El arte de la ciudad: su insolencia constante a los
dioses: ama sus rascacielos y en ellos se proyecta desafiante pero… no muy
lejos, catedrales. Una bella catedral inútil que ennoblezca la miseria
espiritual y materialista de su tiempo. Una estética interesada que concilia
bien la desmesura de las épocas. Cuando el Metropolitan Life se encara al
Flatiron la carrera ha comenzado: los verdaderos cimientos son el desafío y la
creencia en uno mismo.
Hesse, en Madison, alza la vista, mientras sus manos y
sus pies la atan al suelo con algo más fuerte que las raíces. Como, en pleno
vértigo, adivinó el holandés al mirar al cielo.
En 1940 y ss.: Nueva York es un matraz donde se revuelve
todo tipo de pócimas milagrosas en arte, arquitectura, música y literatura. La
vida es un experimento. Y si las cosas no funcionan puedes arrojarte al vacío
desde las terrazas del Singer Building, famosas por su efectividad en este
aspecto trascendental de la existencia.
La ciudad…
Y la vida…
Ensaya con ella, con ese material de monstruos, se dice
Hesse. Aunque sin comprender demasiado bien con qué finalidad.
Invierno, primavera, otoño…
Qué más da.
Hesse queda lejos, muy lejos.
Al final, pelea con el clima en lucha desigual. Lo único
que le queda como coartada.
Podría ser cuando el verano se resistía a dentelladas a
morir, y así, sin sospecharlo, azarosamente, como si viviera inmerso en
espejismos que le transportaban sin contemplaciones y con engaños estacionales:
un amanecer frío de julio podía sorprenderlo pegado al cristal sucio de la
ventana aterido, hambriento y sin haber decidido nada en absoluto desde hacía
dos días; cualquier día de septiembre amanecía brumoso y tibio, agosteño,
pegajoso, de una luminosidad densa e hiriente y el aire polvoriento y seco
apenas le dejaba respirar sentado en el banco del parque (el que fuese de
ellos) con los ojos sólo entreabiertos, arrugado el entrecejo, y un libro
cerrado en las manos exánimes; un atardecer invernal se prolongaba hasta la
extrañeza dorándolo todo en su estatismo incomprensible ajeno al inexpugnable
tiempo: quería huir de esa ciudad, pero no para volver al lugar de donde había
partido, ahora ya no, y eso era lo malo, porque en lo sucesivo no existía otra
ciudad ni otro parque donde fuera posible soñar o dejarse en manos de la
casualidad más estrambótica. Y la juventud, ya concluida, no le iba a ser nunca
más el escondite de la inacción.
El antídoto: nada disuade tanto del empeño de apreciar la
vida como pensar que puede haber otra después de muerto: rechaza esa idea: sólo
una vida, ésta, con mayor o peor fortuna. Estrújala de veras. Sólo así la
vivirás a destajo, sorbiendo cada uno de sus contados instantes.
Bajo las bóvedas luminosas del halla del Met: no eres
nadie. ¿Quién te quiere a ti?
¿Por qué tiene alguien que quererte a ti?
(Todavía no sabe que morirá joven.)
Pero si en el 67 se tenía algo poeta: soñaba con un
recitado que pusiera firmes a Ginsberg y compañía en St. Mark’s
Church-in-the-Bowery.
C.A.: lo soltó, como se suelta cualquier cosa, unas
monedas, un jarrón, un libro, una idea: de cuantas más cosas te percates que
ignoras más sabia te vuelves al librarte de ellas.
1956.
En la
calle Bleecker.
Café
Fígaro: Duchamp suele jugar partidas de ajedrez con un viejo judío polaco. No
más de dos: pierda o gane (que gana siempre).
¿Y si se
presenta allí? Bastaría sólo con verle.
Realidad-Representación.
1956. Las
chicas listas, sin embargo, no se dejan embaucar. No importa la educación que
recibas ni los dioses a los que temes. Detrás de la tropa de teenagers y las fotos en blanco y negro,
apenas iluminadas por falta de flash
muchas de ellas, de Alfred Wertheirmer se agazapaba otro más de los movimientos
musicales de la época, una rebeldía asumible. Nada de revoluciones: el arte aún
queda lejos de las fachadas de los bancos.
Kandinsky.
Desenredando la madeja.
Más que
una teoría parecía un libro de instrucciones.
Le asusta
el no-contenido, no-significado; de modo que pergeña astutamente, con frialdad
de laboratorio, un entramado analítico sobre los fundamentos del quehacer
pictórico. La matemática del arte, una euclidiana del espíritu y la forma de su
léxico íntimo, silencioso. La abstracción clínica del sujeto predispone contra
la representación naturalista, objetiva y, por consiguiente, celebra la
inmediata y e inevitable desintegración de la realidad.
Empero, la
ruta al interior, a la suplantación de lo figurativo y su literalidad quedaba
abierta: está lo espiritual, ¿entiendes?, dijo espaciando las palabras. “Lo
creo. Sin duda alguna” (apacigua su apasionamiento: está enardecida defendiendo
el auténtico germen de la abstracción).
“Y en
aquellas nuevas pinturas de espaldas a la ventana bañada de sol acaece el
misterio, la mística, lo espiritual del artista convencido de serlo. Nuevas
formas de significarse mediante lo plástico que se enfrentan sin temor a la
complejidad artesana de los otros cuadros del pasado y aun del nuevo siglo (XX).”
Una
espiritualidad sometida a la geometría, a una mirada racional que parece nacer de
los gruesos lentes del intelectual miope.
Todo
empezó con el mundo del revés. Cabeza abajo. Cuesta creerlo de ese modo (un
embuste aseado, el acto intuitivo, casual, determinante a despecho de su origen
grosero), pero así consta en los manuales y todos los listados de anecdotarios
del arte y el conjunto de sus teorías, que nada explican finalmente de la
plástica a la que proporcionan cobertura textual, ecdótica prescindible:
“Subía de
tramo en tramo la escalera hasta el estudio. Llegó arriba sin aliento. Abrió la
puerta. Vio un cuadro extrañísimo debajo de la ventana, una pintura de armonía
inigualable, el orden cromático de la perfección, y era a la vez una
composición divertida…”
Era uno de
sus cuadros, el último que andaba pintarrajeando, puesto del revés.
Una
epifanía. (Cuarenta años atrás.)
Otoño del
59.
Conferencia
(o lectura) de una tal Anaïs Nin en el Living
Theatre. Al parecer, leía páginas de una novela. ¿Qué sentido tiene esto?
Tal vez en el futuro se escriba para… interpretarse a sí mismo.
Años
inolvidables: saltaba ese tramo de Broadway del lado del East Village al lado
de Greenwich Village como el que salta a la comba: y en todas partes esos tipos
maravillosos que sí sabían que estaban
haciendo historia.
Ella
parecía que jugara, que…
Ha puesto
inadvertidamente el gorro encima de la cama. Lo descubre y exclama como la
Catherine de Jules et Jim:
-¡Ah, el
gorro!… ¡Nunca sobre la cama!
(Una
semana antes: él adquiere con suma facilidad unos ejemplares de Cahiers du Cinéma del año 1962. En uno
de ellos, además de la reseña del film, aparece una sucinta biografía de Roché.
Hesse la lee admirada. “Cada uno su tiempo”, musita.
Henri
Roché sólo escribió dos novelas, Jules et
Jim y Les deux anglaises et le
continent. Cuando empezó la primera contaba más de setenta años. De ambas
haría Truffaut sendas películas no desdeñables que Roché, ya muerto, no pudo
ver.
Cada uno su tiempo: Roché, 76; Truffaut, 50; E., 34. ¿DISEÑO
INTELIGENTE?).
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