domingo, 19 de octubre de 2025

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Le hubiera gustado ser personaje, aunque no acabar como el precedente, de una novela policíaca pero de buena calidad, de las que desmienten su género y van por ahí muy altivas entre las manos limpias o sucias de los lectores de cualquier condición: esas siempre salen indemnes de las opiniones proferidas por algún mastuerzo que ha desarrollado tanto su instinto crítico que al final carece del menor sentido artístico o creativo.

De modo que tuve que hacerme adulto para comprender que un tipo versado en letras nunca lee a un escritor inteligente con el corazón, ni tampoco con el cerebro, ni siquiera, al parecer, con los ojos: sabed que un buen lector escudriña y saborea un texto genial con la espina dorsal.

Para leer el cerebro no nos sirve para nada, sólo es un bulto gracioso en el extremo de la médula: el placer de la lectura se halla entre los omóplatos.

Exhabrupto intelectual no carente de originalidad e incluso estimulante debido al señor Nabokov, al que tanto tenemos que agradecer los hombres y mujeres frívolos ahítos de lecturas ingeniosas y ajenos al mundo real y el fardo de sus desdichas y seriedades inútiles.

¿Libro inteligente? Aquel que cosquillea mi espina dorsal sin que despierte mis emociones.

Uno no sucumbe a los engaños que le arrean ciertas novelas así como así, por libre elección o a instancias de algún deseo antes calculado, hay un instante que le vence el tedio, y cualquier cosa, se dice absorbido por el cuero confortable del sillón con el libro en las manos a punto del bostezo, incluso una novela, es mejor que el aburrimiento, esa gota mercurial del tiempo resbalando sobre la piel.

Picasso, El Gran Español Inteligente: Uno inventa algo y luego llega alguien y lo hace bonito…

¡Qué te parece el astuto genio y falsario!

¿Qué ocurre con Boceto?

Que está leyendo a Scott Fitzgerald.

Algo sacará en claro.

Depende de la cantidad de alcohol que tenga en la sangre.

A estas alturas, cuanto más alcohol más clarividencia.

Le gustaba El gran Gatsby porque el final de ese libro ratificaba lo que él sabía con certeza desde mucho tiempo atrás, cuando se vistió las piernas con sus primeros pantalones largos: somos juguete del azar, una hoja caída de las ramas del árbol del bien y del mal que revolotea a golpes del viento y la zarandea de acá para allá, incluso nuestra muerte no está programada del modo que finalmente acaece, pronto o tarde es fortuita, trágica o previsible. Respecto al suicida, que parece desmentir todo esto a tenor del tajo irreversible que se propina a sí mismo, sólo es un dado suspendido en el aire que nunca termina en el suelo, un dado en blanco en sus seis caras.

Como crítico, mucho más que como novelista, ese tipo que gastaba 36.000 dólares en un parpadeo era implacable, se las bastaba solo para darle la vuelta a la piel de cualquier novela y a la de quien fuera su autor.

Boceto sonríe desdeñoso: ese cometido carnicero es algo que practican muy a menudo los escritores de primera fila, llenos de talento, derrochadores, la mitad de ellos impenitentes bebedores y la práctica totalidad del escogido gremio con la billetera vacía. Otorguémosles caricativos esa debilidad y pequeña crueldad a las que tanto derecho tienen.

¿Retornan al espíritu chimpancesco? ¿Al grito destemplado y a la dentellada sangrienta? Bajo la corbata se esconde el torso peludo del homínido agazapado, tras las ojeras de literato pacífico y las barbas filosóficas acecha la peor intención hacia los del oficio, los puños blancos de las camisas de popelin ocultan las garras que empuñan la estilográfica con el plumín bien afilado apuntando al cuello de los colegas.

Yo me precio de pertenecer a la tribu de los bonobo, cuasi analfabetos pero amantes del sexo y la paz, lejos del árbol del bien y del mal y sus engañosos alimentos, con los pies en el suelo y los dos ojos puestos sobre la hembra que, complaciente y consentidora, se sitúe más al alcance: nuestro deber como simios más evolucionados es procrear y multiplicar los errores hasta el perfeccionamiento de la especie. Lo demás son ganas de enredar y escribir con tinta roja (como la sangre).

Líbreme el diablo de vestir chupa de dómine, se promete el Boceto lector. Prospectos farmaceúticos o sonetos, que cada cual escriba lo que le venga en gana y pueda, que al final  todo se lo ha de llevar la trampa.

¿Y qué leemos en tiempos de tribulación?

Menudencia o no pero impresa en papel.

Wittgenstein dijo un día bajando la guardia (acostumbraba a tomar el té casi sin té, lígerísimo, un aguachirli, parecía agua caliente algo manchada con leche, al contrario que el chocolate a la taza, que gustaba de beber muy denso y potente: un té fuerte no va con mi carácter, afirmaba), que la mente se entiesa antes que el cuerpo. Una curiosa e irritante observación que Brell el Viejo, tipo artrítico y lúcido, a estas alturas de mediados el 2006, año internacional del color gris, habría refutado inmediatamente de haber resucitado de sus cenizas.

De modo que Brell el Joven, por entonces, leía anecdotarios  y variados libros de palmaria flojera intelectual: dejaba pasar el tiempo, compadecía a sus alumnos de futuro incierto, cornudo inevitable oficiaba de adúltero cada dos por tres, paseaba la ciudad desganado hasta que, previa la visita al tío Charlie y las palmaditas a la espalda dispensadas por la amistosa generosidad del alcohol, la medianoche lo empujaba metido en el coche suicida al chalet aborrecible de las afueras y a un insomnio claudicante, turbio y tenaz.

Nos mecemos en el tiempo que, implacable, nos desliza avieso al final de una u otra forma, vigorosos aún o en completa ruina: lugar común que invariablemente sobresalía de entre las brumas de la mente farfallosa una vez que el insomne juntaba los párpados temeroso y resignado ante los chillidos de las grandes ratas negras que iban a acribillarle a partir de ese instante. Llega  amanecer, era su mantra ineludible de todas las noches. Pero a la vez, y bien lo sabía, temía aquella claridad alevosa, rara por ser tan igual a sí misma, devastadora.

Y siempre llegaba: pero nunca era capaz de adivinar si había dormido o no, si ahora despertaba o simplemente abría los ojos de nuevo.

¿Sera la bebida lo que me ha convertido en un tipo de cartón, en un ninot?

¿Será acaso que nuestro Boceto acartonado está leyendo el recorrido prodigioso y fatal del santo bebedor a través de un París  mortecino e invernal de la mano también bebedora de Joseph Roth?

Un París de colores apagados, de bruma romántica y literaria.

Nada más lejos de mí que la dipsomanía. Ni siquiera soy un bebedor taciturno o provocador. Bebo porque me divierte, y la mirada vidriosa, casi acuática se diría, que ese estado festivo me proporciona apaga muchos de los incendios que va deparando de frente o con alevosía una existencia abocada sin remedio al lugar de la decepción y el pesimismo. (Dice al espejo mientras, legañoso y asqueado por haber resucitado, se afeita.)

La confesion interesada (a sí mismo, lo cual era muy infantil y absolutamente inútil) ocultaba uno más que añadir a esos dos destinos flagrantes: el cinismo. Y aun otro más: la poquedad y la estirilidad que se ocultaban tras la puerta donde éstas moraban y que había abierto sin remordimiento, consciente de ello por tanto, antes de haber cumplido los cincuenta años, una edad que garantiza que uno no lo ha hecho demasiado mal si el monto de las cicatrices no asoman al exterior y siempre hay billetes en la cartera para la media docena de copas reparadoras durante el disfraz de la noche.

Recién afeitado, mareado a causa de la abundante loción que humedecía sus mejilllas, se burlaba al contemplar un rostro que muchas mañanas se le antojaba inextricable: ¡Qué mitad de vida te espera a partir de ahora, amigo!

Cuando no canalla, imbécil, como diría un Papini hastiado de sus semejantes al terminar de leer a Erasmo.

(¿Ejemplo de una literatura perniciosa y sectaria?)

Un hombre acabado, pero bien rasurado, bien vestido y cebado de sobra, los sensores a punto y con todas las alarmas activadas: el horizonte intacto, el pasado hecho trizas por el presente y las llaves del BWM azul ultramar del 2007 en la mano.

Sale al sol, Drácula de día, un espacio-tiempo donde hincar el diente ajeno a todos los ascos y librar las amenas batallas de la jornada libre de cualquier desahucio.

Más vale solo que mal acompañado.

Retractilados los colmillos.

¿Es usted casado, caballero?

La respuesta, a diferencia de la pregunta, solía ser variable, sujeta a la inspiración del momento o las posibilidades más mostrencas de la seduccion.

Tiempo atrás, en horas de solaz, colmaba varios folios con los retratos, glosas y apostillas eminentemente frívolos de algunos personajes próximos a él.

Escalar hasta el entendimiento de esa mujer es como ascender en libre la pared de The Nose.

Acotaciones antojadizas de ese cariz, un material del todo desechable garabateado en servilletas de cafetería. Maneras del ocioso, bien distintas a las consideradas por Stevenson en su elogio a los contumaces desocupados.

Mucho que triar de ese utillaje.

Ahora ya no se publican cosas así. No hay peligro de herir a nadie. La contrapartida: no interesas a nadie.

¿Y por qué escribes así?

Porque yo soy así.

Rico idioma posees, español, así cualquiera. No hay vocablo en esa lengua sin que le cuelgue buena ristra de sinónimos (marido, esposo, consorte, cónyuge, cornudo…)

¿Pues no pergeñó y aun escribió aunque a medias nuestro héroe dos novelas fabricadas con el barro (fango) donde asentaba sus pies? Empeño memorable que acabó en brevísima frustración, ni siquiera llegó al consolador break-even de las historias, ese punto crucial a partir del cual renacen las esperanzas de una culminación satisfactoria: quedó el hontanar donde surtirse, meter la zarpa, soltar el vómito.

Cuestión de pedantería chiquita: va extrayendo del acopio oculto frasecitas, comentarios y parrafadas medianas.

Máxima Bocetus: Muchas prisas tiene el tiempo.

No era seria esa mujer que, a hurtadillas, simplemente se dedicaba la mayor parte del día al benedictine, era eso lo que imprimía a su rostro su mirada absorta de gravedad, de funámbula: descripción de X-1; señora desocupada y hastida la  X-2: funcionaria administrativa adscrita al departamento de Historia del Arte, seducida el 16 de julio: 14 polvos. Recordable: los pliegues espesos del cuerpo, el sabor medicinal de sus besos, el olor a tabaco negro de su pelo mechado de guedejas doradas, los ojos siempre turbios, la mueca torcida por la decepción mayúscula, los labios alcohólicos. (Y aún apostilló cruel, más en plan de mozo de cordel que caballero seductor: En su primera juventud leía libros de Seix Barral y borroneaba fragmentos de poemas a la manera más oscura pero sublimada de Eliot. Ininteligibles. En Malvarrosa: pronto el olvido.)

Admirable la poetisa austral que aplaude el final del amante y certifica con esmerada antelación el suyo propio: Morir como tú, Horacio, en tus cabales, no está mal; un rayo a tiempo y se acabó la feria…

Allá dirán.

Otras, menos poetas, igual de ilustradas y más poderosas, muy antiguas, acaban metiendo el brazo en una cesta de higos donde se esconde el áspid fatal: su ambición ahijaba la propia ruina.

O aquella que, al igual que determinaba las mejores novelas del siglo XX, divertidas, imprevisibles y modernas como las faldas cortas o volanderas de esos tiempos inolvidables, era un auténtico deballage.

Ah, el padre, Brell el Viejo, noqueado por el resentimiento y la deserción de la amante esposa o traspuesto por algún acorde haydiano o perfectamente bebido con deliberación para no tener que hurgar en el saco de las respuestas: ¿Creadoras ellas, ésas, éstas…? Muerden codo. Nunca engendrarán: paren. Tan sólo son recipientes nutricios.

Al atrabiliario repudiado la tierra lo borró de un plumazo, como hace sin miramientos con todas las cosas inútiles o no inútiles que germinan sobre ella.

Behemoth.

Con los bolsillos llenos de recortes y notas disparatadas escritas a lápiz, una subversión como otros los abultan de caramelos:

Si tienes algo que decir y crees que nadie lo ha dicho hasta ahora, debes sentir ese algo con la suficiente intensidad para encontrar un modo igualmente original de decirlo. Así, lo que tengas que decir y el modo de decirlo se fundirán tan íntimamente como si hubieses concebido las dos cosas juntas. (Fittgerald). (En él, ése es un propósito descabellado, como lo son los días y la hilera de sus sucesos fortuitos, anodinos o estrafalarios: deballage.)

Doña Eugenia Espina, inconcebible paridora de Paula Coloma: En su primer viaje a Jerusalén se empeñó en venerar, al margen de otras ruinas y reliquias imperecederas, la piedra sobre la que Jesucristo apoyó el pie para subir al burro. Tal capricho define definitivamente a un personaje, de la ficción o la realidad, que tanto da.

Trivialidades más:

Observo excelentes maneras en tu comportamiento a la mesa. Tal se diría el pato cucharón.

De origen linajudo provengo, padre.

Ya puedes decirlo, mierdecilla.

Pues comamos y allá nos lo hayemos.

Confesiones hay de poetisa deprimidas por falta de inspiración  destinadas al horno de gas que llenan de asombro: … aquí hasta las amas de casa más bobas y los enfermos de polio consiguen que les publiquen sus cuentos…

Escribir: Behemoth

Sobre todo, miente, disimula.

¿De qué color son tus bolsas de basura?

Negras, de una gran opacidad.

Qué inteligente.

Mal enrrollado en un ángulo del armario oscuro, la habitación de JD., un santuario vejado por el tiempo y la mano ajena, blasfema por comentarios jocosos a destiempo: Vio la enorme y esbelta figura de la joven negra en el póster del 69 de estilo psicodélico, colores planos y mareantes, un pop chillón, distintivo ingenuo de la década. Encumbrado en lo alto de la testa se yergue el behive, un  murallón de pelo que empequeñece e infantiliza el rostro de bronce de la magnífica hembra: una definición, otra, de antiguos anales asepiados por el tiempo perdido (amarilleados).

El pasado nos hace en un presente demasiado atareado de sucesos.

El presente… Quién lo iba a decir anteayer: el futuro de entonces.

El 68 fue una época feliz, recordó cuarenta años más tarde al aire libre y bajo el sol del mediodía, las doce horas sagradas, sentado sobre el tocón de un olivo milenario abatido su tronco tiempo atrás, la casa de piedra, madera y cristal a sus espaldas, dándose un descanso de las labores de la tierra: las manos castigadas y retorcidas como sarmientos pasaban las páginas de la memoria y a través de la niebla de los ojos debilitados aún divisaba los recuadros de las fotografías, las vestimentas, las maneras, las cosas y las gentes del mundo que le albergara entonces: pero era una mancha difusa y casi inexplicable, allá donde ponía la mirada todo era un manchón, un revoltijo cromático de imágenes y letras mal entrevistas y confundidas, y la retahila de los anuncios publicitarios de objetos y bebidas, automóviles, colonias, marcas de cigarrillos, sastrerías, artilugios eléctricos…, consumo de quita y pon y el excipiente algo patético por finalmente defenestrado todo aquel monto de años de los que todavía llegaban insignificantes ecos publicitarios. Y, sin, embargo, tan lejos, muerto y distinto de lo bueno y básico de ahora, fue un discurrir feliz donde la dicha y la pena se sucedían inexplicablemente fluidas entre tantas cosas de colorines.

Cuando entonces… ¡hubo tanto donde elegir, cualquier trabajo y pasatiempo impensables!: alguno había que metió su nombre  en las páginas del desatinado Guinnes al recorrer los 156 kilómetros del muro de Berlín en 35 horas (horario de trabajo semanal bastante llevadero por otra parte para los ociosos).

¿Escribiste?

Escribí, confiesa el hombre de tierra, agua y aire de ahora; fui culpable, reconoce frente el espejo roto del recuerdo, escribí.

(Muchas veces sin nombre, que pudoroso del suyo, anónimo prestaba por un puñado de monedas, y nunca, porque ni quiso ni pudo, lo destinó para lucimiento en la vistosa mesa de unas novedades literarias envejecidas tempranamente al cabo de los siete días bíblicos.)

¿Y qué le voy a hacer, padre, si no soy en absoluto competitivo? Hace millones de años que bajé de los árboles y dejé de encender el culo de colores para atraer a las hembras.

(Esa decisión pudo adoptarla sin esfuerzo mental cualquiera de los tres vástagos Brell al Brell progenitor, que hubiera fingido sorpresa al oírla. Sólo uno de ellos sembraría simiente, pero sin pretender salir airoso en ordalías de machismo ni endosarse merecimientos por sumar prole, que eso sería cosa de risa en un lugar donde el tiempo detenido por el sol no anda con prisas y donde del menor grumo de tierra germina vida sin necesidad de cópula por medio.)

¿Somos dioses?

Charlie, muchos de mis semejantes, casi todos, procrean, multiplican ante el espanto mojigato y borgiano el número de los hombres. Crear es una cósmica cualidad, un poder no tan raro al alcance de los dioses menores, sin mayúscula. Un placer recurrente y deseante, profundamente plebeyo… Yo, no caí.

Con falsa ingenuidad teorizaba sobre las condiciones divinas una vez traspasado el umbral de ultratumba Brell el Viejo, ya en la misteriosa eternidad:

La proximidad de la muerte nos induce a creer, al menos a mí, que poco a poco nos vamos convirtiendo en dioses, como aquel que disfrazado de Jesús de Nazaret bajó a la tierra desde el vientre de una virgen sin saberes ni empleo conocidos, un zascandil sentencioso el tipo. Hora de volver al cielo, anuncia el cuerpo maltrecho, y uno se despoja de sus humanas flaquezas y vestiduras mortales y emprende el camino de regreso a su trono coronado (estragado) por las espinas de la vida.

Padre, ¿somos dioses? Cada uno, un universo. Un juguete eterno. Atrás quede la pestífera carnalidad, el caparazón abominable replicado ciegamente hasta la saciedad siglo tras siglo. ¡Qué elenco de títeres al cabo de los milenios, desde el australopithecus a este Boceto que burla la medianoche a base de copas y que de nada se arrepiente porque de todo es culpable! Y se acabó la feria… y allá dirán, que dijo la porteña.

Padre, he aquí a tu hijo que, como aquel garañón del festín y el placer que relata el atormentado Papini en sus diarios, una vez comido hasta reventar, bebido como un camello y fornicado con dos mujeres a la vez todas las noches, se tendía cuan largo era sobre su camastro y gritaba mirando el techo: ¡Señor, aquí tienes a tu bestia tumbada! ¡Haz de ella lo que te plazca! 

Una plegaria que se resigna a la dentellada divina al alma. Un rezo que es desafío: vengan heridas. Pero el alma no duele, son el cerebro y el sexo los que anudan tus historias de fantasmas, sentimientos, angustias, duelos…

Padre: baja a la tierra, te olvidaste de tus pecados. Bonita herencia dejaste. Yo caí también… pero no hubo frutos, libré al mundo de descendencia ruin (¡qué cruel persistencia!).

De todo culpable… pero no lograréis cazarme, no me meteréis entre rejas para ejemplo de disolutos. Soy escurridizo, soy, mal que os pese, un sobreviviente nato, soy lo que habéis abortado.

¿Dónde estaba entre las 10 y las 12 de la noche de ayer?

Estaba en la cama. Durmiendo, supongo.

¿Puede probarlo?

Bueno, tardé en dormirme, esa es la verdad. 483 ovejas saltando con parsimonia una tras otra una cerca pintada de blanco sobre una verde campiña pueden atestiguarlo. Las conté de una a una sin desmayo hasta la 484, que esta ya se me desdibujó.

(Tampoco acabé sucumbiendo en el hospital Necker, bohemio,  borracho y devastado como Joseph Roth: todo a mi alrededor es demasiado extraño, incluso aberrante, no debe ser la realidad. Creerlo de ese modo me salvaguarda de ella, lo sea… o no, agazapada detrás de las imágenes, los sonidos, los olores, la plástica desvaída o violenta.)

Padre ¿qué soy?

Contracorriente:

Era como el aligustre, a la llegada de la primavera me desprendía una a una de todas las hojas.

Distorsionaba:

El mejor escritor de todos los tiempos, solía decir Boceto antaño para seducir a las jovencitas hormonadas y con el tembleque juvenil entre las piernas, es Robert Wiene, un cineasta.

¿Y eso?

Contradicciones de algunos oficios.

Wiene y sus decoradores y fotógrafos de planos escribían con la cámara, cuyas raras posiciones plagaban la pantalla de tomas y encuadres extravagantes y alucinados de irresistible fascinación, adjetivaban con el claroscuro de los ángulos, relataban sin miramientos mediante una iluminación que cortaba como una cuchilla las imágenes y alumbraba neonato un mundo de sombras y hachazos de luz.

Todas aquellas muchachitas olían un poco a agua de colonia, aroma de lavanda, creo recordar, y a sudor limpio y reciente de axila, muy excitante. Eran pasto de las sutiles travesuras de la cultura prestada de la que tanto hacía gala el taimado erudito de dieciocho años Boceto. Un caligarismo ciertamente interesado: recíprocas masturbaciones periódicas, golosas y aplicadas felaciones era el tributo bien disimulado por la vana palabrería del cinéfilo fullero.

¿Tú sabes cuántos planos tenía la Juana de Arco de Dreyer?

¿Quién? ¿Yo? (Preguntaba la incauta.)

Por supuesto, él se lo iba a revelar a la ingenua disimulando una inmodestia que lo inflaba desde los adentros de su alma pecadora, los había contado uno por uno durante una de las memorables sesiones cinematográficas que prodigaba UHF de por entonces: otro polvo… y sin gravamen del refresco de cola...

¿Tú sabías que la profundidad de campo ha echado al cubo de la basura cientos de planos innecesarios?

Voy a explicarte en qué consiste de verdad el plano-secuencia y como deja en un sitio especialmente técnico y secundario a las salas de montaje, meras cabinas de empalme de fotogramas donde las ínfulas creadoras están de más.

Pues verás, érase una vez…

Unos días más tarde, o quizás antes, aunque torpe y aun  cautelosa, la delicada mano femenina cuasi adolescente maniobraba en la bragueta, despertaba en un santiamén a la bestezuela aplacada pero con los ojos de cinéfilo bien abiertos que sesteaba en la entrepierna de Boceto el Introductor Cineasta.

¡Qué tipo este bachiller! ¡Qué saco sin fondo de inmundicias y malos ejemplos!

¿Qué nos lee el futuro profesor?

Otro polvo.

Aquí, entretenido en los discursos forenses del ilustrado y afrancesado Meléndez Valdés.

Buen provecho.

Y que usted lo disfrute bien.

Desde bambalinas, esperando turno de salida, aguarda (ya llegará su hora, maquillada lo está) la todavía púber Paula Coloma Espina, aquella eximia artista y escritora que fue, devenida en amante maorí décadas después, que no ha de conservar tu cabeza momificada debajo de la cama: inflama su lujuria el pensar en el trofeo funerario oculto a la vista mientras el semental de esa noche o la de después lame con violencia la piel desnuda, vibrante y cubierta de tibio sudor de la adúltera.

¿Qué nos escribe el ínclito profesor emérito cincuenta años más arte desbaratando el tiempo y saltando porque así se le antoja de una casilla a otra del espacio a salto de caballo, a base de engañar y engañarse lanzando al aire un dado tramposo?

Ah, aquella época, bien regada de una cerveza belga tan espesa y contundente que casi se podía cortar, recordaba el amanuense medio siglo después al escribir estas líneas, aquellos años donde el mundo se creaba y descreaba desde la mesa de un café.

Ahora ya es usted bachiller, le dijo el cura desganadamente despojado del atavío agustino aunque lo vistiera, ya sin lustre ninguno, sin autoridad ni empaque que le distinguiera nunca más: un pobre hombre vencido y, a juzgar por su mueca perenne de asco, absolutamente sin fe: un tipo onanista y triste.

Y en alegre viaje ecuménico de fin de curso y de promoción a la vez los preuniversitarios se fueron a Italia. Pusieron el pie los ilustres bachilleres en Milán, Florencia, Roma, Nápoles, Pompeya… Capri (Postal remitida por el joven Brell al viejo Brell y a los terribles hermanos: Presente no sólo Curcio Malaparte en esta parte decididamente itálica y marina, se enorgullece además el sitio de tan espléndida fotogenia de albergar el café con el nombre más extravagante del mundo: El gato que maúlla como un violín. Al regreso a casa, ninguno de ellos mencionaría tal apunte de perspicacia turística pedantesca.)

Qué te creías, pequeño monicaco. Vano alarde ante los tres mosqueteros: un golpe de sus bigotes enhiestos basta para abatirte.

Bah, no importa. Come me. Boceto no se desanima jamás, no se deja vencer por la soledad, la desdicha siempre momentánea, el miedo, la certeza de la muerte que ha de acabar con todo, incluso con él, que no habrá existido nunca una vez suceda ese trance, pues él ya no estará en el mundo para saberlo, aunque si será.

El viejo Brell, pirata incruento y bibliófilo empecinado, era verdaderamente indescriptible, impenetrable, insondable, escribió a los once años. Por entonces el incipiente escribidor leía La isla del tesoro… o quizás era El conde de Montecristo. No estoy seguro, tal vez Las aventuras de

De repente, surge la expresión: montaje de los espacios vacíos: invita, pues, a ir a la buena de Dios.

Aquel camino estaba vedado. No conducía a ninguna parte. Este capitán de quince años lo comprendió en seguida.

En ese caso, cualquier cosa que baste para empezar se justifica a sí misma.

Enterrados en el hoyo telúrico más profundo del sótano del ficus las humedades de la tierra oscura corroen sin tregua El libro de la selva, Tarzán de los monos,  La Flecha negra, Robinson Crusoe, Cinco semanas en globo, Ivanhoe

Y díjose: manos a la obra…

Érase una vez…

San Jerónimo con el enorme libro en blanco del Juicio Final.

(Y escribirá, blasfemo, con renglones torcidos.)

Me iré componiendo al azar, a trasmano, a la diabla.

Anónimo y mental, aunque algún Charlie de turno asistirá a través de las rendijas que descuida el beodo a declaraciones chocantes y, desde luego, imprevistas. ¿Y qué se descubre por esos resquicios? Más ruinas.

A los trece años, sentado a lo árabe sobre el ancho sofá de cretona del salón, escudriñaba con filosofía cirujana un buen montón de ejemplares de Mundo Gráfico y Nuevo Mundo que su abuelo materno, el joyero, compraba todas las semanas con puntualidad rigurosa. Ese mundo, gráfico y antiguo, encuadernado en volúmenes de gran tamaño, había existido de veras para su sorpresa, ahí estaban todas esas fotografías que verificaban la antigua existencia de personas y personajes, ciudades y edificios, espectáculos y acontecimientos de cualquier índole, había hasta sus guerras, ese elenco gráfico lo atestiguaba sin duda, sólo que sus abuelos no aparecían en él por ninguna esquina. Ni siquiera la sobreviviente, septuagenaria y habitante tranquila en compañía de su hijo el tonto en el chalet de La Cañada, se colaba en las imágenes, ni siquiera de adolescente, con lo fácil que es a esas edades meterse donde a uno no le llaman. Se acercaba las páginas a las narices con cierta cautela, las olía con un poco de asco, y entonces se le ocurría que así olían aquellos años de atrás, a papel viejo y a polvo inefable, a rancio, así olían sus abuelos, sus cosas, su mundo que a la postre acababa muerto y enterrado y sin olores de ninguna clase en cuanto cerraba las tapas de cartón forradas de piel azul oscuro.

Interpelaba a su madre. Qué, ¿qué hay de todo esto?

Sal cuando antes de ese sarcófago, intrépido fisgón. Y le quitaba de las manos el libraco.

Él le miraba sin entender su desdén.

Anda, ve a jugar con la botonera del televisor, recalcaba la mujer  sin soltar el libro, librándose del adolescente  sin esperar réplica.

Pues ser un tipo placebo: ni risa ni llanto; ni placer ni dolor.

La vana pretensión se mantuvo lo que tardó en pasar frente a sus ojos el culo de servidora.

Había más rencor en otras ocasiones:

Soñó un grito; despertó con la angustiosa creencia que un día aterrorizaría a sus semejantes.

Treinta años más tarde el rencor adquiría la aniquilación de todo pensamiento generoso:

¿La experiencia? Un montón de ruinas, fracasos y muertes. Ni siquiera te pues servir de ella en la vejez: nada es igual a otra vez.

La muerte se agrieta de cuando en cuando, y por allí escapan los vivos: un accidente. Después de un tiempo más o menos breve, la muerte los succiona y los mantiene a buen recaudo de nuevo. Y esta ocasión, para aquellos huidos, sin que sea posible una segunda escapatoria.

A Fiodorov se la tenía jurada: ¿A qué la revolución esa de la que tanto hablas? Meslier, cura él, estranguló al último rey con las tripas del último cura.

No hay pasado sin tragedia o… comicidad: tu abuela, cuando aún andaba afanosa de varón, llenaba el arroz que iba a engullir tu abuelo con hipofosfitos: a éste le falta vida, vigor, se decía la cocinera con un brillo de maliciosa picardía en los ojos.

Apartaba a un lado los gruesos volúmenes polvorientos: ¿escribir una biografía de los hombres del pasado, de los hombres del presente? Mejor recordar (?) la biografía de los hombres futuros, o de uno solo de esos hombres.

Podría seguir el repertorio hasta el fin del mundo, el de sus abuelos y el suyo propio e incluso el de los hombres del futuro. Todos al carajo.

El abuelo joyero tenía una pistola. A su muerte, Brell el viejo la descubrió en un cajón del escritorio del difunto. La escondió en casa durante décadas, precisamente detrás de los volúmenes de Mundo Gráfico y La Esfera, en uno de los estantes altos de la biblioteca. Ni su madre ni sus hermanos lo averiguaron nunca (¡Fiodorov con una pistola!). Ah, pero Boceto, infatigable sabueso dio con ella en uno de sus periódicos registros. ¡Qué tipo, el abuelo! (En la noche hágase acompañar de una Astra, aconsejaba sensatamente el anuncio en aquellas revistas de páginas satinadas.)

Padre, voy a explicar el comportamiento de los hombres del futuro. Inventaré uno de ellos y escribiré su biografía.

Estupendo, mierdecilla.

Tuvo serios problemas para describir la apariencia de su hombre del futuro (¿con bigote?), y todavía más con el semblante, incluso con su nombre, de modo que ahí quedó el intento.

Con lo fácil que habría sido la empresa si hubiese descrito tal apariencia como la de un hombre actual pero con el alma de un millón de años después.

Le faltaban los mínimos rudimentos que inspiran una sencilla metanoia para lograrlo si quería huir de perpetrar un engendro, uno más, de la ciencia-ficción al uso.

No me importa lo reciente, había dicho el osado mozalbete, lo cual es una sumaria estupidez; me importa lo por venir, había afirmado a continuación, lo cual es un ejercicio imperdonable de pérdida del presente.

Leyó la viñeta en un rincón casi invisible de uno de los números más antiguos de La Codorniz, una revista audaz que olía también a rancio:

A mí como mejor me ha ido en la vida es cuando he pasado desapercibido.

Es decir, muerto.

Celebro oír eso. Usted, caballero, ha entendido perfectamente lo que he querido decir.

Debería escribir un diario, se dijo el niño aburrido de la inevitable (nadie había que pudiera corregirla ya) cronología del año 1909 ó 1919 ó 1929, que tanto da.

¿Un diario? ¡Un seculario precisa éste! En el curso de la misma jornada fluctúa sin reflexión ninguna del trono a la pocilga. Un día adolescente da mucho de sí cuando va y viene de la mañana a la noche empecinado en sus entelequias.

Cercano a su mitad el siglo XXI, desde la perspectiva de entonces un poco más cerca de la eternidad, un Boceto descreído e inválido poco resolvía de las cosas, sucesos e intrigas imponderables de su tiempo: viejo y casi ciego, prácticamente inválido como aquel italiano gruñón, le quedaba poco tiempo de vida y de luz.

Recordó que Papini confesaba sus primeras influencias sin pudores mojigatos: Mi primera conmoción intelectual fue Darwin; la segunda, Nietszche, y la tercera Stirner…

Ahora bien ¿quién es Stirner?

Sonríe Boceto ante el espejo, a punto de la mojama. Poder decir tan sólo: mi nombre era X., y esa fue toda la historia de X. en el mundo de los vivos.

Acudamos a lo eterno (Calderón).

Ah, Nuevo Mundo. El abuelo joyero (y tantas cosas más), que evitaba ayuntamiento carnal con la consorte, se masturbaba con cierta abulia contemplando en la portada de la revista las tacañas desnudeces de Tina Jarque, estrella frívola, o divagando con los ojos fijos en la muslosa bailarina Emilia Blanco.

Créate un útero, atisba de cuando en cuando esa realidad a punto de venirse abajo: este hombre siempre me ha dado la impresión de ser un duendecillo travieso que asoma la cabecita pelada con ojos de sombro desde el interior de una vagina.

Variaciones: en realidad siempre me he mantenido a buen recaudo metido dentro del útero de mí mismo.

Escribe ciencia abierta: que todos sean libre de compartir sin temores tus datos.

(Un día se la jugó con Fiodorov: Grande, dilecto y bienhechor de la humanidad hermano, he leído en alguna parte que Marx fusiló la teoría del plusvalor de un tal Thomson W. y un desconocido (para el público en general) Rodbertus, y asimismo de otros tales Miller y Pechio todo lo que escribió sobre el materialismo histórico…

No le dio tiempo y antes de emprender la huida y doblar el pasillo curvo la zarpa del oso neomarxista le atrapó de un hombro…)

Le daba duro al diario con su colección de bics (de tinta roja, azul, verde, negra). Un insospechado cilicio que ninguna satisfacción espiritual le procuraba: si escribes con lápiz y utilizas la goma de borrar podrás rectificar lo escrito, pero ¿cómo borrar los hechos de los días pasados?

Siguió aferrado al bolígrafo.

Siguió entregado a su Querido Diario hasta que…

Sentados a la mesa le miraban desconcertados los comensales. Durante un  tiempo el púber se tornó hombre de pocas palabras, parecía sacarlas de un dedal. Las destinaba para su diario.

Pero no tardó en anegarles de nuevo con una verborrea renacida, fuera de todo pensamiento corrector.

Era imperfecto y caótico. Chapoteaba en lo albur.

Se componía a sí mismo, ciertamente, a la diabla, a trasmano…

Era adolescente. No era artista. Tampoco deseaba retratarse.

Su madre le ignoraba. Su padre le confundía.

El mundo estaba loco, loco, loco…, tal la película.

Sus hermanos le sonreían al cruzarse con ellos, pero eso era todo. Tendrás que aprender por ti mismo.

A los doce años leyó Las inquietudes de Shanti Andía y a los trece La vida nueva de Pedrito de Andía, sin que le chocara para nada la parcial similitud de los títulos: era un buen lector.

A los quince añadió a sus apellidos uno más: Sorel.

A los dieciséis decidió vérselas de una vez con el Ulises ése del que tanto hablan esos dos.

Pidió consejo llegado a la página diez. Uno y otro se encogieron de hombros al tiempo que esbozaban maléficas sonrisitas.

Se bastaba él solo, se dijo: imperfecto, incorregible.

Iba a rendirse cuando Nabokov le cogió de la mano.

Tú, limítate a leer y el espacio entre las líneas se lo dejas al diablo, que se entretenga en tales vaciedades como los hombres huecos.

¿Entonces…?

Entonces sólo existe lo que está escrito: los hermeneutas y glosistas son gente pedorrera, de vivir funcionarial, o docente, lo que todavía es peor, mal alimentada a base de grasas y alcoholes y con la piel del rostro del color verde de los bichos rastreros, serpentinos y oscuros, tipos estreñidos que todo los resuelven inventándose símbolos y dobles sentidos académicos.

Símbolo:

relata Kikí de Montparnase en sus memorias espurias que una vez posó desnuda de los pies a la cabeza para Utrillo durante horas, y cuando éste dio por terminada la sesión de posado miró en la tela lo que había hecho y comprobó estupefacta que el pintor sólo había pintado una casita de campo.

Anotó en el diario sin pudor ninguno: efectivamente, soy muy especial.

Tiempo atrás de la Era de las Lecturas Intrépidas, una epifanía mortificante:

Tenía trece años. La época era la de siempre. A pocos meses de la catástrofe de Fiodorov. Una mañana abrileña, de regreso del colegio, halló a su madre en el salón sentada en uno de los sillones junto al ventanal que abocaba a la Gran Vía con un voluminoso libro sobre el regazo. Era un libro de arte, según pudo atisbar. Dejó la cartera a un lado y tomó asiento en el sillón gemelo frente a ella, bañados ambos por la luz del mediodía, marina y cálida, muy plácida: definía a la mujer muy nítidamente, próxima y hermosa. La contemplaba con arrobo, mientras esperaba la hora de sentarse a la mesa. Tenía hambre, pero hubiera deseado que el tiempo se detuviese, que aquel instante fuese la eternidad. Al cabo de un rato su madre alzó la cabeza, posó la mirada en sus ojos y le sonrió tenuemente. Él le devolvió la sonrisa con toda la ingenuidad del mundo, conteniendo el alborozo. Durante unos segundos ninguno de los dos desvió la vista. Mamá se está enamorando de mí, pensó con absoluta felicidad. Y casi en seguida, sin que más tarde pudiera explicarse el motivo de la manera tan torpe de disipar el encanto de ese momento crucial, preguntó con su voz más infantil: ¿Falta mucho para comer? Su madre aún sostuvo la mirada unos segundos, pero la sonrisa ya había desaparecido de su rostro. Su expresión adoptó la irónica indiferencia de siempre. Llevó de nuevo la vista al libro en el regazo. Qué poco vales, hijo, musitó en voz baja pero perfectamente audible al inclinar la cabeza de nuevo.

Se quedó tan confuso que creyó que alguien o algo, en todo caso una mano ardiente y poderosa, iba a cogerle enseguida por el cuello, levantarlo del sillón y estamparlo contra la pared.

¿Y el patriarca?

Aparecería cuando sonara el golpe del gong con el que servidora convocaba a la pitanza. Qué oriental, qué hogar apócrifo. Ah, el viejo Brell enterrado en la libresca sepultura de su despacho. Podría suscribir la chocante afirmación de Thoreau: tengo mucha compañía en mi casa, en especial cuando nadie me visita.

Aquella noche, o alguna de más adelante, obviemos precisiones harto irritantes, Boceto, se refugió en su diario y escribió en tinta negra: Sí, el mundo cambia. Todos los días cambia un poco pero… yo sigo siendo el mismo, aquel niño que pensaba que más tarde o más temprano el mundo acabaría en sus manos sólo para destriparlo como se despanzurra un muñeco lleno de serrín o un animalucho sonriente de felpa.

Aún largaría una anotación inspirada en el rechazo que sintió  al escuchar la prédica del miércoles del agustino de turno voceada en la capilla: No existe el bien y el mal en la tierra. Puedes estar seguro de ello, amigo. Dios y el Diablo andan demasiado ocupados en sus pendencias estelares para fijarse en las nimiedades que resultan del tránsito de los hombres por la humana bola, que diría el De Villegas sin que le cayesen los anillos al suelo.

Escrito con tinta roja, pocos días después: Aquella tarde fría y como fuera de todo tiempo, el crepúsculo se extendía sobre la piedra gris de la tumba de mi madre como el vuelo sombrío de una ave fabulosa…

Los colores del escribano sentenciaban los días, las horas.

Dicha. Pena. Celebración. Incomprensión. Dolor. Asco. Temor. Extrañeza. Aceptación. Odio. Beatitud… Cada color mil palabras, mil ocurrencias, mil mentiras

Leyó en alguna parte, y escribió en tinta negra para recordar la siempre postergada fatalidad:

Cada noche me olvido de suicidarme.

Escrito en tinta verde:

Daba el reloj las doce… y eran doce golpes de azada en la tierra… ¡Mi hora!, grité.

Una semana más tarde, volvió la tinta azul y la serenidad. A media mañana observó cómo sus condiscípulos y él mismo se abalanzaban al patio a la hora del recreo; a la noche escribió en la parte superior de la página en blanco todavía: Por entonces corríamos que nos las pelábamos por todas partes, corríamos a toda hora sin saber adónde, corríamos más que los tipos de Keystone Cops.

Lo azul en todo su esplendor (1993):

Bien, padre. ¿Qué tal la muerte?

No puedes coger nada con las manos. Es todo como ilusorio. Etéreo y sutil. Y los libros, si no se tocan… no valen para nada.

El bolígrafo rojo, aún en sus inicios, afrontaba temas difíciles (1973):

Definió la muerte: se rompe la cuerda y caes. Se encienden los focos: pues mira, aún se ven los hilos.

Leyó la novela inglesa equivocada y decidió resumirla sin que la apostilla delatara su inocencia (demasiado pronto para andar metiendo las narices de aprendiz entre esas páginas astutamente calculadas y de una caprichosa complejidad):

Se empeña en querer a una mujer… Todavía peor, se empeña en que esa mujer le quiera a él. No lo conseguirá porque escogió el camino equivocado, todo en ese hombre era previsible. Y a una mujer hay que sorprenderla continuamente (como hace él en el pasillo respecto a  servidora). Al tipo se le veía venir, obstinado y bruto pero como un perro entregado a su dueño a fin de cuentas.

A diferencia de Julien Sorel, quien en todo momento actúa lo contrario de lo que se espera de uno: se hará con las dos mujeres de su vida, tan opuestas entre sí, tan decididas y superiores a él en el fondo.

Le dijo (escrito está en el diario: en verde) a JD. que iba a ser poeta. El otro apartó la vista de él como de un animal malherido, de lastimosa apariencia: Terminarás comiendo césped.

O encerrado treinta años en un desván, o debajo de las raíces de un ficus.

Él se embriagaba de proyectos dudosos, a ver si iba a acabar echando mano del cloral definitivo.

Mamá decía (mentía) con tinta azul.

Infeliz, precisaba su padre mirándole con lástima, tu madre nunca decía, decretaba.

Hay colores para cualquier palabra.

Tú, sigue leyendo, le decía el daímon, evita la acción (ahora).

La frase recortable de la lectura de la mañana: Drácula, de Stoker: Señorita, sé que no soy digno de atarle los cordones de sus zapatos, pero me parece que si tiene que aguardar a que encuentre un tipo que le merezca me temo que aumentará usted el número de las siete vírgenes prudentes. ¿Quiere usted uncirse conmigo al yugo y tiraremos del carro juntos para recorrer el largo camino?

Lógicamente, la señorita no sabía nada de yugos ni de carros y no estaba dispuesta de ninguna de las maneras a tirar vaya una a saber dónde.

Paula, querida, alumna dilecta, ¿quieres uncirte al yugo que arrastra éste tu rendido enamorado?

(Bien la cabalgabas a la yegua por delante y por detrás…)

Inventó B. una historia, una realidad novelesca muy semejante a la realidad

¿Y como acaba la historia?

Acaba mal, como todas las historias verdaderas que hablan de seres reales y no de fantasmas: el chico se casa con la chica y  tienen una feliz descendencia o no tienen una feliz descendencia  y luego el chico se hace viejo y muere y la chica también se hace vieja y muere, no importa el orden de su suceso, y eso es el final.

Las imaginaciones… Qué lastre. En mí perduran más visibles y acuciantes sin haberse materializado nunca que los recuerdos de los hechos verdaderamente reales, que poco a poco terminan disipándose. (En tinta a dos colores, rojo y azul.)

Se excitaba leyendo la cruzada llamada popular, esa tropa de inocentes, tanta carnaza que mancillar y someterla a ultraje sin fin, ¿pues no buscaban a conciencia esos cuerpos miserables tan desprevenidos el martirio, umbral necesario que daba paso al edén, a la gloria?: cayó extendido y descomunal un infierno de perversiones, de males irreductibles, y a la vez un paraíso para los desalmados que acechaban, sobre tal ejército de incautos. Qué tiempos de fieros guerreros y desafíos suicidas: combatían en nombre de la religión o su creencia y en modo alguno, pues nunca hubo bandera ni enseñas en ellos, en el nombre del mundo, contrariamente a como se baten y pierden sus días los hombres de hoy tan diferentes a aquellos y tan pegados a la moneda, al polvo de la tierra que jamás ha de pertenecerles. ¡Ah, aquellos tiempos de fraude y desorden pero de violentos creyentes! Buena época de cabezas sajadas y devastadoras pandemias, luchas sin frivolidad y contención, sólo sangre, ríos de ella, que vertida en la tierra podía ser de cualquiera sin distinción de linaje, bandera o faltriqueras, tantos finales aceptados en la batalla con la espada en la mano como desnudas de ella, al fin heridos por la misma peste que atravesaba silenciosa y mortal la madera de la puerta: cuando las narices empezaban a sangrar era señal de muerte, y había que morir. (En tinta roja.)

Da nuecis pueris.

De todo hubo en la viña del Señor: niños pasados en el asador quemados vivos, a juzgar por la crónica de la dama bizantina, aunque no sea ésta muy de fiar historiando una época confusa y terrible: se me olvidan los nombres, afirma la cronista en la Alexiada.

Quien olvida un nombre puede muy bien inventar un hecho.

Grandioso festín la carne tan tierna y golosa: bajo las pringosas mesas alargadas los perros feroces se disputan los frágiles huesos.

Tierra sin máquinas, sólo el instinto, y, a veces, el miedo a la furia vengadora de un dios oculto entre piedras oscuras erigidas a un cielo tan alto que nadie puede tocarlo con la mano, mueven el tiempo y el rotar de ese mundo: Ser simple, todavía con el asombro primitivo, sin borrones ni tachaduras… (Página enteramente escrita en tinta roja.)

¿Para qué más?

El Brell medievalista, dispone decidido condumios y viandas, se atufa infructuosamente ante fogones, desentierra ollas, husmea vasijas.

1984: hace tiempo que recorren las dependencias del castillo, ya desierto de la otra prole y huida la castellana, sin sirvientes, el señor con su libro a cuestas y aferrado al cucharón su escudero fiel.

¿Qué haces en la cocina, desgraciado?

El yantar de hoy, padre. Entre pucheros ando.

Al mismo Dios, tan acostumbrado a ese tránsito, harías vomitar. Mequetrefe, hiciste escapar a la servidora. A tu lascivia debo estos lodos. ¡Insensato!

Se ilustró la mentada malamente leyendo libros y tomó las de Villadiego en busca de horizontes más atractivos que limpiar la mierda ajena. Aún no he conocido ser humano que no se complique la vida.

Tendré que huir al restaurante. Yo no me quedo en ayunas.

Un voto de confianza, comensal escéptico.

No con mi estómago. ¿Y esos libracos junto a la lombarda?

Amenas reconstrucciones de madame Oldenbourg y mister Runziman.

¿Y ese otro pequeño, de tapas negras como la peste?

Mi diario, tomo undécimo. La época no ha de quedar impune.

Esta cocina es capaz de envenenar a cualquiera con sus efluvios malignos. (En un aparte.) Yo me largo. (Pone pies en polvorosa.)

El pequeño libro de tapas de hule negras y hojas amarillas sin rayar: antojos verbales y extravagancias sin fin entresacadas de la gran chistera de Gutenberg: buen hoyo donde rebuscar a lo largo de siglos sin necesidad de andar metido bajo las inhóspitas entrañas del ficus imaginando males para el mundo que nada le quería y en ninguna estimación le tenía.

Ejercita el diarista una letra minúscula: cuarenta y dos líneas por página. Un capricho cultista: La Biblia en Pasta de Brell el Joven. Qué dislates a cuatro tintas de jovenzuelo sin prisas, pedantuelo y con los bolsillos llenos de una estupenda asignación semanal. El diario, trece cuadernos de apretada letrería de nulo valor  literario, le ocupó de forma intermitente una decena de años. Revueltos en un cajón sin cerrar de su escritorio, a la vista de cualquier intruso lector, jamás despertó la menor curiosidad de nadie. ¿Terminarían en un vertedero?

La realidad se desgasta poco a poco, se le ven sus costuras, los colores pierden intensidad, las horas se hacen largas, extrañan por eternas... ¿Qué hacer?

Las drogas duras (?) siempre las he probado en el cuerpo de los demás desgraciados que se han aventurado por ese camino. Lo que más me admira de ellos es el camino de vuelta, el retorno a una existencia que les acribillaba. ¿Cómo se las apañan entonces estando vacíos por dentro? Les propinas un suave golpe sobre la carne y suenan a hueco.

Se han acartonado o los rellenan de serrín o les dan cuerda, a rodar.

¿Y tú que haces con la bebida?

Es como el juego del escondite. Sólo juego con la botella cuando la descubro detrás de la charlatanería de los demás, del ruido quejumbroso de alguna puerta o sumido en la oscuridad debajo de la cama de los insomnios.

Un tipo confesó en una ocasión que cuanto más destrozado estaba por el alcohol, sabiéndose un caso perdido, a punto de acabar en el cubo de la basura, no se suicidó porque sabía que una vez muerto no podría volver a beber.

Tuvo suerte, dejó de emborracharse y logró volver a la Tierra a través de un universo gusano, y, además, siguió el consejo del marinero escarmentado por los males del querer: lo más sensato que puede hacer un hombre en este mundo es envejecer, así que mejor será que te dediques a ello lo más pronto posible.

Universo gusano… ¿Quién le puso la música a ese itinerario mágico?

Kuprick.

¿Propia de zarabanda o danzón?, ¿de polca o minué? 

Con música de ritmo ternario, cuyas frases constan por lo general de 16 compases, en aire vivo.

¿Y eso quién lo dice?

DRAE.

Qué épocas impredecibles, que los libros de papel, especialmente los diccionarios y las enciclopedias, sólo sirven para acumular polvo. El polvo de los tiempos pasados que implacablemente ha de sepultar asimismo los saberes del futuro.

También el olvido se agrieta, y entonces asoma ante tus ojos el recuerdo, fogonazos de una memoria que es una colosal masa ora ardiente ora gélida que se abre paso entre las fisuras.

2008: la gran enciclopedia de más de cien tomos: pero nadie desenterrará los muertos ilustres.

Ahora, es polvo.

La buena tierra, dicen.

Libros como tumbas que nadie volverá a profanar con su ignorancia o su curiosidad de ocioso.

Pero la imagen le sobrevino como un disparo, una bala luciente al sol a cámara lenta dirigiéndose al entrecejo: un tiro en la cabeza con todas las de la ley: lo que despuntaba por ese boquete deslumbraba.

Hay recuerdos que matan, leyó en la portada de una novela de quiosco.

¿Qué habrá sido de él?, ¿de los hijos huidos?

La muerte del padre ni resucitó a uno ni hizo volver a otro de donde diablos estuviese, si es que encontró un lugar en el mundo para un tipo como él.

Entre la mierda seca de las cabras, quizás. Le tiraba el monte al primogénito. Quién sabe, lo natural es que haya sucumbido a su propia ruina como hombre que quiso desbaratarse a sí mismo para renacer de una boñiga. De eso no es posible huir: si lo consigue, ya es otro, nunca el que era.

(Cuanto qué saber aún, observa JD., el hombre de tierra, con los ojos quemados por el sol fijos en el cielo y, a veces, mientras espera, y podría esperar hasta el fin del mundo, posándolos en derredor suyo, un panorama vasto y natural que contiene más de mil nombres e incontables tonos de color, multitud de formas dispares, cientos de seres vivientes, chicos o grandes, acechando escondidos. Un saber que desenredar en este momento naciente del día. Y el agua. Cielo, sol, tierra… ¿Lloverá o no lloverá?, y esa pregunta resume una contemplación dispersa e inagotable. Enciclopedia, se dice, como buscando un título para un poema. Paciente y en sosiego, se apoya inclinado sobre el extremo rocoso de un peñasco que se encarama gris y sólido en la cima transparente y azul y verde de la montaña. Entorna los ojos y aspira profundamente varias veces el aire húmedo de la primera hora clara y rasa del amanecer. A sus pies, el perro pequeño, lanudo y de ojos tristes, también del color de la tierra, le mira indeciso. Rueda el día, avanza la mañana. Debería llover, reverdecer el agua la siembra, fabricar el alimento de todos los días. Ha de llover. Se levanta viento. Al este, todavía lejos, se divisan en el cielo grises franjas alargadas que han de negrearlo por los cuatro puntos cardinales en poco tiempo a medida que, ya en forma de nubarrones, se ciernan sobre la cabeza del labrador. El azul se torna oscuro, igual que el verde de los matorrales y los troncos de los árboles, pero el aire que se aviva platea las ramas del olivo al alborotar sus hojas. El cielo sombrío y fértil parece haber llegado a su destino en volandas del viento de un mar muy distante de esas montañas. Todo parece quieto de repente, suspendido como en un cuadro. Y a mediodía caen las primeras gotas, gruesas y sonoras sobre la tierra, mojan el alzado perfil sereno de quien plantó la semilla y ahora sonríe confiado.)

Boceto: Estos hombres de la tierra, qué obcecación grotesca. Hombres del año mil… Todavía sin cota de malla, que la época aún anda atrasada, blindaré la brúnica. ¿Cómo taparse las narices para mitigar en parte el penetrante olor a mierda que despiden los suelos y el cenagal de las calles, las negras piedras de las fachadas y estos mis… ¡semejantes! pordioseros ataviados con ropas toscas? Duermen sobre un lecho de paja, meten los dedos sucios en el cuenco de madera para coger el pan reseco y el pedazo de carne corrompida, se lavan la costra de la piel con ceniza… El mundo todo es una pocilga, todo el abecedario una docena de gruñidos, toda la enciclopedia el sol que calienta, la lluvia que fertiliza la tierra, el frío que atenaza, la esmirriada cosecha que alivia la hambruna. La aritmética del diablo que se burla de ese hombre, de ese instrumento risible creado no se sabe para qué (divertimento o herramienta para el vasallo, para el noble, para el señor, para el clérigo, para el dios). En este 2008 veo tu rostro de barro, JD. La lumbre de sebo te descubre encorvado, resquebrajado por el sol furioso del estío, apabullado de carencias, un  caminante sobre el fango que eleva la vista a un cielo veleidoso siempre enemigo. ¿Este era el desafío? ¿Y para qué las prisas y los afanes? Pero dejemos a este pequeño hombre en sus pequeñas miserias

(Entonces, como una jugarreta del azar, los ojos escudriñan el escondido y no el figurado sentido de las líneas salidas al paso en un trozo de papel: si el tipo es inteligente es igual que escriba una carta que un poema épico: un inevitable resplandor, fugaz aunque potente, alumbra un nuevo entendimiento, esclarece los presentimientos.)

Tinta verde: Hay cosas que, simplemente, no pueden explicarse cabalmente, sólo es posible contarlas, tú notas sobre la piel el aire, pero JD…

Tinta verde: Una vida que, como esas pinturas rancias sólo por el tiempo, se nos ofrece craquelada en alguno de sus ángulos, lo cual no impide que la visión de conjunto sea perfectamente inteligible: Fiodorov.

Otras vidas, otros juguetes rotos.

Escritas (a ser posible) con todas las tintas.

Boceto: tiene varias toneladas de papel donde meter los ojos y ensuciar las manos. Se libró del ficus. Tiene la cueva del cofre, tiene la isla del tesoro. Brell el Solo, El Heredero Universal. De esa gruta no se sale indemne, de esa monstruosa piel de letras… ¡pero éste sí!

Profesor, háblenos de Goya.

Y Lucientes.

(¡Dichosa tabarra!)

Toda tu historia, la de tu padre y también la de tu madre, la de tus hermanos, el mundo, la vida, una montaña de papel y de libros: la lengua escrita la entiendes, y descifrar lo que se oculta detrás de las líneas no es tu oficio, no es de menester. Lo literal es, pues así se presenta.

Inmortal ni Dios, ningún dios: cuando tú mueres, mueren todos ellos. Tú les haces testigos de tu excursión; tú los matas al hacer el último mutis en una obra sin pies ni cabeza contada por un idiota mudo a base de gruñidos y que no sabe si reír o llorar. Y en esas estamos, Crispín.

Tinta negra: Cuna y sepulcro a la vez.

Qué sueño, ni siquiera materia fue, pues acabas en polvo o en cenizas.

Nací… ¡si esto es nacer!

Parte para Polonia, que allí pasan cosas.

Tinta roja: Es hombre inclinado a vencer lo imposible. Dice: a lo imposible dale forma y asunto concluido.

Cuantas cosas pasan en un sueño… ¡si supiéramos!

(Fue tu maestro un sueño.

Lo es la vida:

La punta de la guadaña te propina golpecitos muy delicadamente en un hombro: vamos, vamos, es hora de despertar.)

Nuestro pequeño Quevedo… Se burlaba su padre al fisgonear entre sus papelotes en cuatricromía.

Noli me tangere, padre: pues no tocas un libro, tocas un hombre, y no es locura.

Un hombre pintarrajeado por el bolígrafo cuatricolor y biografiado en tinta negra.

Un hombre que sufre y que, a diferencia de aquel otro que fue el hombre y estaba allí, nada entiende y ha de desenredar y desentrañar el mundo con la punta de la pluma (la punta del tungsteno), ¡vamos, hombre…!

Mundo imundo:

Lo agujerea y lo mira por dentro, se desliza al interior como si fuese un gusano: ojalá pudiera pudrir el mundo desde sus mismas entrañas. Al final, a punto de desplomarse sobre sí mismo como una manzana putrefacta, tú el gusano asomarías la cabecita ante el público en general con ganas de aplauso, mirarías a un lado y a otro, sonreirías con inocencia, levantarías la manita: he sido yo, he sido yo, yo creé el mundo.. el universo todo.

¿No será mejor meter las narices en lo que otros escribieron? Al menos se libra uno del coste intelectual y la pérdida de tiempo que eso supone, horas con la pluma en la mano, mirando la ventana pero no lo que hay más allá de ella, y eso es lo más triste, encerrado en lugar de estar rondando con provecho en el lugar donde se esconde la dicha, donde se celebra la vida buena o mala.

Porque, Charlie, basta con la dicha: los dioses te cuchichean en el oído en el momento de nacer el dictum, ahí te endosan el fatum, la pena o la ventura, la fortuna o la intemperie.

Serás feliz.

El sol te fundirá en la tierra.

Te matarás por tu mano.

(Estos Brell parecen el magro surtido de una caja de galletas poco selectas.)

No puedes rebelarte, aunque sí engañarte durante todo el tiempo, como el tozudo Sísifo. En medio de la frente se dibuja harto reconocible la soga que te ahorca, el estiércol que te sepulta, el sosiego del que ha hecho las paces con el mundo y con la muerte y se deja llevar por el vaivén mundano sin dejar de hablar consigo mismo, como el poeta, pero sin preguntarse nunca nada de lo que no sepa ya la respuesta, una mera retórica de flaneur tranquilo en busca de la tercera copa del día.

Veía las cosas con los ojos de la calma, disimulando el secreto divertimento que le entretenía contemplando a sus semejantes en su laberíntico zigzag.

Se dice: no precipites el día, pacta con su fragor y la absurda manera con que reparte suerte a lo largo de su curso: un ataque cardíaco fulminante, un billete de lotería premiado,  una mujer o un hombre que se te ofrecen… La noche ha de llegar.

¿Quién era ese escritor que sólo salía de su apestoso estudio cuando percibía que afuera, en las calles, reinaba la melancolía?

El mismo que decía cuando una desgracia asolaba su país que hasta el cosmos le era hostil a su pobre patria… El cosmos, que nada entiende de refriegas y padecimientos humanos.

Con la cabeza vuelta de nuevo sobre la cuartilla, pluma en mano:

El día, una pequeña molestia. En fin. Y escribe que te escribe.

Una curiosidad pequeña. Anota:

En París, 14 de julio. Hace frío.

(Un frío tórrido.)

Estos diaristas…

El cosmos, que es el verdadero dios de todos los otros dioses, qué te parece: somos insignificantes y por eso paradójicamente nos creemos que somos en un universo que nada sabe de nosotros ni de nuestras miserias y grandezas, de nuestra paupérrima condición: a los ojos cósmicos una simple ola, una marejadilla, es suficiente para aniquilar a cientos de miles de seres humanos, un virus, de cualquier época, salta de la oscuridad y siega millones de vidas, una roca venida del espacio se estrella contra la Tierra y es capaz de esquilmar y oscurecer el planeta durante cientos de milenios, sino millones de años.

Se escribe lo que se puede... sin ser cronista de nada.

¿Escribir? ¡Con tinta de calamar!

Cualquier palabra, sea incluso conjunción copulativa, vale su letra en oro: Sólo aporreo la Olivetti Lexicom-80 de carro grande (una auténtica ametralladora) si renta dividendos aun por mínimos que fueran (JD.).

En París Charles Baudelaire, joven poeta inédito, un mar de dudas por entonces, fue a pedir consejo a casa del conocido poeta édito Théophile Gautier.

Éste tenía las cosas muy claras, la experiencia es un grado, y la edad, aunque no sobrepasase en mucho la del otro, toleraba una refinada insolencia a la par que el disfrute de una malévola y secreta diversión:

A usted, joven, ¿le gustan los diccionarios?

Baudelaire asintió.

Hábleme de su higiene íntima.

Baudelaire lo hizo.

Está usted en el buen camino: en esas dos premisas iniciales se asienta el verdadero talento: sobriedad y conocimiento. Lo demás le vendrá por añadidura.

JD. era como, suele decirse, un verdadero filón de donde extraer multitud de ocurrencias propias basadas en sus personales atisbos, esclarecimientos o meros apuntes al desgaire, podía uno, al tiempo que entrar a saco sin el menor escrúpulo, mistificar aquel acervo de pequeñas agudezas o pensamientos apenas esbozados. En efecto, ¿cómo iba Bocetus a ignorar al doctor Aken que le suplantaba con absoluto descaro incluso sin una copa en la mano? En cuestión de segundos ya se veía con la lanceta entre los dedos y el embudo de hojalata en la cabeza. Meter las narices en esa masa viscosa del cerebro ajeno, hurgar con los deditos por entre su textura resbaladiza… Toneladas de papel.

JD. es un lugar común, piensa.

Lee (vuelve a recorrer esas breves líneas manuscritas sin experimentar pasión alguna) una carta de Teresa Brauner dirigida al hermano ausente, y que éste no pudo leer nunca: llegó directamente al domicilio familiar en días previos al otoño de 1994, cuando aquél ya había desaparecido cuatro años antes sin dejar constancia ni pista alguna del destino al que se precipitaba. La mujer le anunciaba su muerte suicida por agua. No faltó a su palabra: se ahogó en Malvarrosa una semana más tarde de la fecha que encabezaba la carta remitida desde la misma ciudad de Valencia. La encontraron poco antes del amanecer completamente desnuda, una vestal blanca y fría flotando en el mar mecida por las olas cerca de la playa todavía bajo la luz resplandeciente de una luna de otoño.

¿Quién era esa Teresa Brauner?

¿Quién es esa que no quiso morir vestidita de azul?

¿Aún jugamos a los rompecabezas?

¿Qué tipografía para tales menudencias cósmicas?

Garamod redonda de caja baja. Venta final de edición al público: dos pesetas página. A fin de cuentas, ¿existirá un lector para estos pequeños desórdenes biológicos, poquedades planetarias sin trascendencia ninguna?

Yo supe quien era la mujer. No tanto acerca de quien años más tarde fue artista consagrada y al cabo suicida.

Aquella mujer tenía tantos amigos que finalmente, como era de prever, murió en absoluta soledad. El componente ingenuo de su carácter, muy bien disimulado en el aspecto social de sus múltiples relaciones, le hacía confundir la familiaridad y hasta la campechanía del trato de los conocidos para con ella con lo verdaderamente esencial de la amistad, algo que jamás exige el forzamiento o la impostación del ritual de sonrisas a destiempo, los gestos demasiado elocuentes y las frases hechas, esos ofrecimientos dispares que se disipan en el aire vacuo y protocolario de la nada cortesana poco rato después de haber sido prometidos. La sonrisa de etiqueta es una cosa del todo efímera, un mero dibujo… animado, fugaz.

Existen personas que no son del ayer ni del mañana, se hallan para bien o para mal plenamente vástagos del presente que es el que los conforma. En él se saben muy enraizados. Sobre todo, libres. Ni sienten nostalgia del tiempo pasado, tal vez porque lo consideran una simple referencia intelectual olvidable, ni confían esperanzados en los días del futuro, al que no entienden. Para  estos contemporáneos del instante, si el presente se viene abajo a traición, y siempre acaece de tal modo, por el motivo que fuere, personal, económico, social o ideológico, no queda nada, sólo el abismo que no tarda ni un parpadeo en engullirlos sin que ofrezcan la menor resistencia. No se sienten víctimas del azar inexplicable ni de sus propios errores existenciales y torpezas de naturaleza sentimental, sino estafados y burlados cruelmente sin comprender las razones de esa inesperada afrenta.

¿En qué lonja mercaba la heroína?

En la del espíritu. Teresa Brauner, de una fisicidad apabullante, al igual que su obra, profundamente matérica, resolvía su pathos desde un misticismo que se diría ajeno a su formalidad exterior. La alentaba una secreta piedad por todo al tiempo que una misantropía nunca revelada y mucho menos compartida ni siquiera en los momentos de mayor debilidad. Una mixtura donde se yuxtaponían de modo inquietante el asco, la angustia y la misericordia. De estos mimbres, devenidos material estético, urdía una conformación inteligente y subjetiva a la vez que conjeturaba una definición del mundo que la rodeaba y la plástica que lo representaba mediante una sintaxis visual y primigenia, desde luego insólita, que al cabo propendía al esclarecimiento íntimo y paradójico: el mundo la descifraba a ella y no al contrario. Una especie de alquimia bienhechora que conseguía serenar una conciencia siempre al rojo vivo: tat tvam asi.

Pero ¿cuál es el proceso que conduce a ese reconocimiento de sí mismo?

Empezaremos por el final... Pero en lugar de retroceder en el tiempo ¡seguiremos hacia delante!

El último cuadro que se halló en su estudio era una prodigiosa y nada hermética reducción semántica de mínima signología y un cromatismo desleído al máximo, apenas perceptible. Se diría los rescoldos, lo residual de un espíritu ya sin llamas plasmado de forma simplicísima. Un canto significante que alejara de sí cualquier intento hermenéutico: tat tvam asi. Eso eres, y no otra cosa amasada de suposiciones y equívocos interesados.

Y lo que ves es lo que ves.

Devino asceta del arte, pero optó por el agua, sólo había que dejar la tierra al avanzar un pasito más allá, y no por el fuego, más destructivo y purificador.

No era un cuadro, era una declaración y también era una firma, aunque no estuviese signado por la artista que a poco de reconocerse como tal descreyó enseguida de una autoría, pues se le antojaba odiosa, que respaldaba por añadidura lo meramente mercantil.

Y tampoco tenía un título que lo amparase innecesariamente.

¿Cómo se llama?

No se llama.

Inclinado del revés sobre la pared, puede venderse o regalarse, embalarse, desembalarse y colgarse enmudecido y huérfano en el salón frente al televisor, tornarse invisible al paso de los días, desmaterializarse, pensaría sarcástica y triste, antes de salir del estudio y dar el portazo definitivo a su sancta santorum, allí donde los cuadros sólo dialogan con su creador.

¿Despojos? Valdrán su peso en oro.

Dividendos de la muerta.

Ya no ama la materia... (Está el agua. Todo lo borra.)

Su último cuadro, de lienzo de muy poco grano esta vez, era casi blanco, grande y vacío.

Una tenue veladura, ni siquiera una mancha, acuarela, agua azul, plata, rosa..., recorría el espacio escasamente tangible.

(Échale vinagre a esa página, no hay manera de descifrarla.)

(Aquí estoy yo, incapaz de fundir, de ligar todo lo extraño que he visto… La vida fluye entre fragmentos entrecortados que pertenecen a sistemas distintos: la conciencia ilumina la secuencia de los fragmentos unidos, igual que el todo ilumina un pedazo de nube.)

Los papeles de JD. (o Fiodorov o…), madeja de enredados fragmentos: un pozo sin fondo mucho más impenetrable que las negras honduras del ficus cuando ya has dejado atrás la infancia y la pobre fantasía se ve machacada por una realidad no menos inextricable.

En lugar de achicar tu corazón con esos desmanes fratricidas dedícate a leer coffe-table-books. ¡¿Leer?! ¿Cómo leer? Hojear, pasar página de delante a atrás, o de atrás hacia delante, como debería hacerse con la vida, pasar las páginas como el que oye llover, un entretenimiento que no requiere mayor dedicación de exégeta ni intrusismos incómodos: que los diablos, todos ellos, nos libren de las curiosas martingalas de todos los dioses y su seriedad de burro.

Se perdía en el centón magnífico, centenares de papeles que en nada concluían, borradores de días, proyectos inviables, esbozos, aconteceres, hasta el suceso nimio, la vaciedad doméstica.

Releer al Shklovski de Viaje sentimental (Recuerdos), una seductora amalgama de todo lo que concierne a un intelectual enraizado asimismo en todo lo vital. (JD.)

1983, Teoría de la Mujer Matemática, se lee escrito por la mano de Fiodorov como encabezamiento de un folio que alcanzó tan sólo la media docena de líneas, por lo demás absolutamente ininteligibles, una letra al desgaire, de leguleyo a la fuerza y al que cada día le mortifican más los honorarios de su desgana acorralado por la  rutina.

En esos papelotes, paperoles, todo son como grietas que se abren a lo oscuro o, en contadas ocasiones, permiten que entre la luz del sol del presente para desvelar lo desconocido del pasado, nos concierna o no.

A Boceto, hoy, abril de 2008, le cuesta imaginarse a su hermano Fiodorov soportando chinchorrerías entre oficios y enredos de abogado hasta el día de su ahorcamiento. En cuanto al otro, ya no puede ni imaginárselo de una manera cabal.

¿Por qué hacer burla del primogénito? Descubrió pronto todos los secretos de aquel, y ninguno de ellos era humillante para él o lesivo para alguien.

No existe un biógrafo cabal de todo de quien, nadie es enteramente descifrado.

Por desgracia, no se trata de la divertida excursión al desván de los abuelos, ni dar el portazo y esconderse en el ficus. Todo ese desecho de testimonios, de heces, de vida ausente logra atravesar la coraza de la piel y acribillar la carne.

Sólo es papel. Bastaría una cerilla para aniquilarlos sin mayor contemplación.

¿A estas alturas nos plantamos con una meditatio mortis? ¡Qué te parece!

(Sin embargo, un hallazgo inesperado le produjo una desazón que persistió durante días: encontró en una carpeta abultada de decenas de recortes de reseñas de libros viejos y críticas de libros tres cuadernos de espiral colegiales sujetos por una gruesa goma elástica. Estampado en tinta negra en el primer cuaderno de tapas rojas, un título en mayúsculas LAS NIEVES PERPETUAS. Una novela escrita a mano en tinta estilográfica, seguramente primeriza que un escrúpulo mal entendido le impidió a su hermano destruir. Y otra vez a Boceto se le impuso idealmente la imagen de la cerilla purificadora: se juró a sí mismo que no la leería jamás.)

Como no sabe lo que quiere, lo quiere todo, piensa que creía el otro.

Luego llegó la sangre…

Siempre la hay.

(El río bajó lleno de sangre. Hay mucho daño arriba del cauce antes de alcanzar el valle. Hubo gresca de la buena, cruce de navajas… interior. Se hizo sangre. Hasta aquí ha llegado.)

Y entre todo aquel maremagno, ¿utilizará el escalpelo? Henos aquí con un nuevo doctor Aken, sólo que en esta ocasión él es el idiota.

Deja que fluya el río, aun con sangre, que se tiñan las aguas claras del color que siempre estremece la conciencia dormida. La muerte y la memoria en technicolor. Pronto ese turbión de agua volverá a desfilar cristalino ante tus ojos.

¿Burla del ahorcado?

He aquí que estás solo y vacío. Un muñeco roto. Y bien que lo disimulas con tus Charlie (Camus: la embriaguez es lúcida) y entreabrir los ojos (que ese mínimo resquicio impida todo lo posible la grosera figuración del mundo, sus colores chillones, su fragor de desgracias) únicamente para no darte de bruces contra una farola o tropezar con el indeseado transeúnte nocturno salido de una esquina tan desarmado e impenetrable como tú.

¿Qué hacer? Si descubres el fallo del mecanismo vital en los otros quizás puedas reparar tus propias averías.

Tu padre también amontonaba suplementos culturales.

¿Y eso?

¿Qué quieres? El pensamiento es un potro desbocado, y no es precisamente la memoria la que hunde las espuelas en su carne.

(Se escribe, me dice el poeta de Brooklyn, en páginas amarillas, pero no se lee en páginas amarillas. ¿Para qué resucitar a los muertos?) Todos los poetas de Nueva York, y que ellos creen que son todos los poetas del mundo, escriben en blocs de tapas de hule negras con las páginas amarillas rayadas. Y así van las cosas de bien en el mundo de las letras.

A ti te basta con Charlie: sin pluma y sin páginas… blancas.

Mi padre rompía (indefectiblemente) todos los suplementos literarios que leía, incluso antes que los mismos diarios que los albergaban, que a veces durante días reposaban doblados sobre el asiento de algún sillón de orejas de la casa del pasillo curvo.

Sin embargo, guardó en un cajón de su escritorio el suplemento Libros, de El País, de fecha 28 de julio de 1991, poco menos de un año antes de morir y a un año casi justo de la muerte de Fiodorov.

¿Qué había en esas páginas?

Es un suplemento de pocas páginas, ocho en total (aunque en realidad son seis), como suele ocurrir en los meses estivales, que todo parece provisional y llevado a cabo como a la fuerza, por mera inercia o, peor aún, por una simple costumbre cercana a la desidia, un escamoteo en el fondo, le deja al náufrago del terrible verano sin uno de los escasos maderos a los que aferrarse. Una de esas dos páginas, desechables para la mayoría de los lectores, la contraportada del suplemento, por así llamarla, la ocupa el aviso del Fondo de Garantía de Depósitos anunciando calendario y lugar donde se efectuarán los pagos de las cantidades aseguradas de sus depósitos a los aliviados suscriptores de las imposiciones a plazo fijo en una entidad bancaria que se ha ido al garete (con todas las de la ley). La otra página, interior, nos ofrece la imagen edulcorada (mujer, niña y niño de piel clara y rubios como el sol; el caballero, un sonriente pater familias que eleva los brazos al cielo en gratitud por los dones recibidos, se toca la testa con un sombrero de paja que le llega hasta los ojos ocultándonos el color de su cabello) de una familia feliz en bañador bajo una sombrilla con el mar a sus espaldas y la vida y todo el tiempo del mundo por delante: al parecer son, o van a ser mediante el pago aplazado, los afortunados propietarios de un apartamento junto a la playa en un marco incomparable de paisajes, sol, ocio, exclusividad y máximo confort. (Pasado el tiempo, pongamos los veinte años poéticos, todo puede haber acabado en oro o en mierda: la postal continúa viva como entonces y el sol sigue brillando esplendente para esa familia feliz a orillas de la mar o ha habido divorcio rencoroso, la niña se ha quedado tuerta de resultas de un puñetazo que le ha propinado una rival a las puertas de una discoteca de moda o el niño se ha matado a lomos de una motocicleta yendo y viniendo de la ciudad al apartamento playero.)

Como dijo aquel, no hay nada más fatigoso que ser inteligente todos los días y darte cuenta de la enojosa vulgaridad que te rodea a cada instante.

Otros avisos y anuncios, incluso esquelas, se entrometen en la parte inferior de las páginas. Una de las esquelas recuerda el aniversario de la muerte de un político liberal de reconocida decencia moral. Dos avisos proclaman a las claras las tendencias unánimes del ocio nacional: una corrida de toros en Las Ventas de Madrid a celebrar a las 7,30 de la tarde de esa misma fecha 28 de julio y la renovación de abonos de una entidad futbolística deportiva para la temporada 1991/1992. A destacar en otro de los anuncios, el que anticipa el sumario completo del número 14 perteneciente a julio y agosto de 1991 de una revista de pensamiento, un par de trabajos de indudable interés: sendos artículos de Javier Marías, Malcom Lowry en la calamidad, y del casi olvidado Antonio Gramsci, Casa de citas.

Año VII, numero 302 / Domingo 28 de julio de 1991.

Son muchas las cosas que nos llaman la atención. Incluso en el desastre, guarda la calma.

Se ha dicho repetidas veces.

Querido padre muerto, de acuerdo tu estricto código de comportamiento cívico, al que siempre doblegaste tus instintos de animal satisfecho y, por encima de todo, de animal libre de culpas (como aquél, sobre mis espaldas, nada; sobre mi conciencia, todo), la estética nos faculta, o debería hacerlo, para desvincularnos de cualquier compromiso social que perturbe siquiera mínimamente nuestro bienestar espiritual.

El remordimiento es una pérdida de tiempo. Algo masoquista, infantil sin duda: rememora inútilmente un dolor o una actuación poco noble imposible de rectificar o quizás una conducta infame que transcurrido el tiempo impide la reparación debida.

No hay goma de borrar para eso, y la contrición sólo atañe a las ofensas perpetradas a algún dios o a la gazmoñería de los que se esconden tras la urbanidad cortesana.

¿Qué más se puede pedir en una terrible tarde estival al margen de la lectura sosegada de un suplemento literario aun poco generoso de páginas?

A las cinco de la tarde, una hora verdaderamente homicida. Hasta las corridas de toros huyen de celebrarse en la actualidad a ese horario torturador.

A las cinco de la tarde.

El sol calcinante desvela los sesos.

Lo pregona en tipos de caja ancha el primero de los lenitivos intelectuales que se van a degustar:

Al final de la escapada.

Alcohol, drogas y homosexualismo. De remate: el suicidio del  varón primogénito con el cristal de los espejos donde se adivina la faz universal de Dorian Gray.

Una suculenta merienda.

¡Cómo sois los padres!

Nosotros, los hijos, desconfiamos de la grandeza, y huimos de los magos y hechiceros, pues nos hacen fáciles presas de sus trucos y ocurrencias.

La muerte fue bondadosa con él, con Mann, y el año que murió estuvo iluminado por la gracia, escribió la hija del padre, olvidando con deliberación la muerte del hermano que también fue hijo.

¿Hablamos del padre o del hijo suicida?

Un diario es algo muy peligroso… si antes de morir (o matarte) no lo destruyes. Hay muchos ojos cuyo único cometido en esta vida es devolverte tus propios venenos con la mirada y, una vez desaparecido, retratarte con los pinceles del ultraje y la mentira. Un diario es un amigo poco de fiar: todas las confidencias que le hagas acabarán siendo comidilla en el ágora.

Uno confiesa que odia a su madre y aborrece la vida a que esta malvada le condenó. Otro no duda en registrar como si tal cosa que le angustia sobre manera usar la talla 4 de ropa interior en lugar de la 5. En fechas posteriores se preocupa de la afición de su hija por los derivados de morfina… ¡Qué difícil ser padre!

¿Qué difícil?

Mientras, la hija le reprende su descontrol al descubrirle extasiado ante la figura del camarero, sus ojos hermosos.

Al final de la escapada, nos advierte el encabezamiento de la crítica de un libro que desdeña paliativos mientras reseña el pavoroso periplo existencial de un escritor abocado por su origen al desorden primero y después a la fatalidad inevitable.

Al final de la escapada fue una estupenda primera película de largometraje escrita sin mayúsculas y rodada a trompicones valiéndose de una silla de ruedas y un motocarro por un cineasta ejemplar y tozudo en sus convicciones políticas y estéticas.

Al final de la escapada está el asco, el hastío de saberse una repetición día tras día a pesar, o acaso por ello, de saberse joven, demasiado joven, de ahí la mueca del actor caído en el suelo instantes antes de morir, del desprecio hacia los otros: puta.

Una película, dijo Hollywood con el puro en la boca, es una chica y una pistola. En esas estamos también al otro lado del mundo en blanco y negro, con una chica mala o buena, que da lo mismo, y una pistola que dispara o no, que igualmente importa poco.

Uno hace cine experimental, cámara al hombro, con luz natural y en la calle, porque es más barato. Basta con la audacia del proceso y la habilidad (o ingenio) del montaje.

La trama en el cine es un decorado tramposo sólo apto para tipos primitivos.

¿Tú sabes quién era Maurice Sachs?

¿Quién? ¿Yo?

El citado Sachs escribió una novela que se titula Abracadabra. La chica, más tonta, inútil y puta que mala por echar a perder delatando a la policía a un amante que la merecía más que nadie desde el momento que se descubren uno a otro en los Champs Élysées, es al parecer la propietaria del libro.

Asimismo, antes del final, una bien timbrada voz femenina, la de la chica más tonta que mala, nos lee en un inglés perfecto la grandiosa declaración de amor a la vida, puesto que no hay que esperar otra en el más allá, del señor Faulkner.

Al final de la escapada tienes en tus manos 20 días de rodaje, miles de metros de film con los que configurar una historia con el corta y une de la moviola, que no una trama, una rendija a través de la cual se puede entrever toda la grisura del mundo condensada en una trivial jornada parisina donde se entrelazan diabólicamente el azar, eros y tánatos en tan sólo hora y media de ordenada duración.

Al final de la escapada, anuncia la cabecera del suplemento. Y al cabo el padre ha devorado hasta el hartazgo las entrañas del hijo. Y es que el hijo hacía mucho tiempo que en manos de aquél había entregado su espíritu, de manera que bien poco le quedaba por decir cuando ya el padre lo había dicho todo ignorando al hijo.

¿Sabías que uno sólo debe hacerse aquellas preguntas para las que tiene respuestas? Ese es el verdadero camino a la perfección interior.

Hay preguntas que no deben hacerse porque nunca vas a averiguar las respuestas.

En el mismo suplemento un anciano poeta escondido de cualquier publicidad durante muchos años nos descubre que la poesía, que es tanto como decir la literatura toda, es una enfermedad secreta. Revelarla, evidenciar esa anomalía, es traicionarnos, puesto que uno escribe para salvarse de lo que era o de lo que es, y buscar cualquier otro tipo de reconocimiento es como mirarse en un espejo roto. En los ojos de los demás sólo vemos añicos de lo que somos.

Al final de la escapada eres irreconocible, de ti sólo quedan huesos viejos y rotos. Si no te ha destrozado la vida y desmanes como la angustia, el miedo o la desesperanza, sucumbes al tiempo que ha estado jugando contigo, y, finalmente, desbaratándote desde el día que naciste.

Lo salvador habría sido hablar con un perro, con una nube o con un árbol: ellos conocen el misterio de todo. Basta con ver cómo te mira uno, cómo pasa de largo la otra, cómo te cobija el otro en su absoluto mutismo.

¿Merecía este hijo tal padre, este hijo que demanda un suicidio colectivo para desaparecer de este mundo con ilustre compañía y no para morir a solas como un animal malherido, devastado?

¿A quién es posible que le guste recordar?

A un poeta viejo que han desempolvado a traición.

A escritores de novela negra que escriben sus autobiografías para compartir con sus probables lectores los aspectos más salvajes y violentos de su carácter.

A mujeres notables que relatan el cuento de tu vida, su propia nostalgia.

¿Tú recuerdas las variaciones de Thelonius Monk cuando interpretaba al piano Tea for two? Que sepas que era tu deber el recordarlo.

Siempre te quedará por vivir miles de millones de vidas más de la que has vivido hasta el día de tu muerte: no eres la eternidad por muchos miles de padres que tengas en tu cronología.

Qué binomio: vida y biografía.

Al final de la escapada uno ha debido desembarazarse del padre y emprender el camino opuesto a todo el perverso influjo de lo conocido, aunque ello te aboque al aislamiento.

Al final de la escapada, si eres listo, descubres los trucos del mago. Sólo era magia, literatura. Una técnica como otra cualquiera que se enseña en el colegio de los aprendices. Te ha burlado la chistera, de la que en realidad nunca sale la paloma. Tú eras el encantado, el que después de tanta inútil odisea, esperaba la felicidad como el niño las vacaciones de verano.

Y, mientras esperas, cuentas los céntimos del bolsillo para comer algo. No alcanza ni para una barra de pan, se dice en plena desolación: no es justo, él escribe libros, como su padre.

Pero él es el hijo Mann del Dios Mann, y aquí no hay misterio de la santísima trinidad que valga, ha de sacrificarse en su venida a la Tierra: su sangre se beberá en los templos de la literatura durante milenios.

Se mete en el agua caliente de la bañera. Intenta cortarse las venas con un cuchillo sucio y mal afilado. No lo consigue. Lo intenta de nuevo. Pero todavía no es el momento. Un amigo le llama por teléfono. Le salva. Se pone en pie en el agua impoluta, sin teñiduras. Suelta el cuchillo al suelo, se vierten unas pocas gotas de sangre. Descuelga el auricular. ¿Cenamos juntos?

Al final de la escapada: existe el tiempo, pero es el mismo siempre: siete años más tarde se mata. ¿Por qué engañarse, pues? Temprano o tarde, la muerte es igual. Un día es todos los días: hacía siete años que se mató hoy.

¿Qué sabemos de Teresa Brauner?

(¿Saberla? Podemos describirla, incluso dibujarla, pero…)

(Dizque tenía ojos chispeantes, muy vívidos, como los colores que texturaban su primera paleta, allá en sus inicios de estudiante en Bellas Artes, aunque luego los ensombreciera en los cuadros, y más tarde hasta los desnudara de la mínima pujanza, casi velándolos del todo.)

Saciado de Hanna (le ha dado tantas vueltas de los pies a la cabeza que ya le parece una muñeca rota), de todo, y en especial de sí mismo, Boceto dispone de antojos múltiples para ir (a su vez) matando el rato: rebusca en la vida de papel de los otros dos, sus hermanos, a los que jamás verá de nuevo. Una suerte de entretenimiento que logra que vibre por unos instantes una leve fibra de emoción en la boca del estómago, pues todo es visceral, y abre nuevas vías de inmediato cansancio por donde desangrarse al día siguiente y en los de después.

Y entonces descubre mujeres extrañas que nada informan de unas personalidades filiales, extinta una para el mundo con total certidumbre y anónima y oculta la otra, carentes de valor salvo el sentimental para unos pocos que les trataron y tal vez todavía les recuerden.

¿Y ellas? Son simplemente mujeres desconocidas. ¿Lo serían también de paso?

La mujer matemática.

La mujer artista.

Sólo la mujer.

Tantas…

¿Por qué pintar? Ni a ella misma (ni a nadie, en realidad) se ha hecho nunca esa pregunta la mujer artista inteligente (porque no conoce la respuesta).

Las respuestas las conocen las gentes que no tienen nada que hacer ni en el mundo del arte ni en el de la literatura. Por eso no practican ni uno ni otra. Ya lo saben todo. Conocen con exactitud hasta el día de su muerte. Que siempre es hoy precisamente.

T.B. tiene la voz ronca, lee Boceto.

Teresa Brauner: Una empieza pintando paisajes… y acaba por no saber adónde ir. De modo que se da la vuelta y empieza de nuevo.

Lo importante de un cuadro es lo que no se ve, lo que atrae nuestro interés es aquello que sólo se adivina.

A Francis Bacon le hacía falta la figura humana para describir lo inexpresable.

A Lucien Freud todo el misterio, que no se ve, emana de la carne de unos seres que parecen jirones de seres, hasta la mirada de los modelos se nos representa como los despojos de algo.

A Antonio López la perfección de los figurantes y los objetos de sus cuadros, lo esencial más allá de los originales platónicos, se halla en una perfección epidérmica tan estudiada y fiel que desmaterializa la realidad a la vez que la fotografía. Tan real es lo que se muestra que se ha transformado en un cuadro a lo largo de cientos y cientos de jornadas con el pincel en la mano tejiendo esa otra realidad tan fiel que ya es otra.

Ella mata la figura y mata el paisaje. ¿Qué nos queda? El cuadro.

(JD., La página en blanco. Ensayos de arte contemporáneo.)

El cuadro es silencio (y a veces el estupor del aullido humano, como el que perpetra Vincent van Gogh en los suyos clamando al sol), pero ese silencio hay que saber escucharlo en la línea feble, en los regueros levísimos de un color o dos, a lo sumo tres, el azul por ejemplo, o el rosa, el amarillo más desvaído, lejos de su densidad solar.

Dice G. que en el estudio de T.B. florece inexplicablemente cualquier tipo de planta, incluso lejos de la luz: Es algo que me asombra sobremanera, pero a ella no parece sorprenderla en absoluto. No duda en admitir que, olvidadiza como es, demora el riego durante meses, aclara G. Yo ya me había percatado de esa curiosa circunstancia de unas plantas, las suyas, sedientas de vida, pero no había pensado en ello. (Esa manera de estar con T.B., verla pero no pensarla.)

(JD., Notas personales.)

El grifo de latón rechoncho, grande y antiguo nunca dejó de gotear rítmicamente (será cosa de la junta, decían los enterados que la visitaban con las manos en los bolsillos): cada minuto vertía en el fregadero una gota gorda y sonora.

(JD., Notas personales.)

Las notas personales fragmentan espiritualmente todo aquello hacia lo que dirigen su atención.

Boceto con la copa en la mano y rodeado de espejos rotos.

Ni siquiera es curiosidad. Es atroz aburrimiento lo que le impele a un escudriñamiento no exento de la crueldad que almacena un carácter devastado: un ensimismamiento recurrente y sórdido en la fatalidad ajena.

Teresa Brauner no estaba cómoda en cualquier sitio. A finales del 74, recién cumplidos veinte años, España le hacía aguas en su sensibilidad por todas partes.

Partió para Lisboa y se puso a esperar confiada: más que a sacristía España empezaba a oler a una cosa rancia, a chamusquina.

(J.D., Notas personales.)

La heroína. Texto de D.G., 1989-1990:

Veamos.

El mismo Brell me proporcionaba noticias, deliberadamente intrigantes, acerca de ella. Hermoseaba su retrato provocando la fascinación. En cualquier caso, nunca dejé de creerla en asuntos tal vez infructuosos pero de principios muy firmes. Un entusiasmo proteico le daría de varapalos de la mañana a la noche. Me resultaba difícil figurármela quieta, o mansa, anodina: "Es capaz de dormir un par de horas, hacer del día un lance continuo", me aseguraba B., algo que yo, por otra parte, sabía muy bien. ¿Correría riesgos? Siempre en peligro, dejaba el ánimo de quienes la querían en suspenso, era notoria su indiferencia ante la preocupación de los otros. [Anoto: me lo diría con suma inocencia, rechazando mis conjeturas: "¡París sólo era Monmartre, ¿qué te crees?, Saint-Sulpice, Père-Lachaise...! Pintaba, eso era todo." Me apresuro a señalar que nunca la creí. Hace muchos años que sé que nadie puede vivir sin secretos. Menos que nadie, ella: le enardecía completarse mejor.] Era un ser convulso, una penitente inmersa en razones tan poderosas como de ruidosa bandería. Al parecer, invencible. En la lucha, la que fuere, una mujer en el límite de un horizonte pletórico, alcanzable.

   Su voluntad la fortalecía, siempre, el futuro, las cosas por hacer.

   De modo que la pensaba soberbia. La entendía de otro mundo. No del mío, ahora una simple ventana y muchos cuidados adentro de la casa a la vuelta del exilio:  ojear  un gran número de libros, una misantropía muy inadecuada, el incipiente escepticismo...

   T.B. tuvo un hijo que  murió ahogado.

   No sé lo que pasó antes.

   Apareció en V. en los primeros años de la década de los ochenta. [¿1982?] Nunca comprendí por qué. Reanudó sus estudios de pintura con una sabia ironía y una incredulidad que la divertía. Era imposible que creyera del todo en algo. Había vuelto sola. Le dije a B. que no hiciera nada por reunirnos. 

   T.B. se dedicó a exponer espaciadamente cuadros laboriosos de epopeyas y referencias de poetas y malditos en galerías sin tradición, sólo consolidadas por el dinero y la nueva política y una nueva cultura oportuna y apresuradamente celebrada. Sus homenajes lloraban una  muerte  intolerable,  honraban  una  victoria  o  la  revuelta colectiva de pueblos oprimidos; otras veces, la composición, sin serlo, trazaba un paisaje sugestivo, onírico (una escala más allá de V.v.G.), una geología apaciguada por la ausencia de elementos de representación o apariencias inteligibles. Creaba poéticas inteligentes y decidió dejarse en manos de la casualidad. Tuvo éxitos apreciables.... Aún tardaríamos en vernos.

   Mis trabajos eran menores pero absorbentes. Sustentaban una vida de la mejor manera que yo podía conseguir. Exigían grandes pérdidas de tiempo a cambio de una remuneración exigua. Y lo peor era que yo tenía la ridícula disposición de escribir por encima de los niveles aceptables. Creo que pronto me volví taimado. Aprendí a encubrir con imposturas encargos pretenciosos sin esforzarme para nada.

   Un día, T.B. y yo nos encontramos de nuevo. [Sin embargo, estoy convencido de haberla visto en ocasiones anteriores: en la exposición de A.C., en el salón columnario de la Lonja (vendría el mismo C., y habló breve, lúcida y socarronamente de la escultura británica del momento, oculto yo detrás de una de las columnas salomónicas)...; una tarde en el cine, en la primera sesión, dos filas más adelante de mi butaca, viendo una película de W.A., ¿en A7? (salí de allí antes de que empezara la retahíla de los títulos de crédito)..., no puedo recordar el filme, tal vez M..., u otra de esa época, la miraba a ella, su cabeza y sus hombros en negra silueta, ni una sola vez observé que riera...; un domingo estival, cálido y limpio, a media mañana, que paseaba por san Vicente, a la altura de María Cristina, en compañía de B. y... otro. ¿Y no la descubrí una vez, también con B., saliendo al mediodía del IVAM? Me escondía yo bajo la marquesina de la parada del 27, tapado por los cartelones publicitarios, llovía, un día sombrío y húmedo...]

   Nos vimos de nuevo... Sin afectación: en aquel instante ninguno de los dos fingió unas prisas inoportunas. Había de por medio la pasión antigua, los días difíciles, la huida, pero ningún resentimiento entre nosotros que promoviera el desdén o la frialdad. No la noté desconocida. Pero algo había de sarcasmo en todo esto. "¡Pareces el mismo!", exclamó sencillamente.

   El distanciamiento existía. [Yo adoraba su cuerpo, desvelado sin reservas.  Tal  vez,  antes y después de ella, L.T. y A.J., poco más. En B..., tuve la última experiencia seria con la ayuda de S. y G.: me parecía sublime toda esa dejación, hasta lo más perverso o inconcebible, distinto a todo lo que había conocido... T.s.p.c., cuando el mar. 199...] Ella me atraía irresistiblemente. Creo que era la conciencia de su talante indómito, su rebeldía y desdicha constante, los secretos, el halo de tragedia (¡que yo quería bella!) que adivinaba al final de su vida. Lo cierto es que ambos habíamos cambiado. Nada nunca iba a ser igual, salvo el tiempo, que siempre lo es.

   Me  aferré a  su  aparición con una fruición cobarde: ella habitaba, lo sabía yo sin duda ninguna, en un lugar emancipado de límites, de cuando el ideal era una acción enajenada de exaltadas creencias y valores libres del artificio. T.B. era lo único que podía justificar del pasado mis años de intemperancia, salvar quizá los de después.

   Al día siguiente, me invitó a su estudio. No me enseñó cuadros importantes, pero sí dibujos (muy... inexplicables pero de una excelente improvisación). No olvido en especial unas efigies a la alemana, de extraordinaria agudeza, dispuestas en fondos geométricos de una inquietante perspectiva. [Not.12.97, descubierto mucho más tarde: J.M.V. utilizó esas pequeñas ilustraciones para la recensión del libro de G.M. y H., en la edición de la U. C. de M..., hacia 1989. Hace poco compré el folleto de saldo en unos grandes almacenes, ¡junto otros minuciosos y documentadísimos trabajos universitarios sobre L.W...!] T.B. habló de proyectos. No tardó demasiado en instalarse en el piso de la avenida de Francia, y aun intentaría comprar (sepultó mucho dinero ahí, durante años, hasta que le venció el tiempo, la desgana...) en el barrio antiguo de la ciudad un destartalado caserón gótico, con un amplio patio interior al descubierto, en medio del cual se alzaba un pozo con brocal de piedra. Un rincón fascinante en la gran urbe..., acaso el refugio más adecuado para esta moderna alquimista de la materia y su inagotable muestrario. Por entonces ya era mucho más importante y privilegiada que los de su generación, desalentadoramente apáticos y gregarios, tan inaugural y enérgica ella, tan eficacísima y lista. Brell me confesó que en París se alojaba en sitios caros, abusaba de una apariencia de trajes elegantes y costosos que no disimulaba la informalidad del astuto diseño.

   De aquella primera visita saqué la conclusión que T.B. alcanzaría tal complejidad estética en su pintura que no tardaría en encontrar apasionados conversos y exégetas de su obra. Fue así realmente [Not. de última hora. Ayer por la noche vino a casa R. Todavía no sé por qué le abrí la puerta: desea comprar el E., (1975). Y todas las pruebas de los pirograbados de “Las esferas del mandala”. Le hice ver que, ¡de momento!, es absurda una proposición de ese tipo, ¿no es demasiado pronto?, etc. Su conducta es bochornosa. Insensible como es, apenas reparaba en ello: a los dos meses de la muerte de T.B. me encontraba muchas veces con él. Accidentalmente. El porte rígido, los brazos caídos con sencillez a los lados, la mirada huidiza. Saludaba con una cortés inclinación de cabeza, sin atreverse a acercarse, siempre con la sonrisa en los labios, ese veneno en el alma...] 

   T.B. y yo remedamos durante algún tiempo las ilusiones de antes. Ahora, el amor sólo era el débil reflejo o la sumisión a algo  parecido a los hermosos sentimientos del pasado (haber deseado un gran carácter, un temple verdadero).  [Decirlo  con  la  mayor de las simplicidades: salvar la parte más noble de uno mismo ante el más íntimo testigo.] La resistencia a admitir el continuo quebranto, imbatible, y la pérdida de la vida va corroyendo subrepticiamente la esperanza. El miedo a la soledad experimentada antes, no la que podía deparar el presente, llegué a pensar admirado frente a la idea de no tener a T.B. Pero... los rostros eran las máscaras casi irreconocibles de la época de la lucha, poco creíbles. Nunca acaba uno pareciéndose a lo que más teme, de forma paulatina se desfigura solamente, día a día se fragmenta hasta arruinarse por completo. Eso mitiga el horror del camino a la nada.

   Terminamos instalados en la costumbre. Es curioso, sé que  existía en los dos una rara convicción: creerse eterno -y considerar el pasado es una de las consecuencias- salva de la mediocridad, incluso es posible que hasta cause una cierta clase de regeneración.

   Mi vanidad se disolvía poco a poco en el trajinar diario. Ella era importante, muy superior en todo a mí. Lo aceptaba, en ello cotizaba mi estima más que mi inteligencia. [Acaso es un espejismo mío ver una fuerte personalidad donde no hay sino gestos, una cuidada demostración de ánimo, un estudiado talento. Yo soy débil. 1/90.] Al cabo, nos veíamos con frecuencia sin amor casi nunca, apasionados siempre pero sin urgencia, sin prisas, con la indudable felicidad que dispensa una complacencia ausente de sorpresas.

   Nada era reversible. Todo empezaba a mostrar la misma faz de indolencia. (Un día me desperté junto a ella, y pensaba en la mirada de unos ojos oscuros atravesando el aire de color azul y rosa pálidos de la alcoba, unos labios gruesos y lascivos, la larga melena negra, un cuerpo pequeño y opulento de voz suave y meretriz... No era T.B. Ni siquiera me escandalizaba el temor de que ella sintiese idénticas tentaciones, íntimas, disfrazadas, ocultando el mismo hastío.) Al dejar de verla, paseaba mucho por la ciudad, sin un objeto definido, solitariamente. Ese verano estuve muy mal de dinero, aunque las impresiones... tan soberbias. Las mañanas, frescas y claras hasta el mediodía, bulliciosas, de una luz de gran vigor, reconfortaban el ánimo. Me precipitaba a la calle. Por  momentos,  retornaba a la ciudad de la infancia de los días estivales: exhalaban una cálida humedad las aceras recién regadas... Pero han desaparecido las cajas apiladas de fruta madura junto a las paredes sucias, viejas y cuarteadas... Las fresas, los racimos colmados y brillantes de la uva jugosa... Por doquier esparcían un aroma dulzón y penetrante. El niño (uno cualquiera) se quedaba boquiabierto ante el misterio que inspiraban los hombres encapuchados de las fábricas de hielo, encantado frente los carros de blanco y oro de los helados. Han muerto los bellos veranos. Ahora, el sol... sucio. Sólo bellos de nuevo con T.B., en Dei…, más adelante, el enigma de Brell, la mujer que nacía de él...

   Un setiembre de lujuria... Hablaba de esto con J., a quien veía antes de la comida. Era incapaz de ocultar la risa al saberme esos días en una situación tan desconcertante y pueril. Zanjaba con sarcasmo cualquier veleidad: "Esa infancia teñida por la impúdica añoranza del tipo que uno es después..." Tomábamos unas grandes jarras de cerveza helada en el bar del hotel R. Al separarnos, al quedarme solo en realidad, sentía una  irreprimible sensación de malestar en la boca del estómago, recurrente. El pensamiento era incluso algo físico, dañaba hasta las células. Comer cada día en un sitio distinto explica bien el desarraigo. Las tardes horribles del verano encerrado en una habitación, implacables y tristes, hacían que deseara convertirme en un mineral. Me iba en busca de las sombra de los grandes árboles, los castaños de Indias y los magnolios, los sauces y tilos, en lugares desiertos a esas horas... Al anochecer tomaba el fresco al relente, con S. o el mismo J., sentados sobre la arena de la playa, todavía sembrada de dunas, antes que proyectasen el paseo marítimo. Sobre todo era insolente y cruel conmigo mismo. (No recuerdo si era S. o J., pero uno de los dos hablaba entonces de Crane y su vieja cabaña en México. Crane y Poe, a los que yo traduciría años después con escasísima fortuna. Respecto a Aleixandre, a Guillén, a Dylan Thomas... Una terapia propia...

   Comprendo ahora que no sufría demasiado. Uno espera solamente, a veces sin disimular que lo hace, esperar, sin un trabajo o una pasión que le haga olvidar que lo hace. Esperaba, igual que en ese amanecer triste y desmayado del 88 que presagiaba lluvia, vigilando el sueño de T.B. Esta mujer es una aparición siempre. Antes y después... Una imagen se alza entre todas, nítidamente: surge de improviso entre la niebla, por un camino verdísimo en los alrededores de una villa al norte de Portugal, cerca de la frontera con Galicia... El andar tan despacioso, hasta sobrenatural ¡creí que la trazaba la niebla, un verde brumoso bajo el cielo bajo y gris...! Recobré esa figura más tarde, pero iba a preferir cielos dorados y  polvorientos,  en  cimas  desarboladas  y altas, una silviajara... En un instante todo se concentra frente a la pálida ventana, sin engarces que justifiquen un orden más halagador. Las secuencias atropellan la sintaxis de la razón... Esa estancia de luz y color de agua abierta a la naturaleza: Jan Brueghel... ¡Sí, era él! [Lo compruebo una vez más.] Esa disposición... El sátiro y la ninfa... Nada que ver con T.B. La veo en este momento, cuando ya la luz primeriza se vierte sobre el cuerpo rendido... Debe estar a punto de despertar. ¿De qué futuro emerge?

 [Pero me sigo reuniendo con J., a estas alturas... 1990. No querría dar la impresión... Qué poco debe quedar ya por esperar. J. pregunta: "¿No sabes nada de Brell, nada?... En estos tiempos, por fin, ambos tenemos más dinero. Más yo que él, probablemente. No lo malgasto, pero tampoco lo cuido. G.M., de vuelta de uno de sus falsos peregrinajes, le decía a J., señalándome: "Este... dejó de escribir aquellos cuentos... No merecía la pena, todo ese texto de experimentación. Acaba uno en la vacuidad, en un discurso feo. Apruebo su ligereza de ahora. ¡Y le ha sido tan fácil! No le falta el dinero estos años. Lo gana bien..." Claro, basta con ir a ciegas, acordaba yo. No es preciso cometer infamias... ¡Oh, sí! ¿Cómo confesarle los plagios...? Pero, bien, en Viena, de falso estudiante, G.M., ¡que no escribía ninguna clase de cuentos!, vivía a base de componendas, hilaba bagatelas, enviaba unas crónicas a A. trabadas por el humo de los cafés y el expolio en las gacetillas culturales del país... Se dormía al amanecer completamente borracho. Trazó un falso itinerario de Schubert en Zseliz, algunos prodigiosos encuentros (¡qué embustes!) en los poblados bosques de alrededor. (Fue G.M. quien me narró la historia del hijo de B.I. en M..., quien me habló asimismo de un lejano pariente que construía caserones huecos junto a los regueros milagrosos de los manantiales de agua medicinal.) En esa época yo hacía entrevistas (aceptadas de antemano) para una revista de arte. Conseguí un par de ellas casi excelentes. E.Ch., por ejemplo, que hablaba de montañas, del espacio del agua... Y T., más interesado últimamente en su fundación que en su propia obra. Me decía: "El verdadero legado es el conocimiento que uno deja detrás, iniciar a los jóvenes en ese aprendizaje gótico y solitario..." Me llevaba por la parte oscura, antigua y de auténtica piedra de la ciudad, muy cerca de su casa-estudio, me mostraba emocionado las tapias envejecidas por el tiempo y la lluvia, las paredes heridas de grietas y boquetes, la sangre de la herrumbre, el verdín y la mancha. [Pero fue en Lisboa cuando escuché por vez primera la sonata...  En  el  piso grande y desapacible de O.S.C., en el Chiado... c. 76, aún allí, en el verano blanco, tan cegador... Sentí una gran pena al saber todo lo que vendría después. Hubiera preferido, verdaderamente, huir como otros, que algo, poderoso e inevitable, me obligara a escapar para siempre (pero ¿de qué...?)... Antes de que pudiera acostumbrarme a cualquier cosa, quererla bien a ella... U otro  engaño así, llevar la sumisión a un extremo...]

   (Con T. me  encontré  otra  vez  en París. Iba acompañado de un grupo numeroso de gente que hablaban en susurros. Parecían acólitos abismados en un ritual. T. fingió no reconocerme frente al Beaubourg; no obstante, me conocía bien: "Hablaremos...", dijo en, (sic). Yo recreaba la espera hasta la hora de entrar absorto en soliloquios, [retruécanos visuales, un remedio de soledad, víctima del arte ya...] o mirando en torno a mí. Cualquier persona en derredor adoptaba la figura retratada en algún cuadro admirable, me detenía en la tranche inesperada, bella o sutil...  Luego, ya dentro del edificio, vi a T. caminar por un pasillo luminoso, encorvado, serio; ladeaba a veces la cabeza: el perfil sugería una expresión de desprecio hacia algo... El supuesto sacerdocio incurría en el desdén.)

   ... Parece el día brotado de la nada. El parque se despereza de las últimas veladuras. La luz gris del aire define las formas frías de las hojas de los árboles, las amarillas sobre el suelo sucio de piedra... S., en 1975, se quejaba siempre de estos días, acrecentaban la angustia, su estéril soledad. ¿Por qué S.? Me examinaba con gran curiosidad, paciente, nada perplejo. (Nunca me fue posible sustraerme de su aire de congoja, de su tristeza irremediable.) Me decía, sin la menor intención de reproche: "Tienes las condiciones suficientes para sufrir lo justo. No morirás en el empeño..." [Hice de 1975 el comienzo, tan dudoso. Algo caótico segregaban las palabras, el recuerdo malo, el caudal de las imágenes que había que concertar ¡sólo plásticamente! Me hubiera gustado no decir nada, resucitarme desde una divagación (por supuesto, desordenada)  limpia, temeraria e imprecisa como una verdad naciente, explicada  por la primera de las reflexiones, la más improvisada... Ahora que los ordenadores precisan el lenguaje, corrigen la frase descabellada... Pero ¡de eso se trata!, de no ser correcto, desdibujar el paisaje, ser desmesurado y festivo, andar entre las sombras, o aturdido por la claridad brutal del sol, pensar a la contra, señor de Gogh... En 1975, S., vaticinaba (y creo que algo contrito) un futuro mendaz, listo, pragmático  sobre  todo,  sin dejar de girar continuamente en la jactancia: "Cuatro o cinco ideas a lo sumo, pero muy significativas, explícitas del todo. Supongo que la tensión  será  engendrada  por la ansiedad constante, e invisible al final. Todo será lo suficientemente ambiguo para ser discreto. Hasta el crimen o la distracción." De todas formas, creo que debo enmendar mucho de lo dicho hasta aquí... Me ocupará un tiempo. Hacia el verano..., hacia el otoño, otro, cuando uno es capaz hasta de hablar con el buen pescador de Hem..., que imparte lecciones. ¡No cambiar ni una palabra! Esa superficie emborronada, como si fuese el trazo original de un cuadro, la pincelada sin acabar en el extremo (los diminutos espacios blancos que asoman entre el color desde la materia granulada del lienzo..., los más inspirados pliegues de la pintura). Sin embargo, H., siempre negando… discutidor recalcitrante. Escapando yo de R.]

   (J.Pollock, borracho, bebe una taza de café, observa caer la lluvia a través de la enorme ventana con los cristales rotos, las grandes pinturas se apoyan en el suelo a su espalda, un día antes de matarse lanzando su coche al vacío,  entre  el  vértigo y  la  locura... Aquel acto, tan posterior a 1890, ratifica toda la maldición posible, la vida hecha pedazos, un dripping que salpica a lo sumo la conciencia dormida...) J.P., mudo y suicida, descubre que le sobra el cuadro, el monstruo es él. Se queda a cero. Y ¿esto...? 3/90.]

   No sé la fecha exacta; quizás, mayo; 1989 sin duda... Brell, por carta, como sin darle importancia: "Olvídate de tus tendencias genuinas, malogran el resultado final. Deberías escribir la biografía de V.G., como una biopic... X. la comprará, puede anticiparte dinero por eso."     

   X. se mostró de acuerdo. Finalmente lo hice.

   Y, ¿ahora qué? Sobre T.B. Escribir en torno a ella.

   Tomaba cuerpo de la bruma densa... [Silvia J.]

   Se disipaba la penumbra en el claror del día y la razón, y T.B. adquiría la forma del deseo o la piedad (depende).

   Vuelvo la cabeza al lecho: el espacio blanco y cálido, la dicha de la figura...

   Hace  un  par  de  semanas, P.V. observaba algo hiriente acerca de mí. Temo, por sorprendentes, las conclusiones de sus eternas pesquisas: "Evolucionas por períodos. ¿Cuántas veces no te habré sacado de ese maldito saco amniótico? Incitas al interrogatorio aburrido pero necesario... Y deberías trabajar más adecuadamente sobre eso. Ahí hay un excelente material para escribir. Analízalo." Pretendía, a buen seguro, promover en mí el discurso del relato fácil, pensaba él en una cronología de sucesos más o menos intrigantes, hilvanados por la cordura, una artesanía... [En el fondo, P.V. está autorizado a casi todo en lo que a mí respecta... Cómo olvidar... Yo solía decirle: "Si escapo de ésta..." Sonreía siempre, aun en las peores circunstancias. Era difícil ver en él una señal de desaliento. Su auxilio era de un estilo silencioso, suave y eficaz. Guió mis pasos por la frontera francesa... En el 74, el año italiano más terrible, me escondió en Milán, en un suburbio de bloques de cemento con las calles intransitables y largas, desangeladas aceras sin árboles invadidas de motocicletas, y el ruido día y noche, la urgencia, la niebla, el desparpajo brutal en medio de la noche de frío... Y también fue él quien  me auxilió en Praga... Merodeábamos en torno el trazo de la sombra de K... por las calles tan viejas, de un empedrado húmedo y brillante. (P.V. tomaba innumerables notas en un pequeño bloc de tapas grises, ¡que se apresuró a perder en el aeropuerto de Frankfurt!) Luego, el viaje se malograría. Terminé en el hospital: un hombre alto, delgado, de ojos casi incoloros, me hirió absurdamente con un cuchillo al impedirle que robara mi mochila... Huyó veloz dejándome en el suelo mojado por la lluvia, tan asustado yo al ver la sangre... Una agresión ridícula que me recordó a S.B., en el Montparnase pobre de preguerra: "¿Buscaba dinero?" El hombre no sabía, no supo explicar su odio mal dirigido. En cuanto éste... ¡quién sabe! Durante el período de hospitalización, un par de días de humillación y monotonía, piensa uno en la naturaleza humana, su fatal descalabro en la imperfección... P.V., aún con las notas en su poder, escritas con precisión y claridad, inteligibles del todo, refería anécdotas más cruciales de K. (deambulando aterido de frío por los arrabales, buscando niñas a las que entretener urdiendo cuentos), o recordaba alguna del mismo Samuel B. (P.V.: "S.B., pues lo mencionas, tiene el rostro y el rictus de su  literatura, la huella y la forma de su  pensamiento, de ... Esa cara... metáfora de su escritura.  K. se inventa, es, diría, que perversamente débil, tan a gusto en su diferencia... ¡qué alegoría siniestra sus calculadas emociones!") No sé que hubiera sido de mí, arruinado y lejos de todo...] P.V., glosa la realidad, todo parece dispensarlo con una sentencia expedita. Ama extrañamente a D'..., y tiene la más admirable posesión: Las bucólicas en un pequeño volumen en octavo que perteneció a aquél, anotado a lápiz azul en los márgenes por la mano del dandy, cuando todavía empuñaba el bastón y se tocaba la cabeza con un sombrero hongo, vestido con el gabán de pieles,  distante y mesurado... P.V., internándose siempre en la experiencia ajena... Y Brell, glosador, pasivo, ausente... [Brell, que amontona mierda de cabras... etc.]

   Ya es la luz toda en la habitación. Lejos de purificar el recuerdo fastidia al alma, la invade de angustia, se recrea naciendo (como ahora) o muriendo como el fulgor del ocaso cuando mengua el color del cielo, desvaído como un grabado fin de siècle, el ánimo desesperanzado sumido en una claridad de litografía rancia, de línea antigua, el pasar de la conciencia entre el sobresalto y la resignación en la mentira del tiempo.

   T.B. (muy divertida íntimamente) imitaba las frágiles heroínas de E.H., serias y misteriosas, desoladas en los espacios vacíos. ¡Si ella era artista! Nunca pude entender su transfiguración, el ensueño que prefería como atuendo fantasmal. [2/90. En cierto sentido, ¿pude descubrir la intención abominable que escondía su apego a los cafés nocturnos, solitarios, los paseos erráticos aletargados por la bruma del fracaso y del alcohol, y quién sabe sino también por...? Las mujeres resignadas de H. halagaban su apariencia: brotaba del tema de la pintura... Pero hago de estas líneas el  mismo monólogo que debería reservar a... Ciertamente: ¿por qué no pensar en W. Hammershoi..., la carne de la mujer en el silencio y la quietud más terrible... En realidad, ella ganó mucho dinero... Y no pintó jamás nada figurativo, mucho menos al estilo de E.H., tan decadente en su poesía de luz. De nuevo, Viena... No me acuerdo demasiado de todo aquel grupo de gente del que raras veces podíamos escapar... Eran estudiantes de arte, incultos, con el escándalo de su ingenuidad, una altivez graciosa aunque molesta. Les daba el esquinazo como podía, hasta huía de T.B. a veces, de las hermanas B., sobre todo de estas últimas... De compras con T.B. en la librería L.R... Mientras yo leía PTart (publicación preferentemente volcada sobre poetas y artistas de... Había una curiosa ilustración de C., un cuadro secreto, El origen del mundo... el sexo casi feroz...), ella conseguía un grabado de R. [embrandt], ¡auténtico!, minúsculo, del tamaño de una tarjeta de crédito, lo magnificaba un desproporcionado pass-partout. Luego averiguamos la alta categoría y calidad de la reducida tirada. Inevitablemente, R. preguntaba mucho por él en los meses siguientes a la muerte de T.B.. "Debió venderlo cuando...", se resignaba al cabo, sin ocultar su irritación. [Hoy lo sé: lo vendió en..., una subasta restringida, sin  apenas  publicidad. T.B. cobró...] Les mentía mucho: "Visitemos la tumba de Schubert", urgía yo, confundiéndolos a todo hora. Les corrompía con mis caóticas preferencias. Cuando se da cuenta, la gente sólo quiere vivir... Olvidar que lo hace.

   Leí en A.C. (sobre la rebeldía) hablando de R. (T.B., recitaba el poema, en París: "hubiera sido mejor pintor que poeta.") y su silencio soberbio: No ser nada definitivamente. He ahí el grito del espíritu cansado... Una rebelión absoluta. Y en otro lugar: "No parecerse a nada." ¡Qué gran tentación! Sólo la muerte, o la falta de un desenlace...: Pues eso fue exactamente Brell. 

   Sobre T.B. (¡vuelvo la cabeza al lecho!)... Su figura... Un aguafuerte su imagen que se diluye en el agua regia del mal recuerdo... Hasta el final discutía con ella: "¡R.G. como El Ermitaño...!" Sí lo era, y ella una diosa blanca, tenue y soñadora, bajo el cielo dorado y el mar verde, un aire azul...

   Pero, bien, aquellos encuentros, el verano aquel, bello, se desvaneció. Alcanzó a dominarnos esa posesión física que procede de la fatiga moral y la capitulación en las comprensiones y excelencias ya sólo rutinarias. El miedo, al menos el mío, nos empujaba a la pasión alguna tarde de soledad o de ansia inexplicable, cuando las horas del tiempo extrañan por eternas. Ella se dejaba hacer, alargaba una agonía de hermosos pensamientos, y yo me recogía en el  mar  de  su  seno, en  la paz de su  abandono, admiraba su talento inefable de artista celebrada. Los ideales habían muerto para ambos. Escapaba a ella. En el interior de su estudio: ¡qué remanso!, denso de olores a aguarrás y madera, a pinturas al óleo, al hierro que creaba espacios en la materia blanca, al polvo y el trazo de la tinta negra, de la tinta roja. La voz, el discurso fácil que versaba sobre un autor, un libro, el film ingenioso, apenas era una exhibición inocente ante la tangibilidad del cuadro sobre el suelo, puesto del revés, vuelto de cara al muro de ladrillos rojos. A media tarde, sorbía el té horrible acompañado de las pastas danesas. Era una pausa en la tensa conversación. Yo miraba los espejos de alrededor, colocados todos en estremecedora reunión en dos tabiques a un lado de la vasta estancia, enmarcados en volutas ostentosas, dorados barrocos colgados en los espacios desnudos del fondo. Me miraba en ellos, doble, reiterado, y no me creía: una figura distante y fría, gris, temerosa acaso, previendo la tragedia de ella, el alma enferma mía... [Anot. Hoy…: ¿Cuándo vi su mejor imagen antes del agónico final en París? ¿Qué huella persigo en la fútil evocación tan fragmentada por los terrores pequeños? Lo bello, la ternura..., aunque, tal vez: ...un día magnífico de sol, frío y claro, en el Mercado Central, ella compraba especias, la descubrí de perfil, el moño descuidado, desfallecidos los ojos, la pálida sonrisa hacia la vendedora, qué placer representaba para mí la sorpresa tan inesperada, tan doméstica... La perdería luego en la calle, tan llena de vida y colorista, de ruido mañanero y de luz, de aire fresco, descendía apesadumbrada las escalinatas de piedra con lentitud... (Por entonces su padre agonizaba de cáncer, día tras día, sin hablar, vertiendo lágrimas de dolor, dignísimo y en el refugio que deparaban los miles de libros atesorados... Utilicé el cruel anecdotario para... Pero todo el mundo vio a M. en...).

   Este día, gélido, clarísimo y terso como un cuchillo me ha traído la sensación lejana, el olor a mar profundo del puesto en el mercado...]

   T.B. era tenaz, orgullosa de su saber (poco o mucho), constante incluso en sus errores, y ascos, o maldiciones, u odios. Intransigente, su cólera se resolvía en un obrar el arte lejos de una vulgar facilidad. No eran pueriles sus misterios. Habitaba a sus anchas en el arcano de una creación siempre impía y retadora. Supo que era artista cuando, de muy joven, empezó a creer que las propias imágenes que ella concebía en sus cuadros testificaban mejor la realidad que los hechos insulsos o trágicos de lo cotidiano. Sería una buena pintora, no suplantaría la antigua  técnica de una forma gratuita, respetó la magia de un oficio, no ilustró someramente sus miedos o sus iluminaciones, alcanzó a recrearlos, pero se engañó más en la normalidad y sus beneficios que en la soberbia y el fervor suicida, rehuía la soledad dramática del genio que crea desde la alarma de su conciencia y se nutre de la clausura y el desvivir. Quería concluirse en la genialidad, pero negaba de antemano la maldición que pudiese provenir de aquélla. Era renuente al canje de una vida entregada al arte exento de torturas y privaciones (esa delectación analgésica tan llevadera, abrumadoramente paliativa) por el desafío tremendo de hollar lo desconocido, lo primigenio, y adentrarse en la aventura de una creación que, a fin de cuentas,  podía  dejarla  sin  aliento,  exigirla  hasta el último y más pobre de sus días y abocarla a una expiación insufrible e injusta. Se rebeló ante semejante padecimiento. No hay un arte maldito. T.B. era moderna, trampeaba: buscaba la unanimidad. Era vanidosa y exaltada. Era artista, no era un genio, calculaba sensatamente el refrendo público. "Quiero pintar, para eso mi talento", dijo cierta vez, cuando ya me franqueó el paso al templo pagano (como una gran celda herética y almacén exagerado de extrañísimo material) que era su estudio. Se entendió a sí misma muy pronto. Fue ella enseguida.

   Su destino paradójico quiso cobrar el precio de su vida por la insolencia y desmesuras de ésta, y no imponerle castigo por el reto de su obra, sacrílega o no, pero siempre libérrima. Así sucede, sobreviene lo chocante...

   Está bañada de claridades de albor la cama. Rebulle T.B. El escueto perfil adormilado tantea como buscando algo en el aire cargado. Ya sólo es un ser cansado en el mismo líquido amanecer.

   Abro de par en par las hojas de cristal. Afuera, por fin, llueve. Un agua que se cierne cálida, temblorosa en la primera luz del día.

   El parque está vacío bajo la lluvia. Sombras oscuras y deslizantes... entre automóviles aún casi silenciosos...

   Brilla bajo un cielo cubierto y sucio el suelo de tierra, el claror feble del charco, y la hierba... Los arbustos ésos...  

   Nos desayunamos en la cocina sin decir una palabra. [La semblanza de...  Pero es el paisaje lo sustancial, recuerdo que me abrumaba el foco de luz tan fría, la hora de la mañana, el olor a café caliente... O aquel ruido de alguna maquinilla eléctrica, el timbre enérgico de la voz matinal en la radio...] Oía repicar las  gotas  de lluvia en el pequeño tejado de cinc del patio de luces, opresivo y angosto, oscuro. Tan desangelado... Apenas mordisqueaba ella la manzana, se llevaba la taza a los labios exangües... una... [Anot.: la misma impresión que las mañanas malas, agonizando y dibujando en París, años después...] Lo cierto es que en ese momento comprendí que era una artista pura, sin deber nada... sin… ¡Todo esto suena a elegía!

   Cuando la vi marchar con la gata en la cesta sentí una inmensa ternura, una punzada de desamparo en el alma que afeó lo que veía, que empobreció las cosas, y el aire, y el peso de mi cuerpo, todo menos a ella, fresca y urgente. Limpia (o nueva, otra cosa). [Su carrera laboriosa, los cuadros por hacer, ¡el empeño en corregir una pintura, la materia informe...!, los dibujos de color de plata, etc...: poemas que no he de escribir.]

   Había hablado. [La maldición de Brell, la blasfemia de la descripción odiosa, pues toda muerte es una intimidad.]

   Había estado escuchándola durante horas. [J.: "No sabrías nunca describir su voz ronca."] Más que los detalles, sugería cosas. Pero, al cabo, no hubo condena ni a nadie a quien absolver. Ella era valiente entonces, sin entregas fáciles. La hacía desde la hondura de su ser una urdimbre de metal clamoroso y pugnaz que soslayaba los temores y las dudas mediocres. [A J., a otro, a cualquiera: "Sin embargo, ese aire de amenaza que parecía envolverla... y la derrota aplazada. No haber  adivinado lo trágico, la mudanza, el sombrío o luminoso fatal trayecto entre la nada y la nada... Me apena confesarlo..." Solía decir ella: "El alma, de haberla, es una gema, un pedazo de cristal, o una sustancia de brillo sin color, traslúcida... Inventar eso..." (En un cuadro, claro.)]

   Puse orden adentro... (Verter pensamientos sobre la obscena desnudez de las sábanas, ¡y los restos del desayuno en la cocina: verdaderamente,  una tristeza suicida...! Ordena la... patética información de T.B.: palabras sobre Brell..., no, un final no malo del todo: sé tú mi brazo ejecutor, etc. Me dije: M. esta muerto. Qué trivialidad. ¿No era inmortal? Veamos. Era tan leve la mañana que la angustia obligaba a raras advocaciones, a penitencias inevitables y propósitos de enmienda... ¡de nuevo! Era el día tan liviano, tan apagado y sin peso que el espíritu transitaba en embelesos hirientes mientras la otra parte de mí, sin conciencia, trasegaba entre el vacío y el orden maniático y absurdo de las cosas. Basta.)

   ¿...El alma? como la luz del sol mediterráneo y quieto que espejea en el fondo de un cuenco de madera posado en la arena caliente de una orilla verde, azul. ¡Bien distinto! Estaba en un corredor de sombras, y era en una galería radiante de cristales y aire puro donde quería dejarme caer posiblemente humillado. La grandeza ajena... ¡tan insospechada!

   Colocando libros en el estante, con el plumero bajo el brazo, frente al espejo: éste que veis vencido... etc.

   Un bonito cuadro que colgar en la pared amarilla.

   No hay nada épico en poseer un conocimiento que anticipa los hechos... irremediables. Abro el libro: qué raro, me digo. Aunque, J. o S., quizás R.G., descubren el giro inusual,  un encuentro grato con el pensamiento. Sobre todo, S.

   Dirimía yo cualquier problema con insolencia, el de T.B., el de M., Brell [Haber agregado: estarán muertos con el tiempo. Pero: "No se mueren nunca..." Dicho por S., mucho antes de caer él mismo. 6/90.] Quito el polvo. Asqueado de tanto pasado inútil, falso, reinventado. Lo cierto es que no lograba corporeizar lo que era simplemente un entretenimiento mío con T.B. Yo mentía con malicia. Qué le vamos a hacer. Disfrazaba con el aspecto de un amorío algo mucho más profundo y devastador: la vana esperanza de recobrar el que hubiera podido ser de no haberse torcido las cosas... Y, si su leyenda ayudaba... O saberme distinto tan sólo, a salvo de las mendicidades más corrientes. Me valía de ella, pues.

   Sabía que quería a T.B. a la manera compleja de quien oculta sus imperfecciones mediante negaciones insidiosas y onerosos rechazos, proyectando lo mejor de mí mismo, o siquiera la parte más noble que pudiera enaltecerme sin alcanzar la hipocresía. La quería porque la necesitaba, o porque era la formulación de algo valioso por hacer, y no hecho aún, o porque creía que los demás debían pensarlo de esa manera. Me convertía en espectáculo tan apropiado a la curiosidad de [...] Brindaba una distracción...

   Ahuecaba la voz, aseguraba a... alguien (a punto de soltar la lágrima de cocodrilo): ¿Qué era yo para T.B.? ¿Y qué importancia podía tener eso. Acaso, en el pasado...  

   Pero era tal la certeza de mi equívoca posición actual que no me  juzgaba a mí mismo adelantado en asuntos de amor ni objeto de encantamiento por arte de nadie. ¿Alguien podía dudarlo? Se esconde la arrogancia, aprende uno a limitarse, a empequeñecerse, y, en el curso de los años, a formar parte de un indescriptible sistema de encuentros calculados y separaciones incomprensibles. Más adelante, me sorprendía diciéndome casi en voz alta, esto será una costumbre, nada habrá de singular en esa falta de asiduidad, nos conviene a los dos.

   Y los demás, tan solidarios al oír mis desvelos, tan correctos (como mi propia confidencia), asentían: "Tienes mucha razón en lo que dices…”, musitaban. La historia del otro (yo), esos amores ajenos... Acaba por fascinar, tiene atractivo tanta torpeza expuesta a las bravas.

   ¿Verla a medias, tenerla a deshoras?

   No dejaba de verme burlado por sus otras aventuras eróticas. Tampoco me rendía a los lances y triquiñuelas del amor desairado (tan despectiva ella después, extraña luego, quizás perversa). Semejante actitud, mi pasividad, era la adecuada, imbricados ambos en una realidad que resultaba neutral para los dos, tan atractiva porque nada terminaba fraguando. En especial, su relación me permitía evocar los recuerdos de un pasado de fracasos pero al menos digno en las acciones y en las ideas, escribir sobre ellos y por encima  de todo creerme que había habido otra vida capaz de justificarme ahora. En suma, labrar el presente con la mejor materia de antaño.

   Ese modo de querer a T.B. era el único posible. Y nada impedía extender la curiosidad hacia todo aquello que había sido significativo para mí, hasta morboso. Salvaguardar incluso las repelentes aficiones de solitario, asuntos tal vez baladíes pero de auténtica  importancia: un silencio de tres días (ni una palabra a nadie), la huida de la ciudad sin dar explicaciones, insistir deliberadamente en un error, un súbito desprecio, la abulia, la inevitable misantropía... (Mientras tanto, sigo con el plumero en la mano.)

   Se puede acabar así. Cómo no. Los días y su fardo de caprichos siniestros o estúpidos, las manías, esculpen el alma irremediablemente.  Tan encerrada que está...

   El vínculo pactado, sin embargo, nos libraba de otras miserias, de todas las mezquindades personalistas que terminan malogrando el amor y la atracción en tantas parejas de amantes y les conduce a la desdicha o al rencor. (En realidad, la melancolía es una tara persistente, funesta a veces, pero aleja mucho del deseo de posesión, es... también un profundo escepticismo ante la ganancia o la pérdida en el trato con los seres humanos.)

   (Ahora la lluvia caía con verdadera fuerza, arroyaba el suelo de la calle madrugadora. La amarga sensación de estar solo, y sin querer estarlo en ese momento, acentuaba una rara añoranza. La lluvia parecía agrisar no sólo la luz y el aire: dejaba exhausta la conciencia en una paz engañosa.)

   Creo que yo siempre había amado a T.B., pero no podía convencerme, por mucho que me esforzara, que ella sintiera por mí otra cosa que la satisfacción producida por una lealtad inquebrantablemente física. Es difícil sustraerse a ese tipo de calladas y sumisas adoraciones. Hay algo de inconfesable sadismo en derrotas de esa índole, y es predecible por tanto que quien se siente objeto de aquella pleitesía acate tan dolorosa debilidad ajena con secreto placer.

   [Pequeñas canalladas…]

   A expensas de la tácita conveniencia yo toleraba mi orgullo malparado, incluso lo padecía; ella, su aventura de mujer y  su caos de artista ante un testigo difícil (y a causa de ello, conveniente). En el fondo, eso era todo.  

   [Por aquel tiempo, T.B. empezó a tener esos violentos accesos de ansiedad... Sus escapadas eran frecuentes. Volaba a Amsterdam a la caída de la tarde. A la noche del día siguiente alguien descubría luz en su estudio. Ya había regresado. Con sigilo. No abría ella la puerta. En fin. Desaparecía en Londres. "Vengo de París, confesaba un  día después. ("Se escurría entre el peligro y la urgencia..."  Me  lo  recuerda  V.St…, otra vez frente el mar... De noche, acabando el verano del 89, cuando F.N. me pasó las notaciones de la sonata 21. de S., inclusive los símbolos...) Post.: Pero R., al comprobarlo, dudaba razonablemente con la hoja llena de garabatos en la mano, mirándome desdeñoso. Ya no podía hacer nada... No iba a estar verificando por ahí, rectificando una y otra vez. Copiaría las transcripciones literalmente.]

   "Hay gente como ellos dos...", murmura T.B. ¿Demudada…?

    Se refería a Brell, a M. Le temblaban ligeramente los labios lívidos.

   Sería una observación sin importancia. Ella no tenía la manía de las aserciones. Sobre todo cuando pensaba en voz alta: miró por la ventana abierta antes de partir, sin éxtasis  (y ahora bien lo recuerdo). "A Brell, susurró, "la lluvia le acompaña siempre en los momentos decisivos de su vida." [¿?]

   Cuando horas antes habíamos llegado a casa desde la galería T.B. me llevó, entre sombras, con mucha desesperanza, a la cama. Apenas dijo nada. Se desnudó mirándome con fijeza, paliando su temor. Me obligó a acariciarla con morosa suavidad. Lloraba mientras me acariciaba ella a mí después. Una lucha parecía librarse en lo profundo de ella misma, allí donde todo está vedado para otros.

   (Durante mucho rato estuvo en silencio. Antes de que amaneciera habló de Brell: esa manera de ser, que es posible.

   Pero aquellas frases, su narración... informan demasiado de mentiras, o un fabular canalla. He aquí, pues -me dije al cabo de los años, hoy-... Mañana, muertos todos, en realidad: (¡Puede que hasta Brell! /5-90.)

   Refirió el suceso, hecho de murmullos entrecortados, miradas a ninguna parte, silencios, las imaginaciones irremediables, la huida previsible de él.

   “Brell dijo…”, dijo ella.)

Luego, volvió a dormirse plácidamente mientras la oscura llovizna silenciaba la ciudad y sus luces.

…………………………………………………………………………………………….

 

   Los materiales del suceso...

   (Pintar sólo la urdimbre, los mimbres del vacío...)

   Veo a B. sentado en un extremo del sofá, inmerso (lo sé) en una quietud expectante: era él mismo la causa del agobio. Se supo pequeño y poco a poco sin sangre, atontado. Recuerda a... [Contrasto en H., la mujer del hotel, bañada por una luz imposible, con la única prenda de la pálida combinación de un rosa desvaído, con la cabeza inclinada, las piernas desnudas, blancas y flacas...], ¡pero B. sin el grueso libro sobre las rodillas, eh! (los verdes, los violetas, los amarillos, los blancos, el tímido azul..., todo eso, sí). B. podía estar callado todo el tiempo que el otro dispusiese. Las manos tan inocentes a los lados. A punto para el viaje.

   Hay una mesa baja de madera oscura, muy pulida, a un lado del sillón, pegada a la pared. Hay objetos encima, al alcance de la mano. B. adivina qué clase de utensilios y qué clase de sustancias se enmascaran tras la ingenua apariencia de domesticidad del vaso, del frasco casi diminuto, del enternecedor mantel de ganchillo que cubre sólo el centro de la superficie oval de marquetería.

   Las líneas son de trazo grueso. Asedian el espacio y liquidan cualquier dimensión de perspectiva.

   "Uno va sintiendo cómo se vacían las venas de sangre, oye cómo se desvanece el runrún del fluido, se secan las arterias, se contraen, y crujen a punto de rajarse...": (B.)  

   La voz de M., acariciadora, audible fieramente por encima de todo, liberada, susurraría la consigna temida por Brell: Ya sabes a que has venido.

    Se dicen cosas por decirse..., y tan suavemente, etc.

   B. no tiene nada que contestar. Tampoco le inmuta demasiado la mirada de abierta curiosidad que le dirigía M. de cuando en cuando. Está sencillo B., simplemente.

   Se puede examinar el fondo del ojo de M.: terrible pozo negro donde inspeccionar el asco y la derrota, pues proyecta una mezcla de piedad y razón, de coraje y firmeza, de cansancio y estoicismo, pero todo en una decisión que proclama el terror oculto. Apócrifo o no, aunque... B.: "Unos ojos vivos desde las puertas de la muerte."

   Es imposible olvidar que M. era odioso algunas veces. Por ej. en... Y esa característica suya, tan poco digna de celebrar: detenía fijamente la mirada en su interlocutor, sin bajar los párpados ni abrir la boca para nada... ¡cómo si meditase con la vista muerta en una pared! Esa pequeña fatiga por el desafío que formulaba... [En una ocasión, con la palabra aún en la boca, contrariado, chasqueé los dedos delante de sus narices... ¡Me expulsó de su casa completamente encolerizado! Todo esto lo comenté (muchos años antes, ay) con T.B.: no me creyó.]

   Hay algo que no es del estilo de los dos, algo definitivamente nuevo...

   Al final, uno cede a sus impulsos, deja de resistirse a... Sin embargo... ¿puede hablarse de solemnidad? Oh, nunca. El silencio marca un ritmo raro y astuto frente a ese hombre penúltimo, algo se mueve, pero...

   Nada solemne envuelve con su hedor el suceso vulgar de la muerte. Tiene uno su estética privada, la imagen de su conciencia, el gesto postrero. Cualquier precipitación lamentable en ese trance magnífico  afea la vida más lograda. El cadáver... algo que se esconde en un agujero. 

   M. tenía la amargura suicida. B., que se daba perfecta cuenta de ello,  empezó a notarse seguro y decidido: no iba a forjarse curiosas ideas en relación a su cometido. Todo comenzaba a ser prosaico y, bien... Pero, ¿y si se equivocaba....? ¿Como sobrellevar uno ese maldito fardo encima hasta su propia muerte, amanecer cada día con eso...?

   No iba a existir el menor vestigio de violencia. Sabía que se encontraba en lo peor, donde ya no valen los cálculos y todo es desmedido (se está seguro al menos de una cosa: no se puede enloquecer).

   Ya en el horror, que dispensa de todas las conveniencias formales, sus fenómenos progresivos (la alarma súbita en lo más hondo de sí mismo, un ademán, un vuelco en el corazón, el gusto a cenizas en el paladar) impiden una absoluta catarsis, el asombro es mínimo y la compasión perfectamente intolerable. Sólo la voluntad es suficiente, y ese poco de desdicha personal... necesaria para franquear la entrada al lado del sacrificio pero con el...  tono preciso.

   Ningún peso en la conciencia pervertida por el bien (¿qué bien?).

   Arrastra el espíritu hasta el último refugio donde olvidas el duelo y el dolor, el fracaso y la resignación: sólo la tierra limpia y pródiga, el sol y el silencio, o el viento entre los árboles, a veces. [B. en M.; V.v.G. en A.] 

   No  es la materia ociosa..., lo que persuade finalmente.

   Es... lo que hay, y nada más.

   Algo del material era la salmodia de T.B.: "B. se adentraba en [la lucidez última] ... lo más malo o en lo más bueno... Contó que..."

   Los actos iban a carecer de medida. Era abominable la moral... nefasta cualquier estrategia del ánimo y el pensamiento débiles. ¿Quién ha de juzgar...?

   Lo más temido. Nadie se alivia de su alma, ese peso trágico...

   El (B.) estaba allí, en la vorágine del dios y del diablo, del cielo y del infierno. En el punto neutral y preciso de la más absoluta inocencia. "No importaba la dimensión del castigo o la pena, del todo o de la nada."

   Los tonos, si sabios, conjugan un cuadro que ha de ser memorable, el ámbito del drama, de la esperanza, o una pintura feliz tan sólo, plena de armonía:

   Ver a M. señalando suavemente con la cabeza, mediante un gesto casi imperceptible, sin mirarlo, el cuaderno de tapas rojas, como si: "No va conmigo... A mí, qué..." Miraba a B., que seguía sentado, con las manos tranquilamente a los lados, posadas mansamente sobre el sofá. En especial, vino a decir B. mucho tiempo después, no había que darle ninguna importancia a  los  soliloquios. Que cada cual, él... y el otro... Venga...

   Debía llevarse eso.

   También podría elegir algunos libros.

   ¿Notas la fragancia que lleva la tarde del verano...? La esencia de los años de atrás, ¿verdad? El color de la infancia, los días azules.

   Y todo lo olvidaría después, vaticinó [M.].

   B. asentía callado. No observaba en las palabras de M. un registro de súplica, ni la huella afectada del miedo. En todo caso, un temblor en la voz, como un aleteo tan feble... Acaso un dolor físico  que  le traicionaba, algo cierto, tan lejos de la psique, y que resultaba de difícil dominio para el viejo. Toda la alarma en el cuerpo encanallado y débil, mil veces miserable, mas no en su alma final, poderosa y altiva...

   "Era como un silencio de árbol", diría Brell. "Y la atmósfera de la habitación era como de agua. ¿Has pensado alguna vez en esa sustancia, esa calidad del aire...? Pero todo muy lejos de la tierra, fuera del mundo, ya en el lugar de la muerte, en su oscuridad o algo  parecida a ella.."

   Un B. despojado de tinieblas, casi casi (sic) rozando el umbral del paraíso.

   M. hablaba y parecía en la eternidad... o saliendo de ella...,  [tenía]... toda la energía (y el deseo) encerrada en sus ojos, destellando en el pálido fulgor del cristalino.

   Se apaciguan los colores mientras muere la tarde.

   M. sonríe. "¿Querría B. tomar algo?"

   M. tomará su brebaje: B. sabrá disculpar (¿O no has de tener tu gozosa ocasión?) que no lo comparta con él, dice. B., mudo y quieto, hace tiempo que ha comprendido definitivamente el azar y sus inefables componendas: arroja los dados, once; M. le ayuda a él, moribundo, a.

   No tardará en percibir B. el verdadero sentido del espanto (del suyo, del ajeno) al precipitar la mirada en el recorrido doméstico, fácil, trivial, el mueble, la tela:

   Contempla los libros encima de la mesa, envueltos en un halo extraño de turbiedad, como si fueran de mentira. Dentro de muchos años también él habrá sido de mentira. "Hace mucho calor aquí", se dice, y al momento piensa que sería muy plebeyo hacérselo notar a M.

  El drama no existe, en nada se cotiza aquí el espectáculo marrullero de la tragedia, luego es superfluo subrayar... el instante... Ante todo, nada de trascendencia, ningún detalle noble que recordar.

   Construir una casa blanca, vacía, al mar azul, o a la tierra desierta, con la única arquitectura que aconseja el alma: demasiado lógica, más allá de los límites, la materia sólo, el espacio solo...

   Cualquier palabra es realmente innecesaria. La violencia proviene de la espera, de la novedad terrible para ambos.

   Ahora  Brell  debía  mencionar los libros que iba a llevarse. ¿Era su deseo hacerlo? Ir al infierno, escarbar, elegir... ¡tan poca cosa!  

   Había una primera edición, fechada en 1902, de La Voluntad, de Azorín, impresa en Barcelona, en Henrich y Cía., y... esa [secreta] gavilla de cuartillas manuscritas del Diario de G.M. de Jovellanos... (los apuntes de viaje de su calmado itinerario de finales del XVIII), desprendida de uno de los cuadernos, de su puño y letra, a lápiz, sin la intervención del amanuense, las hojas amarillas, quemadas por los cantos, abrumadas por la letra codiciosa... M. lo descubrió en un puesto de libros viejos: un arrugado manojo de páginas en el interior de un cajón de libros franceses religiosos, volterianos, ultramontanos, jacobinos, romanceros... Un íntimo pudor [Pensándolo bien: tan infame en esas circunstancias, tan idiota y descerebrado, y, sin embargo...] le impide confesárselo a M. Se quedará sin esos tesoros. ¡A saber qué manos han de mancillarlos…!

   Con voz poco audible, sólo dice...: "Axel' Castle, en la reedición de Scribner", pero como si temiera arrepentirse.

   M. hace un gesto de indiferencia, de consentimiento desinteresado, ¿de desprecio? No muestra signos de extrañeza. Ya... al cabo. ¡Bah, puede llevarse lo que quiera! Dentro de un rato nada ni nadie, salvo su misma reserva (inoportuna, estulta, apocada, ¡qué de escrúpulos necios los de B.!) podría evitarlo... No habría ningún testigo que fuera a reprochar descarados aprovechamientos...

   Trances como éste son de lo más nuevo. "Es determinación lo que hace falta", piensa. Y en ese momento, nota que le flaquean las piernas. Observa sus manos: no tiemblan. Ve al hombre delante de él: "Lo quiere de esa manera, el buen diablo que ha sido siempre le obliga... Sin remedio, y no revocará su decisión, el viejo terco. La presión no es insufrible. Es distinto a... Todo lo que he experimentado hasta ahora... ¿Natural...? ¡la fuerza del león...!"

   Evoca una vez (pudieron ser miles): "Lo vi de repente frente a mí: una aparición seria y querida esa figura (era de verdad, de carne y hueso) que doblaba la esquina, tan reconocible sorprendentemente, que salía de la sombra negra y el sol la desvelaba precaria, lastimosa y única. Hacía tiempo que no nos habíamos visto. Yo regresaba  [de  un  largo  viaje]..., algo enfermo y desorientado... Observé que llevaba libros apoyados contra el pecho, su manera usual de hacerlo..., ocupada la otra mano con el cigarrillo, me dije: los ha comprado hace unos minutos. El sol del mediodía, de aquel otoño de aire tan diáfano, le daba de pleno en la cara, encendía la piel y la carne... traslucía la sangre en los pómulos y en el huesudo mentón... Todo era luz... una gran fragilidad también, qué vida tan delicada... y expuesta, toda desnudada en la brutal claridad. [7.90. Pero yo recuerdo... muy  (...) totalmente distinto: el sol rojo de poniente encendía la fina piel como un pergamino pegada al rostro anguloso, atenuaba el brillo de los ojillos rasgados..."]

   B., a ratos, se mentía: "Helo aquí, con muchos de sus amigos presentes, permanecen junto a él en gran número, conversando sobre el alma (!?), y de otras cosas extraordinarias, la muerte, la eterna fiesta de los dioses..., la historia antigua, los otros hombres..." No, no, estaban ellos dos solos, y sus palabras eran vulgares. Y nada había de grandioso en ese atardecer de hierro y aire caliente. Aunque ningún tormento afligía el espíritu. Nada maligno se emboscaba en el lentísimo tiempo hasta la noche, cuando todo debía haber concluido. "Este hombre [Este ser enfermo y asqueado..., la carne que casi puedo oler, etc.] estará muerto cuando ya no haya luz...", piensa, emocionado por un escalofrío repentino. No va a paralizarse ahora...

   No es que le costase respirar, pero la pesadez de la atmósfera (un aire amarillo, avejentándose más y más... un dorado decrépito antiquísimo, un verde que se torna azul, la madera vieja que limita el paisaje, Gogh... por esa falsa impresión de él) resultaba inaguantable. Algo irritaba el orden, algo le producía una violenta incomodidad: las cosas, que eran vistas como a través de un cristal roto. Por un instante se le pasa por la cabeza levantarse y abrir el ventanal situado detrás de donde M. se sienta. Pero antes: levantarse, ofenderle con su cuerpo aún joven en movimiento, soportar su mirada (todavía peor: desviarla), quizás hablar, alzar la persiana, accionar la manilla... Podría ver entonces el barro despintado de los macetones, el verde deslucido de las hojas, la minúscula balaustrada de escayola que cercaba la pequeña terraza llena de polvorientos trastos y chancas (sic). Imaginó el aire tibio pero liberador golpeando su cara arrebolada de sofoco... el rumor sordo de la existencia de afuera. Siguió sentado. No iría a desfallecer... Sin moverse. Sin decir nada. Las manos tranquilas.

   M. se levantó. Parecía que bajaban los techos.

   Prepararía café. Lo dijo compasivo al observar a Brell, mudo y extenuado. Las cuestiones más increíbles y nimias, naturales, se imponen convenientemente en los momentos más inesperados: "Haré un poco de café", piensa M., y lo dice. Y de pronto B. lo ve por primera vez, en una época lejana. Entonces M., irónico  (puede  que  hasta jovial), le  miró tajantemente: "Leer es una manía... o una preocupación, o algo maldito y ruin, una fiesta demasiado silenciosa y deliberada. [¡Qué peligro leer...!] ¿Cuál es tu verdadero entretenimiento?" B. respondió sin titubear: "Ver pintura."

   Era inaugural: la primera lluvia del otoño acompañó aquel primer encuentro afortunado. Era de mañana, y el sol era blanco.

   Esas ocasiones de color... blanco, rojo, amarillo, convocaban la tristeza última, las justificaciones.

   M. volvía a la sala lentamente. Le oyó deslizarse por el pasillo. Sostenía una bandeja pequeña con la taza de café encima de una servilleta rosa con bordados amarillos y verdes en los ángulos. Era algo turbador, conmovedoramente hogareño. B. fijó la vista en los tenues hilachos de humo que ascendían de la taza. (A B. le maravilla que el cuerpo larguísimo y tan delgado de M. no sucumba como una hoja de papel: que antes de depositar la bandeja y tomar asiento el esqueleto desvencijado no se desmorone al suelo crujiendo como el sarmiento marchito de la tierra más yerma.)

   ¡Que M. fuera el heraldo del futuro...!

   La pausa tiene un aire de farsa trágica. Vuelve a decirse: "No hay grandeza aquí."

   Se lleva la taza a los labios. Prueba un sorbo de café. Está demasiado caliente, y sabe excesivamente amargo. Se avergüenza sobre todo de sí mismo. El mundo se quedaba sin aire. Respiraban agua. De un trago vacía la taza. M. le está mirando.

   Los material...

   D.G. hubiera dicho: "No irías a pintar la trama de un absoluto... No existe. Sólo el símbolo..."

   B.: "Si estaba todo decidido..."

  La catástrofe es que simplemente no baste con existir, sólo disfrutar como una bestia apacible de la vida. Esa es la peor de las ofensas infligida a los dioses, puercos testigos del inmenso aburrimiento de su creación. "Quiero que sufras, juguete inmundo de mis sueños", te conmina el dios. Pero... que su venganza no te rinda, no te postres ante ellos: "Sé apóstata en tu finitud", aleccionaba M. una vez. Tenía toda la razón del mundo: era un viejo desdeñoso y culpable, sabio, solitario y condenado.

   Ahora es una penumbra marrón lo que se cierne en el cuarto como una bruma cálida, ensoñadora, letárgica. Parece una constelación que poco a poco se agrupa en el centro a punto de formar un gran dibujo, (lo forma), librándose del poso de los libros, de los objetos, de B., que es una figura mínima pero de indudable vocación: cree que desear la muerte es un acto de lo más normal, algo inherente a todo lo que atañe verdaderamente a la vida. M. acrecienta [en B.] su mística de desterrado y omnisciente  creador.  Podrá  salir  a un presente [huida] total, aunque extravagante e inútil, pues el pasado cada vez habita menos en su alma pecadora y feliz, cada vez más libre y buena.

   La sabiduría enseña a morir más tarde o más temprano. Ama uno la vida y corrige sus torpezas. La cautela de mañana... Su miramiento era falaz, la cobardía sólo es inexperiencia. "No me pasará nada", dijo en voz alta, sin darse cuenta. Al momento comprendió que M. le escuchaba con interés. Una especie de... ¿satisfacción?,  afloraba en los labios apretados con rabiosa firmeza.

   (Entendámonos: no hay agitación aquí, ni suspiros, ni congoja (?)... "¿No quiere mirar afuera, al cielo, por última vez? ¿Sentir la brisa sobre la piel, hincharse los pulmones del aire más puro...? "No, no... Por supuesto que no... ¿Qué tonterías son esas?...")

  La geometría... El orden del mundo.... ¡qué artificio en el espacio...! El origen fue de una desordenada naturaleza: se puede matar con razón, despintar... borrar hasta la frase.

   La locura... es no morirse completo, de inmediato, irse dejando los   jirones esparcidos por ahí entre mentiras y una ciencia todavía cruel y pusilánime...

   M.: "Sobre todo, tengamos juicio." (La única rebelión ya posible.)

   No va uno a capitular en los brazos indecentes de los días incómodos y tediosos de los viejos, moribundo, incompleto y avariento. Incluso el dolor es una presencia valiosa, mitiga la afición a las cosas, a una supervivencia rastrera e impostora. El sufrimiento y la pena nos hacen recordar que... (aún antes de...)

   [Hoy, 21 de julio de 1990, un día gris, lluvioso y hasta frío... corrijo todas las palabras, oculto la verdad, encerrado entre libros, sin echar un vistazo a la calle... Pero ¿iba a morir M. con la mente enferma y la dignidad por los suelos? Esa visión me era inaceptable: un viejo alelado que se arrastra a trompicones en un pijama arrugado y sucio de baba y orines, con el cuerpo encogido y frío, pero sobreviviente,  con  el  pelo  revuelto y  húmedo pegado al cráneo, con la mirada febril y llena de horror, afligida por el desamparo infinito del viejo que no acierta a  entender nada de nada, subiendo y bajando las escaleras del edificio, tembloroso y solo en los oscuros rellanos, tocando los timbres de las puertas, irritando a unos y a otros por el sobresalto y la imagen escalofriante de su memez irreversible, un viejo que incita al enojo canalla o a la fastidiosa caridad y desganada comprensión del vecino que lo devuelve asqueado a su piso, a la terrible luz eléctrica de un dormitorio de inacabables amarguras y recuerdos intolerables...]

   La náusea... arrastrándote por los cafés mientras cae la noche, asustado por la hora lúgubre, paseando por los jardines públicos a punto de sumirse en la niebla... Y está ese síntoma burgués, detestable... que prefiere la ansiedad, el dolor físico tan innoble... Yo hubiera apostado, cómo no, por un cerebro anegado de sangre o un corazón reventado de repente, no la lenta podredumbre que desgarra por dentro día a día, el desvarío inútil, risible, obstinado en sinsentidos...

   M. estaba acabado, a punto de... [convertirme en un disparate...] Y era ese día (o esa tarde, o en esa hora) la antesala del vacío más injurioso e incomprensible al ser que se ha sido.

   M. reivindica esa muerte desde mucho antes que naciera B.:

   "Mátame, o eres un asesino."

   Cobra uno conciencia de la más absoluta libertad, sin trabas de ninguna suerte... ¡qué lujo el cuerpo... a veces! La nada a la  que uno  se  aboca  alivia  la  cólera  y los  terrores  del pasado, y nada indigno o conmovedor del futuro amedrenta el ánimo postrado. La nada... que ni siquiera se puede imaginar realmente:

   "En cierto modo, ha sido una protección contra el mundo", le dirá a B., con una mirada coagulada de dolorosa paciencia.

   "La luz es un engaño", dice B. a M. "Burla toda forma de apropiación..." Querría seguir hablando, pero duda de la palabras. Piensa: "...aunque la luz informa de tu existir y proclama las cosas."

   B. lleva su atención a los objetos encima de la mesa auxiliar, junto a M. [Hay un estuche metálico que brilla... mucho. No tendrá necesidad de utilizarlo.] Sin poder contenerse, o sin saber, pregunta estúpidamente si fue...

   El otro se encoge de hombros.

   "¿Fácil de conseguir el... tóxico?"

   Sólo por decoro, no salpicar... El cuerpo roto y grotesco sobre el pavimento. ¡No, no...! Por supuesto que lo fue. Tan fácil como las ventanas en las décimas plantas, o las venas abiertas, o el gas, o las vías del ferrocarril, o el mar.

   "La luz...", no dejaba de pensar B.

    Dentro de unas horas el crepúsculo se adueñaría del instante y el cuerpo de M. tan delgado (y en ese preciso momento lo vio, se vio, lo recordó) se escurriría del sillón hacia la nada... Directamente a la misteriosa eternidad.

   "¿Qué es?", pregunta B. 

   M. le responde:

   "Zumo de uva y el agua bendita de san Asclepio."

   B., que guarda un silencio sagrado, mira a M. al rostro. En un circo como éste: bonita máscara. 

   T.B., por B.: de una conversación prolongada ya sin temor hasta el anochecer. "... Hablan del clásico, de un poema, otra vez de los faros, de ellos mismos. Más allá de aquéllo... Ya sin significados..."

   Lo demás...

   Todo sucede convenientemente, y sin ninguna afectación por su parte, con sencillez. (II, 45).

   Cuando M. lo quiso:

   B. se le acerca. M. le detiene en seco con la mirada, y le dice algo terrible.

   T.B.: "Te das cuentas de la insoportable monotonía de los monstruos, su fealdad... tan inteligente. Diríamos: bien sobrellevada..."  

   [No olv.: Algunos años más tarde T.B. me regalaría el ejemplar de Scribner, cuando J.D. Brell ya decidió su huida, a finales de julio del 90. ¡La infame desesperación de...! ¡Me adelanté, hypocrite!]

   ... Un deber que hay que cumplir hacia ese buen prójimo: "Ayúdame"... Y se lleva a cabo esa magnífica caridad. El dulce recuerdo pervive... Ahora que... 

   Unos minutos después M. se dormía simplemente, sin felicidad. (Una de las manos, astillosa y pálida, cuelga a un lado del sillón, parece un raro... animal muerto...)

   B. mira el cuerpo que será quemado. Al rato, observa que M. entra en coma. La respiración se hace lenta, lentísima, y cesa del todo.

   B. coge el cuaderno de tapas rojas. Abandona la habitación. Busca el libro entre las sombras.

   Sale de la casa oscura y cierra la puerta tras él girando dos veces el pestillo. Bien sellada queda...

   "Es una creación de sufrimiento... Seguro que el diablo..."

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Charlie ha de refrescar esa boca del espigador. La tiene seca. Qué horas intempestivas. Noche tremenda. Afuera cae la lluvia y azota el viento, estremece el frío.

¿Qué Charlie anda de guardia en el hospital de las almas torturadas? ¿Serías capaz de tomar la espada, emboscarte en la capa, llamar faetón y penetrar en la bruma de la noche en busca del licor que acartona los sesos y acaricia el espíritu?

Tendrás que conformarte con la botica, bastante generosa por cierto, que almacenas en casa. Y utiliza la luna del dormitorio a modo de interlocutor.

¡Cuánto bueno por aquí, señor Torrance!

Hace una noche de perros. 

Perfectamente de acuerdo con usted.

Aunque bien pensado, de fantasmas, diría yo.

También Bogart, en su último viaje actoral (y asimismo viajero de aquel del que nunca se vuelve), apela al consuelo de Charlie bastante más que un par de veces a la semana: demasiadas cicatrices (The Harder They Fall).

¿Qué puede decirse del pasado? Si los seres que lo habitaban han muerto, toda rememoración es inútil. El recuerdo es una imagen, unas palabras, una comparecencia mental que indefectiblemente oculta aun sin proponérselo la auténtica realidad, que ya no es la nuestra, de las personas y los sucesos de entonces, de su auténtica corporeidad y no aquello que dejan atrás, los desechos objetuales de sus pertenencias y sus acciones finalmente disipadas como ellos en la nada. Descifrar el pasado con los ojos del presente es jugar con las cartas marcadas. A la tumba del muerto sólo la rodean tahúres y ventajistas. Lo malo del pasado es que ya sabemos como acaba la historia, y acaba mal, sin posibilidad de enmienda. Las Furias siempre se salen con la suya. Dos de ellas se bastan para la hecatombe universal. Y las dos son por desgracia inherentes a la biografía del pasado de la tierra y mucho me temo que asimismo a la de su futuro, que es como decir a la del presente que anima con divertida saña la función: el hombre y la naturaleza, ambas bestias igualmente insensibles a los efectos dañinos que producen al desentenderse de cualquier intención de discriminación bondadosa respecto a los más desprotegidos.

Apuntes y notas diversas aún confunden más la vigilia del escrutador, turbia y cansina.

¿Qué clase de homúnculo, tan pequeñito él, organiza y articula de nuevo a un ser muerto en los recuerdos de los otros? Todo parecido sería pura coincidencia, cual se avisa arteramente en las novelas y películas educadas, o acaso un cúmulo de fragmentos diversos y extraños entre sí que acaban configurando un monstruo llevadero por meramente ilusorio.

Boceto se propuso saber sin saber realmente qué era lo que quería saber: haberlo perdido todo, padre, madre, hermanos...

Si empezara por el principio, la primera muerte…

Un día de mayo cálido y perfumado del aire primaveral, por fin, la mujer matemática le recibe a media mañana con una copa en la mano. Demasiado temprano para beber, me temo, se dice, aunque sin repugnancia. Su primera impresión al verla es comprobar que responde casi con precisión a todas sus imaginaciones previas y que ya anticipaba al escuchar por teléfono su voz mesurada y sin titubeos perezosos al confirmar la cita. Sólo la expresión de tristeza que antes de tenerla delante había supuesto no sabía muy bien por qué, se halla ausente de un rostro de facciones sosegadas y perfectamente armónicas con su extraña mirada, directa y suave, que tiende de una manera muy reconfortante a la complicidad, a no inquietar en absoluto a su visitante. De modo que tú eres el hermano pequeño. ¿Te inspiro curiosidad, entonces? ¿O quieres saber lo que pienso de él? Su muerte lo explica todo, al menos lo verdaderamente importante. Y no nos unía la desdicha, si es eso lo que estás pensando. Tu hermano se había quedado sin refugios. Vivía a la intemperie. Venía a esta casa, se sentaba en el sofá, se bebía media botella de coñac y hacíamos el amor, a veces de modo violento y peligroso, a veces con desgana.

La segunda visita fue inesperada… para ambos. La tercera fue previsible.

Sin apenas apercibirse de ello, maquinalmente, Boceto comenzó a frecuentar más de lo debido a la mujer matemática, puesto que nada de atractivo o interesado inducía a esa reiteración.

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