miércoles, 4 de noviembre de 2015

20

(Jennie: ¿había dicho caligrafía del espanto?). Anot. Julio, 1969.
En 1959 imagina un gran cajón: 75 metros cuadrados. Lo diseña mentalmente, coloca seres humanos también ahí adentro. Distribuye habitaciones, elige suelos y paredes. ¿Y qué hay de los objetos? Los inventa carentes de funcionalidad: tenedores sin  puntas, largos cuchillos sin mango, una manilla Wittgenstein, una llave sin  muescas, la muñeca muerta…
Le dibuja una casa a una amiga. La decora:
-Parece una casa de fantasmas – dice la amiga decepcionada-. Yo la quiero para vivir.
Hesse la mira en silencio. Es su antigua compañera en la Cooper Union, una chica frágil, desfalleciente. Ella se encoge de hombros. Las casas carecen de verdadera significación:
-Lo realmente importante es el destino –contesta la decoradora sonriendo-. Es nuestro mejor hogar.
Hesse: tu destino es el lugar de la maldad. Ni siquiera eres culpable todavía. Pero escapas del Tren de los niños de pura casualidad, te libras de Ravensbrück, de Treblinka, aunque lo más probable es que acabaras en Auschwitz, todo recto y a la derecha, hacia las negras columnas de humo que se estiran al cielo. Qué más da.
Los niños cogidos de la mano, con los ojos muy abiertos, sin sentir apenas el frío, se dirigen sumisos y temblorosos hacia las duchas. “Luego comeréis de caliente.”
“¿Existe alguna posibilidad, doctor?”
“Ninguna en absoluto.”
Todo ha sido una tregua bastante cruel.
Todo está bien.
No. Nunca, nada, está bien.
La madre: ataviada con un vestido blanco de muselina, ondina del aire, entre el cielo y la tierra eternamente.
El sueño es blanco.
Despierta: algo terrible va a suceder.
1968.
El significado… ¡un secreto!
Más adelante.
Nueva York.
La Era del Arco Iris.
Aquario, según otro.
Ahora todo es posible.
Entre Betty Smith (de ese modo se soñaba también de niña) y Carl Andre.
En la Capital del Interés se han abiertos numerosos centros de meditación Zen, de cultura oriental y misticismo inerte, incluso un monasterio budista. Por las calles y avenidas se pasea la imponente figura del gurú Satguru Maharaji, que enseña a sus entregados discípulos cuatro técnicas secretas para alcanzar el estado más propicio y excelso de la meditación. No se pueden revelar… ¡desgraciadamente son secretas!
Como el mejor arte moderno, querida.
¡Chist, descubre y calla!, conmina El Maestro a El Adepto.
Su templo son los parques. Su Libro, los pensamientos, las extrañezas. Es El Hombre del Parque a las Once de la Mañana. Allí todo es silencioso y triste para quien no tiene nada que hacer, a nadie que engañar. Con luz débil, parsimoniosa, se abre el día sobre el césped laborable y desierto, y un halo de pegajosa angustia irradia el aire detenido aunque acechante:
“El sol le acariciaba con tibieza, un contacto silencioso y benéfico que le inyectaba tal dosis de paz, de estoicicismo lenitivo, hasta de incredulidad (una estrella que posa su hálito sobre mi piel desde una distancia cósmica), que todo, edificios, cosas y vegetación, parecía en suspenso, como instalado en una inminencia que tenía mucho de definitivo, de absoluto. Envuelto en un silencio extraño, casi en el mismo centro de la bestia urbana, lo que él veía a su alrededor era como una visión artificiosa, una copia analógica pero imprecisa de la realidad apabullante.”
(Parece como un  cuadro, se dijo, el cuadro de después de mi muerte.)
En el XIX fotografiaban a los muertos (muy quietecitos, sin peligro de desenfoque): después los escondían bajo tierra. Adiós.
El Negro espera un encargo que solucione el almuerzo del mediodía al igual que el zapatero en su cuchitril espera el encargo de remendar unos zapatos o sustituir las tapas de un tacón de aguja.
Mira a la pared sin hacer nada, mira exactamente la nada con los pies extendidos apoyados sobre el banquillo junto a la chimenea: aquí estamos, masticando el aire como un banquero.
De Chambers a Chauncey St.
Unos diez viajes por semana.
Agosto de 1968: guarda en un cajón de la cómoda tambaleante y precaria más de un centenar de tiques de metro, despensa del hombre y la polilla (uno de los seis cachivaches que amueblan el apartamento de Queen: dos sillas, un sofá, una mesa, una cama…).
Una noche se demora más de la cuenta con el vaso de vino color cereza en la mano, la mirada suplicante: “No hace falta que conserves el apartamento”, dice ella mirándole a los ojos, comprendiendo. “Puedes dormir aquí siempre que quieras.”
Da un vistazo a su alrededor: dormir entre el angustioso vocabulario de su obra, una sintaxis de batiburrillo y óxidos, de látex y resinas sintéticas, mutilaciones, las colgaduras como venas muertas.
No se resigna.
Meses más tarde, se refugia en su casa de muñecas (él las empieza a romper una a una, ¿qué demonios haces, loco de mierda?, ya ves, me libro de toda esta falsificación, de su maldad sin alma, de los ojos de cristal y su fría mirada a la nada, de sus mejillas rubicundas y sus piernas morcilleras, destruyo estos monstruos de pelo dorado, de falsas bocas entreabiertas, ¡malditas sean estas mozuelas de mentira!).   
Otra manera de soñar.
En el dinero siempre se piensa: a finales de los sesenta podías comprar en Green Street un edificio para ti sola: no más de 200.000 dólares.
Una necesita su espacio.
Lo llenaría de muñecas. Fabricadas por ella, femeninos juguetes de expresión inquietante, y los ojos de cristal, la lascivia de la porcelana inmóvil, y…
Luego, las obras (sus materiales, si hablamos con propiedad).
La habitación lo es todo.
Además, está la perspectiva. Es lo malo de los artistas… ¡la amplitud de miras!
La carrera del taxi se ha comido las reservas para la cena. ¡Maldito hack!
Vuelve a la manada: straphanger.
La época:
Huía de esa Nueva York donde imperaba Dalí: lo mediático en sus orígenes, el arte como espectáculo: la tribu más excéntrica.
Uno se consideraba artista haciéndose fotografías ridículas en un fotomatón de la calle 42. Luego, las ponía en venta. Y las vendía. Qué te parece.
¿Qué podía comerse? Pan de pita y tallos de apio (al estilo Patti Smith).
¿Tú sabes lo que eran 50 centavos en 1966? Un millón de dólares: ¡qué desayunos! ¡qué banquetes, old chap!: pan con mermelada y un huevo duro.
¿Qué te espera si no sales adelante, pintamonas? Un trabajo de camarera legañosa y siempre con sueño o uno de esos empleos de cajera o dependiente donde te retienen el sueldo de la primera semana. Si sobrevives sin comer, aguanta hasta el lunes siguiente: el futuro es tuyo.
Algunos atardeceres, en el Bowery, podías observar no muy a lo lejos la alta y tenebrosa silueta de W.B. con lo que parecía ser una máquina de escribir portátil en una mano y con lo que parecía ser un fusil agarrado en la otra.
Cualquiera de ellos… Vivía en un piso sin amueblar en Bond Street, una calle con adoquines, flanqueadas su aceras por almacenes abandonados, garajes, antiguas naves industriales, talleres polvorientos… Así que disimulaban la penumbra maloliente, la pobreza y el frío del loft comprando quincalla en Orchard Street (para decorarlo), ropa de segunda mano de colores hippie en Canal (para decorarse ellos mismos) y… seguían comiendo pan de pita y zanahorias y masticaban lentamente los tallos de apio. Pero esa era la única manera de sentirse desconectado de la estafa del otro trasiego urbanita de alrededor, el de pagar una factura interminable de sucesos absurdos como el alquiler, la luz eléctrica y el agua y el gas y acatar unos extraños mandamientos de por vida, de por vida, de por vida, de por vida…
Se está convirtiendo en una gran artista, y lo sabe: su obra no sólo refleja su época, la transforma… De modo que empieza alimentarse como debe hacerlo todo americano: en un Automat. Se come de maravilla en Horn & Handart. Comida de ventanilla. Un lujo. Insertas las monedas en una ranura y al cabo de un tiempo aparece detrás de la trampilla de cristal el suculento pedido seleccionado: empanada de pollo, mostaza y lechuga; de postre, pastel de manzana; bebida: leche con cacao. 65 centavos.
Y sigue progresando (“anda, ven tu también”): acude una vez cada dos meses al bar Max’s Kansas City (18 con Park Avenue South). Poseen el dinero justo para una copa. Sentados, se dejan bañar por la luz fluorescente roja de una de las obras de Dan Flavin. Y un día, vieron de lejos (¿sería él?) a Andy Warhol. Ahora, ellos, ya eran de Nueva York. También había una buena cantidad de dinero de reserva (un billete de 5 dólares y media docena de monedas) en el frasco vacío de la mermelada escondido detrás de la bolsa de las judías para los malos tiempos. Eran ricos. ¡Por fin habíamos dejado atrás las cloacas!
Tenía algo de dinero, es decir, muy poco, pero podría hacerle un regalo a su pareja: compra en una librería de la calle 59 una reproducción de un mapa antiguo de la Europa del siglo XIX: la verdadera materia del crisol neoyorquino: señalad con el dedo, queridos, el puntito de la chabolita de los ancestros (armenios, turcos, polacos, judíos, irlandeses, chinos, alemanes, suecos, italianos, españoles, ingleses, húngaros, rusos, holandeses…)
En Brentano’s.
Compro una reproducción de Blake. La cajera, morena, de rostro anguloso, de nariz delgada y prominente, me mira con ojos muy negros y desafiantes, con una sonrisa de triunfo.
En el 597 de la Quinta. Frente a la fachada de cristal y hierro forjado de Scribner’s. No llevo dinero. Ni un centavo. De todas formas decido meterme en la librería a curiosear y leer disimuladamente páginas y páginas de las últimas novedades literarias. Al cabo de bastantes minutos una empleada se planta frente a mí sin decir una sola palabra, pero sin dejar de mirarme, inmóvil. La vigilo por el rabillo del ojo. Transcurridos unos segundos cierro el libro, lo dejo con extremo cuidado en su sitio y con paso lento pero firme me encamino a la puerta. Al llegar a la acera, caigo en la cuenta de que la empleada de Scribner’s y la cajera de Brentano’s son la misma chica alta y delgada de sonrisa quizás algo desdeñosa aunque sin llegar a la ofensa.
Miraba mucho los autobuses en la estación de Port Authority... Pero yo nunca me subí a uno de ellos para escapar de allí, de la ciudad del triunfo, de Nueva York.
Al igual que sus compañeras de confusión y carne jovial, la mitología moderna surtía de incontables buenos momentos: coleccionaba grandes fotos de las estrellas de cine. Unos claroscuros fascinantes donde el rostro de los hijos mimados de Hollywood parecía brotar del ensueño, de la magia, de una languidez sólo comparable al olímpico desdén de los dioses.
Y un día empezó a seleccionar reproducciones de los cuadros de Van Gogh, de Sloan y Hopper. Esa tosquedad, el mismo abocetamiento de la realidad, la luz hecha desolación, arrumbó para siempre los fantasmas dorados de George Hurrell, Sid Avery y Harry Lang y sus fotografías de los semidioses.
Nunca volvería a esperar muda y paralizada a miss Harriet Brown, a la que muy pronto olvidó por completo.
“Soy una artista. Me siento distinta a los demás. Y quiero serlo.” Lo ha escrito en una carta a su padre. Los renglones bien rectos. No hay vuelta atrás. Tiene 17 años.  Las hormonas son el único y auténtico chute. Sin embargo, al año siguiente inicia una serie de terapias psiquiátricas. Se veía venir: “Quizás el arte…”
Estampados contra la pantalla verde del croma: todas esas transparencias, miles de ellas, seres y figurantes, edificios y cartón-piedra, lances y decorados, secundan una imaginación, podrían transportar a la más fértil de las fantasías: no importa la verdad que nada ha de desvelar: ser sólo una forma.
Echan un vistazo a las acuarelas: “Pero… querida, ¿qué es esto?”
Nunca sonríe desdeñosa ni con suficiencia, nunca se refugia en el mudo engreimiento. Tampoco intenta convencer, y mucho menos explicar lo inexplicable. Sonríe con humildad judía, esconde los pecados bajo la manga, la audacia se oculta bajo la aceptación del  castigo, planifica, echa sus cálculos.
“Deberías pintar como escribe Grace Metalious o Jackie Susan, querida.”
Sería todo tan fácil…
(Sé tu demonio.)
Seamos serias, recrimina a las compañeras soliviantadas. Ella está donde están todos, sin excepción. Nada de limitarse. Y no va a gastarse un dólar y medio en una revista mal impresa y peor dibujada para leer lo que ya sabe.
Ti-Grace Atkinson aboga por el parto extrauterino…
The Feminists rechaza la heterosexualidad…
Hesse defiende todo eso como defiende todo lo demás.
El arte es como una cuchilla, ¿entiendes?
Llévala siempre bien afilada.
En fin.
(¿En fin?: página 1025.)
Eran aquellos tiempos también que bastante suerte tenías si tu hija no acababa huyendo sentada a horcajadas en la parte de atrás de la motocicleta de un maldito biker.
“Sabía que esto iba a pasar. No podía ser de otro modo. Y, a fin de cuentas, ¿a quién le importa? Hace tiempo que el mundo editorial de Nueva York, en todos sus niveles, ha acabado en manos de los judíos. Sólo era cuestión de tiempo que también se apoderaran del mercado del arte de la ciudad. Me pregunto cuanto tardarán en ser capaces de colocar a uno de los suyos en la Casa Blanca.”
“Eso no sucederá jamás. Ningún negro, ningún judío acabará en la Presidencia de los Estados Unidos. No antes de mil años, amigo, cuando todo se haya ido al traste y ya nada valga la pena salvo no achicharrarte vivo.”
“De todas formas, si uno se para a pensarlo, advierte en seguida que en realidad los judíos nunca han dejado de estar en la Casa Blanca desde los tiempos del maldito Money Trust.”
-¿Qué puedes contarme de Pollock?
 -Existen montones de anécdotas dramáticas e incluso trágicas, escabrosas, divertidas y hasta apócrifas respecto a él.
-Quizás, no. Era un alcohólico. Y eso da mucho juego para la fábula. Rompía cristales. Conducía despavorido, como huyendo de él mismo. Se inventaba a cada instante.
 “Veamos eso”, dijo.
Pero aún tardarían muchos meses en enfrentarse a ello.
De acuerdo, tenía a Pollock metido en la sangre. Yo era una chica Pollock: “¡Pero jamás me vestí como una chica Pollock!”
Muy bien: eras una chica pollock. Pero odiabas disfrazarte como ellas.
Hasta ahí podíamos llegar, hasta los modelos espantapájaros Beaton sobre el fondo-Pollock, vestir maniquíes vivas con los trapos pintarrajeados de modistos triviales inspirados en las obras del gañán de los cubos de acrílicos.
En Brooklyn, hacia el 52: baja del tren elevado en la 86. Imagina que se cruzaba con el niño de las estrellas, Sagan. Hubieran podido verse. ¿Habrían coincidido, de adolescentes, en la biblioteca de la 85, buscando en las estanterías de libros infantiles lo que se encontraba en los estantes de los libros adultos? Eran dos iniciados. Pero no se conocían entre sí. Buenos vecinos, buenos niños. Buenos judíos que Dios arroja al mundo, dijo otro. Hesse acudía a menudo a Flabush, a visitar a una compañera de Cooper Union que se hallaba enferma. Brooklyn, por entonces, era una enorme extensión de edificios no muy altos, la mayor parte de ladrillo, gris oscuro o rojizo,  casi sin rascacielos, viejos barrios donde el olor de los guisos recién cocinados se escapaba por las ventanas abiertas, calles anchas, divertidas, reconocibles, con el auténtico sabor a la América del melting pot y las doscientas lenguas y dialectos atravesando el aire, hasta la luz y el color parecían europeos, los barrios entrañables y con identidad propia, calles que hablaban idiomas distintos: sí, así era, los viejos y densos olores de los guisos ancestrales, ruidos y costumbres de una Europa secular y despedazada, la palabra distinta, la risa universal.
¿Quién te persigue?
¿Cuándo no se ha muerto la gente? ¿Ha existido una época en la tierra donde eso no sucediera?
“Cada día es más triste que el anterior”, confiesa.
“Pues ése, querida, no es el camino.”
“Me cuesta poner en orden mis sentimientos…”, balbucea.
“Tenemos el arte, entre otras cosas, para solucionar algunos desarreglos, pequeñas paranoias.
20 dólares:
1954: “Hábleme de usted”. Hay una luz tenue que le dan ganas de reír porque le recuerda a su hermana y a ella cuando eran niñas y jugaban al escondite a media luz: siempre engañaba a la otra, y, a hurtadillas, desaparecía de verdad saliendo de casa y daba un par de vueltas a la manzana hasta que se cansaba, mientras su hermana con absoluta perplejidad la buscaba de habitación en habitación examinando cada rincón de cabo a rabo pensando que se había vuelto invisible de verdad.
El tipo, orondo, cabello liso bien peinado a raya, fuma en pipa y viste chaqueta de mezclilla con coderas y un pantalón oscuro. Debajo viste un suéter de cuello de cisne, negro. Es un tipo de esos, un tipo “máscara”.
Recién salida de la adolescencia, todos son complejos. Esta crisálida no acaba de cuajar. Está el acné, el menstruo, y esas rodillas de áspera piel (piedra pómez, querida, le aconseja su madrastra), los huesos prominentes…
Está la mamá que vuela con las faldas a la altura de la cintura enseñando las bragas.
Está papá, que no le quiere lo suficiente, y ello mortifica a la pequeña Evchen.
Le gusta pensar que es distinta a los demás, aunque no físicamente.
Desea vivir con todas las fuerzas de su alma, pero la vida le asusta con frecuencia.
“Soy distinta a los demás.”
Bueno, todos los demás son distintos a nosotros.
“¿Qué le hace creer eso?”.
No sabe contestar. El tipo da una larga chupada a la pipa. Casi le echa el humo a la cara. 1954: fumar es un arte, y fumar en pipa aún más, esa elegancia de los dedos asidos a la tibia cazoleta, el aroma a tabaco de indias, las blancas volutas del humo fragante. Hablamos de prestigio: estilográfica chapada en oro, los lentes de montura también dorada, el sello de piedra azul en la mano izquierda. Detrás del interrogador se alinean hileras de libros con lomeras en piel, tejuelos coloreados: verde esmeralda, rojo burdeos, blanco marfil, o hueso, negro y dorado. Imagina ella la letrería, las artísticas capitulares… Estantería de gruesa madera (¿nogal sin pulir?), sólida, con los libros perfectamente enfilados en el borde de los estantes. Hesse, con disimulo, intenta leer a hurtadillas algún título. Imposible a causa de la mortecina luz. Se moja los labios resecos la futura artista, ahora una jovencita a quien le sudan las palmas de las manos delante de un indagador-instigador profesional.
“De acuerdo, sus padres se divorciaron, su padre se casó de nuevo, su madre se suicidó. Pero apenas la conocía. Tenía diez años cuando murió. Usted, verdaderamente, quería más a su padre, su lado, digamos, intelectual. ¿No es así? No vaya a hacer un problema de la muerte de su madre. Esa fue una opción. Y le incumbía solamente a ella. Recuerde, el libre albedrío… El desarraigo, la pena de amor…”.
No sabe que contestar. Al final, harta de toda la pamplina, simplifica las cosas: “Tengo miedo”, dice.
El otro se le queda mirando estúpidamente. Cara de manual, no se mueve un ápice sentado en el sillón de cuero verde. La luz de mínima intensidad pero confortable, ambos entre cálidas penumbras, adueñada la estancia por los silencios intermitentes. El tiempo apresado en el reloj de arena es implacable. Cada sesión es un puñado de dólares que su padre paga religiosamente. Por mí como si no te espabilas nunca, niña.
Han asesinado a tus cuatro abuelos inocentes en un campo de exterminio. Tu madre se ha suicidado. Tu madrastra usurpa tu nombre y te roba al padre. El amor se rompió. Te van a diagnosticar un tumor cerebral que te matará en un año:
¿Dios existe?
Pregúntaselo a tu psiquiatra.
Desempolva la Up the Down Road II  de nuevo. Helas, ya está allí otra vez, entre constelaciones raras. La nota desmejorada. Además, en este universo parecen todos pálidos. Francamente, yo me largaría de aquí y me buscaría otro universo. Esta roca apagada del nuevo planeta, de atmósfera amarilla, no me inspira ninguna confianza. Hay algo en él malsano, excesivamente protector. Todo parece preconcebido.
-Tienes que contestar unas preguntas.
-¿De qué clase?
Se ha puesto en guardia.
-Nada importante.
-En ese caso me inventaré las respuestas.
Cinco años más tarde:
“Era tan bobalicona que todos los demás eran extraños para mí…”
Lo que no sabía es que a los otros ella les parecía todavía más extraña.
Vuelves a los diez años.
¿Puedes contestar todas las preguntas?
¿Quién podría?
Ni siquiera su padre, pegado a la radio de 1945, intenta hacerse con los sesenta y cuatro dólares del Take It or Leave It. Ante los suyos, calla todas sus respuestas.
Raymond Th. Yeats/E.: Como fuere, una mañana Hesse, todavía en el Instituto Cooper, una adolescente nerviosa de falda corta que enseñaba las piernas con despreocupación, entró en la librería propiedad de Raymond Th. Yeats. Preguntó por un libro “rarísimo”, le informa el librero, de título inventado por alguno de sus compañeros que, a buen seguro, le gastaban una broma pesada.
“Lo tendré en un par de días…”
Así que… nunca encontró el libro. Hesse fue creciendo, de una manera inteligente, digamos; el otro, parecía detenido en el tiempo. Se diría que siempre tenía la misma edad. Se hicieron amigos. Es buena cosa tener un librero de amigo, casi tanto como tener un libro. O mil, se diría la Hesse jovencita.
20 años más tarde: la biblioteca Hesse: 
The Catcher in the Rye
Der Zauberberg
Se questo è un uomo
En attendant Godot
Etcétera.
Jennie, después de la cena, en algún sitio del Village. Llama por teléfono.
“Vuelvo al hotel”, dice.
Ha equivocado el objetivo de una de las dos cámaras que siempre lleva encima.
“¿Es realmente preciso que lo hagas?”, le pregunto todavía con la copa en la mano, recién salido de la ducha, cansado después de un día de ajetreo.
“Es absolutamente preciso.”
Al cabo de unos instantes aparece por la puerta.
Cambia el cristal. Comprueba trebejos de nuevo.
Precipitada, sale a la película de afuera que es Nueva York.

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