sábado, 12 de agosto de 2017

30

Diseño.
La jovencita Hesse baja al sótano de Brentano’s, en la Quinta, después de haber salvado escaleras y columnas por doquier de la desmesurada librería. Rebusca entre los centenares de revistas. Quiere ganarse la vida diseñando. No le repugna lo efímero de una propuesta que descansa con absoluto descaro en lo temporal. Años después, el Testigo interpela inquisitivo:
-¿No sabías aún que eras una artista?
-Claro que lo sabía, pero el diseño es un buen instrumento plástico para ver hasta donde puedes llegar.
Qué interesante.
Se defiende con astucia: el talento reside en lograr lo intemporal a través del medio procesual que fuere. A renglón seguido menciona la Bauhaus.
Pero es casi todavía una niña. Una niña a lo Balthus, enrarecida por la extraña atmósfera que recrean los sueños: busca sitios extraños para su edad.
Sentada en el suelo ataviada con una falda escolar de cuadros escoceses que ya le viene pequeña, las piernas recogidas formando hueco, la seda de los  muslos al aire, al aire también las bragas de un blanco inmaculado, rodeada de decenas de publicaciones de todo tipo, absorbe colores, formas, significados, significantes… Puede que hasta tenga malas ideas.
¿Y si se gana la vida dibujando cómics?
La mano suelta, los dedos ágiles: ver… “Dibujan los ojos.”
En el 54 da para mucho este género de la cultura popular, aún no dañado por la televisión.
Pero nada de Snatch y muertos de hambre semejantes.
Te plantas frente a la puerta de Eisner-Iger y te ofreces sin complejos: soy la mejor dibujante del siglo. Lo mío es la acción.
Son incontables las compañías que se dedican a sepultar de originales dialogados y entintados las numerosas editoriales que publican y distribuyen de manera infatigable serie tras serie miles de ejemplares semanales durante años: un sistema barato e imbatible de entretenimiento por unos pocos centavos. Cientos de anónimos guionistas y dibujantes suministran a empresas especializadas gran cantidad de material a todas horas a fin de satisfacer la creciente voracidad de un público adulto anclado ilusoriamente en los paraísos artificiales de la infancia.
No se da abasto. Ni siquiera Sangor-Pines logra abastecer con sus decenas de series una maquinaria semanal que encuentra su significado más sobresaliente en el continuará en el próximo episodio.
Un cómic… Podría intentarlo. Hacer de él una técnica de expresión propia, contar sus historias. A los dieciocho años la invención es el mejor instrumento con el que puede contar un adolescente. Se trata de imaginar historias y, en lugar de escribirlas, dibujarlas simplemente. Imaginación es lo que más le sobra a una. Y cualquiera puede dedicarse a este menester sin perder demasiado los escrúpulos, la chica de Yale o la sofisticada intelectual con aspecto de alumna de Smith College.
Sería posible incluso descartar los diálogos: sólo el sustento gráfico contaría la historia. ¿Para qué más?
¿Qué de malo hay en el pulp? Todo el mundo se ha manchado en alguna ocasión los dedos en esas páginas astrosas.
Por esa época el negocio todavía es floreciente: más de cuarenta millones de ejemplares se venden al mes en las tiendas de caramelos, quioscos y drugstores. Y… la mayoría de sus editores son judíos, en cuyas manos está un noventa por cien de las empresas dedicadas a la cultura popular.
(Cósete la estrella amarilla.)
Esta es una industria que no da tregua, una fabricación en serie, una creación  a destajo, y no admite fisuras, pues cada semana han de colgar de las pinzas en los puntos de venta los cientos de cuadernillos atrayendo con el imán de sus colores chillones los ojos del niño y el adulto. En esta cadena de montaje que resulta el cómic americano cada uno de sus peones tiene una misión encomendada: el dibujante, el guionista, el colorista, el rotulador… el editor que culmina la puesta a punto. Una industria del ocio y el dinero perfecta, de matemática aparición, anónima y festiva. Sólo unos pocos elegidos engalanan una tarea en manos de laboriosos artesanos: Raymond, Foster, Eisner, Siegel, Jerry Robinson…
Mas ella se siente con fuerzas hasta para dibujar un poema, una sensación, compartir un sentimiento… Eso es el significado, aunque no quisiera la Nueva y Joven Profesional del Cómic acabar ilustrando los guiones de Real Life Comics, vademécum especializado en una especie de biografías coloreadas y aliñadas adecuadamente para el adoctrinamiento de sus jóvenes lectores. En el arte hay que poseer un criterio amplio de las definiciones. Huye de las identidades rígidas, normativas a ultranza. Ella lo que ansía es ilustrar su propia biografía, pergeñar la crónica de su existencia mediante una afortunada sucesión de actos inmejorables. Y desea ser lo más inteligible que sea capaz. Respecto al significante, la bala plástica que envuelve el discurso mayor o menor hasta que estalla en el cerebro del testigo que asiste a tan magnífico curso vital y artístico, lo dejaremos para años después, cuando una encuentre la forma de escribir una tragedia mediante un tubo de goma o un pingajo de fibra de vidrio bañado en resina. En ese momento habrá llegado al Reino de la Oscuridad, donde el genio alza su voz sin plebeyas o cobardes mediaciones de legibilidad o fácil disquisición.
Entonces, ¿qué clase de ilustración puede ser la suya? No tan explícita como las que exhiben de cebo en las portadas de las antiguas historias de Pep Stories o Hot Tales: serían dibujos y acuarelas evocativas, una abstracción inteligente. ¿Iban a pagarle tan poco como a los pobres guionistas atados doce horas diarias a la Underwood: dos centavos por palabra? Pero…:
¿alguna vez le han dado el pulitzer a un guionista de cine o de televisión o de tebeos…?
Un dibujante es una cosa seria, no como esos enloquecidos inventores de historias.
Seamos serios, ¿existe seriedad en ese centón semanal destinado a las mentes más primitivas de los lectores?
Por supuesto: y también inteligencia. Sólo los aficionados terminan denigrando y haciendo bajar tres escalones todo aquello que tocan (arte, literatura y todo lo demás) movidos temporalmente por la necesidad, el antojo o una vanidad irreprimible. 
Mientras tanto, se desayuna con huevos, zumo de uvas y bacon canadiense.
Ella, ahora, es una heroína, y también es el momento de ganar unos dólares: la peor combinación para meterse en un negocio que exige disciplina y, por qué no, talento.
Ah, si pudiera infiltrar sus imaginaciones en la DC, la catedral de las viñetas, el súmmum de los superhéroes… o en Timely Comics, que terminaría coinvirtiéndose años después en la creativa,  anestésica y poderosa Marvel.
Está llena de ideas, está…
Pero, no.
Es ella la que no es seria. La frivolidad es la llave que acaba abriendo la puerta de la nada.
¿Cómo diablos te las vas a apañar para ser capaz de permanecer sentada en una silla frente a la mesa de trabajo durante horas y horas, un día tras otro día a la izquierda del sol? Ella es una artista: entiende el trabajo como un entretenimiento, un ludismo gratificante y libérrimo, y nunca un maldito potro de tortura.
De modo que terminó enviando una acuarela a The New Yorker.
A ver.
Nunca más se supo de la cromática “abstracción evocativa”.
A otra cosa.
A rodar.
Una embriaguez es el arte. Seas crápula, sorbe los días como el áspero aguardiente de Cedar Tavern o el dulce vino del estío: ante la ventana abierta bañada por el sol terrible de la urbe, una apoteosis degradante, descendente hasta el asfalto derretido de julio acuchillado por los apestosos taxis amarillos.  
Se lleva la copa a los labios, casi ni los moja, apenas un sorbo es bastante para conducirla a los paraísos artificiales de la imaginación y el léxico de las selvas y bosques vírgenes. Mil gotas de láudano diarias son suficientes para leer (y comprender) a Kant, había proclamado Baudelaire. Qué chocantes fraternidades. Pero, tan joven y bella, no ha de procurarse el nepente apaciguador de males, ninguna droga ansía para el olvido: guarda para sí la creación y ni un solo átomo del tiempo le sobra. Su droga es el arte. Ella es ajena a la indolencia, al abatimiento. No es de esa raza de humanos que, mano sobre mano, ven venir hacia ellos el desierto que ha de poblarlos.
“¿La expresión de mi arte?”, replica Hesse, ante la pregunta insolente.
Se han reunido en K&F, una cafetería de moda en una transversal de Delancey, en el barrio judío. Son siete personas y tres paraguas que llegan con las cabezas agachadas, entre risas mal sofocadas y la ropa húmeda, a las puertas pintadas de rojo y ventanales enmarcados en verde del angosto establecimiento abierto en una calle estrecha, oscura a esas horas. Hace frío también. Sólo la franja de luz amarilla que se vierte sobre la acera mojada proveniente del local atenúa el paisaje solitario y gélido. Febrero de 1969, martes, a última hora de la tarde. Llueve con fuerza, interminablemente. Robert Morris, en el interior velado por suaves luces, aguarda en un ángulo de la barra forrada de madera negra. Se levanta sonriente al verles entrar en fila india, encabezados por Hesse, Jennie y Nancy W., una amiga de ésta, presunta artista aunque sin obra conocida hasta el momento. (Sin embargo, la chica escribe, se dice. “Eso no sirve”, recuerda que dijo cierta vez alguien –pintor muy reconocido y cotizado en nuestros días- verdaderamente enfurecido refutando a su interlocutor en lo más acalorado de una discusión frente a las puertas del -. “¡No sirve, entiendes, no sirve! ¡Todo el puto mundo escribe, maldita sea!)  Un camarero se apresura a juntar dos mesas redondas al fondo, cerca de la entrada a los lavabos, de los que parece emanar a ratos un olor muy agradable a lavanda. Tras las presentaciones, llegan las comandas de cervezas, ponche y copas de vino blanco, cacahuetes y pasas de Corintio (?). Morris, una vez enterado de los detalles del evento anterior sonríe de manera aún más elocuente. El acto al que han asistido consistía en un happening de interpretación abierta, imposible por tanto de dilucidar (ignora al público –algo insólito, pues-; desprecia el componente de espectáculo que todo happening conlleva intencionalmente –su carácter teatral y hasta bufonesco- y reniega de lo artístico –el acontecimiento limitaba su efectividad a la muda contemplación del artista, también mudo, sentado de espaldas frente a un ángulo de la sala-). Sí hubo argumento epilogal: el tal Lebrain, el único ejecutante, afirmó muy convencido de la resurrección del nuevo arte, “ahora que, como todos sabéis, ha muerto”. Como ejemplo, él mismo. Invocaba el retorno de un arte renacido y pletórico, de infinita combinatoria y una insospechada pluralidad de significaciones. La sentada pública, silenciosa e inmóvil, al parecer escenificaba la reflexión liminar que ello exigía antes de entrar en acción. Este último vocablo inició rápidamente una repuesta unánime. La declaración post-happening se estaba convirtiendo en una conferencia, y lo peor, a juicio del público asistente, que había empezado a murmurar en tono desaprobador, era que esa maldita charla ni siquiera formaba parte del maldito happening, ya culminado cuando el ejecutante se había puesto en pie. Aquel monólogo del vidente, del brujo nigromante y resucitador disgustaba profundamente a los espectadores. Eso le hizo comprender que, incluso naciente, el happening ya exigía una ordenación, un canon, una gramática generativa. No salía de su asombro. En seguida aparecen las reglamentaciones, una convalidación que certifica la justicia y bondad de “algo” todavía por definir. Los recientes sabios de la tribu pretenden imponer ya desde un comienzo una sintaxis de aquello que es único, efímero y por consiguiente irrepetible y carente de preceptos que guíen con posterioridad actuaciones futuras. En otras palabras, existen las reglas. Si técnica, oficio; si no técnica, reglas. ¿El gusto tiene reglas? La estética las tiene. ¿De dónde surgen los reglados? ¿Y de lo naciente, todavía adánico….? (Desarrollar para más adelante.)  Tímido, ha tomado asiento junto a ella, que animada por la conversación, parece haberse olvidado de él. Los dimes y diretes se centran en los aspectos esenciales de lo que constituye un happening. Qué es y qué no es. Su validez o su inoperancia. También, su justificación como hecho artístico y su lugar en la historia del arte. Alguien llama la atención sobre “historia del arte” y “cronología del arte”, pues ambas cosas no tienen nada que ver entre sí, son meras licencias logísticas, ordenar el almacén de los epígrafes, las denominaciones, las fechas, las autorías… toda esa morralla. Nuevo debate: se alzan voces discordantes; otras bocas permanecen cerradas en astuta mudez (lo dice el aserto: más vale estar callado y parecer tonto, que hablar y que comprueben que lo soy). Hesse se encuentra en su salsa. Inventemos vocabularios, lenguajes, morfologías, sintaxis. ¿Pero qué diablos queréis: crear, inventar, pintar o escribir, jugar? Las dos, las cuatro, las cinco cosas a la vez. Las fronteras que Laooconte alzaba se han desvanecido, la amalgama renueva la gesta: nada contra nada, nada menos que nada, todo igual a todo, Ut pictura poesis/Ut poesis pictura. He ahí el híbrido del nuevo Prometeo: engañador hábil, heroico robador del fuego, “El Previsor” (que no dejará jamás que sus llamas se debiliten), artesano que a todos nos modeló con el barro primigenio, el que desvela los secretos del arte sagrado, adivino, mago, El Creador. “Nos hace prometeicos en el caos, artistas contra lo divino”, dice Hesse (Eva, la que cree mitologías). ¿Pintar? ¿Escribir? Mucho más que todo eso: la nueva propuesta artística cuyas condiciones espaciales comprometan una nueva visión, la obliguen, por así decirlo, a aprender a leer de nuevo. En cierto modo, el espectador siempre es un analfabeto. Se restriega los ojos frente a la obra enigmática de los dioses paganos, libres, dionisíacos. ¿El espectador? ¿El testigo? Que aprenda a leer y escribir cuantas veces nos venga en gana a los báquicos geniales. O que miren la TV. y nos dejen en paz. No arriesgan nunca nada. Y, encima, ellos, el espectador, se entretienen con el espectáculo que les proporcionamos las fieras (que, en el fondo, no muerden, jamás lo han hecho, sólo se matan a ellos mismos: Van Gogh, Hemingway, De Stäel, Larra, Sexton, Woolf, Rothko, Trakl, Lowry, Arbus, Gorky, Plath, Benjamin, Pollock, Pavese, Storni, Grosz, Carrington, Ganivet, Thomas, Walser, Pizarnik, Domínguez, Celan, Foster Wallace…)

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