domingo, 18 de enero de 2015

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Es inútil: tan vano es aconsejar a alguien a partir de la experiencia que te han proporcionado tus pecados como hacerlo desde la bondad de tus virtudes: en el error caen todos.
De momento, espera.
Le protege mal que bien la cosmética de lo medido, la cautela en todo.
La invención: siente las cosas, no las toca.
SE MIRA PERO NO SE TOCA.
Es media tarde. Se aburre. Está cansado. Manos a la obra.
Detiene los ojos en el vacío.
Un maldito experimentalismo de los que suelen defenderse en Gotham Book Mart.
Es media tarde…
Es media tarde y los rayos de un sol desmayado penetran por los cristales sucios, a duras penas logran iluminar ese espacio escondido en el Downtown de una Nueva York todavía oscura, olorosa a piedra mojada, metal y la acritud del humo invisible de las calderas, crudamente inhóspita a pesar de la primavera. Una luz de oro falso, sin brillo… etcétera. Desde primeras horas de la mañana Hesse no ha podido ocultar su satisfacción, a pesar de que por alguna razón que él no entiende intenta mostrar indiferencia. Ayer visitó la muestra de Sol LeWitt. Durante unos instantes le habla de este artista, amigo suyo, del que él también tenía noticias hace algún tiempo. Varios ejemplares de Artforum descansan sobre una mesilla auxiliar de listones de madera sin barnizar, frente a una biblioteca de pie también de madera desnuda. La revista publica en su último número una crítica muy alentadora de Emily Wasserman con motivo de su exposición en la Fischbach Gallery. La han comentado durante el almuerzo. La reseña destaca en especial dos obras muy queridas por Hesse, Repetition 19 III y Accesion III, en las que se adivina, según escribe la autora, un toque fascinante de sensualidad y diversión procesual. La artista no ha podido disimular una sonrisa de conformidad al leer esas líneas en voz alta.
“Seguramente han tomado varios snaps”, escribe, “pues el tipo se siente algo aturdido, con un persistente sabor dulzón en el paladar, la lengua pastosa, los ojos adormilados. En realidad, está temblando de pasión, pero algo hay de ternura en el deseo violento que le domina. Sería suficiente con acariciar su piel, sentir la carne viva de sus brazos desnudos, besar sus mejillas arreboladas, hundir los dedos en la larga, perfumada y sedosa cabellera. Casi está a punto de abalanzarse sobre ella, sentada a pocos centímetros en el sofá con la revista sobre el regazo. Pero en ese instante la artista se vuelve hacia él, muy seria, con una mirada que él entiende implorante...
Avanza la mano, la punta de los dedos. Toca la nada.”
Y huele a humo.
[Debería corregir el estilo, se dice (y piensa en un ejemplar Bucci escondido en algún sitio del futuro donde añadir la glosa y la rectificación explicativa, ¡mon frère Stendhal!).]
Es el vértigo, etcétera. (La toma entre sus brazos, calcula sus oscuros ojos que le miran entregada, mensura la intensidad de su abandono, los ojos que se entrecierran embelesados, la boca entreabierta, el tibio aliento (…) Y empieza a oscurecer en una Nueva York aún desconocida, inabordable, temible. Una ciudad que al anochecer, incomprensiblemente, sugiere la existencia de unas gigantescas murallas que la cercan desde los dos ríos y crecen y crecen hasta alcanzar el cielo negro.
Después: nunca deja de sentir ese desmayo cuando revive la tarde de abril del 68, su cuerpo acogedor de matrona feliz, su misma presencia de La Gran Madre Judía… Es, siempre, un desfallecimiento.
Ella, escribe El Escribidor, renegaría atónita de la potencia y eficacia de una inteligencia beligerante (la de él), siempre alerta. Él es gris; ella, la elegida por los dioses, brilla como una luminaria en la noche de los aprendices. Le miraba divertida. Eso le irritaría a él, estaba demasiado en guardia ante los demás. Disfrazaba la suspicacia con la frialdad del carácter. Disimulaba como podía las manías. Esa rigidez atenuaba su ingenio, a diferencia de la otra, temerosa pero lista y llena de certidumbres. Y él, peripatético, que aún no había descubierto el aserto: no te tomes muy en serio a ti mismo, es probable que seas la única persona en el mundo que lo hace. Pero era casi el principio de todo. Más para él que para ella. Luego, la vorágine, las idas y venidas, el sinsentido del final inminente, todo sobrevino demasiado aprisa y todo fue demasiado embarullado. La crónica de después en forma de escritura fortalece una memoria en exceso distraída.
Una punzada de desolación se abate en la sangre: con qué celeridad se disipaban los días, sus luces diferentes y sus actos triviales o encomiables, se hundía el tiempo en el abismo y nos arrastraba con él mientras la urbe amanecía azul, se tornaba amarilla, se desangraba cada noche. Qué cruel alcanza a ser esa medida tan precisa, las pausas de la mañana y la tarde, sus gentes, sus colores y ruidos, la singladura cotidiana repleta de propósitos, tan lejano todo ello al terror y la angustia que se anuda en la garganta del desahuciado para el que ya nada del mundo ni los seres que lo pueblan muestra grandeza alguna. Todo es sólo un accidente. Tu nombre, el color de la piel, tu origen, la apariencia que te significa. La vida es absurda, la muerte le arrebata cualquier posibilidad de sentido. Qué dislate. Entonces la ironía… ¿De qué te sirve el desparpajo ahora? El rostro de la muerte sobresale tras cualquier cosa, envilece cualquier sentimiento. Una desgana física e intelectual impregna todo desde la rabia silenciada, el escepticismo inicial que prevalece ante lo fatídico atenúa algo la causa arbitraria e injusta: en el fondo es una barbarie. No hay resignación, hay derrota. La muerte puede con todo lo imaginable. Incluso anticipándote a ella, precipitándola, puede. A ella, a la guadaña de los milenios primeros y oscuros, no le importa el camino que elijas, tampoco la hora. No escaparás. Esa certeza no elude la lucha, ni el empuje… a la nada finalmente. Qué desastre, qué perversa culminación: creces a la nada.
Su coraje apabullaba. Podría decirse que le obligaba a uno a creerse capaz de superar el listón de sus talentos, pocos o medianos, fueran de la naturaleza que fuesen. “Siempre se puede ir más allá”, afirmaba la judía incontenible. Pero el verdadero estímulo era su presencia viva. Crédulo hasta la médula, él podía seguirla hasta el infierno. La creía porque era real (y sobre esa base rotunda la inventaba mejor).
Un deseo vehemente de destacar en algo le embarga mientras no aparta los ojos de ella, la escucha con indisimulado arrobo: alienta personajes maravillosos en lo más hondo de sí mismo, en él, en cualquiera de las personas que la rodeaban de modo constante, que más pronto o más tarde acabarían revelándose en el interior de todos ellos. Los hacía emerger del sucio y oscuro grumo de los abatidos andantes a su lado: somos plurales, podemos ser cualquier cosa, héroe o villano, soberbio triunfador o perdedor solitario, rebelde y magnífico. Era magnética, hasta predicadora. Esa era la esperanza, crear de nosotros mismos un ser memorable y capaz más allá de resultados plausibles. No había que venirse abajo. Nunca había razón para ello, aseguraba. El proceso hasta ese alumbramiento era la misión más digna, al menos la que justificaba nuestro paso por este mundo. Luego, amabas hasta los mismos tuétanos de la tierra, te revolcabas en ella porque era tu verdadera piel. La tierra es el arte, y el barro su esencia.
La naturaleza es sabia, suele decirse. Nada más lejos de eso. Esa monstruosidad ambulante del planeta es ciega a pesar de las leyes que la rigen. Los errores se multiplican a cada segundo, sin duda en la misma medida que los aciertos y las felices casualidades. No hay una regla que la exima de la torpeza y lo criminal en su curioso avatar, tan dominado, esto sí, por el entramado de sus axiomas físicos y una evolución casi perfecta.
Te hago inteligente, insustituible. Pero yo acoto por un error de diseño el tiempo de tu eternidad y sus afanes. La torpeza del final precoz desmiente toda predeterminación y cálculo: morirás joven. Una chapuza genética. Un fracaso cósmico.
Hoy sabemos que son plurales las formas despiadadas del caos. ¿Lo mitiga algún orden de aspiración humana?
Y bien, toda la clave de su obra reside en el absurdo: no expliques nada. Vive. Y juega. Todo puede ser un juguete magnífico: ilógico, noser. Con las formas será bastante. El caos es divertido, aberrante, imprevisible. Implacable ley física.
Además, ¿para qué mentir? Esto (la vida, sus hechos y sus obras) no puede acabar bien. O sí. Pero la cuestión es que acaba.
Toda mi obra -podría haber dicho, y seguramente dijo solemne alguna noche ya epifánica ante los dioses que la arrebataban de la vida-, se concibió para ser creada y no contemplada.
El absurdo… ¿en qué consiste? Acaso esa sensación nos domine cuando acaece lo impredecible. Sólo eso: lo imprevisible nos aturde y nos sume en el desconcierto. Nada, así, parece tener sentido, ¡pero todo es impredecible, hasta lo más nimio!
“El objeto no es una ficción, es una realidad. Yo subrayo esa realidad, y al hacerlo puedo recorrer en plenitud ese trayecto intencionado, que no representativo, que abarca desde la ironía hasta la tragedia.”
Con ella: un baedeker con el que recorrer la ciudad sorteando sus habitantes que hasta explica una relación épica, un destino.
Del 134 de Bowery al 35 de Vandam Street (con los pies colgando sobre el Hudson, aporreando las teclas de color), otro sagrado lugar.
Una mañana, un día cualquiera, de pronto, investido de la piel de un auténtico newyorker. Ya lleva Gotham en la sangre. Desvía rápidamente la vista al descubrir a un foráneo, un turista. Apestan a cien metros. ¡Qué de milagros!
¡Qué mudanzas!
Y el bolígrafo mortífero, puede ahogarte en su líquido azul como si tal cosa…
Como te muevas… ¡te escribo!
¿Qué tal si esconde el bolígrafo infantil de cinco centavos, deja asomar por el bolsillo de la chaqueta la caperuza de la Montblanc con la estrella rechoncha y blanca a la vista y se dedica a la conquista de la neoyorquina madurita?
“Me gusta que me despierten con un beso en el cuello”, dijo ella sentada a la barra de un bar de luces amortiguadas y adensado del olor apaciguante de la madera noble y el cuero auténtico, en la esquina de la 69 con la Quinta.
“Ese soy yo. Soy El Despertador”, dijo él con el vaso corto de cristal teñido de caoba en la mano.
¿Y suenas y todo?
Fue el comienzo de una intensísima relación de un día y medio que tuvo como único escenario las enteladas paredes de color rosa de un dormitorio en un lujoso apartamento del Upper East Side con vistas (naturalmente) al East River.
pero no de las morosas sutilezas de la seducción (se abrió de piernas nada más tumbarse sobre el esponjoso colchón veteado de rayas plateadas henchido de plumas, ¡para qué perder el tiempo!)
El era noviembre y estaba solo. Ella era una mujer cuya edad ya necesitaba del maquillaje
“¿Cómo te llamas?”
“Noviembre.” 
Un bolígrafo: dos kilómetros de tinta, cien mil palabras: 5 centavos. ¡Joder, qué barato sale el crimen!
-Todos esos elementos inconexos, dispares… ¿logran de veras una fusión artística?
-Todos esos elementos… ¡son un solo elemento!
Hay una cucaracha roja encima de las hojas amarillas emborronadas, cerca del diccionario de sinónimos y la polvorienta Underwood (¿o es una Corona?): “¡Largo de aquí, jodida hembra, este es mi Sancta Santorum!”
Lleva sin afeitar ocho días seguidos y la página volcada sobre el rodillo de la máquina de escribir en blanco. “Un blanco prometedor”, se dice animosamente después de una semana sin ducharse.
¿Cuál es el mensaje?
Uno escribe libros para los que tiene cerca sino para los que están todo lo más lejos posible: para los absolutamente desconocidos.
En ese cuadro… -balbuceó-, he visto un trazo disonante…
Sería un error de pulsación:
en esa página he visto yo un una falta de ortografía…
Analogías: Right After, una escritura plástica como esa endiablada música del jazz que los boppers todavía aceleran más y más haciendo imposible seguir su ritmo con el cuerpo: sólo la respiración, agitada, podía seguirles hasta el fin del mundo.
Con ella dentro del mundo, éste tenía un orden (aunque ella siempre sostuvo que el absurdo era el entramado real de toda apariencia), y él era capaz de percibir una geometría fascinante inmerso en el mismo caos y los disparates incesantes de una humanidad con graves imperfecciones. Ella, su arte y su vida, al justificarlo todo ante sus ojos, reflejaba un orden que él equivocaba al creerlo genuino del mundo:
“En mí no ha habido lugar para el conflicto arte/vida, ese binomio pretencioso: son la misma cosa, algo indisoluble. Me resulta del todo increíble que haya quien entienda la una sin el otro o viceversa.”
Una vez desapareció, lo perceptible volvía a ser despreciable y ruin. Carecía de sentido en una conjunción física y química que se empecina en anular tajante el alma, un sentimiento. Materia, al fin, déjate llevar. Y, después…
Dijo, y fue publicado en el mismo mes terrible de mayo de 1970: “Siento el absurdo total de las obras de los artistas que amo. Y respecto al contenido de mi trabajo, en cuanto a su relación con los materiales que lo conforman, sí, es realmente absurdo. Puede decirse de ese modo. Un  absurdo total.”
Bajo los cartelones verticales de una exposición de interiores holandeses, al pie del lujo corintio de las columnas del MET, una tarde dorada de abril de 1970 perfumado por la primavera de las hojas y las flores de los árboles, dijo (también): “Voy a vencer, sabes. No voy a morir todavía. No moriré nunca.” Y ya el abismo de la nada absoluta se abría bajo sus pies. Exactamente treinta días después se la tragó entera.
Por añadidura, su vida, su arte, su enfermedad, la tragedia de su familia, sólo es aceptable, creíble, desde el absurdo más incontestable.
En efecto, el laberinto de las formas, del objeto, preconiza la enormidad, la verdadera escala del absurdo. Eso será todo. El discurso sólo amplificado por una apariencia que elude lo inteligible. Será una artista genial, una precursora. Un código marino, volátil, sustituye la soflama. Sensatamente, tras él ningún cifrado se agazapa. Es original el orden de su sintaxis. Construye de lo inerte una estrafalaria morfología.
La niña nos ha salido idólatra: sus montajes claman al cielo, una apostasía ininteligible.
¿Qué injusticia hallaron en mí vuestros padres para alejarse de mis mandamientos e irse en pos de la vanidad de los ídolos para hacerse vanos? (Jeremías, 2-5).
Asna salvaje, habituada al desierto, en el ardor de su pasión olfatea el viento, su celo, ¿quién lo reducirá? (Jeremías, 2, 24).
La vergüenza de vuestros ídolos ha devorado el trabajo de nuestros padres (Jeremías, 3-24).
Ya se anuncia desastre sobre desastre (Jeremías, 4-20).
(Pero jamás hizo caso alguno de las advertencias.)
Soy El Testigo. Tu vida ha sido una short story. Yo la contaré a mi modo, pues es así como puedo comprenderte.
Al calor de tu presencia inventada, la pluma se tiñe de neblinas y el claroscuro reinante en toda biografía.
Podemos empezar.
No nos ahorres peligros, pero sálvanos de todos ellos.
Por ejemplo:    
Haberla conocido en 1965, a comienzos del otoño, en Suiza.
A El Informador le acompaña una amiga portuguesa, Jennie Queiroz, una periodista de sobrado instinto que fotografió algunos de los trabajos, menores, insulsos, que la artista había expuesto en la Kunsthalle de Düsseldorf meses antes, y que él no había tenido ocasión de ver. La periodista no dudó en entrevistar a Hesse a continuación, pues las pinturas y dibujos la habían fascinado.
¿Qué puedes contarme?
¿Qué quieres oír?

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