domingo, 11 de enero de 2015

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Picasso hace una cabra de cuatro trastos. Una figuración.
Es ingenioso pero… más le interesan a ella los cuatro trastos y poder magnificarlos en el espacio, unirlos por los hilos invisibles de un lenguaje aún por inventar.
En septiembre del 54 la gloria: Seventeen Magazine: “Me interesa el arte sólo como expresión de la vida, de la realidad y el movimiento…”
Ajá…
(qué pretenciosa).
Sus primeras declaraciones sino sulfúricas… de grave peligro.
Escribiré mi autobiografía: ni lenguaje oral ni escrito: soy pura materia, y perecedera, invoco a los objetos como a la palabra, objetos que también puede llevarse el viento. Hasta el olfato pongo en mi obra.
Lo primero: alejarse de todos esos universitarios que casi invisibles por la nube densa que engendran los mil cigarrillos en uno de los apestosos bares de moda del SoHo, te sueltan sin molestarse lo más mínimo en mirarte que “eso es una tontería tan grande que aunque tuviera boca no hablaría.”
Un Holden de ingenio menor: vete al infierno y no regreses, niño.
Prefería tocar la flauta de boj, perder al ajedrez en Washington Square, imaginar dinosaurios.
O prodigaba vistazos a aquellos artistas que se exhibían sin cortapisas en Park Place co-op Gallery (Pop y minimalistas).
¿Quería dibujar carteles?, ¿diseñar sillas, interiores, luces…?
Sale graduada de Yale en la primavera de 1959.
Durante semanas, camina muy erguida.
Pero, ¿dónde está el dinero?
Visible o invisible, está en todas partes.
En manos de los Ganz. Ya los atrapará a su debido tiempo.
Habrá que empezar por el principio.
A los trapos: diseña mantelerías, estampados imposibles.
¿Está usted interesada en la historia?
Todos los domingos por la noche mister Cronkite le descubrirá los grandes secretos y enigmas de la Historia Universal en su exitoso programa “You Are There”, donde se dramatizan los acontecimientos históricos más señalados desde la aparición del hombre y tú, precisamente tú, estás allí, entre el cartón piedra de la historia americana y la leyenda.
La Chica Solitaria del Domingo se compró a sí misma durante unas horas en un tenderete de Canal Street: rebuscaba y burlaba el tiempo, pero…: todo lo amontonado por unos pocos centavos lo tiraba al cubo de la basura del sótano, sin mirarlo apenas, cuando ya anochecía y el tórrido calor de julio empezaba a deshilacharse en una forma acuática que anegaba la charca del alma hasta hacerla saltar por sus bordes.
¿Qué nos está haciendo la propaganda política, la publicidad, los temores existenciales que nos inyectan desde las cavernas ideológicas al tiempo que animan nuestro afán consumista como si apenas nos quedara tiempo antes de morir mañana mismo?
¿Sabes tú, acaso, lo que estás haciendo, artista?
Echaba frecuentes vistazos (con los ojos cerrados) sobre sí misma, reflexionaba acerca de lo que hacía realmente y la supuesta importancia (debía aceptar esa pretensión, de lo contrario ella misma invalidaría enteramente su trabajo) que le otorgaba al llevarlo a cabo y sin embargo… se mantenía confundida en todo momento sobre cuál era su situación y sobre qué podía esperar de ello. No puedo ser escéptica, se dijo, pero tampoco víctima de mi trabajo ni aceptar ser objeto de la incredulidad de los otros, los testigos.
Al museo de Historia Natural. Sube al exterior desde el metro de la 81 con Central Park West: un aire rojo la sofoca entonces, el vértigo le hace tambalearse, cierra los ojos y la negrura parece aliviarle. Los abre de nuevo: la vida, la realidad, el movimiento (dejó grabado a fuego en Seventeen). No mucho más allá, Eldorado, desde cuya azotea mamá emprendió el vuelo al Paraíso.
Todo está bien. Todo es. Todo está mal.
“Sólo veo cine independiente”, zanjó de inmediato con una expresión de desdén.
Pero no siempre es así.
Alterna Mekas, de quien no deja de leer ninguna de las columnas que publica en el Village Voice, con Billy Wilder y Mankiewicz.
De haberlo sabido (nadie en el mundo lo sabía aún), en el 61 hubiera subido hasta el Village, empujaría la puerta del Wha? precisamente esa noche y escucharía a un tal Bob Dylan imitando al gran Woody Guthrie.
Primeros trabajos: destrucción compulsiva de los dibujos de joyería y los diseños para una fábrica textil (primavera del 60). ¡Bien hecho!
¡Borradores, borradores!
Al cesto de los papeles. Al cubo de la basura. A la trituradora.
Qué inexperta: hasta el traje sastre le cae mal.
Currículum vitae: escenarios y tropiezos.
“Mire usted…”, dice después de haberse aclarado la garganta.
“Es interesante lo que dice, pero…”
“De momento lo que más me preocupa es mi experiencia, no mis emolumentos…”
“Nos complace oír eso…”
Marzo del 60: comparte apartamento en el 82 de Jane Street/después, el 9 de la Tercera.
Febrero 61: se muda a un loft Park Avenue South con la 19.
1962: estudio 5ª avenida (acompañando a Tom Doyle, el tío bueno-de-polla-como-dios-manda-con-el-que-se-casó, y que por si fuera poco fuma en pipa además y es guapo y es artista y…).
1963: estudio en el Bowery. (134-135)
Pero dejemos esto… (¡datos!).
Abril, 1961, John Heller Gallery: anticipan los dibujos, las tintas y esas aguadas marrones, grises, negras, el estupor y la maldición de las letales sustancias de los años finales.
Premoniza las ópticas cortas que ha de emplear en sus últimas y aterradoras obras: todo de cerca, nada de lejos…
Prehistoria: no desdeñaba la apuesta.
Más adelante:
Un marido aseado (la medida exacta -el tío de la buena polla-, pero ante todo la estética, el número de oro, divina proportione: guapo, ojos claros que escrutan el horizonte, alto como el cielo, artista, perfecto, y fuma en pipa… y la polla –ya sabemos, seguro que portentosa- de buen americano bien cebado de cereales, chocolate y zumos milagrosos).
1961.:
Usted pone la chica. Nosotros ponemos la casa.
Por entonces, las calles 15 y 16 con la Quinta Avenida, el Village, Broadway, Washington Square, la 42, el MOMA, decoraban el fondo de dos jóvenes artistas recién casados. Luego, Alemania, la epifanía del regreso, la incertidumbre como mujer y artista (como mujerartista), el Bowery, Canal Street (donde se suministra el veneno fatal)…
Un gran desván como estudio. Los buenos lápices de colores, la tinta inmejorable y los caros papeles.
Podemos empezar.
Más que al arte prometido se entregan al ejercicio de amor, que es arte de encantamiento.
Entre beso y beso, meditan la obra del futuro.
Dos genios. Se miran uno a otro. Más aún: se contemplan. Son un lujo recíproco.
Todo para ellos. Y no era bastante: de ahí la escultura, las engañifas sentimentales del arte.
El mundo ante sí, ante estos dos prometeos: tiembla mundo, inmundo (Y que a esto llamen mundo…?)
En el 65 la epifanía: una Alemania temible después de todo, aunque reveladora.
Hesse vuelve a crecer con dolor.
En 1966: ha roto su matrimonio. Al diablo con todo eso.
El genio soy yo, se dice en plena Great Society.
Enero, 1966: “Vete al infierno”.
Esclava de nadie soy. Búscate otra cocinera, un chimpancé con faldas que te ría las gracias y consienta tu arrogancia.
Que te zurzan.
Pero dejemos esto… (Mental Cruelty... podría alegarse.)
Ni siquiera lo va a sustituir por un surfer de la costa oeste con el cerebro de un mosquito pero con una... Se basta a sí misma.
En efecto, 1961: más te hubiera valido casarte con Duchamp y sólo con él: en el MoMa, The art of assemblage.
Agosto, 1966: es otra. Es la que ya era.
Sólo hay que deleitarse contemplando la fotografía de Hujar, Group Picture: esa belleza felina, tan recostada, tan cerca del lecho del suelo, los muslos separados, la boca tan deseable… La bella judía por la que perderías el alma (esa charquita…)
El  más fuerte es el que está más solo.
Se crea un lenguaje: ¡A ver, con los idiolectos que circulan por ahí…! (Y se desayuna con crema de setas y pastel de piña.)
Tiene una obra que hacer. Tiene una idea. Tiene todo el tiempo del mundo. Y ella es inmortal. Manos a la obra. La Tierra en sus manos: su instrumento perfecto.
¿Materiales? Los de mi mundo. Todos… Incluso los que pueda inventar. Y aun otros de mundos imaginarios. III.
Imágenes, sustitutivos, correlatos de esas imágenes, sensaciones, suplantaciones,  sentimientos: siempre hicieron las imágenes su breviario esencial. Etéreas, volátiles: congeladas en el tiempo, detenidas, fijas en el film de la memoria, esa finísima película…
Y… tan perennes, el pasado que vuelve con las brujas y escobas a cuestas, viñetas nunca borradas de un imaginario tan sufriente como avalista de una vida real, física, imbatible ante los años y la nostalgia: las manos mojadas de su madre desgranando las vainas de la verdura, el perfil más hermoso de su hermana una mañana de verano en Coney Island, una luz dorada que se filtra por las lamas de la persiana de madera bajada a media altura y crea una atmósfera de oro en el comedor, y entonces descubre a su padre en el umbral de la puerta, está a punto de salir a la calle, siempre se despide antes de marchar, se ha acicalado como un hombre elegante debe hacerlo: recortado el fino bigote de galán, perfecto el nudo medio-Windsor de la corbata, rectilínea la raya del pantalón de suave franela, inmaculada la negra chaqueta de terciopelo, estudiosamente ladeado el sombrero gris de fieltro, la sonrisa seductora, el misterio (puesto que se va, y nadie sabe adonde, y volverá)...
Sin saber todavía (¿qué iba a saber de sí misma salvo la crónica paciente que su padre como araña hacendosa iba hilando mediante fotografías, documentos, certificados y recortes dispersos?), se figura la inocente becaria mitologías, la identidad sofisticada, la que no era: merodea por el Upper East Side tras los pasos de la Garbo: el mito.
¿Cómo podría explicar mucho después, durante los años de hierro, que le gustara (y nunca dejaría de hacerlo) la Suit de Saint Paul, de Holst? ¿Ella, la que iba a quemar el tiempo con vitriolo, edificar la Catedral Invisible del arte más conceptual y secreto por medio de materiales innobles, impuros, inestables?
Leía lo que no debía: oraba a quien no existía.
¿Cómo iba a confesar sus contradicciones?
A través del arte.
¡Menuda hoguera!: “Eso que haces… ¿es nuevo?”. “Es inventio.”
Rasgos de melancolía ensombrecen el semblante de la joven judía, manifiesta una torpeza rara ante las insidias del pensamiento que suelen sobrevenirle. El pensamiento… que lo es todo, que es nada, que al cabo no es sino una componenda química encauzada por los rituales de la vida diaria:
escapaba con todas sus fuerzas de lo reconocible, necesitaba hacerlo de cuando en cuando:
iba a South Ferry
muy a solas, desembarazada de lo superfluo (una aventura).
A principios de los cincuenta en Staten Island una neblina misteriosa y lánguida envuelve las orillas de las playas desiertas, oscuras y frías del otoño, tan prometedoras precisamente por esa razón.
Busca chinas en la arena.
Ahora Nueva York se halla al otro lado del mundo.
¿Estás segura que quieres sufrir…?, ¿eliges the hard way?
Debe hacerlo. Es su particular camino de rosas.
Se pierde en las líneas más sucias y amenazadoras del metro.
Recorre como si tal cosa las calles nocturnas llenas de asechanzas,  deliberadamente indefensa, a solas.
Abre su pecho a los peligros del SoHo.
¡Se adentra en la húmeda oscuridad del Bowery! ¡En los 60!
Mastica látex.
Respira polímeros.
No cree en los milagros.
Y sin un revólver en el cinto.
Ella, la más rápida al oeste del East River.
Algunos importantes asuntos ayudan a sus sueños, al raro pensar en la gloria (¿?): por 25 centavos pasa las horas viendo películas clásicas del cine en el MoMa.
(Pero lleva bajo el brazo Film Culture.)
Anger: “El cine emana del mal”, previene. Años más tarde, escribirá libros “amarillos” de masiva venta por los escándalos que destapa debajo del celuloide: sexo, asesinato, drogas y un scope más bien chillón.
Antes: Lucifer Rising.
Treinta Monedas ya anda de criminal con el bic en la mano, zascandileando por el Nuevo Mundo con una vieja Underwood escondida en la mochila a la espalda (¿o era una Corona?): inventa, se imagina… el loco, el echado a perder: fabula.
Apresúrate a conocerla mejor. Las cartas están marcadas: se halla en manos de un tahúr de la peor especie que ya le tiene ganada la partida. No, no es ella una damisela de falso recato recién excretada de Le Rosey con años y años luminosos por delante, de alma y guantes de seda: se mancha las manos, la marean la química y los óxidos, y su mente chapotea en fangos indescriptibles a los que sólo puede dar forma: esa mierda que arruga las naricitas respingonas de las amitas de casa neoyorquinas anónimas, prescindibles, muertas y perfectamente olvidables.
Aléjate de los parques, gruñen los demonios interiores: la calma pretendida de sus bancos de hierro o madera (a elegir) bajo la copa de los árboles limpios por la lluvia nocturna, ahora pacíficos y relucientes por el sol, sólo presagian tu atonía, descargarán la maldición, ¡oh, Los Hombres de Cabello Blanco de los Parques y el libro disimulante!arquParquesParques
Él: El Mendicante al principio en la urbe desconocida y extraña da palos de ciego y recibe la tunda que se merece.
“¿Podría indicarme, buen hombre, piadoso neoyorquino, dónde echan New York Diaries?”
“¡Que te jodan!”
El Acompañante Invisible (más tarde).
Y miraba a través del Tercer Ojo. El Analista.
El Testigo, el negro:
La soñaba en el 65.
La soñaba en el 67. ¿Existe? Pero ¿existías tú?
La sueña en el 2013.
La sueña en el 2014.
La soñará en el 2050 (?!).
La palpaba. Era de carne y hueso.
Pero eso fue después (?), en el 68.
Nada parecía indicarlo: estaría perdida entre los más de doscientos millones de habitantes de los Estados Unidos de la época. Los diez de Nueva York (los cinco de Manhattan; los dos de Brooklyn, los del Bronx, los de Queen). Pero tampoco nada decía lo contrario: vive, crece, estudia y trabaja en un barrio universal, Manhattan: dos millones de hormigas hacendosas; también, entre ellas, algunas triunfadoras y muchas pordioseras, decenas de miles con la lengua fuera y los zapatos agujereados.
Una Nueva York próspera, esperanzada y… feroz. Un arterial e inmenso barullo de estímulos. O todo o nada. Es así de sencillo.
Cien años por delante. En la capital del mundo.
¿Y él?
Ya con los pies en Nueva York (1968, 1969, 1970, 1971) secundaba perruno a Jennie (la mano de Virgilio) que enarbolaba los ojos negros (verdes, intercambiables) de cristal robando sin cesar almas y espectros, la dureza de las piedras, los espejos de las fachadas, las ilusiones del acero y los neones… Todo acababa en la cámara oscura, en las tripas de la Nikon.
Mas, tres eran.
¿Quién es el tercero que camina en todo momento junto a ellos?
Sólo estamos tú yo, esa es la cuenta, dijo.
“¿A quién buscas?”, preguntaba Jennie al verle ensimismado, ausente en otro universo.
A nadie.
Pero delante, sobre el camino blanco, siempre hay alguien que camina a nuestro lado envuelto en oscuro manto, hombre o mujer, perro.
Pero ¿quién es quien a tu lado va?
La descubría en las calles atestadas o en las avenidas interminables. La aislaba de entre los edificios y la marea de automóviles, los flujos incesantes de transeúntes, la destacaba por encima de los anuncios luminosos y las proclamas vistosas en grandes cartelones de hierro, la enfatizaba de lo populoso, estridente, la definía de entre una multitud neoyorquina avasalladora, de una indiferencia tumultuosa que a él no podía sino antojársele hostil. Una tarde, harto de estudiantes ociosos y el desfile insultante de sus cuerpos soberbios en el parque, del espectáculo de una juventud desinhibida que ya le quedaba lejos, escapa de una brisa convertida de pronto en un fuerte viento que parece nacer de la misma grisura del Hudson, atraviesa Riverside cansino y derrotado, pues piensa en su alarmante desnudez frente a ella, su irrefrenable sensación de precariedad. Entonces la descubre en la avenida Ámsterdam, cerca del cruce con Broadway; va acompañada de una amiga, un borrón confuso y despreciable, pues él siempre ve a Hesse a solas: viene en su dirección, atrápala, se dice, déjala libre, magnífica, para ti, tan real e invisible como el aire, para nadie más, qué se creen. Vístela a tu gusto. Pon en sus labios las palabras que deseas oír. Que nadie  sospeche lo de más adelante. Nadie cree del todo aquello que le es contado. Sin las credenciales que otorga lo palpable, lo evidente, todo acaba en papel mojado.
La primera vez que la siente junto a él, que sabe de sus huellas, sus lugares, su suerte, los años de después:
Abril de 1968.
Se halla en el vértigo: endeble y altivo, pero lo más lejos imaginable de esos iron workers que han construido la ciudad de los sueños: a él el mero hecho de alzar la vista a lo alto de los rascacielos le marea: desleído en la nimiedad. Y sólo es un espectador.
Aún está descubriendo el inmenso olor de las encrucijadas de la ciudad, el que emerge del vapor subterráneo de las calefacciones, de las rejillas de los respiraderos del metro, el tufo que escapa de los bares de neón y de las cafeterías tubulares, la sombra olorosa que arrojan a las aceras los inmensos vestíbulos metálicos y marmóreos de los rascacielos, el humilde de la golosa papelería que adensa los espacios de sus grandes y pequeñas librerías, el de la piedra de las calles tumultuosas, el aire de cemento, el frío de cristal, el de la losa desnuda del acero…
Le aconsejan: aquí el dinero vuela rápido. 

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