupados en sus propios cánceres, suicidios y ambiciones humanas
(legítimas y frágiles, efímeras y patéticas, sobre todo necesarias) sin detener
el paso.
-Doctor,
un pájaro azul… -Etcétera.
La
desgana: la voluntad hecha trizas. “Tengo sueño”, dice dándose la vuelta en la
cama. Puede estar todo el día durmiendo, o sin dormir, pero yacente, indefensa
mientras el día y la noche colorean las visiones tras los párpados cerrados.
¿Ella? ¡No es posible!
33 años,
¿qué has engendrado?: van a abrirte la cabeza, van a empezar a hurgar ahí
adentro, en el templo sagrado.
¿Con quién
has jodido?
Con
Satanás.
Alumbras
la muerte del Cristo, judía.
Antes.
Un millón
de años atrás: el milagro. Ha escapado de la Alemania nazi.
Todavía
con el albornoz y la toalla en una mano y el jabón en la otra se ha librado de
las badeanstalten.
Ha saltado
las vallas de los leichnkeller con
sus alitas blancas de ángel hasta alcanzar el cielo impoluto de América.
No la ha
chamuscado ningún einäscherungsöfen.
1939: USA.
Su padre aún tuvo tiempo de comprar por setenta y cinco centavos un par de
entradas para Feria Mundial de Nueva York, cuyos pabellones pintados se
diseminaban por Meadows Flushing. En el pabellón de la Westinghouse,
ultramoderno y dedicado al nuevo y sorprendente medio de comunicación de masas,
la televisión, se ha dispuesto una cápsula del tiempo donde los visitantes
pueden escribir sus nombres. La cápsula estaba destinada al año 6939.
En ese año
Hesse, cadáver inmaterial en el planeta Tierra, se halla bien viva en U94 (el
13 de febrero de 6939, jueves, para ser exacto, a las cuatro de una tarde
extrañamente cálida. Vestía una… una…).
Qué, ¿qué
hay?
Nada,
aquí, a un millón de años luz de la Tierra.
¡Van a
abrir la cápsula!
Qué te
parece…
La ve un poco más vieja.
“Estás
pálida”, le dice luego de examinarla de arriba abajo.
Caramba,
si calculamos que han pasado más de cinco mil años desde la última vez que nos
vimos en U81…
Pero en
ningún momento podía ya desembarazarse del miedo, de la putrefacción que
ocultaba el disfraz de su carne bella, cerúlea, lejana.
“Soy el
mismo”, miente él.
“Yo,
también”, miente ella.
El hombre
del que se ha divorciado –y, ahora, ya innombrable- veinte años después de su
muerte, en 1994, nos arroja a la cara estupefaciente el crimen de la infamia,
de la sospecha cruel, pues no sabemos: “El artista que más influyó en ella fue
Adolf Hitler.” Y continúa fumando en pipa, buen tabaco, denso, aromático: un
escultor docente. Bien, ¿qué diablos significa eso, Din-don? ¿Un acuarelista
aficionado al que finalmente el azar le dispensa la oportunidad de llevar a
cabo la destrucción de millones de seres humanos puede proyectar un influjo
benéfico?
¿Cómo pudo
influirla?
Un
silencio repentino, sobrecogedor, se desploma sobre los conversadores, que se
miran unos a otros indefensos en su desconcierto, pues no acaban de descifrar
el auténtico sentido de la confesión, dudan hasta de haber oído bien.
A fin de
cuentas, se dice, aquel exterminador, como otros de igual calaña, fue un
trémulo paisajista (colores apagados, tristes, mal encajada la imagen
entrevista por sus ojos de no artista, unas aguadillas, malas acuarelas de
minuciosidad aprendiza…)
Soñó con Hamburgo: las
calles desiertas y negras del 33.
1933: quema de libros.
1943: quema de seres
humanos vivos.
¿Podía esperarse otra cosa?
Ya en tiempos del
Kaiser se retorcían los colmillos: Meschuggismus,
eso es lo que provocan los artistas degenerados. Más expeditivo, un diario de
Munich exigía la detención inmediata de Kandinsky, Klee, Marc, Macke… Bonita
hoguera podría haberse erigido a los cielos negros de la noche con los cuerpos
corruptos de gran parte de los integrantes de la Neue Sachlichkeit.
El señor Goering sentaba cátedra ante el desafiante cuadro expresionista de la
época: “Yo, como amante de la naturaleza, puedo asegurar que nunca he visto
nada parecido en ella a este mamarracho.”
Pero sería el Sumo Sacerdote, el Gran Artista Genial de las Dos Mil
Acuarelas, Praeceptor Germaniae Adolf
Hitler quien grabó a fuego el Primer Mandamiento del Arte Oficial: se prohíbe
expresamente a los artistas el uso de colores no percibidos en la naturaleza
por un “ojo normal”: 4.000 obras de arte moderno (Kirchner, Barlach, Nolde,
Kokoschka, Dix, Grosz, Corinth, Cézanne, Van Gogh, Pisarro, Picasso, Gauguin…)
fueron quemadas en 1939 en el… ¡patio del cuartel de bomberos de Berlín!
Siempre nos quedarán
los Fleischbeschau sin trampa ni
cartón, espléndidas matronas de feliz carne femenina.
Y el Señor de Mein Kampf ya vigilará fusta en mano que
nuestro gusto acabe bien enderezado y transitando por las fáciles sendas de
Moritz von Schwind, el romántico Boecklin y las cordiales estampas de
Waldmüller, Grutzner y Defregger y las apolíneas y estatuarias imágenes de
Leni Riefenstahl.
Tampoco es que el Führer le hiciera demasiados ascos a
negociar sus bucólicas acuarelitas en los malos tiempos: buena parte de ellas
se las compraba a diez coronas un judío vienés compasivo a fin de que el
patético y ridículo aficionado ario, en los años previos a la Gran Guerra,
pudiera llenar la panza.
Respecto a
la política, Hesse…
Poco que
contar.
La
cuestión socio-política-económica le traía al fresco.
De hecho,
utilizaba los diarios atrasados o del mismo día (ya manoseados por lecturas
ajenas) para envolver objetos de uso probable en sus trabajos de estudio,
pinceles sucios, cuchillas o clavos. Nunca observó que echara un vistazo ni
siquiera a los titulares.
Entre
otras cosas: espadas, dinero. Que se maten entre ellos.
Él ha
decidido quedarse en Nueva York todo el tiempo que pueda. Hasta que el dinero
se acabe (que acabará), o empiece a ganar algunos dólares con la maldita
Underwood (le baila el tipo de la “o” como un saltimbanqui) que ha comprado de
segunda mano en una travesía de Delancy Street.
Reflexiona:
no mendigues todavía.
Pernocta tres días en el apartamento de un compatriota
(profesor de español en la N.Y. University) muy poco higiénico. Y no hablemos
de su compañera, una inglesa de cabello largo y sucio que come con los dedos
directamente de las latas de conserva. Al tercer día se escabulle con la maleta
y la Underwood a cuestas.
Memorias de
una Maleta
y una Underwood
en Nueva York
por
David Grau
Febrero:
Había llegado al aeropuerto Kennedy procedente de Madrid un sábado por la
tarde, en torno a las cinco (hora local).
Se
encuentra cansado e inquieto, con falta de sueño, no sabía exactamente si había
rellenado bien el formulario de entrada y, al descender del avión, se le cayó
el pasaporte a la pista y alguien lo pisoteó con una enorme bota justo por el
lado de la fotografía. No quiso ni imaginar lo que iba a suceder resolviendo
los trámites con los atrabiliarios funcionarios de Inmigración y Aduanas.
El cielo
está gris. Pero hace menos frío del que esperaba. Su amigo, el profesor de
español, monta guardia junto a una fila de taxis amarillos al otro lado de las
puertas cristaleras. El viajero arrastra la pesada maleta hacia él, que no
avanza ni un paso al verle renquear con el maldito bulto aún con el pasaporte
entre los dientes.
Al día
siguiente, domingo por la mañana temprano,
dio un paseo alrededor de la zona del apartamento. Luego compró el New York Times, unos dos kilos y medio
de papel por cincuenta centavos, y se metió en una cafetería desangelada y
vacía de parroquianos. Un par de camareras, pelirrojas las dos (una de ellas,
teñida, ahora bien, ¿cuál de las dos?), de ojos sombreados de violeta oscuro, uniformadas
de azul celeste y blanco, se hallaban detrás de la barra, cerca de la entrada a
la cocina, de la que surge una luz blanca de neón, pero sucia, como gastada. Le
ignoran y tardan en atenderle. Con ojos esquinados hablaban en voz muy baja de
sus cosas, de sus conspiraciones, de sus ascos. Y fuman tranquilamente
cigarrillos mentolados (los huele desde su sitio). Supone él que de eso
charlotean, de reivindicaciones laborales, aunque también podrían estar
hablando de actricillas de cine o del deportista de moda o del primer polvo en
el asiento trasero del buick. Se
rascan las mejillas, la barbilla, un codo, miran aquí y allá menos al sitio
donde se encuentra él, se cruzan de brazos, dan frenéticas caladas a los
cigarrillos, no cesan de cuchichear, meten las manos en los grandes bolsillos
del uniforme, cambian de postura, descansan sobre la otra pierna, encienden un
nuevo cigarrillo... Al fin (siete minutos de reloj), sin moverse un ápice de
donde parlotea con su compañera de desánimos, una de ellas le lanza una mirada
interrogativa, hostil, que parece significar algo así como ¿qué quieres, gilipollas?:
-Chúpame la polla –-pide él (en español)
educadamente.
-¿What?, le contesta (en inglés) esa una.
-Un café y
un donut.
Eran los
años aquellos cuando casi todo el menudeo se pagaba con fichas metálicas y unos
miserables centavos, las camareras llevaban un gorrito gracioso y el agua de
Nueva York, una ciudad gigantesca, sucia y estridente, era deliciosa y, a
veces, gratis.
Durante
cinco días le facilitan alojamiento: podría dormir en el sofá del apartamento
del amigo español que trabajaba en la Universidad de Nueva York. Su pareja
inglesa no había puesto impedimento, siempre que el asunto no se demorase (por
Dios) más allá de ese plazo. Era comprensible. El apartamento medía menos de 40
metros cuadrados. Unas medias de nailon y otras prendas interiores de aspecto
raído secándose en la barra de la ducha todavía explicaban mejor la situación.
El segundo
día,a media tarde, llega extenuado al apartamento con dos periódicos, el Daily News (para envolver la ropa sucia
que llevar a la lavandería) y el New York
Times (para leer sentado), una botella de vino californiano, pan y queso.
El
profesor, ausente, imparte su clase en la Universidad.
La inglesa,
recién duchada, con el pelo mojado pegado al cráneo, mal tapada por un albornoz
azul pálido que deja al descubierto sus piernas delgadas y muy blancas, las
rodillas huesudas y rosadas, está sentada junto a la ventana. Come con los
dedos muy despacio, directamente de una lata de carne en conserva. Al verle
entrar dirige la mirada hacia él sin proferir palabra alguna. En seguida gira
la cabeza y continúa observando a través del cristal el día frío, gris y sucio
de afuera mientras mastica con lentitud y se limpia los dedos pringosos en el
albornoz.
Le han
bastado tres días.
En efecto:
La puerta del
minúsculo dormitorio donde se hallan su amigo el profesor y la novia inglesa se
ha abierto lentamente sin un quejumbre y deja ver el interior a la plena luz
del día que penetra por la ventana sin visillos. La inglesa, flaca y pálida,
completamente desnuda, desgarbada y huesuda, está arrodillada y le está
haciendo una felación al profesor de español sentado al borde de la cama. El
Espía Desprevenido tiene tiempo de observar los cabeceos hacia delante y atrás
de la mujer, el perfil contraído del hombre que, en camiseta, tiene los
calzoncillos enrollados sobre los tobillos y lleva puestos los calcetines, de
color gris, le parece recordar. La imagen es de un patetismo desgarrador, hasta
doloroso a esa hora matinal y luminosa. Se da la vuelta con sigilo y sale a la
calle. Dos horas más tarde regresa a por sus cosas (es decir, en busca de su maleta y La Máquina de Aladino). Ambos le
sonríen al unísono aliviados, inocentes, y le acompañan solícitos hasta la
salida asegurando que no corría tanta prisa (no corría tanta prisa, pero,
hombre, no corría tanta prisa).
Ha elegido
como solución provisional, hasta que alquile un apartamento en Queens (mucho
más barato que en Manhattan), un hotel en la parte este de la calle 59, próximo
al puente. Es un edificio de quince plantas de ladrillo de un tono quemado,
sucio. Está bastante destartalado por dentro, aunque el suelo del pasillo está
cubierto por una alfombra. Le han alojado en la octava planta. Paga 45 dólares
a la semana, y el 5% de impuestos. Limpian la habitación y cambian las ásperas
sábanas cada cinco días, pero todas las mañanas le proporcionan un juego de
toallas limpias. Sin embargo, la palabra que acude a su mente desde que se ha
instalado aquí es “sórdido”, aunque, bien mirado, contradice lo que realmente
siente: está en un hotel (no en la puta calle), aún es relativamente joven,
puede disimular el frío(no tiembles, cobarde)y aguantar el hambre que corroe su
estómago (come codo, llorica cabrón), está en Nueva York (la capital del
mundo..., etcétera, etcétera). La Underwood (¿o era la Corona Smith?), con sus
millones de palabras, aguarda desafiante encima de la pequeña mesa junto a la
ventana de guillotina (o de lamas, ya puestos en la piel de Marlowe o de Sam
Spade o de...), hay miles de historias, crónicas y misceláneas debajo de sus
teclas blancas o negras (a un nanosegundo de reflejo cerebral y la yema de los
dedos índice), sólo hay que golpearlas, acariciarlas incluso, tan sólo eso. Sórdida
sería otra situación: sin idioma, sin afeitar, sin ducha matinal, en absoluta
soledad y contando hasta los quarters,
sin hotel, sin máquina de escribir, a un paso de la calle, a un paso de la
mudez, del silencio homicida, de la desnudez emigrante del otro mundo.
Empieza a
caminar, ¡quejica!, y luego hazte con el Literary
Market Place: tienes entre esas páginas cientos de agentes que podrían
colocar algunos de tus trabajos por un par de cientos de dólares... ¡y
conseguir una reputación!
Anoche, al
volver de la cena en el restaurante griego Delos (pato en salsa con alubias, un
vaso de vino californiano y ensalada de frutas, 2,25$), muy próximo al hotel,
ha visto las primeras cucarachas, delgadas, marrones (tan distintas a las
negras y brillantes españolas), escondiéndose veloces en el armario de la
ropa... ¡Dios!:
Tal vez uno
comienza a beber de veras cuando descubre que no tiene ninguna ilusión por el
porvenir. Entonces reniega del pasado y desprecia con estoicismo el presente
que tampoco puede ofrecerle ya nada salvo la tortura del tiempo inmóvil y un
futuro doliente cuesta abajo y peor que sus días de ahora, un desesperante
silencio y un cuerpo que se resquebraja más y más en un país en el que el tacto
del dedo de un matasanos (con el imprescindible estetoscopio al cuello) en tu
piel cuesta (al contado) mil dólares:
Sea
lo que fuere
Dios
de la Literatura y las Bellas Artes
líbrame
de las flophouses
de
la botella de bourbon en la mano
de
los tumbos entre cubos de basura
líbrame
del mal y de la mierda
de
la brumosa y harapienta y fétida pandilla
de
Duane Hanson.
(Amén.)
Una semana
más tarde: luego de un par de llamadas telefónicas, alivia en parte la
situación doméstica.
Durante dos
días van a permitirle (sólo por compasión)
dormir en un asqueroso rincón del loft
que comparten una pareja de diseñadores gráficos madrileños en el socorrido
West Village: “En cuanto amanezca te largas con la maleta a otro agujero.
Trabajamos aquí y no queremos interrupciones de ninguna clase hasta la noche.
Sólo entonces puedes regresar. Aunque procura solucionar tus asuntos lo más rápidamente posible.”
“Tengo una
cita con Eva Hesse”, susurra El Esperanzado con una media sonrisa, hasta con
complicidad. Su carta bajo la manga.
El otro le
mira totalmente inexpresivo.
“Qué interesante.”
¿Qué tal
escribimos en inglés?
Y hasta en
chino con pincel de pelo de marta si preciso fuera.
Consigue de
forma inexplicable un trabajo temporal como documentalista para una decena de
columnistas de agencia. Eso balbuceó el tipo del departamento de personal:
finalmente (eso lo especificó), él mismo ha de escribir algunos de los textos
basándose en los documentos que selecciona. Una pequeña cantidad adicional a lo
acordado mitiga su irritación. En todo caso, presenta los folios redactados llenos
de trampas y un acróstico ofensivo y delator.
“¿Qué tal un
centavo más? Estoy seguro de que en un par de meses escribiré mejor en inglés
que en español.”
¡Ya lo hace:
resulta misterioso, y hasta muy
intrigante!
Los idiomas, todos, son tu pensamiento.
¡Y puede
que consiga hasta 2.000 pavos por un relato, más la llave del lavabo de caballeros!
En fin,
haciéndose hueco prosista entre Cheever, Salinger y Updike y un poco de Mailer
(¡ojito con Hemingway!).
Hace mil años
podías alquilar una buhardilla con tragaluz en pleno centro de Manhattan sólo
con el compromiso de barrer dos veces por semana el portal del edificio y
vaciar las bolsas de basura en el cubo de la calle. Ahora, los marchantes de
hombres te envían a lo más oscuro del Bronx, a la periferia de Queens o a
alguna calleja de ratas de Brooklyn. Aquí se viene a triunfar; a los demás, se
les empuja al borde mismo de la ciudad, al filo del abismo. Al agujero.
“No nos
ahorres peligros, pero sálvanos de todos ellos.”
Jennie aún
tardará un mes en llegar a Nueva York desde Portugal. Tiempo suficiente para
que él se muera de hambre.
Mientras
tanto, es un vagabundo taciturno sin perspectiva temiendo a cada momento que al
final del día le atropelle un maldito yellow
cab conducido por un ruso medio borracho.
O un triste
final parecido: más tarde o más temprano los tipos de Inmigración se fijan en
ti: hasta tu definitiva expulsión acabas en un Centro de Detención
perfectamente simulado como si fuera un colegio entre dos grises manzanas de un
barrio proletario de Queens.
Es Navidad
en El Parque.
El Hombre
Solitario bebe.
¿Qué bebes?
Ponche de
una receta especial (WF.): manzanas, whisky, borgoña seco y soda, todo ello
enfriado abundantemente con trozos de hielo.
Ceñudo,
mira a su alrededor en el parque amarillo y vacío. Sorbe (invisiblemente).
Sus asuntos
no tienen viso de solucionarse lo más
rápidamente posible, de modo que pagar un “precio” ya es inevitable si
quiere escapar del peaje de los hoteles o dormir gratis en apartamentos y
almacenes en compañía de ratas y cucarachas. O todavía peor: claudicar en un
albergue de la YMCA del que probablemente no se desprenda del olor a podrido, a
fracasado (a muerto) en mil años. O no salga jamás.
Arrienda un
apartamento en Queens (precisamente), en las inmediaciones de Jackson Heights,
por desgracia demasiado cerca del aeropuerto. Baño, dormitorio-salón y un fogón
mínimo y una pila junto a la pared: 30 metros cuadrados. 125 dólares al mes,
impuestos incluidos. Cada vez que el ruido sordo y prolongado de un avión (a
intervalos de cinco minutos) sobrevuela por encima del edificio comienza
inexplicablemente a chorrear agua del grifo de la pila. La única ventana, de
una sola hoja de guillotina, sin cortinas, da a una calle bastante ancha, pero
sin árboles. Una calle gris que cruzan
de cuando en cuando transeúntes lentos y sigilosos, apenas perceptibles,
fugitivos, como sombras proyectadas por otros seres invisibles.
Dos semanas
después:
Llama a
España desde la centralita de un hotel cercano al apartamento. Tiene que
conseguir más colaboraciones. Necesita dinero. “Veremos lo que puede hacerse”,
dicen al otro lado del hilo, sofocando las risas. “Lo que sea, aunque no lo
firme yo”, suplica. “Ah, bueno, en ese caso...” alienta la voz convencida.
Al cabo de
diez días recibe una carta de una
obscenidad familiar. Escribirá crónicas
desde Nueva York que firmará un periodista y escritor de postín sin moverse de
su casa llena de tapices y esculturas antiguas, de altos techos con escocia, en
el Madrid de los Austria, a dos pasos del Botánico y a tres de los chaperos del
Retiro. Al final del texto se añade una apostilla manuscrita con estilográfica,
de hermosa letra curva y azul: “Dramatízalas un poco”, aconseja el futuro
firmante de las crónicas, viejo y perfumado escritor ateneísta y bujarrón
clandestino que vive de las rentas.
Jennie en
Nueva York.
El
lazarillo mecánico.
Salvado.
Ahora,
todo el tiempo del mundo.
¿Cuál es
su vida cotidiana?
Ver lo que
piensa.
Las
imágenes.
La ordenación interior.
Empieza a
tergiversar. Sólo ve lo que piensa.
Mal hecho.
Debería pensar lo que ve.
“Lo único
que me interesa de la Quinta Avenida es la librería de Scribner’s.”
Frasecitas
así cree que justifican su paso por este mundo traidor. Pero ese es su paraguas
contra las amenazas y cielos sombríos que descargarán sobre su cabeza.
“También,
tal vez, el río de gente que transita la avenida… Incesante, variopinta,
poliédrica… Soy uno más, con derecho al anonimato.”
Yeats
(Raymond Theodore):
Encomiéndate
a san James Lackington, librero y protector, que ya en el siglo XVIII se negaba
a destruir los libros no vendidos y los saldaba a bajo precio en The Temple of the Muses “puesto que todo
el mundo tenía derecho a leerlos.”
Qué
interesante.
En Nueva
York todo el mundo escribe en hojas de color amarillo.
Esto del
amarillo empieza a ser intrigante, un rompecabezas a lo van gogh.
Se compra
un mazo de hojas de ese color, como el que se compra una nueva cortadora de
césped o un braguero para la hernia.
No nota
ninguna diferencia: la tinta se escurre… ¡escabulle los significados!
¿Significados…?
Dibujos.
“Escribir,
si…”, se dice.
¿En chino?
¡Qué
cuento!
En inglés
y en español. Qué más da, confiesa finalmente: yo sólo soy Treinta Monedas.
¿Cómo se
aprende a escribir?:
redactando
prospectos de farmacia
escribiendo
tesis doctorales
escribiendo
discursos para El Ferretero del Año
elaborando
informes comerciales
detallando
idas y venidas de la adúltera
enumerando
los dispendios y las trapisondas
secretas del socio
consignando
los gastos del político
corrigiendo
los manuscritos de escritores célebres (y vagos)
escribiendo
anuncios publicitarios de bicicletas
exaltando
las excelencias de las sopas de bote
en los paperoles
en la
biblioteca Alderman
en los diarios de los pobres diablos de
escritores muertos
leyendo
horrorizado las atrocidades que custodia la biblioteca Burlington
espigando
en la universidad de Texas
en la de
Wisconsin…
en la de…
No hay comentarios:
Publicar un comentario