He aquí a
Orestes. ¿Cómo dejar de ser un héroe para el mundo adolescente? Todo de él
puede dibujarse, sentirse; todo en él emociona.
¿Una víctima del destino? Peor: su agente maligno sin él saberlo. Un
buen día consigue la purificación, la expiación liberadora. El hombre sartriano
sin el lastre de una conciencia mancillada de recónditas culpas. Abre las
puertas del mundo con violencia: se venga de la nada de la que viene, a la que
es destinado. En la nada no se vive: sólo los dioses, aburridos y eternos,
egoístas y bestias, indiferentes o perversos.
Orestes:
la soga amarilla atraviesa los agujeros negros…
Podría
ser.
Acaso la
piedra pintada sobre el montón de astillas y cristales.
Abrázalo,
muerde sus labios de tierra.
¿Traduce?
De ninguna forma. Del mismo modo que es imposible traducir poesía (se escribe un poema sobre el otro), ella
levanta una épica de cartón piedra: el objeto. Una iconografía que nace de las
entrañas… o sólo de lo más superficial que busca correspondencias, analogías,
sucesiones. Levanta catedrales donde nunca nadie elevará sus preces ni
apaciguará sus miedos.
Si tan
cobarde no fueras simple orfeo, hijo de humanos, ni poeta ni músico, bajarías
al averno y de aquellos infiernos ibas a librarla y trazar con las imágenes
infernales del barullo existencial de todas las épocas la salida del laberinto.
Orfeo,
domador de sirenas, el de la lira eterna, hechicero y verdugo: finalmente te
condena.
Has muerto
dos veces. Una puedes imaginarla. La segunda nos pertenece a nosotros. En ella
nos licenciamos.
“Elige un
número”, dijo otra vez.
El nueve.
Tiresias:
nueve veces más que el varón disfruta la mujer en el sexo, adivina el sabio
tebano, príncipe entre hombres.
Detrás de la maraña se esconden los órficos mensajes. Pero ya no están allí.
Ahora es
ella, ha robado todos los secretos, despedazado al hombre en la orgía matérica,
arrojado sus restos al mar de Nueva York. (Sans
II u otra…, Hang Up, Up the Down Road.)
El 9.
Eneas. Virgilio. Ennead. Donde el
azar desmienta la intención, la etiqueta del título.
Casandra,
la que grita y a la que nadie hace caso, la de la muerte injusta, maldita como
todos los troyanos. ¿No parecen tus obras discursos a la nada de la nada?
Extiende
la vestidura talar sobre el suelo. Horádala, ensucia su textura, rompe sus
extremos, anuda sus jirones en el mágico alfabeto.
Todo ello
repugna la lengua de las multitudes, la mediocridad.
Te creemos
los modernos, los que padecemos ese mal que no ha de curar ningún Asclepio.
Corrompe
el tratado de las formas, instaura el orden del caos, las falsas salidas del
laberinto: las calles vueltas a trazar al albur de una geometría aberrante y
confusa, todas las avenidas rotas, trastocadas sus líneas, pegadas de nuevo sin
letreros que las identifiquen, borradas las plazas. No eres divinidad menor; no
lo es quien ahuyenta el aburrimiento en la creación y celebra los nacimientos solares en el arte: qué fenomenal
desbarajuste.
Mas ese
puñado de gestas y magias ha dejado de ser palabras, no es el relato de la
proeza y la épica. No es una leyenda. Se ha transformado en imágenes, y el
dibujo de la vestal o el guerrero es innecesario, como lo es el dios o el
errante, el profeta o el condenado, la ciudad y la peripecia. A todo esto lo
libra de lo aparencial: que a nada de ello se parezca siendo ello.
Estás en
la muerte. Bonito lugar. Es una muerte griega, una casa, un hogar, la morada final: paseas por los Campos Elíseos y, finalmente, bebes el
agua del Leteo y entras en el olvido. Volverás a nacer, pura y sencilla.
Ella crea
colores, formas y una ordenación objetual que responde a una estrategia mental,
una argucia visual con la que revelar sentimientos, deseos y temores. Cambia
las historias por los colores, y los hechos y los lugares se ven suplantados
por una cosificación heteróclita e inesperada.
No
hablamos de símbolos.
Una
correspondencia anímica que soslaya la traducción matérica y/o su metonimia, su
metáfora, su imagen trabucada. Nada de orgánico había en sus piezas u
ordenamientos. Sólo había caos, sorpresa, acaso turbación y miedo algunas
veces. Empero, en el interior de la artista existía una plácida escritura,
tersa y clara como la superficie de un lago en un día de viento calmo, una
sosegada transparencia que nacía de su alma tranquila y en juego perpetuo con
la naturaleza y la forma de las cosas.
Alicia
cumple 10 años.
Feliz cumpleaños, Eva.
Su padre,
sin poder contener las lágrimas, entrega a la llorosa pequeña Hesse Alicia en el País de las Maravillas,
una bonita edición ilustrada con
tinta china de colores y tapas de tela de azul de mar. También los cortes están
entintados de un rojo pálido. Una obra de arte tipográfica.
El cuento
había nacido el 4 de julio de 1862, una tarde de calor, perfumada por la
vegetación exuberante que cubría la ribera del río estival. Tan distinta a este
mediodía del viernes 11 de enero del 46, gris y frío, lluvioso, aterrador.
Su padre:
llora por las hijas, por el mundo.
3 días
atrás: su antes esposa, madre siempre de sus dos hijas, se suicida: a volar.
Tal vez en
el 42 ó en el 43, si en la guerrera Germania hubiera seguido, habría sido rata
en los campos de exterminio, y su muerte, tan cruel e injusta, fuera más sacra
en la futura arqueología del recuerdo… ¡pero sin arte que la eternizara!
Al
agujero.
Hizo la
lista de los bichos: conejo, ratón, lirón, gato…
En otro
tiempo también fue una rata-niño. Una pequeña Evchen, una judía del 1 por 100 que infestaba el mapa de los arios
bosques de Germania mangoneando de su savia y pureza.
El tío
Mengele, el buen doctor de los niños aplicados y las niñas aseadas, aguarda tu
llegada con una chocolatina en la mano: eres una excelente materia prima para
sus felices experimentos, tu vaginilla infantil es un buen tesoro donde
escarbar. Antes, un bonito corte de pelo, kilos de cabello infantil acrecientan
una montaña en el suelo: una vez hilado sirve para la fabricación de calcetines
de fieltro.
Una judía
alemana de Hamburgo, una Reichsdeutsche,
que se libraría del primero de los estigmas: la estrella de David de color
amarillo cosida a la ropa. Atrás quedarían en algún mercadillo callejero los
enseres domésticos en almoneda, las pruebas materiales del origen y los
ancestros, que más tarde o más temprano acabarían asesinados en Minsk, Kaunas o
Riga o en la misma Tierra del Señor de Auschwitz: se arrastraban cansados, pero
ignorantes de su suerte, bajo las copas cargadas de flores que pueblan el
arbolado camino hacia las duchas del mortífero gas.
Pero papá
sabe lo que lleva entre manos desde hace años. Precisamente, tú ya naciste sin
el pañal cagado de una bandera, justo el año que se promulga una ley (?)
alemana que niega a los judíos nacidos entre sus fronteras la nacionalidad del reich milenario. Escapas por los pelos
de las otras niñas sin patria: una hebrea, una paria salida del desierto (que
es tierra de nadie) llegadas desde Hamburgo y Lódz a un barracón de ladrillo
rojo, a la Casita Roja o a la Casita Blanca, y de allí a la purificación por el
fuego sin figurar ni siquiera en el Totenbuch.
En la
desbandada no compartió la suerte de las otras doscientas mil ratas-niño
exterminadas en Auschwitz y Bikernau, a las que ni siquiera se les dio la
oportunidad de un tumor en el cerebro o un accidente de automóvil acechando en
una esquina del destino inescrutable de después. Tras el expolio de la casa
amplia y lujosa, la relegación a un apartamento más pequeño en una zona
delimitada para los impuros; después, la
masificación de la colmena judía, y luego, las alcantarillas. De ahí, al
crematorio. O al enterramiento prematuro: las descargas de las armas hacen caer
al hoyo eterno a esos muertos en vida, de pie en el mismo borde de la zanja,
que ni imploran misericordia. Mueren con la sumisión del animal manso y
honrado. Son enterrados con premura. Al día siguiente, puede verse la tierra
moviéndose. Todavía siguen con vida algunos de los sepultados que, malheridos,
rebullen en su agonía bajo la superficie que cubre el agujero negro y fatal.
Luego de
la Kristallnacht, el patriarca Hesse
levanta la tienda y huye con el rebaño temiendo lo peor, que siempre llega.
La Gran Alemania
ya es judenfrei.
Deja atrás
el resplandor rojizo de la sinagoga incendiada y se aleja de una curiosa piedad
que, en breve, sustenta sus razones humanitarias de exterminio en la rapidez
del gas frente a la tortura del hambre y la inanición.
Un mecanismo
de gran efectividad que reúne a la vez la fábrica de matar y la pronta
depuración de los cadáveres: nada por aquí, nada por allá.
Ésta
también es la cara oculta de la luna del ser humano y su atrabiliaria y remota
condición: la deliberada y fría destrucción de sus compañeros de especie por
una simple cuestión de matiz.
Aquella
tierra de promisión entre dos ríos al suroeste de Polonia iba a ser el destino.
Mas hubo
una pausa (sea, pues, artista, sentenció el oráculo).
Y de ella,
naces tú, artistilla.
No
engañabas a nadie, pequeña seta venenosa.
A pesar de
su vistoso atavío, del color brillante y prometedor, el hongo que se oculta
tras el disfraz es tóxico y letal. No habrá compasión para estas pequeñas
arpías que, llegadas a la edad adulta, se transforman en prolíficas paridoras
de monstruos con los rollos de la Torá bajo el brazo y la faltriquera escondida
entre sus ropas de cuervo. Aplastad con la suela de la bota reluciente esas
setas malditas y conspiradoras.
ARBEIT MACHT
FREI
¡Nunca
dejaste de hacerlo!
La mies es mucha. ¡Qué pocos los días! Adiós a todo eso.
Soñando. Por ello trabajaba. Adiós al pasado que no fue.
Un vislumbre.
Una épica
en la que ya no existían los héroes, sólo las víctimas, los victimarios, los
castigos.
La ninfa
convertida en álamo plateado.
A lo largo
de su vida pensó que la impregnaba en todo momento lo mitológico. ¿Cómo podía
ser de otra manera? Bien pronto todo empezó a ser extraordinario. Por las
aceras, y lo reflejaban los cristales de las tiendas y las cafeterías y también
su mente lo proyectaba a cada instante delante de ella, allanando el camino,
anduvo un mito –ella habla en pasado-; fue la protagonista ejemplar de unos
hechos extraordinarios y misteriosos: la vida y la muerte, los hechos.
Aporía: tu
arte nada representa.
Se
representa muy bien a sí mismo: cuerda, madera, la química excrecencia.
Lo mutilas de cualquier comprensión. Se invalida en el preciso instante de su creación.
Su valor irá en aumento, pues has sido desgraciada, hasta trágica: los sagrados textos en manos plebeyas. En fin:
Un hombre
llamado Philip Irving tiene en su poder una buena colección de dibujos
primerizos de E.
Irving es un tipo acaudalado, propietario de una cadena de tiendas de ferretería y artículos y herramientas de bricolaje para domingueros que se extiende desde Connecticut hasta Florida.
De momento
El Fabulador es todo cuanto sabe de él.
La mañana
de un lunes le llama por teléfono. Llueve. Hace frío. Los negocios no marchan
bien. Vietnam empieza a arruinar a muchos honrados comerciantes. Quizás ha
equivocado el día.
-¿Quién es
usted?
-Soy amigo
de S.
-¿Él le ha
proporcionado mi número de teléfono?
-Así es.
-¿Qué es
lo que quiere?
-Usted
tiene obra de Eva Hesse, dibujos y pinturas de su primera etapa…, aguadas
abstractas, cuadros pequeños, óleos de factura expresionista…
-Y qué.
-Me
interesaría…
-Sólo es
una maldita inversión. Aún es pronto para vender.
-No quiero
comprar nada…
-Buenas
tardes…
-¿Oiga?
-¡No
vuelva a llamarme!
-Pero…
El
Instigador ha notado un evidente acento brooklynese en el
suspicaz y tajante interlocutor.
Núu Yóok. Galimatías
sónicos de ese estilo.
Durante
unos minutos permanece completamente inmóvil, desconcertado, mirando el
auricular negro como un animal muerto en la mano.
Cuelga el
teléfono.
El día que
declina, vacío, de un… ¡Maldito hijo de perra!
Y hubo un
tiempo en el que al propietario de ferreterías aún podía olérsele el pelo de la
dehesa de Haight-Ashbury… Un hippy
reconvertido por los años y la frustración moral. Y la casa en los Hamptons de
seguro que repleta de esos falsos muebles antiguos fabricados en serie. ¡Menudo
farsante!
Acabado:
viendo tonterías americanas de serie B en un cine de segunda en la calle 42.
Una y otra vez, replegado en la oscuridad, fascinado por el haz de luz azul,
blanca y gris que surca la penumbra con olor a tapicería vieja y sucia, sin
ganas de salir a la calle, envasado al vacío: un espacio acotado donde
permanecer indemne hasta el día siguiente que, quién sabe.
En los primeros años
cuarenta, ya en Nueva York, papá Hesse frecuentaba todas las semanas los
grandes almacenes Abraham and Strauss.
Podía aprovisionarse
sin temor, mantener saludable a la camada sin ningún recelo. Ese nombre
rotulado en los grandes carteles concentraba todas las garantías. Sonaba bien y
se escribía mejor. Abraham and Strauss:
perfecto.
Hay que saber elegir.
Almacenes Auschwitz
(entre otras mercaderías: siete mil kilos de cabellos humanos).
Agosto del 42.
Materiales Vivos: ¿Qué
fue de ti, abuela?
Todo tipo de Ofertas y
Grandes Oportunidades.
La espesura gris y
húmeda del amanecer se apodera de los barracones de ladrillo rojo. Es como un
vaho siniestro que parece desprenderse del mismo cielo sombrío.
Las hacen salir
afuera. Renqueantes, hambrientas, temerosas, sin saber nada de nada, las
mujeres forman filas desordenadas frente soldados armados, inexpresivos, de
ojos muertos bajo los cascos de acero.
Todos los días, desde
hace dos semanas, se repite idéntico suplicio en las primeras grisuras gélidas
del alba. Luego, separan a una decena de ellas y las conducen a un barracón de
forma alargada en un extremo del recinto junto a una siniestra edificación de
piedra roja ennegrecida. Jamás vuelven a ver a las que entran allí. Es como si
se las hubiera tragado la tierra.
No muy lejos, se
escucha una ráfaga de metralleta.
Tiene un regusto
metálico en la boca, como si, sedienta, hubiera chupado las alambradas aún
mojadas por el rocío y que, alzadas sobre la tierra oscura y yerma, comienzan a
divisarse entre la niebla a tan sólo unos pocos metros.
Mira a su alrededor
con un leve movimiento de cabeza.
Una vieja, envuelta en
andrajos, se ha hecho sus necesidades encima y cae al suelo entre gemidos
apenas audibles.
La mujer vuelve la
cabeza al otro lado, respirando el aire que viene del norte.
Pero hasta esa parte
llega el hedor.
Entonces se da cuenta
de que otra prisionera, aún joven, en la fila próxima, le mira directamente a
los ojos. Tiene su rostro una expresión infinitamente triste, como si todo el
asco, la podredumbre y la corrupción universal hubieran desfigurado ya para
siempre el menor vestigio de perdón hacia sus semejantes en el cerco de arrugas
de los ojos, en los repliegues oscuros de las mejillas caídas, en la boca
pálida y cerrada sin labios.
“Irene Nemirowsky”
(judía rusa), le dice la desconocida tendiendo la mano, al tiempo que esboza
una débil sonrisa.
“Helen Hesse” (judía
alemana), contesta con voz temblorosa estrechando la mano tendida.
Ahora saben ambas que
ese día es el último de sus vidas. No llegaron a estar en el Revier del campo ni dos minutos: débiles
y vencidas no servían para el trabajo forzado.
Sus nombres,
escuchados aunque en susurros en ese helado amanecer, confirman a las dos que
no fue anónimo su paso por el mundo.
En ese momento uno de
los soldados, a la vez que saca una pistola de la funda sujeta al cinturón,
avanza hacia el bulto caído en el suelo, tan cerca de ellas que los harapos
pestilentes que lo envuelven tocan sus pies.
Helen Hesse cierra los
ojos. Aprieta los puños con fuerza.
Irene Nemirovsky no
junta los párpados, comprueba desdeñosa la cobardía del mundo que calla.
Suena un ruido seco,
casi como un petardo infantil, brevísimo, desconocido hasta ese instante,
irreal.
Helen Hesse vuelve a
abrir los ojos.
De la frente de la
vieja apestada brota un hilo de sangre que pronto alcanza la cuenca del ojo
abierto y se desliza hacia la boca también abierta. Ahora el olor es
nauseabundo.
Unos minutos más tarde
les ordenan que caminen en compañía de otras desdichadas hacia el barracón de
las exterminadas. Junto a ella también se halla la desconocida, que marcha
hacia la muerte con la vista fija adelante: “¿Qué me está haciendo este país, Dios mío?”, se había preguntado
consternada ante la indiferencia general de una nación que había perdido el honor.
El final terrible al
que condenan a sus víctimas inermes se ha gestado desde la cloaca de uno de los
más señeros atavismos del ser humano en todas sus épocas pasadas y,
probablemente, en las venideras: odio+desprecio (al otro) satisfechos por una
violencia sin límites.
Ahora comprenden las dos
que ese lugar, ese destino que prefijara la gran diáspora, sólo es la puerta a
la nada absoluta o a un infierno que se
prolongara eternamente desde la tierra. A ningún sitio más: todos los dioses
murieron de aburrimiento ahítos de su propia grandeza hace miles de años, y el
mundo entró en la era de la maldad, el sufrimiento y el crimen ante el silencio
profundo del cosmos.
El bagaje de una: la incredulidad hasta el último instante, el asombro enajenado de espanto y de miedo de una sencilla ama de casa que desde que la arrancaron de su hogar en Hamburgo y la separaron para siempre de su marido Samuel, su hijo Wilhelm y de sus nietas Helen y Evchen sigue sin comprender nada de nada.
El equipaje de la
otra: Ana Karenina, los Diarios de Katherine Mansfield y una
naranja. Y, a pesar de todo, no murió con el corazón envenenado.
Tal vez él sea como
los elefantes africanos viejos y polvorientos, tozudos, que andan y andan no
por buscar agua y comida, sino sólo por cambiar de escena.
De la
poesía me interesan las palabras, ni su conexión ni su interpretación, tal vez
su cualidad proyectiva, de la misma forma que sólo me interesan los aspectos
formales de una pintura.
Ray: el viejo olor a
papelería, dos o tres mirones espigolando (sic)
entre las estanterías sagradas de los libros de saldo, el brillo acusador en
los ojos del librero al descubrirme con las garras afiladas, su sonrisa
despreciativa (¡a por la ganga!), y anegando el gran espacio de las hileras de
volúmenes la luz amarilla, cálida, acogedora, y las sinfonías juveniles de
Mendelssohn en tono bajo, conciliador, comprensivo… ¡ay, incipiente!
Fuera del MoMa.
(Librándose del ”fuera
de”.)
Como un faro, el
edificio de cristal de Lever House atrae los pasos del viajero del tiempo.
Obras de arte del
pasado, del presente… (estética, ética, moral): los transeúntes en este
elegante vértice del lujo conforman a su vez el museo de todos los horrores.
En medio de la
fortaleza, a cubierto de todos los peligros. El poder de la ingeniería y la
piedra milenaria concitan la fe y la seguridad en el hombre moderno, ese que ha
creado, domina y vive las urbes.
¿Cuál es, por tanto,
la idea de fragilidad que viene a la mente en todo momento paseando al azar por
este sitio de perfectas y sólidas simetrías? Pareciera como si más tarde o más
temprano todo fuera a derrumbarse, a fracturarse como el vidrio más débil. Hay
una sensación de provisionalidad, incluso de temor, al sobrevenir al
pensamiento la certeza de la fugacidad de las cosas y la ruina a la que todo
termina subordinándose. Todo se refleja ante sí como un fascinante background donde rodar la vida de un
personaje al que jamás le viene a la cabeza la idea de la muerte, un tipo
feliz, andante decidido, con todo el tiempo del mundo encerrado verdaderamente en su reloj de pulsera.
Apostado en una esquina de la 54 con cara de maleante: ese personaje son todos esos que él observa revolotear entre Park Avenue y la avenida Madison, la variopinta multitud aseada y despreocupada del Midtown East.
Él podría ser un Tiresias ecuánime, calcular emociones, atisbar deseos, comprobar angustias, adivinar quienes precipitan su ruina y quienes taimados ocultan su fortuna, podría ponderar merecimientos, amores y desconsuelos, castigos, duelos, triunfos, domésticas felicidades, muertes siempre inesperadas.
¿Quién mejor que este
bifronte que ha experimentado los ascos
y los placeres de los dos cuerpos? Mujer de siete otoños, el adivinador
que enloqueciera a Edipo, el mirador de entrañas, el intermediario.
Un Tiresias a la hora violeta entre mecanógrafas y marineros cuando la Nueva York del atardecer olía al aceite de los puertos, al aire de hierro y a los apartamentos llenos de chicas cansadas a la hora de la cena con sus medias sin lavar, la comida de lata, el refresco azucarado… junto a amantes con problemas de piel con los que acabarán revolcándose en los divanes de piel raída bajo la estrecha ventana a la oscuridad fría de afuera, actuantes desinhibidos durante esa pequeña ópera de los pobres de la que extraen breves minutos de placer uno sobre otra.
Ahora que por voluntad
de la diosa soy ciego y mejor veo, modelemos. Os adivino. A este le añadiremos
paciencia; a aquel otro, piedad; a éste, sagacidad; a aquélla, miedo; al otro
de más allá, locura, a ti rapacidad, a ella ambición...
Modelar es el arte de
añadir, aumentar, crecer. Ve poniendo de ti mismo sobre el alambre, acrecienta
tu biografía de barro, ardides, miedos, felicidades.
Tallar es lo
contrario: quitar (petulancia, violencia, falsedad, dinero…) la vida una vez
alcanzada la granítica alma.
Quiso dibujar su cara
de extranjero: eligió un tubo de caucho, un pedazo de plástico, una tira de
látex, sus dedos marcados en la resina, fibra de vidrio para la cabellera,
arena para los ojos (algo inenarrable).
Manos a la obra.
¿Qué haremos con lo
tuyo?
¿No ha de salirnos un
Frankenstein, doctora Hesse?
Un monstruo de guiñol,
un ninot desmadejado.
Un aborto enredado en
los cables de fibra de vidrio y virutas de resina: ¡menuda mercancía escondías
en el almacén!
¿Qué esperabas?
Bonita logística:
No un maniquí, caritas
de porcelana, el color de la perla, ojitos de cristal, peluquitas...
Proceso y útiles
escultóricos en una persona: modelado, talla, construcción, fundido en el
bronce de su bien pronto perecedera inmortalidad (dos generaciones, a lo sumo,
y al olvido).
A ver ésta: mira cómo
anda, sacude las nalgas a cada paso, son firmes y jóvenes, bamboleantes tetas
sin la prisión del sujetador, el porte y el perfil altivos.
Sigo su trasero hasta
que se introduce en la boca del metro, en la pequeña y marrullera estación de
la 57, llena de malos olores.
Un apartamento perdido
en Chelsea.
Las pequeñas
anécdotas: le perdí la pista a aquella
mujer porque nunca me dio el número de su escondrijo en algún barrio de
la gran ciudad.
“Invento rascacielos”,
dijo con voz entrecortada la sudorosa arquitecta cincuentona de ojos rasgados.
Luego, él se lava el rostro y las manos pecadoras, reflejada la pálida imagen
en el sucio azogue del pequeño lavabo con olores a sustancia podrida, a hierro
oxidado y agua estancada: “La creí mientras alcanzaba un orgasmo tristón,
higiénico”, evocaría años más tarde.
Contempla la
fotografía de la mujer que ama. Sonríe desde el papel positivado. Puede sonreír
un millón de veces al mismo tiempo: una reproducción sensata: cambia el
concepto de unicidad. Tu obra, Hesse, ya desaparecida te recobra en la réplica,
pero adquiere otro sentido. Es.
Pululan. Enfermos y
sanos. Ricos y pobres.
Sobreviven en tan
fantástico decorado.
¿La vida? ¿Cuál de
ellas?
¿Los dorados? ¿El
cemento? ¿El cristal?
¿La copa a media
tarde? ¿La mujer al atardecer? ¿El sueño a la noche?
La supervivencia
natural es indivisible: lo es para todos o no lo es para nadie, hombre o
paramecio, perro o ruiseñor, puta o presidente de gobierno, papa o pope,
oligofrénico u oncogén.
Hubo un tiempo no
demasiado lejano que se estableció una lucha sin cuartel entre gatos y ratas en
los muelles del East River. La guerra a muerte duró años. Cada uno de los
bandos fue adquiriendo especialidades diferentes y mortíferas tanto en sus
estrategias de defensa como en las más directas de ataque y asalto. Incluso
miembros destacados por su violencia y ferocidad pertenecientes a cada una de
las huestes enceguecidas por la furia y la sangre comandaban decididos las
batallas secundados sin temor por sus respectivas hordas, pues sólo ellos, los
más sobresalientes de los dos ejércitos rivales, parecían dominar todos los
resortes del arte y la crueldad de la guerra, capaces de llamar a una
movilización general, recurso inevitable de toda supervivencia. Ellos arrastraban
a la muerte o a la victoria a los demás individuos de su especie, que iban tras
ellos sin dudar. La guerra acabó en tablas. Muerte a dentelladas por todas
partes, litros de sangre bajo el subsuelo enriqueciendo el sustrato oscuro de
las piedras de las calzadas y las aceras por donde andan brockers ataviados con camisas de popelín y corbatas de seda,
trajes de dos mil dólares, zapatos españoles de auténtica piel de mil
quinientos dólares, secretarias vestidas con prendas de marca italiana, turistas
alemanes y japoneses de ojos muertos y piernas blancuzcas y curvas, ancianos
aburridos y cobardes en busca de un parque al sol, adolescentes y colegiales de
piel húmeda con muchas perversidades aún por descubrir, hombres y mujeres sombra, el ruido urbano, los murmullos
babélicos…
Es el arte un buen
sitio donde descargar las posaderas, uno era libre, sin pecado concebido.
Él/Ella sentía su soberanía de humano como una fuerza invencible que le haría
sortear los infortunios de la vida. Amigos míos, el arte, La Gran Puta de
Babilonia, no se queja. De nadie. A rodar.
¿Qué es un genio? Sólo
alguien que hace lo que cree que debe hacer mal que le pese a él… y al mundo.
¿Un genio de Yale…?
Alguien. Y, en
seguida, un don nadie ganando dinero a espuertas y, luego, un muerto.
¿Una Eva Hesse en coma
seis días, viendo pasar las aguas, las luces y nubes del cielo?
¿Louis Kahn, que
apareció muerto en los lavabos de Penn Station y durante tres días nadie
reclamó su cuerpo, se pudría en el oloroso anonimato de las meadas…?
¿Pollock aturdido por
su confusión, haciendo pedazos su cuerpo empapado de alcohol?
¿Monsieur Vincent Van
Gogh enloquecido por la luz, insolado, herido, desnudo por el desprecio ajeno?:
“¿25 francos por esa mamarrachada? Lléveselo gratis, amigo, o de lo contrario
lo arrojaré al fuego.” Y el otro se lo llevó gratis.
Es artista informal:
“En silencio, concienzudamente, meto en la caja de materiales el coche
destripado en la cuneta, los cristales rotos de las naves y almacenes
desiertos, las maquinarias desechadas, las herramientas oxidadas, las calles
oscuras y estrechas llenas de cubos de basura, los suelos negros de mugre y
millones de pisadas, las escaleras de incendios metálicas de color terroso, los
edificios bajos de fachadas sucias, las puertas de madera quemadas y
agujereadas, las ventanas cegadas, las paredes de ladrillos rojos con el polvo
y el aliento enfermo de lustros pegado a ellas como un chicle denso y
pegajoso…”
Melting pot:
L., amiga de Hesse:
una mezcolanza siniestra. Nacida en 1938 en Polonia de madre búlgara y padre
lituano. Emigra con su familia a Estados Unidos pocas semanas antes de que la
Wehrmacht derribe los postes fronterizos polacos. En 1959 se casa con F., un
chino descendiente de emigrantes originarios de una provincia china tocante con
la Mongolia Exterior, radicados en California desde 1907. En 1966 L. y F.,
cansados una de la lavandería donde trabaja y el otro del restaurante de comida
barata donde sirve mesas, acaban sumidos primero en el quietismo y, luego, sin
solución de continuidad, en un misticismo suicida. Malviven de un subsidio
menesteroso. Ella pinta cuadros siempre de tonalidades rojizas, escribe poemas
de un solo verso, aprende a tocar la guitarra española y confecciona flores de
papel; él medita, no hace nada más, busca la extrema pureza, el dharma que todo lo explique, el aleph que descubra las hechuras del
mundo. Viven en una casucha de madera que pintan de blanco cada dos años en la
parte alta de Queens. Procrean tres hijos. Mueren dos de ellos “por causas
naturales” a poco de nacer. El primogénito, a causa de una infección, contrae
una ceguera irreversible. En 1970 F. abandona a L. Se halla en pleno epicentro
del Wu Wei. Se cree invulnerable. Dos meses más tarde se ahorca colgándose de
la escalera de incendios de un edificio en el East Village. L., al cabo de unas
semanas, de regreso de parlotear con la psiquiatra de los Servicios Sociales,
abre la puerta de su casa, va directa a la cocina, deja caer la bolsa con la
compra del día y se corta las venas con el cuchillo de limpiar el pescado. A
pesar del destrozo que se hace en las muñecas y en las arterias de los brazos,
no consigue matarse. Antes de finalizar ese año entrega a su hijo a los
Servicios Sociales y retorna a la Polonia natal, que en ese tiempo no hubiera sabido
encontrar ni con la ayuda de un mapa. Jamás vuelve a los Estados Unidos. No
sabrá nunca de su hijo invidente. (En 1995 descubre El Enterado en la librería
del Reina Sofía, en Madrid, un lujoso catálogo de una colectiva de artistas del
Este programada en el Petit Palais de París un año antes. Una de las artistas
más destacadas “y del máximo interés” -como reza el prefacio del profuso
inventario- es L., cuyos cuadros comienzan a disputarse los museos europeos a
precios desmesurados.)
Los caminos del Señor
son inescrutables.
(Dijo.)
El triste atardecer de Queens le lanza una noche de septiembre de 1969 al precario hogar de F. y L., iluminado a esas horas por media docena de velas. Como parco presente, portaba una botella de leche y piezas de fruta en una bolsa de papel.
Life against Death y Apocalypse, The Wisdom of Insecurity y Nature,
Man and Woman (este último prestado por Hesse), reposan envueltos por la
pacífica luz aparentemente inofensivos sobre la rústica madera de la mesa junto
a un cuenco de arroz hervido con verdura y una jarra de agua cristalina con
reflejos ámbar por efecto de las llamas. El niño ciego corretea desnudo
palpando las paredes de listones. El esmirriado pene, que no deja de
acariciarse, semeja un insólito garfio presto a engancharse en cualquier cosa.
En Europa la gente es demasiado sofisticada. Es en el Nuevo Mundo donde sucederán los grandes acontecimientos del siglo. Sólo los bárbaros creen en la iluminación, en la revelación pentecostal. De ellos van a ser todos los Reinos. Cielo e infierno son la misma cosa. Y eso lo saben los bárbaros. De ti depende que imagines donde estás. Sed inocentes. Sed niños. No temáis a la muerte, porque la muerte soy yo. Lo apocalíptico es el camino de la verdad, la sabiduría total. Entretanto, mantener silencio, porque el silencio es la antesala de la liberación. Dejaos llevar. La vida es un fluido, como el agua corriente de un arroyo. Sólo vivís en el instante. ¿Y qué es lo esencial? Cultivar la tierra, tejer tu vestido, cocinar, alzar tu casa con tus propias manos, hacer el amor.
Et tout le reste est
littérature.
Dejad que otros se
levanten a las siete de la mañana y llenen las fábricas, que arruinen sus
espaldas encorvados ocho horas sobre las mesas de sus oficinas o que conduzcan
los taxis día y noche con los ojos hinchados y enrojecidos. ¿Qué otra cosa
podrían hacer con sus vidas? Hay rosas, y hay abejas; piedras y estrellas, el
árbol, el tigre, la espada y la gema.
(Dijo.)
Mientras, la cantinela
pueril insiste desde las ondas que propaga la radio que los tiempos están cambiando.
Pero ojo con éstos,
del mantra a la invectiva. El desdén del sabio hacia la ignorancia de los
otros, acólitos y medrosos, alcanza la ofensa y el cinismo devastador. Pueden
llegar hasta la violencia física si pretendes arrancarles un pedazo de su
territorio mental. Estos gurús guardan bajo las mangas de sus falsos kimonos
manchados de pecados físicos botellas de ginebra, cigarros puros, espesas
chocolatinas, bistecs todavía sangrantes de dos pulgadas de grosor y hasta unos
gramitos de alimento espiritual regalo de algún camello devoto. Además, se
mueren de ganas por salir en alguna cadena nacional de televisión aunque
abominen de ella en público. (Le dijo, a punto ella encolerizada de lanzarle a
la cabeza un poemario de Snyder.)
“Chinatown. 5.
Julio.1954. 11,45 a.m.
Una muchedumbre de
desocupados, provincianos los más de ellos, anda bajo el intenso sol de la
mañana entre puestos de frutas y ropas coloreadas colgadas de grandes percheros
con ruedas. Las aceras y gran parte de la calzada se hallan invadidas de tal
gentío que apenas puede uno moverse entre todos los viandantes que caminan a
paso de turista. Otros, sin embargo, neoyorquinos desde tres generaciones
atrás, se mueven prestos y ligeros entre las filas, como gusanos incólumes,
indiferentes y despreciativos a toda pasividad y ocio turístico, a lo suyo, que
es la nada visto desde U18…
Cuelgan las ropas,
telas…
Cuelgan…”
Gravitan…
Ella: colgamientos
(piensa). Siempre hacia abajo.
Cuadros. Esculturas.
¡Eh, pero siempre sin significado clarito!
Topografía básica de
su pensamiento: cualquiera de sus obras traza la geometría y la luz de su
forma. No hay más.
Un saco de gramos,
miles de millones de aullidos que se combinan con otros miles de millones de aullidos en el interior
del cerebro hasta conformar el discurso del mono del siglo XXI. Un primate que piensa, que habla, que pinta, que
extrae del cráneo la ilusión del objeto, su materia y color ya en el espacio
liberados.
Hemos entrado en la Era de Acuario, amigo. Un par de miles de años de nuevo cuño. Todo va a ser distinto (sin embargo, no creo que el dinero cambie de color”, pensó para sus adentros El Oyente).
Al principio, sabes, meditaba. Sentado sobre el suelo desnudo, poco antes del amanecer, alcanzaba el satori, dejaba el alma en ayunas, inmóvil en la postura del zazen que, cual alfombra mágica, me transportaba a los territorios más profundos del pensamiento universal.
Y la luz de la mañana empalidecía ante el fulgor de lo iluminado en mi conciencia ya sin telarañas ni oscuridades, clara y transparente como el cristal, pura y limpia, libre de lo malo y lo sobrante.
Así, pues… Ya en pie, libre de las paradojas de los koans… me he liado la manta a la cabeza. He ampliado mis límites hasta lo cósmico inconcebible. He devenido un auténtico drop out. Me he graduado en Astrología, Comportamiento Canino y en Teoría del ácido en la F.U.B.. Me asquea recordar mi pasada identidad, un pobre tipo que no era yo a pesar de ser yo al servicio del capitalismo más rastrero y dañino trabajando de nueve a cinco como ejecutivo en Sears. Me ahorqué con mi propia corbata. Pero todo eso ya pasó. Sólo miro hacia delante. Todo va a ser nuevo. Y tú, ¿qué nos tienes preparado? Abre tu conciencia, alumbra los misterios más sugerentes de tu interior. Huye a Berkeley, a la Free University, vuela a las colinas del oeste que miran a la costa, el mar que llega de Oriente: tienes ante ti más de 5.000 asignaturas a tu alcance que imparten cerca de 7.000 profesores, disciplinas todas lejos del mundo materialista, falsario y caduco que nos ha precedido. Puedes licenciarte en Conspiración y Alimentos, Quiromancia, Interpretación del I Ching, Enseñanzas del Tarot o, de la mano de Eldridge Cleaver, analizar debidamente el Racismo en la Sociedad Americana. Instrúyete en nuevas materias. Aprende a construir cometas, a cultivar tu propia marihuana, a promover guerrillas...
Turn on, Tune in, Drop
out.
“Yo… -se defiende- soy
artista (entre la experiencia mística y la ruina).
Bien, en ese caso crea
el nuevo arte.
(Pero ni se te ocurra
representar el mundo pasado. Sólo por negarte a ello… habrás comprendido y...
¡directa a los Anales del Nuevo Milenio!)
De modo que ella es
una hija (y quiero creer que no descarriada) de La Conciencia Universal.
Todo esto te concedo
si ante mí te postras y me adoras.
Las aguas del Pacífico
parecían mucho más azules vistas desde las humeantes colinas de Berkeley con un
poco de ácido en las venas...
Pero ella, a su aire
(1968): lo de Fischbach Gallery va en marcha. Sabe cual es su destino. Nadie ni
nada va a separarla de él. Y, por supuesto, nada de perder el tiempo, sobre
todo cuando a una le quedan dos años de vida y, además, no lo sabe: algo (la
ignorancia de su fecha tope) que puede pasarle a cualquiera.
Así que, cada uno a lo
suyo.
Arreando.
Nieva en Nueva York.
¿Sigues ahí?
Nunca me fui.
¿Qué piensa?
¿Quién piensa?
¿Quién de los dos?
¿Qué pensamos?
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