viernes, 7 de julio de 2017

29

Una irremediable sensación de pérdida. En todo: objetos, personas, fidelidades, sentimientos…
Incluso inmóviles, a salvo de tocamientos indeseables y manipulaciones varias, la goma de tu poema, los plásticos de tu adjetivo, se resquebrajan, se agrietan, se pudren, se rompen, se deshacen… Desaparecen.
Es inevitable la ANALOGIA (escribe en su block de notas con mayúsculas).
Los parangones ocultos de un alma ataviada de sutiles genealogías, de un arte evocativo siempre, y a pesar de todo, de la condición humana, sus desechos y gestaciones ya inservibles.
Albers.
En el 71 le llamó por teléfono a Orange, pues la oportunidad de la exposición en una colectiva parecía favorecer encuentros de esa índole. Se mostró cauto pero accesible, todo indicaba que podría entrevistarle. Entonces mencionó  su relación con Hesse. En ese instante el viejo artista cortó la comunicación de inmediato, sin despedirse siquiera. No volvió a coger el teléfono en los días siguientes. Nunca le recibió.
“Háblame de Albers.”
“Es un ser compasivo. Su seriedad paternal, acogedora, no exime de la firmeza en sus enseñanzas.”
“¿Cómo se ve desde U2? ¿Sabes que murió seis años después de tu marcha, en el 76?”
“¿No tuvo tiempo de huir…?”
“¿Cómo…?”. (Pero en seguida sigue el juego). “Entiendo… No, al parecer la muerte le cogió de improviso. O ya no tuvo ganas de seguir adelante… ¡De viajar!”
(¡Gran sorpresa! ¡Hesse ya no está en U2! ¡Ha cambiado de universo! A bordo de la Up the Down Road III (que ha mejorado sensiblemente el prototipo anterior), llega y no la encuentra. Pregunta a algunos de los pálidos ambulantes, a punto de desmoronarse como un montón de piedras, aunque una de las bocas se abre como un agujero. Etcétera. “¿Y eso?”, inquiere al final, después de un par de miles de años luz, al tenerla enfrente de nuevo fresca como una rosa recién cortada, en U3, donde todos terminan siendo tan pálidos y de apariencia extenuada como en U2. “Circunstancias desaconsejables: me perseguía otro tumor, está vez en el útero.  ¿Qué te parece? ¡Me quería dejar seca! ¡Casi me alcanza!”).
Albers: En la Universidad de Yale confrontaría valientemente el simplismo genial de su geometría en un país donde estaba en su apogeo un expresionismo abstracto tan rico de improvisadas inferencias como baluarte de ingenio en provocaciones plásticas asignificativas. “Sólo es una base de entendimiento de la nueva estética”, aseguró al precipitar a un nutrido grupo de alumnos (entre ellos Hesse) a una reflexiva teoría en contraposición al gestualismo intuitivo campante en esos años. Algo del rigor de la Bauhaus había quedado en el camino del exilio, pero las variaciones cromáticas y las límpidas invenciones geométricas auguraban fértiles evoluciones formales y conceptuales. El subjetivismo de la acción desbordante promueve como desencadenante una ordenación formalista, de fría pulcritud, cuadrados evidentes, colores superfluos, reiteración, batallas cromáticas y espejuelos coloristas antitéticos o complacientes. Al cabo, esta última poética racionalista de nuevo engendra la polisemia del desorden y la metaforización lingüística en la maniobra artística.
 Queda el poso de la traición en la lengua. Como a tierra, el agua del sucio crisol: “Pero él me comprendió en seguida. Supo del lenguaje plástico al que me veía abocada. Lo aceptaba sin más: éramos alumnos.”
Albers la miraba con desasosiego pero con ternura. Este auténtico Bauhäusler, quizás el más sistemático, sufre en su interior por esta discípula aplicada que ha vuelto a él indefensa. Tienen tantas cosas en común. En 1969, meses antes de morir, E. le informa de su enfermedad violenta y tajante. Dijo: “Sin cortapisas”. El viejo alemán, de ademanes medidos, hasta cortesanos, tenaz experimentador e inevitable racionalista, trasplantado por fuerza a una América desordenada, no encuentra las palabras adecuadas de consuelo, enmudece ante la muerta inminente, un ser ya irrecuperable que sólo suscita impotencia. Qué situación tan incómoda. ¿Qué puede decirse? Lo que daría el “viejo profesor” por no hallarse en ese momento con la sentenciada. (Hesse desfallece, ha desaparecido el flequillo en la frente ahora feamente despejada y la melena oscura se vierte hacia la nuca con desgana, se hunden los ojos oscuros en las órbitas huesudas. Va en mangas de camisa, seria y con expresión ausente. Permanece junto al maestro de cabello lacio y blanco peinado a la perfección con la raya a un lado, encorbatado pero libre de la americana, un anciano aseado y de perfecta salud que digiere a plena satisfacción lo que come, que defeca con regularidad impecable… Aparta la mirada, se esconde tras los lentes redondos.)
Whitney, la última vez.  Enero 1970. Es un día de sol glorioso, y de un frío asustante. Se ha abrigado tanto que no parece ella. Una chica de Artforum la ha dejado en la 73 con la avenida Lexington.
En esta ocasión, Hesse se adentra a solas. No ha querido compañía de ninguna clase. No sabe muy bien lo que busca, así que se entretiene tranquilamente delante de las obras que le salen al paso. Omnisciente la contempla desde las alturas, yendo ella de un lado a otro. Recuerda la visita de los dos juntos, antes de las Navidades del 68, cuando él, profiriendo una boutade que años más tarde se haría realidad en las ciudades de la posmodernidad, declaró con estudiada insolencia que tal vez a los dirigentes del museo les interesaba mucho más erigir en el ajetreado espacio urbano un edificio contenedor como alarde arquitectónico que posibilitar simplemente la visión de la obras.
Se ha detenido frente a un Gorky de 1947, ya en la última época del artista, cuando se había convertido en moneda de cambio. Otra vez, Gorky, el tipo de la navaja, torvo. En el cuadro, que a ella le fascina, Hesse observaba sin dudar un erotismo que a él se le hacía difícil de adivinar: “Tus ojos no son de artista”, sentenciaba despectiva ante la su incredulidad horas después, en el estudio de la calle Bowery. Él callaba que, a su juicio, en cuestión de erotismo el fondo y la forma constituían un todo inseparable; lo erótico reclama una figuración explícita, a qué nublarla. “Hesse es una mística”, pensaba. Hoy sabe quién de los dos llevaba razón (…)
Estática delante del Número 27, de Pollock: referenciaba todo el abigarramiento armónico, en ausencia de la metonimia, la  metáfora demasiado legible, que la sola plástica debe ofrecer, de acuerdo el precepto axial de Hesse.
Regresa a la escultura.
Jennie le extiende la fotografía tamaño folio. “¿Para qué la imaginación?”, pregunta.
Todavía definiéndose bajo la luz roja empieza a hurgar en el cerebro buscando palabras.
Es un estatismo, diríamos.
No se desplaza en el tiempo, sino en el lugar. El tiempo es el mismo, pero, lo reconoce, parece como de una sustancia material aunque frágil, de levísima textura, un tafetán que transportara los acontecimientos, los hechos, las personas y las cosas, una envoltura amniótica: qué calentito el embrión.
Mas ella está en su lugar, donde siempre estuvo, nada de su habitación ha sido cambiado, en el loft el mismo orden, es decir, el mismo desorden, en las calles y avenidas las mismas visiones. Todo lo identifica, lo que le pertenece, lo que conforma el decorado. Vamos a creerlo de ese modo. (Y las personas, los amigos, pero todo semeja una película, los andares lentos, las texturas apagadas, los sonidos amortiguados… Algo raro hay.)
Hay que creerse todo lo raro. Ese es el lema del arte moderno.
A los 15 años, aún en el instituto, alguien, una profesora, miss C., larguirucha y tímida, de cabello corto y labios enjutos, de mirada implorante y manos grandes, fácil diana expuesta a la mofa cruel del adolescente (del adolescente de los años cincuenta) por sus gemidos histéricos y lo estrafalario de su atavío cotidiano, le informa susurrando de una reciente exposición al margen de los canales habituales. Se ha inaugurado en la calle 9, y muestran sus obras recientes más de sesenta artistas. Todos ellos pertenecen a una nueva corriente que de seguro va a revolucionar la pintura contemporánea.
La etiqueta:
Expresionismo Abstracto.
“¿Tú sabes quién es Jackson Pollock?”.
Parecía el título de una novela, tal vez de una película de la desconcertante década de los sesenta, aún no entrevista. Cinco años más tarde, cuando el cabeza de serie de la muestra se estrella conduciendo borracho su Oldsmobile V-8, la lengua cínica de otro aspirante a genio incomprendido le acaricia el oído con sarcasmo de ofidio a la bella jovencita a punto de ingresar mediante una beca en Yale: “Estuvo en el sitio justo en el momento oportuno… ¡Y se mató a la hora debida!”
“Sí, fue el mártir necesario.”
Muertos fueron todos: el gesto, la acción, el expresionismo, lo abstracto…

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