Picasso
hace una cabra de cuatro trastos. Una figuración.
Es
ingenioso pero… más le interesan a ella los cuatro trastos y poder
magnificarlos en el espacio, unirlos por los hilos invisibles de un lenguaje
aún por inventar.
En
septiembre del 54 la gloria: Seventeen
Magazine: “Me interesa el arte sólo como expresión de la vida, de la
realidad y el movimiento…”
Ajá…
(qué
pretenciosa).
Sus
primeras declaraciones sino sulfúricas… de grave peligro.
Escribiré
mi autobiografía: ni lenguaje oral ni escrito: soy pura materia, y perecedera,
invoco a los objetos como a la palabra, objetos que también puede llevarse el
viento. Hasta el olfato pongo en mi obra.
Lo
primero: alejarse de todos esos universitarios que casi invisibles por la nube
densa que engendran los mil cigarrillos en uno de los apestosos bares de moda
del SoHo, te sueltan sin molestarse lo más mínimo en mirarte que “eso es una
tontería tan grande que aunque tuviera boca no hablaría.”
Un Holden
de ingenio menor: vete al infierno y no regreses, niño.
Prefería tocar
la flauta de boj, perder al ajedrez en Washington Square, imaginar dinosaurios.
O prodigaba vistazos a aquellos artistas que se
exhibían sin cortapisas en Park Place co-op Gallery (Pop y minimalistas).
¿Quería dibujar carteles?, ¿diseñar sillas, interiores,
luces…?
Sale graduada de Yale en la primavera de 1959.
Durante semanas, camina muy erguida.
Pero, ¿dónde está el dinero?
Visible o invisible, está en todas partes.
En manos de los Ganz. Ya los atrapará a su debido
tiempo.
Habrá
que empezar por el principio.
A los
trapos: diseña mantelerías, estampados imposibles.
¿Está
usted interesada en la historia?
Todos los
domingos por la noche mister Cronkite le descubrirá los grandes secretos y
enigmas de la Historia Universal en su exitoso programa “You Are There”, donde
se dramatizan los acontecimientos históricos más señalados desde la aparición
del hombre y tú, precisamente tú, estás
allí, entre el cartón piedra de la historia americana y la leyenda.
La Chica Solitaria del Domingo se compró a sí misma
durante unas horas en un tenderete de Canal Street: rebuscaba y burlaba el
tiempo, pero…: todo lo amontonado por unos pocos centavos lo tiraba al cubo de
la basura del sótano, sin mirarlo apenas, cuando ya anochecía y el tórrido
calor de julio empezaba a deshilacharse en una forma acuática que anegaba la
charca del alma hasta hacerla saltar por sus bordes.
¿Qué nos está haciendo la propaganda política, la
publicidad, los temores existenciales que nos inyectan desde las cavernas
ideológicas al tiempo que animan nuestro afán consumista como si apenas nos
quedara tiempo antes de morir mañana mismo?
¿Sabes tú, acaso, lo que estás haciendo, artista?
Echaba frecuentes vistazos (con los ojos cerrados)
sobre sí misma, reflexionaba acerca de lo que hacía realmente y la supuesta importancia (debía aceptar esa pretensión,
de lo contrario ella misma invalidaría enteramente su trabajo) que le otorgaba
al llevarlo a cabo y sin embargo… se mantenía confundida en todo momento sobre
cuál era su situación y sobre qué podía esperar de ello. No puedo ser
escéptica, se dijo, pero tampoco víctima de mi trabajo ni aceptar ser objeto de
la incredulidad de los otros, los
testigos.
Al museo de Historia Natural. Sube al exterior desde
el metro de la 81 con Central Park West: un aire rojo la sofoca entonces, el
vértigo le hace tambalearse, cierra los ojos y la negrura parece aliviarle. Los
abre de nuevo: la vida, la realidad, el
movimiento (dejó grabado a fuego en Seventeen).
No mucho más allá, Eldorado, desde cuya azotea mamá emprendió el vuelo al
Paraíso.
Todo está bien. Todo es. Todo está mal.
“Sólo veo cine independiente”, zanjó de inmediato
con una expresión de desdén.
Pero no siempre es así.
Alterna Mekas, de quien no deja de leer ninguna de
las columnas que publica en el Village
Voice, con Billy Wilder y
Mankiewicz.
De haberlo sabido (nadie en el mundo lo sabía aún),
en el 61 hubiera subido hasta el Village, empujaría la puerta del Wha? precisamente esa noche y escucharía
a un tal Bob Dylan imitando al gran Woody Guthrie.
Primeros trabajos: destrucción compulsiva de los
dibujos de joyería y los diseños para una fábrica textil (primavera del 60).
¡Bien hecho!
¡Borradores, borradores!
Al cesto de los papeles. Al cubo de la basura. A la
trituradora.
Qué inexperta: hasta el traje sastre le cae mal.
Currículum
vitae: escenarios y tropiezos.
“Mire usted…”, dice después de haberse aclarado la
garganta.
“Es
interesante lo que dice, pero…”
“De
momento lo que más me preocupa es mi experiencia, no mis emolumentos…”
“Nos
complace oír eso…”
Marzo
del 60: comparte apartamento en el 82 de Jane Street/después, el 9 de la
Tercera.
Febrero 61: se muda a un loft Park Avenue South con
la 19.
1962: estudio 5ª avenida (acompañando a Tom Doyle,
el tío bueno-de-polla-como-dios-manda-con-el-que-se-casó, y que por si fuera
poco fuma en pipa además y es guapo y es artista y…).
1963: estudio en el Bowery. (134-135)
Pero
dejemos esto… (¡datos!).
Abril,
1961, John Heller Gallery: anticipan los dibujos, las tintas y esas aguadas
marrones, grises, negras, el estupor y la maldición de las letales sustancias
de los años finales.
Premoniza las ópticas
cortas que ha de emplear en sus últimas y aterradoras obras: todo de cerca,
nada de lejos…
Prehistoria: no desdeñaba la apuesta.
Más
adelante:
Un marido
aseado (la medida exacta -el tío de la buena polla-, pero ante todo la
estética, el número de oro, divina
proportione: guapo, ojos claros que escrutan el horizonte, alto como el
cielo, artista, perfecto, y fuma en pipa… y la polla –ya sabemos, seguro que
portentosa- de buen americano bien cebado de cereales, chocolate y zumos
milagrosos).
1961.:
Usted pone la chica. Nosotros ponemos la
casa.
Por entonces, las calles 15 y 16 con la Quinta Avenida,
el Village, Broadway, Washington Square, la 42, el MOMA, decoraban el fondo de
dos jóvenes artistas recién casados. Luego, Alemania, la epifanía del regreso,
la incertidumbre como mujer y artista (como mujerartista),
el Bowery, Canal Street (donde se suministra el veneno fatal)…
Un gran
desván como estudio. Los buenos lápices de colores, la tinta inmejorable y los
caros papeles.
Podemos
empezar.
Más que al
arte prometido se entregan al ejercicio de amor, que es arte de encantamiento.
Entre beso
y beso, meditan la obra del futuro.
Dos
genios. Se miran uno a otro. Más aún: se contemplan. Son un lujo recíproco.
Todo para
ellos. Y no era bastante: de ahí la escultura, las engañifas sentimentales del
arte.
El mundo
ante sí, ante estos dos prometeos: tiembla mundo, inmundo (Y que a esto llamen mundo…?)
En el 65
la epifanía: una Alemania temible después de todo, aunque reveladora.
Hesse
vuelve a crecer con dolor.
En 1966: ha roto su matrimonio. Al diablo con todo eso.
El genio
soy yo, se dice en plena Great Society.
Enero,
1966: “Vete al infierno”.
Esclava de nadie soy. Búscate otra cocinera, un chimpancé
con faldas que te ría las gracias y consienta tu arrogancia.
Que te
zurzan.
Pero
dejemos esto… (Mental Cruelty...
podría alegarse.)
Ni
siquiera lo va a sustituir por un surfer
de la costa oeste con el cerebro de un mosquito pero con una... Se basta a sí
misma.
En efecto,
1961: más te hubiera valido casarte con Duchamp y sólo con él: en el MoMa, The
art of assemblage.
Agosto,
1966: es otra. Es la que ya era.
Sólo hay
que deleitarse contemplando la fotografía de Hujar, Group Picture: esa belleza felina, tan recostada, tan cerca del
lecho del suelo, los muslos separados, la boca tan deseable… La bella judía por
la que perderías el alma (esa charquita…)
El más
fuerte es el que está más solo.
Se crea un
lenguaje: ¡A ver, con los idiolectos que circulan por ahí…! (Y se desayuna con
crema de setas y pastel de piña.)
Tiene una
obra que hacer. Tiene una idea. Tiene todo el tiempo del mundo. Y ella es
inmortal. Manos a la obra. La Tierra en sus manos: su instrumento perfecto.
¿Materiales?
Los de mi mundo. Todos… Incluso los que pueda inventar. Y aun otros de mundos imaginarios. III.
Imágenes,
sustitutivos, correlatos de esas imágenes, sensaciones, suplantaciones, sentimientos: siempre hicieron las imágenes
su breviario esencial. Etéreas, volátiles: congeladas en el tiempo, detenidas,
fijas en el film de la memoria, esa finísima película…
Y… tan
perennes, el pasado que vuelve con las brujas y escobas a cuestas, viñetas
nunca borradas de un imaginario tan sufriente como avalista de una vida real, física, imbatible ante los años y
la nostalgia: las manos mojadas de su madre desgranando las vainas de la
verdura, el perfil más hermoso de su hermana una mañana de verano en Coney
Island, una luz dorada que se filtra por las lamas de la persiana de madera
bajada a media altura y crea una atmósfera de oro en el comedor, y entonces
descubre a su padre en el umbral de la puerta, está a punto de salir a la
calle, siempre se despide antes de marchar, se ha acicalado como un hombre
elegante debe hacerlo: recortado el fino bigote de galán, perfecto el nudo
medio-Windsor de la corbata, rectilínea la raya del pantalón de suave franela,
inmaculada la negra chaqueta de terciopelo, estudiosamente ladeado el sombrero
gris de fieltro, la sonrisa seductora, el misterio (puesto que se va, y nadie
sabe adonde, y volverá)...
Sin saber
todavía (¿qué iba a saber de sí misma salvo la crónica paciente que su padre
como araña hacendosa iba hilando mediante fotografías, documentos, certificados
y recortes dispersos?), se figura la inocente becaria mitologías, la identidad
sofisticada, la que no era: merodea
por el Upper East Side tras los pasos de la Garbo: el mito.
¿Cómo
podría explicar mucho después, durante los años de hierro, que le gustara (y
nunca dejaría de hacerlo) la Suit de
Saint Paul, de Holst? ¿Ella, la que iba a quemar el tiempo con vitriolo,
edificar la Catedral Invisible del arte más conceptual y secreto por medio de
materiales innobles, impuros, inestables?
Leía lo
que no debía: oraba a quien no existía.
¿Cómo iba
a confesar sus contradicciones?
A través
del arte.
¡Menuda
hoguera!: “Eso que haces… ¿es nuevo?”. “Es inventio.”
Rasgos de
melancolía ensombrecen el semblante de la joven judía, manifiesta una torpeza
rara ante las insidias del pensamiento que suelen sobrevenirle. El pensamiento…
que lo es todo, que es nada, que al cabo no es sino una componenda química
encauzada por los rituales de la vida diaria:
escapaba
con todas sus fuerzas de lo reconocible, necesitaba hacerlo de cuando en
cuando:
iba a
South Ferry
muy a
solas, desembarazada de lo superfluo (una aventura).
A
principios de los cincuenta en Staten Island una neblina misteriosa y lánguida
envuelve las orillas de las playas desiertas, oscuras y frías del otoño, tan
prometedoras precisamente por esa razón.
Busca
chinas en la arena.
Ahora
Nueva York se halla al otro lado del mundo.
¿Estás
segura que quieres sufrir…?, ¿eliges the
hard way?
Debe
hacerlo. Es su particular camino de rosas.
Se pierde
en las líneas más sucias y amenazadoras del metro.
Recorre
como si tal cosa las calles nocturnas llenas de asechanzas, deliberadamente indefensa, a solas.
Abre su
pecho a los peligros del SoHo.
¡Se
adentra en la húmeda oscuridad del Bowery! ¡En los 60!
Mastica
látex.
Respira
polímeros.
No cree en
los milagros.
Y sin un
revólver en el cinto.
Ella, la
más rápida al oeste del East River.
Algunos
importantes asuntos ayudan a sus sueños, al raro pensar en la gloria (¿?): por
25 centavos pasa las horas viendo películas clásicas del cine en el MoMa.
(Pero
lleva bajo el brazo Film Culture.)
Anger: “El
cine emana del mal”, previene. Años más tarde, escribirá libros “amarillos” de
masiva venta por los escándalos que destapa debajo del celuloide: sexo,
asesinato, drogas y un scope más bien chillón.
Antes: Lucifer Rising.
Treinta
Monedas ya anda de criminal con el bic en la mano, zascandileando por el Nuevo
Mundo con una vieja Underwood escondida en la mochila a la espalda (¿o era una
Corona?): inventa, se imagina… el loco, el echado a perder: fabula.
Apresúrate
a conocerla mejor. Las cartas están marcadas: se halla en manos de un tahúr de
la peor especie que ya le tiene ganada la partida. No, no es ella una damisela
de falso recato recién excretada de Le Rosey con años y años luminosos por
delante, de alma y guantes de seda: se mancha las manos, la marean la química y
los óxidos, y su mente chapotea en fangos indescriptibles a los que sólo puede dar forma: esa mierda que arruga
las naricitas respingonas de las amitas de casa neoyorquinas anónimas,
prescindibles, muertas y perfectamente olvidables.
Aléjate de
los parques, gruñen los demonios interiores: la calma pretendida de sus bancos
de hierro o madera (a elegir) bajo la copa de los árboles limpios por la lluvia
nocturna, ahora pacíficos y relucientes por el sol, sólo presagian tu atonía,
descargarán la maldición, ¡oh, Los Hombres de Cabello Blanco de los Parques y
el libro disimulante!
Él: El
Mendicante al principio en la urbe desconocida y extraña da palos de ciego y
recibe la tunda que se merece.
“¿Podría
indicarme, buen hombre, piadoso neoyorquino, dónde echan New York Diaries?”
“¡Que te
jodan!”
El
Acompañante Invisible (más tarde).
Y miraba a
través del Tercer Ojo. El Analista.
El
Testigo, el negro:
La soñaba
en el 65.
La soñaba
en el 67. ¿Existe? Pero ¿existías tú?
La sueña
en el 2013.
La sueña
en el 2014.
La soñará
en el 2050 (?!).
La palpaba. Era de carne y hueso.
Pero eso
fue después (?), en el 68.
Nada
parecía indicarlo: estaría perdida entre los más de doscientos millones de
habitantes de los Estados Unidos de la época. Los diez de Nueva York (los cinco
de Manhattan; los dos de Brooklyn, los del Bronx, los de Queen). Pero tampoco
nada decía lo contrario: vive, crece, estudia y trabaja en un barrio universal,
Manhattan: dos millones de hormigas hacendosas; también, entre ellas, algunas
triunfadoras y muchas pordioseras, decenas de miles con la lengua fuera y los
zapatos agujereados.
Una Nueva
York próspera, esperanzada y… feroz. Un arterial e inmenso barullo de
estímulos. O todo o nada. Es así de sencillo.
Cien años por
delante. En la capital del mundo.
¿Y él?
Ya con los
pies en Nueva York (1968, 1969, 1970, 1971) secundaba perruno a Jennie (la mano
de Virgilio) que enarbolaba los ojos negros (verdes, intercambiables) de
cristal robando sin cesar almas y espectros, la dureza de las piedras, los
espejos de las fachadas, las ilusiones del acero y los neones… Todo acababa en
la cámara oscura, en las tripas de la Nikon.
Mas, tres
eran.
¿Quién es
el tercero que camina en todo momento junto a ellos?
Sólo
estamos tú yo, esa es la cuenta, dijo.
“¿A quién
buscas?”, preguntaba Jennie al verle ensimismado, ausente en otro universo.
A nadie.
Pero
delante, sobre el camino blanco, siempre hay alguien que camina a nuestro lado
envuelto en oscuro manto, hombre o mujer, perro.
Pero ¿quién
es quien a tu lado va?
La descubría en las calles atestadas o en las avenidas
interminables. La aislaba de entre los edificios y la marea de automóviles, los
flujos incesantes de transeúntes, la destacaba por encima de los anuncios
luminosos y las proclamas vistosas en grandes cartelones de hierro, la
enfatizaba de lo populoso, estridente, la definía de entre una multitud
neoyorquina avasalladora, de una indiferencia tumultuosa que a él no podía sino
antojársele hostil. Una tarde, harto de estudiantes ociosos y el desfile
insultante de sus cuerpos soberbios en el parque, del espectáculo de una
juventud desinhibida que ya le quedaba lejos, escapa de una brisa convertida de
pronto en un fuerte viento que parece nacer de la misma grisura del Hudson,
atraviesa Riverside cansino y derrotado, pues piensa en su alarmante desnudez
frente a ella, su irrefrenable sensación de precariedad. Entonces la descubre
en la avenida Ámsterdam, cerca del cruce con Broadway; va acompañada de una
amiga, un borrón confuso y despreciable, pues él siempre ve a Hesse a solas: viene en su dirección, atrápala, se
dice, déjala libre, magnífica, para ti, tan real e invisible como el aire, para
nadie más, qué se creen. Vístela a tu gusto. Pon en sus labios las palabras que
deseas oír. Que nadie sospeche lo de más
adelante. Nadie cree del todo aquello que le es contado. Sin las credenciales
que otorga lo palpable, lo evidente, todo acaba en papel mojado.
La primera
vez que la siente junto a él, que sabe
de sus huellas, sus lugares, su suerte, los años de después:
Abril de
1968.
Se halla
en el vértigo: endeble y altivo, pero lo más lejos imaginable de esos iron workers que han construido la
ciudad de los sueños: a él el mero hecho de alzar la vista a lo alto de los
rascacielos le marea: desleído en la nimiedad. Y sólo es un espectador.
Aún está
descubriendo el inmenso olor de las encrucijadas de la ciudad, el que emerge
del vapor subterráneo de las calefacciones, de las rejillas de los respiraderos
del metro, el tufo que escapa de los bares de neón y de las cafeterías
tubulares, la sombra olorosa que arrojan a las aceras los inmensos vestíbulos
metálicos y marmóreos de los rascacielos, el humilde de la golosa papelería que
adensa los espacios de sus grandes y pequeñas librerías, el de la piedra de las
calles tumultuosas, el aire de cemento, el frío de cristal, el de la losa
desnuda del acero…
Le aconsejan: aquí el dinero vuela rápido.
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