domingo, 1 de febrero de 2015

6

-Naturalmente. Es un universo como otro cualquiera. Visto uno, visto todos. Pero ahora ya me aguarda otro final… ¡que me apresuraré a cambiar, naturalmente! La solución estriba en saltar de un universo a otro. Ser más lista que el tiempo infame y destructor.
-¿Cómo sabré que estoy en el otro universo?
-Al morir en éste.
-¡Acabáramos, la muerte es un puerta…!
-No exactamente.
-Entonces ¿qué es?
-Una especie de despertar… Sí, eso es. Siempre es lo mismo con la muerte, te proyecta a universos simultáneos. Hay miles de millones de universos, como existen miles de millones de realidades… ¡Las combinaciones son infinitas! Yo me voy a plantear desde ahora mismo unos cientos de millones de ellas.
-Ya. Piensa en esto, sólo como pura retórica: tengo 97 años, apenas puedo andar, estoy ciego, sordo y empiezo a perder la chaveta, ni siquiera recuerdo mi nombre, si soy hombre o  mujer, sapo o alondra, ¿para qué diablos quiero aterrizar en otro universo con semejante estropicio de mierda a cuestas? ¿De qué me sirve iniciar una nueva vida? Y, en especial, ¿por qué?
-Para todo no tengo respuesta… Supongo que será algo selectivo, una realidad alternativa. (¡Elige otra edad, imbécil! ¡Los noventa! ¡Será gilipollas! Elige los veinte, por ejemplo, incluso puedes optar por la adolescencia sebácea.)
-Y, ahora, esto otro: la intransigencia de unos dioses estúpidos condenan a muerte a un bebé de tres meses y, encerrado en su cajita blanca de asas doradas, se eleva desde la Tierra a los espacios celestiales… ¿Qué pasa con él? ¿Se desliza con los ojos cerrados de un universo a otro berreando sin cesar y con los pañales cagados, así miles de millones de años?
-¡Qué reducción tan miserable de mi pensamiento! ¡Qué falta de imaginación!
-Y los demás… ¿qué demonios pasa con los demás? Tu familia, tus amigos, yo mismo, tu obra… ¡Ese gatito maullador de la postal de colores…!
-Nada. Estáis conmigo en ese universo electo al que me he trasladado… ¡Y también en el otro, el que me ha matado con saña! ¡Os quedáis sin mí! Lloráis mi muerte, mi absoluta desaparición. Pero no pasa nada. ¡Yo os traigo al mío, todo vuelve a ser igual y no sois extraños para mí, iniciamos nuevos derroteros! Os llevo constantemente en la mochila junto las horquillas del pelo.
-Ajá. Tú nos llevas al otro universo en tu compañía, te creas otra biografía, nos creas de nuevo… ¡Qué singular!
-En efecto. Hablamos de singularidades. En un universo sin ley puede ocurrir cualquier cosa.
-Es decir, eres un dios. Creas y descreas…
-Hay una especie de heurística… Exige práctica el asunto, no te creas.
-¡Tienes todo el tiempo del mundo! ¡Y, además, lo dominas a tu antojo!
-Eso es. Pero no, no un dios. ¡Soy una artista, merezco el libre albedrío de mi propia existencia, de todo lo que me rodea y me pertenece o tenga conexión conmigo, y lo quiero junto a mí allá donde vaya!
-… Y, dime, ¿son réplicas perfectas? ¿Nos mejoras, acaso?
-En absoluto, sois intocables. Nada de mejoras. No olvides que tú también sigues en aquel mundo donde yo ya no existo.
-No sé si me gustaría vivir en dos universos. Al final, acabas haciéndote un lío de mucho cuidado: ¿blanco o negro?
-Uno no logra saber nunca eso. Al abandonar un universo, ya no te enteras de lo que queda detrás de ti. ¿No lo entiendes? Demoras eternamente la mortalidad, y sin dejar de ser tú mismo en todo instante, te creas de nuevo, te renuevas, durante millones y millones de años, pero ha de ocurrir siempre en el presente, sin trampas. Así que, nada de blanco o negro como en el juego del ajedrez… ¡cómo si sólo pudiera ganar uno la partida!
-Vaya. ¿Y qué hay de la reencarnación?
-Eso son pamplinas. Esa lotería cósmica me aterra. Imagínate si…
-Amanezco pelota de golf…
-No sirve, es un objeto, algo inanimado… Encárnate en un ser vivo.
-Bueno, pues me convierto en un gusano del césped del campo de golf.
-Si tienes conciencia de ti mismo, en todo instante y en cualquier universo serás esa conciencia. Hombre o gusano.
-Por supuesto, a cada uno le gusta ser lo que es, incluso cómo es. Eso no queremos cambiarlo nunca. Sólo anhelamos modificar las circunstancias externas: el dinero, el amor, la belleza…
-Por cada individuo de nuestro planeta existen miles y miles de millones de universos de los que se puede saltar de uno a otro, como si tal cosa…
-Como si fuésemos saltamontes…
-Algo parecido.
-¡Unos bellos, ricos y sanos saltamontes!
-¡Hasta un gusano!
En ese punto estallan en una risa incontenible. Hasta las lágrimas.
Entra una enfermera con una pequeña bandeja metálica en la mano. Permanece inmóvil bajo el dintel de la puerta, atónita ante las risotadas. Les mira boquiabierta sin decidirse a dar un paso adelante, a la mujer calva postrada en la cama y a él, el tipo con barba de tres días, de pie e inútil, su indumentaria de pobre con una shirt T, unos pantalones desaliñados y un maldito libro en las manos en un idioma extranjero.
Se pone de puntillas. A duras penas mete la nariz por entre los cristales rotos, amenazantes: atisba al interior herrumbroso y fascinante de las naves abandonadas, de los grandes almacenes ruinosos y casi en escombros de los muelles del sur. Toda esa industria de hierros y maderas viejas, de cables, tuberías y gomas venida abajo, avasallada por el tiempo. Entre aceros, buscaba él malezas, le divertía el hierbajo rebelde entre piedras. Ella, a lo suyo: rastrea una plástica que significar desde el insulto a lo convencional y el discurso repetitivo de la imagen, del cuadro o la escultura idénticos y reconocibles a despecho de sus innumerables disfraces.
Nada de miedo ahora: en las tinieblas espera Bertoldo, el Negro.
Ya era una niña artista. Como lo era después. Lo era incluso cuando todavía en el instituto se pavoneaba como una jovencita disfrazada de curvas incipientes pero muy capaz de vender su alma inmortal como cualquier mocosa por un helado de Howard Johnson’s de 10 centavos.  
En 1964 retorna al origen. Parlotea algo de la lengua vernácula.
Se encierra en una fábrica alemana: un inventario de pesadilla proporciona la gesta de su museo personal de los horrores. El residuo industrial inicia la epopeya morfológica. Los esqueletos y mutilaciones de una maquinaria inservible componen la sinfonía plástica de la nueva visionaria. Comienza la sintaxis del óxido.
Vuelve a Norteamérica.
Ahora (pero lo ha sido siempre), ya es una artista: sabe lo que no quiere: si lo hago, mal; si no lo hago, también mal: double bind.
Lo que quiere, ¡ya le saldrá al paso! ¡Al diablo con los siquiatras!
Sus grandes ojos como simas donde fundirse. Acrisolado el hombre en esa oscuridad con la esencia de la mujer verdadera, esa diferencia.
Ha asistido con ella a fiestas que…
Por ejemplo: el doctor, después de una pausa, alzó la vista del suelo y le miró con lástima. Le preocupaba él más que ella, que ya tan sólo era una herida incontenible envuelta en el azul sudario del hospital, eso que termina escondiéndose en un agujero. Él tenía expectativas, estaba vivo, o medio vivo, depende, era todavía un paciente futuro donde escarbar más adelante, donde meter la manaza: objeto desentrañable, clasificable y olvidado. Pero por el momento…
Los médicos y los jueces sienten una insólita frialdad hacia las víctimas muertas, irreversibles, un desapego que tiene más de distanciamiento profesional que olvido criminal. Después de todo, a pesar de sus batas y togas, del mecanicismo rutinario que los acciona como autómatas clínicos y administrativos, han de ser de la misma cofradía de putrefacción: enfermos, cadáveres enterrados o quemados, culpables. Pero se ajustan al papel, estos doblegados por lo empírico. Así, alejan la pena, que acaban confundiendo con la técnica.  
Las pequeñas cosas, que duelen más: la alegría con que compraba cajas de lápices y la provisión de frascos de tinta india, la coqueta elección de los pañuelos de cuello, el primor con que plegaba sus vestidos primaverales en abril del 70, el cuidado que empleaba para alojarlos en el armario en hileras perfectas (no sabía que para siempre, jamás volvió a vestirse con ellos). Le gustaba colgar cosas. Verlas caer hacia abajo. Colgando.
Tenía que ver las esculturas de la terraza, avisó con antelación.
Él la espera afuera. No entra en el museo (empieza… a odiarlos).
Delante de la blanca helicoidal del Guggenheim la esperó toda una tarde mientras se entretenía pacífico atisbando rostros desconocidos, gentes que jamás volvería a ver, pues aunque ello sucediese las facciones y los abultamientos le resultarían desconocidos de nuevo, andantes siempre sin nombre, con alguna gracia algunos y enredados todos en secretas actividades. De frente a la Quinta Avenida: cuántas bolsas en las manos de contenidos misteriosos, y las miradas de una sensibilidad cruel hacia algo ignoto, caminantes serios a lugares distantes, neoyorquinos nunca engañados de sí mismos, de su urbano y reiterado dinamismo. Aguardó su llegada, mansamente, durante dos horas. Sin indignación. Ya era el hombre que esperaba. No vino finalmente, y en un descuido, como un tramposo, se incrustó en una de las filas contrapuestas, se atuvo al ritmo debido del caótico hormiguero, tan codificado sin embargo, una dinámica regida por la ley y el orden y el debe y el haber del laberinto, y desapareció entre la multitud.
Pocos años más tarde, en el 72, ese museo albergará una gran exposición integral de Hesse compuesta de dibujos, pinturas y esculturas. Una muestra alborozada con las puertas abiertas a la celebración postmortem. Imagina él que ella habrá comprobado su triunfo final desde la plataforma de U7 (donde leía el Vogue) o U29 (donde aprendió finalmente a jugar bien –si esto es posible-al ajedrez).
Por la noche: es un tipo sensato, se droga con la colección que empieza a atesorar de los suplementos de New York Times Book Review hasta que cae rendido en la cama.
Al día siguiente, no exigió respuesta alguna. Hesse llevaba extraños artefactos en las manos y ninguna explicación que dar. Le invitó al insípido café americano, y, en perfecto silencio, a las diez de la mañana, miraban tranquilos a la gente a través de los grandes ventanales de una cafetería en el SoHo perfilados por la luz clara del este que penetra por el cristal de marinos reflejos. Con intención, al verla rebullir en el asiento, como dando por terminada la tregua, alza la mano llamando la atención del camarero. Pide un bourbon:
(-¿Cuál de ellos, amigo?
-Jack Daniel’s por ejemplo, gilipollas.)
Atrasa la salida. Se demora en ella, su suposición, que más tarde o más temprano ha de escapar por entre toda esa arquitectura de hierro, piedra y cristal tan robusta de ahí afuera...    
De la grisura de las fotografías de los sesenta rescata una ciudad donde la quinceañera judía de las trenzas y las crenchas, de grandes ojos negros y boca jugosa, camina apresurada sobre la nieve aún limpia de las aceras a esta hora temprana de la mañana neoyorquina, abrigada hasta los ojos por prendas de vestir acogedoras y pesadas, la camiseta de felpa, las bragas de algodón, la camisa de franela, la falda larga de grueso tejido,  el  jersey de lana, la bufanda de colores chillones, el gorro azul, los calcetines altos, las botas de piel y el fardo pesado del abrigo tipo oversize: una más de las cientos de miles de adolescentes de Brooklyn y Manhattan que acuden medio adormiladas al instituto. Una colegial anónima de la que nadie podría en ese tiempo y espacio prefigurar la fortuna o la tragedia escudriñando en lo más hondo de sus pupilas negras y resplandecientes.
Y en el sol del verano, los días eternos, las mañana líquidas, ¿quién diría nada de esos miles de bañistas que pueblan apretados y casi desnudos como en un hormiguero las arenas de Coney Island en los primeros días felices de julio? Esa niña desconocida, que revela en sus ojos brillantes la esperanza de obtener lo mejor del destino (interminable, inagotable), que respira el aire que huele a sal, que enfundada en un bañador amarillo guarda su turno en la cola de la Gran Noria que se eleva majestuosa y brillante sobre las aguas del mar y el estuario del East River sobresaliendo victoriosa por encima de todo el parque de atracciones, esa niña, ¿quién es?
Mas, existen los monstruos…
La Niña y el Monstruo (Primera Parte).
1967: “New Documents”. En el MOMA.
Descubre el revés de las cosas.
La Rolleiflex escribe en mayúsculas.
Un cuerpo en crecimiento, y la mente creciendo en él también.  
Pero lo revierte todo de una epidermis que humaniza lo abstracto, la artista encarna los materiales de una sustancia antropomórfica. El metal podría gotear sangre, supurar pus, así que lo envuelve con látex tan suave, blandito, qué fina textura, y no vayáis a confundirlo con un espantapájaros de lo metafísico.
Afuera, la urbe donde siempre crece la hierba, sólo tienes que disponer de la dentadura adecuada, saber arrancarla a mordiscos de la frialdad de su cemento. La lucha por la vida, una busca diaria de felices momentos, huyendo del tinte maléfico de la amargura castrante. Adelante, anónimos (con bolsas rotuladas o no cogidas de la mano).
El ruido de la ciudad, las voces; los colores y las formas, la vana geometría de un movimiento incesante, tan efímero en el espacio, va a configurar la urdimbre de fondo donde hilar la trama de una enferma, la memoria desordenada del notario que levanta acta fidedigna sin haber comprendido nada de nada probablemente.
El clamor del silencio de los objetos, su violación. He aquí ella, apresada, captura cruelmente deliciosa de la parca, pieza a abatir, pues va directa al arca  de los disfraces de la celebridad y de la fama artística.
Ella también ha llegado a contemplar con espanto los monstruos de Coney Island antes de que los desterraran al subsuelo más siniestro de Manhattan, alejados de la vista de los ensimismados transeúntes.

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