-Naturalmente. Es un universo como otro cualquiera. Visto
uno, visto todos. Pero ahora ya me aguarda otro final… ¡que me apresuraré a
cambiar, naturalmente! La solución estriba en saltar de un universo a otro. Ser
más lista que el tiempo infame y destructor.
-¿Cómo
sabré que estoy en el otro universo?
-Al morir
en éste.
-¡Acabáramos,
la muerte es un puerta…!
-No
exactamente.
-Entonces
¿qué es?
-Una
especie de despertar… Sí, eso es. Siempre es lo mismo con la muerte, te
proyecta a universos simultáneos. Hay miles de millones de universos, como
existen miles de millones de realidades… ¡Las combinaciones son infinitas! Yo
me voy a plantear desde ahora mismo unos cientos de millones de ellas.
-Ya.
Piensa en esto, sólo como pura retórica: tengo 97 años, apenas puedo andar,
estoy ciego, sordo y empiezo a perder la chaveta, ni siquiera recuerdo mi
nombre, si soy hombre o mujer, sapo o
alondra, ¿para qué diablos quiero aterrizar en otro universo con semejante
estropicio de mierda a cuestas? ¿De qué me sirve iniciar una nueva vida? Y, en
especial, ¿por qué?
-Para todo
no tengo respuesta… Supongo que será algo selectivo, una realidad alternativa.
(¡Elige otra edad, imbécil! ¡Los noventa! ¡Será gilipollas! Elige los veinte,
por ejemplo, incluso puedes optar por la adolescencia sebácea.)
-Y, ahora,
esto otro: la intransigencia de unos dioses estúpidos condenan a muerte a un
bebé de tres meses y, encerrado en su cajita blanca de asas doradas, se eleva
desde la Tierra a los espacios celestiales… ¿Qué pasa con él? ¿Se desliza con
los ojos cerrados de un universo a otro berreando sin cesar y con los pañales
cagados, así miles de millones de años?
-¡Qué
reducción tan miserable de mi pensamiento! ¡Qué falta de imaginación!
-Y los
demás… ¿qué demonios pasa con los demás? Tu familia, tus amigos, yo mismo, tu
obra… ¡Ese gatito maullador de la postal de colores…!
-Nada.
Estáis conmigo en ese universo electo al que me he trasladado… ¡Y también en el
otro, el que me ha matado con saña! ¡Os quedáis sin mí! Lloráis mi muerte, mi
absoluta desaparición. Pero no pasa nada. ¡Yo os traigo al mío, todo vuelve a
ser igual y no sois extraños para mí, iniciamos nuevos derroteros! Os llevo
constantemente en la mochila junto las horquillas del pelo.
-Ajá. Tú
nos llevas al otro universo en tu compañía, te creas otra biografía, nos creas
de nuevo… ¡Qué singular!
-En
efecto. Hablamos de singularidades. En un universo sin ley puede ocurrir
cualquier cosa.
-Es decir,
eres un dios. Creas y descreas…
-Hay una
especie de heurística… Exige práctica el asunto, no te creas.
-¡Tienes
todo el tiempo del mundo! ¡Y, además, lo dominas a tu antojo!
-Eso es.
Pero no, no un dios. ¡Soy una artista, merezco el libre albedrío de mi propia
existencia, de todo lo que me rodea y me pertenece o tenga conexión conmigo, y
lo quiero junto a mí allá donde vaya!
-… Y,
dime, ¿son réplicas perfectas? ¿Nos mejoras, acaso?
-En absoluto,
sois intocables. Nada de mejoras. No olvides que tú también sigues en aquel
mundo donde yo ya no existo.
-No sé si
me gustaría vivir en dos universos. Al final, acabas haciéndote un lío de mucho
cuidado: ¿blanco o negro?
-Uno no
logra saber nunca eso. Al abandonar un universo, ya no te enteras de lo que
queda detrás de ti. ¿No lo entiendes? Demoras eternamente la mortalidad, y sin
dejar de ser tú mismo en todo instante, te creas de nuevo, te renuevas, durante
millones y millones de años, pero ha de ocurrir siempre en el presente, sin
trampas. Así que, nada de blanco o negro como en el juego del ajedrez… ¡cómo si
sólo pudiera ganar uno la partida!
-Vaya. ¿Y
qué hay de la reencarnación?
-Eso son
pamplinas. Esa lotería cósmica me aterra. Imagínate si…
-Amanezco
pelota de golf…
-No sirve, es un objeto, algo inanimado… Encárnate en un
ser vivo.
-Bueno,
pues me convierto en un gusano del césped del campo de golf.
-Si tienes
conciencia de ti mismo, en todo instante y en cualquier universo serás esa
conciencia. Hombre o gusano.
-Por
supuesto, a cada uno le gusta ser lo que es, incluso cómo es. Eso no queremos
cambiarlo nunca. Sólo anhelamos modificar las circunstancias externas: el
dinero, el amor, la belleza…
-Por cada
individuo de nuestro planeta existen miles y miles de millones de universos de
los que se puede saltar de uno a otro, como si tal cosa…
-Como si
fuésemos saltamontes…
-Algo
parecido.
-¡Unos
bellos, ricos y sanos saltamontes!
-¡Hasta un
gusano!
En ese
punto estallan en una risa incontenible. Hasta las lágrimas.
Entra una
enfermera con una pequeña bandeja metálica en la mano. Permanece inmóvil bajo
el dintel de la puerta, atónita ante las risotadas. Les mira boquiabierta sin
decidirse a dar un paso adelante, a la mujer calva postrada en la cama y a él,
el tipo con barba de tres días, de pie e inútil, su indumentaria de pobre con
una shirt T, unos pantalones
desaliñados y un maldito libro en las manos en un idioma extranjero.
Se pone de
puntillas. A duras penas mete la nariz por entre los cristales rotos,
amenazantes: atisba al interior herrumbroso y fascinante de las naves
abandonadas, de los grandes almacenes ruinosos y casi en escombros de los
muelles del sur. Toda esa industria de hierros y maderas viejas, de cables,
tuberías y gomas venida abajo, avasallada por el tiempo. Entre aceros, buscaba
él malezas, le divertía el hierbajo rebelde entre piedras. Ella, a lo suyo:
rastrea una plástica que significar desde el insulto a lo convencional y el
discurso repetitivo de la imagen, del cuadro o la escultura idénticos y
reconocibles a despecho de sus innumerables disfraces.
Nada de
miedo ahora: en las tinieblas espera Bertoldo, el Negro.
Ya era una
niña artista. Como lo era después. Lo era incluso cuando todavía en el
instituto se pavoneaba como una jovencita disfrazada de curvas incipientes pero
muy capaz de vender su alma inmortal como cualquier mocosa por un helado de
Howard Johnson’s de 10 centavos.
En 1964
retorna al origen. Parlotea algo de la lengua vernácula.
Se encierra en una fábrica alemana: un inventario de
pesadilla proporciona la gesta de su museo personal de los horrores. El residuo
industrial inicia la epopeya morfológica. Los esqueletos y mutilaciones de una
maquinaria inservible componen la sinfonía plástica de la nueva visionaria. Comienza
la sintaxis del óxido.
Vuelve a
Norteamérica.
Ahora
(pero lo ha sido siempre), ya es una artista: sabe lo que no quiere: si lo hago, mal; si no lo hago, también mal:
double bind.
Lo que
quiere, ¡ya le saldrá al paso! ¡Al diablo con los siquiatras!
Sus
grandes ojos como simas donde fundirse. Acrisolado el hombre en esa oscuridad
con la esencia de la mujer verdadera, esa diferencia.
Ha
asistido con ella a fiestas que…
Por
ejemplo: el doctor, después de una pausa, alzó la vista del suelo y le miró con
lástima. Le preocupaba él más que ella, que ya tan sólo era una herida
incontenible envuelta en el azul sudario del hospital, eso que termina
escondiéndose en un agujero. Él tenía expectativas, estaba vivo, o medio vivo,
depende, era todavía un paciente futuro donde escarbar más adelante, donde
meter la manaza: objeto desentrañable, clasificable y olvidado. Pero por el
momento…
Los
médicos y los jueces sienten una insólita frialdad hacia las víctimas muertas,
irreversibles, un desapego que tiene más de distanciamiento profesional que
olvido criminal. Después de todo, a pesar de sus batas y togas, del mecanicismo
rutinario que los acciona como autómatas clínicos y administrativos, han de ser
de la misma cofradía de putrefacción: enfermos, cadáveres enterrados o
quemados, culpables. Pero se ajustan al papel, estos doblegados por lo
empírico. Así, alejan la pena, que acaban confundiendo con la técnica.
Las
pequeñas cosas, que duelen más: la alegría con que compraba cajas de lápices y
la provisión de frascos de tinta india, la coqueta elección de los pañuelos de
cuello, el primor con que plegaba sus vestidos primaverales en abril del 70, el
cuidado que empleaba para alojarlos en el armario en hileras perfectas (no
sabía que para siempre, jamás volvió a vestirse con ellos). Le gustaba colgar
cosas. Verlas caer hacia abajo. Colgando.
Tenía que ver las esculturas de la terraza, avisó con
antelación.
Él la espera afuera. No entra en el museo (empieza… a
odiarlos).
Delante de la blanca helicoidal del Guggenheim la esperó
toda una tarde mientras se entretenía pacífico atisbando rostros desconocidos,
gentes que jamás volvería a ver, pues aunque ello sucediese las facciones y los
abultamientos le resultarían desconocidos de nuevo, andantes siempre sin
nombre, con alguna gracia algunos y enredados todos en secretas actividades. De
frente a la Quinta Avenida: cuántas bolsas en las manos de contenidos
misteriosos, y las miradas de una sensibilidad cruel hacia algo ignoto,
caminantes serios a lugares distantes, neoyorquinos nunca engañados de sí
mismos, de su urbano y reiterado dinamismo. Aguardó su llegada, mansamente,
durante dos horas. Sin indignación. Ya era el hombre que esperaba. No vino
finalmente, y en un descuido, como un tramposo, se incrustó en una de las filas
contrapuestas, se atuvo al ritmo debido del caótico hormiguero, tan codificado
sin embargo, una dinámica regida por la ley y el orden y el debe y el haber del
laberinto, y
desapareció entre la multitud.
Pocos años
más tarde, en el 72, ese museo albergará una gran exposición integral de Hesse
compuesta de dibujos, pinturas y esculturas. Una muestra alborozada con las
puertas abiertas a la celebración postmortem.
Imagina él que ella habrá comprobado su triunfo final desde la plataforma de U7
(donde leía el Vogue) o U29 (donde
aprendió finalmente a jugar bien –si esto es posible-al ajedrez).
Por la
noche: es un tipo sensato, se droga con la colección que empieza a atesorar de
los suplementos de New York Times Book
Review hasta que cae rendido en la
cama.
Al día
siguiente, no exigió respuesta alguna. Hesse llevaba extraños artefactos en las
manos y ninguna explicación que dar. Le invitó al insípido café americano, y,
en perfecto silencio, a las diez de la mañana, miraban tranquilos a la gente a
través de los grandes ventanales de una cafetería en el SoHo perfilados por la
luz clara del este que penetra por el cristal de marinos reflejos. Con
intención, al verla rebullir en el asiento, como dando por terminada la tregua,
alza la mano llamando la atención del camarero. Pide un bourbon:
(-¿Cuál de
ellos, amigo?
-Jack
Daniel’s por ejemplo, gilipollas.)
Atrasa la
salida. Se demora en ella, su suposición, que más tarde o más temprano ha de
escapar por entre toda esa arquitectura de hierro, piedra y cristal tan robusta
de ahí afuera...
De la
grisura de las fotografías de los sesenta rescata una ciudad donde la
quinceañera judía de las trenzas y las crenchas, de grandes ojos negros y boca
jugosa, camina apresurada sobre la nieve aún limpia de las aceras a esta hora temprana
de la mañana neoyorquina, abrigada hasta los ojos por prendas de vestir
acogedoras y pesadas, la camiseta de felpa, las bragas de algodón, la camisa de
franela, la falda larga de grueso tejido,
el jersey de lana, la bufanda de
colores chillones, el gorro azul, los calcetines altos, las botas de piel y el
fardo pesado del abrigo tipo oversize:
una más de las cientos de miles de adolescentes de Brooklyn y Manhattan que
acuden medio adormiladas al instituto. Una colegial anónima de la que nadie
podría en ese tiempo y espacio prefigurar la fortuna o la tragedia escudriñando
en lo más hondo de sus pupilas negras y resplandecientes.
Y en el
sol del verano, los días eternos, las mañana líquidas, ¿quién diría nada de
esos miles de bañistas que pueblan apretados y casi desnudos como en un
hormiguero las arenas de Coney Island en los primeros días felices de julio?
Esa niña desconocida, que revela en sus ojos brillantes la esperanza de obtener
lo mejor del destino (interminable, inagotable), que respira el aire que huele
a sal, que enfundada en un bañador amarillo guarda su turno en la cola de la
Gran Noria que se eleva majestuosa y brillante sobre las aguas del mar y el
estuario del East River sobresaliendo victoriosa por encima de todo el parque
de atracciones, esa niña, ¿quién es?
Mas,
existen los monstruos…
La Niña y
el Monstruo (Primera Parte).
1967: “New
Documents”. En el MOMA.
Descubre el revés de las cosas.
La Rolleiflex escribe en mayúsculas.
Un cuerpo
en crecimiento, y la mente creciendo en él también.
Pero lo
revierte todo de una epidermis que humaniza lo abstracto, la artista encarna
los materiales de una sustancia antropomórfica. El metal podría gotear sangre,
supurar pus, así que lo envuelve con látex tan suave, blandito, qué fina
textura, y no vayáis a confundirlo con un espantapájaros de lo metafísico.
Afuera, la
urbe donde siempre crece la hierba, sólo tienes que disponer de la dentadura
adecuada, saber arrancarla a mordiscos de la frialdad de su cemento. La lucha
por la vida, una busca diaria de felices momentos, huyendo del tinte maléfico
de la amargura castrante. Adelante, anónimos (con bolsas rotuladas o no cogidas
de la mano).
El ruido
de la ciudad, las voces; los colores y las formas, la vana geometría de un
movimiento incesante, tan efímero en el espacio, va a configurar la urdimbre de
fondo donde hilar la trama de una enferma, la memoria desordenada del notario
que levanta acta fidedigna sin haber comprendido nada de nada probablemente.
El clamor
del silencio de los objetos, su violación. He aquí ella, apresada, captura
cruelmente deliciosa de la parca, pieza a abatir, pues va directa al arca de los disfraces de la celebridad y de la
fama artística.
Ella
también ha llegado a contemplar con espanto los monstruos de Coney Island antes
de que los desterraran al subsuelo más siniestro de Manhattan, alejados de la
vista de los ensimismados transeúntes.
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