Le hubiera gustado ser personaje, aunque no acabar como el precedente, de una novela policíaca pero de buena calidad, de las que desmienten su género y van por ahí muy altivas entre las manos limpias o sucias de los lectores de cualquier condición: esas siempre salen indemnes de las opiniones proferidas por algún mastuerzo que ha desarrollado tanto su instinto crítico que al final carece del menor sentido artístico o creativo.
De modo que tuve que
hacerme adulto para comprender que un tipo versado en letras nunca lee a un
escritor inteligente con el corazón, ni tampoco con el cerebro, ni siquiera, al
parecer, con los ojos: sabed que un buen lector escudriña y saborea un texto
genial con la espina dorsal.
Para leer el cerebro
no nos sirve para nada, sólo es un bulto gracioso en el extremo de la médula:
el placer de la lectura se halla entre los omóplatos.
Exhabrupto intelectual
no carente de originalidad e incluso estimulante debido al señor Nabokov, al
que tanto tenemos que agradecer los hombres y mujeres frívolos ahítos de
lecturas ingeniosas y ajenos al mundo real y el fardo de sus desdichas y
seriedades inútiles.
¿Libro inteligente?
Aquel que cosquillea mi espina dorsal sin que despierte mis emociones.
Uno no sucumbe a los
engaños que le arrean ciertas novelas así como así, por libre elección o a
instancias de algún deseo antes calculado, hay un instante que le vence el
tedio, y cualquier cosa, se dice absorbido por el cuero confortable del sillón
con el libro en las manos a punto del bostezo, incluso una novela, es mejor que
el aburrimiento, esa gota mercurial del tiempo resbalando sobre la piel.
Picasso, El Gran
Español Inteligente: Uno inventa algo y luego llega alguien y lo hace bonito…
¡Qué te parece el
astuto genio y falsario!
¿Qué ocurre con Boceto?
Que está leyendo a
Scott Fitzgerald.
Algo sacará en claro.
Depende de la cantidad
de alcohol que tenga en la sangre.
A estas alturas,
cuanto más alcohol más clarividencia.
Le gustaba El gran Gatsby porque el final de ese
libro ratificaba lo que él sabía con certeza desde mucho tiempo atrás, cuando
se vistió las piernas con sus primeros pantalones largos: somos juguete del
azar, una hoja caída de las ramas del árbol del bien y del mal que revolotea a
golpes del viento y la zarandea de acá para allá, incluso nuestra muerte no
está programada del modo que finalmente acaece, pronto o tarde es fortuita,
trágica o previsible. Respecto al suicida, que parece desmentir todo esto a
tenor del tajo irreversible que se propina a sí mismo, sólo es un dado
suspendido en el aire que nunca termina en el suelo, un dado en blanco en sus
seis caras.
Como crítico, mucho
más que como novelista, ese tipo que gastaba 36.000 dólares en un parpadeo era
implacable, se las bastaba solo para darle la vuelta a la piel de cualquier
novela y a la de quien fuera su autor.
Boceto sonríe desdeñoso: ese cometido carnicero
es algo que practican muy a menudo los escritores de primera fila, llenos de
talento, derrochadores, la mitad de ellos impenitentes bebedores y la práctica
totalidad del escogido gremio con la billetera vacía. Otorguémosles caricativos
esa debilidad y pequeña crueldad a las que tanto derecho tienen.
¿Retornan al espíritu
chimpancesco? ¿Al grito destemplado y a la dentellada sangrienta? Bajo la
corbata se esconde el torso peludo del homínido agazapado, tras las ojeras de
literato pacífico y las barbas filosóficas acecha la peor intención hacia los
del oficio, los puños blancos de las camisas de popelin ocultan las garras que
empuñan la estilográfica con el plumín bien afilado apuntando al cuello de los
colegas.
Yo me precio de
pertenecer a la tribu de los bonobo, cuasi analfabetos pero amantes del sexo y
la paz, lejos del árbol del bien y del mal y sus engañosos alimentos, con los
pies en el suelo y los dos ojos puestos sobre la hembra que, complaciente y
consentidora, se sitúe más al alcance: nuestro deber como simios más
evolucionados es procrear y multiplicar los errores hasta el perfeccionamiento
de la especie. Lo demás son ganas de enredar y escribir con tinta roja (como la
sangre).
Líbreme el diablo de
vestir chupa de dómine, se promete el Boceto
lector. Prospectos farmaceúticos o sonetos, que cada cual escriba lo que le
venga en gana y pueda, que al final todo
se lo ha de llevar la trampa.
¿Y qué leemos en
tiempos de tribulación?
Menudencia o no pero
impresa en papel.
Wittgenstein dijo un
día bajando la guardia (acostumbraba a tomar el té casi sin té, lígerísimo, un
aguachirli, parecía agua caliente algo manchada con leche, al contrario que el
chocolate a la taza, que gustaba de beber muy denso y potente: un té fuerte no
va con mi carácter, afirmaba), que la mente se entiesa antes que el cuerpo. Una
curiosa e irritante observación que Brell el Viejo, tipo artrítico y lúcido, a
estas alturas de mediados el 2006, año internacional del color gris, habría
refutado inmediatamente de haber resucitado de sus cenizas.
De modo que Brell el
Joven, por entonces, leía anecdotarios y
variados libros de palmaria flojera intelectual: dejaba pasar el tiempo,
compadecía a sus alumnos de futuro incierto, cornudo inevitable oficiaba de
adúltero cada dos por tres, paseaba la ciudad desganado hasta que, previa la
visita al tío Charlie y las palmaditas a la espalda dispensadas por la amistosa
generosidad del alcohol, la medianoche lo empujaba metido en el coche suicida
al chalet aborrecible de las afueras y a un insomnio claudicante, turbio y
tenaz.
Nos mecemos en el
tiempo que, implacable, nos desliza avieso al final de una u otra forma,
vigorosos aún o en completa ruina: lugar común que invariablemente sobresalía
de entre las brumas de la mente farfallosa una vez que el insomne juntaba los
párpados temeroso y resignado ante los chillidos de las grandes ratas negras
que iban a acribillarle a partir de ese instante. Llega amanecer, era su mantra ineludible de todas
las noches. Pero a la vez, y bien lo sabía, temía aquella claridad alevosa,
rara por ser tan igual a sí misma, devastadora.
Y siempre llegaba:
pero nunca era capaz de adivinar si había dormido o no, si ahora despertaba o
simplemente abría los ojos de nuevo.
¿Sera la bebida lo que
me ha convertido en un tipo de cartón, en un ninot?
¿Será acaso que nuestro Boceto acartonado está leyendo el recorrido prodigioso y fatal del santo
bebedor a través de un París mortecino e
invernal de la mano también bebedora de Joseph Roth?
Un París de colores
apagados, de bruma romántica y literaria.
Nada más lejos de mí
que la dipsomanía. Ni siquiera soy un bebedor taciturno o provocador. Bebo
porque me divierte, y la mirada vidriosa, casi acuática se diría, que ese
estado festivo me proporciona apaga muchos de los incendios que va deparando de
frente o con alevosía una existencia abocada sin remedio al lugar de la
decepción y el pesimismo. (Dice al espejo mientras, legañoso y asqueado por
haber resucitado, se afeita.)
La confesion
interesada (a sí mismo, lo cual era muy infantil y absolutamente inútil)
ocultaba uno más que añadir a esos dos destinos flagrantes: el cinismo. Y aun
otro más: la poquedad y la estirilidad que se ocultaban tras la puerta donde
éstas moraban y que había abierto sin remordimiento, consciente de ello por
tanto, antes de haber cumplido los cincuenta años, una edad que garantiza que
uno no lo ha hecho demasiado mal si el monto de las cicatrices no asoman al
exterior y siempre hay billetes en la cartera para la media docena de copas
reparadoras durante el disfraz de la noche.
Recién afeitado,
mareado a causa de la abundante loción que humedecía sus mejilllas, se burlaba
al contemplar un rostro que muchas mañanas se le antojaba inextricable: ¡Qué
mitad de vida te espera a partir de ahora, amigo!
Cuando no canalla,
imbécil, como diría un Papini hastiado de sus semejantes al terminar de leer a
Erasmo.
(¿Ejemplo de una
literatura perniciosa y sectaria?)
Un hombre acabado,
pero bien rasurado, bien vestido y cebado de sobra, los sensores a punto y con
todas las alarmas activadas: el horizonte intacto, el pasado hecho trizas por
el presente y las llaves del BWM azul ultramar del 2007 en la mano.
Sale al sol, Drácula
de día, un espacio-tiempo donde hincar el diente ajeno a todos los ascos y
librar las amenas batallas de la jornada libre de cualquier desahucio.
Más vale solo que mal
acompañado.
Retractilados los
colmillos.
¿Es usted casado,
caballero?
La respuesta, a
diferencia de la pregunta, solía ser variable, sujeta a la inspiración del
momento o las posibilidades más mostrencas de la seduccion.
Tiempo atrás, en horas
de solaz, colmaba varios folios con los retratos, glosas y apostillas
eminentemente frívolos de algunos personajes próximos a él.
Escalar
hasta el entendimiento de esa mujer es como ascender en libre la pared de The
Nose.
Acotaciones
antojadizas de ese cariz, un material del todo desechable garabateado en
servilletas de cafetería. Maneras del ocioso, bien distintas a las consideradas
por Stevenson en su elogio a los contumaces desocupados.
Mucho que triar de ese
utillaje.
Ahora ya no se
publican cosas así. No hay peligro de herir a nadie. La contrapartida: no
interesas a nadie.
¿Y por qué escribes
así?
Porque yo soy así.
Rico
idioma posees, español, así cualquiera. No hay vocablo en esa lengua sin que le
cuelgue buena ristra de sinónimos (marido, esposo, consorte, cónyuge, cornudo…)
¿Pues
no pergeñó y aun escribió aunque a medias nuestro
héroe dos novelas fabricadas con el barro (fango) donde asentaba sus pies?
Empeño memorable que acabó en brevísima frustración, ni siquiera llegó al
consolador break-even
de las historias, ese punto crucial a partir del cual renacen las esperanzas de
una culminación satisfactoria: quedó el
hontanar donde surtirse, meter la zarpa, soltar el vómito.
Cuestión de pedantería
chiquita: va extrayendo del acopio oculto frasecitas, comentarios y parrafadas
medianas.
Máxima Bocetus: Muchas prisas tiene el tiempo.
No era seria esa mujer
que, a hurtadillas, simplemente se dedicaba la mayor parte del día al
benedictine, era eso lo que imprimía a su rostro su mirada absorta de gravedad,
de funámbula: descripción de X-1; señora desocupada y hastida la X-2: funcionaria administrativa adscrita al
departamento de Historia del Arte, seducida el 16 de julio: 14 polvos.
Recordable: los pliegues espesos del cuerpo, el sabor medicinal de sus besos,
el olor a tabaco negro de su pelo mechado de guedejas doradas, los ojos siempre
turbios, la mueca torcida por la decepción mayúscula, los labios alcohólicos.
(Y aún apostilló cruel, más en plan de mozo de cordel que caballero seductor:
En su primera juventud leía libros de Seix Barral y borroneaba fragmentos de
poemas a la manera más oscura pero sublimada de Eliot. Ininteligibles. En
Malvarrosa: pronto el olvido.)
Admirable la poetisa
austral que aplaude el final del amante y certifica con esmerada antelación el
suyo propio: Morir como tú, Horacio, en tus cabales, no está mal; un rayo a
tiempo y se acabó la feria…
Allá dirán.
Otras, menos poetas,
igual de ilustradas y más poderosas, muy antiguas, acaban metiendo el brazo en
una cesta de higos donde se esconde el áspid fatal: su ambición ahijaba la
propia ruina.
O aquella que, al
igual que determinaba las mejores novelas del siglo XX, divertidas,
imprevisibles y modernas como las faldas cortas o volanderas de esos tiempos
inolvidables, era un auténtico deballage.
Ah, el padre, Brell el
Viejo, noqueado por el resentimiento y la deserción de la amante esposa o
traspuesto por algún acorde haydiano o perfectamente bebido con deliberación
para no tener que hurgar en el saco de las respuestas: ¿Creadoras ellas, ésas,
éstas…? Muerden codo. Nunca engendrarán: paren. Tan sólo son recipientes
nutricios.
Al atrabiliario
repudiado la tierra lo borró de un plumazo, como hace sin miramientos con todas
las cosas inútiles o no inútiles que germinan sobre ella.
Behemoth.
Con los bolsillos
llenos de recortes y notas disparatadas escritas a lápiz, una subversión como
otros los abultan de caramelos:
Si tienes algo que decir y crees que nadie lo ha dicho hasta
ahora, debes sentir ese algo con la suficiente intensidad para encontrar un
modo igualmente original de decirlo. Así, lo que tengas que decir y el modo de
decirlo se fundirán tan íntimamente como si hubieses concebido las dos cosas
juntas. (Fittgerald). (En él, ése es un propósito
descabellado, como lo son los días y la hilera de sus sucesos fortuitos,
anodinos o estrafalarios: deballage.)
Doña Eugenia Espina,
inconcebible paridora de Paula Coloma: En su primer viaje a Jerusalén se empeñó
en venerar, al margen de otras ruinas y reliquias imperecederas, la piedra
sobre la que Jesucristo apoyó el pie para subir al burro. Tal capricho define
definitivamente a un personaje, de la ficción o la realidad, que tanto da.
Trivialidades más:
Observo
excelentes maneras en tu comportamiento a la mesa. Tal se diría el pato
cucharón.
De
origen linajudo provengo, padre.
Ya
puedes decirlo, mierdecilla.
Pues
comamos y allá nos lo hayemos.
Confesiones
hay de poetisa deprimidas por falta de inspiración destinadas al horno de gas que llenan de
asombro: … aquí hasta las amas de casa más bobas y los enfermos de polio
consiguen que les publiquen sus cuentos…
Escribir:
Behemoth
Sobre todo, miente,
disimula.
¿De
qué color son tus bolsas de basura?
Negras,
de una gran opacidad.
Qué
inteligente.
Mal enrrollado en un
ángulo del armario oscuro, la habitación de JD., un santuario vejado por el
tiempo y la mano ajena, blasfema por comentarios jocosos a destiempo: Vio la enorme y esbelta figura de la joven negra
en el póster del 69 de estilo psicodélico, colores planos y mareantes, un pop
chillón, distintivo ingenuo de la década. Encumbrado en lo alto de la testa se
yergue el behive, un murallón de pelo
que empequeñece e infantiliza el rostro de bronce de la magnífica hembra: una
definición, otra, de antiguos anales asepiados por el tiempo perdido
(amarilleados).
El
pasado nos hace en un presente demasiado atareado de sucesos.
El
presente… Quién lo iba a decir anteayer: el futuro de entonces.
El
68 fue una época feliz, recordó
cuarenta años más tarde al aire libre y bajo el sol del mediodía, las doce
horas sagradas, sentado sobre el tocón de un olivo milenario abatido su tronco
tiempo atrás, la casa de piedra, madera y cristal a sus espaldas, dándose un
descanso de las labores de la tierra: las manos castigadas y retorcidas como
sarmientos pasaban las páginas de la memoria y a través de la niebla de los
ojos debilitados aún divisaba los recuadros de las fotografías, las
vestimentas, las maneras, las cosas y las gentes del mundo que le albergara
entonces: pero era una mancha difusa y casi inexplicable, allá donde ponía la
mirada todo era un manchón, un revoltijo cromático de imágenes y letras mal
entrevistas y confundidas, y la retahila de los anuncios publicitarios de
objetos y bebidas, automóviles, colonias, marcas de cigarrillos, sastrerías,
artilugios eléctricos…, consumo de quita y pon y el excipiente algo patético
por finalmente defenestrado todo aquel monto de años de los que todavía llegaban
insignificantes ecos publicitarios. Y, sin, embargo, tan lejos, muerto y
distinto de lo bueno y básico de ahora, fue un discurrir feliz donde la dicha y la pena se sucedían inexplicablemente
fluidas entre tantas cosas de colorines.
Cuando entonces… ¡hubo tanto donde elegir, cualquier trabajo y
pasatiempo impensables!: alguno había que metió su nombre en las páginas del desatinado Guinnes al
recorrer los 156 kilómetros del muro de Berlín en 35 horas (horario de trabajo
semanal bastante llevadero por otra parte para los ociosos).
¿Escribiste?
Escribí,
confiesa el hombre de tierra, agua y aire de ahora; fui culpable, reconoce
frente el espejo roto del recuerdo, escribí.
(Muchas
veces sin nombre, que pudoroso del suyo, anónimo prestaba por un puñado de monedas,
y nunca, porque ni quiso ni pudo, lo destinó para lucimiento en la vistosa mesa
de unas novedades literarias envejecidas tempranamente al cabo de los siete
días bíblicos.)
¿Y
qué le voy a hacer, padre, si no soy en absoluto competitivo? Hace millones de
años que bajé de los árboles y dejé de encender el culo de colores para atraer
a las hembras.
(Esa
decisión pudo adoptarla sin esfuerzo mental cualquiera de los tres vástagos
Brell al Brell progenitor, que hubiera fingido sorpresa al oírla. Sólo uno de
ellos sembraría simiente, pero sin pretender salir airoso en ordalías de
machismo ni endosarse merecimientos por sumar prole, que eso sería cosa de risa
en un lugar donde el tiempo detenido por el sol no anda con prisas y donde del
menor grumo de tierra germina vida sin necesidad de cópula por medio.)
¿Somos
dioses?
Charlie,
muchos de mis semejantes, casi todos, procrean, multiplican ante el espanto
mojigato y borgiano el número de los hombres. Crear es una cósmica cualidad, un
poder no tan raro al alcance de los dioses menores, sin mayúscula. Un placer
recurrente y deseante, profundamente plebeyo… Yo, no caí.
Con
falsa ingenuidad teorizaba sobre las condiciones divinas una vez traspasado el
umbral de ultratumba Brell el Viejo, ya en la misteriosa eternidad:
La
proximidad de la muerte nos induce a creer, al menos a mí, que poco a poco nos
vamos convirtiendo en dioses, como aquel que disfrazado de Jesús de Nazaret
bajó a la tierra desde el vientre de una virgen sin saberes ni empleo
conocidos, un zascandil sentencioso el tipo. Hora de volver al cielo, anuncia
el cuerpo maltrecho, y uno se despoja de sus humanas flaquezas y vestiduras
mortales y emprende el camino de regreso a su trono coronado (estragado) por
las espinas de la vida.
Padre,
¿somos dioses? Cada uno, un universo. Un juguete eterno. Atrás quede la
pestífera carnalidad, el caparazón abominable replicado ciegamente hasta la
saciedad siglo tras siglo. ¡Qué elenco de títeres al cabo de los milenios,
desde el australopithecus a este Boceto que burla la medianoche a base de
copas y que de nada se arrepiente porque de todo es culpable! Y se acabó la
feria… y allá dirán, que dijo la porteña.
Padre,
he aquí a tu hijo que, como aquel garañón del festín y el placer que relata el
atormentado Papini en sus diarios, una vez comido hasta reventar, bebido como
un camello y fornicado con dos mujeres a la vez todas las noches, se
tendía cuan largo era sobre su camastro y gritaba mirando el techo: ¡Señor,
aquí tienes a tu bestia tumbada! ¡Haz de ella lo que te plazca!
Una plegaria que se
resigna a la dentellada divina al alma. Un rezo que es desafío: vengan heridas.
Pero el alma no duele, son el cerebro y el sexo los que anudan tus historias de
fantasmas, sentimientos, angustias, duelos…
Padre: baja a la
tierra, te olvidaste de tus pecados. Bonita herencia dejaste. Yo caí también…
pero no hubo frutos, libré al mundo de descendencia ruin (¡qué cruel
persistencia!).
De todo culpable… pero
no lograréis cazarme, no me meteréis entre rejas para ejemplo de disolutos. Soy
escurridizo, soy, mal que os pese, un sobreviviente nato, soy lo que habéis
abortado.
¿Dónde estaba entre
las 10 y las 12 de la noche de ayer?
Estaba en la cama.
Durmiendo, supongo.
¿Puede probarlo?
Bueno,
tardé en dormirme, esa es la verdad. 483 ovejas saltando con parsimonia una
tras otra una cerca pintada de blanco sobre una verde campiña pueden
atestiguarlo. Las conté de una a una sin desmayo hasta la 484, que esta ya se
me desdibujó.
(Tampoco
acabé sucumbiendo en el hospital Necker, bohemio, borracho y devastado como Joseph Roth: todo a
mi alrededor es demasiado extraño, incluso aberrante, no debe ser la realidad.
Creerlo de ese modo me salvaguarda de ella, lo sea… o no, agazapada detrás de
las imágenes, los sonidos, los olores, la plástica desvaída o violenta.)
Padre
¿qué soy?
Contracorriente:
Era
como el aligustre, a la llegada de la primavera me desprendía una a una de
todas las hojas.
Distorsionaba:
El
mejor escritor de todos los tiempos, solía decir Boceto antaño para seducir a las jovencitas hormonadas y con el
tembleque juvenil entre las piernas, es Robert Wiene, un cineasta.
¿Y
eso?
Contradicciones
de algunos oficios.
Wiene
y sus decoradores y fotógrafos de planos escribían con la cámara, cuyas raras
posiciones plagaban la pantalla de tomas y encuadres extravagantes y alucinados
de irresistible fascinación, adjetivaban con el claroscuro de los ángulos,
relataban sin miramientos mediante una iluminación que cortaba como una
cuchilla las imágenes y alumbraba neonato un mundo de sombras y hachazos de
luz.
Todas
aquellas muchachitas olían un poco a agua de colonia, aroma de lavanda, creo
recordar, y a sudor limpio y reciente de axila, muy excitante. Eran pasto de
las sutiles travesuras de la cultura prestada de la que tanto hacía gala el
taimado erudito de dieciocho años Boceto.
Un caligarismo ciertamente interesado: recíprocas masturbaciones periódicas,
golosas y aplicadas felaciones era el tributo bien disimulado por la vana
palabrería del cinéfilo fullero.
¿Tú
sabes cuántos planos tenía la Juana de Arco de Dreyer?
¿Quién?
¿Yo? (Preguntaba la incauta.)
Por
supuesto, él se lo iba a revelar a la ingenua disimulando una inmodestia que lo
inflaba desde los adentros de su alma pecadora, los había contado uno por uno
durante una de las memorables sesiones cinematográficas que prodigaba UHF de
por entonces: otro polvo… y sin gravamen del refresco de cola...
¿Tú
sabías que la profundidad de campo ha echado al cubo de la basura cientos de
planos innecesarios?
Voy
a explicarte en qué consiste de verdad el plano-secuencia y como deja en un
sitio especialmente técnico y secundario a las salas de montaje, meras cabinas
de empalme de fotogramas donde las ínfulas creadoras están de más.
Pues
verás, érase una vez…
Unos días más tarde, o quizás antes, aunque torpe y aun cautelosa, la delicada mano femenina cuasi
adolescente maniobraba en la bragueta, despertaba en un santiamén a la
bestezuela aplacada pero con los ojos de cinéfilo bien abiertos que sesteaba en
la entrepierna de Boceto el
Introductor Cineasta.
¡Qué tipo este bachiller! ¡Qué saco sin fondo de
inmundicias y malos ejemplos!
¿Qué nos lee el futuro profesor?
Otro polvo.
Aquí, entretenido en los discursos forenses del
ilustrado y afrancesado Meléndez Valdés.
Buen provecho.
Y que usted lo disfrute bien.
Desde bambalinas, esperando turno de salida, aguarda (ya
llegará su hora, maquillada lo está) la todavía púber Paula Coloma Espina,
aquella eximia artista y escritora que fue, devenida en amante maorí décadas
después, que no ha de conservar tu cabeza momificada debajo de la
cama: inflama su lujuria el pensar en el trofeo funerario oculto a la vista
mientras el semental de esa noche o la de después lame con violencia la piel
desnuda, vibrante y cubierta de tibio sudor de la adúltera.
¿Qué nos escribe el ínclito profesor emérito cincuenta
años más arte desbaratando el tiempo y saltando porque así se le antoja de una
casilla a otra del espacio a salto de caballo, a base de engañar y engañarse
lanzando al aire un dado tramposo?
Ah, aquella época, bien regada de una cerveza belga tan
espesa y contundente que casi se podía cortar, recordaba el amanuense medio
siglo después al escribir estas líneas, aquellos años donde el mundo se creaba
y descreaba desde la mesa de un café.
Ahora ya es usted bachiller, le dijo el cura desganadamente
despojado del atavío agustino aunque lo vistiera, ya sin lustre ninguno, sin
autoridad ni empaque que le distinguiera nunca más: un pobre hombre vencido y,
a juzgar por su mueca perenne de asco, absolutamente sin fe: un tipo onanista y
triste.
Y en alegre viaje ecuménico de fin de curso y de
promoción a la vez los preuniversitarios se fueron a Italia. Pusieron el pie
los ilustres bachilleres en Milán, Florencia, Roma, Nápoles, Pompeya… Capri
(Postal remitida por el joven Brell al viejo Brell y a los terribles hermanos: Presente no sólo Curcio Malaparte en esta
parte decididamente itálica y marina, se enorgullece además el sitio de tan
espléndida fotogenia de albergar el café con el nombre más extravagante del
mundo: El gato que maúlla como un violín. Al regreso a casa, ninguno de
ellos mencionaría tal apunte de perspicacia turística pedantesca.)
Qué te creías, pequeño monicaco. Vano alarde ante los
tres mosqueteros: un golpe de sus bigotes enhiestos basta para abatirte.
Bah, no importa. Come
me. Boceto no se desanima jamás,
no se deja vencer por la soledad, la desdicha siempre momentánea, el miedo, la
certeza de la muerte que ha de acabar con todo, incluso con él, que no habrá
existido nunca una vez suceda ese trance, pues
él ya no estará en el mundo para saberlo, aunque si será.
El viejo Brell, pirata incruento y bibliófilo
empecinado, era verdaderamente indescriptible, impenetrable, insondable,
escribió a los once años. Por entonces el incipiente escribidor leía La isla del tesoro… o quizás era El conde de Montecristo. No estoy
seguro, tal vez Las aventuras de…
De repente, surge la expresión: montaje de los espacios
vacíos: invita, pues, a ir a la buena de Dios.
Aquel camino estaba vedado. No conducía a ninguna parte.
Este capitán de quince años lo comprendió en seguida.
En ese caso, cualquier cosa que baste para empezar se
justifica a sí misma.
Enterrados en el hoyo telúrico más profundo del sótano
del ficus las humedades de la tierra oscura corroen sin tregua El libro de la selva, Tarzán de los monos, La
Flecha negra, Robinson Crusoe, Cinco
semanas en globo, Ivanhoe…
Y díjose: manos a la obra…
Érase una vez…
San Jerónimo con el enorme libro en blanco del Juicio
Final.
(Y escribirá, blasfemo, con renglones torcidos.)
Me iré componiendo al azar, a trasmano, a la diabla.
Anónimo y mental, aunque algún Charlie de turno asistirá
a través de las rendijas que descuida el beodo a declaraciones chocantes y,
desde luego, imprevistas. ¿Y qué se descubre por esos resquicios? Más ruinas.
A los trece años, sentado a lo árabe sobre el ancho sofá
de cretona del salón, escudriñaba con filosofía cirujana un buen montón de
ejemplares de Mundo Gráfico y Nuevo Mundo que su abuelo materno, el
joyero, compraba todas las semanas con puntualidad rigurosa. Ese mundo, gráfico
y antiguo, encuadernado en volúmenes de gran tamaño, había existido de veras
para su sorpresa, ahí estaban todas esas fotografías que verificaban la antigua
existencia de personas y personajes, ciudades y edificios, espectáculos y
acontecimientos de cualquier índole, había hasta sus guerras, ese elenco
gráfico lo atestiguaba sin duda, sólo que sus abuelos no aparecían en él por
ninguna esquina. Ni siquiera la sobreviviente, septuagenaria y habitante
tranquila en compañía de su hijo el tonto en el chalet de La Cañada, se colaba
en las imágenes, ni siquiera de adolescente, con lo fácil que es a esas edades
meterse donde a uno no le llaman. Se acercaba las páginas a las narices con
cierta cautela, las olía con un poco de asco, y entonces se le ocurría que así
olían aquellos años de atrás, a papel viejo y a polvo inefable, a rancio, así
olían sus abuelos, sus cosas, su mundo que a la postre acababa muerto y
enterrado y sin olores de ninguna clase en cuanto cerraba las tapas de cartón
forradas de piel azul oscuro.
Interpelaba a su madre. Qué, ¿qué hay de todo esto?
Sal cuando antes de ese sarcófago, intrépido fisgón. Y
le quitaba de las manos el libraco.
Él le miraba sin entender su desdén.
Anda, ve a jugar con la botonera del televisor,
recalcaba la mujer sin soltar el libro,
librándose del adolescente sin esperar
réplica.
Pues ser un tipo placebo: ni risa ni llanto; ni placer
ni dolor.
La vana pretensión se mantuvo lo que tardó en pasar
frente a sus ojos el culo de servidora.
Había
más rencor en otras ocasiones:
Soñó
un grito; despertó con la angustiosa creencia que un día aterrorizaría
a sus semejantes.
Treinta años más tarde
el rencor adquiría la aniquilación de todo pensamiento generoso:
¿La experiencia? Un
montón de ruinas, fracasos y muertes. Ni siquiera te pues servir de ella en la
vejez: nada es igual a otra vez.
La muerte se agrieta
de cuando en cuando, y por allí escapan los vivos: un accidente. Después de un
tiempo más o menos breve, la muerte los succiona y los mantiene a buen recaudo
de nuevo. Y esta ocasión, para aquellos huidos, sin que sea posible una segunda
escapatoria.
A Fiodorov se la tenía jurada: ¿A qué la revolución esa de la que
tanto hablas? Meslier, cura él, estranguló al último rey con las tripas del
último cura.
No hay pasado sin tragedia
o… comicidad: tu abuela, cuando aún andaba afanosa de varón, llenaba el arroz
que iba a engullir tu abuelo con hipofosfitos: a éste le falta vida, vigor, se
decía la cocinera con un brillo de maliciosa picardía en los ojos.
Apartaba a un lado los
gruesos volúmenes polvorientos: ¿escribir una biografía de los hombres del
pasado, de los hombres del presente? Mejor recordar (?) la biografía de los
hombres futuros, o de uno solo de esos hombres.
Podría seguir el
repertorio hasta el fin del mundo, el de sus abuelos y el suyo propio e incluso
el de los hombres del futuro. Todos al carajo.
El abuelo joyero tenía
una pistola. A su muerte, Brell el viejo la descubrió en un cajón del
escritorio del difunto. La escondió en casa durante décadas, precisamente detrás
de los volúmenes de Mundo Gráfico y La Esfera, en uno de los estantes altos
de la biblioteca. Ni su madre ni sus hermanos lo averiguaron nunca (¡Fiodorov con una pistola!). Ah, pero Boceto, infatigable sabueso dio con ella
en uno de sus periódicos registros. ¡Qué tipo, el abuelo! (En la noche hágase acompañar de una Astra, aconsejaba sensatamente
el anuncio en aquellas revistas de páginas satinadas.)
Padre, voy a explicar
el comportamiento de los hombres del futuro. Inventaré uno de ellos y escribiré
su biografía.
Estupendo,
mierdecilla.
Tuvo serios problemas
para describir la apariencia de su hombre del futuro (¿con bigote?), y todavía
más con el semblante, incluso con su nombre, de modo que ahí quedó el intento.
Con lo fácil que
habría sido la empresa si hubiese descrito tal apariencia como la de un hombre
actual pero con el alma de un millón de años después.
Le faltaban los
mínimos rudimentos que inspiran una sencilla metanoia para lograrlo si quería
huir de perpetrar un engendro, uno más, de la ciencia-ficción al uso.
No me importa lo
reciente, había dicho el osado mozalbete, lo cual es una sumaria estupidez; me
importa lo por venir, había afirmado a continuación, lo cual es un ejercicio
imperdonable de pérdida del presente.
Leyó la viñeta en un
rincón casi invisible de uno de los números más antiguos de La Codorniz, una revista audaz que olía
también a rancio:
A mí como mejor me ha
ido en la vida es cuando he pasado desapercibido.
Es decir, muerto.
Celebro oír eso.
Usted, caballero, ha entendido perfectamente lo que he querido decir.
Debería escribir un
diario, se dijo el niño aburrido de la inevitable (nadie había que pudiera
corregirla ya) cronología del año 1909 ó 1919 ó 1929, que tanto da.
¿Un diario? ¡Un
seculario precisa éste! En el curso de la misma jornada fluctúa sin reflexión
ninguna del trono a la pocilga. Un día adolescente da mucho de sí cuando va y
viene de la mañana a la noche empecinado en sus entelequias.
Cercano a su mitad el
siglo XXI, desde la perspectiva de entonces un poco más cerca de la eternidad,
un Boceto descreído e inválido poco
resolvía de las cosas, sucesos e intrigas imponderables de su tiempo: viejo y
casi ciego, prácticamente inválido como aquel italiano gruñón, le quedaba poco
tiempo de vida y de luz.
Recordó que Papini confesaba
sus primeras influencias sin pudores mojigatos: Mi primera conmoción
intelectual fue Darwin; la segunda, Nietszche, y la tercera Stirner…
Ahora bien ¿quién es
Stirner?
Sonríe Boceto ante el espejo, a punto de la
mojama. Poder decir tan sólo: mi nombre era X., y esa fue toda la historia de
X. en el mundo de los vivos.
Acudamos a lo eterno
(Calderón).
Ah, Nuevo Mundo. El abuelo joyero (y tantas
cosas más), que evitaba ayuntamiento carnal con la consorte, se masturbaba con
cierta abulia contemplando en la portada de la revista las tacañas desnudeces
de Tina Jarque, estrella frívola, o divagando con los ojos fijos en la muslosa
bailarina Emilia Blanco.
Créate un útero,
atisba de cuando en cuando esa realidad a punto de venirse abajo: este hombre
siempre me ha dado la impresión de ser un duendecillo travieso que asoma la
cabecita pelada con ojos de sombro desde el interior de una vagina.
Variaciones: en
realidad siempre me he mantenido a buen recaudo metido dentro del útero de mí
mismo.
Escribe ciencia abierta:
que todos sean libre de compartir sin temores tus datos.
(Un día se la jugó con
Fiodorov: Grande, dilecto y
bienhechor de la humanidad hermano, he leído en alguna parte que Marx fusiló la
teoría del plusvalor de un tal Thomson W. y un desconocido (para el público en
general) Rodbertus, y asimismo de otros tales Miller y Pechio todo lo que
escribió sobre el materialismo histórico…
No le dio tiempo y
antes de emprender la huida y doblar el pasillo curvo la zarpa del oso
neomarxista le atrapó de un hombro…)
Le daba duro al diario
con su colección de bics (de tinta roja, azul, verde, negra). Un insospechado
cilicio que ninguna satisfacción espiritual le procuraba: si escribes con lápiz
y utilizas la goma de borrar podrás rectificar lo escrito, pero ¿cómo borrar
los hechos de los días pasados?
Siguió aferrado al
bolígrafo.
Siguió entregado a su Querido Diario hasta que…
Sentados a la mesa le
miraban desconcertados los comensales. Durante un tiempo el púber se tornó hombre de pocas
palabras, parecía sacarlas de un dedal. Las destinaba para su diario.
Pero no tardó en
anegarles de nuevo con una verborrea renacida, fuera de todo pensamiento
corrector.
Era imperfecto y
caótico. Chapoteaba en lo albur.
Se componía a sí
mismo, ciertamente, a la diabla, a trasmano…
Era adolescente. No
era artista. Tampoco deseaba retratarse.
Su madre le ignoraba.
Su padre le confundía.
El mundo estaba loco,
loco, loco…, tal la película.
Sus hermanos le
sonreían al cruzarse con ellos, pero eso era todo. Tendrás que aprender por ti
mismo.
A los doce años leyó Las inquietudes de Shanti Andía y a los
trece La vida nueva de Pedrito de Andía,
sin que le chocara para nada la parcial similitud de los títulos: era un buen
lector.
A los quince añadió a
sus apellidos uno más: Sorel.
A los dieciséis
decidió vérselas de una vez con el Ulises
ése del que tanto hablan esos dos.
Pidió consejo llegado
a la página diez. Uno y otro se encogieron de hombros al tiempo que esbozaban
maléficas sonrisitas.
Se bastaba él solo, se
dijo: imperfecto, incorregible.
Iba a rendirse cuando
Nabokov le cogió de la mano.
Tú, limítate a leer y
el espacio entre las líneas se lo dejas al diablo, que se entretenga en tales
vaciedades como los hombres huecos.
¿Entonces…?
Entonces sólo existe
lo que está escrito: los hermeneutas y glosistas son gente pedorrera, de vivir
funcionarial, o docente, lo que todavía es peor, mal alimentada a base de
grasas y alcoholes y con la piel del rostro del color verde de los bichos
rastreros, serpentinos y oscuros, tipos estreñidos que todo los resuelven
inventándose símbolos y dobles sentidos académicos.
Símbolo:
relata Kikí de
Montparnase en sus memorias espurias que una vez posó desnuda de los pies a la
cabeza para Utrillo durante horas, y cuando éste dio por terminada la sesión de
posado miró en la tela lo que había hecho y comprobó estupefacta que el pintor
sólo había pintado una casita de campo.
Anotó en el diario sin
pudor ninguno: efectivamente, soy muy especial.
Tiempo atrás de la Era
de las Lecturas Intrépidas, una epifanía mortificante:
Tenía trece años. La
época era la de siempre. A pocos meses de la catástrofe de Fiodorov. Una mañana abrileña, de regreso del colegio, halló a su
madre en el salón sentada en uno de los sillones junto al ventanal que abocaba
a la Gran Vía con un voluminoso libro sobre el regazo. Era un libro de arte,
según pudo atisbar. Dejó la cartera a un lado y tomó asiento en el sillón
gemelo frente a ella, bañados ambos por la luz del mediodía, marina y cálida,
muy plácida: definía a la mujer muy nítidamente, próxima y hermosa. La
contemplaba con arrobo, mientras esperaba la hora de sentarse a la mesa. Tenía
hambre, pero hubiera deseado que el tiempo se detuviese, que aquel instante
fuese la eternidad. Al cabo de un rato su madre alzó la cabeza, posó la mirada en
sus ojos y le sonrió tenuemente. Él le devolvió la sonrisa con toda la
ingenuidad del mundo, conteniendo el alborozo. Durante unos segundos ninguno de
los dos desvió la vista. Mamá se está enamorando de mí, pensó con absoluta
felicidad. Y casi en seguida, sin que más tarde pudiera explicarse el motivo de
la manera tan torpe de disipar el encanto de ese momento crucial, preguntó con
su voz más infantil: ¿Falta mucho para comer? Su madre aún sostuvo la mirada
unos segundos, pero la sonrisa ya había desaparecido de su rostro. Su expresión
adoptó la irónica indiferencia de siempre. Llevó de nuevo la vista al libro en
el regazo. Qué poco vales, hijo, musitó en voz baja pero perfectamente audible
al inclinar la cabeza de nuevo.
Se quedó tan confuso
que creyó que alguien o algo, en todo caso una mano ardiente y poderosa, iba a
cogerle enseguida por el cuello, levantarlo del sillón y estamparlo contra la
pared.
¿Y el patriarca?
Aparecería cuando
sonara el golpe del gong con el que servidora convocaba a la pitanza. Qué
oriental, qué hogar apócrifo. Ah, el viejo Brell enterrado en la libresca
sepultura de su despacho. Podría suscribir la chocante afirmación de Thoreau:
tengo mucha compañía en mi casa, en especial cuando nadie me visita.
Aquella noche, o
alguna de más adelante, obviemos precisiones harto irritantes, Boceto, se refugió en su diario y
escribió en tinta negra: Sí, el mundo cambia. Todos los días cambia un poco
pero… yo sigo siendo el mismo, aquel niño que pensaba que más tarde o más
temprano el mundo acabaría en sus manos sólo para destriparlo como se
despanzurra un muñeco lleno de serrín o un animalucho sonriente de felpa.
Aún largaría una
anotación inspirada en el rechazo que sintió
al escuchar la prédica del miércoles del agustino de turno voceada en la
capilla: No existe el bien y el mal en la tierra. Puedes estar seguro de ello,
amigo. Dios y el Diablo andan demasiado ocupados en sus pendencias estelares
para fijarse en las nimiedades que resultan del tránsito de los hombres por la humana bola, que diría el De Villegas
sin que le cayesen los anillos al suelo.
Escrito con tinta
roja, pocos días después: Aquella tarde fría y como fuera de todo tiempo, el
crepúsculo se extendía sobre la piedra gris de la tumba de mi madre como el
vuelo sombrío de una ave fabulosa…
Los colores del
escribano sentenciaban los días, las horas.
Dicha. Pena.
Celebración. Incomprensión. Dolor. Asco. Temor. Extrañeza. Aceptación. Odio.
Beatitud… Cada color mil palabras, mil ocurrencias, mil mentiras
Leyó en alguna parte,
y escribió en tinta negra para recordar la siempre postergada fatalidad:
Cada noche me olvido
de suicidarme.
Escrito en tinta
verde:
Daba el reloj las
doce… y eran doce golpes de azada en la tierra… ¡Mi hora!, grité.
Una semana más tarde,
volvió la tinta azul y la serenidad. A media mañana observó cómo sus
condiscípulos y él mismo se abalanzaban al patio a la hora del recreo; a la
noche escribió en la parte superior de la página en blanco todavía: Por
entonces corríamos que nos las pelábamos por todas partes, corríamos a toda
hora sin saber adónde, corríamos más que los tipos de Keystone Cops.
Lo azul en todo su
esplendor (1993):
Bien, padre. ¿Qué tal
la muerte?
No puedes coger nada
con las manos. Es todo como ilusorio. Etéreo y sutil. Y los libros, si no se
tocan… no valen para nada.
El bolígrafo rojo, aún
en sus inicios, afrontaba temas difíciles (1973):
Definió la muerte: se
rompe la cuerda y caes. Se encienden los focos: pues mira, aún se ven los
hilos.
Leyó la novela inglesa
equivocada y decidió resumirla sin que la apostilla delatara su inocencia
(demasiado pronto para andar metiendo las narices de aprendiz entre esas
páginas astutamente calculadas y de una caprichosa complejidad):
Se empeña en querer a
una mujer… Todavía peor, se empeña en que esa mujer le quiera a él. No lo
conseguirá porque escogió el camino equivocado, todo en ese hombre era
previsible. Y a una mujer hay que sorprenderla continuamente (como hace él en
el pasillo respecto a servidora). Al
tipo se le veía venir, obstinado y bruto pero como un perro entregado a su
dueño a fin de cuentas.
A diferencia de Julien
Sorel, quien en todo momento actúa lo contrario de lo que se espera de uno: se
hará con las dos mujeres de su vida, tan opuestas entre sí, tan decididas y
superiores a él en el fondo.
Le dijo (escrito está
en el diario: en verde) a JD. que iba a ser poeta. El otro apartó la vista de
él como de un animal malherido, de lastimosa apariencia: Terminarás comiendo
césped.
O encerrado treinta
años en un desván, o debajo de las raíces de un ficus.
Él se embriagaba de
proyectos dudosos, a ver si iba a acabar echando mano del cloral definitivo.
Mamá decía (mentía)
con tinta azul.
Infeliz, precisaba su
padre mirándole con lástima, tu madre nunca decía, decretaba.
Hay colores para
cualquier palabra.
Tú, sigue leyendo, le
decía el daímon, evita la acción
(ahora).
La frase recortable de
la lectura de la mañana: Drácula, de
Stoker: Señorita, sé que no soy digno de
atarle los cordones de sus zapatos, pero me parece que si tiene que aguardar a
que encuentre un tipo que le merezca me temo que aumentará usted el número de
las siete vírgenes prudentes. ¿Quiere usted uncirse conmigo al yugo y tiraremos
del carro juntos para recorrer el largo camino?
Lógicamente, la
señorita no sabía nada de yugos ni de carros y no estaba dispuesta de ninguna
de las maneras a tirar vaya una a saber dónde.
Paula, querida, alumna
dilecta, ¿quieres uncirte al yugo que arrastra éste tu rendido enamorado?
(Bien la cabalgabas a
la yegua por delante y por detrás…)
Inventó B. una historia, una realidad novelesca
muy semejante a la realidad
¿Y como acaba la
historia?
Acaba mal, como todas
las historias verdaderas que hablan de seres reales y no de fantasmas: el chico
se casa con la chica y tienen una feliz
descendencia o no tienen una feliz descendencia
y luego el chico se hace viejo y muere y la chica también se hace vieja
y muere, no importa el orden de su suceso, y eso es el final.
Las imaginaciones… Qué
lastre. En mí perduran más visibles y acuciantes sin haberse materializado
nunca que los recuerdos de los hechos verdaderamente reales, que poco a poco
terminan disipándose. (En tinta a dos colores, rojo y azul.)
Se excitaba leyendo la
cruzada llamada popular, esa tropa de
inocentes, tanta carnaza que mancillar y someterla a ultraje sin fin, ¿pues no
buscaban a conciencia esos cuerpos miserables tan desprevenidos el martirio,
umbral necesario que daba paso al edén, a la gloria?: cayó extendido y
descomunal un infierno de perversiones, de males irreductibles, y a la vez un
paraíso para los desalmados que acechaban, sobre tal ejército de incautos. Qué
tiempos de fieros guerreros y desafíos suicidas: combatían en nombre de la religión o su creencia y en modo alguno, pues
nunca hubo bandera ni enseñas en ellos, en el nombre del mundo, contrariamente
a como se baten y pierden sus días los hombres de hoy tan diferentes a aquellos
y tan pegados a la moneda, al polvo de la tierra que jamás ha de pertenecerles.
¡Ah, aquellos tiempos de fraude y desorden pero de violentos creyentes! Buena
época de cabezas sajadas y devastadoras pandemias, luchas sin frivolidad y
contención, sólo sangre, ríos de ella, que vertida en la tierra podía ser de
cualquiera sin distinción de linaje, bandera o faltriqueras, tantos finales
aceptados en la batalla con la espada en la mano como desnudas de ella, al fin
heridos por la misma peste que atravesaba silenciosa y mortal la madera de la
puerta: cuando las narices empezaban a sangrar era señal de muerte, y había que
morir. (En tinta roja.)
Da nuecis pueris.
De
todo hubo en la viña del Señor: niños pasados en el asador quemados vivos, a
juzgar por la crónica de la dama bizantina, aunque no sea ésta muy de fiar
historiando una época confusa y terrible: se me olvidan los nombres, afirma la
cronista en la Alexiada.
Quien
olvida un nombre puede muy bien inventar un hecho.
Grandioso
festín la carne tan tierna y golosa: bajo las pringosas mesas alargadas los
perros feroces se disputan los frágiles huesos.
Tierra
sin máquinas, sólo el instinto, y, a veces, el miedo a la furia vengadora de un
dios oculto entre piedras oscuras erigidas a un cielo tan alto que nadie puede
tocarlo con la mano, mueven el tiempo y el rotar de ese mundo: Ser simple,
todavía con el asombro primitivo, sin borrones ni tachaduras… (Página
enteramente escrita en tinta roja.)
¿Para
qué más?
El
Brell medievalista, dispone decidido condumios y viandas, se atufa
infructuosamente ante fogones, desentierra ollas, husmea vasijas.
1984:
hace tiempo que recorren las dependencias del castillo, ya desierto de la otra
prole y huida la castellana, sin sirvientes, el señor con su libro a cuestas y
aferrado al cucharón su escudero fiel.
¿Qué
haces en la cocina, desgraciado?
El
yantar de hoy, padre. Entre pucheros ando.
Al
mismo Dios, tan acostumbrado a ese tránsito, harías vomitar. Mequetrefe,
hiciste escapar a la servidora. A tu lascivia debo estos lodos. ¡Insensato!
Se
ilustró la mentada malamente leyendo libros y tomó las de Villadiego en busca
de horizontes más atractivos que limpiar la mierda ajena. Aún no he conocido
ser humano que no se complique la vida.
Tendré
que huir al restaurante. Yo no me quedo en ayunas.
Un voto de confianza,
comensal escéptico.
No con mi estómago. ¿Y
esos libracos junto a la lombarda?
Amenas
reconstrucciones de madame Oldenbourg y mister Runziman.
¿Y ese otro pequeño,
de tapas negras como la peste?
Mi diario, tomo
undécimo. La época no ha de quedar impune.
Esta cocina es capaz
de envenenar a cualquiera con sus efluvios malignos. (En un aparte.) Yo me largo. (Pone
pies en polvorosa.)
El pequeño libro de
tapas de hule negras y hojas amarillas sin rayar: antojos verbales y
extravagancias sin fin entresacadas de la gran chistera de Gutenberg: buen hoyo
donde rebuscar a lo largo de siglos sin necesidad de andar metido bajo las
inhóspitas entrañas del ficus imaginando males para el mundo que nada le quería
y en ninguna estimación le tenía.
Ejercita el diarista
una letra minúscula: cuarenta y dos líneas por página. Un capricho cultista: La
Biblia en Pasta de Brell el Joven. Qué dislates a cuatro tintas de jovenzuelo
sin prisas, pedantuelo y con los bolsillos llenos de una estupenda asignación
semanal. El diario, trece cuadernos de apretada letrería de nulo valor literario, le ocupó de forma intermitente una
decena de años. Revueltos en un cajón sin cerrar de su escritorio, a la vista
de cualquier intruso lector, jamás despertó la menor curiosidad de nadie.
¿Terminarían en un vertedero?
La realidad se
desgasta poco a poco, se le ven sus costuras, los colores pierden intensidad,
las horas se hacen largas, extrañan por eternas... ¿Qué hacer?
Las drogas duras (?)
siempre las he probado en el cuerpo de los demás desgraciados que se han
aventurado por ese camino. Lo que más me admira de ellos es el camino de
vuelta, el retorno a una existencia que les acribillaba. ¿Cómo se las apañan
entonces estando vacíos por dentro? Les propinas un suave golpe sobre la carne
y suenan a hueco.
Se han acartonado o
los rellenan de serrín o les dan cuerda, a rodar.
¿Y tú que haces con la
bebida?
Es como el juego del
escondite. Sólo juego con la botella cuando la descubro detrás de la
charlatanería de los demás, del ruido quejumbroso de alguna puerta o sumido en
la oscuridad debajo de la cama de los insomnios.
Un tipo confesó en una
ocasión que cuanto más destrozado estaba por el alcohol, sabiéndose un caso
perdido, a punto de acabar en el cubo de la basura, no se suicidó porque sabía
que una vez muerto no podría volver a beber.
Tuvo suerte, dejó de
emborracharse y logró volver a la Tierra a través de un universo gusano, y,
además, siguió el consejo del marinero escarmentado por los males del querer:
lo más sensato que puede hacer un hombre en este mundo es envejecer, así que
mejor será que te dediques a ello lo más pronto posible.
Universo gusano…
¿Quién le puso la música a ese itinerario mágico?
Kuprick.
¿Propia de zarabanda o
danzón?, ¿de polca o minué?
Con música de ritmo
ternario, cuyas frases constan por lo general de 16 compases, en aire vivo.
¿Y eso quién lo dice?
DRAE.
Qué épocas
impredecibles, que los libros de papel, especialmente los diccionarios y las
enciclopedias, sólo sirven para acumular polvo. El polvo de los tiempos pasados
que implacablemente ha de sepultar asimismo los saberes del futuro.
También el olvido se
agrieta, y entonces asoma ante tus ojos el recuerdo, fogonazos de una memoria
que es una colosal masa ora ardiente ora gélida que se abre paso entre las
fisuras.
2008: la gran
enciclopedia de más de cien tomos: pero nadie desenterrará los muertos
ilustres.
Ahora, es polvo.
La buena tierra,
dicen.
Libros como tumbas que
nadie volverá a profanar con su ignorancia o su curiosidad de ocioso.
Pero la imagen le
sobrevino como un disparo, una bala luciente al sol a cámara lenta dirigiéndose
al entrecejo: un tiro en la cabeza con todas las de la ley: lo que despuntaba por
ese boquete deslumbraba.
Hay recuerdos que
matan, leyó en la portada de una novela de quiosco.
¿Qué habrá sido de
él?, ¿de los hijos huidos?
La muerte del padre ni
resucitó a uno ni hizo volver a otro de donde diablos estuviese, si es que
encontró un lugar en el mundo para un tipo como él.
Entre la mierda seca
de las cabras, quizás. Le tiraba el monte al primogénito. Quién sabe, lo
natural es que haya sucumbido a su propia ruina como hombre que quiso
desbaratarse a sí mismo para renacer de una boñiga. De eso no es posible huir:
si lo consigue, ya es otro, nunca el que era.
(Cuanto qué saber aún,
observa JD., el hombre de tierra, con los ojos quemados por el sol fijos en el
cielo y, a veces, mientras espera, y podría esperar hasta el fin del mundo,
posándolos en derredor suyo, un panorama vasto y natural que contiene más de
mil nombres e incontables tonos de color, multitud de formas dispares, cientos
de seres vivientes, chicos o grandes, acechando escondidos. Un saber que
desenredar en este momento naciente del día. Y el agua. Cielo, sol, tierra…
¿Lloverá o no lloverá?, y esa pregunta resume una contemplación dispersa e
inagotable. Enciclopedia, se dice, como buscando un título para un poema.
Paciente y en sosiego, se apoya inclinado sobre el extremo rocoso de un peñasco
que se encarama gris y sólido en la cima transparente y azul y verde de la
montaña. Entorna los ojos y aspira profundamente varias veces el aire húmedo de
la primera hora clara y rasa del amanecer. A sus pies, el perro pequeño, lanudo
y de ojos tristes, también del color de la tierra, le mira indeciso. Rueda el
día, avanza la mañana. Debería llover, reverdecer el agua la siembra, fabricar
el alimento de todos los días. Ha de llover. Se levanta viento. Al este,
todavía lejos, se divisan en el cielo grises franjas alargadas que han de
negrearlo por los cuatro puntos cardinales en poco tiempo a medida que, ya en
forma de nubarrones, se ciernan sobre la cabeza del labrador. El azul se torna
oscuro, igual que el verde de los matorrales y los troncos de los árboles, pero
el aire que se aviva platea las ramas del olivo al alborotar sus hojas. El
cielo sombrío y fértil parece haber llegado a su destino en volandas del viento
de un mar muy distante de esas montañas. Todo parece quieto de repente, suspendido
como en un cuadro. Y a mediodía caen las primeras gotas, gruesas y sonoras
sobre la tierra, mojan el alzado perfil sereno de quien plantó la semilla y
ahora sonríe confiado.)
Boceto: Estos hombres de la tierra, qué
obcecación grotesca. Hombres del año mil… Todavía sin cota de malla, que la
época aún anda atrasada, blindaré la brúnica. ¿Cómo taparse las narices para
mitigar en parte el penetrante olor a mierda que despiden los suelos y el
cenagal de las calles, las negras piedras de las fachadas y estos mis…
¡semejantes! pordioseros ataviados con ropas toscas? Duermen sobre un lecho de
paja, meten los dedos sucios en el cuenco de madera para coger el pan reseco y
el pedazo de carne corrompida, se lavan la costra de la piel con ceniza… El
mundo todo es una pocilga, todo el abecedario una docena de gruñidos, toda la
enciclopedia el sol que calienta, la lluvia que fertiliza la tierra, el frío
que atenaza, la esmirriada cosecha que alivia la hambruna. La aritmética del
diablo que se burla de ese hombre, de ese instrumento risible creado no se sabe
para qué (divertimento o herramienta para el vasallo, para el noble, para el
señor, para el clérigo, para el dios). En este 2008 veo tu rostro de barro, JD.
La lumbre de sebo te descubre encorvado, resquebrajado por el sol furioso del
estío, apabullado de carencias, un
caminante sobre el fango que eleva la vista a un cielo veleidoso siempre
enemigo. ¿Este era el desafío? ¿Y para qué las prisas y los afanes? Pero dejemos a este pequeño hombre en sus
pequeñas miserias…
(Entonces, como una
jugarreta del azar, los ojos escudriñan el escondido y no el figurado sentido
de las líneas salidas al paso en un trozo de papel: si el tipo es inteligente
es igual que escriba una carta que un poema épico: un inevitable resplandor, fugaz
aunque potente, alumbra un nuevo entendimiento, esclarece los presentimientos.)
Tinta verde: Hay cosas
que, simplemente, no pueden explicarse cabalmente, sólo es posible contarlas,
tú notas sobre la piel el aire, pero JD…
Tinta verde: Una vida
que, como esas pinturas rancias sólo por el tiempo, se nos ofrece craquelada en
alguno de sus ángulos, lo cual no impide que la visión de conjunto sea
perfectamente inteligible: Fiodorov.
Otras vidas, otros
juguetes rotos.
Escritas (a ser
posible) con todas las tintas.
Boceto: tiene varias toneladas de papel donde
meter los ojos y ensuciar las manos. Se libró del ficus. Tiene la cueva del
cofre, tiene la isla del tesoro. Brell el Solo, El Heredero Universal. De esa
gruta no se sale indemne, de esa monstruosa piel de letras… ¡pero éste sí!
Profesor, háblenos de
Goya.
Y Lucientes.
(¡Dichosa tabarra!)
Toda tu historia, la
de tu padre y también la de tu madre, la de tus hermanos, el mundo, la vida,
una montaña de papel y de libros: la lengua escrita la entiendes, y descifrar
lo que se oculta detrás de las líneas no es tu oficio, no es de menester. Lo
literal es, pues así se presenta.
Inmortal ni Dios,
ningún dios: cuando tú mueres, mueren todos ellos. Tú les haces testigos de tu
excursión; tú los matas al hacer el último mutis en una obra sin pies ni cabeza
contada por un idiota mudo a base de gruñidos y que no sabe si reír o llorar. Y
en esas estamos, Crispín.
Tinta negra: Cuna y
sepulcro a la vez.
Qué sueño, ni siquiera
materia fue, pues acabas en polvo o en cenizas.
Nací… ¡si esto es
nacer!
Parte para Polonia,
que allí pasan cosas.
Tinta roja: Es hombre
inclinado a vencer lo imposible. Dice: a lo imposible dale forma y asunto
concluido.
Cuantas cosas pasan en
un sueño… ¡si supiéramos!
(Fue tu maestro un
sueño.
Lo es la vida:
La punta de la guadaña
te propina golpecitos muy delicadamente en un hombro: vamos, vamos, es hora de
despertar.)
Nuestro pequeño
Quevedo… Se burlaba su padre al fisgonear entre sus papelotes en cuatricromía.
Noli me tangere, padre: pues no tocas
un libro, tocas un hombre, y no es locura.
Un hombre
pintarrajeado por el bolígrafo cuatricolor y biografiado en tinta negra.
Un hombre que sufre y
que, a diferencia de aquel otro que fue el hombre y estaba allí, nada entiende
y ha de desenredar y desentrañar el mundo con la punta de la pluma (la punta
del tungsteno), ¡vamos, hombre…!
Mundo imundo:
Lo agujerea y lo mira
por dentro, se desliza al interior como si fuese un gusano: ojalá pudiera
pudrir el mundo desde sus mismas entrañas. Al final, a punto de desplomarse
sobre sí mismo como una manzana putrefacta, tú el gusano asomarías la cabecita
ante el público en general con ganas de aplauso, mirarías a un lado y a otro,
sonreirías con inocencia, levantarías la manita: he sido yo, he sido yo, yo
creé el mundo.. el universo todo.
¿No será mejor meter
las narices en lo que otros escribieron? Al menos se libra uno del coste
intelectual y la pérdida de tiempo que eso supone, horas con la pluma en la
mano, mirando la ventana pero no lo que hay más allá de ella, y eso es lo más
triste, encerrado en lugar de estar rondando con provecho en el lugar donde se
esconde la dicha, donde se celebra la vida buena o mala.
Porque, Charlie, basta
con la dicha: los dioses te cuchichean en el oído en el momento de nacer el dictum, ahí te endosan el fatum, la pena o la ventura, la fortuna
o la intemperie.
Serás feliz.
El sol te fundirá en
la tierra.
Te matarás por tu
mano.
(Estos Brell parecen
el magro surtido de una caja de galletas poco selectas.)
No puedes rebelarte,
aunque sí engañarte durante todo el tiempo, como el tozudo Sísifo. En medio de
la frente se dibuja harto reconocible la soga que te ahorca, el estiércol que
te sepulta, el sosiego del que ha hecho las paces con el mundo y con la muerte
y se deja llevar por el vaivén mundano sin dejar de hablar consigo mismo, como
el poeta, pero sin preguntarse nunca nada de lo que no sepa ya la respuesta,
una mera retórica de flaneur
tranquilo en busca de la tercera copa del día.
Veía las cosas con los
ojos de la calma, disimulando el secreto divertimento que le entretenía
contemplando a sus semejantes en su laberíntico zigzag.
Se dice: no precipites
el día, pacta con su fragor y la absurda manera con que reparte suerte a lo
largo de su curso: un ataque cardíaco fulminante, un billete de lotería
premiado, una mujer o un hombre que se
te ofrecen… La noche ha de llegar.
¿Quién era ese
escritor que sólo salía de su apestoso estudio cuando percibía que afuera, en
las calles, reinaba la melancolía?
El mismo que decía
cuando una desgracia asolaba su país que hasta el cosmos le era hostil a su
pobre patria… El cosmos, que nada entiende de refriegas y padecimientos
humanos.
Con la cabeza vuelta
de nuevo sobre la cuartilla, pluma en mano:
El día, una pequeña
molestia. En fin. Y escribe que te escribe.
Una curiosidad pequeña. Anota:
En París, 14 de julio.
Hace frío.
(Un frío tórrido.)
Estos diaristas…
El cosmos, que es el
verdadero dios de todos los otros dioses, qué te parece: somos insignificantes
y por eso paradójicamente nos creemos que somos
en un universo que nada sabe de nosotros ni de nuestras miserias y grandezas,
de nuestra paupérrima condición: a los ojos cósmicos una simple ola, una
marejadilla, es suficiente para aniquilar a cientos de miles de seres humanos,
un virus, de cualquier época, salta de la oscuridad y siega millones de vidas,
una roca venida del espacio se estrella contra la Tierra y es capaz de
esquilmar y oscurecer el planeta durante cientos de milenios, sino millones de
años.
Se escribe lo que se
puede... sin ser cronista de nada.
¿Escribir? ¡Con tinta
de calamar!
Cualquier palabra, sea
incluso conjunción copulativa, vale su letra en oro: Sólo aporreo la Olivetti
Lexicom-80 de carro grande (una auténtica ametralladora) si renta dividendos
aun por mínimos que fueran (JD.).
En París Charles
Baudelaire, joven poeta inédito, un mar de dudas por entonces, fue a pedir
consejo a casa del conocido poeta édito Théophile Gautier.
Éste tenía las cosas
muy claras, la experiencia es un grado, y la edad, aunque no sobrepasase en
mucho la del otro, toleraba una refinada insolencia a la par que el disfrute de
una malévola y secreta diversión:
A usted, joven, ¿le
gustan los diccionarios?
Baudelaire asintió.
Hábleme de su higiene
íntima.
Baudelaire lo hizo.
Está usted en el buen
camino: en esas dos premisas iniciales se asienta el verdadero talento:
sobriedad y conocimiento. Lo demás le vendrá por añadidura.
JD. era como, suele
decirse, un verdadero filón de donde extraer multitud de ocurrencias propias basadas en sus personales atisbos, esclarecimientos
o meros apuntes al desgaire, podía uno, al tiempo que entrar a saco sin el
menor escrúpulo, mistificar aquel acervo de pequeñas agudezas o pensamientos
apenas esbozados. En efecto, ¿cómo iba Bocetus
a
ignorar al doctor Aken que le suplantaba con absoluto descaro incluso sin una
copa en la mano? En cuestión de segundos ya se veía con la lanceta entre los
dedos y el embudo de hojalata en la cabeza. Meter las narices en esa masa
viscosa del cerebro ajeno, hurgar con los deditos por entre su textura
resbaladiza… Toneladas de papel.
JD. es un lugar común,
piensa.
Lee (vuelve a recorrer
esas breves líneas manuscritas sin experimentar pasión alguna) una carta de
Teresa Brauner dirigida al hermano ausente, y que éste no pudo leer nunca:
llegó directamente al domicilio familiar en días previos al otoño de 1994,
cuando aquél ya había desaparecido cuatro años antes sin dejar constancia ni
pista alguna del destino al que se precipitaba. La mujer le anunciaba su muerte
suicida por agua. No faltó a su palabra: se ahogó en Malvarrosa una semana más
tarde de la fecha que encabezaba la carta remitida desde la misma ciudad de
Valencia. La encontraron poco antes del amanecer completamente desnuda, una
vestal blanca y fría flotando en el mar mecida por las olas cerca de la playa
todavía bajo la luz resplandeciente de una luna de otoño.
¿Quién era esa Teresa
Brauner?
¿Quién es esa que no
quiso morir vestidita de azul?
¿Aún jugamos a los
rompecabezas?
¿Qué tipografía para
tales menudencias cósmicas?
Garamod redonda de
caja baja. Venta final de edición al público: dos pesetas página. A fin de
cuentas, ¿existirá un lector para estos pequeños desórdenes biológicos,
poquedades planetarias sin trascendencia ninguna?
Yo supe quien era la
mujer. No tanto acerca de quien años más tarde fue artista consagrada y al cabo
suicida.
Aquella mujer tenía
tantos amigos que finalmente, como era de prever, murió en absoluta soledad. El
componente ingenuo de su carácter, muy bien disimulado en el aspecto social de
sus múltiples relaciones, le hacía confundir la familiaridad y hasta la
campechanía del trato de los conocidos para con ella con lo verdaderamente
esencial de la amistad, algo que jamás exige el forzamiento o la impostación
del ritual de sonrisas a destiempo, los gestos demasiado elocuentes y las
frases hechas, esos ofrecimientos dispares que se disipan en el aire vacuo y
protocolario de la nada cortesana poco rato después de haber sido prometidos.
La sonrisa de etiqueta es una cosa del todo efímera, un mero dibujo… animado,
fugaz.
Existen personas que
no son del ayer ni del mañana, se hallan para bien o para mal plenamente
vástagos del presente que es el que los conforma. En él se saben muy
enraizados. Sobre todo, libres. Ni sienten nostalgia del tiempo pasado, tal vez
porque lo consideran una simple referencia intelectual olvidable, ni confían
esperanzados en los días del futuro, al que no entienden. Para estos contemporáneos del instante, si el
presente se viene abajo a traición, y siempre acaece de tal modo, por el motivo
que fuere, personal, económico, social o ideológico, no queda nada, sólo el
abismo que no tarda ni un parpadeo en engullirlos sin que ofrezcan la menor
resistencia. No se sienten víctimas del azar inexplicable ni de sus propios
errores existenciales y torpezas de naturaleza sentimental, sino estafados y
burlados cruelmente sin comprender las razones de esa inesperada afrenta.
¿En qué lonja mercaba
la heroína?
En la del espíritu.
Teresa Brauner, de una fisicidad apabullante, al igual que su obra,
profundamente matérica, resolvía su pathos desde un misticismo que se diría
ajeno a su formalidad exterior. La alentaba una secreta piedad por todo al
tiempo que una misantropía nunca revelada y mucho menos compartida ni siquiera
en los momentos de mayor debilidad. Una mixtura donde se yuxtaponían de modo
inquietante el asco, la angustia y la misericordia. De estos mimbres, devenidos
material estético, urdía una conformación inteligente y subjetiva a la vez que
conjeturaba una definición del mundo que la rodeaba y la plástica que lo
representaba mediante una sintaxis visual y primigenia, desde luego insólita,
que al cabo propendía al esclarecimiento íntimo y paradójico: el mundo la
descifraba a ella y no al contrario. Una especie de alquimia bienhechora que
conseguía serenar una conciencia siempre al rojo vivo: tat tvam asi.
Pero ¿cuál es el
proceso que conduce a ese reconocimiento de sí mismo?
Empezaremos por el
final... Pero en lugar de retroceder en el tiempo ¡seguiremos hacia delante!
El último cuadro que
se halló en su estudio era una prodigiosa y nada hermética reducción semántica
de mínima signología y un cromatismo desleído al máximo, apenas perceptible. Se
diría los rescoldos, lo residual de un espíritu ya sin llamas plasmado de forma
simplicísima. Un canto significante que alejara de sí cualquier intento
hermenéutico: tat tvam asi. Eso eres,
y no otra cosa amasada de suposiciones y equívocos interesados.
Y lo que ves es lo que
ves.
Devino asceta del
arte, pero optó por el agua, sólo había que dejar la tierra al avanzar un
pasito más allá, y no por el fuego, más destructivo y purificador.
No era un cuadro, era
una declaración y también era una firma, aunque no estuviese signado por la
artista que a poco de reconocerse como tal descreyó enseguida de una autoría,
pues se le antojaba odiosa, que respaldaba por añadidura lo meramente
mercantil.
Y tampoco tenía un
título que lo amparase innecesariamente.
¿Cómo se llama?
No se llama.
Inclinado del revés
sobre la pared, puede venderse o regalarse, embalarse, desembalarse y colgarse
enmudecido y huérfano en el salón frente al televisor, tornarse invisible al
paso de los días, desmaterializarse, pensaría sarcástica y triste, antes de
salir del estudio y dar el portazo definitivo a su sancta santorum, allí donde los cuadros sólo dialogan con su
creador.
¿Despojos? Valdrán su
peso en oro.
Dividendos de la
muerta.
Ya no ama la
materia... (Está el agua. Todo lo borra.)
Su último cuadro, de
lienzo de muy poco grano esta vez, era casi blanco, grande y vacío.
Una tenue veladura, ni siquiera una mancha, acuarela, agua
azul, plata, rosa..., recorría el espacio escasamente tangible.
(Échale vinagre a esa
página, no hay manera de descifrarla.)
(Aquí estoy yo, incapaz de fundir, de ligar todo lo extraño que he
visto… La vida fluye entre fragmentos entrecortados que pertenecen a sistemas
distintos: la conciencia ilumina la secuencia de los fragmentos unidos, igual
que el todo ilumina un pedazo de nube.)
Los papeles de JD. (o Fiodorov o…), madeja de enredados
fragmentos: un pozo sin fondo mucho más impenetrable que las negras honduras
del ficus cuando ya has dejado atrás la infancia y la pobre fantasía se ve
machacada por una realidad no menos inextricable.
En lugar de achicar tu
corazón con esos desmanes fratricidas dedícate a leer coffe-table-books. ¡¿Leer?! ¿Cómo leer? Hojear, pasar página de
delante a atrás, o de atrás hacia delante, como debería hacerse con la vida,
pasar las páginas como el que oye llover, un entretenimiento que no requiere
mayor dedicación de exégeta ni intrusismos incómodos: que los diablos, todos
ellos, nos libren de las curiosas martingalas de todos los dioses y su seriedad
de burro.
Se perdía en el centón
magnífico, centenares de papeles que en nada concluían, borradores de días,
proyectos inviables, esbozos, aconteceres, hasta el suceso nimio, la vaciedad
doméstica.
Releer al Shklovski de
Viaje sentimental (Recuerdos), una
seductora amalgama de todo lo que concierne a un intelectual enraizado asimismo
en todo lo vital. (JD.)
1983, Teoría de la
Mujer Matemática, se lee escrito por la mano de Fiodorov como encabezamiento de un folio que alcanzó tan sólo la
media docena de líneas, por lo demás absolutamente ininteligibles, una letra al
desgaire, de leguleyo a la fuerza y al que cada día le mortifican más los
honorarios de su desgana acorralado por la
rutina.
En esos papelotes, paperoles, todo son como grietas que se
abren a lo oscuro o, en contadas ocasiones, permiten que entre la luz del sol
del presente para desvelar lo desconocido del pasado, nos concierna o no.
A Boceto, hoy, abril de 2008, le cuesta imaginarse a su hermano Fiodorov soportando chinchorrerías entre
oficios y enredos de abogado hasta el día de su ahorcamiento. En cuanto al
otro, ya no puede ni imaginárselo de una manera cabal.
¿Por qué hacer burla
del primogénito? Descubrió pronto todos los secretos de aquel, y ninguno de
ellos era humillante para él o lesivo para alguien.
No existe un biógrafo
cabal de todo de quien, nadie es enteramente descifrado.
Por desgracia, no se
trata de la divertida excursión al desván de los abuelos, ni dar el portazo y
esconderse en el ficus. Todo ese desecho de testimonios, de heces, de vida
ausente logra atravesar la coraza de la piel y acribillar la carne.
Sólo es papel.
Bastaría una cerilla para aniquilarlos sin mayor contemplación.
¿A estas alturas nos
plantamos con una meditatio mortis?
¡Qué te parece!
(Sin embargo, un
hallazgo inesperado le produjo una desazón que persistió durante días: encontró
en una carpeta abultada de decenas de recortes de reseñas de libros viejos y
críticas de libros tres cuadernos de espiral colegiales sujetos por una gruesa
goma elástica. Estampado en tinta negra en el primer cuaderno de tapas rojas,
un título en mayúsculas LAS NIEVES
PERPETUAS. Una novela escrita a mano en tinta estilográfica, seguramente
primeriza que un escrúpulo mal entendido le impidió a su hermano destruir. Y
otra vez a Boceto se le impuso
idealmente la imagen de la cerilla purificadora: se juró a sí mismo que no la
leería jamás.)
Como no sabe lo que
quiere, lo quiere todo, piensa que creía
el otro.
Luego llegó la sangre…
Siempre la hay.
(El río bajó lleno de
sangre. Hay mucho daño arriba del cauce antes de alcanzar el valle. Hubo gresca
de la buena, cruce de navajas… interior. Se hizo sangre. Hasta aquí ha
llegado.)
Y entre todo aquel
maremagno, ¿utilizará el escalpelo? Henos aquí con un nuevo doctor Aken, sólo
que en esta ocasión él es el idiota.
Deja que fluya el río,
aun con sangre, que se tiñan las aguas claras del color que siempre estremece
la conciencia dormida. La muerte y la memoria en technicolor. Pronto ese
turbión de agua volverá a desfilar cristalino ante tus ojos.
¿Burla del ahorcado?
He aquí que estás solo
y vacío. Un muñeco roto. Y bien que lo disimulas con tus Charlie (Camus: la
embriaguez es lúcida) y entreabrir los ojos (que ese mínimo resquicio impida
todo lo posible la grosera figuración del mundo, sus colores chillones, su
fragor de desgracias) únicamente para no darte de bruces contra una farola o
tropezar con el indeseado transeúnte nocturno salido de una esquina tan
desarmado e impenetrable como tú.
¿Qué hacer? Si
descubres el fallo del mecanismo vital en los otros quizás puedas reparar tus
propias averías.
Tu padre también
amontonaba suplementos culturales.
¿Y eso?
¿Qué quieres? El
pensamiento es un potro desbocado, y no es precisamente la memoria la que hunde
las espuelas en su carne.
(Se escribe, me dice
el poeta de Brooklyn, en páginas amarillas, pero
no se lee en páginas amarillas. ¿Para qué resucitar a los muertos?) Todos
los poetas de Nueva York, y que ellos creen que son todos los poetas del mundo,
escriben en blocs de tapas de hule negras con las páginas amarillas rayadas. Y
así van las cosas de bien en el mundo de las letras.
A ti te basta con
Charlie: sin pluma y sin páginas… blancas.
Mi padre rompía
(indefectiblemente) todos los suplementos literarios que leía, incluso antes
que los mismos diarios que los albergaban, que a veces durante días reposaban
doblados sobre el asiento de algún sillón de orejas de la casa del pasillo
curvo.
Sin embargo, guardó en
un cajón de su escritorio el suplemento Libros, de El País, de fecha 28 de julio de 1991, poco menos de un año antes
de morir y a un año casi justo de la muerte de Fiodorov.
¿Qué había en esas
páginas?
Es un suplemento de
pocas páginas, ocho en total (aunque en realidad son seis), como suele ocurrir
en los meses estivales, que todo parece provisional y llevado a cabo como a la
fuerza, por mera inercia o, peor aún, por una simple costumbre cercana a la
desidia, un escamoteo en el fondo, le deja al náufrago del terrible verano sin
uno de los escasos maderos a los que aferrarse. Una de esas dos páginas,
desechables para la mayoría de los lectores, la contraportada del suplemento,
por así llamarla, la ocupa el aviso del Fondo de Garantía de Depósitos anunciando
calendario y lugar donde se efectuarán los pagos de las cantidades aseguradas
de sus depósitos a los aliviados suscriptores de las imposiciones a plazo fijo
en una entidad bancaria que se ha ido al garete (con todas las de la ley). La
otra página, interior, nos ofrece la imagen edulcorada (mujer, niña y niño de
piel clara y rubios como el sol; el caballero, un sonriente pater familias que eleva los brazos al
cielo en gratitud por los dones recibidos, se toca la testa con un sombrero de
paja que le llega hasta los ojos ocultándonos el color de su cabello) de una
familia feliz en bañador bajo una sombrilla con el mar a sus espaldas y la vida
y todo el tiempo del mundo por delante: al parecer son, o van a ser mediante el
pago aplazado, los afortunados propietarios de un apartamento junto a la playa en un marco incomparable de paisajes, sol, ocio, exclusividad y máximo
confort. (Pasado el tiempo, pongamos los veinte años poéticos, todo puede
haber acabado en oro o en mierda: la postal continúa viva como entonces y el
sol sigue brillando esplendente para esa familia feliz a orillas de la mar o ha
habido divorcio rencoroso, la niña se ha quedado tuerta de resultas de un
puñetazo que le ha propinado una rival a las puertas de una discoteca de moda o
el niño se ha matado a lomos de una motocicleta yendo y viniendo de la ciudad
al apartamento playero.)
Como dijo aquel, no
hay nada más fatigoso que ser inteligente todos los días y darte cuenta de la
enojosa vulgaridad que te rodea a cada instante.
Otros avisos y
anuncios, incluso esquelas, se entrometen en la parte inferior de las páginas.
Una de las esquelas recuerda el aniversario de la muerte de un político liberal
de reconocida decencia moral. Dos avisos proclaman a las claras las tendencias
unánimes del ocio nacional: una corrida de toros en Las Ventas de Madrid a
celebrar a las 7,30 de la tarde de esa misma fecha 28 de julio y la renovación
de abonos de una entidad futbolística deportiva para la temporada 1991/1992. A
destacar en otro de los anuncios, el que anticipa el sumario completo del
número 14 perteneciente a julio y agosto de 1991 de una revista de pensamiento,
un par de trabajos de indudable interés: sendos artículos de Javier Marías, Malcom Lowry en la calamidad, y del casi
olvidado Antonio Gramsci, Casa de citas.
Año VII, numero 302 / Domingo 28 de julio de 1991.
Son muchas las cosas
que nos llaman la atención. Incluso en el desastre, guarda la calma.
Se ha dicho repetidas
veces.
Querido padre muerto,
de acuerdo tu estricto código de comportamiento cívico, al que siempre
doblegaste tus instintos de animal satisfecho y, por encima de todo, de animal
libre de culpas (como aquél, sobre mis espaldas, nada; sobre mi conciencia,
todo), la estética nos faculta, o debería hacerlo, para desvincularnos de cualquier
compromiso social que perturbe siquiera mínimamente nuestro bienestar
espiritual.
El remordimiento es
una pérdida de tiempo. Algo masoquista, infantil sin duda: rememora inútilmente
un dolor o una actuación poco noble imposible de rectificar o quizás una
conducta infame que transcurrido el tiempo impide la reparación debida.
No hay goma de borrar
para eso, y la contrición sólo atañe a las ofensas perpetradas a algún dios o a
la gazmoñería de los que se esconden tras la urbanidad cortesana.
¿Qué más se puede
pedir en una terrible tarde estival al margen de la lectura sosegada de un
suplemento literario aun poco generoso de páginas?
A las cinco de la
tarde, una hora verdaderamente homicida. Hasta las corridas de toros huyen de
celebrarse en la actualidad a ese horario torturador.
A las cinco de la
tarde.
El sol calcinante
desvela los sesos.
Lo pregona en tipos de
caja ancha el primero de los lenitivos intelectuales que se van a degustar:
Al final de la
escapada.
Alcohol, drogas y
homosexualismo. De remate: el suicidio del
varón primogénito con el cristal de los espejos donde se adivina la faz
universal de Dorian Gray.
Una suculenta
merienda.
¡Cómo sois los padres!
Nosotros, los hijos,
desconfiamos de la grandeza, y huimos de los magos y hechiceros, pues nos hacen
fáciles presas de sus trucos y ocurrencias.
La muerte fue
bondadosa con él, con Mann, y el año que murió estuvo iluminado por la gracia,
escribió la hija del padre, olvidando con deliberación la muerte del hermano
que también fue hijo.
¿Hablamos del padre o
del hijo suicida?
Un diario es algo muy
peligroso… si antes de morir (o matarte) no lo destruyes. Hay muchos ojos cuyo
único cometido en esta vida es devolverte tus propios venenos con la mirada y,
una vez desaparecido, retratarte con los pinceles del ultraje y la mentira. Un
diario es un amigo poco de fiar: todas las confidencias que le hagas acabarán
siendo comidilla en el ágora.
Uno confiesa que odia
a su madre y aborrece la vida a que esta malvada le condenó. Otro no duda en
registrar como si tal cosa que le angustia sobre manera usar la talla 4 de ropa
interior en lugar de la 5. En fechas posteriores se preocupa de la afición de
su hija por los derivados de morfina… ¡Qué difícil ser padre!
¿Qué difícil?
Mientras, la hija le
reprende su descontrol al descubrirle extasiado ante la figura del camarero,
sus ojos hermosos.
Al final de la
escapada, nos advierte el encabezamiento de la crítica de un libro que desdeña
paliativos mientras reseña el pavoroso periplo existencial de un escritor
abocado por su origen al desorden primero y después a la fatalidad inevitable.
Al final de la escapada fue una
estupenda primera película de largometraje escrita sin mayúsculas y rodada a
trompicones valiéndose de una silla de ruedas y un motocarro por un cineasta
ejemplar y tozudo en sus convicciones políticas y estéticas.
Al final de la
escapada está el asco, el hastío de saberse una repetición día tras día a
pesar, o acaso por ello, de saberse joven, demasiado joven, de ahí la mueca del
actor caído en el suelo instantes antes de morir, del desprecio hacia los
otros: puta.
Una película, dijo
Hollywood con el puro en la boca, es una chica y una pistola. En esas estamos
también al otro lado del mundo en blanco y negro, con una chica mala o buena,
que da lo mismo, y una pistola que dispara o no, que igualmente importa poco.
Uno hace cine
experimental, cámara al hombro, con luz natural y en la calle, porque es más
barato. Basta con la audacia del proceso y la habilidad (o ingenio) del
montaje.
La trama en el cine es un decorado tramposo
sólo apto para tipos primitivos.
¿Tú sabes quién era
Maurice Sachs?
¿Quién? ¿Yo?
El citado Sachs
escribió una novela que se titula Abracadabra.
La chica, más tonta, inútil y puta que mala por echar a perder delatando a la
policía a un amante que la merecía más que nadie desde el momento que se
descubren uno a otro en los Champs Élysées, es al parecer la propietaria del
libro.
Asimismo, antes del
final, una bien timbrada voz femenina, la de la chica más tonta que mala, nos
lee en un inglés perfecto la grandiosa declaración de amor a la vida, puesto
que no hay que esperar otra en el más allá, del señor Faulkner.
Al final de la
escapada tienes en tus manos 20 días de rodaje, miles de metros de film con los
que configurar una historia con el corta y une de la moviola, que no una trama, una rendija a través de la cual
se puede entrever toda la grisura del mundo condensada en una trivial jornada
parisina donde se entrelazan diabólicamente el azar, eros y tánatos en tan sólo
hora y media de ordenada duración.
Al final de la
escapada, anuncia la cabecera del suplemento. Y al cabo el padre ha devorado
hasta el hartazgo las entrañas del hijo. Y es que el hijo hacía mucho tiempo
que en manos de aquél había entregado su espíritu, de manera que bien poco le
quedaba por decir cuando ya el padre lo había dicho todo ignorando al hijo.
¿Sabías que uno sólo
debe hacerse aquellas preguntas para las que tiene respuestas? Ese es el
verdadero camino a la perfección interior.
Hay preguntas que no
deben hacerse porque nunca vas a averiguar las respuestas.
En el mismo suplemento
un anciano poeta escondido de cualquier publicidad durante muchos años nos
descubre que la poesía, que es tanto como decir la literatura toda, es una
enfermedad secreta. Revelarla, evidenciar esa anomalía, es traicionarnos,
puesto que uno escribe para salvarse de lo que era o de lo que es, y buscar
cualquier otro tipo de reconocimiento es como mirarse en un espejo roto. En los
ojos de los demás sólo vemos añicos de lo que somos.
Al final de la
escapada eres irreconocible, de ti sólo quedan huesos viejos y rotos. Si no te
ha destrozado la vida y desmanes como la angustia, el miedo o la desesperanza,
sucumbes al tiempo que ha estado jugando contigo, y, finalmente, desbaratándote
desde el día que naciste.
Lo salvador habría
sido hablar con un perro, con una nube o con un árbol: ellos conocen el
misterio de todo. Basta con ver cómo te mira uno, cómo pasa de largo la otra,
cómo te cobija el otro en su absoluto mutismo.
¿Merecía este hijo tal
padre, este hijo que demanda un suicidio colectivo para desaparecer de este
mundo con ilustre compañía y no para morir a solas como un animal malherido,
devastado?
¿A quién es posible
que le guste recordar?
A un poeta viejo que
han desempolvado a traición.
A escritores de novela
negra que escriben sus autobiografías para compartir con sus probables lectores los aspectos más
salvajes y violentos de su carácter.
A mujeres notables que
relatan el cuento de tu vida, su propia nostalgia.
¿Tú recuerdas las
variaciones de Thelonius Monk cuando interpretaba al piano Tea for two? Que sepas que era tu deber el recordarlo.
Siempre te quedará por
vivir miles de millones de vidas más de la que has vivido hasta el día de tu
muerte: no eres la eternidad por muchos miles de padres que tengas en tu
cronología.
Qué binomio: vida y
biografía.
Al final de la
escapada uno ha debido desembarazarse del padre y emprender el camino opuesto a
todo el perverso influjo de lo conocido, aunque ello te aboque al aislamiento.
Al final de la escapada,
si eres listo, descubres los trucos del mago. Sólo era magia, literatura. Una
técnica como otra cualquiera que se enseña en el colegio de los aprendices. Te
ha burlado la chistera, de la que en realidad nunca sale la paloma. Tú eras el
encantado, el que después de tanta inútil odisea, esperaba la felicidad como el
niño las vacaciones de verano.
Y, mientras esperas,
cuentas los céntimos del bolsillo para comer algo. No alcanza ni para una barra
de pan, se dice en plena desolación: no es justo, él escribe libros, como su
padre.
Pero él es el hijo
Mann del Dios Mann, y aquí no hay misterio de la santísima trinidad que valga,
ha de sacrificarse en su venida a la Tierra: su sangre se beberá en los templos
de la literatura durante milenios.
Se mete en el agua
caliente de la bañera. Intenta cortarse las venas con un cuchillo sucio y mal
afilado. No lo consigue. Lo intenta de nuevo. Pero todavía no es el momento. Un
amigo le llama por teléfono. Le salva. Se pone en pie en el agua impoluta, sin
teñiduras. Suelta el cuchillo al suelo, se vierten unas pocas gotas de sangre.
Descuelga el auricular. ¿Cenamos juntos?
Al final de la
escapada: existe el tiempo, pero es el mismo siempre: siete años más tarde se
mata. ¿Por qué engañarse, pues? Temprano o tarde, la muerte es igual. Un día es
todos los días: hacía siete años que se mató hoy.
¿Qué sabemos de Teresa
Brauner?
(¿Saberla? Podemos
describirla, incluso dibujarla, pero…)
(Dizque tenía ojos
chispeantes, muy vívidos, como los colores que texturaban su primera paleta,
allá en sus inicios de estudiante en Bellas Artes, aunque luego los
ensombreciera en los cuadros, y más tarde hasta los desnudara de la mínima
pujanza, casi velándolos del todo.)
Saciado de Hanna (le
ha dado tantas vueltas de los pies a la cabeza que ya le parece una muñeca
rota), de todo, y en especial de sí mismo, Boceto
dispone de antojos múltiples para ir (a su vez) matando el rato: rebusca en la
vida de papel de los otros dos, sus hermanos, a los que jamás verá de nuevo.
Una suerte de entretenimiento que logra que vibre por unos instantes una leve
fibra de emoción en la boca del estómago, pues todo es visceral, y abre nuevas
vías de inmediato cansancio por donde desangrarse al día siguiente y en los de
después.
Y entonces descubre
mujeres extrañas que nada informan de unas personalidades filiales, extinta una
para el mundo con total certidumbre y anónima y oculta la otra, carentes de
valor salvo el sentimental para unos pocos que les trataron y tal vez todavía
les recuerden.
¿Y ellas? Son
simplemente mujeres desconocidas. ¿Lo serían también de paso?
La mujer matemática.
La mujer artista.
Sólo la mujer.
Tantas…
¿Por qué pintar? Ni a
ella misma (ni a nadie, en realidad) se ha hecho nunca esa pregunta la mujer
artista inteligente (porque no conoce la respuesta).
Las respuestas las
conocen las gentes que no tienen nada que hacer ni en el mundo del arte ni en
el de la literatura. Por eso no practican ni uno ni otra. Ya lo saben todo.
Conocen con exactitud hasta el día de su muerte. Que siempre es hoy precisamente.
T.B. tiene la voz
ronca, lee Boceto.
Teresa Brauner: Una empieza pintando paisajes… y acaba por
no saber adónde ir. De modo que se da la vuelta y empieza de nuevo.
Lo importante de un cuadro es lo que no se ve, lo que atrae
nuestro interés es aquello que sólo se adivina.
A Francis Bacon le hacía falta la figura humana para
describir lo inexpresable.
A Lucien Freud todo el misterio, que no se ve, emana de la
carne de unos seres que parecen jirones de seres, hasta la mirada de los
modelos se nos representa como los despojos de algo.
A Antonio López la perfección de los figurantes y los
objetos de sus cuadros, lo esencial más allá de los originales platónicos, se
halla en una perfección epidérmica tan estudiada y fiel que desmaterializa la
realidad a la vez que la fotografía. Tan real es lo que se muestra que se ha
transformado en un cuadro a lo largo de cientos y cientos de jornadas con el
pincel en la mano tejiendo esa otra realidad tan fiel que ya es otra.
Ella mata la figura y mata el paisaje. ¿Qué nos queda? El
cuadro.
(JD., La página en blanco. Ensayos de arte contemporáneo.)
El cuadro es silencio
(y a veces el estupor del aullido humano, como el que perpetra Vincent van Gogh
en los suyos clamando al sol), pero ese silencio hay que saber escucharlo en la
línea feble, en los regueros levísimos de un color o dos, a lo sumo tres, el
azul por ejemplo, o el rosa, el amarillo más desvaído, lejos de su densidad
solar.
Dice G. que en el estudio de T.B. florece inexplicablemente
cualquier tipo de planta, incluso lejos de la luz: Es algo que me asombra
sobremanera, pero a ella no parece sorprenderla en absoluto. No duda en admitir
que, olvidadiza como es, demora el riego durante meses, aclara G. Yo ya me
había percatado de esa curiosa circunstancia de unas plantas, las suyas,
sedientas de vida, pero no había pensado en ello. (Esa manera de estar con
T.B., verla pero no pensarla.)
(JD., Notas personales.)
El grifo de latón rechoncho, grande y antiguo nunca dejó de
gotear rítmicamente (será cosa de la junta, decían los enterados que la
visitaban con las manos en los bolsillos): cada minuto vertía en el fregadero
una gota gorda y sonora.
(JD., Notas personales.)
Las notas personales
fragmentan espiritualmente todo aquello hacia lo que dirigen su atención.
Boceto con la copa en la mano y rodeado de
espejos rotos.
Ni siquiera es
curiosidad. Es atroz aburrimiento lo que le impele a un escudriñamiento no
exento de la crueldad que almacena un carácter devastado: un ensimismamiento
recurrente y sórdido en la fatalidad ajena.
Teresa Brauner no estaba cómoda en cualquier sitio. A
finales del 74, recién cumplidos veinte años, España le hacía aguas en su
sensibilidad por todas partes.
Partió para Lisboa y se puso a esperar confiada: más que a
sacristía España empezaba a oler a una cosa rancia, a chamusquina.
(J.D., Notas personales.)
La heroína.
Texto de D.G., 1989-1990:
Veamos.
El mismo Brell me proporcionaba noticias, deliberadamente intrigantes, acerca de ella. Hermoseaba su retrato
provocando la fascinación. En cualquier caso, nunca dejé de creerla en asuntos
tal vez infructuosos pero de principios muy firmes. Un entusiasmo proteico le
daría de varapalos de la mañana a la noche. Me resultaba difícil figurármela
quieta, o mansa, anodina: "Es capaz de dormir un par de horas, hacer del
día un lance continuo", me aseguraba B., algo que yo, por otra parte,
sabía muy bien. ¿Correría riesgos? Siempre en peligro, dejaba el ánimo de
quienes la querían en suspenso, era notoria su indiferencia ante la
preocupación de los otros. [Anoto: me lo diría con suma inocencia,
rechazando mis conjeturas: "¡París sólo era Monmartre, ¿qué te crees?,
Saint-Sulpice, Père-Lachaise...! Pintaba, eso era todo." Me apresuro a
señalar que nunca la creí. Hace muchos años que sé que nadie puede vivir sin secretos.
Menos que nadie, ella: le enardecía completarse mejor.] Era un ser convulso,
una penitente inmersa en razones tan poderosas como de ruidosa bandería. Al
parecer, invencible. En la lucha, la que fuere, una mujer en el límite de un
horizonte pletórico, alcanzable.
Su voluntad la
fortalecía, siempre, el futuro, las cosas por hacer.
De modo que la pensaba soberbia. La entendía
de otro mundo. No del mío, ahora una simple ventana y muchos cuidados adentro
de la casa a la vuelta del exilio: ojear un gran número de libros, una misantropía muy
inadecuada, el incipiente escepticismo...
T.B. tuvo un hijo
que murió ahogado.
No sé lo que pasó
antes.
Apareció en V. en
los primeros años de la década de los ochenta. [¿1982?] Nunca comprendí por
qué. Reanudó sus estudios de pintura con una sabia ironía y una incredulidad
que la divertía. Era imposible que creyera del todo en algo. Había vuelto sola.
Le dije a B. que no hiciera nada por reunirnos.
T.B. se dedicó a
exponer espaciadamente cuadros laboriosos de epopeyas y referencias de poetas y
malditos en galerías sin tradición, sólo consolidadas por el dinero y la nueva
política y una nueva cultura oportuna y apresuradamente celebrada. Sus
homenajes lloraban una muerte intolerable,
honraban una victoria
o la revuelta colectiva de pueblos oprimidos;
otras veces, la composición, sin serlo, trazaba un paisaje sugestivo, onírico
(una escala más allá de V.v.G.), una geología apaciguada por la ausencia de
elementos de representación o apariencias inteligibles. Creaba poéticas
inteligentes y decidió dejarse en manos de la casualidad. Tuvo éxitos
apreciables.... Aún tardaríamos en vernos.
Mis trabajos eran
menores pero absorbentes. Sustentaban una vida de la mejor manera que yo podía
conseguir. Exigían grandes pérdidas de tiempo a cambio de una remuneración
exigua. Y lo peor era que yo tenía la ridícula disposición de escribir por
encima de los niveles aceptables. Creo que pronto me volví taimado. Aprendí a
encubrir con imposturas encargos pretenciosos sin esforzarme para nada.
Un día, T.B. y yo
nos encontramos de nuevo. [Sin embargo, estoy convencido de haberla visto en
ocasiones anteriores: en la exposición de A.C., en el salón columnario de la
Lonja (vendría el mismo C., y habló breve, lúcida y socarronamente de la
escultura británica del momento, oculto yo detrás de una de las columnas
salomónicas)...; una tarde en el cine, en la primera sesión, dos filas más
adelante de mi butaca, viendo una película de W.A., ¿en A7? (salí de allí antes
de que empezara la retahíla de los títulos de crédito)..., no puedo recordar el
filme, tal vez M..., u otra de esa época, la miraba a ella, su cabeza y sus
hombros en negra silueta, ni una sola vez observé que riera...; un domingo
estival, cálido y limpio, a media mañana, que paseaba por san Vicente, a la
altura de María Cristina, en compañía de B. y... otro. ¿Y no la descubrí una
vez, también con B., saliendo al mediodía del IVAM? Me escondía yo bajo la
marquesina de la parada del 27, tapado por los cartelones publicitarios,
llovía, un día sombrío y húmedo...]
Nos vimos de
nuevo... Sin afectación: en aquel instante ninguno de los dos fingió unas
prisas inoportunas. Había de por medio la pasión antigua, los días difíciles,
la huida, pero ningún resentimiento entre nosotros que promoviera el desdén o
la frialdad. No la noté desconocida. Pero algo había de sarcasmo en todo esto.
"¡Pareces el mismo!", exclamó sencillamente.
El distanciamiento
existía. [Yo adoraba su cuerpo, desvelado sin reservas. Tal vez,
antes y después de ella, L.T. y A.J., poco más. En B..., tuve la última
experiencia seria con la ayuda de S. y G.: me parecía sublime toda esa
dejación, hasta lo más perverso o inconcebible, distinto a todo lo que había
conocido... T.s.p.c., cuando el mar. 199...] Ella me atraía irresistiblemente.
Creo que era la conciencia de su talante indómito, su rebeldía y desdicha
constante, los secretos, el halo de tragedia (¡que yo quería bella!) que
adivinaba al final de su vida. Lo cierto es que ambos habíamos cambiado. Nada
nunca iba a ser igual, salvo el tiempo, que siempre lo es.
Me aferré a
su aparición con una fruición
cobarde: ella habitaba, lo sabía yo sin duda ninguna, en un lugar emancipado de
límites, de cuando el ideal era una acción enajenada de exaltadas creencias y
valores libres del artificio. T.B. era lo único que podía justificar del pasado
mis años de intemperancia, salvar quizá los de después.
Al día siguiente,
me invitó a su estudio. No me enseñó cuadros importantes, pero sí dibujos
(muy... inexplicables pero de una excelente improvisación). No olvido en
especial unas efigies a la alemana, de extraordinaria agudeza, dispuestas en
fondos geométricos de una inquietante perspectiva. [Not.12.97, descubierto
mucho más tarde: J.M.V. utilizó esas pequeñas ilustraciones para la recensión
del libro de G.M. y H., en la edición de la U. C. de M..., hacia 1989. Hace
poco compré el folleto de saldo en unos grandes almacenes, ¡junto otros
minuciosos y documentadísimos trabajos universitarios sobre L.W...!] T.B. habló
de proyectos. No tardó demasiado en instalarse en el piso de la avenida de
Francia, y aun intentaría comprar (sepultó mucho dinero ahí, durante años,
hasta que le venció el tiempo, la desgana...) en el barrio antiguo de la ciudad
un destartalado caserón gótico, con un amplio patio interior al descubierto, en
medio del cual se alzaba un pozo con brocal de piedra. Un rincón fascinante en
la gran urbe..., acaso el refugio más adecuado para esta moderna alquimista de
la materia y su inagotable muestrario. Por entonces ya era mucho más importante
y privilegiada que los de su generación, desalentadoramente apáticos y
gregarios, tan inaugural y enérgica ella, tan eficacísima y lista. Brell me
confesó que en París se alojaba en sitios caros, abusaba de una apariencia de
trajes elegantes y costosos que no disimulaba la informalidad del astuto
diseño.
De aquella primera
visita saqué la conclusión que T.B. alcanzaría tal complejidad estética en su
pintura que no tardaría en encontrar apasionados conversos y exégetas de su
obra. Fue así realmente [Not. de última hora. Ayer por la noche vino a casa R.
Todavía no sé por qué le abrí la puerta: desea comprar el E., (1975). Y todas
las pruebas de los pirograbados de “Las esferas del mandala”. Le hice ver que,
¡de momento!, es absurda una proposición de ese tipo, ¿no es demasiado pronto?,
etc. Su conducta es bochornosa. Insensible como es, apenas reparaba en ello: a
los dos meses de la muerte de T.B. me encontraba muchas veces con él.
Accidentalmente. El porte rígido, los brazos caídos con sencillez a los lados,
la mirada huidiza. Saludaba con una cortés inclinación de cabeza, sin atreverse
a acercarse, siempre con la sonrisa en los labios, ese veneno en el
alma...]
T.B. y yo remedamos
durante algún tiempo las ilusiones de antes. Ahora, el amor sólo era el débil
reflejo o la sumisión a algo parecido a
los hermosos sentimientos del pasado (haber deseado un gran carácter, un temple
verdadero). [Decirlo con
la mayor de las simplicidades:
salvar la parte más noble de uno mismo ante el más íntimo testigo.] La
resistencia a admitir el continuo quebranto, imbatible, y la pérdida de la vida
va corroyendo subrepticiamente la esperanza. El miedo a la soledad
experimentada antes, no la que podía deparar el presente, llegué a pensar
admirado frente a la idea de no tener a T.B. Pero... los rostros eran las
máscaras casi irreconocibles de la época de la lucha, poco creíbles. Nunca
acaba uno pareciéndose a lo que más teme, de forma paulatina se desfigura solamente,
día a día se fragmenta hasta arruinarse por completo. Eso mitiga el horror del
camino a la nada.
Terminamos
instalados en la costumbre. Es curioso, sé que
existía en los dos una rara convicción: creerse eterno -y considerar el
pasado es una de las consecuencias- salva de la mediocridad, incluso es posible
que hasta cause una cierta clase de regeneración.
Mi vanidad se disolvía poco a poco en el
trajinar diario. Ella era importante, muy superior en todo a mí. Lo aceptaba,
en ello cotizaba mi estima más que mi inteligencia. [Acaso es un espejismo mío
ver una fuerte personalidad donde no hay sino gestos, una cuidada demostración
de ánimo, un estudiado talento. Yo soy débil. 1/90.] Al cabo, nos veíamos con
frecuencia sin amor casi nunca, apasionados siempre pero sin urgencia, sin
prisas, con la indudable felicidad que dispensa una complacencia ausente de
sorpresas.
Nada era
reversible. Todo empezaba a mostrar la misma faz de indolencia. (Un día me
desperté junto a ella, y pensaba en la mirada de unos ojos oscuros atravesando
el aire de color azul y rosa pálidos de la alcoba, unos labios gruesos y
lascivos, la larga melena negra, un cuerpo pequeño y opulento de voz suave y
meretriz... No era T.B. Ni siquiera me escandalizaba el temor de que ella sintiese
idénticas tentaciones, íntimas, disfrazadas, ocultando el mismo hastío.) Al
dejar de verla, paseaba mucho por la ciudad, sin un objeto definido,
solitariamente. Ese verano estuve muy mal de dinero, aunque las impresiones...
tan soberbias. Las mañanas, frescas y claras hasta el mediodía, bulliciosas, de
una luz de gran vigor, reconfortaban el ánimo. Me precipitaba a la calle.
Por momentos, retornaba a la ciudad de la infancia de los
días estivales: exhalaban una cálida humedad las aceras recién regadas... Pero
han desaparecido las cajas apiladas de fruta madura junto a las paredes sucias,
viejas y cuarteadas... Las fresas, los racimos colmados y brillantes de la uva
jugosa... Por doquier esparcían un aroma dulzón y penetrante. El niño (uno
cualquiera) se quedaba boquiabierto ante el misterio que inspiraban los hombres
encapuchados de las fábricas de hielo, encantado frente los carros de blanco y
oro de los helados. Han muerto los bellos veranos. Ahora, el sol... sucio. Sólo
bellos de nuevo con T.B., en Dei…, más adelante, el enigma de Brell, la mujer
que nacía de él...
Un setiembre de
lujuria... Hablaba de esto con J., a quien veía antes de la comida. Era incapaz
de ocultar la risa al saberme esos días en una situación tan desconcertante y
pueril. Zanjaba con sarcasmo cualquier veleidad: "Esa infancia teñida por
la impúdica añoranza del tipo que uno es después..." Tomábamos unas
grandes jarras de cerveza helada en el bar del hotel R. Al separarnos, al
quedarme solo en realidad, sentía una
irreprimible sensación de malestar en la boca del estómago, recurrente.
El pensamiento era incluso algo físico, dañaba hasta las células. Comer cada
día en un sitio distinto explica bien el desarraigo. Las tardes horribles del
verano encerrado en una habitación, implacables y tristes, hacían que deseara
convertirme en un mineral. Me iba en busca de las sombra de los grandes
árboles, los castaños de Indias y los magnolios, los sauces y tilos, en lugares
desiertos a esas horas... Al anochecer tomaba el fresco al relente, con S. o el
mismo J., sentados sobre la arena de la playa, todavía sembrada de dunas, antes
que proyectasen el paseo marítimo. Sobre todo era insolente y cruel conmigo
mismo. (No recuerdo si era S. o J., pero uno de los dos hablaba entonces de
Crane y su vieja cabaña en México. Crane y Poe, a los que yo traduciría años
después con escasísima fortuna. Respecto a Aleixandre, a Guillén, a Dylan
Thomas... Una terapia propia...
Comprendo ahora que
no sufría demasiado. Uno espera solamente, a veces sin disimular que lo hace,
esperar, sin un trabajo o una pasión que le haga olvidar que lo hace. Esperaba,
igual que en ese amanecer triste y desmayado del 88 que presagiaba lluvia,
vigilando el sueño de T.B. Esta mujer es una aparición siempre. Antes y
después... Una imagen se alza entre todas, nítidamente: surge de improviso
entre la niebla, por un camino verdísimo en los alrededores de una villa al
norte de Portugal, cerca de la frontera con Galicia... El andar tan despacioso,
hasta sobrenatural ¡creí que la trazaba la niebla, un verde brumoso bajo el
cielo bajo y gris...! Recobré esa figura más tarde, pero iba a preferir cielos
dorados y polvorientos, en
cimas desarboladas y altas, una silviajara... En un instante
todo se concentra frente a la pálida ventana, sin engarces que justifiquen un
orden más halagador. Las secuencias atropellan la sintaxis de la razón... Esa
estancia de luz y color de agua abierta a la naturaleza: Jan Brueghel... ¡Sí,
era él! [Lo compruebo una vez más.] Esa disposición... El sátiro y la ninfa...
Nada que ver con T.B. La veo en este momento, cuando ya la luz primeriza se
vierte sobre el cuerpo rendido... Debe estar a punto de despertar. ¿De qué
futuro emerge?
[Pero me sigo
reuniendo con J., a estas alturas... 1990. No querría dar la impresión... Qué
poco debe quedar ya por esperar. J. pregunta: "¿No sabes nada de Brell,
nada?... En estos tiempos, por fin, ambos tenemos más dinero. Más yo que él,
probablemente. No lo malgasto, pero tampoco lo cuido. G.M., de vuelta de uno de
sus falsos peregrinajes, le decía a J., señalándome: "Este... dejó de
escribir aquellos cuentos... No merecía la pena, todo ese texto de
experimentación. Acaba uno en la vacuidad, en un discurso feo. Apruebo su
ligereza de ahora. ¡Y le ha sido tan fácil! No le falta el dinero estos años.
Lo gana bien..." Claro, basta con ir a ciegas, acordaba yo. No es preciso
cometer infamias... ¡Oh, sí! ¿Cómo confesarle los plagios...? Pero, bien, en
Viena, de falso estudiante, G.M., ¡que no escribía ninguna clase de cuentos!,
vivía a base de componendas, hilaba bagatelas, enviaba unas crónicas a A.
trabadas por el humo de los cafés y el expolio en las gacetillas culturales del
país... Se dormía al amanecer completamente borracho. Trazó un falso itinerario
de Schubert en Zseliz, algunos prodigiosos encuentros (¡qué embustes!) en los
poblados bosques de alrededor. (Fue G.M. quien me narró la historia del hijo de
B.I. en M..., quien me habló asimismo de un lejano pariente que construía
caserones huecos junto a los regueros milagrosos de los manantiales de agua
medicinal.) En esa época yo hacía entrevistas (aceptadas de antemano) para una
revista de arte. Conseguí un par de ellas casi excelentes. E.Ch., por ejemplo,
que hablaba de montañas, del espacio del agua... Y T., más interesado últimamente
en su fundación que en su propia obra. Me decía: "El verdadero legado es
el conocimiento que uno deja detrás,
iniciar a los jóvenes
en ese aprendizaje gótico y solitario..." Me llevaba por la parte oscura,
antigua y de auténtica piedra de la ciudad, muy cerca de su casa-estudio, me
mostraba emocionado las tapias envejecidas por el tiempo y la lluvia, las
paredes heridas de grietas y boquetes, la sangre de la herrumbre, el verdín y
la mancha. [Pero fue en Lisboa cuando escuché por vez primera la sonata... En
el piso grande y desapacible de
O.S.C., en el Chiado... c. 76, aún allí, en el verano blanco, tan cegador...
Sentí una gran pena al saber todo lo que vendría después. Hubiera preferido,
verdaderamente, huir como otros, que algo, poderoso e inevitable, me obligara a
escapar para siempre (pero ¿de qué...?)... Antes de que pudiera acostumbrarme a
cualquier cosa, quererla bien a ella... U otro
engaño así, llevar la sumisión a un extremo...]
(Con
T. me encontré otra
vez en París. Iba acompañado de
un grupo numeroso de gente que hablaban en susurros. Parecían acólitos
abismados en un ritual. T. fingió no reconocerme frente al Beaubourg; no
obstante, me conocía bien: "Hablaremos...", dijo en, (sic). Yo
recreaba la espera hasta la hora de entrar absorto en soliloquios, [retruécanos
visuales, un remedio de soledad, víctima del arte ya...] o mirando en torno a
mí. Cualquier persona en derredor adoptaba la figura retratada en algún cuadro
admirable, me detenía en la tranche inesperada, bella o sutil... Luego, ya dentro del edificio, vi a T.
caminar por un pasillo luminoso, encorvado, serio; ladeaba a veces la cabeza:
el perfil sugería una expresión de desprecio hacia algo... El supuesto
sacerdocio incurría en el desdén.)
...
Parece el día brotado de la nada. El parque se despereza de las últimas
veladuras. La luz gris del aire define las formas frías de las hojas de los
árboles, las amarillas sobre el suelo sucio de piedra... S., en 1975, se
quejaba siempre de estos días, acrecentaban la angustia, su estéril soledad.
¿Por qué S.? Me examinaba con gran curiosidad, paciente, nada perplejo. (Nunca
me fue posible sustraerme de su aire de congoja, de su tristeza irremediable.)
Me decía, sin la menor intención de reproche: "Tienes las condiciones
suficientes para sufrir lo justo. No morirás en el empeño..." [Hice de
1975 el comienzo, tan dudoso. Algo caótico segregaban las palabras, el recuerdo
malo, el caudal de las imágenes que había que concertar ¡sólo plásticamente! Me
hubiera gustado no decir nada, resucitarme desde una divagación (por supuesto,
desordenada) limpia, temeraria e
imprecisa como una verdad naciente, explicada
por la primera de las reflexiones, la más improvisada... Ahora que los
ordenadores precisan el lenguaje, corrigen la frase descabellada... Pero ¡de
eso se trata!, de no ser correcto, desdibujar el paisaje, ser desmesurado y
festivo, andar entre las sombras, o aturdido por la claridad brutal del sol,
pensar a la contra, señor de Gogh... En 1975, S., vaticinaba (y creo que algo
contrito) un futuro mendaz, listo, pragmático
sobre todo, sin dejar de girar continuamente en la
jactancia: "Cuatro o cinco ideas a lo sumo, pero muy significativas,
explícitas del todo. Supongo que la tensión
será engendrada por la ansiedad constante, e invisible al
final. Todo será lo suficientemente ambiguo para ser discreto. Hasta el crimen
o la distracción." De todas formas, creo que debo enmendar mucho de lo
dicho hasta aquí... Me ocupará un tiempo. Hacia
el verano..., hacia el
otoño, otro, cuando uno es capaz hasta de hablar con el buen pescador de
Hem..., que imparte lecciones. ¡No cambiar ni una palabra! Esa superficie
emborronada, como si fuese el trazo original de un cuadro, la pincelada sin
acabar en el extremo (los diminutos espacios blancos que asoman entre el color
desde la materia granulada del lienzo..., los más inspirados pliegues de la
pintura). Sin embargo, H., siempre negando… discutidor recalcitrante. Escapando
yo de R.]
(J.Pollock,
borracho, bebe una taza de café, observa caer la lluvia a través de la enorme
ventana con los cristales rotos, las grandes pinturas se apoyan en el suelo a
su espalda, un día antes de matarse lanzando su coche al vacío, entre
el vértigo y la
locura... Aquel acto, tan posterior a 1890, ratifica toda la maldición
posible, la vida hecha pedazos, un dripping que salpica a lo sumo la conciencia
dormida...) J.P., mudo y suicida, descubre que le sobra el cuadro, el monstruo
es él. Se queda a cero. Y ¿esto...? 3/90.]
No sé la fecha
exacta; quizás, mayo; 1989 sin duda... Brell, por carta, como sin darle
importancia: "Olvídate de tus tendencias genuinas, malogran el resultado
final. Deberías escribir la biografía de V.G., como una biopic... X. la
comprará, puede anticiparte dinero por eso."
X. se mostró de
acuerdo. Finalmente lo hice.
Y, ¿ahora qué?
Sobre T.B. Escribir en torno a ella.
Tomaba cuerpo de la
bruma densa... [Silvia J.]
Se disipaba la
penumbra en el claror del día y la razón, y T.B. adquiría la forma del deseo o
la piedad (depende).
Vuelvo la cabeza al
lecho: el espacio blanco y cálido, la dicha de la figura...
Hace un
par de semanas, P.V. observaba algo hiriente acerca
de mí. Temo, por sorprendentes, las conclusiones de sus eternas pesquisas:
"Evolucionas por períodos. ¿Cuántas veces no te habré sacado de ese
maldito saco amniótico? Incitas al interrogatorio aburrido pero necesario... Y
deberías trabajar más adecuadamente sobre eso. Ahí hay un excelente material
para escribir. Analízalo." Pretendía, a buen seguro, promover en mí el
discurso del relato fácil, pensaba él en una cronología de sucesos más o menos
intrigantes, hilvanados por la cordura, una artesanía... [En el fondo, P.V.
está autorizado a casi todo en lo que a mí respecta... Cómo olvidar... Yo solía
decirle: "Si escapo de ésta..." Sonreía siempre, aun en las peores
circunstancias. Era difícil ver en él una señal de desaliento. Su auxilio era
de un estilo silencioso, suave y eficaz. Guió mis pasos por la frontera
francesa... En el 74, el año italiano más terrible, me escondió en Milán, en un
suburbio de bloques de cemento con las calles intransitables y largas,
desangeladas aceras sin árboles invadidas de motocicletas, y el ruido día y
noche, la urgencia, la niebla, el desparpajo brutal en medio de la noche de
frío... Y también fue él quien me
auxilió en Praga... Merodeábamos en torno el trazo de la sombra de K... por las
calles tan viejas, de un empedrado húmedo y brillante. (P.V. tomaba
innumerables notas en un pequeño bloc de tapas grises, ¡que se apresuró a
perder en el aeropuerto de Frankfurt!) Luego, el viaje se malograría. Terminé
en el hospital: un hombre alto, delgado, de ojos casi
incoloros, me hirió
absurdamente con un cuchillo al impedirle que robara mi mochila... Huyó veloz
dejándome en el suelo mojado por la lluvia, tan asustado yo al ver la sangre...
Una agresión ridícula que me recordó a S.B., en el Montparnase pobre de
preguerra: "¿Buscaba dinero?" El hombre no sabía, no supo explicar su
odio mal dirigido. En cuanto éste... ¡quién sabe! Durante el período de
hospitalización, un par de días de humillación y monotonía, piensa uno en la
naturaleza humana, su fatal descalabro en la imperfección... P.V., aún con las
notas en su poder, escritas con precisión y claridad, inteligibles del todo,
refería anécdotas más cruciales de K. (deambulando aterido de frío por los
arrabales, buscando niñas a las que entretener urdiendo cuentos), o recordaba
alguna del mismo Samuel B. (P.V.: "S.B., pues lo mencionas, tiene el
rostro y el rictus de su literatura, la
huella y la forma de su pensamiento, de
... Esa cara... metáfora de su escritura.
K. se inventa, es, diría, que perversamente débil, tan a gusto en su
diferencia... ¡qué alegoría siniestra sus calculadas emociones!") No sé
que hubiera sido de mí, arruinado y lejos de todo...] P.V., glosa la realidad,
todo parece dispensarlo con una sentencia expedita. Ama extrañamente a D'..., y
tiene la más admirable posesión: Las bucólicas en un pequeño volumen en octavo
que perteneció a aquél, anotado a lápiz azul en los márgenes por la mano del
dandy, cuando todavía empuñaba el bastón y se tocaba la cabeza con un sombrero
hongo, vestido con el gabán de pieles,
distante y mesurado... P.V., internándose siempre en la experiencia ajena...
Y Brell, glosador, pasivo, ausente... [Brell, que amontona mierda de cabras...
etc.]
Ya es la luz toda en la habitación. Lejos de
purificar el recuerdo fastidia al alma, la invade de angustia, se recrea
naciendo (como ahora) o muriendo como el fulgor del ocaso cuando mengua el
color del cielo, desvaído como un grabado fin de siècle, el ánimo
desesperanzado sumido en una claridad de litografía rancia, de línea antigua,
el pasar de la conciencia entre el sobresalto y la resignación en la mentira
del tiempo.
T.B. (muy divertida
íntimamente) imitaba las frágiles heroínas de E.H., serias y misteriosas,
desoladas en los espacios vacíos. ¡Si ella era artista! Nunca pude entender su
transfiguración, el ensueño que prefería como atuendo fantasmal. [2/90. En
cierto sentido, ¿pude descubrir la intención abominable que escondía su apego a
los cafés nocturnos, solitarios, los paseos erráticos aletargados por la bruma
del fracaso y del alcohol, y quién sabe sino también por...? Las mujeres
resignadas de H. halagaban su apariencia: brotaba del tema de la pintura...
Pero hago de estas líneas el mismo
monólogo que debería reservar a... Ciertamente: ¿por qué no pensar en W.
Hammershoi..., la carne de la mujer en el silencio y la quietud más terrible...
En realidad, ella ganó mucho dinero... Y no pintó jamás nada figurativo, mucho
menos al estilo de E.H., tan decadente en su poesía de luz. De nuevo, Viena...
No me acuerdo demasiado de todo aquel grupo de gente del que raras veces
podíamos escapar... Eran estudiantes de arte, incultos, con el escándalo de su
ingenuidad, una altivez graciosa aunque molesta. Les daba el esquinazo como
podía, hasta huía de T.B. a veces, de las hermanas B., sobre todo de estas
últimas... De compras con T.B. en la librería L.R... Mientras yo leía
PTart (publicación
preferentemente volcada sobre poetas y artistas de... Había una curiosa
ilustración de C., un cuadro secreto, El origen del mundo... el sexo casi
feroz...), ella conseguía un grabado de R. [embrandt], ¡auténtico!, minúsculo,
del tamaño de una tarjeta de crédito, lo magnificaba un desproporcionado
pass-partout. Luego averiguamos la alta categoría y calidad de la reducida
tirada. Inevitablemente, R. preguntaba mucho por él en los meses siguientes a
la muerte de T.B.. "Debió venderlo cuando...", se resignaba al cabo,
sin ocultar su irritación. [Hoy lo sé: lo vendió en..., una subasta
restringida, sin apenas publicidad. T.B. cobró...] Les mentía mucho:
"Visitemos la tumba de Schubert", urgía yo, confundiéndolos a todo
hora. Les corrompía con mis caóticas preferencias. Cuando se da cuenta, la
gente sólo quiere vivir... Olvidar que lo hace.
Leí en A.C. (sobre
la rebeldía) hablando de R. (T.B., recitaba el poema, en París: "hubiera
sido mejor pintor que poeta.") y su silencio soberbio: No ser nada
definitivamente. He ahí el grito del espíritu cansado... Una rebelión absoluta.
Y en otro lugar: "No parecerse a nada." ¡Qué gran tentación! Sólo la
muerte, o la falta de un desenlace...: Pues eso fue exactamente Brell.
Sobre T.B. (¡vuelvo la cabeza al lecho!)...
Su figura... Un aguafuerte su imagen que se diluye en el agua regia del mal
recuerdo... Hasta el final discutía con ella: "¡R.G. como El
Ermitaño...!" Sí lo era, y ella una diosa blanca, tenue y soñadora, bajo
el cielo dorado y el mar verde, un aire azul...
Pero, bien,
aquellos encuentros, el verano aquel, bello, se desvaneció. Alcanzó a
dominarnos esa posesión física que procede de la fatiga moral y la capitulación
en las comprensiones y excelencias ya sólo rutinarias. El miedo, al menos el
mío, nos empujaba a la pasión alguna tarde de soledad o de ansia inexplicable, cuando
las horas del tiempo extrañan por eternas. Ella se dejaba hacer, alargaba una
agonía de hermosos pensamientos, y yo me recogía en el mar
de su seno, en
la paz de su abandono, admiraba
su talento inefable de artista celebrada. Los ideales habían muerto para ambos.
Escapaba a ella. En el interior de su estudio: ¡qué remanso!, denso de olores a
aguarrás y madera, a pinturas al óleo, al hierro que creaba espacios en la
materia blanca, al polvo y el trazo de la tinta negra, de la tinta roja. La
voz, el discurso fácil que versaba sobre un autor, un libro, el film ingenioso,
apenas era una exhibición inocente ante la tangibilidad del cuadro sobre el
suelo, puesto del revés, vuelto de cara al muro de ladrillos rojos. A media
tarde, sorbía el té horrible acompañado de las pastas danesas. Era una pausa en
la tensa conversación. Yo miraba los espejos de alrededor, colocados todos en
estremecedora reunión en dos tabiques a un lado de la vasta estancia, enmarcados
en volutas ostentosas, dorados barrocos colgados en los espacios desnudos del
fondo. Me miraba en ellos, doble, reiterado, y no me creía: una figura distante
y fría, gris, temerosa acaso, previendo la tragedia de ella, el alma enferma
mía... [Anot. Hoy…: ¿Cuándo vi su mejor imagen antes del agónico final en
París? ¿Qué huella persigo en la fútil evocación tan fragmentada por los
terrores pequeños? Lo bello, la ternura..., aunque, tal vez: ...un día
magnífico de sol,
frío y claro, en el Mercado Central, ella compraba especias, la descubrí de
perfil, el moño descuidado, desfallecidos los ojos, la pálida sonrisa hacia la
vendedora, qué placer representaba para mí la sorpresa tan inesperada, tan
doméstica... La perdería luego en la calle, tan llena de vida y colorista, de
ruido mañanero y de luz, de aire fresco, descendía apesadumbrada las
escalinatas de piedra con lentitud... (Por entonces su padre agonizaba de
cáncer, día tras día, sin hablar, vertiendo lágrimas de dolor, dignísimo y en
el refugio que deparaban los miles de libros atesorados... Utilicé el cruel
anecdotario para... Pero todo el mundo vio a M. en...).
Este día, gélido,
clarísimo y terso como un cuchillo me ha traído la sensación lejana, el olor a
mar profundo del puesto en el mercado...]
T.B. era tenaz, orgullosa de su saber (poco
o mucho), constante incluso en sus errores, y ascos, o maldiciones, u odios.
Intransigente, su cólera se resolvía en un obrar el arte lejos de una vulgar
facilidad. No eran pueriles sus misterios. Habitaba a sus anchas en el arcano
de una creación siempre impía y retadora. Supo que era artista cuando, de muy
joven, empezó a creer que las propias imágenes que ella concebía en sus cuadros
testificaban mejor la realidad que los hechos insulsos o trágicos de lo
cotidiano. Sería una buena pintora, no suplantaría la antigua técnica de una forma gratuita, respetó la
magia de un oficio, no ilustró someramente sus miedos o sus iluminaciones,
alcanzó a recrearlos, pero se engañó más en la normalidad y sus beneficios que
en la soberbia y el fervor suicida, rehuía la soledad dramática del genio que
crea desde la alarma de su conciencia y se nutre de la clausura y el desvivir.
Quería concluirse
en la genialidad, pero negaba de antemano la maldición que pudiese provenir de
aquélla. Era renuente al canje de una vida entregada al arte exento de torturas
y privaciones (esa delectación analgésica tan llevadera, abrumadoramente
paliativa) por el desafío tremendo de hollar lo desconocido, lo primigenio, y
adentrarse en la aventura de una creación que, a fin de cuentas, podía
dejarla sin aliento,
exigirla hasta el último y más
pobre de sus días y abocarla a una expiación insufrible e injusta. Se rebeló
ante semejante padecimiento. No hay un arte maldito. T.B. era moderna, trampeaba:
buscaba la unanimidad. Era vanidosa y exaltada. Era artista, no era un genio,
calculaba sensatamente el refrendo público. "Quiero pintar, para eso mi
talento", dijo cierta vez, cuando ya me franqueó el paso al templo pagano
(como una gran celda herética y almacén exagerado de extrañísimo material) que
era su estudio. Se entendió a sí misma muy pronto. Fue ella enseguida.
Su destino paradójico quiso cobrar el precio
de su vida por la insolencia y desmesuras de ésta, y no imponerle castigo por
el reto de su obra, sacrílega o no, pero siempre libérrima. Así sucede,
sobreviene lo chocante...
Está bañada de
claridades de albor la cama. Rebulle T.B. El escueto perfil adormilado tantea
como buscando algo en el aire cargado. Ya sólo es un ser cansado en el mismo
líquido amanecer.
Abro de par en par
las hojas de cristal. Afuera, por fin, llueve. Un agua que se cierne cálida,
temblorosa en la primera luz del día.
El
parque está vacío bajo la lluvia. Sombras oscuras y deslizantes... entre
automóviles aún casi silenciosos...
Brilla bajo un
cielo cubierto y sucio el suelo de tierra, el claror feble del charco, y la
hierba... Los arbustos ésos...
Nos desayunamos en
la cocina sin decir una palabra. [La semblanza de... Pero es el paisaje lo sustancial, recuerdo
que me abrumaba el foco de luz tan fría, la hora de la mañana, el olor a café
caliente... O aquel ruido de alguna maquinilla eléctrica, el timbre enérgico de
la voz matinal en la radio...] Oía repicar las
gotas de lluvia en el pequeño tejado
de cinc del patio de luces, opresivo y angosto, oscuro. Tan desangelado...
Apenas mordisqueaba ella la manzana, se llevaba la taza a los labios
exangües... una... [Anot.: la misma impresión que las mañanas malas, agonizando
y dibujando en París, años después...] Lo cierto es que en ese momento
comprendí que era una artista pura, sin deber nada... sin… ¡Todo esto suena a
elegía!
Cuando la vi
marchar con la gata en la cesta sentí una inmensa ternura, una punzada de
desamparo en el alma que afeó lo que veía, que empobreció las cosas, y el aire,
y el peso de mi cuerpo, todo menos a ella, fresca y urgente. Limpia (o nueva,
otra cosa). [Su carrera laboriosa, los cuadros por hacer, ¡el empeño en
corregir una pintura, la materia informe...!, los dibujos de color de plata,
etc...: poemas que no he de escribir.]
Había hablado. [La
maldición de Brell, la blasfemia de la descripción odiosa, pues toda muerte es
una intimidad.]
Había estado
escuchándola durante horas. [J.: "No sabrías nunca describir su voz
ronca."] Más que los detalles, sugería cosas. Pero, al cabo, no hubo
condena ni a nadie a quien absolver. Ella era valiente entonces, sin entregas
fáciles. La hacía desde la hondura de su ser una urdimbre de metal clamoroso y
pugnaz que soslayaba los temores y las dudas mediocres. [A J., a otro, a
cualquiera: "Sin embargo, ese aire de amenaza que parecía envolverla... y
la derrota aplazada. No haber adivinado
lo trágico, la mudanza, el sombrío o luminoso fatal trayecto entre la nada y la
nada... Me apena confesarlo..." Solía decir ella: "El alma, de
haberla, es una gema, un pedazo de cristal, o una sustancia de brillo sin
color, traslúcida... Inventar eso..." (En un cuadro, claro.)]
Puse orden
adentro... (Verter pensamientos sobre la obscena desnudez de las sábanas, ¡y
los restos del desayuno en la cocina: verdaderamente, una tristeza suicida...! Ordena la...
patética información de T.B.: palabras sobre Brell..., no, un final no malo del
todo: sé tú mi brazo ejecutor, etc. Me dije: M. esta muerto. Qué trivialidad.
¿No era inmortal? Veamos. Era tan leve la mañana que la angustia obligaba a
raras advocaciones, a penitencias inevitables y propósitos de enmienda... ¡de
nuevo! Era el día tan liviano, tan apagado y sin peso que el espíritu
transitaba en embelesos hirientes mientras la otra parte de mí, sin conciencia,
trasegaba entre el vacío y el orden maniático y absurdo de las cosas. Basta.)
¿...El alma? como
la luz del sol mediterráneo y quieto que espejea en el fondo de un cuenco de
madera posado en la arena caliente de una orilla verde, azul. ¡Bien distinto!
Estaba en un corredor de sombras, y era en una galería radiante de cristales y
aire puro donde quería dejarme
caer posiblemente humillado. La grandeza ajena... ¡tan insospechada!
Colocando libros en
el estante, con el plumero bajo el brazo, frente al espejo: éste que veis
vencido... etc.
Un bonito cuadro
que colgar en la pared amarilla.
No hay nada épico
en poseer un conocimiento que anticipa los hechos... irremediables. Abro el
libro: qué raro, me digo. Aunque, J. o S., quizás R.G., descubren el giro
inusual, un encuentro grato con el
pensamiento. Sobre todo, S.
Dirimía yo
cualquier problema con insolencia, el de T.B., el de M., Brell [Haber agregado:
estarán muertos con el tiempo. Pero: "No se mueren nunca..." Dicho
por S., mucho antes de caer él mismo. 6/90.] Quito el polvo. Asqueado de tanto
pasado inútil, falso, reinventado. Lo cierto es que no lograba corporeizar lo
que era simplemente un entretenimiento mío con T.B. Yo mentía con malicia. Qué
le vamos a hacer. Disfrazaba con el aspecto de un amorío algo mucho más
profundo y devastador: la vana esperanza de recobrar el que hubiera podido ser
de no haberse torcido las cosas... Y, si su leyenda ayudaba... O saberme
distinto tan sólo, a salvo de las mendicidades más corrientes. Me valía de
ella, pues.
Sabía que quería a
T.B. a la manera compleja de quien oculta sus imperfecciones mediante
negaciones insidiosas y onerosos rechazos, proyectando lo mejor de mí mismo, o
siquiera la parte más noble que pudiera enaltecerme sin alcanzar la hipocresía.
La quería porque la necesitaba, o porque era la formulación de algo valioso por
hacer, y no hecho aún, o porque creía que los demás debían pensarlo de esa
manera. Me convertía en espectáculo tan apropiado a la curiosidad de [...]
Brindaba una distracción...
Ahuecaba la voz,
aseguraba a... alguien (a punto de soltar la lágrima de cocodrilo): ¿Qué era yo
para T.B.? ¿Y qué importancia podía tener eso. Acaso, en el pasado...
Pero era tal la
certeza de mi equívoca posición actual que no me juzgaba a mí mismo adelantado en asuntos de
amor ni objeto de encantamiento por arte de nadie. ¿Alguien podía dudarlo? Se
esconde la arrogancia, aprende uno a limitarse, a empequeñecerse, y, en el
curso de los años, a formar parte de un indescriptible sistema de encuentros
calculados y separaciones incomprensibles. Más adelante, me sorprendía
diciéndome casi en voz alta, esto será una costumbre, nada habrá de singular en
esa falta de asiduidad, nos conviene a los dos.
Y los demás, tan
solidarios al oír mis desvelos, tan correctos (como mi propia confidencia),
asentían: "Tienes mucha razón en lo que dices…”, musitaban. La historia
del otro (yo), esos amores ajenos... Acaba por fascinar, tiene atractivo tanta
torpeza expuesta a las bravas.
¿Verla a medias,
tenerla a deshoras?
No dejaba de verme
burlado por sus otras aventuras eróticas. Tampoco me rendía a los lances y
triquiñuelas del amor desairado (tan despectiva ella después, extraña luego,
quizás perversa). Semejante actitud, mi pasividad, era la adecuada, imbricados
ambos en una realidad que resultaba neutral para los dos, tan atractiva porque
nada terminaba fraguando. En especial, su relación me permitía evocar los
recuerdos de un pasado de fracasos pero al menos digno en las acciones y en las
ideas, escribir
sobre ellos y por encima de todo creerme
que había habido otra vida capaz de justificarme ahora. En suma, labrar el
presente con la mejor materia de antaño.
Ese
modo de querer a T.B. era el único posible. Y nada impedía extender la
curiosidad hacia todo aquello que había sido significativo para mí, hasta
morboso. Salvaguardar incluso las repelentes aficiones de solitario, asuntos
tal vez baladíes pero de auténtica
importancia: un silencio de tres días (ni una palabra a nadie), la huida
de la ciudad sin dar explicaciones, insistir deliberadamente en un error, un
súbito desprecio, la abulia, la inevitable misantropía... (Mientras tanto, sigo
con el plumero en la mano.)
Se puede acabar así.
Cómo no. Los días y su fardo de caprichos siniestros o estúpidos, las manías,
esculpen el alma irremediablemente. Tan
encerrada que está...
El vínculo pactado,
sin embargo, nos libraba de otras miserias, de todas las mezquindades
personalistas que terminan malogrando el amor y la atracción en tantas parejas
de amantes y les conduce a la desdicha o al rencor. (En realidad, la melancolía
es una tara persistente, funesta a veces, pero aleja mucho del deseo de
posesión, es... también un profundo escepticismo ante la ganancia o la pérdida
en el trato con los seres humanos.)
(Ahora la lluvia
caía con verdadera fuerza, arroyaba el suelo de la calle madrugadora. La amarga
sensación de estar solo, y sin querer estarlo en ese momento, acentuaba una
rara añoranza. La lluvia parecía agrisar no sólo la luz y el aire: dejaba
exhausta la conciencia en una paz engañosa.)
Creo que yo siempre
había amado a T.B., pero no podía convencerme, por mucho que me esforzara, que
ella sintiera por mí otra cosa que la satisfacción producida por una lealtad
inquebrantablemente física. Es difícil sustraerse a ese tipo de calladas y
sumisas adoraciones. Hay algo de inconfesable sadismo en derrotas de esa
índole, y es predecible por tanto que quien se siente objeto de aquella pleitesía
acate tan dolorosa debilidad ajena con secreto placer.
[Pequeñas
canalladas…]
A expensas de la
tácita conveniencia yo toleraba mi orgullo malparado, incluso lo padecía; ella,
su aventura de mujer y su caos de
artista ante un testigo difícil (y a causa de ello, conveniente). En el fondo,
eso era todo.
[Por aquel tiempo,
T.B. empezó a tener esos violentos accesos de ansiedad... Sus escapadas eran
frecuentes. Volaba a Amsterdam a la caída de la tarde. A la noche del día
siguiente alguien descubría luz en su estudio. Ya había regresado. Con sigilo.
No abría ella la puerta. En fin. Desaparecía en Londres. "Vengo de París,
confesaba un día después. ("Se
escurría entre el peligro y la urgencia..." Me
lo recuerda V.St…, otra vez frente el mar... De noche,
acabando el verano del 89, cuando F.N. me pasó las notaciones de la sonata 21.
de S., inclusive los símbolos...)
Post.: Pero R., al comprobarlo, dudaba razonablemente con la hoja llena de
garabatos en la mano, mirándome desdeñoso. Ya no podía hacer nada... No iba a
estar verificando por ahí, rectificando una y otra vez. Copiaría las
transcripciones literalmente.]
"Hay gente
como ellos dos...", murmura T.B. ¿Demudada…?
Se refería a
Brell, a M. Le temblaban ligeramente los labios lívidos.
Sería una observación sin importancia.
Ella no tenía la manía de las aserciones. Sobre todo cuando pensaba en voz
alta: miró por la ventana abierta antes de partir, sin éxtasis (y ahora bien lo recuerdo). "A Brell,
susurró, "la lluvia le acompaña siempre en los momentos decisivos de su
vida." [¿?]
Cuando horas antes
habíamos llegado a casa desde la galería T.B. me llevó, entre sombras, con
mucha desesperanza, a la cama. Apenas dijo nada. Se desnudó mirándome con
fijeza, paliando su temor. Me obligó a acariciarla con morosa suavidad. Lloraba
mientras me acariciaba ella a mí después. Una lucha parecía librarse en lo
profundo de ella misma, allí donde todo está vedado para otros.
(Durante
mucho rato estuvo en silencio. Antes de que amaneciera habló de Brell: esa
manera de ser, que es posible.
Pero aquellas
frases, su narración... informan demasiado de mentiras, o un fabular canalla.
He aquí, pues -me dije al cabo de los años, hoy-... Mañana, muertos todos, en
realidad: (¡Puede que hasta Brell! /5-90.)
Refirió el suceso,
hecho de murmullos entrecortados, miradas a ninguna parte, silencios, las
imaginaciones irremediables, la huida previsible de él.
“Brell dijo…”, dijo
ella.)
Luego, volvió a dormirse plácidamente mientras la oscura
llovizna silenciaba la ciudad y sus luces.
…………………………………………………………………………………………….
Los materiales del
suceso...
(Pintar sólo la
urdimbre, los mimbres del vacío...)
Veo a B. sentado en
un extremo del sofá, inmerso (lo sé) en una quietud expectante: era él mismo la
causa del agobio. Se supo pequeño y poco a poco sin sangre, atontado. Recuerda
a... [Contrasto en H., la mujer del hotel, bañada por una luz imposible, con la
única prenda de la pálida combinación de un rosa desvaído, con la cabeza
inclinada, las piernas desnudas, blancas y flacas...], ¡pero B. sin el grueso
libro sobre las rodillas, eh! (los verdes, los violetas, los amarillos, los
blancos, el tímido azul..., todo eso, sí). B. podía estar callado todo el
tiempo que el otro dispusiese. Las manos tan inocentes a los lados. A punto
para el viaje.
Hay una mesa baja
de madera oscura, muy pulida, a un lado del sillón, pegada a la pared. Hay
objetos encima, al alcance de la mano. B. adivina qué clase de utensilios y qué
clase de sustancias se enmascaran tras la ingenua apariencia de domesticidad
del vaso, del frasco casi diminuto, del enternecedor mantel de ganchillo que
cubre sólo el centro de la superficie oval de marquetería.
Las líneas son de
trazo grueso. Asedian el espacio y liquidan cualquier dimensión de perspectiva.
"Uno va
sintiendo cómo se vacían las venas de sangre, oye cómo se desvanece el runrún
del fluido, se secan las arterias, se contraen, y crujen a punto de
rajarse...": (B.)
La voz de M.,
acariciadora, audible fieramente por encima de todo, liberada, susurraría la
consigna temida por Brell: Ya sabes a que has venido.
Se dicen cosas por
decirse..., y tan suavemente, etc.
B. no tiene nada
que contestar. Tampoco le inmuta demasiado la mirada de abierta curiosidad que
le dirigía M. de cuando en cuando. Está sencillo B., simplemente.
Se puede examinar
el fondo del ojo de M.: terrible pozo negro donde inspeccionar el asco y la
derrota, pues proyecta una mezcla de piedad y razón, de coraje y firmeza, de
cansancio y estoicismo, pero todo en una decisión que proclama el terror
oculto. Apócrifo o no, aunque... B.: "Unos ojos vivos desde las puertas de
la muerte."
Es imposible
olvidar que M. era odioso algunas veces. Por ej. en... Y esa característica
suya, tan poco digna de celebrar: detenía fijamente la mirada en su
interlocutor, sin bajar los párpados ni abrir la boca para nada... ¡cómo si
meditase con la vista muerta en una pared! Esa pequeña fatiga por el desafío
que formulaba... [En una ocasión, con la palabra aún en la boca, contrariado,
chasqueé los dedos delante de sus narices... ¡Me expulsó de su casa
completamente encolerizado! Todo esto lo comenté (muchos años antes, ay) con
T.B.: no me creyó.]
Hay algo que no es
del estilo de los dos, algo definitivamente nuevo...
Al final, uno cede
a sus impulsos, deja de resistirse a... Sin embargo... ¿puede hablarse de
solemnidad? Oh, nunca. El silencio marca un ritmo raro y astuto frente a ese
hombre penúltimo, algo se mueve, pero...
Nada solemne
envuelve con su hedor el suceso vulgar de la muerte. Tiene uno su estética
privada, la imagen de su conciencia, el gesto postrero. Cualquier precipitación
lamentable en ese trance magnífico afea
la vida más lograda. El cadáver... algo que se esconde en un agujero.
M. tenía la
amargura suicida. B., que se daba perfecta cuenta de ello, empezó a notarse seguro y decidido: no iba a
forjarse curiosas ideas en relación a su cometido. Todo comenzaba a ser
prosaico y, bien... Pero, ¿y si se equivocaba....? ¿Como sobrellevar uno ese
maldito fardo encima hasta su propia muerte, amanecer cada día con eso...?
No iba a existir el menor vestigio de
violencia. Sabía que se encontraba en lo peor, donde ya no valen los cálculos y
todo es desmedido (se está seguro al menos de una cosa: no se puede
enloquecer).
Ya en el horror, que dispensa de todas las
conveniencias formales, sus fenómenos progresivos (la alarma súbita en lo más
hondo de sí mismo, un ademán, un vuelco en el corazón, el gusto a cenizas en el
paladar) impiden una absoluta catarsis, el asombro es mínimo y la compasión
perfectamente intolerable. Sólo la voluntad es suficiente, y ese poco de
desdicha personal... necesaria para franquear la entrada al lado del sacrificio
pero con el... tono preciso.
Ningún peso en la
conciencia pervertida por el bien (¿qué bien?).
Arrastra el espíritu hasta el último refugio
donde olvidas el duelo y el dolor, el fracaso y la resignación: sólo la tierra
limpia y pródiga, el sol y el silencio, o el viento entre los árboles, a veces.
[B. en M.; V.v.G. en A.]
No es la materia ociosa..., lo que persuade
finalmente.
Es... lo que hay, y
nada más.
Algo del material
era la salmodia de T.B.: "B. se adentraba en [la lucidez última] ... lo
más malo o en lo más bueno... Contó que..."
Los actos iban a
carecer de medida. Era abominable la moral... nefasta cualquier estrategia del
ánimo y el pensamiento débiles. ¿Quién ha de juzgar...?
Lo más temido.
Nadie se alivia de su alma, ese peso trágico...
El (B.) estaba
allí, en la vorágine del dios y del diablo, del cielo y del infierno. En el
punto neutral y preciso de la más absoluta inocencia. "No importaba la
dimensión del castigo o la pena, del todo o de la nada."
Los tonos, si
sabios, conjugan un cuadro que ha de ser memorable, el ámbito del drama, de la
esperanza, o una pintura feliz tan sólo, plena de armonía:
Ver a M. señalando
suavemente con la cabeza, mediante un gesto casi imperceptible, sin mirarlo, el
cuaderno de tapas rojas, como si: "No va conmigo... A mí, qué..." Miraba
a B., que seguía sentado, con las manos tranquilamente a los lados, posadas
mansamente sobre el sofá. En especial, vino a decir B. mucho tiempo después, no
había que darle ninguna importancia a
los soliloquios. Que cada cual,
él... y el otro... Venga...
Debía llevarse eso.
También podría
elegir algunos libros.
¿Notas la fragancia
que lleva la tarde del verano...? La esencia de los años de atrás, ¿verdad? El
color de la infancia, los días azules.
Y todo lo olvidaría después, vaticinó [M.].
B. asentía callado.
No observaba en las palabras de M. un registro de súplica, ni la huella
afectada del miedo. En todo caso, un temblor en la
voz, como un aleteo
tan feble... Acaso un dolor físico
que le traicionaba, algo cierto,
tan lejos de la psique, y que resultaba de difícil dominio para el viejo. Toda
la alarma en el cuerpo encanallado y débil, mil veces miserable, mas no en su
alma final, poderosa y altiva...
"Era como un
silencio de árbol", diría Brell. "Y la atmósfera de la habitación era
como de agua. ¿Has pensado alguna vez en esa sustancia, esa calidad del
aire...? Pero todo muy lejos de la tierra, fuera del mundo, ya en el lugar de
la muerte, en su oscuridad o algo
parecida a ella.."
Un B. despojado de
tinieblas, casi casi (sic) rozando el umbral del paraíso.
M. hablaba y
parecía en la eternidad... o saliendo de ella..., [tenía]... toda la energía (y el deseo)
encerrada en sus ojos, destellando en el pálido fulgor del cristalino.
Se apaciguan los
colores mientras muere la tarde.
M. sonríe.
"¿Querría B. tomar algo?"
M. tomará su
brebaje: B. sabrá disculpar (¿O no has de tener tu gozosa ocasión?) que no lo
comparta con él, dice. B., mudo y quieto, hace tiempo que ha comprendido
definitivamente el azar y sus inefables componendas: arroja los dados, once; M.
le ayuda a él, moribundo, a.
No tardará en percibir B. el verdadero
sentido del espanto (del suyo, del ajeno) al precipitar la mirada en el
recorrido doméstico, fácil, trivial, el mueble, la tela:
Contempla los libros encima de la mesa,
envueltos en un halo extraño de turbiedad, como si fueran de mentira. Dentro de
muchos años también él habrá sido de mentira. "Hace mucho calor
aquí", se dice, y al momento piensa que sería muy plebeyo hacérselo notar
a M.
El drama no existe, en nada se cotiza aquí el
espectáculo marrullero de la tragedia, luego es superfluo subrayar... el
instante... Ante todo, nada de trascendencia, ningún detalle noble que
recordar.
Construir una casa blanca, vacía, al mar
azul, o a la tierra desierta, con la única arquitectura que aconseja el alma:
demasiado lógica, más allá de los límites, la materia sólo, el espacio solo...
Cualquier palabra es realmente innecesaria.
La violencia proviene de la espera, de la novedad terrible para ambos.
Ahora
Brell debía mencionar los libros que iba a llevarse. ¿Era
su deseo hacerlo? Ir al infierno, escarbar, elegir... ¡tan poca cosa!
Había una primera edición, fechada en 1902,
de La Voluntad, de Azorín, impresa en Barcelona, en Henrich y Cía., y... esa
[secreta] gavilla de cuartillas manuscritas del Diario de G.M. de Jovellanos...
(los apuntes de viaje de su calmado itinerario de finales del XVIII),
desprendida de uno de los cuadernos, de su puño y letra, a lápiz, sin la
intervención del amanuense, las hojas amarillas, quemadas por los cantos,
abrumadas por la letra codiciosa... M. lo descubrió en un puesto de libros
viejos: un arrugado manojo de páginas en el interior de un cajón de libros
franceses religiosos, volterianos, ultramontanos, jacobinos, romanceros... Un
íntimo pudor [Pensándolo bien: tan infame en esas circunstancias, tan idiota y
descerebrado, y, sin embargo...] le impide confesárselo a M. Se quedará sin
esos tesoros. ¡A saber qué manos han de mancillarlos…!
Con voz poco audible,
sólo dice...: "Axel' Castle, en la reedición de Scribner", pero como
si temiera arrepentirse.
M. hace un gesto de
indiferencia, de consentimiento desinteresado, ¿de desprecio? No muestra signos
de extrañeza. Ya... al cabo. ¡Bah, puede llevarse lo que quiera! Dentro de un
rato nada ni nadie, salvo su misma reserva (inoportuna, estulta, apocada, ¡qué
de escrúpulos necios los de B.!) podría evitarlo... No habría ningún testigo
que fuera a reprochar descarados aprovechamientos...
Trances como éste son
de lo más nuevo. "Es determinación lo que hace falta", piensa. Y en
ese momento, nota que le flaquean las piernas. Observa sus manos: no tiemblan.
Ve al hombre delante de él: "Lo quiere de esa manera, el buen diablo que
ha sido siempre le obliga... Sin remedio, y no revocará su decisión, el viejo
terco. La presión no es insufrible. Es distinto a... Todo lo que he
experimentado hasta ahora... ¿Natural...? ¡la fuerza del león...!"
Evoca una vez
(pudieron ser miles): "Lo vi de repente frente a mí: una aparición seria y
querida esa figura (era de verdad, de carne y hueso) que doblaba la esquina,
tan reconocible sorprendentemente, que salía de la sombra negra y el sol la
desvelaba precaria, lastimosa y única. Hacía tiempo que no nos habíamos visto.
Yo regresaba [de un
largo viaje]..., algo enfermo y
desorientado... Observé que llevaba libros apoyados contra el pecho, su manera
usual de hacerlo..., ocupada la otra mano con el cigarrillo, me dije: los ha
comprado hace unos minutos. El sol del mediodía, de aquel otoño de aire tan
diáfano, le daba de pleno en la cara, encendía la piel y la carne... traslucía
la sangre en los pómulos y en el huesudo mentón... Todo era luz... una gran
fragilidad también, qué vida tan delicada... y expuesta, toda desnudada en la
brutal claridad. [7.90. Pero yo recuerdo... muy
(...) totalmente distinto: el sol rojo de poniente encendía la fina piel
como un pergamino pegada al rostro anguloso, atenuaba el brillo de los ojillos
rasgados..."]
B., a ratos, se
mentía: "Helo aquí, con muchos de sus amigos presentes, permanecen junto a
él en gran número, conversando sobre el alma (!?), y de otras cosas
extraordinarias, la muerte, la eterna fiesta de los dioses..., la historia
antigua, los otros hombres..." No, no, estaban ellos dos solos, y sus
palabras eran vulgares. Y nada había de grandioso en ese atardecer de hierro y
aire caliente. Aunque ningún tormento afligía el espíritu. Nada maligno se
emboscaba en el lentísimo tiempo hasta la noche, cuando todo debía haber
concluido. "Este hombre [Este ser enfermo y asqueado..., la carne que casi
puedo oler, etc.] estará muerto cuando ya no haya luz...", piensa,
emocionado por un escalofrío repentino. No va a paralizarse ahora...
No es que le
costase respirar, pero la pesadez de la atmósfera (un aire amarillo,
avejentándose más y más... un dorado decrépito antiquísimo, un verde que se
torna azul, la madera vieja que limita el paisaje, Gogh... por esa falsa
impresión de él) resultaba inaguantable. Algo irritaba el orden, algo le
producía una violenta incomodidad: las cosas, que eran vistas como a través de
un cristal roto. Por un instante se le pasa por la cabeza levantarse y abrir el
ventanal situado detrás de donde M. se sienta. Pero antes: levantarse,
ofenderle con su cuerpo aún joven en movimiento, soportar su mirada (todavía
peor: desviarla), quizás hablar, alzar la persiana, accionar la manilla...
Podría ver entonces el barro despintado de los macetones, el verde deslucido de
las hojas, la minúscula balaustrada de escayola que cercaba la pequeña terraza
llena de polvorientos trastos y chancas (sic). Imaginó el aire tibio pero
liberador golpeando su cara arrebolada de sofoco... el rumor sordo de la
existencia de afuera. Siguió sentado. No iría a desfallecer... Sin moverse. Sin
decir nada. Las manos tranquilas.
M. se levantó.
Parecía que bajaban los techos.
Prepararía café. Lo
dijo compasivo al observar a Brell, mudo y extenuado. Las cuestiones más
increíbles y nimias, naturales, se imponen convenientemente en los momentos más
inesperados: "Haré un poco de café", piensa M., y lo dice. Y de
pronto B. lo ve por primera vez, en una época lejana. Entonces M., irónico (puede
que hasta jovial), le miró tajantemente: "Leer es una manía...
o una preocupación, o algo maldito y ruin, una fiesta demasiado silenciosa y
deliberada. [¡Qué peligro leer...!] ¿Cuál es tu verdadero
entretenimiento?" B. respondió sin titubear: "Ver pintura."
Era inaugural: la
primera lluvia del otoño acompañó aquel primer encuentro afortunado. Era de
mañana, y el sol era blanco.
Esas ocasiones de
color... blanco, rojo, amarillo, convocaban la tristeza última, las
justificaciones.
M.
volvía a la sala lentamente. Le oyó deslizarse por el pasillo. Sostenía una
bandeja pequeña con la taza de café encima de una servilleta rosa con bordados
amarillos y verdes en los ángulos. Era algo turbador, conmovedoramente
hogareño. B. fijó la vista en los tenues hilachos de humo que ascendían de la
taza. (A B. le maravilla que el cuerpo larguísimo y tan delgado de M. no sucumba
como una hoja de papel: que antes de depositar la bandeja y tomar asiento el
esqueleto desvencijado no se desmorone al suelo crujiendo como el sarmiento
marchito de la tierra más yerma.)
¡Que M. fuera el
heraldo del futuro...!
La pausa tiene un aire
de farsa trágica. Vuelve a decirse: "No hay grandeza aquí."
Se lleva la taza a
los labios. Prueba un sorbo de café. Está demasiado caliente, y sabe
excesivamente amargo. Se avergüenza sobre todo de sí mismo. El mundo se quedaba
sin aire. Respiraban agua. De un trago vacía la taza. M. le está mirando.
Los material...
D.G. hubiera dicho:
"No irías a pintar la trama de un absoluto... No existe. Sólo el
símbolo..."
B.: "Si estaba
todo decidido..."
La catástrofe es que
simplemente no baste con existir, sólo disfrutar como una bestia apacible de la
vida. Esa es la peor de las ofensas infligida a los dioses, puercos testigos
del inmenso aburrimiento de su creación. "Quiero que sufras, juguete
inmundo de mis sueños", te conmina el dios. Pero... que su venganza no te
rinda, no te postres ante ellos: "Sé apóstata en tu finitud",
aleccionaba M. una vez. Tenía toda la razón del mundo: era un viejo desdeñoso y
culpable, sabio, solitario y condenado.
Ahora es una
penumbra marrón lo que se cierne en el cuarto como una bruma cálida,
ensoñadora, letárgica. Parece una constelación que poco a poco se agrupa en el
centro a punto de formar un gran dibujo, (lo forma), librándose del poso de los
libros, de los objetos, de B., que es una figura mínima pero de indudable
vocación: cree que desear la muerte es un acto de lo más normal, algo inherente
a todo lo que atañe verdaderamente a la vida. M. acrecienta [en B.] su mística
de desterrado y omnisciente creador. Podrá
salir a un presente [huida]
total, aunque extravagante e inútil, pues el pasado cada vez habita menos en su
alma pecadora y feliz, cada vez más libre y buena.
La sabiduría enseña
a morir más tarde o más temprano. Ama uno la vida y corrige sus torpezas. La
cautela de mañana... Su miramiento era falaz, la cobardía sólo es
inexperiencia. "No me pasará nada", dijo en voz alta, sin darse
cuenta. Al momento comprendió que M. le escuchaba con interés. Una especie
de... ¿satisfacción?, afloraba en los labios
apretados con rabiosa firmeza.
(Entendámonos: no
hay agitación aquí, ni suspiros, ni congoja (?)... "¿No quiere mirar
afuera, al cielo, por última vez? ¿Sentir la brisa sobre la piel, hincharse los
pulmones del aire más puro...? "No, no... Por supuesto que no... ¿Qué
tonterías son esas?...")
La geometría... El
orden del mundo.... ¡qué artificio en el espacio...! El origen fue de una
desordenada naturaleza: se puede matar con razón, despintar... borrar hasta la
frase.
La locura... es no
morirse completo, de inmediato, irse dejando los jirones esparcidos por ahí entre mentiras y
una ciencia todavía cruel y pusilánime...
M.: "Sobre
todo, tengamos juicio." (La única rebelión ya posible.)
No va uno a
capitular en los brazos indecentes de los días incómodos y tediosos de los
viejos, moribundo, incompleto y avariento. Incluso el dolor es una presencia
valiosa, mitiga la afición a las cosas, a una supervivencia rastrera e
impostora. El sufrimiento y la pena nos hacen recordar que... (aún antes de...)
[Hoy, 21 de julio
de 1990, un día gris, lluvioso y hasta frío... corrijo todas las palabras,
oculto la verdad, encerrado entre libros, sin echar un vistazo a la calle...
Pero ¿iba a morir M. con la mente enferma y la dignidad por los suelos? Esa
visión me era inaceptable: un viejo alelado que se arrastra a trompicones en un
pijama arrugado y sucio de baba y orines, con el cuerpo encogido y frío, pero
sobreviviente, con el
pelo revuelto y húmedo pegado al cráneo, con la mirada febril
y llena de horror, afligida por el desamparo infinito del viejo que no acierta
a entender nada de nada, subiendo y
bajando las escaleras del edificio, tembloroso y solo en los oscuros rellanos,
tocando los timbres de las puertas, irritando a unos y a otros por el
sobresalto y la imagen escalofriante de su memez irreversible, un viejo que
incita al enojo canalla o a la fastidiosa caridad y desganada comprensión del
vecino que lo devuelve asqueado a su piso, a la terrible luz eléctrica de un
dormitorio de inacabables amarguras y recuerdos intolerables...]
La náusea... arrastrándote por los cafés
mientras cae la noche, asustado por la hora lúgubre, paseando por los jardines
públicos a punto de sumirse en la niebla... Y está ese síntoma burgués,
detestable... que prefiere la ansiedad, el dolor físico tan innoble... Yo
hubiera apostado, cómo no, por un cerebro anegado de sangre o un corazón
reventado de repente, no la lenta podredumbre que desgarra por dentro día a
día, el desvarío inútil, risible, obstinado en sinsentidos...
M. estaba acabado,
a punto de... [convertirme en un disparate...] Y era ese día (o esa tarde, o en
esa hora) la antesala del vacío más injurioso e incomprensible al ser que se ha
sido.
M. reivindica esa
muerte desde mucho antes que naciera B.:
"Mátame, o
eres un asesino."
Cobra uno conciencia
de la más absoluta libertad, sin trabas de ninguna suerte... ¡qué lujo el
cuerpo... a veces! La nada a la que
uno se
aboca alivia la
cólera y los terrores
del pasado, y nada indigno o conmovedor del futuro amedrenta el ánimo
postrado. La nada... que ni siquiera se puede imaginar realmente:
"En cierto
modo, ha sido una protección contra el mundo", le dirá a B., con una
mirada coagulada de dolorosa paciencia.
"La luz es un
engaño", dice B. a M. "Burla toda forma de apropiación..." Querría
seguir hablando, pero duda de la palabras. Piensa: "...aunque la luz
informa de tu existir y proclama las cosas."
B. lleva su
atención a los objetos encima de la mesa auxiliar, junto a M. [Hay un estuche
metálico que brilla... mucho. No tendrá necesidad de utilizarlo.] Sin poder
contenerse, o sin saber, pregunta estúpidamente si fue...
El otro se encoge
de hombros.
"¿Fácil de
conseguir el... tóxico?"
Sólo por decoro, no
salpicar... El cuerpo roto y grotesco sobre el pavimento. ¡No, no...! Por
supuesto que lo fue. Tan fácil como las ventanas en las décimas plantas, o las
venas abiertas, o el gas, o las vías del ferrocarril, o el mar.
"La
luz...", no dejaba de pensar B.
Dentro de unas
horas el crepúsculo se adueñaría del instante y el cuerpo de M. tan delgado (y
en ese preciso momento lo vio, se vio, lo recordó) se escurriría del sillón
hacia la nada... Directamente a la misteriosa eternidad.
"¿Qué
es?", pregunta B.
M. le responde:
"Zumo de uva y
el agua bendita de san Asclepio."
B., que guarda un
silencio sagrado, mira a M. al rostro. En un circo como éste: bonita
máscara.
T.B., por B.: de
una conversación prolongada ya sin temor hasta el anochecer. "... Hablan
del clásico, de un poema, otra vez de los faros, de ellos mismos. Más allá de
aquéllo... Ya sin significados..."
Lo demás...
Todo sucede
convenientemente, y sin ninguna afectación por su parte, con sencillez. (II,
45).
Cuando M. lo quiso:
B. se le acerca. M.
le detiene en seco con la mirada, y le dice algo terrible.
T.B.: "Te das
cuentas de la insoportable monotonía de los monstruos, su fealdad... tan
inteligente. Diríamos: bien sobrellevada..."
[No olv.: Algunos años más tarde T.B. me
regalaría el ejemplar de Scribner, cuando J.D. Brell ya decidió su huida, a
finales de julio del 90. ¡La infame desesperación de...! ¡Me adelanté,
hypocrite!]
... Un deber que
hay que cumplir hacia ese buen prójimo: "Ayúdame"... Y se lleva a
cabo esa magnífica caridad. El dulce recuerdo pervive... Ahora que...
Unos minutos
después M. se dormía simplemente, sin felicidad. (Una de las manos, astillosa y
pálida, cuelga a un lado del sillón, parece un raro... animal muerto...)
B. mira el cuerpo
que será quemado. Al rato, observa que M. entra en coma. La respiración se hace
lenta, lentísima, y cesa del todo.
B. coge el cuaderno
de tapas rojas. Abandona la habitación. Busca el libro entre las sombras.
Sale de la casa
oscura y cierra la puerta tras él girando dos veces el pestillo. Bien sellada
queda...
"Es una
creación de sufrimiento... Seguro que el diablo..."
………………………………………………………………………………………….…
Charlie ha de
refrescar esa boca del espigador. La tiene seca. Qué horas intempestivas. Noche
tremenda. Afuera cae la lluvia y azota el viento, estremece el frío.
¿Qué Charlie anda de
guardia en el hospital de las almas torturadas? ¿Serías capaz de tomar la
espada, emboscarte en la capa, llamar faetón y penetrar en la bruma de la noche
en busca del licor que acartona los sesos y acaricia el espíritu?
Tendrás que
conformarte con la botica, bastante generosa por cierto, que almacenas en casa.
Y utiliza la luna del dormitorio a modo de interlocutor.
¡Cuánto bueno por
aquí, señor Torrance!
Hace una noche de
perros.
Perfectamente de
acuerdo con usted.
Aunque bien pensado,
de fantasmas, diría yo.
También Bogart, en su
último viaje actoral (y asimismo viajero de aquel del que nunca se vuelve),
apela al consuelo de Charlie bastante más que un par de veces a la semana:
demasiadas cicatrices (The Harder They Fall).
¿Qué puede decirse del
pasado? Si los seres que lo habitaban han muerto, toda rememoración es inútil.
El recuerdo es una imagen, unas palabras, una comparecencia mental que
indefectiblemente oculta aun sin proponérselo la auténtica realidad, que ya no
es la nuestra, de las personas y los
sucesos de entonces, de su auténtica corporeidad y no aquello que dejan atrás,
los desechos objetuales de sus pertenencias y sus acciones finalmente disipadas
como ellos en la nada. Descifrar el pasado con los ojos del presente es jugar
con las cartas marcadas. A la tumba del muerto sólo la rodean tahúres y
ventajistas. Lo malo del pasado es que ya sabemos como acaba la historia, y
acaba mal, sin posibilidad de enmienda. Las Furias siempre se salen con la
suya. Dos de ellas se bastan para la hecatombe universal. Y las dos son por
desgracia inherentes a la biografía del pasado de la tierra y mucho me temo que
asimismo a la de su futuro, que es como decir a la del presente que anima con
divertida saña la función: el hombre y la naturaleza, ambas bestias igualmente
insensibles a los efectos dañinos que producen al desentenderse de cualquier
intención de discriminación bondadosa respecto a los más desprotegidos.
Apuntes y notas
diversas aún confunden más la vigilia del escrutador, turbia y cansina.
¿Qué clase de
homúnculo, tan pequeñito él, organiza y articula de nuevo a un ser muerto en
los recuerdos de los otros? Todo parecido sería pura coincidencia, cual se
avisa arteramente en las novelas y películas educadas, o acaso un cúmulo de
fragmentos diversos y extraños entre sí que acaban configurando un monstruo
llevadero por meramente ilusorio.
Boceto se propuso saber sin saber realmente qué era lo que quería saber: haberlo perdido
todo, padre, madre, hermanos...
Si empezara por el
principio, la primera muerte…
Un día de mayo cálido
y perfumado del aire primaveral, por fin, la mujer matemática le recibe a media
mañana con una copa en la mano. Demasiado temprano para beber, me temo, se
dice, aunque sin repugnancia. Su primera impresión al verla es comprobar que
responde casi con precisión a todas sus imaginaciones previas y que ya
anticipaba al escuchar por teléfono su voz mesurada y sin titubeos perezosos al
confirmar la cita. Sólo la expresión de tristeza que antes de tenerla delante
había supuesto no sabía muy bien por qué, se halla ausente de un rostro de
facciones sosegadas y perfectamente armónicas con su extraña mirada, directa y
suave, que tiende de una manera muy reconfortante a la complicidad, a no
inquietar en absoluto a su visitante. De modo que tú eres el hermano pequeño.
¿Te inspiro curiosidad, entonces? ¿O quieres saber lo que pienso de él? Su
muerte lo explica todo, al menos lo verdaderamente importante. Y no nos unía la
desdicha, si es eso lo que estás pensando. Tu hermano se había quedado sin
refugios. Vivía a la intemperie. Venía a esta casa, se sentaba en el sofá, se
bebía media botella de coñac y hacíamos el amor, a veces de modo violento y
peligroso, a veces con desgana.
La segunda visita fue
inesperada… para ambos. La tercera fue previsible.
Sin apenas apercibirse
de ello, maquinalmente, Boceto comenzó
a frecuentar más de lo debido a la mujer matemática, puesto que nada de
atractivo o interesado inducía a esa reiteración.

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