domingo, 8 de febrero de 2015

7

Ella, poco antes, era la joven de cabello largo y espléndido, de la boca más sensual y las miradas más prometedoras, de perfiles voluptuosos, una intérprete feliz de sí misma en su trato con los demás: imaginas sin esfuerzo que ninguna expresión mezquina u oscura embrutece su rostro limpio y armónico, sus gestos son rápidos y decididos, una gracia natural rodea la esbeltez de su cuerpo como una aura invisible pero tan presente como el aire fresco y fragante que emana de su piel blanca y limpia. Ella es una conjunción magnífica de carne e inteligencia, de pasión y pensamiento que recorre las calles de la urbe bajo la magnificencia del sol  matinal…
¿Qué es ahora? El resultado de un crimen. El crimen idiota y, peor aún, inútil, obra de un dios aburrido y obsceno, execrable.
Y esa pavorosa lentitud de un final ineluctable que marchita toda esperanza.
Renglón a renglón en el cuaderno colegial en el que escribe (él o… ella).
Hesse hace rato que mira sus manos vacías, tan negadas a la caricia. No son nada generosas estas manos de él, y tan torpes para lo manual: ninguna mecánica puede esperarse de ellas. Hesse: “Qué lástima”. Él asiente desde la silla mirando las sombras, y luego gira un poco la cabeza hacia la ventana tan diáfana aún en el atardecer. Le gustaría que lloviera. Por la paz que inspira, y el aire fresco, el aire como mojado, el aire como de otro país de nieve y azul. Suele enriquecer la memoria con el lastre de la suposición, de una estética demasiado personal que aleja de lo mediocre. Sólo por eso, el recuerdo adensado de anécdotas climáticas, algún olor y, zas, un verso libre, una línea que recupera aquel instante, la lividez de su tez, o el brillo de rebeldía (aún) en sus maravillosos ojos de judía inteligente, bella y heroína a punto de morir. El silencio se hace largo. Le parece oír la lluvia inexistente. Se cree que la luz se agrisa. Vuelve la cabeza y descubre que Hesse le mira fijamente. O quizá no. Está completamente ausente, absorta en sus pensamientos y, de modo ocasional, los ojos se han detenido en él, en su atavío de payaso elucubrador. Su mirada le traspasa limpiamente, proyectada al todo de antes. Susurra: verde y blanco. Palabras moribundas que atenazan su garganta, los colores del fuego que la abrasa. Verde y blanco. Y él se asemeja a un extraño animal varado aunque potente y de insultante salud (pero sólo ante sus ojos), para ella, piensa, debo ser poco más que una huella del mundo de afuera, una desvergonzada solitud frente a la muerte que ella encarna en forma de amasijo de carne enferma.
Los colores quirúrgicos.
Amarse en la tarde gélida de invierno, desearla sabiendo que poco a poco va a escurrirse de entre sus brazos muerta y famosa, de hielo, de agua, de escalofrío. De leyenda. 
Hacer el amor debajo de una ventana lluviosa, abierta al mundo y sus trapisondas, al húmedo y verde y gris rumor de la tarde: la delicada suavidad de la luz rozaba su piel como los besos, la caricia maestra del aire lozano del verano sobre los cuerpos de los dos refrendaba la feliz invención: finalmente todo concluye en ese arte no menos arduo de descubrirse en el cuerpo y la espesura y el misterio de los otros. Imposible olvidar la punzada inofensiva de las minúsculas gotas de agua sobre su espalda desnuda, el brote tan efímero del helor contraviniendo la redondez tan cálida y estremecida de la judía debajo de su cuerpo. Hoy, que nada es, salvo la emoción del recuerdo.
Quererla, pero quererla sin ocurrencias ni fantasías, quererla de carne y hueso, poseerla incluso con el monstruo dentro que la devora y al final la mata. Amarla a ella en esa inmensa hora de la condena a muerte, y amarla a través de su cuerpo moribundo, desearlo aún, y siempre… antes de la noche negra y tropical de los húmedos días finales de mayo.
Se aventuraba en sus razones. Hay un arte que ella defendía por encima de todo: el no-arte. Pero era una negación de un pensamiento fértil, desprendía residuos de una estética oculta, acaso instintiva, tenaz y sobresaliente.
Un arte es su cuerpo. Se entromete en él como en un sueño donde la única ley es la libertad. La creación sin trabas. Nada hay de prohibido en cada uno de los gramos de su cuerpo potente. Apura uno a uno sus poros, sus dobleces, huecos y blanduras, el tono cambiante y el calor de su piel, su cabello limpio y perfumado, y la carne tersa y profunda que le hiere de deseo a toda hora, y la mirada tan sensual de sus grandes ojos bíblicos y la libertad total de sus anchuras y esbelteces de nínfula mediterránea trasplantada primero a la bruma germánica y más tarde al desafío continental y libérrimo del nuevo mundo.
“Su cuerpo es una obra que celebro. Sé de qué hablo”, se dirá una y otra vez en el futuro innoble lleno de nieblas y grisuras y fríos, desaparecida ella del mundo de los vivos, el mundo sin ella.
Los colores.  Aplicada estudiante en Yale, se zafaría de milagro del encierro de los cuatro lados. Ensanchó la mirada: el suelo, el techo, las paredes. El marco perfecto. Un camino falso la había llevado al diseño. Odiaría toda su corta vida lo decorativo, el ornato falaz de la armonía prescindible, el canon del pequeño burgués pleno de convenciones y miedos, de mediocridad, de ignorancia o, peor, de cultura media de andar por casa, una cultura de zapatillas de orillo y los programas de televisión de sobremesa, del Club de Lectores y la revista Reader’s Digest y sus divertidos tomos trimestrales de piel de imitación y vistosos tejuelos con cuatro novelas resumidas en un volumen de 425 páginas (ni una más, ni una menos).
Todo empezaría buscando respuestas.
¿Podría hablar con ella? Sugería El Entrevistador venido de lejos, de tan lejos, de la mentira.
Aún se acordaba de él, y, para su sorpresa, no a duras penas. En Suiza: ¿Recuerda? Por supuesto. E inmediatamente, feliz, se precipita a despejar la creciente perplejidad de la artista ante una visita que no recordaba haber concertado.
Ahora, en 1968.
¿No lo habían avisado?
El Año de las Memorias del Subsuelo.
Tres años habían bastado para convertirla en una mujer y una artista segura de sí misma. Y en la capital del mundo. “Ni cien años (o ciento dos) podrán bastarme para todo lo que he de hacer”, dijo risueña. Le quedaban menos de dos años de vida.
Jennie Queiroz, la periodista portuguesa, conocía la dirección de un amigo común a través del cual podría averiguar el paradero de la artista en Nueva York.
Pero él hubiera preferido verla en su estudio (al que finalmente tuvo acceso: el tipo era omnisciente, El Gran Ubicuo).
Lo tenía en el SoHo, en pleno Bowery siniestro, en un loft donde imperaban los interrogantes: ¿qué es todo esto?, ¿qué significa? 
Había tardado dos meses en decidirse ir a entrevistarla.
Después del copioso brunch de media mañana y varios galones de cerveza fría ya andaba envalentonado (y turbio, y con los pies trabados y los ojos somnolientos).
Le recibió enfundada en unos increíbles pantalones anchos muy manchados, y un jersey desmadejado y con agujeros en las mangas. La barahúnda de materiales que atisbaba a sus espaldas era indescriptible. Todo un vocabulario de lo desconocido. Aquel antro olía fatal. Como los vapores infernales y las nubes gaseosas de un experimento del Medievo.
Al principio parecía una entrevista formal: parecía que sólo hablara él en realidad. Ella parecía una estatua. Era una estatua. Todo parecía lo que no era.
Un buen periodista, se dijo, imagina las respuestas y respeta las preguntas… ¡Pero él no es periodista!
“No sé si recuerdas que escribo para Transgresión”, le dijo, y tendió al vacío unos ejemplares atrasados, muy poco aseados después de cruzar el charco entre camisas, calcetines y un par de pantalones y la bolsa del aseo.
Ella (o una sombra) los recoge educadamente. Pero no sabe qué hacer con ellos en las manos.
Los depositó en seguida en una mesa baja entre los dos, que la defendía de él.
Se quedó mirándole a la vez que sonreía. No le asombraba nada Transgresión, una revista bimensual española mal impresa y con unas ventas humillantes. Pero se alegraba de verle. Le había reconocido en seguida, mencionó a Klee y le confesó que finalmente se había divorciado de aquel escultor que hablaba demasiado, atildado, pedante y guapo. Hizo un ademán con la  cabeza inventándole a tomar asiento. Aceptó de buen grado las formalidades iniciales, hasta las inevitables servidumbres del cometido que llevó a El Instigador hasta la sombra de ella:
-Cuando comienzo una obra en lo único que trabajo es con las cualidades abstractas: material, forma, tamaño, escala, posición espacial, y también donde va a ir, en el techo, en el suelo…”
Etcétera, etcétera.
Habla de los happenings de comienzos de la década, en las galerías Reuben y Hudson. Allí había conocido precisamente a su marido y a Kaprow, por quien se había sentido fascinada, aunque únicamente en sus comienzos.
Tres días más tarde la llama por teléfono desde el bar del sórdido hotel donde se aloja. Observa cómo le tiemblan los dedos al introducir la ficha en la ranura. “Esto es una estupidez”, pensó. Pero ella le citó para esa misma tarde en el lado este de Times Square, en un Maxwell House. Ese sería el primero de sus cafés aguados con ella. Su pretexto de ahora era Oldenburg (un tipo que ya andaba con polímeros) y The Store, la tienda del 107 de la East Second Street, una iniciativa que él, entusiasmado, veía tan factible y prometedora para instaurarla en España por los jóvenes artistas estudiantes de las aún anestesiadas Escuelas Superiores de Bellas Artes.  
Siempre fue el cuerpo invicto de la mujer el campo de batalla equivocado del hombre, allí donde dirimir su “diferencia” con ciertas garantías de éxito bruto. Tocó el timbre envalentonado.
No era un buen momento para verla: pálida e inmóvil. Había superado su divorcio del señor feudal, pero para una mujer como ella, tan asida a las pocas raíces familiares que aún le quedaban bajo los pies (su hermana), la muerte de uno de ellos, su padre, la había trastornado durante largo tiempo. Necesitaba de la saga, del refugio de la sangre. Tras ella, sólo había vacío, sombras, el exterminio salvaje de sus parientes y ancestros, un hueco irrellenable que abocaba su identidad a lo que pudiera hacer en el futuro rodeada de aquellos pocos seres vivos que podían sostenerla en los malos momentos. Se entregó a sus amigos con desesperación. Ella y ellos serían la huella futura de aquellos muertos, lo superviviente.  
¿Dónde podemos comer?
¿Qué tal en Puglia, en Litle Italy?
Estoy en tus manos.
Interminables cenas. Sería lo que podríamos llamar “El verano Puglia”. Callado como un fantasma, como un testigo obediente y claudicante, les escucha y aprende. Por lo demás, nadie parece fijarse en él, El Ausente Silencioso, en un mundo de perneras acampanadas, trajes entallados y chaquetas sin solapas.
Él es invisible.
La hace mejor así.
Y él, como si no existiese.
Ni una palabra.
(Salvo la escrita.)
Bien peinado, relamido, perfecto: es el mantenido del 169 East 71st. Sreet. Se deja querer, como la imaginación.
-No, no me hables de tus amigos. No quiero saber nada. Ningún nombre. ¿Para qué? Esas idas y venidas tuyas de no sé donde…
[Deja que invente…]
Me siento tan poca cosa, un europeo del sur balbuciendo un inglés americano gramatical… Todo parece escapárseme, fundirse en una borrosa amalgama, las cosas y las personas en las que no encuentro sentido alguno y que acaban por parecer irreales, las calles, la comida, la brutal indiferencia de las gentes, los códigos de una ciudad que es tan distinta a lo que podía uno creer desde la iconografía embustera del filme y los noticiarios de la televisión…
Su mano blanca, fantasmal, se posa sobre tus labios, “calla”, susurra con sabihonda voz de ultratumba.
No obstante… Y la ristra de artistas mayúsculos, absolutamente imprescindibles, geniales, que revolucionan el arte mundial, como si nada, anónimos aún, geniales y gigantes frente a mí.
El arte no ornamental ni decorativo, al igual que la filosofía no es más que un método de investigación material o espiritual: hacia ti mismo. Pero hay gente que compra ese… boceto. ¡Incluso es exhibido como una finalidad de algo!
Años después todo el universo de trastos presuntamente magníficos y subastables que era su obra terminó pervertido por las palabras: “Su poética se halla implícita en los procesos técnicos que la hacen posible”, dijo uno.
Si su voz hubiese podido llegar desde más allá en AC 79° 3888, en la constelación de Jirafa, le habría contestado que su mecánica consistía en sorprenderse a sí misma ante la multitud de suposiciones que acaban convocándose en lo irracional.
 Hacía viento: el verdadero azote de Nueva York. De pronto, la mañana se oscurecía hasta convertirse en negra y fría. Llevaba en los bolsillos de la gabardina las dos novelas de Schulberg sobre los escritores de Hollywood en baratas ediciones en rústica. Podría refugiarse en seguida en algún parque, pero no lograría ocultarse de las rachas del viento. Anduvo hasta que se cansó con los ojos semicerrados y un regusto de arena en la boca y regresó mohíno al apartamento. Ahora también llevaba un puñado de nueces en una bolsa de papel que había comprado en Union Square: su almuerzo. A primeras horas de la tarde empezó a llover, y siguió haciéndolo durante la noche. No consiguió dormirse hasta la madrugada, pues le atormentaba la idea de no tener nada que hacer al día siguiente: seguía teniendo en el paladar un gusto de tierra y agua.
No me hables de tus amigos:
El tejano, que no era nadie, apareció por la puerta del estudio con una sonrisa de suficiencia que mostraba una hilera perfecta de dientes blanquísimos y unos pantalones blancos Sansabelt. Una camisa a cuadros rojos y amarillos con los tres botones superiores desabrochados que dejaban ver el pecho oscurecido por un vello negrísimo constituía el último toque para “advertencia y consejo de tu poquedad hispana”. Como tipo era un cero a la izquierda, pero su obra iba a sobrevivirle siete ceros a la derecha treinta años más tarde de cuando entonces.
17 años. Verano. Domingo por la mañana. La soledad muerde cada centímetro de la carne desnuda al sol. Pero le repugnaría cualquier compañía que se entrometiese en sus pensamientos de ahora. Anda sola, pensativa, y algo hay de placer en ello después de todo, creyendo en el futuro. Va haciéndose mayor. No ha ido a Coney Island. Se mete en la Biblioteca Pública: los domingos abrimos. Hojea docenas de libros. Sin preguntas, sin molestias, sin justificaciones.
Domingo por la mañana, temprano. ¿Qué hacer? La ducha fría. El desayuno que se demora bastante más de media hora… Al fin, la calle, aún fresca. Engulle Blintzes y bebe refrescos de cola. Asfixiante el mediodía neoyorquino, al rojo vivo, y la tarde tórrida, interminable.
Era lista (más que judía): ya había calado a los alemanes.
 Aún (1945) existía aquella Nueva York de ladrillo y de hierro tan atractiva, lejos del acero y el cristal engañosos, una modernidad la de entonces (1965), y no digamos la de ahora (1995) o incluso de la de mucho después (2014), que apenas resistía un juicio analítico favorable, pues en toda esa arquitectura sin magia, tan lejos de una domesticidad humana, imperaba la función, lo pragmático a diferencia de aquella otra volandera y vistosa.
Enero del 68.

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