En el silencio, el hombre bebe su vino.
En el silencio (muy lejos de la tumba)
el universo se desliza mudo, terrible e incomprensible (todavía) por encima de
su cabeza.
Abre de nuevo el libro.
Busca un refugio, le diría a cualquier
desgraciado sujeto a la intemperie de la vida, ve sin bolsillos por la vida: ni un maldito cobre que pague el
vino de la torva medianoche (y si no quieres sonreír, no sonrías, no te
duermas, sé en vigilia), busca un refugio aunque sea de cañas y ramas y un
suelo de paja: ya llenarás la boca al día siguiente.
Cuando le vence el sueño se desliza en
la cama de la colcha roja: todo son colores y fuegos mezclados entonces, en el
reposo se deja invadir de reflexiones, algunas demoledoras: la perfección es
inútil: evidencia a la claras (y a las oscuras) más que ninguna otra cosa la
mentira de lo representativo precisamente por el artificio técnico de su
mimética constitución: imita lo pretendidamente real y tan sólo es un pretencioso montón de lienzo y goterones de
pintura que fingen no ya exhibir con pericia técnica la realidad sino hasta
penetrarla a través de la cosa del arte, como valiéndose del alma mágica de
aquel hombre primitivo, original, que
soplaba los ocres en las paredes de las cuevas: tanto mejor el desorden, el
reflejo caótico de lo que filtra un espíritu en rebelión si has de plasmar algo
en la tela inmaculada, todavía inocente. Lo mágico sutil se halla detrás de la
urdimbre corpórea y grosera de las imágenes del mundo.
Busca cobijo con la sola imaginación y
las manos vacías: ya comerás, que el día es largo, no eres menos que un animal,
el agua discurrirá al amanecer, el sol saldrá mañana... otra vez.
No saltes aún al vacío, donde nada es.
Busca amparo: la tierra, aún desnuda y
lejos de lo fértil, es generosa contigo, te aleja de los malos caminos mientras
tus pies se mueven libremente hacia horizontes más prometedores porque… ya
comerás más tarde, porque no eres un animal, al menos eres igual a un animal,
el más pequeño de ellos, ni siquiera vistoso, pero igual al más inofensivo
animal…, algo te llevarás a la boca, y nadie roba los horizontes, ni el río ni
el sol. Mañana será otro día, que trae lo bueno o lo malo y tú sabrás celebrar
lo uno o defenderte de lo otro, porque se trata precisamente de eso, de esperar
lo bueno pero también lo malo.
Mira ese hombre cansado de la siega del
heno, reposa tumbado sobre la hierba verde, el sombrero de paja sobre el
rostro, las manos sobre el pecho, ha comido su pan, bebido su vino, y ahora
descansa feliz encima de la tierra, bajo la sombra del laurel.
Mira el vaso teñido por el vino, las
fresas en el cestillo, el pan cortado, la miel en el platillo… Eres el hombre
lejos de la horca.
¿Cuál es el camino de la horca?
Los caminos del Señor (¿qué Señor?) son
inescrutables.
Traza, pues, tú el tuyo.
No seas el hombre de las orejas
extremadamente atractivas: al paso del tiempo suelen acabar en las garras de un
psiquiatra (esa clase de tipos bien vestidos al lado de un diván y con las
palabras adecuadas que se casan con mujeres suicidas).
Tampoco seas de esos tipos que abren la
portezuela de los coches a las damas: ellas saben hacerlo perfectamente sin tu
ayuda, y evitarles maniobra tan tonta no es un acto de cortesía o elegancia,
es, simplemente, la primera acción de la larga serie de hechos que constituyen
una seducción cobarde, yo diría que hasta rastrera, desde luego solapada.
No seas el hombre que coloca bien el
biberón entre los labios gordinflones de un bebé en los brazos de su madre:
pueden pensar que estás pensando en secuestrarlo y luego asfixiarlo para que de
ese modo puedas incrementar tu colección de niños muertos que exhibes en la
primera planta del castillo donde se alzan armaduras, tapices de inextricables
leyendas medievales, metopas simbólicas, escudos abollados por las batallas del
honor.
¿Cuál es el camino de la horca?
No seas el hombre de la nómina, temeroso
de cualquier bulto que crece bajo la piel, de la mancha negra en el escroto.
Sé el hombre de la tierra.
(Siéntela bajo los pies, nota su poder,
no te alces sobre ella.)
Tampoco seas…
El camino de la horca se bifurca desde
su mismo inicio, pero todos sus ramales conducen finalmente al cuelgue final…
¡hay que ver la de biografías que se separan del tronco común para acabar
cayendo en el vacío con el cuello roto!
La senda más eficaz a la locura es la
que en todas las épocas ha convertido el cerebro en una papilla maloliente
incapaz de vislumbrar el camino correcto para volver a la casita de madera del
árbol donde pernoctan la infancia ilusionada y el rechazo a la madurez:
¿qué tenemos ahí adentro?
una sesera hecha puré:
ha bastado para ello una tortilla bien
revuelta y perfectamente cocinada: buena textura por fuera y melosa por dentro:
el diablo se la ha zampado en tres bocados… ¿y qué nos deja?:
sustancias estupefacientes consumidas
durante veinte años
marihuana a porrillo
alcohol
tabaco
comida basura
bebidas azucaradas
que
a su vez desembocan
en sesiones de terapia en grupo
hipnotismo
tratamiento psiquiátrico
fármacos a discreción:
esa soga te ahorca de veras, sólo tienes
que dejarte caer.
Y ¿en su caso?
Él era la soga.
Siempre
estábamos de fiesta.
Siempre
estábamos de luto.
Las épocas.
Y un día todo terminó. No fue de
repente. Simplemente, de un modo paulatino, sutil, sin estridencias, las cosas
empezaron a ser de otra manera, y pronto se descubrió que nada se venía abajo y
que el mundo, y con él todo lo viviente, rodaba por el espacio como si tal cosa
sin que se desbaratara en absoluto el orden natural de sus ciclos y fenómenos.
Lo que estaba de más, lo que sobraba por espurio e innecesario, murió; lo que
todavía pudo enderezarse, se recompuso; lo que en ningún momento sufrió
menoscabo, permaneció exactamente igual.
JD. era el hombre anónimo tumbado a la
sombra junto a las gavillas de heno, era los miles de hombres como esa figura
con el sombrero de paja encima de la cara y una habitación amarilla, apacible y
fresca en la que todo respira armonía esperándole a la vuelta del trabajo. Nada
de horcas porque antes… no hubo embelecos.
¿Necesita pintar las estrellas?
¿Cómo es posible eso? ¿Acaso son otra
cosa que puntos luminosos en el negror del cielo?
Hubo un hombre que pudo hacerlo:
Me sienta bien hacer algo difícil. Salgo
por las noches y pinto estrellas.
Era un día, o una noche, que no era
alegre, pero tampoco triste… era hermoso. Y eso lo hacía especial. Inauguraba
todo lo bueno. En su mente lo llamaba el día inaugural.
¿Qué era lo bueno para el hombre de la
montaña, del valle, de la habitación amarilla?
¿Qué era lo especial? Pues… que no había
nada de especial. Se dejaba llevar por el fluido de los días, esa corriente
incesante de mañanas, tardes y noches y que sólo era el giro sobre sí mismo del
mundo en torno al sol, nutriéndose de él, y que sin él sería un mundo sin luz,
una roca muerta y negra al tuntún, sin vida.
Los tres eran hijos del sol: el tiempo
era la anécdota, a veces hasta recordable.
¿Van Gogh? ¡Qué me dices! ¡Todos los
cuadros de ese tipo fueron pintados en tiempos calamitosos de chapucero
aprendizaje, borrachera y locura! ¡Ni una sola de esas telas embadurnadas fue producto
de la lucidez!
Tal la leyenda que pretendía
minimizarlo, desastrarlo.
Pero se impuso la genialidad salvaje a
lo ambiguo cobarde.
Pintor: un loco o un rico: una taza de
leche te cuesta un franco, una rebanada de pan con mantequilla dos, y los
cuadros no se venden…
¿Qué se necesita para pintar los grandes
girasoles? ¡El estímulo de una sopa de pescado!
Sabe muy bien lo que quiere expresar.
Lo que hace no significa nada, y parece
una caricatura de lo real.
Variaciones de un mismo tema.
En un cuadro yo querría manifestar algo
consolador, algo como una música. Mi deseo es pintar a los hombres y a la
naturaleza con un no sé qué de eterno, de lo que en otro tiempo el nimbo era el
símbolo, y que busco por el centelleo mismo, por la vibración de los colores…
¿Está solo?
Hay una mujer invisible en la montaña
que sigue su pista, desde lo alto divisa su zigzagueo entre árboles y
matorrales, su recorrido por trochas salvajes y las sendas del jabalí.
No será…
La mujer de la montaña nunca se
convertiría en una de esas brujas temerosas de otra hembra rival que terminan
examinando y olisqueando los calzoncillos de sus maridos…
JD. siente en la nuca el hálito caliente de la mujer
invisible de la montaña.
JD. pasa muchas tardes del invierno de
1989 mirando la máquina de escribir muerta sobre la mesa mientras afuera la
lluvia anega las ramblas y se desliza por torrenteras hasta alcanzar los hondos
barrancos. Adentro de la habitación amarilla (el libro, el pan, el vino) se
halla confortable y tranquilo, nada puede dañarle: se deja llevar por el mundo
que son los días, uno tras otro, y termina por creer que ése es el verdadero
sentido de la vida, que es una cosa sencilla, lejos de la mente complicada:
El mundo es un decir sencillo,
quiero decir el mundo real,
el de los mares y la luna,
la medianoche entre dos cuerpos,
la rosa, el viento, las montañas,
el vino, los libros antiguos,
el árbol y el río, los besos,
en el crepúsculo los versos…
JD., esa especie de simiente de sí
mismo…
Me gustaban los cuadros de libros de Van
Gogh.
¿Los cuadros de libros de Van Gogh?
Nunca imaginé que los hubieran.
Puede jurar que los hay.
Recuerdo una Biblia abierta de par en
par.
Otros son a los que yo me refiero.
¿No le gustan ahora?
Junto a la Biblia, en la parte inferior,
casi minúsculo en comparación con el otro librote, el bueno de Vincent pinta
las tapas amarillas de La joie de vivre:
y esa nota de alegría y color se constituye como el foco principal del cuadro.
¿Le gustaba al artista Emil Zola?
Era un loco al que le gustaban los Enriques
de William Shakespeare, un demente
que leía a Voltaire y un trastornado
que se entretenía con las tragedias de Esquilo.
¿Podría explicarme quienes eran esos
Fabritius y Bida? ¿Y quién pierde el tiempo en nuestros días metiendo las
narices en El filósofo bajo los techos?
(El mismo que entretiene sus horas de
lectura con El hombre de las figuras de
cera o El penado 113.)
También lee el Shakespeare de Hugo, donde se dan cita todos los genios de las
letras que en el mundo han sido desde Homero, Sófocles, el Dante y Cervantes.
¡Menudo lenguaje…!
En el último año de su vida bebe los
vientos por un Shakespeare completo: No costaría más de tres francos, escribe
patético a su hermano, y añade: No me importa que sea una edición barata, pero
que sea en inglés.
Un loco que escrutaba los in-folios, que repasaba la versificación
de la tragedia y la comedia.
En una mano Shakespeare (misterioso, como un pincel tembloroso de
fiebre y de emoción) y en la otra aún le caben Erckmann-Chatrian.
El loco no halló la salvación:
¡Un momento!… esto no es todo, exclama
(no es todo: he ahí su perdición, pues si algo define a las épocas, además de
muchas otras cosas relativas a su condición tecnológica y social, es su parte
de tragedia y finitud pero también de frivolidad: el loco era demasiado serio
para comprender las vilezas y corrupciones que se esconden detrás de lo frívolo
y aparentemente inofensivo que domina la vida de las personas normales).
Debería haberse conformado con la tierra
sola, las pezuñas y los pies de las bestias y los hombres sobre ella.
No hay nada detrás de un hombre vivo, al
menos invisible: lo que hay además de su encarnadura está adentro, y es su
esqueleto una vez se pudra la carne: un monigote de sonrisa fija.
No es todo: se reconoce ante sí mismo y
quiere penetrar en los seres, en las cosas, mirar más allá del cielo, donde no
encontrará nunca ningún dios, y tampoco los hechos y causas comprobables del universo son una respuesta…
JD. se funde en la tierra, nada le
importa su representación en cualquiera de sus formas, escrita, esculpida,
pintada… incluso hecha música, que todo eso conduce a la horca, una inspiración
abstracta y tonal que más bien debería antes alejarse de ella elevándose a las
regiones celestiales (amén) que pisotearla con los sentimientos más pordioseros
de la ambigüedad. JD. se limita a vivir sobre ella, a respirar de ella, a ser
ella: los demás compromisos, los de antes y tal vez alguno de los que se
colaran en el presente de modo sibilino, eran pasos en falso que había que
rectificar lo más pronto posible, y eso implicaba no volver atrás sino ir mucho
más delante de sus huellas hasta perderlas de vista por completo.
¡Pobre tipo Van Gogh! Era el pobre tipo
más pobre tipo que podía uno conocer: confiaba en todo el mundo menos en él
siendo muy superior a quien se le pusiese por delante con una paleta y un
puñado de pinceles de jueguete funcionarial.
Un autodidacta del espíritu, sin
sexsenios: a la horca.
El muestrario de sus fiascos es
insuperable.
Me gustaban los cuadros de libros de Van
Gogh, había dicho.
Curioso subgénero…
Principal, diría yo.
¿Cómo bodegones de cosas muertas, de
objetos y frutos inertes y animales muertos?
Una colección de espectros: todos los
autores que estampa en las portadas están igual de muertos como él, y la
literatura de bastantes de ellos, al contrario que la pintura del artista, está
tan enterrada que será imposible que logre resucitar un día.
No es una serie muy numerosa…
Pero es.
Representativa sin más…
Es lo suficiente.
Imagine que hubiera pintado las páginas
una a una: la numeración, las palabras, las frases, las líneas, los párrafos,
todos los signos de puntuación… así hasta el mismísimo colofón:
fin.
Una especie de caligrafía personal sobre
un fondo color hueso que imitara el papel.
Tan inútil, extravagante, reveladora y…
auténtica como la obra de monsieur Pierre Menard, poeta, ensayista y traductor
de español, que tuvo que convertirse tras años de paciente labor y entrega al
estudio de diversas disciplinas humanísticas en un hidalgo castellano del siglo
XVII para poder escribir su Don Quijote en el siglo XX sin traicionar ni una
sola de las palabras del libro predecesor. Como es sabido la novela de monsieur
Menard resulta muy diferente al Don Quijote de Cervantes, siendo el mismo Don
Quijote naturalmente.
Pero Van Gogh, en todo caso, no hubiera copiado; hubiera pintado, y ello ya elevaba el texto a la categoría artística. Su
intento sería plausible, deliberadamente plástico. Y no se advierte en esto ningún anacronismo,
puesto que él sí era contemporáneo de
los autores, por lo menos de gran parte de ellos.
Al tipo le gustan los poetas que, al
igual que él, ponen su pellejo en lo
que hacen.
Tal ese Coppée.
En el 83 lee a Carlyle… para enfrentarse
a la vida: o eres un perro rabioso al que hay que poner un bozal, o eres un
hombre auténtico cuyos valores morales están fuera de toda discusión… Eso sino
no te han encerrado aún en el manicomio o te has pegado un tiro o te has
ahorcado…
En el 87 pinta una pequeña tabla, tres
libros volcados: Naturaleza muerta con
tres libros: pero la pintura sólo muestra los tres volúmenes: temporalmente
muertos, de cubiertas rojas y amarillas, cerradas: La Fille Elisa, Au bonheur
des dames, Braves gens.
(Pocos meses antes una Escuela Superior
de Arte había aceptado su solicitud de ingreso… para un curso de niños de 13 a
15 años.)
Bien vamos: caminaba sobre la tierra, en
lugar de ser un hombre lombriz como Brell el Primogénito: hay que andar bajo la
tierra, ser ella, lejos de los hombres y sus marrullerías, sus creencias
miserables: de vez en cuando se asomaba por encima del nido.)
No importa: pinta otro cuadro de libros:
novelas francesas, casi una veintena junto a un vaso con una rosa, una
composición no exenta de cierto encanto femenino.
¿Su cuadro preferido, señor?
Qué rareza… los gustos personales. Vete
a saber…
Son varios los preferidos. Uno de ellos
lo pintó en Paris, en 1987…: dos libros,
uno de tapas azules, Bel Ami, de
Maupassant, y el otro con portadas amarillas de los Goncourt, Germinie Lacerteux, flanqueados por una
rosa y un torso de escayola. Pictóricamente no es un buen cuadro, o al menos no
es de los que a uno le resultan inolvidables del artista, pero…: la imagen de
esa estampa libresca, más significante que significado, refleja sin
mistificaciones, meridianamente, lo que entiendo yo del siglo XIX, la época de
la luz azul de gas, el amor escondido en los fiacres y coches de punto, los
empedrados de las calzadas brillantes por la lluvia, los salones y gabinetes
atestados de muebles y libros de muchos de los departamentos de los edificios
de balcones ornados con ménsulas y en lo alto las ensoñadoras mansardas
coronadas por bellas cornisas de estilo neoclásico.
Bien distinto, no obstante, al París
ceniciento de excrementos, lodo y arroyos pestilentes que pisoteaban las
desastradas botas de nuestro amigo en su frenético ir de aquí para allá
viviendo de prestado y comiendo migajas. Por cierto, ¿ha visto usted sus
cuadros de botas y zapatos, esas botas de siete leguas que parecen haber
recorrido los peores arrabales del mundo? Para echarse a llorar…
Tampoco es que le fuera demasiado bien
como hombre de la tierra: poca comida y demasiado vino blanco, demasiadas
putas, demasiado histerismo, demasiado de todo: a la horca.
Hizo su trabajo. ¿Dónde estuvo el error?
Ese tipo nunca esperó una recompensa, sólo anhelaba pintar y vivir.
Estamos al antojo de la máquina: te
falta un tornillo y el trasto comienza a tambalearse. ¿Sabe usted por qué a mí
no me gusta viajar? Porque me falta un tornillo, el gen del viajero, el
DRD4-TR. ¿Sabe por qué no me gustan las novelas policíacas? Porque me falta el
gen que obliga a que a uno le gusten las novelas policíacas. Se trata de
tornillos, ¿entiende? ¿Qué culpa tengo yo de que no me gusten las berenjenas,
ni la pasta cocida, ni el calabacín? La culpa la tiene la máquina que ha salido
de fábrica sin esos tornillos. Así de simple. Me faltan, en cronológica
relación con aquellas desganas, los genes FGG2-HI, VDB9-TZ y a buen seguro el
del calabacín, que todavía no ha sido registrado por ningún equipo de investigadores
de una universidad americana de medio pelo del medio Oeste. Todos mis actos, mi
voluntad, mis emociones y mis apetencias se hallan al alcance de cualquier
desaprensivo con un destornillador en la mano. Esa sencilla herramienta de no
más de dos pavos basta para devenir un objeto diabólico en lo que a mi libre
albedrío se refiere: puede
desbarajustarme en la misma cadena de producción en serie y sacarme al
mercado mutilado genéticamente o con alguna sobra repelente a cuestas. ¿Y qué
se puede hacer contra la fatalidad, contra ese determinismo de origen? Nada,
nada en absoluto.
Si le he entendido bien, nuestro amigo
holandés poseía el gen del artista pintor, el PQF7-ER, pero carecía del
PQF7-DR, el que añade a la tornillería del buen pintor, incluso a la del pintor
genial, la astucia e inteligencia picassianas, digámoslo de ese modo, para
triunfar artísticamente o cuando menos para ser reconocido con algo de talento
con los bolsillos llenos sin tener que acabar pegándose un tiro en el pecho (a
la horca).
Siempre se movía entre trigales días
antes de morir: era la época.
Trigales amarillos bajo un sol rojo.
Trigales a punto de convertirse en
llamas.
Las espigas de oro casi le alcanzaban el
rostro, el viento del mediodía las hacía mecerse, un mar dorado que susurraba
como una ola suave. El cielo no era un azul profundo, sólo a veces un azul
pálido que al paso de las horas se tornaba gris, blanco, cruel. Nada es
perfecto, nada se resuelve del todo, esa insatisfacción
gödeliana…
Muchos retornan a las ciudades; otros se
matan: insatisfacción gödeliana.
JD. miraba los cuadros de libros de
Vincent van Gogh. Ya se había desprendido de la máquina de escribir, un
armatoste que hacía tiempo que enmudeció del todo. Ni siquiera servía como
objeto decorativo. Al barranco con ella. Y aquella mañana con un sol pletórico
dueño del cielo, al caer en el fondo, no se oyó ningún ruido, ni un quejido:
caería sobre matorrales, y allí quedó escondida para siempre, como un extraño
animal de plástico y metal muerto.
Uno de los primeros cuadros pintados en
Arles: Rama de almendro en flor en un vaso y libro.
Nadie deja nunca los libros, salvo…
¿Por qué le interesan tanto los cuadros
de libros de Van Gogh?
No es exactamente interés: es gusto. Me
complace detener la vista en esos libros de hojas combadas impresos en
ediciones baratas, sé que el artista no los considera un objeto artístico sino
un mensaje simbólico que nos dirige reiteradamente: girasoles, sillas vacías,
botas, libros, trigales: Este soy yo, y ese cromatismo del cuadro son mis
propios jirones a la posteriodidad.
¿No os lo creéis?
Creedlo, son evidencias de artista.
Y pinta de nuevo su ejemplar de La joie de vivre, esta vez junto a un
jarrón rebosante de adelfas rosas… venenosas. Y pinta otra vez un montón de
novelas francesas, y debemos creerle, pues eso indica el propio artista en el
título del cuadro. Novelas…, cómo saberlo…
Libros por docenas: la cabizbaja lectora
de novelas tiene abierto un volumen de tapas amarillas (¡cómo no!) y Madame
Ginoux parece más importante de lo que es por los dos libros sobre la mesa en
la que se apoya, y desde luego adquiere mucha más importancia que cuando
sentada en la misma silla, apoyada sobre la misma mesa, tiene ante ella unos
vulgares guantes y una sombrilla. También Gauguin, gran artista, se nos antoja
un hombre menos bruto y fanfarrón al colocar Van Gogh sobre la silla de brazos
de aquel un par de libros y una palmatoria (¡con la vela encendida!), lo que
hace que algo de simpatía sintamos por el atrabiliario ausente propietario de la
silla y tal vez de los libros.
Así que contempla los cuadros de libros
del pintor suicida mientras sube y baja montañas y labora en la huerta nuestro
hombre JD. calabaza. No son muy raras ocupaciones, ¿por qué habían de serlo? Ni
tan siquiera son extravagantes, sólo son, digámoslo de esa manera, chocantes
para quienes no gustan de las reproducciones de los cuadros de libros de Van
Gogh, no cultivan huertas y las montañas, a cien kilómetros del asfalto donde
chapotean los pies, ni pueden ni les interesan verlas.
Algo más: también ellos son hombres
calabaza por muchas corbatas que se anuden en torno al cuello, muchas horas que
pasen aparcando sus coches en las calles atestadas del centro de la ciudad y
tiren a mansalva de la tarjeta de crédito en los grandes almacenes amontonando
objetos, utensilios y ropa que no necesitan o duplicando estúpidamente por
estos otros recién comprados los que ya tienen allá en su rancho grande: nunca
sabremos diferenciar claramente en la época lo cómico de lo trágico, aunque tal
vez todo lo que atañe a los seres humanos sea de una absoluta intrascendencia
respecto a la naturaleza: el molino ya no
está, pero el viento sigue todavía.
Pintaba cuadros de libros y paisajes (?:
quizás no: eran ventanas a su alma feroz
y complicada, se dibujaba y pintaba a sí mismo en forma de árboles de
extraños colores, él se hallaba en el aire que se cernía sobre los campos y las
colinas ardientes del verano, vibraba en la luz caliente de las imágenes de la
tierra que parecían llamas rojas, amarillas, blancas emergiendo del lienzo).
En el 83 escribe: En cincuenta años,
creo, no se querría revivir esta época.
Todos son malos tiempos para los que nos han tocado vivir, sentencia Borges.
Su época son todas las épocas: los
artistas lo presienten.
Uno se echa en manos del sol para
matarse: Tengo que trabajar hasta la destrucción psíquica, hasta acabar siendo
un cadáver arruinado con el cerebro destrozado. Otro busca nada más que la paz,
aunque sea ilusoria y transeúnte, aún lleva en el sudor la mugre de la ciudad:
Un hombre no debería pagar ni un céntimo por vivir ni perder un solo día de su
vida pintando o escribiendo, dice con la hoz en la mano (cualquiera le rebate
tamaña afirmación) y un puñado de cebollas asidos en la otra.
¿Y qué me dice de ese cuadro de libros
tan extraño?
¿Hay pintado un libro en él?
Lo hay.
Pues entonces es un cuadro de libros de
Van Gogh. No es extraño, sólo singular, hasta divertido: un cuadro fetiche,
casi una broma de dos tunantes de vivir del cuento, pese a que el holandés
devolviera los pagos del préstamo filial con su propia vida.
El cuadro se titula Naturaleza muerta con tablero de dibujo, pipa, cebollas y lacre…
¿Y el libro?
En realidad, no es un libro, digamos,
común. Cromáticamente en el óleo se resalta el amarillo, por supuesto, pero
también el verde de una jarra en la parte posterior, y el manchón azul de una
palmatoria (¡con la vela encendida de nuevo!) junto al rojo del lacre; otros
objetos, una botella, un plato, una pipa, algo parecido a una petaca y un sobre (¿carta dirigida a su hermano
Theo?) encima del tablero de la mesa culminan la composición… además de cuatro
cebollas y el curioso libro: Annuaire de
la Santé, de un tal Françoise Raspail, un bienintencionado bellaco que hizo
tragar toneladas de cebollas a los incautos franceses: salud y bienestar del
cuerpo y curación del insomnio (atroz) (y lúcido, que diría Borges) a través de
la diaria ingesta de esos bulbos jugosos y picantes.
En las tres copias L’Arlésienne, la conocida madame Ginoux, a quien también periódicos
ataques de demencia le sumen en una profunda melancolía (los grandes ojos
oscuros de la retratada no reflejan la locura, miran desde ella), los dos libros de tapas ora verdes ora marrones
sugieren un detalle intencionado, un efecto cromático propio del artista más
que una afición de la modelo: artista obrero y lector. De la misma forma que
sucede probablemente en el segundo de los dos retratos del comprensivo doctor
Gachet, cuando acompaña la rama de dedalera, aparecida solitaria en el primero,
con dos novelas de los hermanos Goncourt: la ya utilizada Germinie Lacertaux y Manette
Salomon, dos libros encuadernados en un furioso tono amarillo (amarillo
violento, heridor, vangoghiano y muy loco de atar).
Es el último de los cuadros de libros
del señor De Gogh, el hombre que no ríe pero lee El hombre que ríe, de Hugo.
Era serio en su oficio, pensaba que lo
hacía estaba por encima de la enfermedad y la salud: asume su forma de loco,
así como otros se invisten de gravedad: el mismo Degas, ha tomado las maneras
(y a veces hasta la mente) de un notario.
Era una mina de oro proyectada al
futuro: ya que no fue un hombre cabal, sería un pintor con oeuvre: la excusa perfecta para que todo buen aficionado a las bellas artes abra sin rubor la
faltriquera.
Ve paisajes que pueden ser buenas pinturas, todo lo ve ya con ojos de pintor
desastrado y bohemio: era la época,
siempre de luto (como todas las épocas).
Después de muchos meses de nuevo tomo un libro en mis manos.
Sería Hojas de hierba.
Camina sosegado entre las tumbas del cementerio.
Descubre su epitafio, ya escrito en un mármol que copia otro milenario muy
lejos de allí: Thébé, hija de
Thelhui, sacerdotisa de Osiris, que nunca se quejó de nadie.
Mejor en la tierra, sobre la tierra,
lejos de los hombres: JD. aparece, desaparece entre los surcos estrechos del
panizo: podría probar a hacerse un collar de mazorcas y sin necesidad de
comprobar en un espejo el resultado, digamos, plástico, del adorno rural. En la
cabeza una pluma salvaje (la pluma de una pacífica gallina degollada una semana
antes, guisada lentamente y comida sin excesivo apetito, dicho sea en verdad).
Hasta podría andar desnudo por los campos y los eriales, revolcarse como una
bestia feliz en las pozas y manantiales de la umbría y, después de la pitanza,
roncar despreocupado bajo la sombra de un pino en la solana mientras las
cigarras chirrían invisibles y desesperadas: no han de vivir más de un verano.
Tampoco es que sea un Gran Silencio su retiro (ni tampoco
espiritual, por ello es más auténtico y definitivo): aunque enseguida descubre
que los ruidos de la naturaleza son harto distintos a los que trajo consigo en
su mollera.
Y alguna mañana, todavía refrescada por
el rocío nocturno, lee, en efecto, el Shakespeare
de Victor Hugo: dos hombres océano: el pequeño libro es un Crisol de tapas rojas que cabe en la palma de la mano, una tercera
edición de 1964, justo cien años después de su primera publicación en París.
Algo más que le produjo una gran
sorpresa: la realidad siempre discurre paralela a tu propia, imaginativa y
festiva o melancólica vida. Quizá sean cosas
distintas.
JD. se quedó en la tierra. No le hacía
falta ser artista: él no tenía nada que decir: le bastaba con verlo.
Y por supuesto, sí, sí es posible ver
crecer la hierba, hasta oírla a veces, dialogar con ella, sólo tienes que
tumbarte en la tierra, sentir el cielo azul inmenso sobre tus ojos bien
abiertos y notar viva la sangre circulando a sus anchas por las venas que
alimentan tu cuerpo.
Y sí, era más real lo que imaginaba que lo que vivía (vivir, salvo que seas un
inconsciente, es una cotidianidad que más tarde o más temprano termina
embruteciéndole a uno); sin huir de nada, se imaginaba a sí mismo: sería, por
tanto, al final, si no más feliz, sí menos triste.
¿JD.? ¿Aquél JD.? Anda entre la mierda
de las cabras con una hoz (¡cuidado!) en la mano.
Otros se fuman 30 gramos de marihuana al
día, calada tras calada hasta alcanzar las trescientas, y todo eso para llegar
a… vaya uno a saber adónde (la cotidianidad, la imaginación, el, la…).
¿Matarse? Qué ocurrencia. La mies es
mucha…
Aquí arriba el tiempo no se llama,
simplemente hace frío, hace calor, llueve, no llueve, no nevará, ya no nieva
nunca…
Allá abajo, los disfraces y las muecas
del alma, esas eran las épocas, las desapariciones, los duelos, lo falsamente
absoluto.
Mejor olvidarlo todo, no huir de nada,
pues todo lo de atrás se ha revelado como algo por completo inofensivo y que
nunca podrá darte alcance de nuevo, echar lastre, vaciar el cerebro igual que
se vacían los intestinos, quedarse a cero, in
albis, nada de lo que hay en el pasado tiene cita contigo en este presente
si no lo deseas y no lo echas todo a perder, no te sirve nada de lo que allí se
ha quedado mudo e inmóvil, como en una fotografía de tus antepasados con
nombres ya olvidados y jetas de cartón piedra, hechos y calamidades o
celebraciones anclados en un instante que jamás podrá repetirse, todo lo que
conociste, lo que te rodeaba de una manera u otra encarnado en objetos, lugares
o personas, todo lo que de complicidad había en ello para contigo, de
complacencia o al menos de neutralidad con tus asuntos mezquinos o
trascendentes, tus idas y venidas de entonces en círculo o a ninguna parte, que
es lo que suele suceder a los hombres excursionistas con una cartera o un
martillo en la mano de todas las épocas y todos los lutos, ahora se ha
transformado en testigo de tu degradación, derrumbe o muerte: lo que uno
termina siendo es una caricatura de lo que creía ser y, en el caso contrario,
en el monstruo que ya era, sólo que encubierto bajo una máscara hipócrita que
esconde todas las aviesas (y pronto podridas) intenciones y maquinaciones que
urdes para tu provecho (muy podrido antes de hora).
A ese otro abatido y con los pies
hinchados poblador de la ciudad, (y allí se morirá sin que al despertar jamás
se le ocurriera que las cosas podían
haber sido diferentes) le gusta rebuscar en el arcón de los recuerdos, mete
en ese lodo nauseabundo del pasado los brazos hasta el codo: el presente, qué
miedo (y el futuro, nada).
¿Y encuentra algo allí?
Todo un basural de naderías, pero no lo
sabe.
Lo mejor es aventurar el futuro, dijo
uno (otro) absolutamente equivocado a la vez que consultaba los mensajes del
móvil. Y añadió lejos de cualquier atisbo de sorna sin dejar de mirar la
oblonga pantallita de nunca acabar, lo que resultaba ya de todo punto
insultante: Saber a qué tiene uno que atenerse. Esa es la clave. Entonces las
cosas, en una dirección u otra, materialista o sentimental, resultan mucho más
fáciles. Sabes de qué va el tema, puedes precaverte del daño, de la asechanza…
Hay que ver el futuro.
Un colgado promiscuo con la sucia,
tóxica y roma jeringuilla en el bolsillo del pantalón, de seguro a punto de
sacarla, maldijo en voz baja, para sí, y pensó dejando sin acabar la frase
(otro pedazo de mierda que…), pero la víctima le miraba ahora sin el menor
gesto de sorpresa, sin pestañear, a media sonrisa, muy calmado, quieto,
agarrado al móvil, aún confiado, con los brazos a los costados, poniéndose de
perfil, casi sesgado, la cabeza vuelta hacia él, risueña la mirada, la ropa
limpia, sin intuir nada pero oliendo ya el mal olor de la calle, la meada
esquina de cartones nocturna, aunque oyó bien claro el mandato: Empieza a
vaciar los bolsillos, perro, o te hundo la punta en el cuello.
Pobre gilipollas: Esconderse debajo de
la tierra... Te han de coger.
Y a ti, ¿quién te ha dicho eso?,
preguntó al cabo el escéptico próximo a la rabia descontrolada (… y hubo
corazón al galope, rechinar de dientes, cabellos erizados…)
Pausa obligada (pensemos la respuesta
apropiada al incrédulo) del pastor atractivo, alto, con la americana perfecta
ajustada a la anatomía de los brazos, a los hombro y, el torso, y la camisa
blanca de picos al cuello, con el pinganillo y el diminuto micrófono color
carne sujetos al rostro (aleluya, santo dios, gran jesús, dios te ama. …)
Un hombrecito verde, contestó, ahora ya
a sonrisa completa el visionario.
¿Y eso?
Silencio.
(?)
Ajá, ya entiendo. El hijoputa tenía tu
número de teléfono desde Venus.
Desde Marte.
Desde Vega.
Desde la constelación de La Jirafa.
Desde los mismos confines.
¿Oiga? ¿Klee?
El mismo.
¿Tiene usted hombrecitos verdes en
alguno de sus cuadros?
Un habitante de la luna le dijo a otro…
Caramba, no vendrían de las nubes de
Magallanes…
Me basta con mis alumnos de la Bauhaus.
¿Qué me dice de sus casitas?
¿Casitas? Así que hablamos de la Casa…
Le diré.
Hay cada discípulo que…
Pues… allí se quedó JD., no bajó… ni al infierno ni a la charca
gusanera estancada de la ciudad.
Quédate
atrás, mundo…
Etcétera.
Pero vayas donde vayas siempre será un
sitio.
Pero tampoco se aprende nada de dolor,
como no sea la constatación de la maldición inherente al ser humano de todas
las épocas: haber nacido para morir aun habiendo sufrido, aun habiendo expiado
todas todas la culpas, los errores, las penas… Pero nada de eso importa para el
castigo… o la recompensa de la desaparición.
Pero en nada se valora sufrir, ser
víctima: tampoco te salvas.
Pero él ha escogido vivir sin
empecinamiento, tal vez sin sabiduría, sólo desde una animalidad mansa y perpleja.
En el 83 (podía asimismo ser en el 93,
las malas costumbres y las vilezas políticas, religiosas, sociales y económicas
se perpetúan durante todas las épocas con pertinaz ensañamiento, forman capas
de costra que se adhieren férreas en el tiempo), todavía en los luminosos años
pre-Paula en lo que respecta a la cronología biográfica de nuestro pequeño
Brell…
La vida socialista era una fiesta, pero…
Corrió el telón a los lados y… no se
entrevió escenario alguno, sólo las bambalinas, los retales de unos decorados
rancios y también polvorientos a pesar de lo novedoso de sus fondos
engalanados, de colores tan brillantes y llamativos como los que lucen en la
cola del pavo real.
Estos nuevos bárbaros han entrado a saco
en la conciencia de sus ciudadanos, que han pasado a ser cautivos de sus
decretos y propiedad intelectual, moral y emocional de ellos: los nuevos amos
del mundo, hordas bien pertrechadas con el Boletín Oficial del Estado acorazado
debajo del brazo.
El amanecer rosa y sosegado de unos con
manos blancas no tolera confundirse en las primeras horas grises del despertar
brusco y legañoso de otros con las manos laboriosas.
Bellas aristócratas, ávidas desocupadas,
salen de sus apartadas residencias y acuden sin bragas y bien rociadas de
chanel en las entrepiernas a los pubs y discotecas de moda del centro de las
ciudades aún un tanto pacatas, urbes todavía con mucho barrio aldeano y
demasiados blancos neones aberrantes y desoladores bares de railite
desperezándose de las épocas oscuras y los velos comedidos, hembras olvidándose
poco a poco de todos los rezos a ninguna parte y disimulos preceptivos de los
tiempos antiguos, abriéndose a una modernidad algo impostada y cutre: ellas,
hermosas e inútiles, sentadas en los divanes, con las espaldas apoyadas en los
terciopelos color burdeos, separan las piernas, entreabren los sedosos muslos
de amazonas enjoyadas: con el aire abigarrado de ropas de marca, denso de
efluvios de incierto origen y perfumado hasta el mareo que sobrevuela entre las
paredes acolchadas de las pretenciosas y periféricas copias del studio 54 neoyorquino se orean el coño
glorioso percibido por entre las oscuras, rojas o rubias pelambreras de los
ducados y marquesados y hasta el de las baronías, mostrándolo urbi et orbi como prueba de hispánica grandeza
y espíritu ecuménico.
En este ejército de trivialidad, alta
costura y políticos del cuché dominan los entorchados, los figurones
emperifollados y las sedas de las corbatas, esta parada de oropeles y dorados
desfila con insolencia y mal disimulada chulería por unas calles donde la
libertad todavía lidia con la ira y la violencia, todo ello fundido en una
amalgama de restauración social y cultural y obrerismo teleatontado en la que
una vanguardia de tipos solapados ya pugnan con sus billeteras de piel por el
lucro fácil y el trapicheo gitano disfrazado de sastrería italiana sin
necesidad de la navaja plebeya: les basta el Boletín Oficial del Estado.
Empiezan metiendo las narices en la
carta de vinos y acaban jugueteando con el tenedor o la pala del pescado en la
mano con las florituras gastronómicas que se alzan o se escurren en unos platos
de cuadrado horterismo y revuelto cromatismo mientras disponen entre susurros
subvenciones y contratas.
¡Qué plástica la del condumio!
¡Qué placer para los ojos de los
saciados!
Pero estas dosis de veneno social
engalanado, sabiamente administrado, nunca son letales, su toxicidad bien
medida sirve a la vez al adormecimiento de una clase y a la exhibición obscena
de los espejuelos de otra sobrevenida por tácito acuerdo como ejemplo y, tal
vez, como cebo:
Todo este poder y su gloria te daré,
pues a mí me ha sido entregado, y a quien yo quiera se la puedo otorgar de
buena ley.
Excelente y sucinto manual de economía
política: resume sin rodeos el napoleoni
de la época pre-rosa.
Los clarines, sin miedo, abren las
portezuelas de la corrida patria del año del señor de 1983 (y siguientes).
¿Para qué sirve un referéndum?
Para decir no. En todo caso, siempre es
el sí del mandatario farolero.
Se conspira mucho en los comedores privados
de los restaurantes entre maderas de olor sutil y texturas distinguidas, de
cantarina cristalería limpia como el agua clara, de las grandes servilletas de
hilo sobre los muslos, embriagados los señorones por los aromas y penetrantes
evanescencias que se elevan de los platos con vírgulas doradas: es el condumio
cómplice del poder.
La digestión de tales potestades exige
la lenta ensoñación del habano entre los dedos, el Grand Garnier en la copa, la
conversación pausada e ingeniosa a la hora dorada de la tarde: Bajan la vista a
la tierra, logran ver la pululante morralla a través de los humos aromáticos de
los cigarros, divisan el hormigueo de esa humanidad de madrugones, carencias y
deseos insatisfechos:
¿Y qué podemos hacer con todos estos?
Son un caso perdido. Más o menos lo que
han sido desde que el mundo dio origen a su condición. Excursionistas del metro
y del autobús al infierno. Hay que dejarlos estar y que voten cada cuatro años
mientras piensan que ellos son los que deciden. Luego, la televisión les hará
creerse constructores de futuros.
Estos unos y otros… Los domingos unos se
van al campo, otros llenan los estadios de fútbol, y los más se quedan en sus
pisos de 70 metros cuadrados, comen cocidos y codillos de sospechosa textura,
devoran de postre un pijama de lata (melocotón, piña, nata y helado), bien
cebados paladean el hirviente carajillo, se arrellanan sobre el sofá de escái y
dormitan viendo el western de sobremesa en la televisión. La cosa puede ser
entretenida: los cortes de publicidad aún no sobrepasan los tres minutos.
Luego, salen un rato a pasear por el barrio, o a hacer tiempo en una cafetería
del centro viendo el ir y venir de la gente, o no salen al exterior y escuchan
la radio o vuelven a encender la televisión o miran de vez en cuando por la
ventana la calle desierta, casi silenciosa, miran la absoluta nada que epiloga
el día festivo.
En los grandes cartelones de propaganda
política a las gentes de bien de izquierdas les dibujaban los parques (con
ellos dentro) como suelen aparecer en los tebeos: perros lanudos y danzarines,
niños elevando cometas, parejas de jóvenes enamorados cogidos por la cintura
mirando el horizonte dibujado de color de rosa por encima de las arboledas,
ciclistas sonrientes todavía sin malear, señoras apacibles y bonachonas
sentadas en los bancos de hierro forjado, señores bigotudos saludándose al
tiempo que respetuosos (y quietos para siempre, eternizados por ser carne de
ilustración cartelera) se despojan el sombrero de la cabeza, y en la pequeña
laguna surcan barcos blancos de papel bajo el cielo azul, un remanso de agua
rodeado de árboles muy altos y copas con gran profusión de hojas verdes. Eran
parques de colores planos y línea clara, para todos los públicos, incluso
parecía que iba a aparecer de un momento a otro por el recodo del caminito de
grava alguna criada de uniforme y cofia empujando un cochecito Jané con orondos
bebés dentro, asfixiados casi por los blancos y fúlgidos brocados de las tocas.
En el templete, la pequeña banda
municipal ameniza sin excesivo alboroto de notas equivocadas la tarde pacífica
y feliz del domingo.
Sólo faltaban circulando entre arriates
y setos un señor de negro leyendo el ABC o
Blanco y negro, que hoy es domingo, otro señor paseando con el Ya en la mano con alguno de los anuncios
subrayado en rojo y un barbudo de aire conspirativo que ya no se lleva apoyado contra el cerco de la fuente con las
hojas de El País bien desplegadas
simulando que lee y lanzando miradas furtivas, para que se enteren (el público
en general) de una vez por todas de qué va esto del socialismo de los parques
urbanos y entrañables del futuro próximo, de qué va esto de los barbudos.
Son parques con el arco iris de fondo
alzado contra una bóveda celeste por donde discurren grandes nubes blancas, una
inmensa curvatura a modo de tobogán de colores bellos y gaseosos por el que los
niños del futuro podrían deslizarse desde el cielo azulísimo hasta la tierra
limpia y blanda del parque, algo que en su infancia uno no ha visto nunca en
los desaliñados Viveros, lo juro por Dios.
(No olviden recoger a la salida sus
entradas para las maniobras de la OTAN que se celebrarán, Dios mediante, a las
5 en punto de la tarde en el viejo cauce del Turia, el próximo sábado día 15 de
los corrientes: actuarán, en la segunda parte de los festejos, tropas
acuarteladas en Valencia al mando del teniente general Milans del Bosch.)
Eran las épocas de la fiesta rosa, de
las muertes discretas y elegantes, de los lutos delicados y nada ostentosos
salvo las gafas de cristales oscuros tras los que se parapetaban los ojos
risueños de siempre, las miradas educadas de siempre, el anhelo inevitable de
siempre de ser distinto, saberse distinto y vivir distinto a las gentes de
metro y autobús laborables y paella, sangría o cocido y tintorro espeso los
domingos… y urna cada cuatro años.
Acabando los ochenta hay comunistas de
salón como hay toreros de salón, un baile preciosista de piruetas exquisitas
con el cigarrillo americano entre los dedos de una mano y un vaso corto de
grueso cristal medio lleno de whisky de importación en la otra: la distinción,
lo clasista de un personal con distinción que sabe (lo ha sabido siempre,
incluso con el napoleoni en el
bolsillo de la trenca) que no existen palacios de invierno ni de verano que
asaltar ni a las bravas ni con decretos ley: lo revolucionario consiste en eso:
saber diferenciar de entre los camaradas quienes empinan el codo elegante del
blazer con un bourbon de Kentucky y quienes se tambalean por las calles de la
noche vomitando por las esquinas el vinazo agrio de la taberna mágica en la que
han estado trasegando acodados en la proletaria barra de cinc bajo una luz de
tinte homicida.
Hay épocas en que ser comunista viste
tan bien como lucir entre los picos de la camisa el nudo windsor de una corbata
de Hermès o un terno azul oscuro de sastrería a medida; luego, hay que ir
desnudándose, sin prisas: hasta que uno acaba bien afeitado de barbas,
exhibiendo un inmejorable corte de pelo y con el culo aposentado en un escaño
de las Cortes Generales o en el recién estrenado Parlamento de su terruño; el
otro, aún con el pelo y las greñas de la dehesa, a medio vestir, termina
escondido (que también es una suerte de elegancia del pobre) y anónimo
arrojando a pedazos por la boca el hígado cirrótico o los pulmones envenenados
por la mina o la intemperie.
Hay prostitutas de lujo que yaciendo con
cuatro prohombres en toda su vida recaudan lo suficiente para envejecer sin que
se note sentadas en el trono de oro de los ochenta, habiéndose librado
puntualmente de cada uno de ellos con la sabiduría y la astucia de una
sacerdotisa pagana: esos cuatro sientan su culos blancos y grasos en sus
poltronas, ya nada pueden ofrecerle: adiós, adiós.
En los ochenta la noche brilla como el
oro, y las mañanas son como los ojos negros de la mujer que abandonaste gatuna
y acurrucada en sus visones de seda en el amanecer de plata y frío: una fiesta
continua donde nunca se conoce demasiado bien las intenciones… de uno mismo.
En los ochenta todas las gemas eran
auténticas porque eran propiedad de los dueños de siempre. No habían
mistificaciones.
Perro no come perro.
Ninguno en esta fiesta del clavel y la
rosa se come a los niños crudos, como no dudaría hacer a la menor ocasión en
cualquier ciudad media cualquier psicópata norteamericano de andar por casa.
Los dones está a buen recaudo, las gracias son las mismas de siempre, las
escrituras del gran poder y los caudales inalcanzables en las cuevas blindadas
de los bancos; así, pues, a los horteras de nuevo cuño acabados de incrustrarse
en la alta sociedad a base de concursos de trapicheo (precavidos alejan sus
manazas -la semana pasada recibieron la primera manicura de su vida- de las
gemas auténticas, que no es cosa de ellos), se les permite que cedan el paso a
los miembros del cogollito a la entrada o a la salida del gran teatro del mundo
(tampoco hace falta que agachen la cabeza mostrando una coronilla calva que
apesta a un perfume varonil de 90 pavos el frasco).
Puede que los prohombres de toda la vida hasta les sonrían si
acuden al colegio de las magias y los prodigios financieros (Nada por aquí,
nada por allá) con la raya del pantalón en su sitio y bien peinados por sus
mamás:
Pero tú no olvides nunca tu condición de
parvenu, de segundón bajo el dintel
de la puerta.
Lo primero que hacen estos burgueses e
incluso siervos de la gleba reconvertidos en los ochenta, nietos e hijos de
unos tipos que unas décadas atrás jamás se lavaron las manos antes de comer o
cenar las alubias con chorizo, es aprender a elegir vinos a la carta, comprarse
un coche de gama alta, construirse a una decena de kilómetros de la ciudad un
chalet apiscinado de dos plantas y, si pueden, cambiar de esposa a los cinco
años:
Querida, das la talla intelectual, pero
no el culo.
Pero, ay, estas del culo hermoso también
terminan empinando el codo y, a la tercera copa, también acababan olvidándose
del coño al descubierto y diana instantánea de todas las miradas y flashes. Los oros fueron palideciendo, a
la pedrería empezó a agrisarla un fulgor algo lunar y sombrío y las raíces de
los cabellos oscurecían o blanqueaban los teñidos y las mechas de las melenas de terciopelo. La fiesta terminó, y
el verano eterno desapareció por el desagüe de la bañera en forma de un charco
de lágrimas teñido por los goterones de una sangre roja nada contenida ni
aristocrática: la imagen de los espejos se revelaba arrugada, pronto agrietada
y finalmente hecha añicos: en el suelo quedaban en forma de ridículo confeti
las máscaras rotas, las serpentinas mojadas por los fluidos corporales y los
regueros del champaña francés, la carne hecha pedazos. En la medianoche de la
época, las calaveras se desprenden de las galas.
(I. A medianoche en el jardín.
A sus espaldas queda
el júbilo de la casa encendida de luces brillantes. La noche eterna ignora
inmutable los gritos sin sentido, la música festiva y celebrante.
Vio que la lluvia
empapaba la tierra, las flores amarillas del seto rectilíneo.
Tiró la copa al
césped, y luego la moneda al aire:
Cruz.
Avanzó hacia la
piscina azul como la noche.)
¿Era la época difícil
de entender?
No más que otras:
muchos sabían de qué morían, aun estando muy lejos de un hospital, y otros se
morían sin darse cuenta, hasta de resultas de un asco invisible con el que
nunca habían contado, se les degradaba el cuerpo y el alma en una zarabanda
nada chillona, mímica, sólo hiriente, pero lo bastante para alcanzar lo
homicida en un perfecto silencio. Una danza macabra que burlaba sus maneras
solemnes o el embrollo de sus pícaras revueltas.
Lo más inteligente es
andar por las calles enfrascado en tu walkman, ausente incluso de ti mismo,
dejar que el tiempo, del que debes desentenderte por completo, acaricie tu piel
tan natural y tan avieso, como si al final no fuese a desollarte vivo: el pacto
de dos sabedores: yo sé que tú sabes y tú sabes que yo sé que tú sabes.
Qué época: lo único
ecológico de veras es morirse como siempre se ha hecho y no dejar ni rastro, ni
un solo desperdicio: pasto de gusanos invisibles y lombrices ciegas o comida no
del todo despreciable para peces.
(II.
La casa queda atrás
oscura y silenciada.
Fulge la luz de luna
sobre el terso cromado
en el agua tranquila
de la piscina azul,
hace brotar la pálida
sombra de la figura
armada sobre el césped
ya cerca de la tapia.)
¿Era la época difícil
de sobrellevar?
No era el peso de
ninguna cruz ni el fardo de un montón de culpas por expiar a través de un
agónico y doliente via crucis, ni tampoco había que andar a trompicones con la
cabeza gacha camino del Gólgota.
Bastaba con mantenerse
alejado de unas cosas y sentirse todo lo más cerca posible de aquellas otras
que animaban la excursión de los niños aplicados olvidándose de todos los
pecados de ayer: ve y anda, Lazarus:
sé una mujercita o un hombrecito políticos, que tus barrabasadas y mentirillas
inocentes te son perdonadas.
Luego, apresúrate a
entrar en otra fiesta, sé el invitado de piedra o el bufón, o el cómplice o… el
espectador que siempre aplaude hasta que le duelen las manos.
Todo menos entregar la vida a causa de los
engaños que a ti mismo te provocaste confundiendo los espejuelos de la época
con los diamantes de falso esplendor que te cegaron a las
primeras de cambio.
(III.
Apagados los ojos de la casa
todo yace en las sombras
del élitro y la estrella.
Tendido sobre el césped
bajo la luz lunar de medianoche.
La pistola en la mano.
Se tiñe el agua azul
de minúsculas gotas
cárdenas. El monótono
vaivén de los insectos
se recrea en lo oscuro.)
No seas de ellos:
Nos saludan desde el
color fastuoso de las páginas satinadas de las revistas ilustradas: exhiben su alcurnia y sus dineros en espaciosos salones
iluminados por las grandes arañas de luz, poblados de asientos ricamente
tapizados, pululan vestidos a la moda de los tiempos aun estando inmóviles, con
la mirada quieta, los brazos caídos con elegancia, entre suntuosos cortinajes
adornados de primorosos bordados; en las paredes enteladas cuelgan los retratos
de la estirpe y desde el interior de las barrocas molduras los efigiados al
óleo nos demandan la mesura del rico, la contención del linajudo, nos escrutan
con ojos de piedra los serios rostros de damas y varones, nos encandilan las
poses de las señoras de leves sonrisas, ellos
y ellas, afectaciones a
destiempo, figurones cuyas vestimentas ocultan la carne podrida ya, o la
enferma, en putrefacción, a punto para el sepulcro, se adelantan al empaque de
los fondos negros que los realzan, manchados tenuemente los costillares por el
perfil de las sombras que ya los alcanzan:
nos saludan desde sus
entretenimientos y ocios, desde sus mares azules y sus cielos esplendentes sin
nubarrones en ninguno de sus horizontes, en sus viajes de capricho a ninguna
parte, nos avistan desde sus rapiñas encubiertas por la cuatricromía del papel
satinado y los buenos modales, la excelencia de los cortes de sus trajes y
perifollos, el desdén disimulado de sus miradas cortesanas, su desgana
existencial de saciados, la displicencia que acaso exigiera un asesinato en
toda regla:
nos saludan desde su
rapacidad exclusivista, desde la codicia de sus placeres, desde sus tronos de
mármol como el de las lápidas que, una vez den la vuelta a aquella esquina
bordeada de cipreses, han de ser fatales, inapelables y frías losas que
sepulten por fin todas sus mundanales trapisondas:
Qué se hizo aquel dançar,
aquellas ropas chapadas
que traían?
Nos miraban desde sus vidas recientes de
marrulleros todos ellos con el brillo chulesco de los ojos depredadores y
jóvenes o desde el cansancio de una vejez ya ahíta por las corrupciones y los
secretos, protésica y de malas digestiones, escurriéndoseles por las comisuras
de la boca las babas del diablo disfrazadas de delicias de delicatessen pero que hieden a cadaverina.
¿Con qué entretenerse en estas horas
postreras cuando el escenario se queda a oscuras?, ¿cuándo tú ya no eres el
espectáculo?
De acuerdo.
Poco más allá de la medianoche, en la
discoteca M…, la señora marquesa, díscola noctámbula de nuestra realeza,
sentada con envidiable relajamiento en un diván a media luz se abre de piernas
y enseña (¿sabiendolo?) el coño a quien estaba en el sitio justo en el momento
oportuno, y que resultó ser un paparazzo
cámara (y flash) en ristre.
Como diría DFW, -como dijo- en breve
existirán tiendas de repuestos biológicos donde comprar hasta un cerebro grande
y barato.
¿Quiénes de estos fantoches ilustrados,
por en ilustraciones rosas o amarillas aparecer, viaja en metro?: ninguno de
ellos: sólo los fracasados continúan haciéndolo a partir de los treinta años,
según se dice.
Hay quien compra armas para no
utilizarlas: Tú tirar muchos millones en
comprar tontos aviones (…), hombre blanco hablar con lengua de serpiente.
En el 86 del siglo XX en España a la
gente, hombres, mujeres y niños, se la mata por la espalda, a pocos metros de
distancia de un tiro a la cabeza o mediante el más socorrido e indiscriminado
coche-bomba (como siempre, como siempre
con el rostro oculto por un trapo de medianas dimensiones pintarrajeado de
colores banderiles planos, mayormente, como el utilizado en los tebeos).
Entre una bala y un billete de banco:
tipos y tipas hay que saben moverse en el medio justo de ambos extremos: a
veces envuelven la bala con el billete: ni la ves venir: a veces la engalanan
con una ideología o una bandera: ni la ves venir.
¿Cómo andan las cosas en las Españas?
Busque
donde se le haga merced.
Al cabo de los ochenta lo ejemplar se ha
convertido en ejemplo de truhanes: en ese espejo se engañan muchos confundiendo
la jeta propia con la ajena.
El doblón del progre de los setenta, Triunfo, Hermano Lobo, Ajoblanco y
El País, deviene una poltrona
funcionarial, la docencia estéril o la prebenda sin dar golpe pastoreando entre
los pasillos burocráticos y la nomenclatura de algún partido político.
Triunfar en los 80 del siglo XX en
España es mentir… bien, perfecta la convicción, vestir aseado y guiñarle un ojo
a esos al otro lado del televisor sentados en el sofá con la bandeja de la cena
sobre las rodillas: dedico este discurso bienintencionado de un servidor del
pueblo llano y trabajador a mis padres, a mis hijos… y al público en general.
El hombre sigue desnudo, una desnudez
patética, pero ha revestido de nobles y olorosas maderas las paredes de la
cueva.
Lejos de las shakesperianas cóleras del
viento y las frías lluvias del invierno.
Envuelto por la seda de la bata, mira a
través del agujero de la roca la grisura triste del día de afuera, la neblina,
la llovizna ya cerniéndose la tierra oscura: hoy no salgo de casa, se dice, y
aún perfumado por la loción refrescante con que se ha procurado alivio tras el
rasurado, se desayuna con un par de copas de whisky.
A la mierda la compostura que hoy no hay
Cortes Generales.
Llueve sangre, a veces, cuando un coche
salta por los aires al paso de los niños recién peinados, aún fragantes de
colonia fresca de granel, cogidos de la mano camino del colegio en una fila
procesional directa al limbo blanco del mañana.
El hombre perfumado de la cueva lo que
teme es quedar demasiado cerca de lo trivial, del lanzazo de lo cotidiano, del
garrote vil de la fatalidad y de una injusticia que, ahora, ya sabe que no tiene arreglo posible: una épica hobbessiana
y un azar que se empecina con rematar al piernas que va tirando con la lengua
afuera y al miserable del todo: nunca al hombre de la bata de seda que escucha
caer la lluvia fría más allá de su cálido cobijo, reclinado contra la piel de
oso y la copa de whisky en la mano, a salvo del cielo abierto y lo menesteroso.
Podría pintar los techos con dibujos de
ciervos y bisontes color madera, a juego con el revestimiento de las paredes,
considera.
Dilucida nuestro hombre de la bata de
seda lo bueno y lo malo hobbessianos: pulchrum,
turpe.
Cierra los ojos: lo de afuera sólo es un
rumor, ya no te alcanza la algarabía.
¿Revolución? ¿Qué revolución?
Existen las revoluciones… gastronómicas.
No hay nada de lo que puedan
revolucionarse, y si lo hubiere, sin emplear medidas de fuerza de ninguna
clase, ellos mismos, los revolucionarios de los ochenta, bajarían los brazos,
desilusionados y no sin cierta decepción
algo chusca pondrían fin a ciertos malentendidos producto de la poca
experiencia y una lectura desordenada.
El hombre de la bata de seda medita
sobre… ¿el tiempo? Todo resulta un poco barullo.
Hasta el interior de la cueva llega la
fragancia de la tierra y los árboles de abril mojados por la lluvia, la tierra
de donde nacen todas las historias.
Dibujas bisontes en los techos desnudos:
eso es el tiempo.
¿Abril es un pedazo de tiempo?
Y de noche, abre los ojos al cometa (la
Estrella de Belén de Giotto, 700 años antes).
Sentado a la hoguera, espera. Ella te
busca: te encontrará.
Nada vale la moneda con la que pagas lo
que compras, ni siquiera vale nada la moneda.
Cuando tú vienes airada,
todo lo pasas de claro
con tu flecha.
¿Cómo puedes dibujar el tiempo?
Dibujo lo que pasa en el tiempo.
El tiempo es un lugar.
El tiempo es en donde pasas.
¿Galimatías a estas alturas?
Entonces imaginó que el tiempo era otro
mundo, otro universo paralelo al suyo, sólo que invisible para los ojos del ser
humano, donde se extendían jardines y fluían generosos los ríos y se alzaban
montañas, donde se elevaban al cielo potentes edificios también invisibles,
donde se asentaban miles de ciudades que jamás se mostrarían a la luz de tu
mundo, donde miles de millones de seres se entremezclaban con los habitantes de
la tierra sin ser vistos, ni oídos, ni tan siquiera presentidos, un lugar donde suceden miles de mundos casi
pegados a tu piel pero a los que nunca te será admitida la entrada.
Recordó casi aterrado lo que aquel
filósofo amante de los libros y del maestro Eckehart había escrito en su cabaña
de Messkirch: el hombre no está en el espacio, es en el espacio.
Brell, Boceto, el hombre de la bata de seda se preguntaba en 1988, veinte
años atrás, si él, Ignacio Brell Gay, que es eterno, faltaría más, es sólo una
ilusión.
La palabra siempre en cualquier boca es una necedad irrefutable: lo eterno es sin antes, es sin después.
¿Existe el número perfecto? Tal vez
exista el número perfecto, la más bella suma de cifras que abra la puerta al
asombro puesto que todo número puede ser imaginado, pero, créeme, no existe el
número finito, último de la serie, el que cierra todas las sumas…
Podría ser el 1. El 1 como principio y…
final que acabaría encontrando de nuevo el universo en su viaje de vuelta, el big crunch: Hola, de nuevo, 1.
¿Qué tal si se lo preguntas a la mujer
matemática?
Te miraría como si fueses un perro loco.
La retórica, pura estética, está de más
en la ciencia matemática, que huye de aquella como de la peste, no así la
fértil divagación teórica, toda una verdadera técnica… invisible. Con tus
preguntas ociosas hasta le inspirarías, sin duda, un poco de grima a la mujer
matemática: su lógica de lo doméstico e
incluso lo general tiende a la simplificación.
Vivimos en el borde mismo de la
extinción, desde el primer minuto de vida al sol, fuera de la madriguera del
útero, allí donde todo es… superplatónico
(?). Vivimos tan cerca de la nada que es sorprendente que tengamos ojos para
ver el supuesto mundo real con abismo tan hondo y de tal negrura bajo los pies.
Cada día es un salto en el vacío, una apuesta, rojo o negro, que te puede
conducir a la nada de donde procedes: ¿Qué hay de nuevo, viejo?, te saludan los
dientes del conejo.
Salió negro, y la cagué, te lamentas con
la boca cerrada.
¿No seremos en definitiva algo más que
sólo hombre o sólo mujer?
Uno sólo es el confín de sí mismo. El
dilema hamletiano presume demasiado poderío, nobleza o maldad, sabiduría o
ignorancia, a lo que no es sino otro habitante más sobre la corteza del tiempo:
otro animal desnudo e indefenso ante la muerte, aniquilado más tarde o más
temprano por su propio nacimiento.
Vives y mueres entre millones de
sucesos, una calderilla ínfima al cabo que en nada afecta al supremo tiempo
donde ruedan galaxias y se crean los mundos que no has de conocer.
Vita
brevis…
se decía Brell el joven sabiéndose a salvo (?) de las malas artes del destino
en el 88. Helo ahí, veinte años después (2008): se salvó. Buen marrullero era.
Jugando con su yo de vez en cuando.
En el 88 descubre ovnis en el cielo y
estrena un nuevo coche.
Manténte alejado de las bombas. Toma el
sol en el sur.
En el 88 el bautizo definitivo: Boceto:
Profesor, háblenos de Goya.
Y Lucientes.
¿Para qué trabajar?
Juega a la pelota vasca… y al tiro al
blanco.
Apuesta por el rojo (y pierde).
Navega en tu yate (y no naufragues en
alta mar, no pierdas de vista la costa, que todo quede al alcance: aprovechando
que es miércoles, cómprate el jueves).
En el 08 del siglo XXI las épocas ya no
importan para nada, ni tampoco los lutos ni las fiestas. Ni el arte, ni el
cine, ni la literatura ni mucho menos el teatro testimonian ya más que lo que
muestran sin mayores adjetivaciones ni adiciones, digamos, subliminales con las
que antaño se enriquecían innúmeras componendas intelectuales (y vigila tus
inversiones y el fondo de pensiones):
¿Te acuerdas de Bertolt Brecht?
¿Te acuerdas de aquellas películas
polacas, búlgaras o checas tan divertidas en blanco y negro con subtítulos?
¿Recuerdas que en los setenta del siglo
XX hasta Eurípides llevaba tatuada en una nalga una estrella roja de cinco
puntas?
En los setenta JD. y Fiodorov trazaban la senda de los elefantes
desde la misma puerta del hogar (Dios lo proteja con su silencio y su absoluta
ausencia, con su completo olvido) de los Brell hasta la misma taquilla del
cinema (sic) Xerea: treinta años más
tarde aún es posible descubrir la huella de sus pisadas por aceras y pavimentos
que triangulando desde sus secretos dormitorios llevaban a la misma calle En
Blanch.
Boceto, que detesta la nostalgia, se tiene a
él y debe conservarse y utilizarse de la mejor manera posible: en la primavera
eterna del 08 tiene todas sus cartas bajo la manga, las ganadoras, sobre mis
espaldas….
En el 88 no se estrena ninguna obra de
Bertolt Brecht en las Españas a la que cien mil barbudos nacidos en los 50
puedan asistir: años antes, los barbudos (1.000.000) dejaron de llenar los patios
de butacas de las salas de los teatros. En los ochenta los barbudos ya tenían
las barbas en remojo, y a principios de los noventa se quitarían diez años de
encima como el que se sacude el polvo de las hombreras de la americana dejando
lampiñas las caras duras, bronceadas por el sol pletórico del mañana. En los
noventa los recién rasurados ya no compran libros de bolsillo, han dejado
vacíos los pueblos de las Españas de comunas, olvidan viinazo y plantas de
maría: ahora campos en barbecho y huertas desabridas y malos sembrados y se han
curado definitivamente todas las purgaciones y las ladillas que les había
endosado el ejercicio sabio, camarada y constante del amor libre.
¿Tú sabes quien era Bertolt Brecht?
¿Quién? ¿Yo?
La tarea del teatro, como la de las
otras artes, ha consistido siempre en divertir a la gente. (El pequeño Organon).
Nada más alto ni nada más bajo que el
divertir a la gente. (Aristóteles)
El teatro lo que quiere es que se le
deje en paz si divierte a la gente. (El
pequeño Organon).
¿Es divertida La decisión?:
Matar nos causa horror
a pesar de todo matamos,
no sólo a los demás,
sino a los nuestros
si es necesario (…)
Todavía no nos está permitido no matar.
¿Es divertido El
círculo de tiza caucasiano?
(En abril del 73 Fiodorov
asistió emocionado junto a otros 100.000 barbudos a la representación de La boda de los pequeños burgueses: dos
años antes esos mismos barbudos (112.238) habían sido desalojados por los
esbirros del orden a porrazos y patadones de la sala que osó representar El círculo de tiza caucasiano.)
¿Es divertido…?
¿Quién lo pregunta?
Nos, un tipo salido directamente de Santa Juana de los mataderos que abre y
cierra la boca a su antojo y cuyo libre albedrío y superior condición
pirandelliana impone a su mismísimo creador el discurso, la tesis y la forma: a
todos los propietarios y adláteres de comercios de la carne de animales
sacrificados para llenar la hedionda panza del buen burgués deberían hacerles
picadillo.
Así pasó el tiempo
que se me dio
sobre la Tierra.
¿Tú sabes quien era Bertolt Brecht?
Un sentimental...
Que pretendió agazaparse tras la razón.
No hay nada que pueda
echar en falta si yo también falto:
y ese parece ser el sentido final de la existencia
cuando venga la muerte y aparezca por arte de magia ante ti sin necesidad de
que bajo el dintel le permitas cortésmente la entrada: ella, libre y malducada
como una perra callejera, se toma sus libertades.
Y esos otros que van entrando y saliendo por puertas
y ventanas cuando así a vos le place, ¿quiénes son?
Sombras, voces y en ocasiones hasta personajes… de
épica brechtiana: no actúan: narran.
En el 68 del siglo XX las cosas, la cosa, quedaron claras de una vez por
todas: sólo lo posible es real, lo
crea o no el alborotado.
En el 78 JD., Fiodorov
y Nacho Brell, inmóviles, estatuarios, observan los dados detenidos en el aire,
a punto de caer al suelo y declarar ganadores y perdedores: sin embargo, ahora
todo se halla congelado en ese instante: y las bocas abiertas, chicos.
En el 88 muchos se mueven de tal forma desdeñosa
entre las buenas gentes (que nada saben de antiguas guerras y aspiraciones
idealistas), que parecen autómatas resentidos salidos de la Academia Enfield de
Tenis.
En el 98 Boceto
se hinca de rodillas sobre las frías baldosas, frías como la muerte, del Templo
más sucio de su Conciencia y jura ante Satán que culminará la monumental, magna
obra Paul Klee y las Casitas de Papel
que iniciara (y no acabara por su muerte inesperada) allá por el lejano año de
1949 el eximio catedrático que fue don Bernardo Brell Ferrer: el Diablo no le
deje salir del infierno. Amén.
Diez años más tarde, en abril del año del señor de
2008, el millar de páginas continúa sin esclarecer su verdadero sentido, puesto
que el elegido ha resuelto que la tarea se convierta en un toma y daca de
obligaciones, ocios, desidias, repentinos entusiasmos, abandonos ultrajantes y
voltaria voluntad según amanezca el día (la cabeza del durmiente, así que, al
carajo).
Daremos un paso atrás.
¿Otro?
Los que sean necesarios. ¿Qué más da una palabra de
menos o una divagación de más?: Paula.
En 1997, acabada de recibirse como ultramoderna
guionista de ficción en Canal 9, después de un sinfín de trabajos indignantes
(una especie de correveidile con minifalda escandalosa y papeles entre manos de
acá para allá) en el mismo ente, a
Paula, nuestra heroína indomable, un veterano guionista de Canal 9 de metro y
medio de estatura, calvo y patizambo, que apestaba a bourbon y lucía una barba
canosa y desgreñada, especialista en sit-coms
de pronunciado carácter y costumbres regionales rancios escritos en valenciano,
le había aconsejado que debería aprender a leer de nuevo, puesto que los muy
informados guionistas de ficción de Canal 9 no se andaban por las ramas en lo
que se refiere a las aficiones lectoras de los nuevos ingresados guionistas de
ficción en la televisión pública bien pagada de la comunidad, de modo que
desempolvó de la biblioteca común Brell/Coloma los volúmenes de la trilogía de
Juan Goytisolo Tríptico del mal, la Antagonía de Luis Goytisolo, Corazón tan blanco, Volverás a Región, El
astillero, Gran Sertao: veredas,
y luego, en inglés, todo Nabokov, y, sin siquiera detenerse en Vonnegut, De
Lillo o John Barth la emprendió con La
broma infinita y El arco iris de
gravedad (apañaría algunas tardes leyendo, en francés, por supuesto, Bell du Seigneur, de monsieur Albert
Cohen, judío y vago, según él mismo nos refiere: algo que contradicen las 700
páginas de apretadísima letrería de la muy aconsejable novela para combatir el
tedio de las primeras horas morosas de las tardes). Se iban a enterar esos
contrahechos guionistas de ficción de Canal 9.
Finalmente les rematas duro en la cabeza con la Larva de Ríos, chiquilla, concluiría
irónico el avezado y maloliente (bebedor y mal lavado) guionista de consejas.
En el 08 del XXI, el día 2 de enero (concretamente),
después de una década de esforzadas y premiosas lecturas que al parecer a nadie
habían sorprendido pero sí celebrado nuestra letrada heroína se enfrentó
decidida a La broma infinita.
En el 2008, en la tarde del viernes del 12 de
setiembre (concretamente), se ahorca David Foster Wallace en el garaje de su
casa:
Los señores de Brell, don Ignacio Brell y doña Paula
Coloma, jamás sabrán del hecho funesto, pues en los sucesos de sus personales
historias no nos es autorizado inmiscuirnos más allá del martes día 29 de julio
de 2008 (concretamente).
Se ahorcó nuestro autor pocas horas antes de que el
humo de las barbacoas aún veraniegas esparciera por el aire tenue y cálido
sobre los céspedes residenciales su hedor suculento a salchichas, costillas de
cerdo y gruesos filetes de bacón chamuscados por las llamas y brasas del
carbón.
Lamento muchísimo molestar, advirtió con voz
sinuosa, suave, pero como surgida de una terrible oscuridad. Puedo volver más
tarde… Me preguntaba si acaso habría alguna plegaria en el Programa para cuando
uno se quiere ahorcar.
2 de Enero de 2008,
miércoles.
Comienzo en este día 2
de enero la lectura de La broma infinita, de David Foster Wallace,
había escrito Paula con la Montblanc (su segunda
estilográfica, después que la primera, lujoso regalo paterno de comunión junto
con el reloj de pulsera marca Longines de oro, le fuera sustraída en su primer
año de facultad por alguna desalmada pobretona de mierda) en el Diario de Cosas
Intrascendentes que puede leer Cualquiera.
El día 4 había llegado a la página 28 donde el
yonqui espera medio loco la llegada de la mujer camello mientras se entretiene
esquizofrénico observando las entradas y salidas de un insecto por el agujero
de un estante.
El día 7 había alcanzado hasta los primeros compases
del interrogatorio al pequeño Hal:
¿Qué edad tienes, Hal? ¿Catorce?
Cumpliré trece en junio. ¿Es usted dentista? ¿Es
esto la consulta de un dentista?
El día 20 de enero, domingo lluvioso, frío y,
además, con la regla jodiendo por abajo, se quedó en la cama hasta bien entrado
el mediodía con el libro en las manos, lo que facilitó el empujón hasta la
página 164, donde se establecen curiosas divergencias morfológicas, procesuales
y psicológicas entre el excelentemente efectivo capitán Furillo de Canción triste de Hill Street y el
impasible y deductivo comisario Steve McGarrett de Hawai Cinco-0.
El sábado 26, ya en la página 217, tuvo que recordar
valiéndose de la dudosa Wikipedia en qué consistían y cuáles eran en la
antigüedad clásica las disciplinas humanísticas del Trivium y el Quadrivium.
Entonces hubo un parón de seis días sin que abriera
las tapas del libro: exigencias del guión que llevaba entre manos y que no
admitía demora:
(Interior. Plano
americano. Luz neutra.)
Marta, con precisos
movimientos de cadera, ajusta en su vagina el pene de Borja estuchado por el
condón. Ambos empiezan a gemir…
El 2 de febrero, sábado de nuevo, un par de horas
antes de darse una ducha y vestirse con calculado esmero (abrigo azul oscuro de
cuerpo entero, vestido negro y corto de pana y cuello de cisne) para la cena
obligada en El Ciervo, reanudó la
lectura. Al lunes siguiente, en la cama, antes de que le venciera el sueño,
pasó la página 223 y empezó a enterarse de una vez por todas qué clase de
desechos humanos pululaban por la sexta unidad del decrépito y laberíntico
hospital Enfield de la Marina de Salud Pública, la Ennet House para la
Rehabilitación del Alcohol y las Drogas.
(…)
Descuidas la palabra y su orden... ineludible.
¿Acaso no se descuida el pensamiento, siempre
volandero?
¿Nos hemos vuelto todos locos?
Así que Fiodorov
decide volver esa misma noche de sábado al refugio uterino de la mujer
matemática.
JD., escondido (sufriendo la vergüenza ajena) en su
habitación encenderá el ordenador, ultimará desganado, sólo con el oficio, el
enésimo trabajo del negro anónimo y mudo: lunes, las correcciones, día de
cobro, las cervezas a la noche en el barrio de El Carmen: abre la boca y
miente, porque todas tus verdades son todos tus pecados. (O algo así.)
Boceto…:
¿Cómo funcionas?
Funciono como un planeta… sin luna que gire a su
alrededor.
Pleamar y bajamar son dos palabras preciosas. Todo
resulta tan poético.
Que no andan mareando por el interior de mi cerebro.
Si se aburren que lean a D.F.W. o que se compren un
mono.
¿Cómo sería ese planeta dando vueltas sobre su eje
sin satélite que ordene las marejadas, que provoque los ladridos de los perros?
Brell el Viejo, elegante, andando a paso ligero, con
el sombrero de fieltro navegando altivo proa adelante entre las otras cabezas
plebeyas y desnudas, camino de su putita vestida de rosa en este abril del 83,
de aire tibio, sensual, henchido de todas las promesas como las que aún hacen
vibrar a un sesentón: adelante, adelante, crucifixión rosada.
Siete años más tarde, a dos de la muerte repentina aquella del futuro, tarde dorada de junio:
El viejo Brell con el sombrero en la cabeza, en
pelota, solitario en el dormitorio de la casa vacía, los brazos caídos a los
costados, mirándose en la luna del armario, el cuerpo desmigándose,
desgalichado, la piel cada vez más descarnada, todo él desteñido, repugnante
esa blancura lampiña del viejo, el sexo contraído, arrebujado, el color
rosáceo, insano, y más abajo el puro pellejo desgajándose de la protuberancia
de las rodillas sonrosaditas, comprobando
Brell el Viejo el gran disparate de la vejez, la gran arruga que ya es
de los pies a la cabeza: el tiempo, el maldito tiempo:
Cabrón, buena me la has hecho, viejo y sin aparejo…
Ya no hubo más coyunda carnal, algún intento
onanista… nada: ¿pues no querías ser eterno?
(El 4 de febrero de 2008, martes, Paula ya ha dejado
atrás la ristra de los tatuados sin remedio, tipos todos memorables, entre
ellos la desdichada llorona Jennifer Belbin –tal vez si hubiera sido de raza negra…-
y ese pobre diablo que en un colocón lisérgico se tatuó en un muslo –el
derecho- el nombre de PAMELA y al día siguiente, y al otro, y al otro, nunca
supo quién diablos era esa tal PAMELA de los cojones, por no mencionar el tipo del tigre
o el del pene en estado flácido con iniciales y con el nombre completo en
estado eréctil, hinchado y en posición de combate, y se adentra cual velero
surcando la lámina del mar veinte páginas más plus ultra hasta meter las narices en el curriculum vitae putativo de Helen P. Steeply.)
JD., el negro
que tenía el alma blanca:
¿Cómo andamos hoy de la pluma?
Aquí, dándole al manubrio:
Tumbado de espaldas sobre el prado florido escuchaba
el trino del ruiseñor y el murmullo del arroyo…
¡Qué me dice!
En realidad, aunque poco, llenaba sus bolsillos
mediante una faena de aliño muy secreta (Fuente y tamaño de fuente: Bookman Old
Style 10; interlineado normal; 23 líneas folio DIN-A-4 de 90 gramos a una
cara):
“Hoy sabemos que las vanguardias más allá
del estallido de sus clamorosos principios terminan disolviéndose en el
oscurantismo de sus teorizaciones. La posmodernidad sólo ha levantado acta de
defunción de sus propios oficiantes. En el arte la práctica, del signo que sea,
desmiente cualquier Apocalipsis, que sólo se halla en la mente de sus
atronadores acólitos, todo termina siendo una perpetuación intelectual de lo
anterior.
Un diálogo sorprendente parece haberse implantado entre las
artes, y la praxis de cualquiera de las disciplinas
artísticas, como
una liturgia heterogénea de preceptos y normativas, se alía con las otras
buscando unas vías de expresividad que sólo la libertad dialéctica en lo
procesual y lo poético es capaz de proclamar…”
(Bonita perspectiva. Y
tampoco estamos muy seguros de que tamaña imaginación y palabrería henchida de
anacolutos logre superar la fétida componenda del ruiseñor, el arroyo y el
consabido prado florido.)
Fiodorov, que al anochecer irá en busca de la
mujer matemática, duda si ducharse de
nuevo o simplemente afeitarse; al final, se convence de que no es necesario: no
hace ni cuatro horas que se hallaba bajo la ducha, bastará con el rasurado y la
discreta loción sobre las mejillas.
Boceto, en el crepúsculo de arena de su
habitación, despierta vestido sobre la cama después de una siesta poblada de
sueños confusos; despierta con tristeza en esa hora homicida de la tarde
vencida del sábado, una desazón que le postra en un desaliento absoluto,
paralizador, que todavía se acentúa más al mirar la luz azuladamente gris que
asoma por entre las lamas de la ventana y que hasta parece oler, anegar la boca
a herrumbre, dotar al paladar y a la lengua de un sabor a metal y piedra, del
filo oxidado de una espada invisible y aviesa capaz de traspasarte la carne…
Pero se repone en seguida, y se incorpora desafiante con la vida que se inicia
otra vez (a ver lo que te saco hoy, armada o no, perra loca, zorra de
Babilonia), y antes de calzarse una de las zapatillas (la del pie izquierdo)
todos los muebles en el interior de su cerebro ya están en su sitio.
¿A qué te dedicas?
Al negocio del
petróleo.
Eso ya no se lleva.
?
Pues a la política.
Poco gano si no robo, (en un aparte,
ladeando la cabeza hacia platea) pero no hago nada... y siempre se acaba
robando algo. Seré político (Telón.)
Imposible, todos los
puestos están copados… de momento.
Empezamos de otra vez:
¿A qué te dedicas?
A la trata de blancos
(sic).
Los Brell: padre y
benjamín profesores de universidad; escritor (mercenario) el primogénito, el
huido; abogado laboralista el segundo de los hijos, el suicida…
(¿Sabe?, los Brell
tenían muy bien amueblada la cabeza.)
Tener lo que soñabas, no ser lo que querías.
Las arcas tengo
llenas, las manos vacías.
Boceto: lejos aún Paula del camino de Damasco:
¿Dónde hallar tu gracia combativa? ¡Oh, Paula mía
desconocida, mujer alfa y omega, hembra que eres todas las hembras, pagana e
insaciable, culo de oro, voraz y fecunda vagina, luz sobrenatural que ha de
desvelarme el camino del acierto!
(¿Sabe?, los Brell es…
una especie de militancia.)
En el 83 ya no se
estila tal cosa: agacha uno la cabeza, la mete entre los hombros y tira para
adelante con los ojos cerrados hacia alguno de los cuatro puntos cardinales del
mundo, como embistiéndole.
Estampas de otro
tiempo.
En efecto, de todo
hace más de veinte años.
Los Señores de Sombrero
de Fieltro de putitas andan.
Helo ahí, fundador de
la actual generación de los Brell: abrid paso, villanos, que el noble Bernardo
Brell aviva la zancada, apresura con el pensamiento lascivo las ganas de
hacerse con la ninfa a la que piensa cansarla de caricias, husmearla por
entero, alborotarla con la excitación de su propio deseo que su sapiencia de
macho sesentón sabrá incrustrar en su carne casi adolescente, dejad paso
plebeyos, pues apremiado por las prisas de la voluptuosidad y la imaginación
desbocada capaz es de abrirse camino entre el vulgo a sombrerazos de chambergo,
maldiciones por lo bajo y órdenes a rajatabla.
Qué señor. Qué
caballero español. Qué hijodalgo calenturiento en atardecer de sábado abrileño.
Hiende su figura y parte en dos mares gemelos oscuros y difusos las huestes
callejeras de la acera derecha (pares, no nones) de la plaza de (entonces) El
País Valenciano: doblará por la avenida María Cristina, dejará atrás La Lonja y
el Tossal, y allá, en la calle Baja, será… la Capri de Tiberio: ha de montar a
esa amazona hasta el delirio y la fatiga, saciar de su boca la sed y, si
pudiera, hasta honrar a los dioses del mal y del bien el sacrificio de la
virgen inocente, vestal sólo hecha para el placer y trastorno del hombre, ¡vive
Dios! (si hay tal).
En el 74 Nacho Brell
se maravillaba al ver los calcetines sujetos con liguero que acondicionaba en
torno a las piernas su padre, tersos calcetines negros sin una arruga hasta
alcanzar la misma pantorrilla. La de cosas que esconde el pantalón de un
caballero español. La pernera oculta el artificio que crea la elegancia: este
dandy con bigote recortado a lo seductor de Hollywood de los años cuarenta,
tipo Taylor y Fairbanks, no guarda cuidados al tomar asiento en el Ateneo:
seguro de sí mismo cruza las piernas despreocupándose de las rayas rectilíneas
del pantalón, dejando al aire los tobillos cubiertos de ambas piernas por el
liso tejido del calcetín; luego se despoja del sombrero, que apoya en la
rodilla derecha, extrae del bolsillo superior de la chaqueta de negro
terciopelo el puro de alto nivel en el interior de un cilindro de cristal, saca
el cigarro del tubo, recipiente vacío y ya inútil que abandona sobre la mesa
redonda junto la taza de café bien cargado y la copa balón de coñac, le prende fuego
calmosamente con el largo fósforo de varilla de madera, aspira el primer humo
embriagador aún en el aire: hay todo el tiempo del mundo en esa doméstica y
plácida delectación: el 74 son los Tiempos antiguos, la Edad Media de todas las
sensaciones… Por delante la eternidad, el Futuro que aguardan los tontos que se
dejan engañar por las improbables dádivas del mañana desatendiendo las
recompensas probadas del presente.
Mientras tanto, ya
tiene un hijo en la cárcel y otro… a las puertas como no espabile. ¿Qué podemos
hacer? Paciencia y barajar. El tiempo, las cosas que suceden en él y mueren
después en él inmediatamente después de asomar la patita, es un narcótico si
olvidas verdaderamente los
infortunios que sin remedio se han abatido sobre ti: nada tienes que
reprocharte de los sucesos desgraciados que te han acometido si en ninguno de
tus actos se halla la culpa ni el origen de aquellos: esa evidencia, que tú debes asumir sin cortapisas es el
mejor lenitivo para sobrellevar las malas épocas.
En el 74 todo se ha
detenido en el tiempo: congelado, a la espera.
En el 74 papá y mamá
aún cuidaban del rebaño como podían, es decir, dejándolos a su aire, ganado
maloliente a cagarruta ya un tanto desmadrado a causa de que dos de las cabezas
de la grey (de las tres que la componen) andaban sumidos en lances de amores y
políticas, juicios y encierros en prisión: entre otra gran mierda mucha más
grande.
En el 74,
efectivamente, un travelling es una
cuestión moral.
En el 74 hay que estar
con el ojo acechante: Se intenta que los españoles pierdan la fe en Franco y la
fe en su revolución nacional.
Entre los mitos más lamentables está el que la gente llegue
a creer que el tipo que va a quitarse la vida siempre se comporta de forma
generosa, optimista y franca. Lo cierto es que tiempo antes de matarse el
suicida se muestra de lo más egoísta y ególatra.
(Página 253).
¿Qué pasa en tu
cerebro?, se pregunta medio atontado Boceto
antes de dar vía libre al agua de la ducha. Que hay otro viviendo ahí como si
tal cosa. Y tiene una vida completamente distinta a la mía. No es mi doble. Ni
una imaginación. Ni un trastorno esquizoide. Es otro tipo que también se
alimenta del plasma de mi sangre separado por un universo invisible e
infranqueable. Jamás logro percibirlo en la vigilia, en la lucidez del día o en
ese raro estado de orden en que a veces se abandona el pensamiento cuando
cierras los ojos durante unos segundos y es el momento más profundo y quizás el
más adecuado (pero también fatalmente inútil) para ver a los fantasmas, ver
vivos a los muertos, ver a Platón fuera de la caverna, su sombra encarnada, ver
a los dioses imperfectos y comprobar sus olvidos criminales enredados en sus
indecentes francachelas. Sólo en contadas ocasiones se me revela en sueños su
figura, sus andares de sombra por otro mundo impenetrable, inviolable e
incorpóreo para mí pero inmanente del mío. Emboscado y parásito de mis energías
(sin él a cuestas lograría vivir cien años más de los que he de existir sobre
la tierra), libre de mis miedos y cautelas, de mis trabajos, de mis afanes y
decepciones, vagabundea a su antojo sin que jamás le hiera la lenta corrupción
del cuerpo ni las intoxicaciones y las pestilencias de las que abreva de él,
sin que yo no pueda nunca descubrir su forma real ni la sustancia de su materia,
un huésped terrible e inefable, un excursionista de mi interior que se ha
aposentado en el salón más luminoso y confortable del cerebro y va a
sobrevivirme aún dentro de mi cadáver aireando la estancia que ocupa hasta que
tome las de Villadiego y encuentre la forma de derribar otro muro craneal en su
eterna mudanza: es un viajero infatigable y eterno, no importa que cáscara le
cobije, un tipo sin complejos ni escrúpulos: cerebro va, cerebro viene.
Cuando uno pierde el talento ya no lo recupera jamás.
(Página 261).
En el 74 uno se toma
un cortadito o un larguito de café o uno solo o un americano tranquilamente en
una cafetería del centro cuando una carga de trilita o de dinamita o de goma2
mezclada con un cóctel bien aprovisionado de tornillos y bolas de acero estalla
y lo hace saltar en pedazos por el aire velazqueño de Madrid, ese azul celeste
entreverado de rosas y malvas... Mañanitas de niebla, tardes de paseo.
Los tiempos.
Las épocas:
Aunque alargaría no
obstante su vida un año más, un agonizante y decrépito Caudillo de la antigua
España recuperaba el ánimo, encerrado en su habitación clínica, mediante un
programa de psicoterapia que le obligaba a marcar el paso al compás de himnos
militares: ese era el auténtico espíritu de la época.
(Incluso con Fiodorov en la cárcel madrileña,
encuentra el adolescente Boceto
ejemplares de Mundo Obrero debajo de
la cama de JD.: manda cojones.)
Año
XLIV nº 13 3 de julio de
1974 Precio 8 pts
25 mil
españoles en Ginebra
un grito : L I B E R
T A D
Santiago Carillo Dolores Ibárruri
“Las campanas tocan “El mañana
democrático
a muerto por la ha comenzado a
amanecer
dictadura fascista” sobre nuestra patria”
El 7 de febrero de
2008 Paula anota ingenuamente en su Diario de Cosas Intrascendentes que puede
leer Cualquiera porque deja a la vista sus páginas sin el menor temor a que
tergiversen sus derrotero intelectual:
Tratar de conseguir
por Amazon Teoría y praxis en el uso del
rojo de Peckinpah.
En el 74 del siglo XX
el adolescente Boceto ha encontrado
en Kung Fu el antídoto preciso para
alejar de sí el tedium vitae que ya
suele acometerle los sábados por la tarde, una maldición que arrastrará hasta
el mismo 08 del siglo XXI, cuando algo alivia el encontrar, o luchar por
capturar, aliens en el interior de su
cerebro mientras uno está bajo la ducha tonificante.
En el 74 JD. ve
películas de Carlos Saura, Jean-Luc Godard, Andrzej Wajda y Robert Rossen y
asiste a todas las representaciones que puede del teatro alternativo propuesto
por William Layton y adlátares españoles.
Oh, papá, pobre papá, mamá te ha metido en el armario y a mí
me da tanta pena.
En febrero del 08 del
siglo XXI, el día 8, viernes, Paula La Esforzada dobla la cabeza vencida por el
sueño con la implacable La broma infinita
entre las manos: página 309:
Schacht y su rival juegan.
En el 74 Fiodorov se relame las heridas en
Carabanchel y sólo al cabo de siete días comprende realmente que ahora ya es un preso político entre cientos de
presos comunes que le observan con absoluta indiferencia y que, demasiado
frecuentemente, sin esbozar siquiera una sonrisa, le piden por favor un par de cigarrillos, educada e imperiosa demanda que,
como es natural, se apresura satisfacer.
Y por la noche se muerde el puño para no gemir.
En setiembre de 1974
un genio del arte universal de nuestro tiempo, inventor asimismo de la curiosa,
divertida y no menos letal ideología franquista
paranoica-crítica, asegura que España es una cosa gorda, destinada a la
egemonía (sic) mundial. Lo escribe en
una carta a un alucinado Buñuel que, al acabar su lectura, todavía ignora si se
halla ante la muestra más genial y descabellada de aquel surrealismo parisino
de los viejos y juveniles tiempos o de la chifladura de un loco tocado con
barretina al que la baba vieja le baña hasta el charol de los pies.
En octubre del 75 del
siglo XX El loco de Figueras despejará todas las dudas. Unos días después de
los últimos fusilamientos que el tembleque de las manos de El Caudillo no
impidiera firmar el enterado, El Divino proclamará a la agencia France Presse:
Lo que se necesita en España en estos días de tribulación y grande confusión es
el triple de ejecuciones como esas.
Quince por día: 5.475
fusilados al año: ni en los mejores tiempos del Coliseo de Roma, cuando la
sangre de los gladiadores y los cristianos teñía la arena del rojo de la
sangre.
¿Le gusta a usted
Dalí?
Visite usted nuestro
museo y deguste nuestras especialidades masturbatorias.
El centro espiritual
de Europa halla aquí su sitio, vaticina emocionado y sin el menor sonrojo el
pintor aficionado a Velázquez (y aspirante a ocupar su lugar en una historia
del arte del futuro que consagre la extravagancia plástica y relegue el
artificio técnico al baúl de lo accesorio). Justo debajo de la cúpula Fuller,
aterciopelados por la iluminación suave y cenital se pasean ángeles altos y
rubios y hombres transformados en bellas
mujeres para solaz de Gala y el disfrute de la acariciadora mirada de El
Artista Desaforado que nunca se atrevió a penetrar una mujer ni a ser penetrado
por un hombre, algo semejante a lo que sucedía con Andy Warhol en este aspecto
crucial de la personalidad: estos tipos sólo miran, se tocan ellos mismos.
En el 83, el día 12 de
abril, sábado, casi en la atardecida, Joseph Haydn persigue a tu padre putero y
elegante estudioso de Paul Klee por las calles de Valencia en tanto Boceto, en el baño, se ahoga de colonia y se sopesa la polla mirándose en
el espejo, Fiodorov a punto está de
echarse en brazos de las tres copas de coñac y de la mujer matemática recluida
en casa (y que en la incipiente noche lee a Simone Weil -Simone Weil, querida
Virginia, buscaba un dios sin iglesias, un creador de todo lo visible e
inconcebible que fuera cercano, personal, paciente y comprensivo con las
criaturas de su invención- sin adivinar la inminente llamada telefónica del
huérfano Carlos Brell, que ya descuelga el auricular, que pulsa los primeros
números) y JD. continúa aporreando las teclas en la habitación irrespirable de
humo: 1.100 pesetas por folio: en el 88 subiremos los precios: en el 90, ya en
galas de hortelano y sombrero de paja cubriendo la testa, JD. echó el cierre a
la barraca de feria y lanzó la máquina de escribir a un barranco: el artefacto
brincaba cuesta abajo, estrellándose contra las rocas, daba divertidas y
saltarinas volteretas sobre la pedregosa ladera, despiezándose poco a poco,
teclas por aquí, carro por allá, ruidosamente, hasta acabar oculto y silencioso
entre los sombríos arbustos de abajo. A la mierda. Ya se había metido en un
cuadro de Van Gogh para no salir, a vivir bajo un solazo amarillo sobre una
tierra de fuego, no como el viejo Kurusawa, que se metió en uno de ellos sin
sentimiento y volvió a salir exactamente igual: como si nada, sin la quemadura
del sol ni el polvo en los ojos: ese viaje no necesitaba alforjas.
¿En el 83 estaban
locos sus hermanos?
Las consideraciones
leninistas acerca del arte y la literatura no dejan de ser apreciables en sus
iniciales presupuestos teóricos, diríamos incluso que francamente renovadoras
en un sentido esencialmente plástico y textual:
La Proletcult aboga por una
práctica de tipo cultural en modo alguno vicaria, y niega de manera
radical que sea llevada a cabo por otras
manos que no sean las pertenecientes a las masas que es en donde debe recaer la
acción creadora:
El punto esencial de esta cuestión es que, con la
transformación de la vieja sociedad capitalista, la enseñanza, la educación y
la instrucción artísticas y literarias de las nuevas generaciones llamadas a
crear las vanguardias del nuevo mundo no pueden seguir siendo lo que eran antes
(…) Cada artista, o quienquiera que se considere como tal, tiene el derecho de
crear con toda libertad, de acuerdo con su ideal, con una total independencia…
El patriarca Brell:
1). ¡Qué gansada!,
exclama encolerizado el catedrático.
Pausa. Tono más
sosegado.
2). Palabrería de los
primeros instantes de toda revolución… aún virgen de los burócratas y los
fanáticos institucionalizados. Tu amigo Vladimiro no tiene el menor empacho en
desterrar la literatura al mundo del panfleto: una escritura gregaria
necesariamente al servicio del partido… Así se las gasta el tipo: tolle, lege… este libraco compuesto de
tornillos y una reluciente llave inglesa, algún que otro aceitado rodamiento,
pernos…
Ya no estaban locos…
Ya no podían disimular
y el clavo ardiendo quemaba entre los dedos, vaya si quemaba.
Suéltalo, desgraciado,
está al rojo vivo, suéltalo o te veremos hasta el hueso descarnado.
Era la época.
Pero ¿en qué se
diferencia Brell el Viejo de Brell el Joven?
En el 83 Brell el
Viejo se divierte a su modo, como Dalí o Warhol o antaño el Gran Español Feliz
Pablo Picasso. En el 83 el taimado catedrático, al que en el fondo sólo le
importa Paul Klee, en el departamento correspondiente, Historia del Arte, y del
que sería director hasta el día de su jubilación, aleccionaba con sus largas
pausas mortales de necesidad y una alforja de palabras cuidadosamente
seleccionadas a los estudiantes respetuosos de su egregia clase magistral
mediante un manual inexistente de artistas absolutamente imprescindibles:
hoy estudiaremos las travesuras plásticas de Picasso con el cubismo, la
desfachatez de Duchamp con sus objetos, las bocas abiertas y los ojos
desorbitados de los seres maltrechos de Francis Bacon, la desnudez y lujuria
técnicas de Lucien Freud, las onomatopeyas visuales de Eva Hesse, las
manipulaciones, las falsas alegorías, los símbolos trastornados, las metáforas
equívocas, los profundos sentidos falsos
en el arte de nuestros días.
Dos tercios de
alumnos, siniestros artistas todos de la generación X, entusiastas de los
videojuegos, abandonan apresuradamente sus asientos en busca de la cafetería
ruidosa e inocente donde en parlanchina camaradería poder desarrollar
libremente sus tinglados mentales y conceptuales sin trabas y lejos de
cualquier reaccionarismo de estrado de carcomas.
Estos viejos del
demonio deberían quedarse en casa.
Pero los necesitamos
para aprobar.
(Son sólo una
coartada: unos y otros.)
Todos ustedes están
aprobados, así que dejen de joder la marrana y no metan caña al docente.
Otro gallo le canta en
2008 a Brell el Joven, asiduo parroquiano de cafeterías estudiantiles: rodeado
de tipos equis, millennials y hasta zetas
compadrea solidario de la Gran Ignorancia Juvenil casi in sepulta por todo un universo de imágenes y enlaces perversos en
lo que a la creatividad se refiere, todos ellos con los portátiles encerrados
en las jorobas de sus mochilas. Le miran extasiados ante su abrumadora
sabiduría y chocantes intuiciones, le atienden con sincera simpatía, anticipan
el sabor del trago gratis a la vista de su generosa faltriquera siempre abierta
al piscolabis y al trasiego alcohólico:
¿Y tú quién eres?
¿Quién? ¿Yo?
No veo a otro entre
los dos, ni de cerca ni de lejos.
Es difícil saberlo
incluso para mí. Pero sea quien sea, si sé una cosa: soy el tipo que al final,
en jovial camaradería, siempre paga las putas cervezas que se toman alegremente
sus putos alumnos.
Hogaño, todos los artistas
están comprados –corrompidos- por el estilo de la época, la que imponen los
marchantes, los curadores (mágicos y brujos de la tribu), los coleccionistas
iletrados y los hombres de negocios. Un mercado exige reglas.
El homo aestheticus nacido de la mano del
año 2001 de nuestra Señora de los Museos estira el brazo, agarra el bote de
sopa Campell’s (preferentemente las de beef
y chicken noodle) y se la echa al
coleto de un trago. Luego, como si tal cosa, deposita sobre el suelo inmaculado
el bote un poco abollado y con algún rastro pringoso deslizándose desde el
borde: he ahí a la obra: artista es quien se proclama artista, quien pringa lo
pringable a su antojo y sin medida. Durante cinco días el bote milagroso,
metamorfoseado, adquiere tal categoría artística bajo los potentes focos de luz
de 100 vatios que registra en ese lapso de tiempo 5.897 miradas escrutadoras y
295 horas de reflexiva elucidación por parte de críticos escrupuloso,
espectadores estudiosos coleccionistas en busca de gangas y público en general:
En otros cien años el
logo icónico de Lacoste habrá sustituido, o al menos igualado, definitivamente
a la Gioconda respecto a una categorización plástica preferencial.
A ver si nos vamos
entendiendo.
De acuerdo, le espetó
madame X…, colega profesoral, a Brell el Viejo de forma inesperada una tarde
memorable tomando café en el piso superior de San Patricio (nuestro catedrático
sorbía en ese instante el brebaje casi hirviendo, como le gustaba a él, y
cerraba los ojitos), y prosiguió diciendo con una voz absolutamente femenina y
seductora: el arte se ha ido a la mierda, pero ese es un lugar tan bueno,
estimulante y adecuado como cualquier otro para seguir creando. Don Bernardo
Brell Ferrer, caballero que lo es de 64 años (año de la era moderna de 1984)
tardó en reponerse de la sorpresa ya sentado poco después en uno de los
butacones del Ateneo, al otro lado de la plaza ancha y luminosa. Pidió
rápidamente al camarero otro café, muy cargado y muy caliente, si va usted a
hacerme el favor. Respecto a madame X…: quince minutos más tarde de haberse
despedido con una expresión de desconcertante placidez en el rostro, mirada
anhelante y el bolso colgando en el antebrazo izquierdo subía y bajaba por las
escaleras mecánicas de El Corte Inglés de Pintor Sorolla: busque su hueso.
Desentraña una
instalación.
En el momento
oportuno:
Buscaría algún
perfume, alguna blusa, tal vez unas medias de cristal, un pañuelo coloreado de
seda para salvaguardar el cabello del aire revoltoso de abril.
¿Tiene usted un happening en alguno de los cajones de la
cómoda? ¿En el sinfonnier?, ¿Quizás en la mesilla de noche? ¿En el zapatero?
¿Tal vez en el interior del bolso que sostiene el brazo izquierdo?
Desentraña una
instalación:
El día 10 de febrero
de 2008, domingo (maldito domingo), Paula al leer la nota 100 de La broma infinita no puede por menos que
asentir en silencio tan clarividente aserción, que se apresura a transcribir en
su Diario de Cosas Intrascendentes que puede leer Cualquiera en mi Diario:
El noventa y nueve por ciento de lo que le sucede a uno en
la vida no tiene nada que ver con uno mismo y el uno por ciento restante que
uno controla consiste casi en su totalidad en aceptar o negar la impotencia que
se tiene sobre el otro noventa y nueve por ciento…
Uno de los camaradas
alcohólicos de Boceto, un individuo
que en el mismo departamento de Historia del arte sentaba cátedra de arte
moderno (el más reciente, 2000 y ss.) sin creer ni en uno solo de sus
practicantes, instigadores, admiradores ocasionales, compradores y críticos:
A estas alturas del
diluvio universal plástico sin teoría estética que valga de nuestros días para
dar clases de historia del arte hay que investirse de duro, pero duro de pelar,
una mueca de desprecio en la cara, la mirada torva hacia delante, el gesto del
asesino perfecto sin escrúpulos: un tipo salido, por lo menos, de la musculosa
muchachada de los Blackwater aún con
los incisivos manchados de sangre caliente. De modo que se te quedan tiesos,
escuchando la voz del oráculo, y entonces, como el que silba distraído, les
sueltas el puñetazo en la sien hasta oír como les cruje el cerebro:
A mí no se me ríe
usted de Rothko El Místico, y mucho menos de Gorky El Navajero o de Picasso El
Porque me da la Real Gana, niñato imbécil, y métase sus paridas infantiles que
encierra en las tripas del portátil que cuelga a la espalda con ese software de andar por casa donde le
quepa, que sospecho que es su culo de ancho orificio por las entradas y salidas
acumuladas.
La importancia que
tenía para Picasso el supuesto entramado lógico y matemático del cubismo era
igual a cero, o a menos cero probablemente:
Don Pablo Picasso,
artista, teórico y comunista acerca de Las
señoritas de…: Matemáticas, trigonometría, química, el psicoanálisis, la
música y no sé yo cuántas cosas más se han relacionado con el cubismo para
facilitar su interpretación… Todo eso no ha sido más que literatura, por no
decir que ha sido una estupidez. Sólo un idiota podría creerlo de ese modo… (The Arts, 1923).
Miedo me da tener que
lidiar todo el día con mi pensamiento, un bastardo de un millón de cabezas, una
hidra invicta de todas las contiendas que sólo durante el sueño puedo librarme
de ella a cambio de sumirme en… la pesadilla, que es su venganza más
extraordinaria a causa del desorden de la acción que la sustenta y el liviano
entramado de su naturaleza a despecho de la materia angustiosa que es capaz de
alzar en una mente desprevenida: la leve sacudida en un brazo basta para
desbaratar el tinglado de la pesadilla. Así de fácil. Abres los ojos y, poco a
poco, la angustia desaparece y también lentamente las imágenes se desvanecen
con todos los disparates de su historia a cuestas.
De arte hablamos:
Si la experiencia demostrase que después de reiteradas
tormentas que convirtieron en desierto la faz de un vasto territorio, una parte
de él vuelve a producir, fresca y vigorosa, una vegetación espontánea, mientras
las demás permanecen estériles a pesar de todos los esfuerzos de los
labradores; si tal sucediera, fuerza es confesar que ese suelo goza de raros
privilegios de la naturaleza. (Stendhal, Historia de la Pintura en Italia. Libro I, capítulo I.) ¡Bonita
manera de comenzar!
Ah, monsieur Beyle, al
que los plagios primerizos no sólo no le resuelven la vida literaria y
económica, sino que le ocasionan gastos y desprecios, indiferencia. ¡Tú te lo
buscaste!
La época rosa de
Bernardo Brell Ferrer: esa primavera de brisa cálida, refrescante cuando se
encienden las primeras luces de la noche, ese sábado abrileño de lujuria que
imprime alas de oro a sus zapatos abrillantados. Atraviesa la plaza del Tossal.
Sin más zarandajas, toca el timbre frente al portal de madera pintada de negro
de la centenaria casa de tres plantas con balcones de antiguo hierro forjado en
la calle Baja, sin mirar a un lado o a otro, sin prevenirse ni andar con
cuidados melindrosos, señor de su gusto, dueño de sus placeres. Al diablo todo
comedimiento. Franqueado el oscuro y pequeño zaguán con olores de humedad y
orines de gato asciende juvenilmente los tres tramos de peldaños de madera gastada
que conducen al primer piso. Le abre la puerta con barroca mirilla de latón a
la altura de los ojos la misma vestal, vestida de rosa, sonriente, los ojos
brillantes, pacíficos y… lascivos, doncella consagrada no al amor, ni a diosa
ninguna… sino al disfraz.
Ah, la época rosa de
don Bernardo Brell: en el pórtico de la vejez sobrevienen leves teñiduras
(soledad, melancolía, lo voluptuoso menguante) mas todavía el sexo
embrutecedor, el abrazo más sucio de la vida terrena y atávicamente carnal,
instintiva y sabia, enerva su alma tan escondida y sórdida: el glande henchido
del viejo Brell busca saciarse de los jóvenes pliegues y calenturas
introduciéndose morosamente en la
pequeña boca de la nínfula, que tiene la hermosa cabeza entre sus piernas,
abriéndose paso entre los dientes sanos y blanquísimos hasta la misma garganta.
¿Cómo eres?
(Una especie de Mario
Incandenza al que se le ha encasquetado una Bolex H64 Rex5 de la casa Paillard
Cinématique: no se me pierde una, y como mágica que es la vieja cámara cuando
así interesa inventa las imágenes que le vienen en gana: sólo tengo que andar
con el trasto bien fijo sobre los hombros y la cabeza: de sobra sabe ella lo
que tiene que filmar.)
Ahora el catedrático
la obliga a arrodillarse sobre la cama azul y rosa, la obliga a inclinar el
torso hacia delante, separa sus piernas entre rosas, lazos azules y gasas azules, la penetra por el ano con
suavidad, sin prisas, aspirando las tibiezas del cuerpo encorvado a la altura
de su cintura de potrilla.
Detalle no del todo
desdeñable para una futura interpretación de los hechos oscuros de Brell el
Viejo: no por completo desnudo, pues lleva calcetines (de moderno tejido, ya
sin ligueros, elásticos), luce el sombrero de fieltro en la cabeza
perfectamente ladeado hacia la derecha; la cámara Bolex H64 Rex5 nos informa
asimismo, sin género de dudas (una imagen vale… igual que una palabra) que,
hendido el pene hasta en su totalidad en el ano de la amazona, las manos del
centauro aprisionan los senos menudos y enhiestos, casi de muchacho, mordisquea
y lame el cuello perfumado mientras las sacudidas comienzan a adquirir un ritmo
rápido y continuo, se diría que hasta violento, como si en la acción del hombre
hubiese algo de furia y también algo de venganza hacia no se sabe qué.
La Bolex H64 Rex5:
El hombre empuja sus
nalgas para atrás y extrae la verga del ano de la muchacha, le da la vuelta
hacia él con precipitación, la tumba de espaldas, la arrastra hasta el borde y
dirige con un gesto rápido de la mano el glande hacia el rostro enrojecido de
la chica: convulso y gimiente, el hombre eyacula en su boca abierta, en sus
ojos cerrados, restriega suavemente el glande goteante de semen sobre sus
mejillas, observa el mínimo reguero lechoso escurriendo por la tersa piel del
cuello y por la suave y hechicera hendidura entre las dos minúsculas tetas
mientras respira entrecortadamente, profundamente, pero cada vez con menor
intensidad, y sin querer verla a ella ni cara ni ojos: podría ser su hija, uno
de sus hijos, a la ninfa comprada y ultrajada.
En efecto, dice la
Bolex H64 Rex5, ese hombre en estos amores sucios y rosas sólo busca vengarse…
de su propia condición, de su naturaleza al cabo indefensa, de toda la
confusión y el misterio que en definitiva rodea la vida de todos los seres
humanos hasta el día de su muerte, algo todavía mucho más incomprensible que el
tiempo y los azares buenos o malos acaecidos en una existencia humana: en la
muerte el último gemido debería ser como el suspiro postrero del placer, un
orgasmo final en el que eyaculas la vida y vuelves a la nada auténtica, sin
estertor, sin,,.
Parecía como una
instalación, pensaría inapropiadamente el benjamín de los Brell: murió Nuestro
Señor Brell en la tarde dorada del 2 de junio de 1992 (así lo registró la Bolex
H64 Rex5). No se daría cuenta aún de vivo el muerto que iba a ser. Una muerte
chiquita, como ese estremecimiento que sienten los niños al acabar una meada, y
se vendría al suelo sin saber nada de nada:
Querido padre:
Caído en el entarimado
del suelo, bañado por el sol de media tarde, suaves franjas amarillas del sur
apacible que se vertían esplendentes y oblicuas sobre el cuerpo. Al venirse
abajo había volcado unos cuantos volúmenes y ahora yacían a ambos lados junto
el muerto. Brell el Joven supuso que al sobrevenirle el ataque había intentado
agarrarse a una de las baldas antes de desmoronarse del todo. Instintivamente,
leyó el título de algunos de los libros desparramados en el suelo…
Querido padre…
Escribió el día
después de su muerte, ausentes la viuda allende los mares y los dos hijos
mayores, muerto uno y enterrado el
otro… Y eso fue todo, su carta al más allá acabó en un simple propósito: no
había nada que decir, y los muertos no devuelven jamás una carta: quien escribe
a un muerto, a través de una carta, una novela o un poema, se escribe a sí
mismo en un acto de estúpido narcisismo.
Parecía una
instalación:
Querido padre:
Para ser nuevo,
moderno, nuevo del todo, hay que
destruir hasta las ruinas, como descubrió Alfred Jarry, ninguna traza del
pasado ha de velar nuestra mirada, ningún cadáver eminente ha de influirnos,
ningún libro de los escritos con la péndola de la antigüedad (etcétera):
Querido padre:
Eres una instalación (nunca dos veces la misma imagen) pues
has sido una obra efímera: al contrario de lo accesible que resulta enterrarte
bajo la tierra o tenerte en vilo en el aire (tumba o nicho, a elección de los
deudos) o prender fuego a tu cadáver y conservarlo en una suerte de remedo de arte mininal en una urna creada ex profeso a modo de homenaje de tan
señalada ocasión, no nos fue posible haberte depositado en el almacén de un
museo donde todos los trastos que pueden almacenarse salvo los óleos, las
esculturas y los dibujos son más tarde o más temprano arrojados a la basura: su
mantenimiento es costoso y su exhibición improbable. Pero tumba o nicho,
sepultura al fin, tú, la obra, has
sido efímero, te escondemos, te ocultamos al ojo universal una vez se ha
acabado la función. No podemos volver a recrearte con los restos que haya
desestimado la gusanera:
Querido padre:
Tú estabas hecho para
deshacerte, para desmontarte, para destruirte. Hubiéramos podido encerrarte en
una bolsa negra de basura al lado de otro objeto más notorio plásticamente y
colocarte allí más o menos con gusto, con sentido estético de las proporciones
materiales y una consideración espacial no exenta de mérito, pero cualquier
miembro del equipo de limpieza del museo podría tirarte antes del día de la
inauguración de la muestra al contenedor de los escombros y de los embalajes:
esas cosas suceden hasta en los museos modernos de contrastada proyección
internacional:
Querido padre:
Ni has sido un cuadro
para enmarcar en dorados, ni una escultura ni un bronce sobre pedestal, ni un
dibujo en marco de media caña y cristal mate, ni una aguada inspirada resuelta
en cuatro pinceladas y las urnas hace tiempo que dejaron de estar de moda para
tenerlas en casa, pues las familias se han vuelto incendiarias desde décadas
atrás y son pocos los cadáveres que se salvan del olvido merced a los mármoles
y los bruñidos nombres de las lápidas: convertidos los muertos en cenizas son
arrojados al inodoro, cubiertos de tierra en un agujero ignoto o sumergidos en
un mediterráneo cada día más lleno de mierda, plásticos, desperdicios y…
cenizas de muertos:
Querido padre:
No eres pingajo
museable, una colgadura plástica que acapara durante decenios los ojos de los
visitadores de museos y el objetivo de sus cámaras y teléfonos digitales, no
eres la excrecencia de un artista mostrada, analizada y venerada en los amplios
espacios de los museos de moda:
Eres una instalación
porque de ti lo que atrás queda de forma visual son fotografías, documentales
académicos de tus conferencias y charlas, vídeos domésticos que el tiempo va
decolorando más y más y que nadie va a salvaguardar de la desaparición o de la
quema, y que todo eso no es sino las instrucciones de lo que fuiste en tanto puedan ser utilizadas para
representarte a nivel plástico (mas nunca dos veces la misma imagen):
Querido padre:
¡Qué instalación
prodigiosa!: Si te quemáramos en tu féretro, esos cientos de gramos de tus
cenizas que todavía calientes colocaran en nuestras manos difícilmente podrían
ser recompuestas o manipulables de alguna manera que permitiera reconstruirte
de nuevo… ¡a no ser que fueses el mismísimo gato de Schrödinger!:
Querido padre:
Muerto, el arte que
fuiste en vida ya no descansa sobre un objeto, en algo específico y
contrastable: una patadita en el culo o en el corazón y caes fulminado,
irreconocible serás para siempre, podríamos hacerte, sí… aproximado, pero…:
Querido padre:
Eres una instalación:
al igual que todo el arte contemporáneo has sido una cosa que, desmontable, vas
directo a la basura:
Querido padre:
¿Crees en la
pervivencia? ¿No? Pues entonces, en efecto, eres una instalación que luego de una
pequeña estancia en el contenedor delante de tu hogar, te vuelcan sin
miramientos en las tripas inmensas de un mastodóntico vehículo no sin que antes
unas gigantescas mandíbulas de acero te hayan despedazado para finalmente,
después de una breve y estruendosa excursión nocturna, acabes convertido en una
masa líquida revuelta y amontonada entre otras asquerosidades y deshechos en el
hediondo vertedero más próximo a tu ciudad:
Querido padre:
Da gracias, si en el
lugar que estás puedes darlas, de que el vitriolo no te hubiese invisibilizado
y devorado tu carne aún tierna en los minutos posteriores de tu muerte: hemos
tenido tiempo los testigos de tu existencia, que, sin duda, certificamos y
firmamos para que así conste a todos los efectos, de comprobar la gradual y
parsimoniosa degradación cromática de tu cuerpo instantes más tarde de tu
fallecimiento, pero nos libramos, vive Dios, de asistir al banquete de
putrefacción hamletiano donde no se come sino donde se es comido:
Querido padre:
El arte, salvo para los
artesanos cumplidores, nunca ha servido para nada, es un juego, a pesar de que
tú desde el estrado de sabelotodo y este tu benjamín también sabelotodo,
disimulemos su poquedad y engañosa naturaleza capaz de trastornar a cualquier
despistado o aficionado al síndrome de Stendhal:
(El día 12 de febrero
de 2008, martes, brumoso y frío, día de brujas, Paula Coloma aprende a jugar al
Escatón tras haber conseguido tras dura porfía aprenderse las instrucciones del
juego. La pregunta que ahora se hace es la siguiente: ¿Cómo reunir 400 pelotas
de tenis peladas y gastadas que no
valdrían ni para entrenar saques? ¿Dónde practicar el endemoniado juego
–ríase usted de La vida instrucciones de
uso de Georges Perec- a falta de hacerse con dos pistas de tenis? ¿Dónde
hallar la docena de cómplices que gusten de dedicarse al exterminio universal
de las ratas hembras y de las ratas hombres a base de lanzar decenas de misiles
intercontinentales de varios megatones de potencia nuclear?)
Querido padre:
Eras un proyecto, te
hiciste objeto y luego desapareciste: hubiera bastado con que fueses una idea
escrita en un papel, la consignación de ciertas especificaciones necesarias
pero lo más simples posible para imaginarte idealmente o configurarte
físicamente:
Querido padre:
Ni siquiera eres una
hoja de papel, por muchas que tú (y tu miedo al vacío) emborronaras a máquina o
fuesen escritas con estilográfica: tinta y papel solo, a ti no se te ve por
ninguna parte ni siquiera en los folios manuscritos y, sin embargo…:
Querido padre:
Efectivamente, eras en el espacio.
¿Cuándo te ponemos en
escena?
Cuantas veces gustéis.
Cayó en manos de la
celestina azul: todos los amores dramáticos, fríos, desolados por la luz
irreal.
La materia apetece la
forma.
Querido padre…
¿Y ese ojo?: ha
taladrado cinco mil virgos, la puta vieja alcoholada.
¿Qué no miraré con
ojos de alinde con que lo poco parece mucho y lo pequeño grande?
¿Y ese ojo?
Lo abrió a más claras
tonalidades, el rosado de la carne suplanta espacios y aristas gélidos como la
piel muerta.
El mundo se ha
trastocado: ahora, cubista, ya puedes sin más teoría y con menos (o ninguna)
ciencia hacerte con un medio de expresión para decir las cosas del modo que te
parezca más natural.
¿Cuándo te ponemos en
escena?
En cartel, La señorita rosa d’Avignon: si le das
forma al espíritu, a cualquier espíritu, incluso el tuyo, te exorcizas de él.
La máxima picassiana
seguirá siendo tan válida hoy como hasta el último día de la creación y hasta
el mismo día del inevitable juicio final: la naturaleza tiene que existir para
que podamos violarla:
Puedes hacerlo tomando
píldoras de hachís o embadurnando lienzos en tanto revolotean en el interior de
tu cerebro unos, digamos, pensamientos
marihuanos, que diría a su vez DFW., es decir: en muchos sitios derramas
los pensamientos y siendo así en ninguno los tienes.
Seis oficios tiene el
artista: labrandero (el más honrado… sólo que es cobertura para esconder al
vago), perfumero, maestro de hacer afeites, sabio en virgos, alcahuete y un
poco de hechicero.
Y, ya viejo, no hay
mejor oficio a la mesa que escanciar, cerrar la boca y abrir la bolsa: así has
de comprar todos los amores que aún te deba la vida: lo bueno es caro, y lo
malo daña.
Boceto, Brell el Joven, lector que lo es del
divertido Fernando de Rojas, bien lo sabe: el vino que sana el hígado enferma
la bolsa (pero honda y bien provista la tiene él, así que puede ir tirando
e irse alargando los días y las noches
del festín).
El joven Brell, que es
muy capaz de hablar-disertar horas y horas sobre las no tan sutiles diferencias
entre el cubismo cezanniano analítico y sintético, sólo borracho (pero entonces
ya no vale) se le habría ocurrido construir una cabeza de toro con un sillín y
un manillar de bicicleta: el que sabe, hace; el que no sabe, enseña.
Prohibido hablar con
el piloto. Cada uno sabe (o debería saber) lo que tiene entre manos, que es
como decir para sí, sin abrir en ningún momento la boca, sin intermediarios
indeseables: de mis adentros, señora, me ocupo yo:
tú deja el campo
libre.
En el 83 cada uno a lo
suyo, como en el 75 o en el 2002:
Palabra de Cohelet:
lo que fue, eso será,
lo que ya se hizo, eso
se hará,
no se hace nada nuevo
bajo el sol…
2002: bienvenidos a El
Ciervo, compañeros.
En el 75 cirujanos
siniestros horadan y rajan una y otra vez el pellejo de El Caudillo de España,
Guía de Occidente, Pescador Sobresaliente y Cazador Intrépido: en el interior
de la panza ensangrentada no descubren nada maligno ni extraterrestre: es un
pobre viejo conectado a media docena de cables muriéndose despacio sobre una
piltra.
El 75 es, para los
anales de la historia (que junto los de Tácito y otras crónicas del bien y del
mal han de acabar millón de años arriba, millón de años abajo, en el sumidero),
El Año Que Murió Franco, que ya fue año, ya.
En el 75 Boceto, de quince añitos, que anda medio
loco por las calles a causa de las diarias mamadas de una servidora, se mete en cualquier cine cualquier día de la semana
(excepto los domingos, que son fiestas de guardar para burgueses melifluos,
parejas de novios en afán de matrimoniar y pandillas de jóvenes vocingleros)
rodeado de bastos tabardos, trencas de paño, pantalones de pana, camisas de
cuadros, botas de piel vuelta, sandalias de cuña, vestidos floreados estilo
hippy y vaqueros de marca nacional desgastados concienzudamente: todo un
espectáculo: 100 pesetas la butaca.
JD.: qué tiempos,
juega con una nueve milímetros parabellum
entre las manos sin acabar de decidirse, al igual que aquel personaje de The Last Picture Show, que veinte años
más tarde (de todo han pasado veinte años, constataba una y otra vez con
acierto JGB), resucitado en technicolor, padre de familia volandera, cínico,
cansado y con mucho más asco que cuando adolescente en blanco y negro, metido
en la bañera duda entre pegarse un tiro en la cabeza o hacerse una paja.
Por lo demás, ahora
sí, en el 75, a Fiodorov, lo tenemos
a salvo entre barrotes, tomando el solecito del mediodía en el patio de la
cárcel, fumando sin parar los cartones de Ducados
que le envían todas las semanas papá y mamá (aún matrimoniando) en una gran
caja de cartón muy bien embalada y repleta de variados y nutritivos alimentos
con que sobornar a funcionarios de prisiones, a reclusos de mirada untosa y
otra gentuza carcelaria de caballo y chabolo con el pincho escondido entre los
huevos: y agradece infinitamente al dios de las buenas personas que no te
pongan delante de un pelotón de fusilamiento un viernes de setiembre ya bien
entrado el día: fusilar a un tipo a las diez de la mañana es una de las mayores
crueldades que uno puede imaginar, cuando el español honrado está a punto de
empezar su almuerzo con la caña de cerveza a un lado, la charla distendida y
con el anhelo de, algunos minutos más tarde, ultimarlo saboreando el humeante
carajillo de coñac.
En Tierra de conejos
es común históricamente matar a sus habitantes como a conejos: los españoles
echan a correr bajo un sol de justicia por una tierra sedienta salpicada de
rastrojos y arbustos ardientes, y en plena carrerilla, cuando menos se lo
esperan, les sueltas un escopetazo con cartuchos del doce en las espaldas: ya
no llevan boina, ni sucias camisas sin cuello, ni amplios pantalones de pana
negra, ni toscas alpargatas, pero caen hacia delante, como empujados por toda
la fuerza del dedo miguelangelesco de Dios, se dan de bruces, muerden el polvo
como en las novelas del oeste (Marcial Lafuente Estefanía, José Mallorquí,
Silver Kane, A. Rolcest, Keith Luger…, a elegir).
El Año Que Murió
Franco, se hizo público que el tipo de El Pardo llegaba a dedicar escopeta en
ristre y gallarda pluma de ave en el sombrero verde veinte días de cada mes a
perpetrar auténticas carnicerías sin castigo: la fría mañana del 18 de octubre
de 1959 El Generalísimo, La Primera Escopeta de España, destripó en unos
cuantos ojeos sin mediar ayuda alguna salvo las de su ojo certero y su
infalible gatillo cerca de 300 perdices. Así lo recogen las crónicas más
autorizadas.
Para ponerse delante
del tipo.
El Año Que Murió
Franco, Francisco Franco Bahamonde firmó cinco sentencias de muerte sin que le
temblase el pulso lo más mínimo. Se caló las gafas de astigmático, desenroscó
la caperuza de plata de la Parker (regalo personal del fallecido presidente
estadounidense Dwight David Eisenhower), alzó la cabeza y miró a su secretario:
¿Dónde he de firmar?
(Y quitose la pluma de pavo real del sombrero, y depositola en la mesa)
Aquí, señaló un índice
ministerial manchado de nicotina.
Inflexibles, estos
monórquidos: Napoleón, Hitler, El Caudillo…, tipos a los que les faltaba
(sobraba) un huevo. Así eran ellos: ¡con un cojón, basta!
Tropilla de
carniceros...
¡Seguidme hasta la
muerte!
Enarbolaban la grande
bandera noblemente coloreada por los símbolos con dos… ¡con un cojón!
En El Año Que Murió
Franco, Franco estaba vivo, aunque pendiente de un hilo… de tubos, cables,
parches, porquerías:
un tubo de opaca
suciedad conectado a un respirador artificial penetraba directamente en la
tráquea y mantenía la respiración de El Gran Cazador,
a través de otros
tubos de drenaje se expulsaban del interior de El Invicto General las
hemorragias y la sustancias nocivas procedentes de las úlceras digestivas,
los cables que
enmarañaban la cabeza de El Centinela De Occidente reflejaban en un monitor el
encefalograma todavía no plano del paciente (qué cosa, y siempre lo había
tenido así), parches de electrodos propiciaban la visión en una pantalla del
electrocardiograma y permitían el control del funcionamiento del corazón a la
vez que paliaban la insuficiencia coronaria del viejo guerrero y cazador,
tubos de un riñón
artificial contrarrestaban los problemas renales de La Espada Más Limpia De
Europa,
un suministrador de
sustancias que entraba de lleno en la vena subclavia atiborraba a El Gran
Militar aún en pie de guerra de líquidos y medicamentos:
Generalísimo, hoy
cacería.
Vístanme con
charreteras.
¡Oh, La Escopeta
Nacional!
Helo ahí, montado en
brioso garañón, engalanado de Capitán General de los Ejércitos, la capa al
viento, la mirada más allá del horizonte azul ultramar, en pos del conejo y la
perdiz:
cabalga a través de
los secarrales de fuego de La Mancha ojo avizor, al hombro la escopeta, y
descabalga, y otea y previene las asenchanzas
que amenazan a la patria, y bajo
su bota de soldado alerta a la tierra, al mundo.
En El Año Que Murió
Franco, Franco murió mientras la televisión pública emitía, nada inocente ella,
Los pícaros, una serie ambientada en
las villas y poblados de cuando Lázaro de Tormes anduviera disimulando los
harapos de las Españas malviviendo de picarescas y acabara mal:
Malos tiempos se
avecinan para España, Alonsillo, que hasta los nobles han entrado en picardía.
En El Año Que Murió
Franco, ya muerto y sepulto bajo las miles de toneladas de piedra del
Guadarrama, cientos de niñas españolas de sagrada comunión dominical, todavía
sin haber empezado a hormonar y desangrar, dulces, aplicadas y obedientes como
aquellas a las que se les apareció en Lourdes y Fátima la Virgen María Madre de
Dios, vieron al alba de plata o en el crepúsculo de oro al mismísimo Caudillo a
lomos de un caballo blanco y capa de terciopelo rojo al viento recorriendo los
paisajes de las Españas: lo juramos por Nuestro Señor Jesucristo. Amén.
El milagro de la
resurrección adquiere autoridad de entradilla en más de una publicación.
A finales de El Año
Que Murió Franco, un millón y medio de españoles, prácticamente los mismos que
jamás admitieron que el hombre fue (y volvió) a la luna, se negaron a creer que
Franco hubiese muerto: ¡Ese vuelve con todas las (tablas) de la Ley!
(Y con la escopeta al
hombro, y la pluma en el sombrero, y...)
En el hogar de los
Brell se lo creen perfectamente: el mundo no deja de dar vueltas sobre sí mismo
y alrededor del sol: nada nuevo, que reza el Eclesiastés: el hombre nace, vive,
se reproduce y muere en la patria o allende los mares, con encomienda o sin
ella. En el hogar de los Brell (y menos en Carabanchel) no creen ni en Dios ni
en su prodigiosa sustancia vertida en un cáliz ni en Franco ni en su cadáver
corrupto: es más instructivo, e incluso más divertido, creer en Triunfo, Cambio16, Posible, Cuadernos para el diálogo, Reseña, El Urogallo, Hermano Lobo,
Por favor…
Franco, queridos
niños, es eterno.
En 1975 JD., si no
anda en Madrid suministrando tabaco a su hermano preso o en algún conciliábulo fuera de ley, repasa las páginas de la Turia: ante los ojos aún velados de un Boceto laxo (una servidora, aprovechando que le hacía la habitación, acaba de
someterle a una mamada apresurada, casi violenta), señala con el dedo
inapelable: Blow-up (2).
Boceto, pobre espécimen de unos tiempos
confusos y demasiado jóvenes (bien parecía que en los próximos años todo iba a
ser un despertar para las Españas… ¡ja!), se halla en encrucijadas no baladíes:
entre Antonioni y Tubular Bells.
¿Llegaría a los
extremos de acudir solapado, con el chambergo hasta el cuello, a cines del
extrarradio y visionar algunas de las películas innombrables de las destapadas:
Polvo eres (0), Yo soy fulana de tal (0),
Lo verde empieza en los Pirineos (0)…
Sometido, se deja
llevar por el primogénito (Tú, calla):
Se basa en un cuento
de Cortázar, aclara el cinéfilo.
Sin que nada ocurra,
al parecer, sólo la vegetación, los árboles, el sonido del viento, la luz gris,
la tierra irregular sembrada de césped macilento, la mujer y el hombre, el
fotógrafo intrigado: la escena transcurre durante varios minutos, sólo el aire
entre las ramas, las tomas casi estáticas… Boceto
queda subyugado.
El Año Que Murió
Franco, aún moribundo, aunque ya metido en cables y tubos, es El Año que Murió
Pasolini.
El Año Que Murió
Franco, vivo o muerto Franco, nadie sabía nada de nada acerca de DFW.:
Marlon, el húmedo: el chico que chorreaba y relucía…
(440).
(¿DFW., que a causa del sudor sempiterno fue el chico de la
bandana toda su vida…?)
Sabíamos de Pasolini,
y de Antonioni: ambos llenaban los cineclubs y las salas de arte y ensayo:
sí que evolucionamos,
eso es verdad, pero ¿hacia dónde?
Pocos logran perderse
ahora a causa del GPS, lo cual es una verdadera putada: nunca serán geniales en
nada: siempre en el camino recto del gusto de la época: nadería y liviandad.
Avant-Garde, allí donde se hallan
las minorías encargadas de conducir la revolución marxista… Pero no en avant-garde: acaban, en El Año Que Murió
Franco, maltrechos por la previa somanta de palos y hostias antes del juicio
exprés, en una celda con olor a mierda, sudor y paredes con olor a agua podrida,
aventura que nada tiene de heroica.
Los intelectuales
debemos estar avant-garde… Etcétera.
¡El sol, el sol!,
exclama el viejo alcoholizado y maoísta Sartre al ver de repente su mesa de
trabajo, de vieja madera (por la punta incansable de la pluma estragada,
arañada y carcomida como la reflexión del mundo), bañada por los rayos del sol
que entra a sus espaldas, los papeles, los libros, los cuadernos dorados por el
lanzazo inesperado del astro rey: ya esa luz cálida y natural, viva, era
suficiente en verdad, como el perro al sol que nada espera:
Perro al sol.
Qué quieta mirada al sol, runrún del
astro y su brillantez inusitada que es la paz en su cerebro, gran celebración
del cuerpo al calor de la luz.
El tiempo de aire sólo, de cálido
abrigo, algún mitigado ruido.
Es todo movimiento el color de las
horas, su tacto, el muelle de no saber nada más.
(Perro:
en los ojos de sangre ayer el frío de la
estepa, la nieve de plata en la noche de blanca eternidad,
en los ojos de hoy la luna, el dolor de
mañana.)
¿Eras, Boceto, un niño genio?
¿Qué otra cosa podía ser si no?
¿Dónde hallamos el cuaderno Nannerl en
el que se registran tus
prodigios?
Eso lo tiene cualquiera: todos los niños
son Picasso hasta los siete años y dirigen el mundo como una orquesta.
Pero Mozart…
¡Ah, Mozart!
… él continuó siendo genial hasta el
mismo día de su muerte, tengo el sabor de
la muerte en la boca, en el lecho, con el papel pautado sobre el regazo, la
pluma en la mano:
Dies Irae en los labios.
Entonces apuntad mis marcas: cabriolas y
volantines.
De modo que Antonioni en El Año Que
Murió Franco…
Pasolini… que murió en El Año Que Murió
Pasolini y en El Año Que murió Franco, antes que Franco, en una madrugada
lluviosa con olor a ciénaga de noviembre, un Santa Juana de Arco en manos de Dreyer,
torturado, sacrificado, reventado a palos:
primeros y emocionantes planos del
rostro y los ojos tan desamparados de María Falconetti; luego, un montaje que
es una religión absolutamente mística en el film del danés, tan diferente de la
sórdida y humana carnalidad del italiano.
Ordet (4): la palabra de Dios es el silencio,
que no pide a cambio ni una sola moneda del hombre. Cuenta con paga.
Pasolini pagó el equivalente de diez
dólares de 1975 por su muerte: el chapero estuvo de acuerdo: Y la cena, añadió.
La cena del Día de Todos los Santos en
el… rubio Tíber.
La última cena del poeta en la trattoria: una cerveza y una banana. El
chapero, el más puto entre Ostia y Terracina, exigió servilleta, tenedor y
cuchillo, buena silla, tiempo para deleitarse en la comida:
De primero Spaghetti all’aglio, olio e peperoncino y de segundo una pechuga de
pollo a la plancha.
Ir a ver una película de Pasolini aún
vivo en El Año Que murió Pasolini era una cuestión moral.
Dijo: Todo mi cine es una cuestión de
santidad.
¿Lo era él? Nadie es un santo. Ni
siquiera los santos de la izquierda de los años setenta bajo los plomos indiscriminados.
¿Quién lo es? Ni siquiera El Diablo que,
siendo la potencia máxima del mal, deja el campo del mal libre y permite hacer
a Dios sus barrabasadas: todo en la tierra son corrupciones, injusticias y
crímenes, y la poca bondad que puede entreverse por algún resquicio entre tanta
vesanía y confusión poco tiene de religiosa y nada de divina: anda, vete a ver
una de Pasolini.
Todos los santos son unos locos.
Como la santa loca de Teorema.
En El Año Que Murió Pasolini, ¿quién
mató a Pasolini?
Los años
del plomo.
La época: las víctimas no se matan entre
sí.
Perro no come perro.
Sólo el verdadero cine es capaz de
cambiar el verdadero cine. Los espectadores en El Año Que Murió Franco
desertarían de las salas si se les obligara a hacer una cosa así: ellos sólo
quieren sentarse en la butaca, que arranquen las bobinas de la comedia o el
drama: cómplices de la misma oscuridad, se dejan llevar de la mano del director
al que, naturalmente, en aquel tiempo de Franco vivo, moribundo o muerto, le
exigen un poquito de genialidad y que justifique, aun en un sólo travelling, en cuatro líneas del
diálogo, en la poesía de una mirada, el precio que han pagado por la entrada. Y
basta con eso, dijo uno.
Pasolini: El cine cambia. Nace del cine
del pasado… siempre.
El drama comienza cuando uno deja de
relacionarse con los otros, sus semejantes, y trata de comprender el mundo.
Sólo un verdadero animal, o un ser humano inconsciente del todo, es capaz de
adaptarse plenamente a su entorno: ¿cómo es posible mantener las buenas maneras
con un mundo del que es probable que con la ayuda del tiempo, un millón de años
tal vez, o dos millones de años, se alcance a comprender todo menos el
significado de tu presencia en él? El mundo no te hace ni mejor ni peor, y si
puede te destruye con la ciega fuerza de su proteica naturaleza; son los
antecesores que han muerto sin comprender nada de aquel significado los que
modifican paulatinamente a sus descendientes: así una y otra vez, una cadena
sin fin hasta que el ciclo cósmico del sol y su planeta llegue a su término.
¿Puede irse hacia atrás?
Naturalmente: y a los lados también.
¿Qué importancia tiene eso más allá de su singularidad tecnológica?
¿Por qué Pasolini?
En El Año Que Murió Franco, todavía vivo
Franco, JD. detestaba una tercera parte del cine de Antonioni, su ideología y
escapismo pequeñoburgueses; soportaba
otra parte del cineasta, puramente de lenguaje narrativo cinematográfico
aderezado con algún ángulo de objetivo imprevisto; la otra tercera parte, la
estética, le contrariaba simplemente porque le confundía a la vez que le
fascinaba: todo un cóctel para beber a pequeños sorbos con la vista baja y
acodado en la barra de Los Hombres con toda la Noche por Delante.
Tres años más tarde, en el 78, Boceto duerme apaciblemente arrellanado
en una de las grises butacas incómodas del Xerea: evolucionamos hacia atrás:
¿podrías hablarnos de El desierto Rojo
(4), una película de unos años antes de Blow-up
(2)?
Podría: un tipo, cámara en mano, le da
forma, color y sonido a la neurosis: alrededor todo es desolación, una belleza
áspera y desabrida pero belleza al fin: todo es demasiado visible, lo que, en
el fondo, debería ser subterráneo.
En realidad, hace muchos años
televisivos que el trauma ha suplantado al drama: resurrecciones cotidianas
(levantarse de la cama, comer, beber, entregarse a la copulita…) devienen las
agonías de la vigilia, cuando es imposible escapar de la reflexión: el mundo
cambia a mi alrededor... aunque no todo ha de ser una transformación violenta, la mudanza es
sosegada, indetenible pero no abrupta, conviven lo viejo y lo nuevo: en El Año
Que Murió Franco, Franco estaba vivo y luego estuvo muerto, y era el mismo año.
Ese año tenía unos colores más raros que la película de Antonioni; de hecho,
eran colores muy pálidos, hasta cenicientos, extraterrestres, como los
fabricados por la luz de una estrella más vieja (o más joven) que el sol,
parecían desde luego muy extraños, como si fuesen copias de otros colores… Un
rojo copia de un rojo, un azul copia de un azul, un amarillo que semejaba
recular hacia atrás, hacia el anaranjado pero que no dejaba de ser amarillo, un
verde como no verde… En fin.
¿Colores agrisados, diría?
Un gris manchado por los lápices Alpino
de un escolar de primaria.
Color infantil, caprichoso, arbitrario
(el cielo verde), una perfecta marginalia más interesante que el propio texto.
2008:
La vida es una
película. Hasta con un mal título, es una película. Música y letra de…
¿Y usted, pequeño
Brell superviviente, frecuenta mucho las salas de cine?
En realidad sólo
frecuento una sola sala de cine, la mía, que dispone de todo lo suficiente,
ubicada entre el cuarto de baño de la planta inferior de mi hogar (dulce), la
habitación de invitados con dos camas gemelas y el gran salón comedor, un gran
espacio sonorizado para la ingesta continuada de las palomitas dulces y saladas
donde se hallan instalados la pantalla y el videoproyector, un VLP VW 95 de
resolución nativa Full HD, 1090 x 1080 pixels –2Mpx compatible con 3D, con 1000
ANSI Lumens y un contraste validado de 150.000 : 1.
Un paraíso de cinéfilo
libre del ansia homicida de estrangular al hijo de puta de la butaca de delante
con sus cuchicheos o al cabrón de detrás que abre y cierra continuamente su
paquete celofanoso de hediondos caramelos de fresa (peor aún: de menta, que es
aliento de viejo).
¿Y qué me
dices de la chica que siempre que almuerza con su novio oye el persistente
zumbido de un mosquito que sólo ella puede oír (pero no ver: ni ella ni nadie).
¿Tú sabías que existen filmes de
duración variable?
¿Y eso?
Pues, verás… Érase un vez una película
que únicamente podía visionarse en cines de arte y ensayo de lugares como
Cambridge o Berkeley, sitios poblados de gente avant-garde con una idea y un conceptos muy amplios de lo que debe
ser la cultura en mayúsculas. Un cartel en la entrada avisaba honradamente que
no se pagara un solo céntimo por asistir a la proyección. Pero los tipos de
Cambridge y Berkeley son muy especiales con la cultura,
de modo que hacían caso omiso de la
advertencia y sacaban las billeteras: apoquinaban porque sospechaban que el
consejo admonitorio No Pague Para Ver
Esto no era sino una treta publicitaria, una poco sutil maniobra de avant-garde para interesar al mayor
número posible de espectadores y conseguir el Gran Taquillazo con un film
presumiblemente de arte y ensayo. El director Incandenza y el otro asistente
también Incandenza, asistidos a su vez por el maestro de ceremonias DFW, no
dejaban de hacerse cruces ante tamaña ingenuidad: Estos tíos tienen los sesos
en el culo, llenos de mierda. De modo que el día del estreno una muchedumbre de
barbudos vestidos con el clásico atavío de la pana y la bota de piel vuelta se
agolpaba frente a las taquillas y se disputaban las entradas como si lo que iba
a exhibirse fuese el fin del mundo en directo (aunque en blanco y negro con
subtítulos y rodada en una película de 16 mm sin conversión a 35 mm). Los
espectadores iban entrando en la sala mirándose entre sí, dirigiéndose guiños
de complicidad, sólo faltaba que se frotaran las manos. En cuestión de minutos
se habían ocupado todas las butacas. A ambos lados de la pantalla se erguían
dos cámaras Bolex H32 de triple objetivo enfocadas al patio de butacas. Una vez
se apagaron las luces y empezó la película… lo que se veía en la pantalla era
una proyección binoculada del mismo público de barbudos que desde sus asientos
miraban la pantalla con expectación decreciente al comprobar que aquello era
todo: la filmación de un patio de butacas repleto de tipos que parecían
psicóticos contemplándose a sí mismos casi sin parpadear, que es lo que en
aquellos tiempos misteriosos y llenos de nebulosas solían hacer viendo una
película de Antonioni, Saura, Pasolini para amenizar o Tarkovsky para
elucubrar. Poco a poco, descubierto el tinglado intelectual del film, los
espectadores abandonaban sus asientos entre bufidos y muestras de desencanto.
La duración de la película venía determinada por el tiempo que tardaba el
último espectador en salir de la sala, ya que hasta ese momento las Bolex H32
no dejaban de filmar. Generalmente cada sesión solía durar unos treinta
minutos, promedio bastante respetable tratándose de un metafilm sin duda
irritante… salvo que entre el público se hubiese colado algún crítico con
ínfulas exegéticas y permaneciera en su butaca dándole al bolígrafo, lo que
alargaba la función una hora o dos, incluso tres.
En fin, entiendo a duras penas.
Tampoco es el lenguaje de Gentle:
Hhhhhaaahhh hhhuuuuhhh.
En efecto, hay que ver el lío que es
capaz de formar la simple combinación de dos vocales y una consonante.
¿Por qué Pasolini?
Porque es de esos tipos que te hacen
creer que nunca llegamos al fin del mundo, ensancha todos tus límites como ser
humano: hasta su misma sexualidad barriobajera, que se complace sino en la
abyección sí en la sordidez más absoluta, tan contradictoria con un hombre que
semeja epítome de todo lo sublime, acrecienta su condición de artista: no teme
untarse de la mierda que ahoga su tiempo: un artista a la italiana, todo en
uno, al mejor estilo de Leonardo y Miguel Ángel: pintores, escultores, poetas
con los pies sucios de sudor y polvo…
Reventado a palos sobre la tierra negra
de la noche: esa épica de la podredumbre del mundo que acontece a sus hijos más
queridos y tanto complace a los que siempre se mantienen a salvo de la poesía,
del arte y de la mugre.
En El Año Que Murió Pasolini, aún vivos
Franco y el poeta, artista y cineasta italiano, el sábado 5 de abril, JD.
arrastró al resignado Boceto al
cine-club de la facultad de Ciencias: de una tacada, entre las 7 de la tarde y
las 12 de la noche, viéronse sin echarse una triste palomita a la boca (así
eran las épocas: no se estilaban, y los labios permanecían pegados hasta unos
instantes después del final de la película) Iván
el terrible (5) y La conjura de los
boyardos (5).
Ahora ya sabes quien es Eisenstein.
¿Qué no se curaría la indigestión en el
Astoria, bien cerquita de casa? Sesión triple, con breve intermedio: excelente
servicio de bar.
En cartel:
Tarzán
contra los mercaderes de esclavos (0)
La diosa
salvaje (0)
Pascualino
Cammarata, capitán de fragata (0)
Tampoco es que Gentle se pasara media
vida articulando sus frases catatónicas: lograba enderezar más de un asunto:
Gentle ha perdido la cabeza por
completo. Amenaza con hacer detonar los misiles puestos al revés en los silos…
El mundo se ha vuelto loco, loco, loco.
El cine es lo más parecido a aquella
película en la que el mundo se había vuelto loco, loco, loco…
John Ford resumió toda su biografía en
una línea, para qué marear: Me llamo John Ford y hago películas del oeste.
Para qué más…
Las películas de Bergman es difícil que
muevan a la risa. Es mucho más fácil asustar: en el fondo todos tenemos miedo.
Temor a la muerte, o, peor, a la
decrepitud indefensa, expuesto uno a la degradación e impotencia del cuerpo.
Taimado director, el sueco: declaró sin
el menor pudor que un director de cine a quien más debía asustar es a los
productores: A esos se les paga por sus úlceras de estómago… Por mi parte hago
todo lo posible para que sangren.
Jean-Luc Godard moralizaba al público en
general no mediante las historias fílmicas que narraba, sino por las
ocurrencias técnicas que empleaba para realizarlas.
Buñuel: ¿Por qué hago cine? Porque es la
única manera de ver las películas que me gustan cuando el sujeto es el arte.
X hizo un travelling delante de ella, a ver si de una vez por todas la chica
se moralizaba, un coño ambulante, sin empatía por nada ni por nadie, un coño
con desparpajo al que todo lo demás que lo sostenía, piernas, brazos, torso,
cabeza, no era más que accesorio y fácilmente intercambiable. Finalmente, como
si tal cosa, el coño se desembarazaba de su portadora y zanganeaba por las
aceras y calzadas de la ciudad, al igual que la mano vertiginosa de La familia Adams sortea los pies humanos
y las ruedas de los automóviles, sólo que con más parsimonia, más
lujuriosamente transeúnte y soberbio el coño fugitivo.
(El guión de 1981 no fue aceptado por
ninguna de las majors, y mucho menos
por la United Artist, el primer estudio al que se pensó enviarlo, que por esas
calendas andaba en horas bajas luego del desastre perpetrado por Michel
Cimino.)
¿Y si hubiera imaginado un coño parlante
además de andante?
Hubiera sido un plagio: existe un antecedente
de serie B: Mi coño habla, que tuvo
un discreto éxito en las salas S.
Pero el plagio en el cine no se nota: en
el western todo el mundo desciende de un caballo y anuda las riendas a un poste
horizotal, todo el mundo empuña un colt, todo el mundo pide un whisky en el saloon, todo el mundo mata un indio…
¿Y qué me dices de los besos, de toda
esa antología besucona de Cinema Paradiso
rescatada de las tijeras de los censores y puesta a buen recaudo por el
inolvidable operador? ¿Acaso un beso no es un plagio de otro beso?
Llámelo remake en todo caso, o modifique identidades y parentescos al
estilo de Mogambo. Maree al personal.
Haga, pues, sus películas con una
linterna mágica, poco más se necesita que una caja de hierro y una lámpara de
gas.
Ese trasto es una de las cosas más
sencillas y a la vez más extraordinaria que ha inventado la mente humana: un
artilugio que podía recrear la realidad del ser... inventándola en otro soporte
más allá de la dimensionalidad biológica.
Robert Bresson dice que dentro de un
hombre y de una mujer sólo hay oscuridad: el cine, el verdadero cine, debería
iluminarla a través de sus actos a la luz del día.
¿Necesita explicarse una imagen? ¿No
habla por sí misma?
El sol nos explica, concluye Cioran.
En efecto: un día de la semana del 31 de
marzo al 6 de abril de 1975, El Año Que Murió Franco (silenciaremos que también
fue El Año Que Murió Pasolini a la vista de los colegas que perpetraron los
títulos que se enumeran a continuación), previo pago de 30 pesetas, alrededor
de 20 céntimos de euro en la actualidad, Boceto,
estudiante de 14 años de Sociología de Cine de Barrio y de Doble Sesión, pudo
colarse en el Ribalta, justo enfrente del manicomio de Jesús, y dedicar toda
una tarde a ver tres obras maestras del género (cine de barrio serie Z):
El
magnífico gladiador (0)
El
comisario X a la caza de los tigres rojos (0)
La espada
de El Zorro (0)
Por su parte, JD., aún aprovecharía la
semana yendo el domingo día 6 al Xerea donde, por segunda vez, asistiría a la
proyección de Cita en Bray (Delvaux
le desasosegaba, pero Anna Karina era uno de sus mitos personales desde Vivre sa vie y Bande à part).
Semana completita, se diría el mayor de
los Brell, JD. El Cinéfilo: el miércoles, día 2, habían pasado en UHF La soledad del corredor de fondo (5). No
se perdió ni un solo fotograma.
¿Qué no alcanzaría los 100 puntos el 30
de abril?
Fiodorov: ¿qué le era permitido ver en el
televisor comunal de la cárcel?:
telediarios, Un globo, dos globos, tres globos, Estudio estadio, Directísimo y
la Santa Misa los domingos a las once y punto de la mañana (y después al patio
de recreo con un bollicao y un caballo de cartón).
El término censura tiene mala prensa, cuando en realidad es un arma muy eficaz
contra la corrupción de las costumbres al tiempo que vela por nuestro bienestar
espiritual, espeta colérico y salivoso el pater de la prisión a los atónitos
oyentes que, apesadumbrados y cabizbajos, arrastran hasta los barrotes de su
celda la bola de hierro sujeta al tobillo:
¿Sabe usted que Hair campa por sus respetos en nuestros escenarios teatrales y sin
mayores impedimentos?:
El agudo cronista: Pero la denuncia
política se expresa en inglés y los desnudos se muestran sin luz.
Que se valgan, pues, de la imaginación:
toda censura la alumbra.
Ah, aquellas excursiones cinéfilas…
Todos los Brell, de adolescentes, casi
niños, lograban colarse en los cines donde proyectaban las películas
calificadas 3-R y 4: ¿qué importancia podía tener? Todos esos filmes habían
pasado por La Gran Tijera al tiempo que eran matizados por un doblaje
aniquilador.
¿Ése quién es?
Su marido.
Hay, pues, adulterio flagrante.
¿Y qué hacemos?
Hazlo su hermano.
(Habemus
incestus.)
(Cosas del doblaje. ¿Quién iba a
percatarse de ello? Tan necios como degolladores.)
Eres un 4, Un Niño Gravemente Peligroso
(a veces sólo con reparos, sólo un niño 3-R, pero nunca un niño 2).
Vaya sí lo era (encarnado con la
apariencia de JD., Fiodorov o Boceto): el cine nos une.
Ah, la Santa Hermandad.
¿Quién
teme a Virginia Woolf?
Toda la platea encogida de espanto: son
seres como tú y yo.
Los diálogos explosivos y los rugidos
originales en castellano sonaban a un sospechoso desfallecimiento, de seguro
que los atemperaba el doblaje.
JD., recién cumplidos 18 años, con Nuestro Cine debajo del brazo, igual se
divierte con Buddy Love (Pórtate bien y te dejaré jugar con mi llavero) que con
Pierrot el loco (un inconsciente, patético y alegre criminal Belmondo).
En El Año Que Murió Franco, ya muerto,
los progenitores de la manada Brell, poco antes de las Navidades, se hallaban
cómodamente sentados en la platea del Principal: Divinas Palabras: aguardan expectantes que suba el telón:
¿Cómo nos repartimos a los enanos
hidrocéfalos?
Tres días a la semana cada uno, y los
domingos ambos.
Compañía de Nuria Espert; montaje de
Víctor García:
Ese deslizamiento a lo freudiano, esa
simplificación de lo mágico galaico, ¿no enrarece lo surreal de la tragicomedia
de aldea? Ese didactismo, ¿no vulgariza el sentido hechicero de aquellas
prodigiosas comarcas de bosques animados y poblado asimismo de seres
encantados?
Son las épocas: doble lectura y
adoctrinamiento... quizás ciertamente algo simplista.
Válgame el cielo: seguimos entre líneas.
El rabo nos queda para el qué sé yo.
Y todo… ¡qué falta de divino respeto!
Disimulemos: las espadas siguen en alto
por mucho montón de piedras y granito que impidan la salida del muerto
engalanado de su féretro.
¿Oyes la musiquilla de fondo?: Yo tenía un camarada…
¿Qué no andará embozado, vivito y
coleando, por esas calles de diciembre con la Parker de las sentencias en la
mano?
Si no se libra de las charreteras y el
espadón de capitán general será reconocible. No irá muy lejos si le acogotamos.
¿Y quién le pone el cascabel al gato?
La verdadera locura: despierta en la pesadilla, no de la pesadilla.
Y allí todo es del revés, como lo
atrapado por la lente de la cámara.
JD. lleva 26 puntos hasta mediados de
marzo.
Boceto:
Ese nació, perdonadle, cuando ya moría
el peplum… pero aún le daba, aún…
¿Quo Vadis? ¿El cáliz de plata?
¡Qué cojones! El coloso de Rodas, La
batalla de Salamina, Hércules, La batalla de Marathon, Rómulo y Remo, Maciste en el valle de los Reyes, Salomon y la reina de Saba …
Qué maquillajes, qué vestuarios, qué
carnazas varoniles, tremebundas películas… para ver desde el gallinero.
Desde… ¡el paraíso!
El Año Que Murió Franco es un bucle
interminable:
JD. , en el Lumiere, a pesar de que la
ha visionado tres veces ya: Muerte en
Venecia (5).
39 puntos: va a hacerse, de seguro, con
la cubertería.
Judex (una noche de sábado especialmente
solitaria): (4).
En el CEM de Sipe: La fiera de mi niña (4).
JD.: media cubertería ya la tiene en el
bolsillo.
Boceto sigue con sus estudios sociológicos:
Corrupción
de menores
(0)
Dormir y
ligar todo es empezar (0)
La ley del
karate en el oeste (0)
El grito
chino amenaza los continentes (0)
Ni vivito
ni coleando
(0)
2008, lejos ya del Diluvio Universal. Boceto en el desván: he ahí la gran caja
de cartón repleta hasta los bordes de antiguos programas de mano desde los años
de la República hasta bien mediados los cincuenta conservadas por el viejo
Brell.
(página
482):
Una vista
de águila, de lince…
Una fogata
rodeada de jóvenes crepitaba allá abajo, a varios kilómetros de distancia…
Jean-Luc Godard:
(…) Había dos clases de valores: los
verdaderos y los falsos. Cahiers du
Cinema dijo que los verdaderos eran falsos y que los falsos eran
verdaderos; pero hoy en día no hay verdadero ni falso, y todo se ha vuelto más
difícil. (1964)
Pocos meses antes del comienzo de la
Guerra Civil, el jovencísimo Brell el Viejo era capaz de recorrer diez manzanas
de cine en cine hasta dar con el cartel que se ajustaba a sus preferencias: en
el Lírico, Su noche de bodas, con
Imperio Argentina (ni hablar, huye de las españoladas); en el Coliseum, Un hombre, con Gary Cooper; en el
Olympia, ¡Mío serás!, con Jeanette
Mac Donald (a la que adora)… Empezaría a coleccionar los programas de mano que
entregaban junto con el tique de entrada casi por descuido, simplemente los
amontonaba: Brell el Joven calcula una cantidad aproximada, sin tener que contarlos,
de al menos medio millar: un coleccionista pagaría una auténtica fortuna en
nuestros días que a él, consciente de su valor material e incluso sentimental,
le trae al pairo.
2008: Paula:
A soltar
en la próxima reunión de planificación de guiones: ¿Sabéis ese que cuenta lo
que dijo aquel ciego al pasar frente a la lonja de pescado?
JD. (Durante El Año Que Murió Franco,
cuando Franco ya estaba muerto):
El
político,
de Robert Rossen (4).
Y, díganos, Valle, ¿no le interesa el
campo de la política?
De ninguna manera, Parmeno. La política
es un pestífero lamedal.
El Solapado Sociólogo Boceto:
Los
buitres cavarán tu fosa (0)
Kung Fu
sangriento
(0)
El cine es muy engañoso:
Hitchcock: Debemos recordar que hice Psicosis con cierto sentido de diversión
por mi parte. Para mí, es una película divertida.
(Movie, número 6, enero de 1963.)
¿Qué pasa con Rossen?
Pasa la habitual mezcla escabrosa a lo
Hollywood a la que se ven abocados algunos cineastas: maccarthismo, enfermedad,
alcoholismo… e independencia: al no depender de ningún estudio, aunque sólo en
dos de sus obras maestras, rodaba a su aire (enrarecido en El Buscavidas por el humo y la tristeza de las terminales de
autobús de Greyhound, los bares de luz macilenta de la Octava Avenida y el muy
especialmente letal de la Ames Billiard Academy, en la calle Cuarenta y cuatro
Oeste), lo que le permitía materializar sus fantasmas de la manera más efectiva
y barata posible para fulminarlos de una vez.
¿Cuánto te costó hacerte con las dos
novelas de Walter Tevis?
Mucho más que el precio que marcaban en
la portada y mucho menos de lo que valían.
Son novelas de segunda.
Pero de excelentes diálogos,
descripciones a la acuarela y de un ritmo electrizante.
Muy americanas, pues…
Justo para leerlas durante uno de los
trayectos (que son todos) de la Greyhound o a media mañana, con una taza de
café bien caliente en la mano, en un bar de la Octava Avenida.
Antes de meternos en un cine solíamos
jugar los amigos unas cuantas partidas de billar inglés en Billares Colón:
nunca nos interesó el de las mesas con troneras… hasta que apareció el amigo
Eddie Felson.
Algo semejante ocurrió con El mensajero, de Losey: el amor, el amor
real, está mucho más allá de las miradas, del beso robado en la mejilla, lo que
nunca habíamos querido experimentar hasta entonces, pero que siempre
sospechamos de adolescentes…
2008: Existen unas condiciones críticas
para que yo pueda seguir con vida o acabar de una vez; todo lo demás es
accesorio, puede estar o puede no estar en mí, y Boceto apura la copa mientras observa media pared cubierta por los
DVD.
Pareces feliz.
Me estoy aplicando la tecnología Olders
o Older o Elder: electrodos, palanca y el dedo apretando el botón. Todo el
santo día sentado en la butaca, y el mundo a mi alrededor que estalle en mil
pedazos mientras yo me derrito de placer.
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