domingo, 20 de septiembre de 2015

19

El arte de la ciudad: su insolencia constante a los dioses: ama sus rascacielos y en ellos se proyecta desafiante pero… no muy lejos, catedrales. Una bella catedral inútil que ennoblezca la miseria espiritual y materialista de su tiempo. Una estética interesada que concilia bien la desmesura de las épocas. Cuando el Metropolitan Life se encara al Flatiron la carrera ha comenzado: los verdaderos cimientos son el desafío y la creencia en uno mismo.
Hesse, en Madison, alza la vista, mientras sus manos y sus pies la atan al suelo con algo más fuerte que las raíces. Como, en pleno vértigo, adivinó el holandés al mirar al cielo.
En 1940 y ss.: Nueva York es un matraz donde se revuelve todo tipo de pócimas milagrosas en arte, arquitectura, música y literatura. La vida es un experimento. Y si las cosas no funcionan puedes arrojarte al vacío desde las terrazas del Singer Building, famosas por su efectividad en este aspecto trascendental de la existencia.
La ciudad…
Y la vida…
Ensaya con ella, con ese material de monstruos, se dice Hesse. Aunque sin comprender demasiado bien con qué finalidad.
Invierno, primavera, otoño…
Qué más da.
Hesse queda lejos, muy lejos.
Al final, pelea con el clima en lucha desigual. Lo único que le queda como coartada.
Podría ser cuando el verano se resistía a dentelladas a morir, y así, sin sospecharlo, azarosamente, como si viviera inmerso en espejismos que le transportaban sin contemplaciones y con engaños estacionales: un amanecer frío de julio podía sorprenderlo pegado al cristal sucio de la ventana aterido, hambriento y sin haber decidido nada en absoluto desde hacía dos días; cualquier día de septiembre amanecía brumoso y tibio, agosteño, pegajoso, de una luminosidad densa e hiriente y el aire polvoriento y seco apenas le dejaba respirar sentado en el banco del parque (el que fuese de ellos) con los ojos sólo entreabiertos, arrugado el entrecejo, y un libro cerrado en las manos exánimes; un atardecer invernal se prolongaba hasta la extrañeza dorándolo todo en su estatismo incomprensible ajeno al inexpugnable tiempo: quería huir de esa ciudad, pero no para volver al lugar de donde había partido, ahora ya no, y eso era lo malo, porque en lo sucesivo no existía otra ciudad ni otro parque donde fuera posible soñar o dejarse en manos de la casualidad más estrambótica. Y la juventud, ya concluida, no le iba a ser nunca más el escondite de la inacción.
El antídoto: nada disuade tanto del empeño de apreciar la vida como pensar que puede haber otra después de muerto: rechaza esa idea: sólo una vida, ésta, con mayor o peor fortuna. Estrújala de veras. Sólo así la vivirás a destajo, sorbiendo cada uno de sus contados instantes.
Bajo las bóvedas luminosas del halla del Met: no eres nadie. ¿Quién te quiere a ti?
¿Por qué tiene alguien que quererte a ti?
(Todavía no sabe que morirá joven.)
Pero si en el 67 se tenía algo poeta: soñaba con un recitado que pusiera firmes a Ginsberg y compañía en St. Mark’s Church-in-the-Bowery.
C.A.: lo soltó, como se suelta cualquier cosa, unas monedas, un jarrón, un libro, una idea: de cuantas más cosas te percates que ignoras más sabia te vuelves al librarte de ellas.
1956.
En la calle Bleecker.
Café Fígaro: Duchamp suele jugar partidas de ajedrez con un viejo judío polaco. No más de dos: pierda o gane (que gana siempre).
¿Y si se presenta allí? Bastaría sólo con verle.
Realidad-Representación.
1956. Las chicas listas, sin embargo, no se dejan embaucar. No importa la educación que recibas ni los dioses a los que temes. Detrás de la tropa de teenagers y las fotos en blanco y negro, apenas iluminadas por falta de flash muchas de ellas, de Alfred Wertheirmer se agazapaba otro más de los movimientos musicales de la época, una rebeldía asumible. Nada de revoluciones: el arte aún queda lejos de las fachadas de los bancos.
Kandinsky. Desenredando la madeja.
Más que una teoría parecía un libro de instrucciones.
Le asusta el no-contenido, no-significado; de modo que pergeña astutamente, con frialdad de laboratorio, un entramado analítico sobre los fundamentos del quehacer pictórico. La matemática del arte, una euclidiana del espíritu y la forma de su léxico íntimo, silencioso. La abstracción clínica del sujeto predispone contra la representación naturalista, objetiva y, por consiguiente, celebra la inmediata y e inevitable desintegración de la realidad.
Empero, la ruta al interior, a la suplantación de lo figurativo y su literalidad quedaba abierta: está lo espiritual, ¿entiendes?, dijo espaciando las palabras. “Lo creo. Sin duda alguna” (apacigua su apasionamiento: está enardecida defendiendo el auténtico germen de la abstracción).
“Y en aquellas nuevas pinturas de espaldas a la ventana bañada de sol acaece el misterio, la mística, lo espiritual del artista convencido de serlo. Nuevas formas de significarse mediante lo plástico que se enfrentan sin temor a la complejidad artesana de los otros cuadros del pasado y aun del nuevo siglo (XX).”
Una espiritualidad sometida a la geometría, a una mirada racional que parece nacer de los gruesos lentes del intelectual miope.
Todo empezó con el mundo del revés. Cabeza abajo. Cuesta creerlo de ese modo (un embuste aseado, el acto intuitivo, casual, determinante a despecho de su origen grosero), pero así consta en los manuales y todos los listados de anecdotarios del arte y el conjunto de sus teorías, que nada explican finalmente de la plástica a la que proporcionan cobertura textual, ecdótica prescindible:
“Subía de tramo en tramo la escalera hasta el estudio. Llegó arriba sin aliento. Abrió la puerta. Vio un cuadro extrañísimo debajo de la ventana, una pintura de armonía inigualable, el orden cromático de la perfección, y era a la vez una composición divertida…”
Era uno de sus cuadros, el último que andaba pintarrajeando, puesto del revés.
Una epifanía. (Cuarenta años atrás.)
Otoño del 59.
Conferencia (o lectura) de una tal Anaïs Nin en el Living Theatre. Al parecer, leía páginas de una novela. ¿Qué sentido tiene esto? Tal vez en el futuro se escriba para… interpretarse a sí mismo.
Años inolvidables: saltaba ese tramo de Broadway del lado del East Village al lado de Greenwich Village como el que salta a la comba: y en todas partes esos tipos maravillosos que sí sabían que estaban haciendo historia.
Ella parecía que jugara, que…
Ha puesto inadvertidamente el gorro encima de la cama. Lo descubre y exclama como la Catherine de Jules et Jim:
-¡Ah, el gorro!… ¡Nunca sobre la cama!
(Una semana antes: él adquiere con suma facilidad unos ejemplares de Cahiers du Cinéma del año 1962. En uno de ellos, además de la reseña del film, aparece una sucinta biografía de Roché.
Hesse la lee admirada. “Cada uno su tiempo”, musita.
Henri Roché sólo escribió dos novelas, Jules et Jim y Les deux anglaises et le continent. Cuando empezó la primera contaba más de setenta años. De ambas haría Truffaut sendas películas no desdeñables que Roché, ya muerto, no pudo ver.
Cada uno su tiempo: Roché, 76; Truffaut, 50; E., 34. ¿DISEÑO INTELIGENTE?).

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