domingo, 15 de noviembre de 2015

21

Abandona un edificio de cuatro plantas pintado de amarillo. Parece transfigurada.
Era a primeras horas de la tarde, pero las calles estaban oscuras bajo un cielo de nubarrones negros y muchos automóviles ya llevaban los faros encendidos.
En seguida empezó a lloviznar.
Apresura el paso hacia el estudio.
De pronto, sintió un gran temor.
Ya el arte es un ritual: que a nada se vincule, que sólo a ella le complazca, llene su tiempo, la eleve a los cielos, la sagrada hostia que endulza su boca con el sabor de la eternidad.
29 de abril de 1970.
Pero ella es seria, sabe que no termina de entregarse del todo a otro ser humano, desconfía, recela (puede que de ella misma).
¿Cómo era? Ya es inminente quien va a dejar de ser. Lo sabe él. Esa es la ventaja de la omnisciencia.
¿Qué material se ha encontrado? ¿Implica su sustancia la misma elección procesual?
29 de abril. Un mes tan solo para fundirse en su sangre enferma.
Tampoco es lo que podría decirse encantadoramente ingenua. Piensa lo que dice. Cuenta hasta diez antes de precipitar un pensamiento en la conversación colectiva. En compañía, es así de diferente. Calculadora. Adivina en ella el incorregible deseo de contenerse, de no entregarse del todo.
Una artista. Veamos eso.
Ha dado a luz. Etcétera.
No hijos.
Alumbra paredes en la cueva. ¡Qué luces!
Palpa el ambiente literario de la ciudad. Inmediatamente, se siente influido. No sale de su agujero: le basta con leer los fragmentos aparecidos en las incitantes páginas de New World Writing.
Mejor hacerlo de este modo, se dice. O de este otro…
Morirse atada a un gotero de morfina:
Oh en la muertecita
no abras la ventana
no manches nada
estate quietecita
los ojitos cerrados
las manitas con las palmas hacia abajo
y sobre todo calladita
calladita
calladita.
Tenía una absoluta obsesión con los cuadernos de notas, con los apuntes y los diarios. Se diría que deseaba registrarlo todo, como si el arte no bastara. Y ella necesitaba hacerse entender por encima de todo, lo cual no dejaba de extrañarme, ya que la clave de su arte residía en mantenerlo lejos de lo denotativo, y tampoco creía en las sutilezas e ingenios de la connotación que, a su juicio, siempre terminaba malogrando la poética procesual de la plástica. Pero he aquí que ella se nos hace visible en sus diarios y anotaciones personales y artísticas. Una mezcla de vida y obra en la que sí creía, una dualidad en la que siempre confió y que consideraba indivisible. Una yuxtaposición descarnada, en verdad reveladora. Luego la totalidad de sus obras nos proyectan un reflejo de la auténtica Hesse. Veamos: ¿Era esto lo que nos proponías? ¿Qué nos decías, qué construías alejada de un lenguaje representacional tan vacuo e ineficaz ya luego de tantos estilos, de la pluralidad de una estética de la imagen tan devastada por tan multitudinaria afición y sus mediocres abusos a lo largo de los siglos? ¿A qué nos convocas?  
De repente, la ciudad de Nueva York se había vuelto dadivosa.
Exhiben un… cadáver.
La última exposición individual de Hesse: “News Drawings, 1970”, en la Fischbach Gallery, N.Y. El círculo se cierra: su primera exposición individual, en 1963: “Recents Drawings”, en Allan Stone Gallery, N.Y.: dibujitos idiotas, a  millares en las carpetas de los aprendices de arte. 25 centavos la docena. Pero eso es ya el pasado.
También ese año funeral de 1970 cerca de una treintena de exposiciones colectivas presentan trabajos de la artista.
Mayo de 1970: entrevista de Cindy Nemser: todo es absurdo… o no.
Una semana después Hesse estaba muerta.
En las calles ya se siente el hedor del verano, la fetidez del aire cargado de tibieza y manteca frita que emerge de las oficinas, de los bares y cafeterías, las aceras se adensan de olores, una primavera de los sentidos que deja en el paladar un sabor a piedra quemada y gasolina, a asfalto viejo y rastros corporales.
Sesenta y dos plantas más arriba de la mescolanza de olores. Asiste a una conversación reveladora, sentado en un sillón tapizado en piel blanca en un ángulo de la espaciosa habitación, que huele a rico papel, a tintas insólitas, a maderas. De cuando en cuando deja vagar la vista a través del enorme ventanal sin cortinas, divisa a lo lejos el Hudson, la serpenteante autopista que corre a lo largo de su curso, una lámina grisácea, silenciosa como el resto de la ciudad que se hace visible desde este lugar, un silencio sólo roto por las palabras casi susurrantes de las dos mujeres a diez metros de él. Escucha cosas que ya sabe, pero le resultan tan nuevas dichas en este momento que presta una atención religiosa, y presiente su muerte, adivina la total ausencia de Hesse al verla sentada, plácida y extraña, como de otro universo. Sabía que iba a morir, y, apartando la vista de la luminosa ventana la miraba una y otra vez reteniéndola, capturando todas sus imágenes desde hacía días: dormida, leyendo, junto a la ventana, con la taza de café en la mano, mirándose en el espejo, alisando una prenda de vestir, con un libro sobre el regazo y los ojos cerrados…
Entrevista: “En cierto sentido soy una artesana intelectual (¿?), no puedo desligar esa faceta de mi trabajo.
Y, así, entre seminaristas y poetas, ella anotaba pensamientos e ideas, maquinaba proyectos sensatos, alejaba de sí las vanas ilusiones en pos de la auténtica humildad, aquella que os ha de salvar del olvido (Grau, I, 1-7).
Si hubiera podido, cuando de adolescente suspiraba por una existencia trágica aunque no condenada por la fatalidad, se habría entretenido jugueteando entre las manos con una automática Ortgies calibre 7,65. Se soñaba un personaje en crisis constante. Esto sucedía hasta poco después de los 15. A partir de entonces se contentaba con contraer fiebre platánica durante unos días.
Quería dibujar los días con palabras.
Entonces, él: “El sol moribundo y rojo apenas se eleva sobre el Hudson, y ese amarillo de poniente, agónico, ilumina débil pero sólidamente las ventanas silenciosas de Queens… La mía, una de ellas, qué perfecto anonimato, y es la muerte perfecta también, morir sin nombre, venido de lejos, en esa habitación pobre, oculta a los ojos de millones de seres humanos de los que nunca sabrás nada, o peor aún, nunca sabrán ellos nada de ti.”
7-12-1956: “Nieva… Como una magia helada que llegase desde el septentrión (?) a lomos de un cielo gris, de una monotonía que acrecienta los temores. La soledad.”
(Escribía en su diario… ¡universal! Graciosa hermandad.)
Aún era aquella América donde las madres solteras en vez de regalar a sus hijos recién graduados en la Escuela Secundaria un M-16 o una Smith and Wilson de 9 milímetros, depositaban en sus escritorios un mazo de hojas amarillas y una Royal o una Underwood de teclas blancas con la esperanza de que escribieran La Gran Novela Americana que, al decir de Los Grandes Críticos, dejaron a medias Scott Fitgerald, Faulkner, Hemingway y...
Es el atardecer (¿o es el amanecer?) Los altos edificios lanzan destellos y reflejos, cobre y plata, la piedra blanca a lo alto, al cielo amenazador cruzado de franjas rojas y violetas.
Tenía un detector en el cerebro que le permitía escabullirse de los malos pensamientos, las ideas equivocadas, los libros inútiles, los personajes dañinos: esa calle no, ve por la otra; desvía la vista, es H.W.; esta maña gélida y gris el Flatiron me está gritando a voces que tire por Broadway, pero al filo del atardecer, cuando las nubes rojas se cierne sobre tu cabeza, me susurra que continúe por la Quinta.
En Bayard Street: sopa de fideos con cerdo; fideos con jengibre y cebolla; fideos con gambas y huevo; fideos a la española (en caldo de pollo y tollina).
Ça m'a ouvert l'appétit.
(16-3-69, domingo: día frío, somnolencia al atardecer; insomnio por la noche.)
El tipo del Sur: ¿Odiar a los yanquis? Silbe por lo bajo. Sólo tiene que cambiar el acento, complicar las cosas del cuadro, ¿entiende? En cuanto a lo demás, Nueva York es fácil, hace mucho tiempo de Pittsburg y los Carpet-Bagger de después, todo aquello de detrás…
Finales del verano del 69: el miedo. Con ella ensayaba todos los aspectos de una situación límite.
Excursión a un paisaje, más allá de la urbe, donde los rascacielos y las muchedumbres ya no se presienten siquiera. Un decorado esperanzador que enmascara lo fatal.
Un Van Gogh.
Han llevado una cesta de mimbre forrada de piel: dos latas de cerveza, tres botellas de agua mineral, siete sándwiches (dos de queso, jamón cocido, pepinillos y lechuga; dos de salmón con mantequilla; dos de pollo, tomate crudo y lechuga; uno de carne a la brasa con mostaza), pastel de manzana y un termo con café aguado sólo tibio. A última hora, por si les faltaban las palabras, han agregado un ejemplar de Artforum y el Times del día.
¿Por qué pintar esto? ¿A santo de qué?
Se enfría algo el aire de la tarde, con aroma a follaje quemado.
Ella, pensativa, mira hacia el lado del mar invisible.
Mueve con más fuerza el aire, comienza a hacerse oír entre el ramaje de los árboles y los arbustos.
No es un paisaje para un picnic. El espatulazo sustituye la suave pincelada del pintor de domingos. Los retazos de la tierra parecen bramar. Los árboles de troncos retorcidos se quejan de su prisión. El cielo es la piedra azul más pesada. Las hojas de las plantas son como gritos, una queja contra su creación. ¿Qué clase de ventana es ésa?
La que se abre a la blasfemia.
Qué alboroto… ¿No era la pintura una ciencia exacta desde que de ese modo la sancionaran abiertamente los jóvenes prodigios del Renacimiento?
La voz de uno parece confundirse con el silencio de la otra, que sigue mirando más allá del horizonte punteado de amarillos y ocres, de franjas rosas y un poco verdes también en el celaje: y me relajaré, aunque después de haber reflexionado, pero sin pesadumbres, sin lamentarme de las cosas que hubiera podido hacer.
Un trueno a lo lejos. Se avecina la tormenta del final del verano. El aire cargado de humedad presagia la lluvia que viene del mar. Deja de pensar, dice. Cojamos las cosas, volvamos a casa. Lo dice con el miedo (al que siempre vence) que nubla sus ojos grandes y valientes.
El viento enrarecido huele a yerba mojada.
Cierra los ojos: abre la piel, el tacto de la vida sobre ella.
Buscaba la confrontación, hurgaba en lo cotidiano de una adolescente demasiado alejada de su edad.
Confiésalo, te mirabas en los espejos, te abrumabas de deseos típicos: leías las listas de la billboard, y más de una vez te descubrieron echando monedas en una Wurlitzer.
Tonterías, la única coquetería que me permití con mi tiempo fue peinarme durante algunas épocas con el estilo Vidal Sassoon… En los veranos, supongo.
Y la falda corta, y el suéter bien ceñido, dejando adivinar los senos magníficos de joven matrona.
Siempre se le aparecía en la cruda claridad de la mañana, cegados los ojos por el sol fulgente. 1993, en París: “Andas kilómetros y kilómetros todos los días, como si te fuera la vida en ello. Vas de un lado para otro, y al parecer sin esfuerzo alguno. ¿Qué te costaba venir al futuro?”
Dejé aquella oportunidad en el 70. Sólo ella puede viajar hasta el pasado.
“Te es más fácil a ti venir al futuro.”
69: qué mal viaje.
No pocos llegaron a su destino.
(Y David Brooks muere en accidente de automóvil: The wind is driving him toward:
no argumento, no estructura, no sentido…)
Una tarde especialmente fría se acerca a la librería de Ray Yeats, en la calle Green, en el Village. Ray, muy concentrado, revisa el interior de la caja registradora de la que ha desprendido la carcasa azul. Ray tiene cuarenta y cinco años, es de baja estatura, fornido, moreno, con la piel del rostro acaramelada, como esos tipos que han estado demasiado tiempo a la intemperie, sin una sola cana en la profusa cabellera de color melaza, y luce orgulloso un poblado bigote al estilo Faulkner o del joven Waldo Frank. De aspecto campesino y maneras toscas es, sin embargo, el intelectual más reflexivo que ha conocido, a la vez que el más coherente con su propio y endiablado carácter. El clásico tipo que no cambiaría sus camisas de cuadros ni sus pantalones anchos de pana por un millón de dólares. En invierno un tabardo marinero lo protege del frío. No usa gafas para leer y anda despeinado constantemente. Lo ha leído todo, al menos todo lo que entra en su librería de novedades y compraventa indiscriminada, una especie de tienda de libros mixta cuya escasa venta de nuevas ediciones la compensa (sin perspicacia, generosamente) con el libro usado de segunda mano o descatalogado. Es un librero culto en exceso y algo desdeñoso, a la antigua usanza, que no duda en mostrar una falsa cortesía e interés por los libros que uno ha comprado y que, naturalmente, ya ha leído mucho tiempo atrás o sólo una hora antes que tú. Pero, siempre, por delante. Al verificar la compra dudosa de un cliente oculta su desdén con la ironía o una piadosa compresión, pero son las menos: es El Tipo Indulgente. Fue Hesse quien le presentó (quizá sería mejor decir que le señaló con un gesto burlón) a Raymond Yeats en el transcurso de una fiesta a la que fueron invitados donde los combinados se prodigaban en exceso. Yeats, por completo dormido en una esquina, sentado en un sillón de diseño de palmaria incomodidad, nada funcional a despecho de su estética llamativa, se derrengaba a un lado con un libro entre las manos. Eran más de las doce de la noche, una hora en verdad intempestiva para un librero honrado que ha de levantar la persiana a las nueve todas las mañanas.
-Se ha estropeado –dice al verle entrar, y en seguida torna a inspeccionar la máquina.
-Vuelve a los viejos tiempos, cuando los doblones se metían en un cajón o en una bolsa de cuero atada al cinturón de las calzas.
Levanta la vista de nuevo, aún con las manos pequeñas, anchas y fuertes revoloteando en torno al artefacto que se alza en una esquina del pequeño mostrador curvo.
-Hace años que debería haberlo hecho. Facturo menos que el tipo armenio que vende perritos calientes en la esquina. Tendría que dedicarme al trueque.
Él sonríe y piensa para sí: “Eres el tipo menos apropiado para esa astucia de fulleros.”
El librero parece haber reconsiderado sus palabras dichas al tuntún, reflexiona. Y, ahora, habla con una seriedad absoluta: “Sin embargo, si algo entiendo medianamente en este mundo es de libros.”  Una pausa. Remata, ya trajinando otra vez en el interior de la registradora: “Puede que como el que más.”
Al final descubre que se ha atascado un pedazo de papel en el rodillo.
El Instigador busca un par de libros, anda tras ellos como un sabueso. Ray le resultó simpático desde la primera vez que le vio escurriéndose del sillón, pero sin soltar el volumen de la mano, y desde entonces acude a su librería, compra o no compra, pasa el tiempo entre los excitantes rimeros de revistas viejas.
Escucha con atención los títulos y deniega con la cabeza:
-Me temo que no tengo ninguno de los dos en este momento.
-No importa –le contesta-, puedo pasar otro día.
-En una semana, si te parece.
-De acuerdo –le miente.
Sale de la librería y busca una boca de metro.
Una hora más tarde, atisbando en las numerosas librerías de la calle Broadway, entre la 42 Este y la Sexta Avenida, termina encontrando los libros. Los compra. Un comprador de libros (un comprador compulsivo) es lo más infiel y desleal que puede echarse uno a la cara. Se lo dice a Raymond Yeats al cabo de tres días, cuando vuelve a la librería en busca de Hesse, que le esperaba allí esa tarde con la esperanza de que el librero le hubiera vendido un par de acuarelas (¡aún expresionistas!) sin enmarcar.
-Pero que español comprador de libros raros más hijo de puta.
-Los días vuelan –dice en castellano.
-¿What…?
Pregunta por otro libro. Éste lo tiene: un volumen de poesías de la colección Pocket Poets, a menos de un dólar. Ferlinghetti y él habían sido muy amigos hasta que aquél se aburrió de Nueva York y se marchó a San Francisco, “el mejor lugar”, según él, “donde hartarse de leer buenos libros sin descanso y beber al mismo tiempo vinos excelentes”. Durante mucho tiempo ha recibido libros de la City Lights Press Collection y antiguas ediciones en rústica publicadas por la misma librería regentada por aquél. En el momento de pagarle aún le embarga un invencible sentimiento de culpabilidad, así que, a modo de expiación, se aproxima a un rimero alto de libros recién impresos, y merca también una de las novedades más vendidas del año, una idiotez mayúscula disfrazada de ensayo sociológico, divagaciones de la ciencia falsa. A su pesar, pues está contraviniendo sus propias reglas, el librero le escudriña con extrañeza y unos segundos más tarde, cuando le tiende el libro solicitado, su expresión es de una absoluta incredulidad. Pero introduce los billetes (uno de diez y otro de un dólar) en la caja. “Ese es tu problema, amigo”, parece delatar su fingida indiferencia.
Veo que escribes con una Remington 12.
Una auténtica ametralladora.
En efecto, existe también el arma Remington. Mata.
Soy la pura encarnación del viejo de Yoknapatawpha, dice el librero sin alzar los ojos del teclado.
Pero ahora sólo escribe facturas y cartas comerciales: vende y compra libros. En el entremedio, los lee. ¿Para qué escribirlos? ¡Qué estupidez!
Raymond Th. Yeats es el hombre que el 27 de marzo de 1964 compra 100 ejemplares de la revista Time con el retrato dibujado de John Cheever en la portada para regalárselos a sus amigos más próximos y el resto vendérselos a cuatro incautos (incluido él mismo, que los vende al mismo precio de cubierta): una de las pocas veces que en la portada la máscara fofa y repugnante del político se ve suplantada por el rostro de un talento literario (y en este caso especial, borrachuzo y cuentista).
Primavera de 1966. Antes de que se pusieran solemnes y algunos deviniesen por defecto en activos financieros. Hesse y un grupo de amigos inauguran una exposición (que tal parece una broma) en la Graham Gallery. Semeja una especie de bufonada. Un globo con los datos sobreimpresos anuncia el evento. Una reminiscencia circense. Hesse presenta Long Life, una bola sujeta a una cadena. Digamos: un correlato figurativo. Volveremos sobre ello.
Toda su obra es una sensualidad a flor de piel. No lo niega, pero lo encubre: ha traducido los órganos, los miembros, las vísceras, los fluidos, la carne, hasta las deposiciones en materiales adictos, deshechos y necrosis de la materia fieles al proceso creador de la diosa.
La exposición ha quedado atrás.
El mundo sigue rodando: está sola.
A rodar.
De una manera u otra, somos anónimos si ignoramos los nombres, si ni siquiera, amistosos o anhelantes, rozamos con la yema de los dedos la tibia piel de los otros.
Una mañana triste, llena de desasosiego al mediodía, que se impregna de acelerada angustia cuando ya da paso a la tarde que va a eternizarse de amarillos, ocres, marrones… El cuerpo: de nuevo naufragas en ese río pestilente de sangre y fluidos, y tú misma lo inundas con supersticiones y tabúes, pero eres lista y lo maquillas y perfumas con el arte, lo traduces en metáforas ininteligibles, todo lo corrosivo lo eliminas mediante el lenguaje plástico.

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