Bonita dialéctica.
Jennie
Queiroz… y ella, que bordea lo
místico, lo impalpable, nexo entre la realidad y la ficción.
Fotografiaba
hadas: suelen aparecer ataviadas del aire inocente de las instantáneas, como
disparadas al desgaire y, todavía con mayor frecuencia, en los antiguos
daguerrotipos (pero ahora secretamente, burlonamente).
La
posterior presencia de Hesse y El Falsificador en Suiza se debía al interés
común de rastrear, cada uno por su lado, la pacífica estancia de Klee en ese
país. Todo un encuentro casual, parecía sin importancia. El motivo (la excusa digamos… literaria) sería una
exposición de pinturas de falso surrealismo al que ambos acudieron al margen de
aquel interés, como si esa cita borgiana les estuviese aguardando desde hacía
tiempo en Berna. Un accidente. Rodeada de un grupo de gente circunspecta,
aunque de atuendos vistosos, durante el obligado vernissage fue preciso que ella sobresaliera, que se hiciera ver, puesto que él, un tipo corriente, era cegado a
cualquier epifanía. A él no le fue lícito hablar de magnetismo en este momento.
Hasta entonces, nada ha sabido de su existencia. No hay que sobrevalorar lo que
se ignora. Ella, en ese instante que él recorta del fondo por vez primera su
figura, es una estatua dinámica, tibia, de una materia aún por definir.
Simplemente estaba allí, venida de algún lugar misterioso, creada quien sabe
adónde, inexistente hasta ese momento, inimaginable, una imagen atractiva y
hermosa tan sólo, con una cabellera espléndida y la palabra hospitalaria. Pero
él sospecha el aura de después, aunque ahora es un halo borroso lo que
desprende el inventario de ocurrencias que empieza a fraguar en su mente. Le
inquieta una imantación que parece recorrerle de pies a cabeza. Descubierta
magnífica y genial hasta el final de sus días. Inevitable ya.
Absolutamente
imprescindible: él se hospeda en tales ensueños. Pues, ¿qué tiene? ¿Qué lleva
realmente entre manos? Nada.
A ella le
gustaba el surrealismo. Más que por sus imágenes por la idea potencial del
sinsentido que preconizaba desde sus dogmáticos orígenes, el no-lenguaje por definición, su entidad
de desmitificador absoluto. “Todo el arte moderno nace de un surrealismo despojado
de un Dada inane”, declaraba. La
sorpresa constante de una ordenación mágica que hasta gestaba significados de
gran valor: lo subyacente, lo connotativo, lo místico, lo…. teórico
grandilocuente. A él, del surrealismo, sólo le atraía la cómica imaginación de
muchas de sus propuestas, técnicamente deficientes, como había descubierto no
sin extrañeza en numerosas ocasiones; acaso la mágica y enervante figuración de
Magritte, las medidas genealogías de Gorky, alguno más, salvaban la condena y
el repudio del todo. Y, sin embargo, él mismo era proclive al formalismo más
surreal en su escritura de creación, que contrarrestaba a modo de compensación
(así prefería figurárselo él) otras labores de índole mercenaria.
Una
conversación a dos, privada y exacta por ficcional.
(Jennie, la dulce pero atrevedísima lusa,
sonríe y calla envuelta en su melancolía sabia, atlántica, vaporosa). El oculta
la naturaleza mezquina de su trabajo; magnifica la furtiva labor deudora y
subsidiaria de aquél: escribía para una revista musical capaz de meter la pluma
en todos aquellos aspectos que merecieran la curiosidad del mundo del acné y la
idolatría del teenager, un semanario,
Fans, de inusitado éxito en la
juventud española. Ya que era prácticamente el único de la redacción que podía
expresarse con decencia en inglés cubría de forma intermitente eventos y
festivales fuera de España, y eso le permitía a su vez sufragar sin cuidados miserables en los
esporádicos viajes al extranjero su asistencia, añadidas a los estúpidos
conciertos de rock, a exposiciones y sucesos artísticos que, a espaldas del
hebdomadario juvenil, reseñaba a modo de free
lance en revistas de arte más o menos rigurosas, su verdadera aspiración
profesional.
A Hesse y
a él…
les
vincula raras devociones, les une el enigma de Paul Klee y su laboratorio de
ideas, senecio, el arte de formato intimista, replegado, las casitas mágicas.
El tema ha surgido de repente, como una chispa eléctrica que saltase de uno de
los dos cerebros al otro y prendiese en la inspiración de ambos. Sólo han sido
unas palabras acerca del pintor, ese substrato característico que adensa una
magia inefable en las pequeñas y reflexivas pinturas del artista. Una coartada
no carente de ingenuidad y pedantería a parte iguales para iniciar una conversación
(que se abortaría en seguida) sobre lo onírico e infantil tan presentes en la
obra del último período de su carrera.
El
peligro, en forma de decepción, siempre acecha.
La
realidad, como un puño de acero, se va a estrellar contra tus narices, o mediante
un gancho de izquierda sobre tu mandíbula de cristal: ahí está el golpe: te va
a reventar el hígado (al final te estrella un directo sobre la ceja derecha,
seguido de un knout): alguien se
acerca sutilmente amenazante (como un estropicio… ¡con lo bien que iban las
cosas!)
Un tipo
alto y esbelto, atractivo sin duda irrumpe en la escena, helo ahí: es el
acompañante, el joven, alto y neoyorquino de pura cepa (sin que a través de las
generaciones le haya perseguido nunca el hedor de las bodegas del barco cargado
de emigrantes ni que en los remotos orígenes familiares se hallen newsies o pilletes del Lower East Side).
Se une al trío. Pronto, con gesto cortesano, interrumpe la conversación de una
manera tajante. Aunque con voz pausada pero autoritaria, ya no deja de hablar a
los demás. Les impone a la escultora, a su acompañante Jennie y a él mismo un
respeto divertido. De modales elegantes, viste de falso sport, como un auténtico gentleman:
americana de excelente pana azul oscuro con coderas de piel negra, chaleco
verde, pantalones grises de franela con pinzas, la pipa bien sujeta en los
dientes. (¿Usaría reloj de bolsillo, guantes de cabritillo?). Entre él y los
otros silentes, las volutas blancas del humo aromático del excelente tabaco
holandés que exhalaba la cazoleta. Habla con suavidad, ayudándose de largas
pausas, convencido de lo que dice y, con toda probabilidad, sin ninguna gana de
perder el tiempo escuchando a los demás. Eso, piensa El Falso Periodista, ya lo
identifica como mediocre. Daba la sensación de tener razón en sus asertos.
Profería las frases con aplomo, hasta con suficiencia. Reitera (un fingimiento
más, quizás) un tic algo peliculero y que al tipo debía parecerle distinguido:
se rasca la barbilla con los dedos de la mano derecha, al tiempo que sostiene
la pipa con la otra mano. Hesse le escucha con notable aquiescencia, casi con
arrobo, lo que a él (El Único) le provoca un inmediato ataque de celos. Supo,
luego, que era El Marido, un escultor americano del que no tardaría en
divorciarse: un accidente. Ambos acababan de llegar de Zúrich, donde habían
tratado de contratar sin demasiado éxito alguna exposición con un par de
galeristas.
Al cabo de
unos minutos, el matrimonio de artistas se despide con naturalidad. Pero a
media tarde los cuatro se volvieron a encontrar por sorpresa en una cafetería
atestada de gente, todavía en Berna. Aunque todo quedó en un movimiento de
cabeza a modo de saludo desde lejos, subrayados por un cruce de miradas fugaces
entre la turbamulta de los cuerpos que se interponían entre los dos.
“¿Así que
eres español?”, debió haber preguntado inocentemente la
judía-alemana-estadounidense-salvada-del-gran-sacrificio con un matiz de
incredulidad (?) en su voz horas antes.
Por
entonces él sobrellevaba con resignación esa etiqueta exótica sin meterse en
averiguaciones dolorosas. En 1965 ser español no era de las cosas más serias
que se podía ser en el mundo. ¿De qué caverna sale éste?
De la de
todos, más o menos cerca de la entrada…
Abril de
1968:
El
Encuentro en Nueva York.
(Primera
Parte. Exterior. Plano general.)
(Voz en of.)
“Una Nueva
York pintarrajeada, sucia y arruinada en muchos de sus barrios…”
El metro
mismo era una obra de arte de la chabacanería más repulsiva: anticipaba la
plástica de unos años después, sólo que ahora su muestrario (todos los vagones
chorreaban pintura y estridentes garabatos) no era sino un miserable
gamberrismo urbano y nocturno.
Ha viajado
en febrero de ese año hasta allí con la misión imposible de entrevistar a un
conjunto de artistas a los que unía una similar preocupación estética y
conceptual “de ruptura formal absoluta con lo precedente”, como se calificaba
desde la “vieja Europa” las nuevas lanzaderas abstractas neoyorquinas
(preferentemente); en realidad, hacía tiempo que en Estados Unidos dominaban
esa jerga plástica con suficiencia y hasta con desgana, como si mucho antes no
hubiesen existido movimientos como el surrealismo o Dada que a pesar de las
diferenciaciones lógicas, en especial de orden aparencial, prefiguraban los
posteriores (en el mal o buen sentido de la expresión) desmanes artísticos .
Para él tuvo ese viaje un aura de cochambre, de tiempo de
ruinas. Pero esa fue una sensación posterior. Un regusto inevitable de lo
maldito, cuando uno escribe la crónica de después con el cinismo del presente y
traiciona lo vivido apenas sin darse cuenta de que lo hace.
Volveré a verla.
(Escribió.)
El Hispano
Descubridor de Tierras Indias y Vírgenes: uno de esos tipos a los que les es
inútil fingir o andar en simulaciones: llevaba todos los secretos estampados en
la cara, uno por uno podían reconocerse en su mirada, en su boca abierta, en
cualquiera de sus expresiones y muecas, en su voz, en su silencio, hasta en sus
pequeñas orejas… Sólo le faltaba la armadura reluciente como la plata, el casco,
la espada, el caballo alazán de crin alborotada…
Por
entonces, ella estaba alegre y confiada.
Porque así
prefirió creérsela.
Y pudo
corroborarlo cuando se presentó ante sus ojos inquisitivos. Irradiaba tal
seguridad en sí misma que se había embellecido de forma sorprendente. Era
invulnerable, y lo creía de veras. Por eso lo era, artista, eterna.
“Es
invencible”, se dijo él.
La figuró
moviéndose segura y sabia por la ciudad de los laberintos. ¡Esta santa Teresa
entre hornos y crisoles!
Le
deslumbró aún más que la primera vez.
Dos años
más tarde estaba muerta. Sólo entonces, huérfano, abandonó él Nueva York como
el niño que sale al sol agitado y hasta maravillado de la triste barraca de
feria aún engañado por la tosquedad de su trucos.
La
buscaba, la estela inodora (o incensaria) del fantasma.
Vive con ella un día infinito (pues hoy la recuerda, y la vive). Alarga ese día como un tubo de goma. Lo estira, mira a través de él, lo dobla, lo retuerce, lo arruga. Golpea con él. Lo suelta. Lo falsifica con todas las de la ley. A fin de cuentas, ella es su material, el inventario más precioso, y hasta el decorado esencial de una plástica que transgrede todos los límites conocidos del arte de la representación y el remedo. De ella desplaza él toda la batería sensorial que logra evadirle de lo insulso del presente. Ella ronda por su pensamiento a sus anchas, en él se aloja y él hasta la confunde, manipula, trocea, oculta, revierte, saja, silencia… La encubre, la desfigura. Ensaya con ella todos los espejos de su interior atolondrado.
Vive con ella un día infinito (pues hoy la recuerda, y la vive). Alarga ese día como un tubo de goma. Lo estira, mira a través de él, lo dobla, lo retuerce, lo arruga. Golpea con él. Lo suelta. Lo falsifica con todas las de la ley. A fin de cuentas, ella es su material, el inventario más precioso, y hasta el decorado esencial de una plástica que transgrede todos los límites conocidos del arte de la representación y el remedo. De ella desplaza él toda la batería sensorial que logra evadirle de lo insulso del presente. Ella ronda por su pensamiento a sus anchas, en él se aloja y él hasta la confunde, manipula, trocea, oculta, revierte, saja, silencia… La encubre, la desfigura. Ensaya con ella todos los espejos de su interior atolondrado.
La
coreografía de la ciudad la ampara, la define, extrae de ella las pulsiones
necesarias para una epifanía de lo visual tan próxima a lo inefable, tan
extraña a la autoridad de las palabras o las significaciones, pero tan perfecta
para el esclarecimiento. Tras la ciudad, su tela de araña y las complicidades.
Toda esa
cultura de los grafitis:
¿No
encuentra un sitio para exponer su obra?
El espacio
público es suyo. Tómelo: las tags
pronto revalidan una expresión gamberra: ¿avalista?: The New York Times (palabras mayores).
Helo ahí: Tag art: de aquí a los taggers armados con los botes de spray un solo paso: ¿qué separa la mierda
de la finanza? Una simple cuestión de estética… no, de buen gusto.
Nueva
York, primavera del 68.
Peripatéticos,
han andado por sus calles y tumultuosas
avenidas numeradas, sorteando lentos automóviles, figuras urgentes de anonimato hostil, serios
figurantes. Ella tenía un estudio, que a la vez era vivienda, en el SoHo, un loft plagado por la suciedad de lo
heteróclito y la basura industrial (o por la limpieza del minimal, el solo concepto).
Visitaban
incansables exposiciones inaugurales, sugeridoras, de una sobriedad
desconcertante, rupturistas. Ella le presentaba a decenas de pobres diablos
artistas que, tan sólo una década después, ya se habían transformado en activos
financieros. Compraban libros en algunas de las pequeñas librerías de Broadway.
(Hurgando en un cajón repleto de libros de bolsillo y ediciones descatalogadas
a él le sorprendió la ilustración de la sobrecubierta que ocultaba las tapas
duras de un libro en español, de chocantes medidas (18 cm x 15’5). Dudaba él,
descubrió las tapas de tela gris debajo del papel satinado y coloreado: un
relieve geométrico ennoblecía el tacto. Pasó las primeras páginas. El libro
había sido impreso en España, en Valencia, en 1957. El ilustrador de la portada
era Manuel Millares, hombre inclasificable (lejos del homúnculo, muerde todas
las manzanas prohibidas) y abocado a lo trágico. El texto, una colección de
ensayos sobre artistas contemporáneos de los Estados Unidos, lo había escrito
Vicente Aguilera Cerní. El y Gillo Dorfles constituían durante esos años la
pareja más sobresaliente en Europa de la crítica y análisis de las últimas
tendencias artísticas. Subrayaba el autor al mencionar a Pollock y Rothko, “los
grandes tamaños del arte norteamericano, ésa la escala de lo sublime”. Con
anterioridad le habían advertido a un receloso El Escudriñador que en alguna de
aquellas librerías especializadas podía encontrarse cualquier cosa escrita en
cualquier idioma. Lo compró sin titubear por cuarenta centavos. Antes del
mediodía, terminan él y La Artista en una cafetería de la calle Thompson, en el
Village. El le informa sobre el autor del libro. Ella le miraba complacida,
aunque sin mostrar un verdadero interés en realidad; apenas le escuchaba,
parecía un fantasma, como un vapor en su cerebro, como... Las pocas páginas,
así como las ilustraciones en blanco y negro, del curioso libro -ya
desaparecido- versaban sobre escalas, los nuevos materiales, la escultura de
hierro y acero de Smith, la materialización del espacio... El discurso de El
Enterado se apaga; las tazas ya vacías, las palabras que empiezan a necesitar
algo más allá de su significado. Finalmente, dos días después él le regala el
libro, o lo pierde, o se lo roban. Hoy, muerta ella, aún no sabía él de su
destino ulterior. Agregaba una curiosidad más el volumen en cuestión: la
supuesta editorial propietaria del copyright
del libro era engañosa: informaba como domicilio social el número 16 de Doctor
Vila Barberá, en Valencia, una calle sosegada y arbolada de acacias centenarias
a pocos minutos del centro de esa ciudad antigua, culmen de todos los estilos
desde el románico al neoclásico, comercial y burguesa. Jamás ha existido tal
número en esa calle estrecha y de apenas cien metros de largo.)
(El
homúnculo prevalece sobre el pensante feliz, paseador trivial, hecho de
materias inhumanas.)
Está en la
habitación blanca del hospital. Da cabezadas frente a su cama. Ella duerme.
Tiene la cabeza totalmente rasurada. La artista duerme. El libro caído en el
suelo, con las tapas volcadas sobre la moqueta. No recuerda… ¿Qué leía, qué
hacía? ¿Soñaba…?
La
duermevela le ha trastornado.
La noche
interminable. Una tortura para nada. Una espera para la nada.
Le cuenta
sus sueños. Él le cuenta sus pesadillas, los temores.
La oye
delirar, y se entera de sus secretos, El Tipo Listo y Ducho (que aún conserva
libros con pétalos oxidados de las flores del verano prensidos entre sus
páginas).
Alguien
comparaba su desgracia con la de Sylvia Plath, con alguna otra maltrecha
(Mansfield, Carrington, Arbus, la Bowles, Sexton, Woolf, Storni…). Qué
estupidez. Ese montón de mujeres desdichadas o malditas, o castigadas,
destruidas… Toda esa femineidad de la fatalidad y la mala literatura, ese útero
editorial de sugestivas referencias de donde hacer negocio… Fue la vida quien
traicionaría a Hesse, que no tenía nada de maldita: la preparó a conciencia
para una muerte joven, y ella no tuvo la mínima posibilidad de vencer a pesar
de la lucha encarnizada que emprendió al enterarse de su enfermedad.
Ella no
hubiera muerto jamás. Se plantó frente a la muerte a cara descubierta. Sólo
después, la serenidad, el fin. A su pesar. “Esa mierda de la muerte, ¿para qué
me quiere a mí?”, se preguntaba asustada en 1970.
Y, ahora
(quizás los dos al unísono), piensa que ojalá la vida tuviera un empalme, una
estación donde cambiar de trayecto al menos, no huir del destino irrevocable,
pero llegar a él en otro lado, en otro momento.
Alguien
informó debidamente: “Existe el libre albedrío, se llama magia.”
Ella creía
en el arte, un sustituto de aquélla:
-Me basta
con mi obra.
“No es
suficiente. Hay que apelar a la magia.”
Se hizo
maga. De una manera autodidacta, digamos.
-Voy a
engañar al tiempo –dijo una mañana en la cocina, apenas levantada de la cama,
dejando ver a través de los delicados tejidos del sueño partes de su cuerpo
relajado y limpio.
-Magnífico.
Dime cómo.
-Es
sencillo. Viajaré hacia atrás, haré del pasado mi lugar favorito.
Hace una
pausa. Parece reflexionar, o finge que lo hace. Toma asiento. Acerca él
servicialmente hacia ella la cafetera italiana. Pensativa, como sin verle, coge
una de las tazas rojas de la mesa. Dice:
-Aunque hasta hoy el pasado era la peor de mis
pesadillas. Pero ahora comprendo que es el mejor lugar para defenderme, no hay
dudas respecto a él, no me ha herido de muerte. A pesar del daño que me ha
hecho desde que nací, es el único
escondite que tengo para burlar el futuro. Aún estoy ilesa, así que, ¡si me doy
prisa…!
Con
cuidado se llena la taza hasta la mitad de café aguado, típicamente americano.
Una auténtica porquería.
Mira a
través del cristal sucio de la ventana. El cielo está gris, se diría que frío,
aunque ya vamos a entrar en mayo (1970), la más terrible de las fechas, asomo
de lilas, las aguas del deshielo, cadáveres a flote.
Consideraciones sobre el espacio y el tiempo. Una divagación.
¡Cuántos
días han pasado leyendo y traspasando las fronteras de lo imposible años atrás!
Un martes
(día de brujas) empezaron el viaje montados en una escoba directos al cielo
negro más allá de las estrellas: es un hecho probado en la ciencia de nuestros
días que tanto el espacio como el tiempo se mueven, y la violencia que emplean
para ello es inimaginable, nada existe en la naturaleza terrestre comparable a
esa potencia inaudita. A partir de ese hecho tenemos que hablar de una nueva
estructura cuatridimensional unificada susceptible de introducir nuevas y
sugestivas teorías revolucionarias respecto al universo que conocemos. Por
desgracia, la física contemporánea no cesa de colocar barreras frente las
mentes más desbocadas. Sólo desoyendo las leyes inevitables de ésta podemos
liberar nuestra imaginación.
Pongamos
ante nosotros aquello que no está sujeto a ninguna ley.
Imaginemos
entonces.
Imaginemos
que…
Por lo
demás, respecto al origen de la creación y lo que se esconde al otro lado de la
muerte nadie sabe nada de nada. Toda filosofía es un abuso del lenguaje; toda
religión es un sistema económico; toda teología es ciencia-ficción (Borges dixit).
Borges era
un auténtico maestro de las conjeturas. De ahí la sabia ironía de sus textos.
Dudaba hasta del lenguaje, al que tuvo que “traducir” con humor. ¿Dónde está
ahora Borges?
Imaginemos,
concede.
En el
Reino de las Conjeturas, Alicia…
El espejo
hecho añicos.
Hesse lo
ha traspasado y, con una voz extrañamente infantil, ha sentenciado con
desparpajo que es una constructora de mundos.
-Está
decidido. Me vuelvo al pasado. La única forma de vencer al tumor de los
demonios.
Existen
las singularidades, las oscuras y complejísimas teorías físicas de última hora.
Ahí atrapados, todo revoca las leyes de la física que conocemos. No hay antes ni después.
¿Tres
dimensiones? ¿Cuatro? ¡Once!
Universos
gusanos. (Okey, me suelta en
neoyorquino.)
En efecto,
aún a pesar de sus misterios el universo conocido y las explicaciones que nos
ha deparado la física hasta el momento son demasiado básicos. No iba a ser todo
tan sencillo. Universo, galaxias, soles, planetas… Demasiado inocente. Hay más
perversidad en todo esto, mucho más cálculo y realidades inconcebibles para la
mente humana.
2010:
teoría de cuerdas, teoría de las membranas… Bien podría ser una de las
perversidades o trampantojos o pasos a ninguna parte o sólo palabras: una
retórica acerca de lo invisible o inexistente.
1970.
Están las cómicas o trágicas incongruencias del tiempo y el espacio que se
producirían en la eventualidad de viajar al pasado, está la posibilidad de un pentimento cósmico capaz de borrar los hechos sucedidos como una goma colegial
borra los garabatos en la página de un bloc infantil de páginas cuadriculadas.
-¿Qué agua
se bebe ahí?, ¿qué hierba se come?… ¿Qué tal el aire?
-¡De
colores!
-¡Y suena
música celestial! ¡Y por los verdes prados pacen las blancas ovejas de sedoso
vellón!
-¡Tu
sarcasmo es inofensivo! Estamos en otra dimensión, donde la encarnadura es
polvo, estiércol cósmico.
Se lo hace
notar con suavidad, pero con firmeza:
-¿Así de
fácil? Viajas al pasado, introduces elementos insospechados de contingencia:
hasta mi nacimiento puede ser imposible, puedes matar a tu propio padre antes
de haber nacido, cambiar el curso de la historia, neutralizar los resultados de
una apuesta al publicar los resultados previamente… ¿De qué manera resuelves
todas esas paradojas?
Las abolió
con presteza:
-Una vez
en el pasado nada puedo hacer por modificar el futuro que ha de sucederle, que es invariable, de la misma forma que
nada malo puede esperarse ya de él. ¿Sabes?, es un pasado que no concierne a lo
posterior.
-Vienes
del futuro, ya sabes lo que hay en él inmediatamente después del pasado en el
que te sumerges de nuevo, ¿y no puedes hacer ninguna travesura?.
-En ese
pasado ya no existe aquel futuro. En cierta medida, es como las limitaciones
que atenazan al tipo que verdaderamente posee el don de la premonición: puede
ver lo que ha pasado, no lo que va a pasar, así que no puede cambiar nada de nada, lo que debe
resultar bastante mortificante.
-Pero tú
juegas con ventaja en cualquier caso.
-No se
trata de eso. Ningún suceso puede pertenecer a la vez al pasado y al futuro.
Algo misterioso lo hace cambiante… ¡siendo el mismo! Además, no se alteran los
hechos, sólo se neutralizan, se sustituyen por otros más halagüeños en… ¡otro
universo! El que abandono se queda intacto: yo muero. Eso es todo. Me largo a
otro universo.
-De modo
que hablamos de misterios.
-No.
Hablamos de espacio-tiempo, una dualidad de la que todavía nada se conoce en
realidad pero de la que podemos intuir lo mágico y lo posible que han de brotar
de ella algún día.
-¡Y donde
existen el pasado y el futuro a la carta!
-Existen
los universos paralelos. Viajo al pasado, construyo otro universo. Miles de
millones de universos paralelos nos aguardan. Estoy en el pasado, soy yo, la
del presente, pero soy otro yo en otro lugar, sin dejar de ser la misma… en
¡otro universo! ¡No altero en absoluto el que he abandonado!
-¿No se
bebe en ese universo? ¿No se come? ¿Se envejece en ese universo? ¿Se muere en
él? ¿Se procrea? ¿Hay flores y gatitos? ¿Hadas y brujas, príncipes y capitanes,
dinerito contante y sonante?
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