(Jennie:
¿había dicho caligrafía del espanto?).
Anot. Julio, 1969.
En 1959
imagina un gran cajón: 75 metros cuadrados. Lo diseña mentalmente, coloca seres
humanos también ahí adentro. Distribuye habitaciones, elige suelos y paredes.
¿Y qué hay de los objetos? Los inventa carentes de funcionalidad: tenedores
sin puntas, largos cuchillos sin mango,
una manilla Wittgenstein, una llave sin
muescas, la muñeca muerta…
Le dibuja
una casa a una amiga. La decora:
-Parece
una casa de fantasmas – dice la amiga decepcionada-. Yo la quiero para vivir.
Hesse la
mira en silencio. Es su antigua compañera en la Cooper Union, una chica frágil,
desfalleciente. Ella se encoge de hombros. Las casas carecen de verdadera
significación:
-Lo
realmente importante es el destino –contesta la decoradora sonriendo-. Es
nuestro mejor hogar.
Hesse: tu
destino es el lugar de la maldad. Ni siquiera eres culpable todavía. Pero
escapas del Tren de los niños de pura
casualidad, te libras de Ravensbrück, de Treblinka, aunque lo más probable es
que acabaras en Auschwitz, todo recto y a la derecha, hacia las negras columnas
de humo que se estiran al cielo. Qué más da.
Los niños
cogidos de la mano, con los ojos muy abiertos, sin sentir apenas el frío, se
dirigen sumisos y temblorosos hacia las duchas. “Luego comeréis de caliente.”
“¿Existe
alguna posibilidad, doctor?”
“Ninguna
en absoluto.”
Todo ha
sido una tregua bastante cruel.
Todo está
bien.
No. Nunca,
nada, está bien.
La madre:
ataviada con un vestido blanco de muselina, ondina del aire, entre el cielo y
la tierra eternamente.
El sueño
es blanco.
Despierta:
algo terrible va a suceder.
1968.
El
significado… ¡un secreto!
Más
adelante.
Nueva
York.
La Era del
Arco Iris.
Aquario,
según otro.
Ahora todo
es posible.
Entre
Betty Smith (de ese modo se soñaba también de niña) y Carl Andre.
En la
Capital del Interés se han abiertos numerosos centros de meditación Zen, de
cultura oriental y misticismo inerte, incluso un monasterio budista. Por las
calles y avenidas se pasea la imponente figura del gurú Satguru Maharaji, que
enseña a sus entregados discípulos cuatro técnicas secretas para alcanzar el
estado más propicio y excelso de la meditación. No se pueden revelar…
¡desgraciadamente son secretas!
Como el
mejor arte moderno, querida.
¡Chist, descubre
y calla!, conmina El Maestro a El Adepto.
Su templo
son los parques. Su Libro, los pensamientos, las extrañezas. Es El Hombre del
Parque a las Once de la Mañana. Allí todo es silencioso y triste para quien no
tiene nada que hacer, a nadie que engañar. Con luz débil, parsimoniosa, se abre
el día sobre el césped laborable y desierto, y un halo de pegajosa angustia
irradia el aire detenido aunque acechante:
“El sol le
acariciaba con tibieza, un contacto silencioso y benéfico que le inyectaba tal
dosis de paz, de estoicicismo lenitivo, hasta de incredulidad (una estrella que
posa su hálito sobre mi piel desde una distancia cósmica), que todo, edificios,
cosas y vegetación, parecía en suspenso, como instalado en una inminencia que
tenía mucho de definitivo, de absoluto. Envuelto en un silencio extraño, casi
en el mismo centro de la bestia urbana, lo que él veía a su alrededor era como
una visión artificiosa, una copia analógica pero imprecisa de la realidad
apabullante.”
(Parece
como un cuadro, se dijo, el cuadro de
después de mi muerte.)
En el XIX
fotografiaban a los muertos (muy quietecitos, sin peligro de desenfoque):
después los escondían bajo tierra. Adiós.
El Negro
espera un encargo que solucione el almuerzo del mediodía al igual que el
zapatero en su cuchitril espera el encargo de remendar unos zapatos o sustituir
las tapas de un tacón de aguja.
Mira a la
pared sin hacer nada, mira exactamente
la nada con los pies extendidos apoyados sobre el banquillo junto a la
chimenea: aquí estamos, masticando el
aire como un banquero.
De Chambers a Chauncey St.
Unos diez
viajes por semana.
Agosto de
1968: guarda en un cajón de la cómoda tambaleante y precaria más de un centenar
de tiques de metro, despensa del hombre y la polilla (uno de los seis
cachivaches que amueblan el apartamento de Queen: dos sillas, un sofá, una
mesa, una cama…).
Una noche
se demora más de la cuenta con el vaso de vino color cereza en la mano, la
mirada suplicante: “No hace falta que conserves el apartamento”, dice ella
mirándole a los ojos, comprendiendo. “Puedes dormir aquí siempre que quieras.”
Da un
vistazo a su alrededor: dormir entre el angustioso vocabulario de su obra, una
sintaxis de batiburrillo y óxidos, de látex y resinas sintéticas, mutilaciones,
las colgaduras como venas muertas.
No se
resigna.
Meses más
tarde, se refugia en su casa de muñecas (él las empieza a romper una a una,
¿qué demonios haces, loco de mierda?, ya ves, me libro de toda esta
falsificación, de su maldad sin alma, de los ojos de cristal y su fría mirada a
la nada, de sus mejillas rubicundas y sus piernas morcilleras, destruyo estos
monstruos de pelo dorado, de falsas bocas entreabiertas, ¡malditas sean estas
mozuelas de mentira!).
Otra
manera de soñar.
En el
dinero siempre se piensa: a finales de los sesenta podías comprar en Green
Street un edificio para ti sola: no más de 200.000 dólares.
Una
necesita su espacio.
Lo
llenaría de muñecas. Fabricadas por ella, femeninos juguetes de expresión
inquietante, y los ojos de cristal, la lascivia de la porcelana inmóvil, y…
Luego, las
obras (sus materiales, si hablamos con propiedad).
La
habitación lo es todo.
Además, está la perspectiva. Es lo malo de los
artistas… ¡la amplitud de miras!
La carrera del taxi se ha comido las reservas para
la cena. ¡Maldito hack!
Vuelve a la manada: straphanger.
La época:
Huía de esa Nueva York donde imperaba Dalí: lo
mediático en sus orígenes, el arte como espectáculo: la tribu más excéntrica.
Uno se consideraba artista haciéndose fotografías
ridículas en un fotomatón de la calle 42. Luego, las ponía en venta. Y las
vendía. Qué te parece.
¿Qué podía comerse? Pan de pita y tallos de apio (al
estilo Patti Smith).
¿Tú sabes lo que eran 50 centavos en 1966? Un millón
de dólares: ¡qué desayunos! ¡qué banquetes, old
chap!: pan con mermelada y un huevo duro.
¿Qué te espera si no sales adelante, pintamonas? Un
trabajo de camarera legañosa y siempre con sueño o uno de esos empleos de
cajera o dependiente donde te retienen el sueldo de la primera semana. Si
sobrevives sin comer, aguanta hasta el lunes siguiente: el futuro es tuyo.
Algunos atardeceres, en el Bowery, podías observar no muy a lo lejos la alta y tenebrosa silueta de W.B. con lo que parecía ser una máquina de escribir portátil en una mano
y con lo que parecía ser un fusil
agarrado en la otra.
Cualquiera de ellos… Vivía en un piso sin amueblar
en Bond Street, una calle con adoquines, flanqueadas su aceras por almacenes
abandonados, garajes, antiguas naves industriales, talleres polvorientos… Así
que disimulaban la penumbra maloliente, la pobreza y el frío del loft comprando quincalla en Orchard
Street (para decorarlo), ropa de segunda mano de colores hippie en Canal (para
decorarse ellos mismos) y… seguían comiendo pan de pita y zanahorias y
masticaban lentamente los tallos de apio. Pero esa era la única manera de
sentirse desconectado de la estafa del otro trasiego urbanita de alrededor, el
de pagar una factura interminable de sucesos absurdos como el alquiler, la luz
eléctrica y el agua y el gas y acatar unos extraños mandamientos de por vida,
de por vida, de por vida, de por vida…
Se está convirtiendo en una gran artista, y lo sabe:
su obra no sólo refleja su época, la transforma… De modo que empieza
alimentarse como debe hacerlo todo americano: en un Automat. Se come de
maravilla en Horn & Handart. Comida de ventanilla. Un lujo. Insertas las
monedas en una ranura y al cabo de un tiempo aparece detrás de la trampilla de
cristal el suculento pedido seleccionado: empanada de pollo, mostaza y lechuga;
de postre, pastel de manzana; bebida: leche con cacao. 65 centavos.
Y sigue progresando (“anda, ven tu también”): acude
una vez cada dos meses al bar Max’s Kansas City (18 con Park Avenue South).
Poseen el dinero justo para una copa. Sentados, se dejan bañar por la luz
fluorescente roja de una de las obras de Dan Flavin. Y un día, vieron de lejos
(¿sería él?) a Andy Warhol. Ahora, ellos, ya eran de Nueva York. También había
una buena cantidad de dinero de reserva (un billete de 5 dólares y media docena
de monedas) en el frasco vacío de la mermelada escondido detrás de la bolsa de
las judías para los malos tiempos. Eran ricos. ¡Por fin habíamos dejado atrás
las cloacas!
Tenía algo de dinero, es decir, muy poco, pero
podría hacerle un regalo a su pareja: compra en una librería de la calle 59 una
reproducción de un mapa antiguo de la Europa del siglo XIX: la verdadera
materia del crisol neoyorquino: señalad con el dedo, queridos, el puntito de la
chabolita de los ancestros (armenios, turcos, polacos, judíos, irlandeses,
chinos, alemanes, suecos, italianos, españoles, ingleses, húngaros, rusos,
holandeses…)
En Brentano’s.
Compro una reproducción de Blake. La cajera, morena,
de rostro anguloso, de nariz delgada y prominente, me mira con ojos muy negros
y desafiantes, con una sonrisa de triunfo.
En el 597 de la Quinta. Frente a la fachada de
cristal y hierro forjado de Scribner’s. No llevo dinero. Ni un centavo. De
todas formas decido meterme en la librería a curiosear y leer disimuladamente
páginas y páginas de las últimas novedades literarias. Al cabo de bastantes
minutos una empleada se planta frente a mí sin decir una sola palabra, pero sin
dejar de mirarme, inmóvil. La vigilo por el rabillo del ojo. Transcurridos unos
segundos cierro el libro, lo dejo con extremo cuidado en su sitio y con paso lento
pero firme me encamino a la puerta. Al llegar a la acera, caigo en la cuenta de
que la empleada de Scribner’s y la cajera de Brentano’s son la misma chica alta
y delgada de sonrisa quizás algo desdeñosa aunque sin llegar a la ofensa.
Miraba
mucho los autobuses en la estación de Port Authority... Pero yo nunca me subí a
uno de ellos para escapar de allí, de la ciudad del triunfo, de Nueva York.
Al igual
que sus compañeras de confusión y carne jovial, la mitología moderna surtía de
incontables buenos momentos: coleccionaba grandes fotos de las estrellas de
cine. Unos claroscuros fascinantes donde el rostro de los hijos mimados de
Hollywood parecía brotar del ensueño, de la magia, de una languidez sólo
comparable al olímpico desdén de los dioses.
Y un día empezó
a seleccionar reproducciones de los cuadros de Van Gogh, de Sloan y Hopper. Esa
tosquedad, el mismo abocetamiento de la realidad, la luz hecha desolación,
arrumbó para siempre los fantasmas dorados de George Hurrell, Sid Avery y Harry
Lang y sus fotografías de los semidioses.
Nunca
volvería a esperar muda y paralizada a miss Harriet Brown, a la que muy pronto
olvidó por completo.
“Soy una
artista. Me siento distinta a los demás. Y quiero serlo.” Lo ha escrito en una
carta a su padre. Los renglones bien rectos. No hay vuelta atrás. Tiene 17
años. Las hormonas son el único y
auténtico chute. Sin embargo, al año siguiente inicia una serie de terapias
psiquiátricas. Se veía venir: “Quizás el arte…”
Estampados
contra la pantalla verde del croma: todas esas transparencias, miles de ellas,
seres y figurantes, edificios y cartón-piedra, lances y decorados, secundan una
imaginación, podrían transportar a la más fértil de las fantasías: no importa
la verdad que nada ha de desvelar: ser sólo una forma.
Echan un vistazo
a las acuarelas: “Pero… querida, ¿qué es esto?”
Nunca
sonríe desdeñosa ni con suficiencia, nunca se refugia en el mudo engreimiento.
Tampoco intenta convencer, y mucho menos explicar lo inexplicable. Sonríe con
humildad judía, esconde los pecados bajo la manga, la audacia se oculta bajo la
aceptación del castigo, planifica, echa
sus cálculos.
“Deberías
pintar como escribe Grace Metalious o Jackie Susan, querida.”
Sería todo
tan fácil…
(Sé tu
demonio.)
Seamos
serias, recrimina a las compañeras soliviantadas. Ella está donde están todos,
sin excepción. Nada de limitarse. Y no va a gastarse un dólar y medio en una
revista mal impresa y peor dibujada para leer lo que ya sabe.
Ti-Grace Atkinson aboga por el parto extrauterino…
The Feminists
rechaza la heterosexualidad…
Hesse
defiende todo eso como defiende todo lo demás.
El arte es
como una cuchilla, ¿entiendes?
Llévala
siempre bien afilada.
En fin.
(¿En fin?:
página 1025.)
Eran
aquellos tiempos también que bastante suerte tenías si tu hija no acababa huyendo
sentada a horcajadas en la parte de atrás de la motocicleta de un maldito biker.
“Sabía que
esto iba a pasar. No podía ser de otro modo. Y, a fin de cuentas, ¿a quién le
importa? Hace tiempo que el mundo editorial de Nueva York, en todos sus
niveles, ha acabado en manos de los judíos. Sólo era cuestión de tiempo que
también se apoderaran del mercado del arte de la ciudad. Me pregunto cuanto
tardarán en ser capaces de colocar a uno de los suyos en la Casa Blanca.”
“Eso no sucederá jamás. Ningún negro, ningún judío
acabará en la Presidencia de los Estados Unidos. No antes de mil años, amigo,
cuando todo se haya ido al traste y ya nada valga la pena salvo no
achicharrarte vivo.”
“De todas
formas, si uno se para a pensarlo, advierte en seguida que en realidad los
judíos nunca han dejado de estar en la Casa Blanca desde los tiempos del
maldito Money Trust.”
-¿Qué
puedes contarme de Pollock?
-Existen montones de anécdotas dramáticas e
incluso trágicas, escabrosas, divertidas y hasta apócrifas respecto a él.
-Quizás,
no. Era un alcohólico. Y eso da mucho juego para la fábula. Rompía cristales.
Conducía despavorido, como huyendo de él mismo. Se inventaba a cada instante.
“Veamos eso”, dijo.
Pero aún
tardarían muchos meses en enfrentarse a ello.
De acuerdo, tenía a Pollock metido en la sangre. Yo
era una chica Pollock: “¡Pero jamás me vestí como una chica Pollock!”
Muy bien: eras
una chica pollock. Pero odiabas disfrazarte como ellas.
Hasta ahí
podíamos llegar, hasta los modelos espantapájaros Beaton sobre el fondo-Pollock, vestir maniquíes vivas con los
trapos pintarrajeados de modistos triviales inspirados en las obras del gañán
de los cubos de acrílicos.
En
Brooklyn, hacia el 52: baja del tren elevado en la 86. Imagina que se cruzaba
con el niño de las estrellas, Sagan. Hubieran podido verse. ¿Habrían
coincidido, de adolescentes, en la biblioteca de la 85, buscando en las
estanterías de libros infantiles lo que se encontraba en los estantes de los
libros adultos? Eran dos iniciados. Pero no se conocían entre sí. Buenos
vecinos, buenos niños. Buenos judíos que Dios arroja al mundo, dijo otro. Hesse
acudía a menudo a Flabush, a visitar a una compañera de Cooper Union que se
hallaba enferma. Brooklyn, por entonces, era una enorme extensión de edificios
no muy altos, la mayor parte de ladrillo, gris oscuro o rojizo, casi sin rascacielos, viejos barrios donde el
olor de los guisos recién cocinados se escapaba por las ventanas abiertas,
calles anchas, divertidas, reconocibles, con el auténtico sabor a la América
del melting pot y las doscientas
lenguas y dialectos atravesando el aire, hasta
la luz y el color parecían europeos, los barrios entrañables y con identidad
propia, calles que hablaban idiomas distintos: sí, así era, los viejos y densos
olores de los guisos ancestrales, ruidos y costumbres de una Europa secular y
despedazada, la palabra distinta, la risa universal.
¿Quién te
persigue?
¿Cuándo no
se ha muerto la gente? ¿Ha existido una época en la tierra donde eso no
sucediera?
“Cada día
es más triste que el anterior”, confiesa.
“Pues ése,
querida, no es el camino.”
“Me cuesta
poner en orden mis sentimientos…”, balbucea.
“Tenemos el arte, entre otras
cosas, para solucionar algunos desarreglos, pequeñas paranoias.
20 dólares:
1954:
“Hábleme de usted”. Hay una luz tenue que le dan ganas de reír porque le
recuerda a su hermana y a ella cuando eran niñas y jugaban al escondite a media
luz: siempre engañaba a la otra, y, a hurtadillas, desaparecía de verdad
saliendo de casa y daba un par de vueltas a la manzana hasta que se cansaba,
mientras su hermana con absoluta perplejidad la buscaba de habitación en
habitación examinando cada rincón de cabo a rabo pensando que se había vuelto
invisible de verdad.
El tipo,
orondo, cabello liso bien peinado a raya, fuma en pipa y viste chaqueta de
mezclilla con coderas y un pantalón oscuro. Debajo viste un suéter de cuello de
cisne, negro. Es un tipo de esos, un tipo “máscara”.
Recién
salida de la adolescencia, todos son complejos. Esta crisálida no acaba de
cuajar. Está el acné, el menstruo, y esas rodillas de áspera piel (piedra
pómez, querida, le aconseja su madrastra), los huesos prominentes…
Está la
mamá que vuela con las faldas a la altura de la cintura enseñando las bragas.
Está papá,
que no le quiere lo suficiente, y ello mortifica a la pequeña Evchen.
Le gusta pensar que es distinta a los demás, aunque
no físicamente.
Desea
vivir con todas las fuerzas de su alma, pero la vida le asusta con frecuencia.
“Soy
distinta a los demás.”
Bueno,
todos los demás son distintos a nosotros.
“¿Qué le
hace creer eso?”.
No sabe
contestar. El tipo da una larga chupada a la pipa. Casi le echa el humo a la
cara. 1954: fumar es un arte, y fumar en pipa aún más, esa elegancia de los
dedos asidos a la tibia cazoleta, el aroma a tabaco de indias, las blancas
volutas del humo fragante. Hablamos de prestigio: estilográfica chapada en oro,
los lentes de montura también dorada, el sello de piedra azul en la mano
izquierda. Detrás del interrogador se alinean hileras de libros con lomeras en
piel, tejuelos coloreados: verde esmeralda, rojo burdeos, blanco marfil, o
hueso, negro y dorado. Imagina ella la letrería, las artísticas capitulares…
Estantería de gruesa madera (¿nogal sin pulir?), sólida, con los libros
perfectamente enfilados en el borde de los estantes. Hesse, con disimulo,
intenta leer a hurtadillas algún título. Imposible a causa de la mortecina luz.
Se moja los labios resecos la futura artista, ahora una jovencita a quien le
sudan las palmas de las manos delante de un indagador-instigador profesional.
“De
acuerdo, sus padres se divorciaron, su padre se casó de nuevo, su madre se
suicidó. Pero apenas la conocía. Tenía diez años cuando murió. Usted,
verdaderamente, quería más a su padre, su lado, digamos, intelectual. ¿No es
así? No vaya a hacer un problema de la muerte de su madre. Esa fue una opción.
Y le incumbía solamente a ella. Recuerde, el libre albedrío… El desarraigo, la
pena de amor…”.
No sabe
que contestar. Al final, harta de toda la pamplina, simplifica las cosas:
“Tengo miedo”, dice.
El otro se
le queda mirando estúpidamente. Cara de manual, no se mueve un ápice sentado en
el sillón de cuero verde. La luz de mínima intensidad pero confortable, ambos
entre cálidas penumbras, adueñada la estancia por los silencios intermitentes.
El tiempo apresado en el reloj de arena es implacable. Cada sesión es un puñado
de dólares que su padre paga religiosamente. Por mí como si no te espabilas
nunca, niña.
Han
asesinado a tus cuatro abuelos inocentes en un campo de exterminio. Tu madre se
ha suicidado. Tu madrastra usurpa tu nombre y te roba al padre. El amor se
rompió. Te van a diagnosticar un tumor cerebral que te matará en un año:
¿Dios
existe?
Pregúntaselo
a tu psiquiatra.
Desempolva
la Up the Down Road II de nuevo. Helas, ya está allí otra vez, entre
constelaciones raras. La nota desmejorada. Además, en este universo parecen
todos pálidos. Francamente, yo me largaría de aquí y me buscaría otro universo.
Esta roca apagada del nuevo planeta, de atmósfera amarilla, no me inspira
ninguna confianza. Hay algo en él malsano, excesivamente protector. Todo parece
preconcebido.
-Tienes
que contestar unas preguntas.
-¿De qué
clase?
Se ha
puesto en guardia.
-Nada
importante.
-En ese
caso me inventaré las respuestas.
Cinco años
más tarde:
“Era tan
bobalicona que todos los demás eran extraños para mí…”
Lo que no
sabía es que a los otros ella les parecía todavía más extraña.
Vuelves a
los diez años.
¿Puedes
contestar todas las preguntas?
¿Quién
podría?
Ni
siquiera su padre, pegado a la radio de 1945, intenta hacerse con los sesenta y
cuatro dólares del Take It or Leave It.
Ante los suyos, calla todas sus respuestas.
Raymond Th. Yeats/E.: Como fuere, una mañana Hesse,
todavía en el Instituto Cooper, una adolescente nerviosa de falda corta que
enseñaba las piernas con despreocupación, entró en la librería propiedad de
Raymond Th. Yeats. Preguntó por un libro “rarísimo”, le informa el librero, de
título inventado por alguno de sus compañeros que, a buen seguro, le gastaban
una broma pesada.
“Lo tendré
en un par de días…”
Así que… nunca encontró el libro. Hesse fue creciendo, de
una manera inteligente, digamos; el otro, parecía detenido en el tiempo. Se
diría que siempre tenía la misma edad. Se hicieron amigos. Es buena cosa tener
un librero de amigo, casi tanto como tener un libro. O mil, se diría la Hesse
jovencita.
20 años
más tarde: la biblioteca Hesse:
The Catcher in the Rye
Der Zauberberg
Se questo è un uomo
En attendant Godot
Etcétera.
Jennie,
después de la cena, en algún sitio del Village. Llama por teléfono.
“Vuelvo al
hotel”, dice.
Ha
equivocado el objetivo de una de las dos cámaras que siempre lleva encima.
“¿Es realmente preciso que lo hagas?”, le
pregunto todavía con la copa en la mano, recién salido de la ducha, cansado
después de un día de ajetreo.
“Es absolutamente preciso.”
Al cabo de
unos instantes aparece por la puerta.
Cambia el
cristal. Comprueba trebejos de nuevo.
Precipitada,
sale a la película de afuera que es Nueva York.
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