jueves, 1 de enero de 2015

1

Sabemos muchas cosas que no hemos aprendido.
A aquella chica le gustaban los colores.
Pero no como pueden gustarle a usted y a mí.
Hablo de algo diferente.
Inefable: difícil de explicar; cuando menos, escurridizo.
Dijo: francamente, una puede escribir con ellos. Y, además, sin necesidad de explicarse.
¿Colores?
Bueno… El arte y todo eso, ¿entiende?
En el principio (en lo innato):
“Los colores hablan.” (Son. Aunque todo es un espejismo, una treta especular de la luz.)
Ella, artista mística, observa paciente las tres reglas básicas de la comunicación (K.(andinsky) dixit), hasta que un día descubre que el color en el arte es nada más que una imitación: sólo la forma alcanza a ser incontestable, original, se explica por ella misma sin apelar a ninguna otra referencia si no se tiene por réplica, es, y delimita y garantiza su propia existencia con independencia de su significado.
Así que dejaron de gustarle los colores. Preferiría el caos de las formas, las asperezas y los contornos irregulares de las hechuras mundanas. Ella las organizaba dentro de un desorden que mucho tenía de inevitable misticismo, una espiritualidad rara.
Una especie de patchwork, un centón luminoso que alegraba sus rincones sin delatar los porqués.
Todo es una divagación.
“No te salgas de los límites del cuadro”, parece indicar la regla más básica, de sentido común, que es, en efecto, el más gregario de los sentidos (el más despreciable, pues). Aquel mandato había que pisotearlo cuanto antes.
Lo correcto apesta. Las reglas están para arrumbarlas en el cuarto de atrás, modificarlas, destruirlas con todos los talentos que uno pueda reunir en un acta de defunción bien programada.
El arte, por definición, es un estupendo ritual de transgresiones todo él: lo ficticio proclama a cada instante su carácter volitivo de expiación y hasta de mortificación tras la trapisonda de sus postulados y actos de desorden.
Contra lo sacramental, las manos vuelan.
El objeto, el material del arte no recipiendario de los modelos de la profusa figuración universal que nos rodea, irradia por sí mismo un discurso plástico pero sólo lo anima una deliberación previa, un alma (¿un deseo interior?) que acrisola toda liturgia.
El arte puede hacer que te inventes a ti mismo:
real o desfigurado.
El arte puede hacer que inventes a los demás:
desfigurados siempre.
Y una conciencia estética se forja de mil maneras o con el solo ojo cegado de Polifemo, en la propia y carnívora oscuridad.
“Ahora”, se dijo esta blasfema, “ya lo sé todo.”
Adiós al tema y todo lo demás.
Adiós al proceso litúrgico: a inventar el desorden.
Bienvenida materia inaudita, inédita, inacabable y sorpresiva a esta ceremonia de la confusión.
La obra de arte a solas: ella misma material.
Inextricable e intrincada. Su autoridad es su mera presencia. Avala una voluntad sea cual fuere su sentido.
“Soy una gran artista.”
No hay nada que impida que lo sea.
¿Quién va a contradecirla?
Nadie.
A rodar.
La luz es la verdadera dueña de la sombra.
Están los ritos, la salmodia, los códigos, las claves, el canon invisible de los iniciados, pues un artista que se precie tiene detrás un Fulcanelli que transmuta las piedras más áridas en misterios revelados, ilumina las negruras del actuante, deshace los arcanos medievales, derrumba muros, abre las ojivas del entendimiento. Arte, en definitiva.
En el fondo (y en la forma, claro) se trata de un apaño. Amañar (también sería una palabra adecuada).
Ella, capaz e iniciada, sacerdotisa de la fibra de vidrio y el látex, alza catedrales temporales, efímeras, de tal fragilidad que, una vez muerta, sólo el fraude y la copia manufacturada por intereses ajenos logra revivirlas, clonarlas mediante la fotografía antigua, el diseño en la despreciable hoja de papel, la nota descuidada, el pingajo museable, reconstrucciones innobles.
A cierto positivismo lógico enfrentaba inconsciente, no obstante, un surrealismo desmitificador de todas las leyes (artísticas o no). De aquel hontanar bebía.
Sería una aventura… holística.
Lo que ves es lo que ves.
El Testigo pudo haberla conocido en Suiza. De casualidad.
Un terreno neutral.
La Nieve sepulta los secretos inmemoriales, los hombres primitivos conservados en estrafalaria rigidez, peludas calaveras amojamadas (bonita materia de estudio).
La Montaña de Europa que hiende Los Cielos Vírgenes.
Donde todo empieza, la bruma y lo concreto.
Pero la bruma…
El pensamiento más nítido a través de un tul, la fantasiosa seda…
LOS CUADERNOS NARANJA Y ROJO.
Dickinson I: The thought beneath so slight a film – Is more distinctly seen
La hoja en blanco, las imaginaciones.
Unos años más tarde él, El Declarante, viajó a Nueva York, que es la más fantástica barraca de feria que uno pueda imaginar.
Él era un buscador de datos. Uno de esos.
Este Prufock que ha visto a las sirenas cabalgar sobre las olas.
Este Conroy que cuenta los copos de nieve de plata.
Este don Quijote ofuscado por los polvos y los vientos del Gran Molino que muele las Ideas.
Este…
Escribía(e): a tanto por palabra. Un cómplice. Un farsante que asiente con la cabeza mientras extiende la palma de la mano esperando las treinta monedas.
Pronto, uno se convierte en El Testigo para siempre.
(¡Y qué país, diantre! ¡Cenar a las 17,45!)
De la muerte de ella, por ejemplo. Una muerte a plazos, día a día derrotando un cuerpo que pugnaba por vencerla en batalla desigual, aunque no a traición, cara a cara (adosado ese abrupto final a su supervivencia, fue la vida la que le vino a traición). La más injusta de las muertes que él podía recordar, pues no había sabido hasta entonces de nadie con tantas ganas de vivir. La existencia de Hesse se truncó de modo cruel, inapelable, en plena juventud todavía.
Testigo de su vida, de la que ha aprendido a prescindir de su dimensión física: como hay que aprender de sus obras desgajadas de su entidad física y perecedera, pues a ella remiten de manera fantasmal (¿virtual?).
Testigo de su obra: en toda ella percibimos los rasgos más profundos del verdadero rostro de la artista, el que no precisaba de las máscaras reales de la carne, la piel, la sangre, la mueca, la mirada y sus ardides, todo ello extensiones de una trampa para confundir a los incautos amantes de la copia de la realidad a despecho de su inocente desnudez, libre de marañas aunque de engañosa claridad. Lo incomprensible de su obra la revelaba mejor.
Testigo real del último año de su vida y de su muerte, interiorizaba la única biografía en carne viva, la que deja ver lo sanguinolento, los tejidos hechos trizas, el alma verdadera del espíritu que son la piel, los tejidos, los músculos, los nervios, las corrientes de los fluidos, la desnuda (aun con los jirones de carne reseca pegados a ella) arquitectura ósea...
A partir de ese momento, ficticio o no, ¿qué iba a escribir, a mentir, a tergiversar, a comprender…?
En arte, la decisión de utilizar un material determinado, verdadero o falso, se convierte asimismo en “material”.
Se trata de… lo invisible.
Ni siquiera en la baladronada del principio pudo sentirse demasiado seguro en lo que hacía: no supo nunca la auténtica naturaleza de su intrusismo fantasmagórico en la biografía de la joven artista durante sus últimos años… y tampoco de lo que pudo saber al final, si es que alcanzó a esclarecer algo.
¿A qué desempolvarla?, se diría arrepentido, pero con la corbata perfectamente anudada al cuello de la camisa blanca y el puñado de monedas tintineando en el bolsillo izquierdo del pantalón con la raya bien planchada en ambas perneras.
El mundo del arte tiene sus entradas y salidas propias. Sus duques y modistillas. En esta feria de las vanidades se divierten así todos. Algunos, recogen dividendos; otros, se exhiben. También los hay quienes se inmolan en una muerte temprana y los que viven (duran) a expensas de los nombres y las verdades prestadas
Pero…
Él la recrea. Vive en su delirio: un tumor cerebral hostiga ópticas, altera imágenes, distorsiona la visión como esas pesadillas del alba invernal, gris, de lluvia fina y constante, cuyas imágenes desafían la física más elemental.
Sin duda el tiempo pasado, inocuo salvo en la pasión o la locura si no ha acabado contigo (y el hecho de haberlo dejado atrás así lo atestigua), no ayudará en este aspecto. Todo recuerdo invita a una recreación jubilosa o falsa o simplemente placentera, pero menoscabada por la arbitrariedad de una memoria siempre selectiva.
Muerta demasiado pronto, se dice El Resumidor, todo quedó a medio hacer respecto a la legítima ambición que la transgresora albergaba. La fatalidad destruyó un genuino deseo de alcanzar mucho más allá de lo que hasta ese momento había conseguido. Abortaría también, siempre sucede de ese modo, pues él era lo residual de la historia, la excrecencia, los planes confusos que rondaban la mente de El Testigo, un testificador con el morral lleno de argucias demasiado evidentes. Desde el primer momento que supo de ella no lograría siquiera rozar con la yema de los dedos la quiebra definitiva... de ambos: catártica aunque retórica, una; otra, inexorable y aciaga, bestial por designio de un dios malo, el peor. La suya, sin duda, fue una relación fracasada, tangencial, supeditada a situaciones chocantes, hechos, digamos, fractales: la evocación literaria pendula como un reloj que se atrasara y adelantara a voluntad entre la pena, los hechos y lo ficticio. Menuda componenda. ¿Le hubieran importado a ella la glosa posterior, las andanzas de una pluma libérrima, diablilla y cojuela de este Negro levantando tejados? No creo que eso le preocupara mucho a Hesse. Debe de resultarles todo muy etéreo e indiferente a los modelados con alucinaciones y ensueños, a todos esos cuyas hechuras se fabrican con el humo y las insolencias del solo recuerdo de después. Hesse, tan real como una imaginación, una idea, un desvarío en manos sacrílegas, espurias. Lo posterior: la nada (para ella muerta).
Estás aquí en la tierra.
La Tierra. Todo sobre su corteza brilla más que los soles de la noche, y es un esplendor falso al lado de éstos, una luz prestada y agotable en un tiempo ridículamente ínfimo. Aunque la tierra ardiera por sus cuatro costados sólo sería una llamita grotesca comparada con un simple átomo encendido (una infinitesimal menudencia) de la estrella que crea la misma realidad de la tierra, de sus cosas, de sus seres.
“Los asuntos de la tierra, si bien lo miras”, se decía, “son de una importancia…”
En cuanto a él, poco que contar: un negro: a tanto por página (y a callar). La mudez del anonimato le protege. Es invisible. No es nadie. Puede inventar lo que le venga en gana. Hasta a ella puede inventarla, hasta a él puede inventarse. A nadie ha de rendir cuentas, y mucho menos a él mismo. Es El Anónimo. Es un burlón Ulises (Nadie me llamo).
¿Nadie?
-¿Cómo te llamas?
-Treinta Monedas.
O sea, nadie. (Viaja por USA con la sombría dignidad del hobo.)
Divaga lo indecible, circula una forma que por impalpable niega cualquier atisbo de precisión. Tampoco se debe a una fidelidad exhaustiva. No acarreaba imposiciones ni reglas a despecho de un afán de minuciosidad siempre extravagante por la enormidad de sus fines inalcanzables: merodeaba lo innombrable.
Eres el nadador de la entelequia, se decía.
En ese piélago. A brazadas. Hasta la bocanada final.
Pero, en fin, se resistía a revelarla a ella en su total dimensión.
En su memoria apelaba al croquis, las idas y venidas de una bruma dibujante que ora revelaba fisionomía ora empalidecía rasgos.
Lo insuperable en la obra de muchos artistas son los borradores, el trazo impresionista e inacabado, el pincel suelto que aún nada define y poco corrige y las líneas del carbón que todavía se vislumbran por debajo del óleo como rebatiendo la perfección. Lo genial asoma con alegría.
Ese vuela-pluma aligera los  miramientos y acalla cualquier escrúpulo paralizante.
¿Un retrato a lo ingres, velazqueño?
¿A cuánto el centímetro cuadrado de lienzo?, ¿a cuánto el gramo de arcilla?, ¿a cuánto la palabra del curator-hechicero?
¿Muerte trágica?, ¿en olor de santidad?, ¿burguesa y con las manos en aspa sobre el pecho?, ¿con excelentes dividendos, octogenario-a, con fundación propia y beatífica sonrisa de patriarca?…
Cualquiera de estos interrogantes impone un estilo, un acercamiento digamos textual.
Cualquier descripción que llevara a cabo en este sentido empañaría su verdadera identidad. Evocar su carácter exige lo transversal. La fotografía exacta de lo real, por paradójico que nos parezca, minusvalora efectivamente la realidad.
Mejor un Goya sordo y huraño, incluso aterrado e indefenso a la luz tremulante de un círculo de velas encendidas sobre un gorro.
“Si es verdad que me inventas, inventa un lenguaje nuevo”, hubiera dicho Hesse, olvidando que él no era artista.
¿Quién era él?  (Ella era guapa: su rostro explicaba su carácter.)
En estas historias, como era real, era ficticio.
“¿Cómo te llamas?”
“Treinta Monedas.”
¿No iban a desconcertarla las preguntas de El Turista Intelectual, la doblez mezquina de El Testigo, el estúpido anhelo de sorber de su existencia instantes, culminaciones, apropiarse de su aliento, de sus temores, las interrogaciones, las idas y venidas, lo inventado y el lujo de su cuerpo?
Y es que él… la veía tan real que la figuraba a cada instante.
(Era real.)
¿En qué fragua, qué metales milenarios urdieron tales mimbres para tal artista?
De lejos venía… al Gran País.
Ella era hija de aquel nuevo mundo que vino del crimen original, raza maldita del gueto y la expulsión, desperdigada, errante, cargando la culpa y el estigma, huyendo del exterminio inmemorial.
Una familia judía cuyos antecedentes se hundían en lo más profundo de una Europa a punto de entrar en guerra, en el alma colectiva de aquellos askenazis del yiddish y sus temores primitivos que observan el ritual, acuden a la sinagoga, respetan las autoridades halákikas y durante el shabbat bajan la vista al suelo.
Toma, bebe tu vasito de leche negra.
¿Qué es ser judío?
Algo tan explicable o inexplicable como no serlo.
Blanco o negro.
Cruz o raya.
Cielo e infierno.
Todo o nada.
Vivo (en el tiempo) o muerto (en el tiempo).
¿Qué es ser piedra?
¿Qué es azul? ¿Qué es…?
“¿Sabes lo que significa Häagen-Dazs?”
(La joven mujer del 70 aún subía por Broadway y a la altura de la 77 se desviaba a la derecha hasta el Museo de Historia Natural. La niña de 4 años se planta fascinada ante esa monumental arquitectura ósea, el inmenso costillar, los huesos (un revoltijo en resumen aunque en morfológica composición): con los ojos como platos (en fin…, disculpemos el estúpido tópico) y los labios entreabiertos se quedaba muda frente a los grandiosos dinosaurios mondos y lirondos, inabarcables, y las aterradoras bocazas con los dientes de grandes sierras a la vista.)
Aunque ahora  (antes) había que huir de nuevo: la selva de cruces gamadas se extiende como una mancha de sangre sobre el mapa de la vieja y rancia Europa. El temor invade las calles al tronar de la claveteada bota paramilitar que patrulla sobre los empedrados de milenarias capitales: con absoluta impunidad la tropa de criminales se dedican a la caza de barbas judías y de adolescentes circuncisos que ofrecer en esta cabalgata de los nuevos dioses y valquirias despelotadas.
El fantasma de Goethe sólo aparecía y desaparecía por las esquinas de su pequeña patria: su espíritu jamás se impuso más allá de sus frágiles fronteras: Weimar engendraba un monstruo muy diferente.
Ya en julio del 32 papá Hesse sintió un escalofrío de terror al sospechar que la República de Weimar, entonces en manos de la villanía y el gansterismo, iba directa al coladero sangriento de la historia empujada a culatazos de un presente tan frívolo e irresponsable que repudiaba con insólita pasividad cualquier comprensión racional. (Aunque culto y apacible, no sin creciente malestar, el honorable letrado sigue frecuentando –nadie te ha cerrado la puerta todavía- la Kulturhistoriche Bibliothek Warburg cuando su trabajo de abogado se lo permite.)
En enero del 33 papá Hesse previó (o soñó sin comprender) la huida obligada. Pero Alemania era su patria. La realidad ineludible se antepuso al miedo ancestral. Soy tan alemán como cualquier otro de Hamburgo, Wremen o Berlín, se dijo con orgullo infantil. (Y ni siquiera, entendámonos, era un Mischling: era un judío de pura cepa).
En el 35 las armas y los cascos de acero ilustraban los semanarios de los sábados y las páginas propagandistas de los diarios sometidos. Pero papá Hesse aún se resistía y pensó en incrementar la prole germánica de su hogar: como buen alemán, engrandece la patria y engendra un vástago.
En el 36 papá Hesse observa con inquietud el alumbramiento de Eva Hesse, su segunda hija, en un mundo desquiciado por una violencia que parece nacida de la arbitrariedad y la sinrazón de un Yahvé bíblico (“… y pasaron a sus habitantes a cuchillo y fuego y destrucción…”)
Y, ahora, sí: las puertas se han cerrado.
1937: Rassenschänder.
1938. “El odio está justificado”, proclama un titular de prensa.
A por ellos.
Expulsión de las escuelas de los niños judíos.
Destrucción de la sinagoga de Munich.
Destrucción de la sinagoga de Nuremberg.
Confiscación de todos los bienes propiedad de los judíos.
Todos los judíos, por decreto Ley pasan a llamarse Sarah e Israel.
Toque de queda para los judíos (en invierno, a casita a las 8; en verano, a las 9).
Destrucción de todas las sinagogas de Alemania.
El arrogante y grotesco Pickelhaube da paso al más eficiente y antipático Stahlhelm.
La suerte está echada.
Y ni siquiera enmarcan los peyots los rostros pálidos.
Media Alemania se ha quedado ciega de repente: “No recuerdo si voté en esos años”, se excusará en su autobiografía un señalado filósofo de la época, “y si lo hice, no recuerdo ciertamente por quién”, añadía taimado. (Ya te enmendará a ti la plana otro escribano de más adelante, cobarde criminal olvidadizo.)
Entre miles de suicidios y huidas a ninguna parte, los Hesse callan y hacen de las ventanas de la casa cerradas a cal y canto murallas defensivas en un país ya derrotado por el crimen y la ceguera colectiva.
En el 39 papá Hesse y su familia se tornan invisibles para la Alemania nazi, han desaparecido, se los ha tragado la tierra ocultos por la diáspora, pues en los tiempos de locura y gran confusión el origen de un ser humano basta para condenarlo y sólo urge la huida.
La excursión dibuja un extraño mapa en la memoria de una duramadre aún por soldarse.
Los abuelos de la criatura morirán exterminados en los campos de la muerte, y ninguno de ellos era de esa clase de judíos que al ser atrapados escondían diamantes y piedras preciosas en el recto.
Los hijos se esconderán como ratas en el escondrijo de un desván polvoriento y oscuro hasta que puedan levantar la cabeza olisqueando los peligros que les acechan y cavilar su huida a través de la noche.
Las nietas repudiarán el origen: dos huérfanas cogidas de las manos temblorosas cruzando mares desconocidos.
En realidad, visto desde arriba, a la cobarde panorámica de pájaro, sin chafarrinones ni tocamientos indeseables, cuatro ánimas en pena más de las desterradas y huidas de la Alemania nazi disueltas luego en el grumo del millón y medio de judíos que vivían, trabajaban y oraban y guardaban el decreto talmúdico en la babélica Nueva York de los años cuarenta y cincuenta, ganando buena parte de ellos cuarenta centavos por hora en trabajos miserables muy lejos del trueque y el lustre banquero, nada que ver con el dorado y diamantino oropel de la rica joyería de los Vanderbildt, los Morgan, los Ford o los Kennedy, adiciones sospechosamente presumibles sólo en los de su raza desde lo más oscuro de los tiempos.
Ahora su padre tenía una bonita casa con ventanas a un verde césped en tierra de gentiles. La puerta basculante del garaje en un lateral siempre permanecía abierta a la calle arbolada, con coche o sin él, con herramientas relucientes, con banco de carpintero, con estantes de madera pulida llenos de frascos de conserva y confitura. “Aquí nadie roba nada, pequeñas”, les decía a las dos hermanas su padre satisfecho, feliz emigrante, el rey en su tesoro, mirando a hurtadillas satisfechas la ranchera Pontiac del 52, una Chieftain Deluxe con paneles de madera de imitación en la carrocería estacionada bajo los grandes árboles que sombrean la entrada de la casa. Un sueño, una ilusión americana...
Lo cierto es que arribaron al suburbial del norte de Manhattan, a Washington Heights, más allá de casi todo, al otro lado de la frontera donde pacen los bisontes y anida el águila, más allá del apartamento aireado y luminoso del Upper Side West donde, años más tarde, su mamá voló y todo era bonito.
Han llegado a la América poderosa e invencible aunque en blanco y negro, a la Nueva York de los años cuarenta de aquel Feininger emigrante como ellos que hacía reales los grandes barcos en el East River, fotografiaba el desfiladero del Lower Broadway o levitaba por encima de las vías férreas elevadas de la Tercera Avenida.
Han llegado en la época del avión y la hélice: nada que ver con aquellos desgraciados que ya fotografiara Lewis Hine huyendo del hambre, que se embarcaban hacia el paraíso en barcos de vela (4o días de navegación) o de vapor (13 días cruzando el Atlántico), muriendo centenares de ellos antes de que lograran avistar tierra y acabar en Ellis Island donde los despiojaban y les abrían la boca como a los caballos en venta.
Qué bonita era ella…
He aquí el señor Groucho, con el parche negro y demasiado liso del bigote, la sonrisa de vuelta de todas las cosas, el puro apagado, el pelo de judío-americano, los andares anchos y esquivos, el culo bajo y los pantalones prestados, ¿vas a ser tan pícara y buscavidas como él?:
¿Cuántos años tienes, nena?
Cinco.
Caramba, pues parece que sólo tienes cuatro. ¿Qué haces para parecer tan joven?
No dejes de sonreír, no dejes de sonreír, no dejes de sonreír.
Los dientes sanos, de resplandeciente blancura, los ojos sin legañas, la piel de nitidez germánica bien hidratada, el corazón exacto en sus latidos, los pulmones bien aireados, limpia la cabellera y el cutis impoluto (pura porcelana), vestidito aseado y zapatos nuevos: animalitos perfectos para el rebaño americano.
Bienvenidos.
A la Ciudad de los Neones.
A los Sueños de Humo.
A la Materia del Humo.
Más tarde comprendió que entre la vida y la muerte el espacio sólo era el tiempo, y el tiempo sólo era la nada, lo que se escurría entre los dedos como el agua que no se puede asir.
“Duerme… duerme con el dolor.” (Celan).
Más tarde era los tiempos de La América Liberal, con los chicos de ojos azules, duro mentón y pelo a cepillo, donde cada buen americano tiene la oportunidad de hacerse a sí mismo siguiendo paso a paso el manual de instrucciones del Webster, las píldoras Alger, los héroes de Ayn Rand y las consignas de los señores Hoover y McCarthy.
Pero, cuidado: en calles del Bronx, de Brooklyn, de Manhattan, la caza del judío (del irlandés, del italiano, del chino…) continúa siendo todo un entretenimiento para los canillitas de una u otra nacionalidad. No te matarán: sólo el escupitajo y la humillación serán suficientes para negociar tu integridad física hasta que abandones las barriadas enemigas.
Papá Hesse luchará por su camada hasta el día del Juicio Final.
Papá Hesse atestiguará los años y el crecimiento saludable de sus jóvenes cachorras.
Papá Hesse, ese alemán buen americano, sabe de sobra qué dios protege a los judíos y qué nación es la escogida de entre todas las del  mundo por el Dios Verdadero para poner orden y concordia en las cosas de La Tierra.
Este buen hombre de disciplina teutónica y fe semítica aspira a la tranquilidad, a la paz bien asentado sobre la decencia, leer el periódico a la caída de la tarde, ver crecer sin sobresaltos a sus hijas, sentarse afuera en el jardín envuelto por el fresco olor del césped recién cortado y escuchar con ánimo apacible sus programas favoritos de la radio. Y convertirse, al tiempo, en el perfecto ciudadano americano: aquel que respeta una bandera, unos principios y una forma de vida.
Sólo que de momento deben conformarse con vivir en un piso alto en la parte más alta de Nueva York, donde casi no se ve nada de lo que hay debajo, en el Manhattan bíblico al otro lado de la calle 125, donde el glamor a lo Kilgallen se reviste del sabor típico de la granmanzana: New York Post, Daily Mirror, Broadway, la 42, intriga, asesinato, drogas, sexo, conspiraciones y cover-up. I.
Tampoco hace tanto tiempo de aquellos años cuando Central Park se llenó de hoovervilles y los inocentes patos de los estanques acabaron en docenas de cazuelas de gentiles pobres y judíos hambrientos.
Mucho mejor, no obstante, que desaparecer como por ensalmo a merced del Nacht und Nebel.
Buen tipo este abogado judío reconvertido en corredor de seguros (que no de creencias) en el Nuevo Mundo: es capaz de dormir con solideo y obligar al futuro yerno a enviar a la hoguera de la Santa Inquisición al Papa y su cohorte católica y abrazar la verdadera religión de los hijos de Israel. Lee en hebreo y yiddish lo que cae en sus manos. En 1948 los dos tomos de La Familia Máshber, de Der Níster, por ejemplo. Lo importante es entenderse (en yiddish, alemán, inglés, por gestos, mediante silencios, a través del guiño), al menos durante algún tiempo, afirma acto seguido de acabar el rito religioso, todavía con el taled cubriendo el cogote y el cuello, a punto engullir buena parte de las dos docenas de gefilte fish que sobresalen en la fuente de cerámica pintada primorosamente de la cocina.
¡Qué país el de entonces, cuando la niña vestía de corto!
El de un presidente que encerrado en las tripas de The Sacred Cow el Día de la Madre vuela a su pueblo a visitar a mamá y darle un besito en las mejillas arreboladas de orgullo y felicidad por su hijo, un vaquero miope capaz de fulminar en diez segundos a 200.000 malvados orientales incluidos ancianos, mujeres y niños de un solo disparo de su Colt 45. Aunque tal vez fuese una Derringer: TENIA LA MANO PEQUEÑA.
To err is Truman.
Pero el país prospera a pesar de todo, a pesar de los bandazos políticos y las Unions, a pesar del miedo atómico, a pesar de los artistas locos empeñados en darle al mundo vuelta y media y ponerlo todo del revés.
Buen caldo de cultivo para alimañas y pequeños insectos y gentes avispadas.
Su padre: el hombre que amontona recortes de prensa, fotografías, cuadernos de notas, diarios, objetos, postales, recuerdos, cartas, documentos… Todo el organismo voraz de cosas, objetos y sucesos que constituyen la biografía letrada de ese puñado de vísceras y huesos que resulta ser la vida animal, lo que a la postre queda escondido tras la apariencia.
Su padre haciéndose más americano cada día que pasa, ojeando la lista de best sellers de tapa dura en las páginas del New York Times pero comprando los volúmenes en rústica de la New American Library o de Pocket Books, ahorrando hasta el último dólar de hoy para mañana que es el primer día del futuro.
Y Evchen, la pequeña sonriente de ojos grandes, oscuros y redondos, buena hija y obediente novicia en todo, asiste complacida a la ceremonia del Bat Mitzvá de su hermana y espera la suya propia con ansiedad.
Él las ha conducido a la salvación del cuerpo y el alma.
Ahora tendrán prerrogativas y derechos que las elevan de los seres inferiores, de la raza de ratas untermenschen.
Quiere cerciorarse que está vivo, que se ha librado del gas y el horno crematorio, donde todo el pasado y su moderna genealogía han sido enterrados. Quiere creer que su descendencia se encuentra a salvo del siglo bendecidas por Yahvé, el castigador, el que no perdona, el vigilante supremo.
Lo judío y su negra fascinación acechaban por todas partes.
Su padre, con Der Forverts en una mano y el miedo todavía en el alma: elige los tonos de sus trajes, los tejidos, la caída del terno. Lo hace con esmero de judío aplicado, comprueba con los dedos calidades, mide grosores, calcula los precios. De adolescente, e incluso poco antes de casarse, ella le acompañaba algunas tardes a las tiendas tristes y oscuras del Lower East Side. A los pocos minutos se impregnaba de tal manera de la atmósfera ortodoxa que imperaba en aquellos establecimientos que se asustaba al pensar lo enraizada que estaba en esa cultura de manías, miedos ridículos, luto, tirabuzones, símbolos, rezos y mandamientos. Le entraban unas ganas locas de disolverse en aquella tela de araña  de aire espeso y la luz sombría del anochecer, de apagarse en esa atmósfera precaria y rancia, ser parte de esa mórbida sustancia que constituía la materia y el color de lo judío, la tontería ancestral. Hasta (fijaos bien) creía en todo aquello.
Su padre, el buen judío con el corazón lleno de culpas ajenas.
Y progresa, cómo progresa: Singer, Malamud, Bellow, Roth (algo descafeinado a pesar del lastre hasídico del origen). La literatura que lee ya atiende textos que rebasan ampliamente el mero vehículo del lenguaje, el soporte, y aspira a una connotación que si no rehúye el relato le aboca a la medición lingüística.
Incluso no oculta la sonrisa leyendo la Stern de Friedman (y ya conoce de sobra lo que vale exactamente un judío americano expulsado de Europa, aunque no proceda de una shtetl).
En efecto, se imagina que cuando el Gran Sueño Americano se cumpla de una vez en los día cálidos podrá salir afuera de la casa, sentarse en el pequeño jardín y beatífico y agradecido escuchar por la radio The Jack Benny Program o concursos del tipo de Two for the Money de Herb Shriner, mientras las niñas corretean por el césped tras el perro lanudo color canela y el aire de la plácida tarde se impregna del dulce aroma del pastel de frambuesa que mamá prepara dentro de la cocina.
La heroína crece despacio, felizmente, en tierra de nadie todavía.
Y el grato paso del tiempo…
En efecto, es una especial: la Chica Lista, la Gran Artista, nunca fue una Niña Tonta que dibujara en las páginas de los cuadernos escolares enérgicos Kopffüslers, muñecotes marcianos de colores arbitrarios (pero icónicos) y miradas grandes: ella garabateaba charcas, las piedras y hierbas del fondo, universos de objetos imprecisos, las imaginaciones, y cuando utilizaba aquellos monigotes era para contar una historia, y entonces el dibujo era lo de menos.
Octubre de 1941.
Desde la cerca del jardín vemos pasar a los Roning que van a comer a casa de los Sullivan, justo al lado de donde viven los Feiffer, después de haber asistido por la mañana a los oficios de la misa dominical en el templo episcopaliano codo con codo con los Smith y los Mulligan, a los que vemos acercarse por el otro extremo de la calle en compañía de los Bailey. Las tres parejas forman una curiosa multitud con la pequeña nube de los niños vestidos de blanco y negro correteando y cruzándose entre ellos. Dan la sensación de ser una exigua pero coriácea congregación de fortaleza y camaradería indestructible ante cualquier embate de la vida cotidiana, laboral y social, a salvo de todas las asechanzas y mezquindades de esta época de zozobras. Todos van vestidos de domingo. Los rostros risueños, el alma en paz. Luce un magnífico sol de otoño que dora las copas amarillas y rojas de los árboles, y en el aire se esparce el grato olor de los dulces de domingo calentados en los hornos, el aroma de los asados provenientes de las cocinas y barbacoas de este pequeño rincón del paraíso que resulta ser el 156-A del área residencial de Oak Park 4 N.Y.
Por la tarde todos nos aburrimos un poco hasta que anochece. Entonces nos sentamos a la mesa del salón a dar buena cuenta de la cena, escuchamos un programa de radio y, luego, mamá vuelve a meterse en la cocina, papá dormita en el sillón con el periódico sobre el regazo, la radio sigue hablando sin que nadie la escuche y, al final, casi sin darnos cuenta, acabamos en la cama.
Buenas noches y buena suerte.
El hombre, para quien este día no tiene nada de santo, cierra las grandes páginas de uno de los pliegos del periódico, las de política internacional con noticias de la guerra en Europa: los alemanes han iniciado la ofensiva contra Moscú. Este hombre, después de haber plegado perfectamente las hojas del diario y depositarlo sobre el césped, permanece inmóvil en la tumbona, pensativo, con los ojos fijos en los grandes árboles alineados más allá de la cerca que separa el jardín de la acera y la calzada alfombradas por las hojas caídas del otoño. De vez en cuando un coche sigiloso, casi sin hacer ruido, se desliza delante de la casa y desaparece calle arriba. Luego, torna la pasmosa monotonía. Hasta él llega el sonido de la radio que su mujer tiene en la cocina mientras trajina entre cacharros, pero no logra descifrar nada de lo que oye. Alza la cabeza y mira al cielo: le gustaría describir las diferentes tonalidades de la luz que comienzan a entreverarse en él. No lo consigue, y se culpa de su escaso talento para las descripciones, incluso las más sencillas. Siempre ha sido así, se reprocha en silencio. Bosteza y deja por unos instantes la mente en suspenso. No quiere pensar en nada, pero esto es imposible. El domingo pronto empezará a declinar. Mañana será otro día. Hasta el domingo siguiente, todo parece igual. Un día detrás de otro día. Pero si uno se para a pensarlo, también los domingos parecen siempre el mismo, uno tras otro, sea la estación que fuere, todos parecen iguales. Mira a su alrededor. Dentro de poco la grisura se apoderará de la tarde amarilla. Ahora siente un poco de frío en la espalda, como si estuviera entumeciéndose. Ha crecido el canto de los pájaros. De algún lado el aire le trae el olor de hojas secas quemándose. Trata de impedir que en su fuero interno comience a cristalizar esa conjunción de inutilidad y rendición, tan conocida por él desde hace unos años, aún en el mismo Hamburgo, que inevitablemente le aboca a la esterilidad y la exasperación. Debería levantarme y meterme dentro de la casa, se dice mirando la franja de sol agónico que muere contra el seto que separa su casa de la de los Sheridan. Los colores se han vuelto tenues, apacibles. Como una ráfaga de tristeza que viniera enhebrada en el mismo aire del atardecer, como un puñal de desánimo en este instante de acabamientos, siente una ligera desazón que no acaba de definir, como un sentimiento de abandono e incertidumbre al ver a sus dos hijas pequeñas persiguiéndose una a otra por la diminuta parcela verde de su casa, entregadas a unos juegos que no entiende. Escucha sus risas nada estridentes, apenas audibles, hasta silenciosas, como la tarde ya crepuscular a estas horas, observa la correría ingenua de esas niñas que nunca tuvieron la oportunidad de elegir sus vidas, las persecuciones sin un sentido lógico aparente, y, de pronto, se siente agobiado por la losa de una pesadumbre casi inaguantable. Experimenta una sensación de temor por todo, el horror inexplicable ante un vacío imaginario. Un hueco nace en el pecho, de dentro a fuera, se agranda más y más hasta horadar los huesos y traspasarle la carne. Y todo, en verdad, parece desvanecerse a su alrededor, disolverse en la nada, ser la nada en este aire gris y frío, cada vez más oscuro.
Historia Antigua.
¿Cómo era el mundo sin TV?
Era. Estaban los cines. En los cuarenta, en Brooklyn y Manhattan, en cada manzana del vecindario había tres salas de la cadena Century.
Todas las casas de todas las barriadas recibían el folleto azul donde anunciaban las películas en cartel.
¿Las llevaba papá Hesse al cinematógrafo? Entonces la barraca de feria era grande y de un lujo magnífico, una espaciosa sala con platea y arañas resplandecientes colgadas del techo, con blandas moquetas en el piso en pendiente y butacas tapizadas de terciopelo rojo. En fin, por quince centavos la entrada…

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